Significado del bautismo

E.J. Waggoner
Signs of the Times, 2 febrero 1891

 

Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (Mateo 28:19).

Y les dijo: —Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado será salvo; pero el que no crea será condenado (Marcos 16:15-16).

Los dos textos precedentes destacan en términos inequívocos la importancia del bautismo. Aprendamos de las Escrituras cuál es su significado, y en el proceso veremos cuál es su naturaleza y cuál la necesidad del mismo.

1 Corintios 12:13 muestra que el bautismo no consiste simplemente en una formalidad externa:

Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, tanto judíos como griegos, tanto esclavos como libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu.

Es tan cierto aquí como en cualquier otro sitio, que “el cuerpo es de Cristo” (Colosenses 2:17). Que ese es el cuerpo en el que somos bautizados, lo afirma fuera de toda duda Gálatas 3:27:

 Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos.

Eso nos enseña que es mediante el bautismo como venimos a ser de Cristo, y herederos según la promesa (vers. 29). Es así como vamos a Cristo, la Puerta de la salvación.

Ser bautizados en su cuerpo es incorporarse a su iglesia, puesto que la iglesia es el cuerpo de Cristo (Efesios 1:22-23; Colosenses 1:18).

Y dado que es mediante su Espíritu como se efectúa esa unión, es evidente que el bautismo es más que una simple forma, y que sólo son miembros de la verdadera iglesia de Cristo quienes tienen el Espíritu de Cristo (Romanos 8:9). Eso no debe entenderse en modo alguno como un desprecio hacia el bautismo literal, o unión con la iglesia visible. Pretendemos sólo enfatizar el hecho de que la simple forma no lo es todo.

Puesto que es mediante el bautismo como nos unimos con Cristo (“de Cristo estáis revestidos”), la que sigue es una pregunta muy importante:

 

¿En qué punto nos unimos con Cristo?

¿En qué fase del ministerio de Cristo resultamos unidos con él? La respuesta a esa pregunta proporciona la clave a todo el asunto del bautismo. Esta es la respuesta que da Romanos 6:3-4:

¿No sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?, porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva.

Por consiguiente, es en la muerte de Cristo donde venimos a estar unidos con él. El bautismo es, por así decirlo, la ceremonia del casamiento mediante la que declaramos nuestra unión con Cristo. Pablo declara:

Os celo con celo de Dios, pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo (2 Corintios 11:2).

De la misma manera que en un matrimonio común se unen dos personas de forma que ya no son más dos, sino “una carne”; así también al estar “revestidos de Cristo” venimos a ser uno con él. Pablo, tras haber afirmado que el hombre dejará a su padre y madre para unirse con su esposa, viniendo a ser los dos una sola carne, añade:

Grande es este misterio, pero yo me refiero a Cristo y a la iglesia (Efesios 5:32).

En esta unión con Cristo es su personalidad la que predomina. Nos entregamos a él, somos absorbidos en él, de forma que la persona resultante no somos nosotros, sino él.

El bautismo se refiere a la muerte y resurrección de Cristo, pero eso implica más que el simple reconocimiento del hecho. Incluye nuestra aceptación de su sacrificio, de forma que nos hacemos partícipes de su muerte y resurrección. Si es que hemos de ser glorificados con Cristo, antes deberemos sufrir con él (Romanos 8:17). Debemos participar en la comunión de sus sufrimientos, ser conformados a su muerte, y hemos de conocer también el poder de su resurrección (Filipenses 3:10). Analicemos el recorrido de esa gran transacción.

Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios (Romanos 3:23).

Debido a que todos han pecado, todo ser humano está bajo juicio de condenación. Puesto que la paga del pecado es la muerte, se trata de una condenación a muerte (Romanos 5:12 y 18; 6:23). Todo aquel que no cree en Cristo ya es condenado (Juan 3:18). Sobre cada uno de nosotros ha sido pronunciada ya sentencia de muerte, y nuestra vida está perdida. Al entregarnos a Satanás, nos vendimos a él sin recibir nada a cambio. Dice la escritura:

De balde fuisteis vendidos (Isaías 52:3).

Como consecuencia, en realidad no tenemos vida. La vida que viven los seres humanos no les pertenece. La entregaron junto con ellos mismos al poder de Satanás. Y debido a que los pecadores están condenados a muerte —han perdido su vida—, la Escritura dice que “el que se niega a creer en el Hijo no verá la vida” (Juan 3:36). Nunca tendrá vida en sí mismo.

Pero la misma Escritura que afirma: “de balde fuisteis vendidos”, dice también: “por tanto, sin dinero seréis rescatados”. Cristo efectúa el rescate: es nuestro Redentor. Y debido a que

los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre (Hebreos 2:14-15).

Cristo vino a buscar y salvar lo que se había perdido. Vino a dar vida a aquellos que la habían entregado a Satanás. Cristo, el Fuerte entre los fuertes, saqueó la prisión de Satanás a fin de poder rescatar a sus cautivos.

Sin dinero seréis rescatados.

Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir (la cual recibisteis de vuestros padres) no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación (1 Pedro 1:18-19).

El dinero no puede comprar una sola vida. Sólo la vida puede comprar vida; y la única vida que puede redimir una vida perdida es la vida de Cristo. Sólo entregando su vida por nosotros podía Cristo comprarnos. Eso significa que si lo aceptamos, él nos da su vida.

Jesús tiene vida en sí mismo. Pudo poner su vida y volverla a tomar (Juan 10:17-18). Cuando Jesús estuvo en la tumba, “era imposible que fuera retenido por ella” (Hechos 2:24). En esto era diferente a todos los hombres. Si fuera el hombre quien debiera entregar su vida en pago por la pérdida, no quedaría nada más. Pero Cristo, cuya vida es superior a la de los seres creados, puede entregar su vida y seguir teniendo tanta vida como la que entregó. Habiendo pagado por la pérdida, puede darnos su vida en lugar de la nuestra. Si aceptamos su vida podemos estar seguros de tener vida, no importa qué suceda a esta nuestra vida.

Pero a fin de tener la vida de Cristo sobre la que Satanás carece de poder, debemos reconocer que nuestra vida se perdió, y que no hay justicia alguna en nosotros con la que poder contribuir a la redención. Sabiendo que esta vida no es de ningún modo nuestra, hemos de estar dispuestos a entregarla en las manos de Cristo a fin de recibir a cambio su vida. Eso es lo razonable.

Se trata de decidir si vamos a dar nuestra vida a Satanás sin recibir nada a cambio, o si la daremos a Cristo obteniendo a cambio su vida. Parece que nadie debiera tener la más mínima duda en cuanto a hacer así, sin embargo, para todos representa una lucha entregar esta vida perdida a fin de recibir la de Cristo. Morir no es agradable, y todos procurarán que tarde lo más posible; incluso intentarán convencerse de que no es necesario que depongan su vida. La razón es que entregar esta vida significa entregar todo lo que a ella pertenece. Todo lo que pertenece al yo ha de ser entregado junto con la vida. Dijo Pablo:

Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (Gálatas 5:24).

A ese acto de entregar nuestra vida a fin de obtener a cambio la vida de Cristo se lo denomina de diversas maneras en la Escritura, como por ejemplo entregar nuestra vida para ser sus siervos, someternos a Dios, etc.

Ahora nos preguntamos:

 

¿Cómo nos entregaremos a Dios?

Es sencillo. Examina tu vida. Determina qué cosas pertenecen sólo a la vida presente, natural: esas cosas que haces por naturaleza. Enumera aquellas cosas a las que eres adicto, que sabes que no están de acuerdo con Cristo sino que te condenan, incluso ante tu propio corazón. Sin duda ya has hecho eso con anterioridad, y has procurado repetidamente vencer y desecharlas, pero no has sido capaz a pesar de tu sincero deseo de deshacerte de ellas.

Puesto que has decidido tener a Cristo y no a tus propios caminos, dile: ‘Señor, acudo a ti tal como soy. Me entrego en tus manos a fin de que hagas conmigo según tu voluntad. Quita todos esos males de mí por el poder que sólo de ti proviene’.

‘Tal como soy de pecador, sin otra fianza que tu amor, a tu llamado vengo a ti, Cordero de Dios, heme aquí.

Tal como soy, con mi maldad, tu sangre en la cruz diste por mí, de mi pecado limpio fui, Cordero de Dios, heme aquí’ (nº 249 del himnario nuevo).

Por fin tiene lugar la entrega. Nos damos al Señor y lo tomamos a él a cambio. ¿Cómo? —No sabemos. Nada podemos decir acerca del proceso, excepto que es por la fe.

Sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús (Gálatas 3:26).

Cristo habita por la fe en nuestros corazones (Efesios 3:17). Todo cuanto debemos hacer es entregarnos, someternos plenamente al Señor con el deseo de que sus caminos tomen el lugar de los nuestros, y creyendo que él se da a nosotros de acuerdo con su promesa. Entonces resultamos “enterrados” con él en su muerte, en el bautismo. Eso tiene el significado de abandonar nuestra vida pasada, crucificar el viejo hombre y recibir la vida de Cristo mediante la cual resucitamos a una nueva vida.

Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra, porque habéis muerto y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios (Colosenses 3:1-3).

Por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo (1 Corintios 15:10).

Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado (Romanos 6:6).

En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está corrompido por los deseos engañosos, renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad (Efesios 4:22-24).

De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación (2 Corintios 5:17-18).

¿No expresan acaso esas Escrituras con toda claridad que al venir a ser de Cristo recibimos su vida en lugar de la nuestra?

No es solamente que Cristo dio su vida para comprarnos, sino que esa —su vida— nos la da a nosotros. Nuestra vida está perdida, y estamos virtualmente muertos. Muertos en delitos y pecados, pero él nos da su vida a fin de que podamos realmente poseerla. Por lo tanto, a partir de ahora, será su vida la que enfrentará las tentaciones de Satanás y la que procurará hacer la voluntad de Dios. Pero Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos (Hebreos 13:8); por lo tanto, la vida que se nos da presentará las mismas características que presentaba la vida de Cristo cuando estuvo personalmente en la tierra. Su vida en nosotros ha de ser tan poderosa en lo que haga y en lo que resista, como lo fue cuando él vivió en Judea.

 

¿Cómo podemos vivir esa vida?

—De la misma forma en que la recibimos: por la fe. Lee atentamente, y recuerda los siguientes textos:

Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Colosenses 3:1).

Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él, y sabemos que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. En cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; pero en cuanto vive, para Dios vive. Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro (Romanos 6:8-11).

Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gálatas 2:20).

En él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, ​y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad. ​En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal en la circuncisión de Cristo; ​sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos (Colosenses 2:9-12).

Este es el orden en la nueva vida: habiendo aceptado la vida de Cristo recordamos que la vida futura ha de ser la suya, no la nuestra. Entonces el mismo espíritu de negación del yo que nos permitió aceptar a Cristo debe estar siempre presente en nosotros, lo que nos llevará a permanecer en él. Hemos de orar, no sólo para que él cree en nosotros un corazón limpio, sino para que renueve un espíritu recto en nuestro interior.

 

¿Cómo permaneceremos en él?

—De la misma forma en que lo aceptamos y fuimos resucitados con él: por fe en la operación divina que lo resucitó de los muertos.

Es decir: con un intenso deseo de que su vida se manifieste en nosotros, nos aferramos a ella por la fe en el poder que resucitó a Cristo de los muertos. Sabemos que el mismo poder que resucitó a Jesús de entre los muertos puede darnos vida, ya que es el mismo poder que operó en él para volverlo a la vida. Él “fue entregado por nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25).

Eso es lo que Pablo tenía in mente cuando expresó su deseo de “conocerlo a él y el poder de su resurrección, y participar de sus padecimientos hasta llegar a ser semejante a él en su muerte” (Filipenses 3:10). Eso mismo deseó para nosotros cuando oró:

Que él alumbre los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la acción de su fuerza poderosa. Esta fuerza operó en Cristo, resucitándolo de los muertos y sentándolo a su derecha en los lugares celestiales (Efesios 1:18-20).

No puede haber poder mayor que el necesario para resucitar a los muertos. Es poder creador. Y es ese el poder que se nos da en Cristo. Tal es el poder que reconocemos al aceptar ser enterrados en el bautismo de su muerte y al ser resucitados con él. Cuán cierto es lo que Pedro escribió:

Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia (2 Pedro 1:3).

Y es la manifestación del poder de la vida de Cristo en nuestras vidas la que nos proporciona una esperanza segura de vida eterna con él, ya que el apóstol afirma:

Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su gran misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de los muertos para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarchitable reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo final (1 Pedro 1:3-5).

¿Es necesario dedicar alguna consideración relativa a quiénes son los candidatos adecuados para el bautismo, y cuál es la forma adecuada de realizarlo? Leemos: “El que crea y sea bautizado, será salvo” (Marcos 16:16).

Por consiguiente, solamente aquel que cree es un sujeto apropiado para el bautismo. Eso no significa de forma alguna que únicamente los adultos puedan ser bautizados, pues hay niños muy jóvenes que poseen una fe en Cristo sincera e inteligente. Precisamente son los que tienen canas quienes deben creer como lo hace un niño. Pero se trate de un joven o de un adulto, creer es un requisito necesario para el bautismo.

En cuanto a la forma del bautismo no vemos mayor necesidad de discusión. El bautismo es un entierro. Es un símbolo que expresa la total ocultación del yo en Cristo. Leemos:

 Sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo (Romanos 6:4).

Eso carecería de significado si el bautismo consistiera en la aspersión de agua. La descripción del bautismo como un entierro, una sepultura, debiera ser suficiente al respecto. Esa palabra lo describe adecuadamente. En contraste, la aspersión no lo representa en absoluto. Ahora bien, no hay necesidad alguna de discutir la “forma” del bautismo cuando se trata de un sujeto que no es adecuado para dicha ordenanza. Lo importante es que sienta su necesidad de Cristo. Cuando uno ha llegado al punto en el que está totalmente sometido a la voluntad de Cristo, cuando se entrega totalmente a él, no hay necesidad de una discusión tal. Aceptará gustosamente a Cristo según la forma divinamente dispuesta. Dios quiera que todo el que lea estas líneas pueda conocer, no sólo el hecho, sino el poder de la resurrección de Cristo.

A aquel que es poderoso para guardaros sin caída y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y poder, ahora y por todos los siglos (Judas 24).

 

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