La lucha en Getsemaní
T. Bunch
Cap. 4


Siendo el verdadero Cordero pascual, aquel a quien señalaban todos los tipos y sombras del sistema levítico, era apropiado que Jesús fuese sacrificado en ocasión de la Pascua. Mientras que celebraba su última Pascua con sus discípulos, Jesús instituyó las nuevas ordenanzas o memoriales, que tendrían que señalar retrospectivamente al gran centro, tal como las anteriores habían señalado hacia lo que estaba por venir.

Este último encuentro tenía lugar en el "aposento alto", que algunos creen que era la casa de Juan Marcos y de su madre María, en las afueras de Jerusalén (Hech. 12:12). Acababa de ponerse el sol, la tarde del día catorce del mes de Nisan, que se cree que corresponde al seis de abril del año 31 de nuestra era. Era una ocasión de triste despedida y durante toda aquella velada Jesús estaba visiblemente apesadumbrado. Para todos cuantos lo conocían era evidente que estaba en ciernes una gran crisis. Fue en esa ocasión cuando comenzó a revelar la tenebrosa visión que afligía su alma. "Durante ese anochecer, una amarga ansiedad, una terrible melancolía, se posesionó de aquel grupo devoto cuyo número –trece- evoca temores supersticiosos hasta el día de hoy" (El juicio de Jesús, Walter M. Chandler, vol. I, p. 222).

Después que Judas se fuera a traicionar a su Maestro, Jesús expresó sus últimas instrucciones a los once en un extenso discurso (Juan 13:31-38; 14; 15; 16). Después entonaron un himno de Pascua, con toda probabilidad una selección de los Salmos 113 al 118, que eran los que solían cantarse en esa festividad. "Y habiendo cantado el himno, salieron al monte de las Olivas" (Mat. 26:30). Los discípulos siguieron entonces a Jesús en las tinieblas de una noche trágica, la noche que determinó el destino de nuestro mundo, así como quién sería su soberano.

El macizo montañoso conocido como Monte de las Olivas está al Este de Jerusalén, correspondiendo su cima central al Monte de la Ascensión, que se eleva a unos 800 metros sobre el nivel del mar. Debían ser entre las diez y las once de la noche, cuando Jesús y los once dejaron el aposento alto y recorriendo las estrechas calles de Jerusalén, salieron de ella por una de sus puertas del Este. Mientras caminaban, Jesús continuó instruyendo a sus seguidores, y dedicándoles palabras de aliento y de ánimo. Finalmente, con palabras enérgicas y llenas de esperanza, el Salvador terminó sus instrucciones. Luego volcó la carga de su alma en una memorable oración por sus discípulos, la registrada en Juan 17. Entre la ciudad y el Monte de los Olivos había un valle o garganta conocido como Cedrón, por el que discurría en la estación húmeda un riachuelo del mismo nombre. Bajo la sombra de la luna llena, el pequeño grupo descendió por aquel cañón, cruzaron el lecho seco del Cedrón y ganaron la falda Oeste del Monte de los Olivos. Juan 18:2 y Lucas 21:37 aclaran que ese era uno de los santuarios de la naturaleza en los que Cristo solía meditar y orar.

"Y vienen al lugar que se llama Gethsemaní, y dice a sus discípulos: Sentaos aquí, entre tanto que yo oro" (Mar. 14:32). Cercano al pie del Monte de las Olivas había un olivar, llamado huerto de Getsemaní. El nombre significa "prensa de aceite", debido a la existencia de una roca tallada en la que se trituraban y prensaban las olivas, obteniendo el rico aceite que manaba hasta una tinaja situada más abajo. No sabemos si se trataba de un lugar abierto al público, o si pertenecía a algún amigo o pariente de Jesús, pero sea como fuere el Maestro y sus discípulos visitaban frecuentemente el lugar. Dejando a ocho de sus discípulos a la entrada del olivar con la instrucción: "Sentaos aquí, hasta que vaya allí y ore" (Mat. 26:36), Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó junto a él a mayor distancia en la arboleda. Ellos tres parecían estar más próximos a Jesús que los demás, y tenían privilegios especiales. Con anterioridad habían sido elegidos para testimoniar de la resurrección de la hija de Jairo, y habían estado presentes en el monte de la transfiguración de Jesús. Ahora fueron de nuevo elegidos de entre los demás, a fin de acompañarlo durante las horas de su terrible agonía. Los tres se encontraban entre los primeros que fueron llamados al discipulado; habían estado más cercanos a Cristo en su ministerio; y serían los más prominentes durante el período apostólico de la iglesia. En tristes pasos acompañaron a su Señor entre las sombras de los olivos, hasta el lugar del conflicto espiritual.

Todas las grandes guerras tuvieron sus batallas decisivas, el punto de inflexión que inclinó la balanza del lado del vencedor. El conflicto entre Cristo y Satanás por el dominio de esta tierra y de la raza humana había sido prolongado y atroz. La primera gran batalla en el cielo, que resultó en la derrota de Lucifer y en su destitución como querubín cubridor, y la contienda de cuarenta días en el desierto al comienzo del ministerio de Cristo, que fue también una victoria para la causa de la justicia, fueron eventos determinantes. Pero la batalla decisiva en la prolongada guerra, se dirimió en Getsemaní. Fue una batalla de colosos, disputada a sabiendas de que tendría consecuencias eternas. Puso a prueba hasta el extremo la fe, el valor y el amor de Cristo; pero de esa batalla emergió triunfante, si bien con sus vestiduras teñidas de sangre, y con manos y pies heridos.

Fue el deseo que en su agonía tenía Cristo de la simpatía humana, lo que le llevó a buscar la compañía de los tres discípulos que le eran más cercanos y queridos para que lo acompañaran en su lugar de oración, que vino también a ser el campo de batalla. Mientras los cuatro atravesaban la quietud y soledad del olivar, rayos de luz de luna se filtraban por el entramado que formaban las hojas nuevas primaverales de aquellos olivos que, junto a las ramas que las sostenían, daban forma a incontables emblemas de la paz. Jesús se detuvo entonces, e hizo saber a sus tres discípulos que no podían acompañarle más allá de ese lugar. Les dijo: "Mi alma está muy triste hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo" (Mat. 26:38). Jesús se fue solo, hasta la distancia "de un tiro de piedra". Cuando pasamos por aguas profundas deseamos que nuestros amigos estén cerca de nosotros, y que nuestros amigos íntimos estén aún más cerca; pero ni unos ni otros pueden compartir plenamente nuestras penas. En la contienda espiritual, la lucha final se dirime siempre en la soledad. Así lo expresó el poeta:

Aunque tallada de árboles diferentes,
la cruz de cada uno apunta siempre al Calvario.
Podemos subir por distintas vertientes,
pero llegando siempre a la crucifixión.
Al subir un peldaño, otro puede compartir
la penosa carga que nuestros hombros llevan;
Pero la pena mayor es sólo nuestra,
ya que en la cima sangramos solos.

Los distintos escritores del evangelio parecen exprimir al máximo sus capacidades descriptivas, cuando se trata de narrar la angustia de su Maestro en la batalla del Getsemaní. "Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dice: Mi alma está muy triste hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo. Y yéndose un poco más adelante, se postró sobre su rostro, orando, y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí este vaso; empero no como yo quiero, sino como tú" (Mat. 26:37-39). "Y se apartó de ellos como un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa este vaso de mí; empero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y le apareció un ángel del cielo confortándole. Y estando en agonía, oraba más intensamente: y fue su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra" (Luc. 22:41-44). La referencia al "vaso" como símbolo del sufrimiento y la muerte tenía su origen en la antigua costumbre de dar a los criminales un vaso de veneno y obligarles a beberlo. Satanás ha dado a todo ser humano el veneno mortal del pecado; y, a fin de que pudiéramos escapar a los fatales efectos de ese vaso mortal, Jesús tomó la copa asignada al hombre culpable, y la bebió hasta su última gota; así, "gustó la muerte por todos". Murió en nuestro lugar.

 

Portador del pecado a favor de un mundo perdido

Del relato se deduce que primeramente Jesús se arrodilló, para caer después sobre su rostro como si un peso invisible lo estuviera aplastando. La pena que se había estado cerniendo sobre su alma desde hacía algún tiempo parecía haberse desatado ahora súbitamente. Los discípulos describen a Jesús durante su lucha, en estos términos: "comenzó a atemorizarse, y a angustiarse", "comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera", "está muy triste mi alma, hasta la muerte". En su terrible aislamiento, a Jesús le parecía que hasta el propio cielo lo había abandonado, y que sus luces se habían apagado, dejando que recorriera en la soledad el valle de sombra y de muerte, del horror y las densas tinieblas. Estaba llevando los pecados de todo el mundo, y su espantoso peso estaba aplastando su vida. "Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros". Jesús estaba tomando el lugar de los perdidos pecadores, a fin de destruir al autor del pecado, librando así al hombre de la siniestra servidumbre (Heb. 2:14 y 15).

El Mesías predijo sus futuros sufrimientos mediante el salmista: "Cercáronme dolores de muerte, y torrentes de perversidad me atemorizaron. Dolores del sepulcro me rodearon, previniéronme lazos de muerte. En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios: Él oyó su voz desde su templo, y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos" (Sal. 18:4-6). Más de treinta años después de la pasión, uno de los apóstoles describió así la experiencia del Getsemaní: "En los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído por su reverencial miedo. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y consumado, vino a ser causa de eterna salud a todos los que le obedecen; nombrado de Dios pontífice según el orden de Melchisedec" (Heb. 5:7-10).

No fue el pensamiento de su muerte física lo que llenaba de terror a Jesús, arrancando de él "ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas" en procura de liberación. Se trataba de la muerte del pecador, de la paga del pecado, de la muerte segunda y eterna; la muerte que significa la separación eterna de Dios y del cielo. Al tomar el lugar del perdido pecador, Jesús tuvo que experimentar "las tinieblas de afuera", ese lugar en el que sólo se oye "el lloro y el crujir de dientes" (Mat. 8:11 y 12; 13:42, 50; 24:50 y 51; 25:30). Jesús conoció todos los terrores de los que comprendan -cuando sea demasiado tarde- que están eternamente perdidos, sin un solo rayo de esperanza. Cristo hizo frente a la plenitud de la penalidad de la ley transgredida, con toda la angustia mental y del alma que esa experiencia implica.

Esta es una descripción gráfica de la batalla del Getsemaní por la que pasó el Hijo de Dios: "Había llegado la hora de la potestad de las tinieblas. Su voz se oía en el tranquilo aire nocturno, no en tonos de triunfo, sino impregnada de angustia humana... La humanidad del Hijo de Dios temblaba en esa hora penosa. Oraba ahora no por sus discípulos, para que su fe no faltase, sino por su propia alma tentada y agonizante. Había llegado el momento pavoroso, el momento que había de decidir el destino del mundo. La suerte de la humanidad pendía de un hilo. Cristo podía aún ahora negarse a beber la copa destinada al hombre culpable. Todavía no era demasiado tarde. Podía enjugar el sangriento sudor de su frente y dejar que el hombre pereciese en su iniquidad. Podía decir: Reciba el transgresor la penalidad de su pecado, y yo volveré a mi Padre. ¿Beberá el Hijo de Dios la amarga copa de la humillación y la agonía? ¿Sufrirá el inocente las consecuencias de la maldición del pecado, para salvar a los culpables? Las palabras caen temblorosamente de los pálidos labios de Jesús: ‘Padre mío, si no puede este vaso pasar de mí sin que yo lo beba, hágase tu voluntad’" (El Deseado de todas las gentes, p. 642).

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