A la sombra de la cruz
T. Bunch
Cap. 3


Al mirar a Jesús, nuestra atención debiera dirigirse especialmente a las escenas finales de su vida en esta tierra. Lo debiéramos considerar en su lucha en Getsemaní; en su comparecencia ante Anás, Caifás, Herodes y Pilato; y en su crucifixión y muerte.

Si bien debiéramos contemplar a Jesús durante toda su vida y ministerio en esta tierra, y considerarlo desde todo punto de vista posible, nuestra atención debiera intensificarse al aproximarnos a las escenas finales que culminaron el plan de la redención. De igual forma en que el interés y el entusiasmo se incrementan en la audiencia de un drama teatral al llegar al desenlace en la escena trágica final, con más razón debieran intensificarse los nuestros al contemplar al Héroe de los héroes en la más conmovedora y trágica de todas las escenas del gran drama de la vida y la muerte. Se trata verdaderamente del clímax en el conflicto de los siglos.

Fue durante esos trágicos eventos cuando la naturaleza divina de Jesús se manifestó con mayor claridad, y allí brilla especialmente el supremo ejemplo, digno de nuestra imitación. Declaró el apóstol Pedro: "Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigáis sus pisadas. Él no cometió pecado ni se halló engaño en su boca. Cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente. Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia. ¡Por su herida habéis sido sanados!" (1 Ped. 2:21-24).

Si bien debemos imitar el ejemplo de Jesús desde su nacimiento hasta el Calvario, el "sentir" que más necesitamos es el que permitió que Jesús se elevara desde el horror de las densas tinieblas, hasta la triunfante muerte en la cruz. Esta es la admonición del apóstol Pablo: "Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: Él, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Más aún, hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios también lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre" (Fil. 2:5-9). Ojalá que todos poseyeran un "sentir", una mente y espíritu como el de Jesús.

 

El remedio divino para el pecado

Puesto que el plan de la salvación se había establecido desde antes de la fundación del mundo, tan pronto como hubo pecado, hubo un Salvador. Puesto que la salvación y la cruz son inseparables, la sombra de la cruz alcanza hasta la entrada del pecado. La cruz es el antídoto del pecado. Cuando Jesús se ofreció para pagar el precio de la redención con el sacrificio de su propia vida y el Padre aceptó ese ofrecimiento, Cristo entró bajo la sombra de la cruz, y comenzaron los sufrimientos de su crucifixión; para todo efecto práctico, Jesús fue ya inmolado. A eso se refirió el vidente de Patmos, cuando habló "del Cordero que fue muerto desde la creación del mundo" (Apoc. 13:8).

Esa es la razón por la que los sufrimientos que el pecado han ocasionado a Cristo, no comenzaron ni acabaron con sus días en esta tierra. La cruz del Calvario no es más que una revelación a nuestros sentidos embotados, de los horribles sufrimientos que el pecado, desde su misma concepción, ha traído al corazón de Dios. Debido a su perfecto conocimiento del futuro, en cierto sentido puede afirmarse que el Hijo de Dios anduvo en la sombra de la cruz desde la eternidad; pero esa sombra se fue oscureciendo cada vez más, hasta alcanzar su mayor densidad en Gólgota. La sombra de la cruz se extiende en ambas direcciones, desde el principio hasta el final del pecado. Después de su muerte, Cristo ha continuado en la sombra de ella. Sigue siendo hoy el Cordero inmolado. Más de sesenta años después de su ascensión, Juan contempló en visión a Jesús de esta forma: "un Cordero como inmolado" (Apoc. 5:6). No será sino hasta que el pecado y los pecadores no sean más, cuando el Hijo de Dios salga de la sombra y emblema de la ignominia y vergüenza. Mediante nuestros pecados, crucificamos hoy de nuevo "al Hijo de Dios" y lo exponemos "a la burla" (Heb. 6:6).

Durante toda la eternidad futura Cristo será alabado como el Cordero de Dios. Al apóstol Juan se le dio una vislumbre del estado de los redimidos. Oyó a la innumerable hueste angélica decir a gran voz: "El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza". A todo lo creado que está en el cielo, sobre la tierra, debajo de la tierra y en el mar, y a todas las cosas que hay en ellos, oyó Juan decir: "Al que está sentado en el trono y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos" (Apoc. 5:12 y 13).

La cruz será la ciencia y el canto de los redimidos por las edades sin fin de la eternidad. En Cristo glorificado, los redimidos verán a Cristo crucificado. Él lleva por siempre las marcas de la crucifixión. Uno de los profetas del Antiguo Testamento, describiendo la segunda venida de Cristo, declara que al venir en las nubes de los cielos "rayos brillantes salen de su mano; allí está escondido su poder", en alusión a las cicatrices en sus manos y a su costado herido, como recuerdo de la cruz (Habacuc 3:3-6). Otro profeta declaró que cuando los redimidos lleguen al reino, "si alguien le pregunta ‘¿Qué heridas son estas en tus manos?’, él responderá: ‘Las recibí en casa de mis amigos’" (Zac. 13:6). Durante todas las edades eternas Jesús llevará las marcas de su sacrificio por el pecado. Eso será, no sólo un continuo recordatorio de su amor, sino que significará también la garantía de que "la tribulación no se levantará dos veces" (Nahum 1:9).

 

El gran centro

La cruz del Calvario es el punto de encuentro de las dos eternidades. Es el centro en el que converge toda verdad, y donde quedan resueltos todos los misterios. La muerte de Cristo como expiación por el pecado es el hecho más grandioso en toda la historia, la verdad central sobre la que todas las demás verdades se agrupan. Toda verdad revelada en las Escrituras, si se la comprende y aprecia por lo que es, ha de ser estudiada a la luz que emana de la cruz del Calvario. Ese es el misterio de la piedad, y explica todos los demás misterios. ¿Sería, pues, de extrañar que nuestro estudio, meditación y contemplación de Jesús estén especialmente centrados en las escenas finales de su accidentado ministerio?

Hasta donde sabemos, la infancia, adolescencia y juventud de Jesús fueron comparables a las de sus contemporáneos, y no estuvieron marcadas por las fieras tormentas. Los ataques especiales de Satanás comenzaron tras su bautismo, al iniciarse su misión como Mesías, como el Ungido. La voz del Padre señalando a Jesús como a su Hijo amado, el descenso del Espíritu Santo en evidencia de su estatus como vencedor sobre el pecado, junto a la ignominiosa derrota de Satanás en la controversia mantenida en el desierto, eliminó toda duda en la mente del enemigo a propósito de la identidad de Jesús. "Satanás había puesto en duda que Jesús fuese el Hijo de Dios. En su sumaria despedida tuvo una prueba que no podía contradecir. La divinidad fulguró a través de la humanidad doliente. Satanás no tuvo poder para resistir la orden. Retorciéndose de humillación e ira, se vio obligado a retirarse de la presencia del Redentor del mundo. La victoria de Cristo fue tan completa como lo había sido el fracaso de Adán" (El Deseado de todas las gentes, p. 104).

Aunque expulsado del campo de batalla como resultado de aquel combate de cuarenta días, el alejamiento de Satanás fue sólo "por un tiempo". Pronto volvió para reeditar sus ataques, que vinieron a ser cada vez más fieros y determinados, en su lucha por el control de la supremacía del mundo. El enemigo siguió los pasos del Redentor noche y día, en su caminar hacia la cruz, y la sombra se hacía más y más densa a medida que se acercaba al clímax que habría de decidir el destino de la raza humana.

Al acercarse la crisis, Jesús dijo a sus discípulos: "Ha llegado la hora para que Hijo del hombre sea glorificado. De cierto, de cierto os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo, pero si muere, lleva mucho fruto... Ahora está turbada mi alma, ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Pero para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: ‘Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez’" (Juan 12:23-28).

El capítulo precedente del evangelio de Juan describe la resurrección de Lázaro y la amarga enemistad que ese poderoso milagro suscitó entre los dirigentes judíos. Hubo tantas personas que creyeron en Jesús, que los escribas y fariseos se alarmaron y se convocó una reunión del sanedrín para planificar la muerte de Cristo. Eso fue el principio del "tiempo de angustia" para el "Varón de dolores". El alma de Jesús se abrumaba ante la terrible experiencia que se cernía sobre él, y clamaba en la oración que acabamos de citar. Fue tentado a pedir su exención de esa angustia; pero consentir ese deseo significaría la derrota del propósito mismo de su misión. Recordó que el plan de la salvación requería su muerte, y que había venido al mundo precisamente para afrontar esa hora probatoria. Durante la primera guerra mundial un soldado americano herido oyó como su médico le anunciaba que no iba a poder vivir más allá de unas horas. Después de unos minutos de silenciosa reflexión dijo resignadamente, como si estuviera respondiendo a preguntas que él mismo se hacía: "Bien, esto es al fin y al cabo a lo que vine aquí". Morir la muerte de cruz es aquello para lo que Cristo había venido al mundo, ¿cómo, pues, podría orar para escapar a ella?

 

La victoria, mediante la muerte de Cristo

Entonces Jesús divisó con los ojos de la fe los resultados de su misión, y dijo: "Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo. Esto decía dando a entender de qué muerte iba a morir" (vers. 31-33).

Fue esa vislumbre la que afirmó su determinación de llevar a cabo su propósito, al costo que fuera. Se estaba enfrentando a la crisis de los siglos, a la batalla decisiva en el conflicto, la que decidiría el destino del mundo, y la que decidiría quién sería su príncipe y soberano. Sabía que para atraer a todos hacia sí tenía que ser levantado en la cruz. Como el grano de trigo, tenía que morir a fin de que pudiera haber cosecha. El "todos" incluía al universo en su plenitud, que había resultado afectado por la rebelión de Lucifer. "Y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz" (Col. 1:20).

Jesús sabía que sólo de esa forma podían contrarrestarse los efectos de la maldición del pecado en toda la creación. Sólo su muerte en el Calvario podía destruir la influencia de Satanás y reconciliar al mundo, a los ángeles y al universo con Dios. Si bien sólo una tercera parte de los ángeles se había unido a Lucifer en su rebelión, y sólo uno de los mundos había caído bajo la implacable maldición del pecado, los ángeles leales y los habitantes de los mundos no caídos no podían comprender plenamente el significado de la rebelión ni la terrible naturaleza del pecado. Fueron los eventos de la hora de la crisis en Getsemaní, en las salas de juicio ante Anás, Caifás, Herodes y Pilato, y en la cruz del Calvario, los que borraron toda cuestión, trayendo así completa reconciliación. La muerte de Cristo significó mucho más que la salvación de este mundo.

La restauración del amor perfecto, la unidad y la lealtad, sólo podían efectuarse mediante la cruz; y poniendo su "rostro como un pedernal" (Isa. 50:7), Jesús descendió valientemente a las sombras siniestras, al abismo insondable, hasta la profundidad que sólo él conoció, al exclamar: "¡Consumado es!"

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