Juez injusto
La amenaza de apelar al César debilitó la determinación de Pilato de soltar a Jesús, y de defenderlo de la furia de la turba. Comenzó a parlamentar de nuevo con los judíos. Sentándose en la silla del juicio ante el pretorio, Pilato señaló a Jesús, y dijo con ironía a los judíos: "¡Aquí tenéis a vuestro Rey!" La respuesta de la turba fue la exigencia unánime de que fuera crucificado. "Gritaron: -¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo! Pilato les dijo: -¿A vuestro rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: -¡No tenemos más rey que César! Así que entonces lo entregó a ellos para que fuera crucificado. Tomaron, pues, a Jesús y se lo llevaron" (Juan 19:14-16). Así fue como el Señor fue sentenciado a muerte.
En su desesperación, los judíos estuvieron dispuestos a aceptar lo que siempre habían negado con vehemencia: que su único rey era el César. Eso significaba una renuncia en toda regla a su esperanza mesiánica. Cediendo al clamor de la turba, Pilato demostró su total indignidad para actuar como juez romano. Pilato parecía ignorar un arraigado principio de la ley romana: "No hay que dejarse influenciar por el vano clamor del populacho, cuando pide la absolución del culpable o la condena del inocente" (Ley nº 12, Code de Poenis, Greenleaf). "¡Farsa indigna de un gobernante! Puesto por el Eterno para hacer justicia en la tierra, y temeroso de no ejercerla; interpelado por su propia conciencia, capacitado material e intelectualmente para salvar al Inocente y salvar su propia alma, sólo fue capaz de pensar en lo que le parecía conveniente en lo inmediato. Es el prototipo del político de cualquier época que olvida que sólo el que actúa con rectitud posee la fuerza y la razón" ("The Life and Words of Christ", Geikie, p. 767.
Otro de los cuatro evangelistas describe así el esfuerzo final de Pilato por persuadir a la turba, y los métodos empleados por ésta para presionarlo a que cediera a sus exigencias: "Pilato les preguntó: -¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: -¡Sea crucificado! El gobernador les dijo: -Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: -¡Sea crucificado! Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: -Inocente soy yo de la sangre de este justo. Allá vosotros. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: -Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Entonces les soltó a Barrabás, y habiendo azotado a Jesús, lo entregó para ser crucificado" (Mat. 27:22-26).
Robertson escribió, a propósito de la conversación que Pilato sostuvo con la turba: "Fue esa la insignificante protesta de una conciencia vacilante. Pilato descendió al nivel de discutir con la turba, inflamada como estaba por la pasión de derramar la sangre de Jesús, un verdadero linchamiento frustrado... fue como un espectáculo de gladiadores en el que todos los pulgares señalaban hacia abajo" ("Word Pictures in the New Testament", vol. 1, p. 227). La respuesta final de la turba al clamor por justicia del juez romano, fue el "tumulto" o alboroto. Webster define el tumulto como la "conmoción o agitación de una multitud, generalmente acompañado de griterío y confusión de voces". Los argumentos de Pilato fueron contestados con un griterío ensordecedor que asfixió su voz. Pilato claudicó desesperado, y consintió en lo que le exigían.
Rosadi escribió a propósito de esa escena: "’¡Crucifícalo!’ fue el clamor insistente, final y unánime del pueblo, que conmocionó el tribunal. Ni una sola voz discordante se destacó en medio del clamor multitudinario; ni una sola voz de protesta perturbó la formidable concordia del odio y el insulto; no se escuchaba ni el más débil eco de los recientes hosannas pronunciados con reverencia, fervor y devoción, y que se habían elevado en notas de triunfo exaltando al Portador de las Buenas Nuevas al hacer entrada en la santa ciudad. ¿Dónde estaba ahora la muchedumbre de los esperanzados creyentes que lo habían seguido como referente de la verdad y la regeneración? ¿Dónde estaban, cuáles eran sus pensamientos y por qué guardaban silencio?... Y las multitudes de discípulos y entusiastas que habían esparcido hierbas aromáticas y gozosas alabanzas en el camino a Sión... ¿dónde estaban ahora? Ni un recuerdo, ni un atisbo, ni un eco del gran homenaje que se le acababa de dispensar" ("The Trial of Jesus", p. 267 y 268).
¡Cuán voluble es la aclamación popular! Cuán rápidamente se convirtieron los alegres hosannas de la multitud en el siniestro clamor: "¡Crucifícale!" Por toda apariencia, cuanto más ardiente y universal la aclamación, más rotunda y unánime la condena una vez que las tornas cambian. Horace Greeley dijo desde su lecho de muerte: "La fama es vapor, la popularidad accidente; a la riqueza le crecen alas, y vuela; quien hoy te anima puede maldecirte mañana. Sólo una cosa perdura: el carácter". Jesús poseía el tipo de carácter que permanece, y los siglos transcurridos desde su muerte no han hecho más que aumentar incesantemente su gloria.
Como un último recurso para escapar a su responsabilidad en esa inmensa injusticia, Pilato escenificó un acto teatral. "Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: -Inocente soy yo de la sangre de este justo. Allá vosotros. Y respondiendo todo el pueblo, dijo: -Su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos" (Mat. 27:24 y 25).
Lavarse las manos
Lavarse las manos en señal de declinar la responsabilidad era un gesto común entre los judíos. Véase Deuteronomio 21:6 y 7, Salmos 26:6 y 73:13. También era conocido por los romanos. "No atreviéndose, en su debilidad, a comportarse como un hombre y seguir el camino recto, consideró que incluso los que no podían escucharlo, pero lo verían a la distancia, habían de saber que de ninguna forma era su intención participar en la condenación de Cristo. Lavarse las manos en agua es un símbolo tan natural para expresar el repudio a la responsabilidad, que tanto los judíos como los gentiles lo habían adoptado" ("The Life and Works of Christ", Geike, p. 767). La conocida expresión "lavarse las manos", conserva hasta el día de hoy el mismo significado.
Chandler escribió: "Se trataba de un puro golpe de efecto, de una escenificación. Pero realizada desde la mezquindad, la vileza y la cobardía. Se lavó las manos en el momento en que debía haberlas puesto en acción. Las debió haber empleado tal como habrían hecho Brutus, Graccus o Pompeius Magnus, quienes mandaron a la legión al cumplimiento de su deber y de su gloria. Debió haberlas empleado como hizo Bonaparte cuando disolvió la turba en las calles de París. Pero carecía de valor, y su cobardía daba la medida del carácter y norma de Pilato" ("The Trial of Jesus", vol. 2, p. 137 y 138).
Pero Pilato no podía lavar su culpa con la misma facilidad que sus manos. "El agua no lavó la sangre de Jesús de las manos de Pilato más de lo que Lady Macbeth podía lavar las manchas de sangre de aquellas manos que tenía, blancas como el lirio" ("Word Pictures in the New Testament", Robertson, vol. 1, p. 228). Como alguien afirmó, toda el agua del Mediterráneo no habría bastado para enjuagar la culpa del gobernador romano. El que declaró repetidamente inocente a Jesús, y aún así lo mandó a la cruz, lejos de conseguir unas manos limpias, pasó a la posteridad con la lacra de ser "el juez injusto".
Pilato dicta sentencia
"Pero ellos insistían a gritos, pidiendo que fuera crucificado; y las voces de ellos y de los principales sacerdotes se impusieron. Entonces Pilato sentenció que se hiciera lo que ellos pedían" (Luc. 23:23 y 24). "Así terminó el más memorable de todos los actos de injusticia registrado en la historia. En cada fase del juicio, sea ante Caifás o ante Pilato, el prisionero se condujo con esa abrumadora dignidad y majestad tan propias de su origen, misión y destino. La nobleza de su comportamiento causó en ocasiones la más honda sorpresa en sus jueces. Y durante todo el proceso estuvo solo. Sus amigos y seguidores lo habían abandonado en su hora de mayor necesidad. En desventaja y sin ayuda, el Galileo había hecho frente a las diversas autoridades, a los insultos y ultrajes, tanto de Jerusalem como de Roma" ("The Trial of Jesus", Chandler, vol. 2, p. 139). Mediante el profeta Isaías, más de seis siglos antes, Cristo había descrito en estos términos su experiencia: "He pisado yo solo el lagar; de los pueblos nadie había conmigo" (Isa. 63:3). Ahora lo había abandonado toda popularidad, y estaba solo.
La sentencia de muerte que llevó a Jesús a la cruz después de haber sido declarado inocente en repetidas ocasiones, no es en realidad más que un tremendo crimen judicial. La autoridad legal citada anteriormente, afirmó: "Las páginas de la historia humana no presentan otro caso de crimen judicial cuya envergadura sea comparable al juicio y crucifixión de Jesús de Nazaret, por la sencilla razón de que en el proceso judicial llevado contra él fue quebrantado y pisoteado todo principio legal. Los errores fueron tan numerosos y flagrantes que para muchos es dudosa la existencia misma de un proceso judicial" (Id., Vol. 1, p. 216). El notable abogado italiano declaró: "El gobernador no convocó ni a un solo testigo, no verificó ninguna prueba, no realizó investigación alguna con el propósito de dilucidar la inocencia o culpabilidad... se sintió satisfecho con la inocencia del prisionero, y sin embargo decretó su inculpación y condena" ("The Trial of Jesus", Rosadi, p. 236 y 237).
Rosadi resume ese colmo de injusticias en los siguientes términos: "Así terminó el proceso judicial ante el pretorio. Pero la expresión proceso judicial no hace justicia a la cadena de acontecimientos desordenados, irregulares y extravagantes que caracterizaron todo el proceso desde aquella mañana temprano... Ahora Jesús era condenado. No se puede decir que fuera juzgado, ya que: ¿quiénes fueron sus jueces y cuándo lo juzgaron? No fue el sanedrín, pues carecía del poder para ello, y así lo reconocía. Tampoco el magistrado romano en el pretorio, quien no oyó ni una sola evidencia probatoria, no buscó ni una sola prueba, no sopesó ni una sola petición, ni siguió una sola de las formalidades. Si es que pudiera olvidarse el lugar donde se desarrolló el procedimiento –un tribunal romano-, y la fecha en la que tuvo lugar –ocho siglos con posterioridad a la fundación de Roma, que no conoció infancia alguna, Roma, la instructora en leyes de la humanidad civilizada-, fácilmente se podría imaginar que se trataba de una forma primitiva de juicio, efectuado por alguno de los ediles que hubo antes que el primer rey romano ascendiera al trono, sin la menor garantía de siquiera la más grotesca de las formas rituales. Pero lo cierto es que en el tiempo en el que estaban ocurriendo esos hechos, el genio legislador de Roma había ya alcanzado, en la organización de sus tribunales criminales, el pináculo más elevado de la civilización" (Id., p. 288).
El Cordero inmolado
La profecía había predicho que Jesús, "como un cordero [sería] llevado al matadero" (Isa. 53:7). Por lo tanto, hacía mucho tiempo que se había anunciado que su muerte sería un asesinato más bien que la ejecución de una sentencia judicial. En el día de Pentecostés, el apóstol Pedro dijo a los judíos que eran culpables del asesinato del Hijo de Dios. Se expresó así: "A este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándolo" (Hech. 2:23). En otra ocasión posterior, Pedro y los otros discípulos dijeron a los judíos: "El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo en un madero" (Hech. 5:30). La hueste angélica y la multitud de los redimidos cantarán por la eternidad al "Cordero que fue inmolado" (Apoc. 5:9 y 12).
No es solamente el juicio de este mundo, en el que se mató a Jesús más bien que ejecutarlo, sino que los abogados contemporáneos que han investigado detalladamente el caso han declarado que la crucifixión de Jesús constituyó un asesinato. Rosadi declaró: "No hubo exposición, ni siquiera definición de la acusación; no se expuso formalmente el crimen; no existió ninguna promulgación legalmente apropiada; no hubo turno de testigos; no existió evidencia alguna de un hecho criminal; nada se dijo a propósito de justificar o explicar la sentencia. De hecho, ni siquiera hubo sentencia; el prisionero fue simplemente puesto en las manos de una facción de sus acusadores, en marcado contraste con la proclamación de inocencia del Acusado pronunciada por su juez, quien se lavó las manos en el asunto. Jesús de Nazaret no fue en realidad condenado, sino simplemente asesinado. Su martirio no fue una mera desviación de la justicia, sino un asesinato" (Id., p. 294). Así halló perfecto y terrible cumplimiento Isaías 59:14-16.