De militante a triunfante: el zarandeo

LB, 15/5/2015

 

Introducción

En años recientes he tenido ocasión de cambiar impresiones con hermanos procedentes de diversas iglesias adventistas en España y el sur y este de Europa. Muchos de ellos sentían agudamente lo avanzado de la hora en que vivimos y la necesidad de consagración y renovación de nuestro compromiso con la verdad; una verdad desdibujada en la medida en que se ha ido relativizando la separación entre el pueblo de Dios remanente y las iglesias caídas, tanto en doctrinas como en experiencia de adoración y costumbres.

Compartiendo con esos hermanos vivencias, predicaciones y oraciones; entre ellos he tenido frecuentemente la impresión de encontrarme ante la “sal de la tierra”: verdaderos hermanos en la preciosa fe de Jesús, deseosos de servirle de todo corazón al precio que sea, y de estar en la situación que les permita recibir la esperada lluvia tardía. En algunos de ellos he percibido una mezcla de tristeza, alarma y hasta desesperación, en contraste con la acomodada indiferencia que solemos ver en tantos otros cuya actitud pareciera sugerir que no hay mayor causa para la preocupación, excepto la propia existencia de hermanos preocupados.

En contraste con el despreocupado optimismo de estos últimos y con el pesimismo de los primeros, propongo un optimismo cualificado, no basado en lo que percibimos, sino en la Palabra de Dios y en el poder que le es inherente.

Yo empatizo con los hermanos preocupados. Me siento uno de ellos. Pero si bien considero inquietante el desinterés de los despreocupados y su aparente falta de reacción, me preocupa también la posibilidad de sobre-reaccionar, o de reaccionar equivocadamente, perdiendo de vista la necesidad de hacer todo esfuerzo por fomentar la restauración y unidad del pueblo de Dios, que es precisamente lo que el enemigo desea impedir. Expresado en otras palabras: intentando defender la fidelidad a Cristo, veo peligro de que olvidemos mantener el espíritu de Cristo.

Una de las tentaciones presentes, aunque rara vez expresada, es la idea de abandonar las filas de la iglesia tal como hoy la conocemos, por parecer que esa sea la única forma de vivir y predicar eficazmente el mensaje que el Cielo nos ha encomendado. “Abandonar” tiene, al menos, dos versiones: la literal y la metafórica, manifestada esta última en el desvío de afecto y recursos hacia ministerios ávidos de ellos, aun “permaneciendo” en la iglesia. Creo en la necesidad de los ministerios de sostén propio, y tengo a Pablo por un ejemplo de ellos.

Creo que la idea de abandonar, en sus dos versiones, es un grave error, por las razones que expongo en este escrito cuyo contenido resumo en dos frases:

·       Babilonia no tiene remedio: hay que salir de ella.

·       El que sale de Laodicea no tiene remedio: hay que permanecer en ella.

Mis reflexiones no se centran en qué es lo que causa el zarandeo, sino en señalar que el zarandeo purificará el pueblo de Dios.

No encuentro un solo episodio en la historia sagrada en el que Dios haya pedido a sus hijos más fieles que abandonen su pueblo debido a la condición lamentable del mismo. Es inspiradora la fidelidad de Elías y Eliseo, de Jeremías e Isaías, de David, y por descontado, de Moisés. A este último, el Señor le “consultó” acerca de destruir el pueblo de Israel y hacerlo a él líder de un pueblo más santo. Pero Moisés comprendió que el honor de Dios dependía de su pueblo: de aquel pueblo. Y “evitó” la destrucción de Israel incluso a riesgo de perder su salvación eterna (Éxodo 32 y Números 14). Cuando nos sentimos tentados a abandonar el pueblo de Dios por considerar que su situación espiritual es deplorable (como la de Israel en tiempo de Moisés), a lo que estamos siendo tentados en realidad es a DESTRUIR —en nuestra mente— el pueblo de Dios. Nuestra actitud es exactamente la contraria a la que el Señor honró en Moisés. Moisés supo lo que es el amor que se sacrifica. No en vano, el cántico del Cordero y el cántico de Moisés aparecen juntos en Apocalipsis. Es el canto de un amor que ama a Dios por encima de todas las cosas y que ama al prójimo tal como Cristo nos ha amado: más que a sí mismo (Juan 13:34 y 15:12).

 

El caso de Babilonia

Huid de en medio de Babilonia, y librad cada uno su alma, porque no perezcáis a causa de su maldad: porque es tiempo de venganza de Jehová; le dará su pago…         
En un momento cayó Babilonia y se despedazó: aullad sobre ella; tomad bálsamo para su dolor, quizá sanará. Curamos a Babilonia, y no ha sanado: dejadla, y vámonos cada uno a su tierra; porque su juicio ha llegado hasta el cielo, y se ha alzado hasta las nubes
(Jer 51:6-9).

El texto nos habla del intento divino por curar a Babilonia —“quizá sanará”—, y también del rechazo al remedio por parte de esta. Habiendo agotado finalmente su tiempo de prueba y habiendo sido declarada incurable como pueblo, Dios amonesta a que salgan de ella, de forma individual —“cada uno”— aquellos que, siendo ovejas suyas, militan aún en Babilonia. Dios nos ha hecho portavoces de ese preciso mensaje (“salid de ella”), que está implícito en el segundo ángel y explícito en el cuarto (Apoc 18:1-4).

No tiene ningún sentido que el pueblo de Dios se aproxime a Babilonia, “porque Jehová destruye a Babilonia” (Jer 51:55) Ver Nota al final. Nuestra misión no consiste en intentar la restauración de Babilonia, y aún menos en considerarla como formando parte del pueblo de Dios, sino en dar el llamado a “cada uno” de los que están en ella para que la abandonen.

Salid de en medio de ella, pueblo mío, y salvad cada uno su vida de la ira del furor de Jehová (Jer 51:44-45).

Babilonia está abocada a la destrucción. No tiene remedio como entidad o colectivo. Pero sí hay remedio para quienes, militando en ella, no han rechazado la gracia por no haber tenido mejor oportunidad de conocerla, y ese remedio incluye salir de ella “cada uno”. Han de oír la voz del Buen Pastor a través nuestro, y los que reconozcan esa voz vendrán a engrosar las filas del pueblo remanente, de la comunidad del mensaje del tercer ángel (Iglesia adventista del séptimo día).

 

El caso de Israel

En contraste con la situación de Babilonia, en toda la historia sagrada no hay ni un solo llamamiento a salir del pueblo de Dios, por más hundido en la apostasía que haya podido estar:

Israel y Judá no han enviudado de su Dios, Jehová de los ejércitos, aunque su tierra fue llena de pecado contra el Santo de Israel (Jer 51:5).

El texto no dice que Israel y Judá fuesen irreprochables, pero en marcado contraste con el mensaje dado respecto a Babilonia, afirma que no han enviudado de su Dios. Aunque humanamente nos parezca poco creíble, la Inspiración nos muestra que finalmente el pueblo de Dios remanente se arrepiente de sus pecados y es restaurado como pueblo. De acuerdo con eso, no hay llamado ninguno a salir de él. Cuando Dios mira a su pueblo, tiene la capacidad de verlo, no como es, sino como será. Te invito a participar del inmenso gozo de verlo por la fe tal como Dios lo ve.

En aquellos días y en aquel tiempo, dice Jehová, la maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y los pecados de Judá, y no se hallarán; porque perdonaré a los que yo hubiere dejado (Jer 50:20).

No ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel. Jehová su Dios está con él, y júbilo de rey en él (Núm 23:21).

Es evidente que las promesas encerradas en los dos textos no pueden referirse a Judá, y aun menos a Israel literales, por lo tanto, han de hallar su cumplimiento en el Israel espiritual del último tiempo.

 

El contraste, repetido en el Nuevo Testamento

El mismo cuadro aparece en Apocalipsis: Babilonia no tiene remedio. Dios la ha declarado incurable y ha decretado su destrucción. Para el pueblo de Dios, acercarse a Babilonia significa apostasía. Sólo podemos acercarnos a Babilonia alejándonos de Dios Ver Nota al final. Pero hay salvación individual para quienes, aun estando en ella, forman parte del pueblo de Dios. La condición sine qua non es que oigan el llamado y salgan de Babilonia:

Ha caído, ha caído la gran Babilonia, y se ha hecho habitación de demonios y guarida de todo espíritu inmundo, y albergue de toda ave inmunda y aborrecible. Porque todas las naciones han bebido del vino del furor de su fornicación; y los reyes de la tierra han fornicado con ella, y los mercaderes de la tierra se han enriquecido de la potencia de sus deleites. Y oí otra voz del cielo, que decía: Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados ni recibáis parte de sus plagas (Apoc 18:2-4).

En contraste, el pueblo remanente del tiempo del fin, Laodicea, junto a una severa amonestación y ninguna felicitación, recibe una gran invitación al arrepentimiento como pueblo:

Yo reprendo y castigo a todos los que amo: sé pues celoso, y arrepiéntete. He aquí, yo estoy a la puerta y llamo: si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo (Apoc 3:19-20).

Se pues celoso, y arrepiéntete” son palabras dichas al “ángel” (“los ministros de Dios [que] están simbolizados por las siete estrellas, las cuales se hallan bajo el cuidado y protección especiales de Aquel que es el primero y el postreroOE 13-14, ver también HAp 468). Es decir: esas palabras van dirigidas al ministerio de la iglesia de Laodicea, en representación de todo el pueblo. ¡No hay ningún mensaje parecido a ese que se dirija a Babilonia!

Hoy no es lo más fácil de imaginar, pero es nuestro privilegio creer que Dios va a vencer en el gran conflicto de los siglos, y que va a tener una “esposa”, un cuerpo denominado de creyentes, que le dé la gloria finalmente mediante la perfección en su “celoso” arrepentimiento:

Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque son venidas las bodas del Cordero, y su esposa se ha aparejado. Y le fue dado que se vista de lino fino, limpio y brillante: porque el lino fino son las justificaciones de los santos (Apoc 19:7-8).

 

Pesimismo versus fe

Cuando hoy examinamos ese “cuerpo” de creyentes, la iglesia del Señor, lo anterior nos parece un desafío humanamente insuperable, pero no más insuperable que cuando nos examinamos a nosotros mismos en el ámbito personal. Afortunadamente el evangelio no depende de lo que humanamente nos parece posible, sino del poder y fidelidad de Dios, y de que decidamos poner enteramente nuestra fe en que Dios va a cumplir sus promesas en nosotros y en su pueblo (Gén 18:14-15; Mat 19:24-26).

Estando confiado de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Fil 1:6).

[Abraham] tampoco en la promesa de Dios dudó con desconfianza: antes fue esforzado en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que todo lo que había prometido, era también poderoso para hacerlo. Por lo cual también le fue atribuido a justicia (Rom 4:20-22).

Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla limpiándola en el lavacro del agua por la palabra, para presentársela gloriosa para sí, una iglesia que no tuviese mancha ni arruga, ni cosa semejante; sino que fuese santa y sin mancha (Efe 5:25-27).

¿Crees que Cristo va a lograr eso? Cuando venga Cristo, ¿hallará fe en la tierra? ¿La halla hoy en ti? Si crees que Dios no va a lograr nunca tener una iglesia pura, sin mancha, que lo honre, sólo hay una palabra que define tu actitud: incredulidad. Esa es precisamente la tesis de Satanás. De ser cierta, sería él quien vencería en el conflicto de los siglos.

 

 

 

De militante a triunfante

Cuando se presentan dificultades en cualquier sector de la causa [de Dios], como seguramente han de sobrevenir, pues la iglesia es militante y no triunfante, todo el cielo estará atento para ver cuál será el curso que seguirán aquellos a quienes se les han confiado sagradas responsabilidades (Cristo triunfante, 125).

La razón principal por la que nos parece poco creíble que su iglesia remanente le dé finalmente la gloria, es porque la estamos contemplando en su estado de “iglesia militante”.

A la iglesia militante, tal como hoy la conocemos, se le aplica el dicho: “No están [todavía] todos los que son, ni son [todavía] todos los que están”. Al llegar a la crisis final, algunos de los que hoy queremos y están con nosotros, saldrán de entre nosotros, apostatando y engrosando las filas de los enemigos del Señor:

Salieron de nosotros, mas no eran de nosotros; porque si fueran de nosotros, hubieran cierto permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que todos no son de nosotros (1 Juan 2:19).

Pero en ese mismo tiempo sucederá también otro prodigio: el Señor reunirá en un solo “rebaño” a hijos suyos que están ahora aún dispersados en Babilonia y que al oír el llamado reconocerán la voz del Buen Pastor y se unirán a su pueblo remanente:

También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también me conviene traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor (Juan 10:16).

Esa será la iglesia triunfante, la que honrará a Dios en el conflicto de los siglos ante el universo expectante. ¿Quieres ser parte de ella? Haz esto: mantente fiel —al precio que sea— en la iglesia militante y un día te encontrarás en la triunfante. Quizá eso te cueste el precio de clamar angustiado, pero puedes estar seguro de que vale la pena. Recuerda la promesa del Fuerte en el Salmo 50:15:

Invócame en el día de la angustia: Te libraré, y tú me honrarás.

 

Entrada y salida

No tenemos por qué pensar que tras esa entrada y salida, el balance numérico haya de ser necesariamente negativo en el “redil” o “rebaño” resultante. El Espíritu de profecía nos alienta a creer que no habrá tal disminución. La historia sagrada nos muestra episodios que podemos ver como tipos de salida de apóstatas del pueblo de Dios, y también de entrada de nuevos creyentes bajo la influencia de un fuerte pregón propiciado por el derramamiento especial del Espíritu Santo. En la purificación del pueblo de Israel, tras el episodio de adoración al becerro de oro al pie del Sinaí, cayeron unos tres mil (Éxodo 32:28 y 35). Los convertidos y bautizados en el día de Pentecostés, los que fueron añadidos a la iglesia, también fueron unos tres mil (Hechos 2:41 y 47).

 

 

 

El zarandeo

En aquel día yo levantaré el tabernáculo de David, caído, y cerraré sus portillos, y levantaré sus ruinas, y lo edificaré como en el tiempo pasado (Amós 9:11).

¿Cuál es “aquel día” en el que Dios restaurará a su pueblo? —Es el día del zarandeo descrito dos versículos antes (más adelante veremos eso mismo en Isaías 30:24-26).

La transición desde el estado de “iglesia militante” hasta el de “iglesia triunfante” viene marcada por un proceso: el zarandeo. Ese es el punto de inflexión que marca la diferencia.

El zarandeo implica un tránsito en dos direcciones: (1) Hijos de Dios que están aún en Babilonia (y en Egipto), saliendo de ella e incorporándose al redil de Dios; y (2) al mismo tiempo, miembros que están ahora en la iglesia remanente, saliendo de ella e incorporándose a Babilonia (falso Cristo) o bien a Egipto (sin Cristo).

La Biblia nada dice acerca de un hipotético tránsito de hiper-fieles hacia una iglesia más pura. No existe esa tercera posibilidad. Pasa como en el diluvio: o estabas en el arca, o estabas en el agua.

No podemos entrar en ninguna nueva organización, porque esto significaría apostatar de la verdad (2MS 449).

El mismo proceso que significa purificación para el pueblo de Dios —del que salen sus miembros infieles—, significa la caída definitiva de Babilonia (Apoc 18:1-4) al rechazar de nuevo la luz. Esa luz será aceptada sólo de forma individual por quienes oigan el llamado, salgan de ella y se incorporen al rebaño del remanente (si se incorporaran a cualquier otra iglesia, no habrían salido “de ella”). En cierto modo son las dos caras de una misma moneda.

Yo mandaré, y haré que la casa de Israel sea zarandeada entre todas las gentes, como se zarandea el grano en un harnero, y no cae un granito en la tierra (Amós 9:9).

¿Qué significado tiene el zarandeo? Es muy importante comprenderlo. En la Biblia, zarandear no significa simplemente sacudir a alguien —física o metafóricamente— como solemos entender comúnmente, sino que tiene un sentido muy concreto relacionado con la agricultura. Nosotros, su pueblo, vamos a ser zarandeados tal como se zarandea el grano.  Pocos de nosotros conocemos el uso de la zaranda, criba o harnero, de la forma en que se empleaban en el tiempo de Amós.

Isaías 30:24 da información adicional:

Tus bueyes y tus asnos que labran la tierra comerán grano limpio, el cual será aventado con pala y criba.

Repasemos algún concepto básico de la agricultura tradicional. Sólo el grano es comestible. El fin buscado era separar el grano de la paja. Eso se lograba mediante la criba, o bien mediante el aventado.

a/ La zaranda, criba o harnero consistía en una superficie de cuero tensado contra un marco circular que tenía multitud de pequeños orificios por los que no cabía el grano, pero sí la paja. Los orificios retenían el grano, pero dejaban pasar la paja más menuda. La paja más grande se acumulaba en la zona superior de la criba, y era echada al suelo con un movimiento combinado de la mano y la criba. Parece obvio, pero es muy importante ver que es así y no al contrario, tanto en la ilustración como en la realidad espiritual que ilustra: el grano se queda.

b/ En el aventado la separación entre el trigo y la paja se lograba aprovechando el efecto distinto que tiene el viento sobre cada uno de los componentes del cereal: mientras que el viento se lleva la paja (más ligera), el grano permanece. Aprovechando un día ventoso, con la pala se echaba hacia arriba la simiente. Mientras estaba en el aire, el viento arrastraba la paja, separándola del grano. El grano se quedaba y la paja se separaba.

Así pues, tanto la criba como la acción del viento lograban la expulsión de la paja. En ambos casos el grano quedaba retenido. No caía, no “salía”. Se quedaba. De haber sido el grano el que se saliera, entonces no se habría tratado de una criba, sino de un sacrificio inútil y costoso, de una anomalía.

 

La trilla

Tanto el aventado como la criba requieren un proceso previo sin el cual no es posible la separación entre el grano y la paja —o cascarilla que lo cubre—. A ese proceso previo se lo conocía como la trilla. Aplastando, arrastrando o percutiendo el cereal contra objetos duros, la simiente había de ser tratada de forma que el grano y la cascarilla no siguieran adheridos entre sí, haciendo en ello posible que la criba o la acción del viento separasen definitivamente ambos componentes de la semilla.

No conozco a nadie que se sienta bien cuando lo aplastan, arrastran o golpean contra objetos duros —ni física ni moralmente—. A veces nos sentimos así: aplastados, arrastrados, golpeados y azotados por vientos o agitados por cribas, y lo interpretamos como una maldición. Sin embargo, puede ser el método de Dios para lograr el fin deseado.

Quizá aún no haya llegado el zarandeo en su plenitud, pero probablemente estés de acuerdo conmigo en que la trilla comenzó hace ya un tiempo. Te sientes “trillado” y no es agradable, ¿no es así? Quizá te ayude recordar esto: Jesús no sólo fue “trillado”, sino también “molido” por tus pecados (Isa 53:5).

Reducid pues vuestro pensamiento a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, porque no os fatiguéis en vuestros ánimos desmayando. Que aún no habéis resistido [como él] hasta la sangre, combatiendo contra el pecado (Heb 12:3-4).

Dos versículos después del 24 de Isaías 30, que se refiere al aventado y la criba, leemos:

La luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol siete veces mayor, como la luz de siete días, el día que soldará Jehová la quebradura de su pueblo, y curará la llaga de su herida (Isa 30:26).

Según eso, la criba y el aventado citados en el versículo 24 representan precisamente el tipo de “mal” que sana, que cura.

Este era el deseo de Pablo, según Efesios 4:14:

Que ya no seamos niños fluctuantes, y llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que, para engañar, emplean con astucia los artificios del error.

Percibimos con alarma la llegada de toda clase de vientos de doctrina: herejías antiguas que resurgen, junto a otras nuevas, y lamentamos ser azotados por esos vientos. Nos preguntamos por qué hemos de sufrir eso nosotros y nuestra iglesia. No solemos pensar en las herejías como instrumentos en manos del Señor para purificar a su pueblo, pero si lo pensáramos cobraríamos ánimo, o al menos consuelo.

Preciso es que haya entre vosotros aun herejías, para que los que son probados se manifiesten entre vosotros (1 Cor 11:19).

Volvamos a la criba. ¿Puedes imaginar a un agricultor que al practicar la criba viera cómo salía el grano, mientras que era la paja la que quedaba retenida? ¿Tiene algún sentido salir de Laodicea por considerarla en una condición espiritual deplorable? Si hay que “salir de” Laodicea, ¿no es eso acaso confundir a Laodicea con Babilonia? Hay que distinguir entre abandonar el estado laodicense, y salir de Laodicea. No es frecuente oír a alguien acusar de forma explícita a la Iglesia adventista de ser Babilonia; pero aceptar —aunque sea sólo como una posibilidad—que tengamos que salir de ella debido a su estado espiritual deplorable, ¿no te parece que es equivalente a acusarla de ser Babilonia?

En el zarandeo es el grano el que queda, y la paja la que sale. ¿Quiénes serán los que saldrán de la iglesia en el zarandeo? ¿Serán los fieles? Si salen los fieles, eso no es zarandeo sino apostasía. ¡En el zarandeo salen los infieles! El hecho de salir convertiría a los fieles en infieles.

Lee de nuevo Amós 9:9 y observa bien este detalle: en el auténtico zarandeo “no cae un granito en la tierra”. Dios lo ha dispuesto así.

 

La evidencia bíblica

Sión con juicio será rescatada, y los convertidos de ella con justicia. Mas los rebeldes y pecadores a una serán quebrantados, y los que dejan a Jehová serán consumidos (Isa 1:27-28).

Tus edificadores vendrán aprisa; tus destruidores y tus asoladores saldrán de ti… Porque tus asolamientos, y tus ruinas, y tu tierra desierta, ahora será angosta por la multitud de los moradores; y tus destruidores serán apartados lejos (Isa 49:17 y 19).

Apartaré de entre vosotros los rebeldes, y los que se rebelaron contra mí: de la tierra de sus destierros los sacaré, y a la tierra de Israel no vendrán; y sabréis que yo soy Jehová (Eze 20:38).

Ese texto añade algo que también es extremadamente importante en términos prácticos. Está encerrado en su primera palabra. Comprenderlo determina nuestra actitud ante lo que percibimos como apostasía en el pueblo de Dios. Ese concepto está también implícito en la parábola del trigo y la cizaña (Mat 13:30) que veremos a continuación.

 

Separación del trigo y la cizaña

Otra ilustración equivalente a la del grano y la paja, es la del trigo y la cizaña. Sabemos que en la iglesia militante hay trigo y hay cizaña, PERO Dios no nos ha dado la sabiduría para determinar cuál es cuál. En lugar de eso, nos ha dado la seguridad de que él tiene una iglesia remanente de la que Cristo es la cabeza y el que da salud al cuerpo. Nos ha asegurado que Cristo amó a su imperfecta iglesia y se entregó a sí mismo por ella (Efe 5:23 y 25).

Hemos leído en Ezequiel 20:38: “Apartaré” (no ‘apartarás’) de entre vosotros a los rebeldes. Es él quien se encargará a su debido tiempo de que los “asoladores”, los “destruidores”, los “rebeldes y pecadores” salgan de entre nosotros. No sólo debemos abstenernos de tomar en nuestras indignas manos esa labor de arrancar la cizaña, sino que debemos abstenernos igualmente de tomar en nuestras indignas mentes la labor de juzgar o determinar quién constituye dicha cizaña. Podríamos muy bien ser nosotros mismos, por más que nos duela, excepto que manifestemos “la paciencia de los santos” además de guardar los mandamientos de Dios y la fe de Jesús. Dejar esa labor al Único que está cualificado para efectuarla no es sólo un asunto de prudencia, sino de sabiduría.

En contraste con el mensaje dado a Babilonia, en el llamado a Laodicea no hay ninguna orden a salir de ella ni algo que se le parezca. Quien aplica a Laodicea el imperativo “salid de ella”, tiene una triste confusión entre Laodicea y Babilonia. El creyente que forma hoy parte del pueblo de Dios puede estar en una de estas dos situaciones: (1) incorporado a su pueblo denominado, a su pueblo remanente, o bien (2) puede estar todavía en el seno de Babilonia. Si está en Babilonia, ha de salir de ella cuando recibe la luz: es fiel al salir de Babilonia. Ahora bien, si el creyente está en el pueblo remanente denominado, es fiel al permanecer en él, aun al precio de gemir y clamar.

Jehová le dijo: Pasa por medio de la ciudad, por medio de Jerusalem, y pon una señal en la frente a los hombres que gimen y que claman a causa de todas las abominaciones que se hacen en medio de ella (Eze 9:4).

Observa bien que los que reciben el sello de Dios en esa época de crisis NO están aliviándose al salir de Laodicea —ni albergan expectativa alguna de una salida tal—, sino que están gimiendo y clamando a causa de todas las abominaciones que se hacen en ella.

La levadura de la piedad no ha perdido todo su poder. En el tiempo en que son mayores el peligro y la depresión de la iglesia, el pequeño grupo que se mantiene en la luz estará suspirando y clamando por las abominaciones que se cometen en la tierra. Pero sus oraciones ascenderán más especialmente en favor de la iglesia, porque sus miembros están obrando a la manera del mundo (2JT 64).

Nótese esto con cuidado: los que reciban la marca pura de la verdad desarrollada en ellos por el poder del Espíritu Santo y representada por el sello del hombre vestido de lino, son los que ‘gimen y que claman a causa de todas las abominaciones que se hacen’ en la iglesia.       
Los que no sienten pesar por su propia decadencia espiritual ni lloran por los pecados ajenos, quedarán sin el sello de Dios
(Maranatha, 238).

He destacado “no sienten pesar por su propia decadencia espiritual”. Hoy en día abundan entre nosotros quienes exhiben una gran facilidad para criticar todo lo que perciben como una desviación de la verdad en otros —especialmente líderes del pueblo de Dios—, y lo hacen manifestándolo en los tonos más oscuros, frecuentemente en foros públicos al alcance de cualquier incrédulo, enemigo de la verdad o enemigo del pueblo de Dios. Junto con el fariseo, pueden sentirse satisfechos por no ser como “los otros hombres”.

Por toda evidencia, los fariseos tampoco sentían “pesar por su propia decadencia espiritual”, pero esa decadencia espiritual de los fariseos era bien patente para otros. Podríamos decir que estaban sinceramente engañados, pero decir eso nos debiera hacer temblar, porque nosotros podemos estarlo igualmente. De hecho, el contraste entre la evaluación que hace Laodicea de sí misma, y la evaluación que hace de ella el Testigo fiel nos habla de ese mismo engaño. ¡Y afecta a toda Laodicea! Afrontemos la realidad: la enfermedad de Laodicea no es una epidemia; es una pandemia (aunque tenga cura). Y esa enfermedad incluye la incapacidad para vernos tal como somos (“y no conoces”).

El mensaje a la iglesia de Sardis, la que representa el período de la Reforma, incluye una severa reprensión: “Tienes nombre de que vives, pero estás muerto”. No muy alentador, pero hay una excepción reconfortante (Apoc 3:4): “Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas”. ¿Habías observado que en Laodicea no hay ninguna excepción como esa? En Laodicea no hay ninguna parte que quede exenta de la reprensión. No hay “unas pocas personas” que conozcan y que no sean tibias.

El mensaje del Testigo fiel de Apocalipsis a Laodicea afirma que Dios sólo puede emplear como parte de la solución, a quienes reconocemos ser parte del problema (“y arrepiéntete”). De la misma forma en que fueron las diez vírgenes —¡todas!— las que cabecearon, el mensaje a Laodicea NO señala a una parte “fiel” del pueblo de Dios que quedaría exenta de la reprensión, y por lo tanto en libertad para —o con la misión especial de— reprender a los otros. ¿Cuándo dejaremos de aplicar el mensaje del Testigo fiel a otros, y lo aplicaremos a quienes va realmente dirigido? (sugerencia: a todos nosotros).

Lo anterior no es una descalificación del ministerio de reprensión, pero obsérvese que hay una diferencia entre reprender el mal, la maldad, especialmente la que hay en nosotros, en mí particularmente, y reprender a los otros (a los que percibo como “los malos”). El ministerio de la reprensión es, en principio, un ministerio ligado al llamado profético. Quien pretende ejercerlo sin que Dios se lo haya encomendado, corre serio peligro de incurrir en la temible categoría de falso profeta.

Dios no ha dado a mis hermanos la obra que me ha encomendado a mí. Se ha insistido en que mi manera de reprender en público ha hecho que otros se vuelvan cortantes, criticadores y severos. Si es así, tendrán que arreglar el asunto con el Señor. Si otros asumen una responsabilidad que Dios no les ha impuesto; si hacen caso omiso de las instrucciones que él les ha dado vez tras vez a través del humilde instrumento que él ha escogido, para que sean bondadosos, pacientes y longánimes, ellos solos tendrán que responder por los resultados. Con corazón abrumado por la tristeza, he cumplido mi desagradable deber para con mis amigos más queridos, no atreviéndome a complacerme a mí misma retrayendo la reprensión, ni aun de mi propio esposo; y no seré menos fiel en amonestar a otros, oigan o no oigan. Cuando hablo al pueblo, digo muchas cosas que no he premeditado. A menudo el Espíritu del Señor desciende sobre mí. Parece ser que soy transportada fuera y lejos de mí misma; la vida y el carácter de diferentes personas son presentados con claridad ante mi mente. Veo sus errores y peligros, y me siento compelida a hablar acerca de lo que de esa manera se me ha presentado. No me atrevo a resistir al Espíritu de Dios (5TI 19.2).

Es significativo que a los verdaderos profetas que tuvieron que ejercer ese ministerio les resultó agudamente doloroso tener que comunicar los mensajes de reprensión de parte de Dios. En contraste con esos verdaderos profetas, muchos se sienten hoy libres para ejercer gustosamente lo que les parece un sano ejercicio del ministerio de reprensión.

Cuando el arcángel Miguel contendía con el diablo, disputando sobre el cuerpo de Moisés, no se atrevió a usar de juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te reprenda (Judas 9).

Desde luego, si alguien merecía el reproche, ese era Satanás; y si alguien tenía autoridad para reprochar, ese era el arcángel Miguel (Cristo). Sin embargo, declinó emitir juicio de maldición.

Cristo es nuestro ejemplo en todo. Observa cómo ejerció el ministerio de reprensión (porque efectivamente, ejerció ese ministerio). Cristo estaba lleno de amor abnegado hacia los demás. Estaba dispuesto a dar su vida en favor de aquellos a quienes reprendía, y lo demostró dándola. ¿Es tu caso? Recuerda cómo trató a Judas.

 

Arrepintiéndonos por los demás

Arrepentirse por los demás suena extraño, pero es estrictamente bíblico. Solemos concebir el arrepentimiento como algo profundamente personal. ¡Y lo es! Pero “gemir y clamar” a causa de las abominaciones que se cometen en la iglesia es precisamente eso: es arrepentirse por los demás, y al mismo tiempo es profundamente personal. Contrasta con desentenderse de los demás, y está en el polo opuesto a acusar a los demás.

Ya hemos citado el ejemplo de Moisés. Observemos ahora al caso de Daniel. Te pido que compares su actitud con la de aquellos que se sienten en libertad para publicar y exagerar los pecados del pueblo de Dios, llegando a sugerir la eventual necesidad de abandonarlo (o bien su equivalente: desviar diezmos y ofrendas hacia los más “fieles”). Daniel oró así:

Hemos pecado, hemos hecho iniquidad, hemos obrado impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus juicios. No hemos obedecido a tus siervos los profetas, que en tu nombre hablaron a nuestros reyes, y a nuestros príncipes, a nuestros padres, y a todo el pueblo de la tierra…

Oh Jehová, nuestra es la confusión de rostro, de nuestros reyes, de nuestros príncipes, y de nuestros padres; porque contra ti pecamos. De Jehová nuestro Dios es el tener misericordia, y el perdonar, aunque contra él nos hemos rebelado; y no obedecimos a la voz de Jehová nuestro Dios, para andar en sus leyes, las cuales puso él delante de nosotros por mano de sus siervos los profetas. Y todo Israel traspasó tu ley apartándose para no oír tu voz: por lo cual ha fluido sobre nosotros la maldición, y el juramento que está escrito en la ley de Moisés, siervo de Dios; porque contra él pecamos…

Aún estaba hablando y orando, y confesando mi pecado y el pecado de mi pueblo Israel, y derramaba mi ruego delante de Jehová mi Dios por el monte santo de mi Dios… (Dan 9:5-6; 8-11 y 20).

Ahí tienes un ejemplo práctico de lo que significa “gemir y clamar” tal como expresa Ezequiel 9:4. Quizá pienses que Daniel no reprendía a su pueblo y a los dirigentes (sino que se incluía entre ellos) debido a que él mismo no estaba libre de reprensión. Si es así, ¿crees que los que critican hoy al pueblo y liderazgo adventista están libres de reprensión? ¿Crees que están más cerca de Dios de lo que estaba Daniel cuando se identificaba con su pueblo, se arrepentía e intercedía por él?

El profeta Daniel estaba muy cerca de Dios cuando lo buscaba confesando sus pecados y humillando su alma. No procuraba disculparse, sino que reconocía la plena extensión de su transgresión. En nombre de su pueblo confesó pecados que él no había cometido, y buscó la misericordia de Dios para poder mostrar a sus hermanos sus pecados, y con ellos humillar los corazones delante de Dios (A fin de conocerle, 241).

Nosotros solemos hacer lo contrario: buscamos y señalamos toda posible “apostasía” en los dirigentes del pueblo de Dios, y nos damos prisa en aclarar: ‘Ha sido él. ¡Yo no he sido!’ Nos desentendemos, como si Dios no me hubiera hecho “guarda de mi hermano”. Nuestra actitud recuerda entonces a los “que dicen: ‘Estate en tu lugar, no te llegues a mí, que soy más santo que tú’” (Isa 65:5). El espíritu de Daniel, manifestado en su oración del capítulo 9, sigue siendo una gran asignatura pendiente para nosotros. Nos enseña, entre otras cosas, que aun siendo cierto que existe apostasía entre nuestras filas, sólo Dios conoce quién fue tal lejos como para haberse apartado de forma irreversible de la misericordia y posibilidad de restauración divinas. Por lo tanto, “amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mat 5:44). Ese es un principio universal, y se aplica tanto al mundo como a la iglesia, y por supuesto también (o quizá especialmente) a la familia.

 

Perseguidos

Todos los que quieren vivir píamente en Cristo Jesús, padecerán persecución (2 Tim 3:16).

Ese también es un principio universal, y lo inspira Alguien que no está sujeto a error. Cuando la iglesia es pura, es perseguida. Siempre. Cuando no es perseguida… es posible que no esté viviendo píamente, y en tal caso podría incluso llegar a atreverse a perseguir ella misma a miembros que no quieren participar en la infidelidad que hay en su seno. Eso ha sucedido repetidamente en la historia del pueblo de Dios. Hay infinidad de ejemplos. Sólo citaré uno:

La verdad fue detenida y el que se apartó del mal fue puesto en prisión (Isa 59:15).

Te sugiero leer Mateo 23.

En todo caso, se cumple que todos los que quieran vivir piamente en Cristo Jesús padecerán persecución, sea de parte del mundo, o sea de parte de alguien entre el propio pueblo de Dios —cuando su nivel espiritual se acerca al del mundo—. Esto último es muy triste, pero es posible. Fue la experiencia de muchos profetas, y Ellen White no fue la excepción. Ciertamente su fidelidad inquebrantable al pueblo de Dios y a su llamado profético son como un ancla en la historia de las tormentas por las que ha atravesado la nave adventista. ¡Qué pertinentes son aquí las palabras de Santiago 5:10!

Hermanos míos, tomad por ejemplo de aflicción y de paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor.

En Juan 16:2 leemos:

Os echarán de las sinagogas; y aun viene la hora, cuando cualquiera que os matare, pensará que hace servició a Dios.

Nuestros pioneros en el adventismo fueron echados de las “sinagogas”. No salieron de ellas, sino que fueron expulsados. No es imposible que alguien sea expulsado de igual manera por ser fiel a Dios, y en ese caso puede estar seguro de que “Jehová no lo dejará en sus manos, ni lo condenará cuando le juzgaren” (Sal 37:33). Pero hay una diferencia entre ser echado e irse, y la diferencia es determinante: es tanta como la que hay entre ser martirizado y suicidarse. Ser martirizado por Cristo es la máxima expresión de bienaventuranza. Por el contrario, nadie puede suicidarse por Cristo. No lo hizo Saúl, Judas ni ningún otro suicida. No lo fue por Cristo, sino de espaldas a Él.

Si has leído hasta aquí, me voy a atrever a darte un consejo, si bien querría recordarte antes una promesa:

Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia: porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos: que así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros (Mat 5:10-12).

Jesús siguió afirmando: “Vosotros sois la sal de la tierra”. Tú, que eres perseguido por causa del evangelio, eres la sal de la tierra. Pero también hay que saber ser perseguido. ¡Hasta eso se tiene que aprender!

Ahora viene mi consejo —el que me doy a mí mismo— por si pudiera serte útil al ser perseguido. Lo aplico especialmente al tiempo del fin, a la experiencia del pueblo de Dios en el tiempo de la consumación del mensaje de los tres ángeles, si bien lo creo válido para toda otra ocasión: para la vida en la iglesia, en la familia, etc. Aunque es un principio simple, lo divido en dos partes:

 

1- No te importe estar entre los perseguidos (recuerda la bienaventuranza).

2- Asegúrate de no estar NUNCA entre los perseguidores (recuerda a Aquel que pronunció la bienaventuranza).

 

Naturalmente, el primer enunciado da por supuesto que eres perseguido “por causa de la justicia”, no por causa de tu justicia.

 

Hay un Dios en los cielos

Lo hay y se preocupa, por más que a veces la percepción pudiera ser otra. Todo está bajo su supervisión y control, su iglesia de una forma especial. Aquel que habita la eternidad, aquel cuyo nombre es el Santo, habita también “con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isa 57:15).

Así dijo tu Señor Jehová, y tu Dios, el cual pleitea por su pueblo: He aquí he quitado de tu mano el cáliz de aturdimiento, la hez del cáliz de mi furor; nunca más lo beberás: Y lo pondré en mano de tus angustiadores que dijeron a tu alma: Encórvate, y pasaremos. Y tú pusiste tu cuerpo como tierra, y como camino a los que pasan (Isa 51:22-23).

 

Testimonio del Espíritu de profecía

Dijo el ángel: ‘La rebelión continuará hasta el tiempo de la finalización de la obra del mensaje del tercer ángel. No se maravillen ni se desanimen. El que ha vencido al dirigente de la rebelión es el que está a la cabeza de esta gran obra. Aunque Satanás manifestase júbilo y pudiera parecer triunfante por un tiempo, el gran Conquistador ha puesto sus ojos sobre él y no le permitirá ir más allá de los límites que le ha impuesto. Se le permitió asumir poderes por un tiempo a fin de revelar a los de corazón verdadero, de probar al fiel, de desarrollar lo que es espurio y separarlos del que posea corazón puro. A su tiempo los rebeldes serán separados de los leales y fieles, porque la verdad ha reunido a seres de todo tipo (Cristo triunfante, 117).

Satanás realizará milagros para engañar: exhibirá su poder supremo. Podrá parecer que la iglesia está a punto de caer. Permanecerá, pero los pecadores que haya en Sión serán echados fuera al ser separada la paja del precioso trigo. Será una prueba terrible, pero debe ocurrir. Nadie, excepto los que hayan vencido mediante la sangre del Cordero y la Palabra de su testimonio, se encontrará entre los leales y veraces, sin mancha ni contaminación de pecado, sin engaño en su boca. Debemos despojarnos de nuestra justicia propia y ataviarnos con la de Cristo.
El remanente que purifique sus almas por la obediencia a la verdad se fortalecerá mediante este proceso de prueba, y mostrará la belleza de la santidad en medio de la apostasía
(Alza tus ojos, 354).

El hombre finito es propenso a juzgar mal el carácter, pero Dios no confía la obra de juzgar y hacer pronunciamientos sobre el carácter a aquellos que no están capacitados para ello. Nosotros no hemos de decir qué constituye el trigo, y qué constituye la cizaña. El tiempo de la siega determinará plenamente el carácter de las dos clases especificadas bajo el símbolo de la cizaña y el trigo. La obra de separación es confiada a los ángeles de Dios; no es encomendada a las manos de hombre alguno (TM 47).

Este es mi resumen de las tres citas:

1.     Dios está al control, y permitirá a Satanás llegar sólo hasta cierto límite (ver también Lucas 22:31).

2.     En el zarandeo (resultante del rechazo al mensaje del tercer ángel), son los rebeldes quienes serán echados fuera.

3.     Sólo Dios sabe quiénes son los rebeldes que han de ser separados de los leales y fieles.

4.     La obra de separación no es nuestra obra, sino la de Dios.

Respecto a los dirigentes del pueblo de Dios, cabe decir: “Por nada estéis afanosos”. No es que ellos no puedan equivocarse, sino que Aquel que los dirige no puede equivocarse.

No hay necesidad de dudar ni de temer que la obra no tenga éxito. Dios encabeza la obra y él pondrá en orden todas las cosas. Si hay que realizar ajustes en la plana directiva de la obra, Dios se ocupará de eso y enderezará todo lo que esté torcido (2MS 449).

No hay necesidad de dudar ni de temer”… Tampoco hay necesidad de elucubrar, como hacía alguien a quien Ellen White se dirigió en estos términos:

Acusaba a la iglesia… dijo que los dirigentes de la iglesia caerían debido a la exaltación de sí mismos, que otra clase de hombres más humildes ocuparía su lugar, y que ellos realizarían cosas admirables. Este hombre tenía hijas que pretendían tener visiones.     
Me fue presentado este engaño. Se trata de un hombre inteligente, que puede hablar bien en público, que posee abnegación y está lleno de celo y fervor, y tiene un aspecto de consagración y devoción. Pero recibí esta amonestación de Dios: “¡No les creáis; yo no los he enviado!”
(2MS 73-74).

 

Reflexiones adicionales

Importante como es comprender la diferencia entre la iglesia militante y la triunfante en relación con el zarandeo, hay que puntualizar lo siguiente:

Tiene que ocurrir un zarandeo en el pueblo de Dios, pero no es esta la verdad presente que ha de llevarse a las iglesias. Ocurrirá como resultado del rechazo de la verdad presentada (2MS 13).

No hemos de predicar —y aun menos provocar— el zarandeo. El Señor espera que prediquemos la verdad. ¿Cuál es esa verdad que nos ha confiado? —Está resumida en el mensaje de los tres ángeles de Apocalipsis 14 y 18.

Predica el mensaje de los tres ángeles. El contraste entre la verdad y las doctrinas y prácticas falsas ocasionará el zarandeo; pero el zarandeo, aun siendo verdad, no es LA verdad, y Dios nos ha encomendado vivir y predicar precisamente LA VERDAD.

Hay que distinguir entre lo que es verdad, y lo que es la verdad. La distinción es importante.

Por ejemplo: los progresos del “hombre de pecado” son verdad, pero no son la verdad que hemos de predicar. Pueden formar parte del mensaje que hemos de dar, pero nunca serán su núcleo central ni motivación. El centro sólo corresponde a Cristo como Verdad absoluta. Que Babilonia ha inventado un falso día de reposo, es verdad; pero eso no es propiamente la verdad. ¡El sábado —el Señor del sábado— es la verdad! Esa es la verdad que hemos de predicar (y el ministerio de Cristo en el lugar santísimo, y el estado de los muertos, y el evangelio, y la ley, y…). El error queda expuesto por contraste, al presentar la verdad. Sea el Espíritu la “espada”, sea la Palabra de Dios la “espada”, y no nosotros.

Algunos se preguntan: ¿Y si se nos impidiera predicar el mensaje de los tres ángeles? ¿No debemos entonces añadir una descalificación, una condena, censura, denuncia o maldición hacia quienes nos impiden predicarlo?

—No; no debemos. Vuelve a leer Judas 9. Predica el mensaje de los tres ángeles. Predica la verdad; predica al que es la Verdad.

Expresado de otra manera: ¿Qué debo hacer si no me dejaran predicar el mensaje de los tres ángeles?

Respuesta: si no te dejaran predicar el mensaje de los tres ángeles, PREDICA EL MENSAJE DE LOS TRES ÁNGELES. Y no le añadas nada. Especialmente, no le añadas una denuncia, reproche, censura o maldición.

Toda palabra de Dios es limpia: Es escudo a los que en él esperan. No añadas a sus palabras, porque no te reprenda y seas hallado mentiroso (Prov 30:5-6).

¿No te dejan predicar el mensaje de los tres ángeles? ¡No necesitas que te dejen! Tienes la orden de Dios para hacerlo. Adelante, una vez te hayas asegurado de que estás predicando “el mensaje del tercer ángel en verdad”, que “es la justificación por la fe” (1MS 437), y no el legalismo o el antinomianismo de Babilonia. Asegúrate de que tu mensaje no sufre la sequía de los montes de Gilboa; comprueba que fue bautizado en las corrientes refrescantes que el Señor nos dio en 1888. No te conformes con la simple etiqueta de “adventismo histórico”. En la era de 1888, fue el adventismo histórico el que resistió el derramamiento del Espíritu Santo en el comienzo de la lluvia tardía. Tampoco te conformes con la simple etiqueta “1888”. Es la etiqueta que defienden muchos que siguen luchando hoy contra ese preciosísimo mensaje: unos ignorándolo, otros oponiéndose a él, y otros asociándolo a falsas doctrinas o a actitudes anticristianas, especialmente anti-iglesia de Cristo.

Sobre todo, nunca olvides que predicar el mensaje de los tres ángeles implica predicar a Cristo, predicar el “evangelio eterno”. Y “evangelio” no consiste en una lista de acusaciones. Tampoco consiste en una lista de obligaciones a cumplir por parte del ser humano, sino en la maravillosa obra que Dios hizo y hace en favor del ser humano en la dádiva de Cristo. No esperes cosechar la obediencia en respuesta, sin haber predicado antes el evangelio de lo que Cristo hizo y hace por —y en— el hombre.

Hemos de ser misioneros y tener por blanco principal ganar almas para Cristo. Dios confió a su iglesia la obra de difundir la luz y proclamar el mensaje de su amor. Nuestra obra no consiste en condenar ni denunciar, sino en atraer juntamente con Cristo, rogando a los hombres que se reconcilien con Dios (3JT 61).

El Señor nos ha dado un mensaje para los incrédulos; un mensaje que se abrirá paso hacia muchos corazones (Cristo triunfante, 103).

Un mensaje para los incrédulos” no puede consistir en una enumeración o denuncia de las debilidades en el pueblo remanente que representa a Cristo.

Es imposible insistir demasiado en la necesidad de presentar la verdad en amor:

Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todas cosas en aquel que es la cabeza, a saber, Cristo (Efe 4:15).

Es igualmente importante mantener un discurso libre de toda excitación o fanatismo:

Si trabajamos para crear una excitación de los sentimientos, tendremos toda la que deseamos, y posiblemente más de la que podemos afrontar con éxito. “Predicad la palabra” con calma y claridad. No debemos considerar que nuestra obra consiste en crear agitación de los sentimientos. Únicamente el Espíritu de Dios puede crear un entusiasmo sano (2MS 17).

Eso es muy importante, en vista de que “continuamente surgirán cosas nuevas y extrañas para inducir al pueblo de Dios a una agitación espuria, a reavivamientos religiosos falsos y acontecimientos extraños” (Id.)

Por último, en relación con la predicación del evangelio, piensa en el valor de lo que el predicador es, por encima de lo que dice:

Los últimos rayos de luz misericordiosa, el último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo, es una revelación de su carácter de amor. Los hijos de Dios han de manifestar su gloria. En su vida y carácter han de revelar lo que la gracia de Dios ha hecho por ellos (PVGM 342).

A lo largo de toda la historia sagrada, el Espíritu ha trabajado siempre en cooperación con la “esposa”. Este es el último llamado que encontramos en la Biblia:

El Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven (Apoc 22:17).

Si eres guiado por el Espíritu, dirás ‘Ven’ con la esposa, nunca sin ella, y menos aun contra ella.

La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea contigo.

 

Nota:

La iglesia que sostiene la palabra de Dios está irreconciliablemente separada de Roma. En su día, los protestantes estuvieron de ese modo apartados de la gran iglesia apóstata, pero se han ido acercando cada vez más a ella y siguen en el camino de la reconciliación con la iglesia de Roma. Roma nunca cambia. Sus principios no han cambiado en lo más mínimo. Nada ha disminuido en su brecha con los protestantes; son estos quienes han dado todos los pasos. Pero ¿qué dice eso acerca del protestantismo de hoy? Es el rechazo a la verdad de la Biblia lo que lleva a los hombres a avanzar hacia la infidelidad. La iglesia que acorta distancias con el papado es una iglesia descarriada.

Las almas como la de Lutero, Cranmer, Ridley, Hooper, y los cientos de hombres nobles que fueron mártires por causa de la verdad, son los auténticos protestantes. Se mantuvieron como fieles centinelas de la verdad, declarando que el protestantismo es incapaz de unirse con el romanismo, y que ha de mantenerse tan separado de los principios del papado como lo están el este y el oeste (ST 19 febrero 1894).

 

 

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