Extraño juicio
T. Bunch
Cap. 10


Los anales de la historia registran muchos procesos judiciales criminales. Estos son algunos de los más célebres: El tribunal de Atenas juzgó y condenó a muerte a Sócrates. Se lo acusó de corromper a la juventud ateniense, de blasfemar a los dioses del Olimpo y de socavar la constitución de la República. Carlos I de Inglaterra fue juzgado y ejecutado, estableciéndose después la dictadura de Cromwell. Warren Hastings, el primer gobernador general de la India, resultó absuelto en un proceso judicial que se prolongó durante ocho años. Aaron Burr fue juzgado por traición en Richmond, Virginia, y fue absuelto. Su juicio duró seis meses y constituye uno de los capítulos más oscuros de la historia de América. El juicio de Alfred Dreyfus y su destierro a la Isla del Diablo es sin duda el más notable en la historia de Francia. El juicio y ejecución de María Estuardo, reina de Escocia, con el consentimiento de su prima, la reina Elisabet de Inglaterra, puso fin a una amarga y prolongada rivalidad por el trono de Inglaterra, y constituye también una página negra de la historia británica. Fue también notable el proceso judicial criminal contra el patriota irlandés Robert Emmet.

Pero por notorios que hayan sido, todos esos casos criminales se vuelven insignificantes al ser comparados con el juicio y ejecución de Jesús de Nazaret. Salvador, un abogado judío, lo califica como "el juicio más memorable de la historia". En relación con una sola de las fases de ese juicio, Walter M. Chandler dijo: "Evento único, el proceso judicial hebreo al que fue sometido Cristo, es el juicio más emotivo e impresionante de toda la historia" ("The Trial of Jesus", vol. 2, p. 4). Dijo el mismo autor, refiriéndose a la totalidad del proceso: "El juicio del Nazareno tuvo lugar ante el gran sanedrín, cuyos jueces eran las mentes directoras de una raza divinamente comisionada, y ante el tribunal del Imperio Romano encargado de controlar los derechos legales y políticos de los hombres en todo el mundo conocido, desde Escocia a Judea y desde Dacia a Abisinia" (Id., Prefacio al Vol. I, p. xvi). Jesús fue juzgado y condenado por dos diferentes tribunales; uno hebreo y el otro romano.

 

El testimonio de la historia

La historia profana provee testimonio del hecho de que Jesús vivió en Judea y murió en la cruz. Flavio Josefo, el famoso historiador judío que vivió cercano al tiempo de Cristo, escribió refiriéndose a él: "Por aquel tiempo hubo un tal Jesús, un hombre sabio, si es que es lícito llamarle hombre, puesto que obró maravillas... Y cuando Pilato, presionado por los hombres influyentes, lo condenó a la cruz, los que lo amaron desde el principio no lo abandonaron... Y la tribu de los cristianos, que tomaron de él su nombre, no se han extinguido hasta el día de hoy" ("Antiquities of the Jews", libro 18, cap. 3, párr. 3). En años pasados se cuestionó el origen de la segunda frase, pero en la actualidad se duda cada vez menos de su autenticidad ("The Life of Jesus", Renan, p. 29).

Tácito, historiador romano del primer siglo, escribió en referencia a un informe que responsabilizaba a Nerón del incendio de Roma: "A fin de acallar el informe, Nerón acusó y castigó con las torturas más refinadas a aquellos que con perversa obstinación se llamaban a sí mismos cristianos. Llevaban ese nombre en honor a Cristo, a quien ejecutó el procurador Poncio Pilato bajo el reinado de Tiberio" ("Annals", xv, 44). Tácito fue el autor de dieciséis libros llamados "Anales". Jesús también fue citado por Suetonio, historiador romano nacido hacia el año 68 de nuestra era; por Tito Livio, otro escritor romano que murió en el siglo primero; por Filón de Alejandría, filósofo judío contemporáneo de Jesús; por Epicteto, filósofo romano estoico nacido a mediados del siglo primero; por Plinio el joven, autor y soldado romano que murió hacia el año 114 de nuestra era; y por Luciano, autor griego que vivió entre los años 120 y 200. El Talmud contiene también algunas referencias a Jesús.

Los testigos principales de la vida, enseñanzas, tribulaciones y crucifixión de Jesús, fueron los cuatro evangelistas: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Pablo y el resto de escritores del Nuevo Testamento aportan también un testimonio significativo. Ahora bien, ¿es creíble el testimonio de esos hombres, algunos de los cuales se declararon testigos presenciales? ¿Resistirá el testimonio de esos hombres, fallecidos ya desde hace muchos años, los criterios de fiabilidad que se aplican a los testigos en los tribunales judiciales de nuestros días? La normativa sobre las pruebas, que regula el testimonio de los testigos en los tribunales modernos, implica dos cuestiones importantes: Primeramente, ¿es un determinado testimonio aceptable como prueba? Y en segundo lugar, ¿es fiable y digno de crédito? Sometamos el testimonio de los discípulos de Jesús a los criterios legales aplicables a las pruebas.

 

Validez de la prueba

Simon Greenleaf, LL.D, profesor de derecho en la Universidad de Harvard y autor del "Treatise on the Law of Evidence", goza de un amplio reconocimiento mundial, y es considerado de forma casi universal como la máxima autoridad con respecto a los criterios de validez de las pruebas. La North American Review declaró de Greenleaf que es "un escritor de la máxima autoridad sobre asuntos legales, cuya vida ha estado dedicada a la valoración del testimonio y al cribado de las pruebas judiciales; sus opiniones publicadas relativas a los criterios aplicables a la prueba, reciben la consideración de fuente autorizada en todos los tribunales ingleses y americanos". La revista de derecho The London Law Magazine ha dicho del abogado americano: "No es un pequeño honor para América el que de sus escuelas de jurisprudencia hayan salido dos de los escritores y más estimadas autoridades legales de este siglo: el gran juez Story, y su capaz y eminente asociado, el profesor Greenleaf. A partir de ‘Law of Evidence’ (Greenleaf) ha brillado en el Nuevo Mundo más luz que a partir de todos los juristas que adornan los tribunales de Europa". Esas dos declaraciones ilustran la credibilidad del hombre cuyos criterios vamos a aplicar a los escritores de los Evangelios, en tanto en cuanto son testigos fiables del juicio y crucifixión de Jesús.

En 1903 Simon Greenleaf publicó un libro titulado "The Testimony of the Evangelists Examined by the Rules of Evidence Administered in Courts of Justice" (El testimonio de los Evangelistas, examinado a la luz de los criterios de validez de la prueba aplicados por los tribunales de justicia). En ese libro, el notable jurista somete el testimonio de la Escritura a la normativa legal relativa a las pruebas, concluyendo que se trata de un testimonio fiable y digno de crédito. Declaró: "La ley presupone genuino todo documento aparentemente antiguo, procedente de un depósito o institución apropiada, y carente de señales evidentes de falsificación, y devuelve a la parte que actúa en oposición la carga de demostrar lo contrario... Es exigible la demostración de que [los documentos antiguos] son falsos e indignos de crédito, a quien objeta su naturaleza genuina. La ley presume un juicio caritativo. Hay presunción de inocencia para todos, mientras no se demuestre que alguien es culpable; se presume que todo ha sido hecho con justicia y legalidad hasta que quede demostrado lo contrario; y se presume que es genuino todo documento encontrado en su reserva apropiada, y que carece de señales de falsificación" (p. 7 y 8).

Aplicando ese argumento a la credibilidad de los cuatro Evangelios, Greenleaf declara: "Si se hubiera extraviado cualquiera de los antiguos documentos referentes a nuestros derechos públicos, las copias de estos que hubieran sido recibidas y utilizadas de forma tan universal como ha sucedido con los cuatro Evangelios, habrían sido aceptadas como una prueba por cualquier tribunal de justicia, sin la más mínima cavilación. Todo el texto de la Europa continental está sustentado sobre una evidencia de credibilidad mucho más débil, ya que la integridad del texto sagrado ha sido preservada por el celo de facciones opuestas, más allá de toda posibilidad moral de corrupción... Es totalmente erróneo el suponer que el cristiano esté obligado a ofrecer prueba alguna adicional de su autenticidad y carácter genuino. Corre de parte del objetor el demostrar lo contrario; ya que es en él, de acuerdo con los criterios aplicables a las pruebas, en quien recae la carga de la prueba" (Id., p. 9 y 10).

 

La regla de la credibilidad del testimonio

Greenleaf establece la siguiente regla referente al testimonio digno de crédito: "En ausencia de circunstancias que generen sospechas, todo testimonio debe presumirse creíble hasta que se demuestre lo contrario; recae sobre el objetor el demostrar que el testimonio no es digno de crédito". Aplicando entonces la bien establecida regla de la credibilidad del testimonio a los escritores de los Evangelios, el autor concluye: "Esa regla sirve para evidenciar la injusticia con la que los incrédulos han tratado a los escritores de los Evangelios; y también la silente aquiescencia incluso de los cristianos, en el requerimiento de aportar evidencias positivas y afirmativas... para establecer la credibilidad de su testimonio por encima de cualquiera de los otros, antes que pueda ser digno de aceptación, y al permitir que el testimonio de un solo escritor profano, aislado y carente de corroboración, tenga mayor peso que el de cristianos aislados... Es tiempo de que cese semejante injusticia; el testimonio de los Evangelistas debe aceptarse como verdadero, a menos que aquellos que lo impugnan puedan demostrar que es digno de descrédito; el silencio de un escritor sagrado con respecto a un punto concreto no debiera poner en cuestión su propia veracidad ni la de otros historiadores, más de lo que se permite que suceda con los escritores profanos; los cuatro evangelistas debieran admitirse como corroborando cada uno a los restantes, tal como se hace con Tácito o Josefo, o con Polibio y con Libio" (Id., 25 y 26).

Las anteriores son declaraciones relativas a los principios legales sobre el testimonio, que tienen gran valor para los cristianos que han de responder a objeciones de sus oponentes. Muchos están preocupados por la consistencia de su religión y por los fundamentos de su fe, debido a que no son capaces de aportar toda la evidencia probatoria requerida por el incrédulo jactancioso, o por el escéptico despectivo. Hay infinidad de cuestiones en cualquier rama de la vida, y en cualquier esfera del pensamiento, a las que nadie puede dar una respuesta satisfactoria, ni para aquel que cuestiona, ni tan siquiera para uno mismo. Siempre es más fácil hacer preguntas que responderlas; y el cristiano puede hacer al escéptico preguntas más acuciantes que el escéptico al cristiano. Éste tiene al menos el derecho a formular sus preguntas. Ahora bien, según los criterios bien establecidos y reconocidos en todo tribunal a propósito de la validez del testimonio probatorio, el cristiano no está en necesidad de responder las preguntas de los escépticos referentes a la credibilidad de las Escrituras a fin de que se las pueda aceptar como un testimonio fiable; y en caso de ponerse en duda su autoridad, es al objetor a quien toca la labor de demostrar la supuesta falta de fiabilidad. Es deber del crítico el fundamentar su criticismo, más que del cristiano el responderle. Si se aplicara ese principio, ahorraría a la iglesia y a sus ministros una gran cantidad de tiempo y de recursos, empleados ahora en responder a los escépticos en sus cavilaciones, siendo que los talentos y energías de los fieles debieran emplearse en la más provechosa obra de proclamar el mensaje positivo de la salvación del pecado. Jesús dijo: "Si vosotros permaneciéreis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os libertará" (Juan 8:31 y 32).

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