‘Ámate a ti mismo’: el anti-evangelio

Revisión del libro: ‘El poder de la esperanza’

LB, 10 diciembre 2018

 

Hay en el libro una buena exposición de doctrinas básicas, como el sábado o la no inmortalidad del alma, pero entretejidos con ellas hay elementos extraños al evangelio y a la enseñanza bíblica. No están desarrollados ni explicados in extenso, pero están claramente presentes como la mosca que estropea el perfume. Y es lamentable, porque se podría tratar de un excelente perfume sin esa mezcla indeseable de elementos afines a la psicología mundana que son, no ya ajenos, sino antagónicos con la enseñanza bíblica y el carácter de Cristo.

Se lee en la página 9: “Pensamiento positivo sobre sí mismo”: “Sobre todo, no se olvide de resaltar sus valores y habilidades.

¿Fue ese el ejemplo de Jesús? ¿Fue esa su enseñanza? Se cita Lucas 21:15, pero el versículo nada tiene que ver con nuestros propios valores y habilidades, sino más bien con la carencia de ellos, prometiendo ser suplidos por el valor y la habilidad de Dios al acudir en nuestro auxilio. Recuérdese la parábola del fariseo y el publicano: ¿cuál de los dos procuraba “resaltar sus valores y habilidades”? La actitud del publicano ejemplifica la verdadera justificación por la fe, mientras que la del fariseo representa su falsificación.

En la página 15 se habla de la baja autoestima como causa básica de nuestros males.

¿Qué parte de la Escritura presenta esa enseñanza? No hay nada en la Escritura que la apoye. A falta de argumento bíblico alguno, se recurre a la repetición ad nauseam de ese enunciado hasta convertirlo en algo tan obvio, que no requiera reflexión o justificación alguna. Basta con decirlo y repetirlo, y tú, como pollo sin cabeza, has de aceptarlo. Eso no es cristianismo, sino psicología secular. Recuérdese de nuevo al fariseo y el publicano: ¿cuál de los dos NO tenía el “problema” de una autoestima baja?

Los padres de la moderna ciencia llamada psicología partieron de una idea: la ignorancia o el rechazo a Dios, e intentaron demostrar que en uno mismo está la capacidad para sobreponerse a cualquier contratiempo, especialmente al sentimiento de culpa o remordimiento que lógicamente no asociaron a la obra del Espíritu Santo llevando al arrepentimiento. Según esa enseñanza, también está en nosotros el poder para vencer la angustia producida por el temor a la muerte (o su equivalente: la enfermedad o desgracia en general), que en esa filosofía no es la consecuencia del pecado. Sin excepción, los fundadores de la psicología fueron, o bien ateos, o bien espiritistas. Su aportación no puede perfeccionar el cristianismo, sino sólo degradarlo.

Esa misma filosofía atea/espiritista se nos presenta hoy en formas refinadas, en formulaciones atractivas y en sutiles barnices “cristianos”: ‘Tienes mucho valor debido a que Cristo se dio por ti’. Pero eso, en lugar de llevarte a amar a Dios y a los hijos de Dios, curiosamente ha de llevarte a amarte a ti mismo en primer lugar; es decir, la mente de Cristo ha de llevarte a la mente de Satanás... Se introduce la filosofía del espiritismo en la enseñanza divina de la salvación, y a eso se lo considera psicología “cristiana”, pero en realidad es la misma enseñanza de la Nueva Era, y es su mismo “dios” quien la inspira: el “yo”, la venerada autoestima (Ezequiel 28:17).

La gloria del evangelio consiste en tomar al fariseo tal cual había sido Pablo, y transformarlo en un “publicano” que desciende justificado (1 Timoteo 1:15; Filipenses 3:7-8). En contraste, la “gloria” de la psicología consiste en tomar a quien adolece de la autoestima que el psicólogo considera saludable, y convertirlo en un fariseo: alguien que ya descubrió su valor. Leemos respecto a Pablo que, al comprender la naturaleza espiritual de la ley (como el publicano que descendió justificado) “vio el pecado en todo su horror, y su autoestima se desvaneció” (SC 29.3).

La Biblia no fomenta la autoestima ni considera que su déficit sea el problema del hombre. Enseña que el gran problema del hombre es la injusticia, el pecado, especialmente el pecado de la incredulidad a la vista del don de Cristo (Habacuc 2:4). La Escritura presenta de forma consistente al pecado asociado con el orgullo, con la exaltación, con la propia justicia y con al egoísmo; no con una autoestima baja. Amarse a uno mismo no es la gran solución, sino el primer gran problema citado en la siniestra lista de 2 Timoteo 3:2:

En los últimos días vendrán tiempos peligrosos. Habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanidosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos

“Ámate a ti mismo” es lo que Pedro propuso a Jesús una vez que este anunció a los discípulos la pasión y muerte que le aguardaban:

Ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca (Mateo 16:22).

El Señor desveló en su respuesta a quién corresponde la paternidad de ese concepto:

Quítate de delante de mí, Satanás.

Cristo enunció entonces de forma inmediata el principio en el que se basa el cristianismo, que es antagónico al que el mundo reconoce y exalta:

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.

Niéguese a sí mismo” es lo opuesto a amarse a uno mismo: eso que Pedro estaba proponiendo, no informado esta vez por el Padre celestial sino por “la carne y la sangre” (v. 17).

La cruz de Cristo no es una exhibición de autoestima. Si él se hubiera amado a sí mismo no habría venido a este oscuro mundo. Y si nosotros tuviéramos un verdadero concepto de la grandeza de Dios no cederíamos al clamor por autoestima surgido de nuestra naturaleza enferma.

Un concepto claro de lo que Dios es, y lo que requiere que seamos, nos dará una opinión humilde de nosotros mismos (5TI 23.3).

Eso se aplica al ángel de Laodicea, quien no se olvida de “resaltar sus valores y habilidades”:

Tú dices: Yo soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad (Apocalipsis 3:17).

El Testigo Fiel y Verdadero revela su auténtica situación, que no es menos que patética, y lo hace sin miramiento alguno respecto a lesionar su autoestima (que es el problema real que le aflige):

No sabes que eres desventurado, miserable, pobre, ciego, y estás desnudo (Id.).

El Testigo fiel no sólo hace ver al ángel de la iglesia de Laodicea su estado desgraciado, miserable, pobre, ciego y desnudo, sino que además le dice que es ignorante y falto de percepción espiritual: “No sabes”.

La literatura de Ellen White contiene más de 340 veces la palabra self-esteem, que tiene una traducción directa al español: autoestima. Se la debe distinguir de self-respectrespeto propio— al que da un sentido positivo. Una lectura de cada mención de esa palabra (self-esteem) en su contexto, revela que la autoestima aparece de forma consistente en el Espíritu de Profecía asociada al orgullo y a la justicia propia. Se la describe como algo que el cristiano debe desechar si no quiere verse privado de la vida eterna. Lo mismo que sucede con sus compañeros: el orgullo y la propia justicia, nunca deja la impresión de que haya una cantidad adecuada de autoestima, o que exista algo así como una autoestima saludable.

¿Qué sentido tiene que publiquemos libros como el titulado: ‘DESCUBRE TU VALOR; LA IMPORTANCIA DE LA AUTOESTIMA Y CÓMO DESARROLLARLA’? No sorprende que su autor sea también uno de los coautores de ‘El poder de la esperanza’.

Es una tragedia que esos elementos se hayan incorporado a nuestros esfuerzos misioneros. Debiera hacernos reflexionar lo que el Señor dijo a sus contemporáneos, quienes eran muy misioneros (más bien misionales):

Recorréis el mar y la tierra para hacer un prosélito, y cuando llega a serlo, lo hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros (Mateo 23:15).

Al recomendar o distribuir literatura hemos de asegurarnos de que podemos respaldar en conciencia su contenido. Dios nos ha dado la Biblia y el Espíritu de profecía, así como la facultad de discernir; por ellos habremos de responder personalmente ante él. Una condición sine qua non en todo esfuerzo misionero es asegurarnos de que el receptor del material aportado escuche —lea— exclusivamente la voz del Buen Pastor, sin que concurra de forma alguna la del dragón.

En la página 66 del libro se lee: “Esto ayuda en el proceso de perdonarse a sí mismo.

¿En qué parte de la Biblia aparece ese concepto de perdonarse a uno mismo? Esa idea atribuye insuficiencia al poder de Cristo para perdonar.

Perdonarse a uno mismo es lo que hacía el orgulloso fariseo, ya que, como señaló Ellen White, “el perdón y la justificación son una y la misma cosa” (FO 107.2). El fariseo se justificaba a sí mismo, se perdonaba a sí mismo. Se espera que aceptemos el perdón de Cristo como siendo perfectamente suficiente, y no que nos perdonemos —justifiquemos— a nosotros mismos; de la misma forma en que se espera que amemos a Dios y a nuestro prójimo; no que nos amemos a nosotros mismos: ese tercer mandamiento que no está en la Biblia, y del que Jesús nada dijo en Mateo 22:38-40:

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Este es el grande y el primer mandamiento. Y el segundo es semejante a este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas.

“Perdonarse a sí mismo” es una variación de “amarse a sí mismo”. Pretender que antes de poder amar a otros hemos de amarnos a nosotros mismos es como afirmar que antes de ser dadivosos hemos de ser egoístas. Amarse a sí mismo no fue la preparación de Cristo necesaria para amarnos hasta el punto de dar su vida por nosotros. En Filipenses cinco leemos que “se vació de sí mismo”. Esa fue su “mente”, antes y después de la encarnación.

¿Están justificados quienes encuentran un tercer mandamiento (ámate a ti mismo), allí donde Jesús sólo especificó “dos”: el “primero” y el “segundo”?

Analicémoslo en un ejemplo práctico presentado por el propio Jesús. En cierta ocasión dijo a un joven rico:

Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mateo 19:17).

Se trataba de una cuestión de vida o muerte (eterna). Ante el cuestionamiento del joven, Jesús especificó más, y entre otras cosas, le dijo:

Amarás a tu prójimo como a ti mismo (vers. 19).

Es lo mismo que leemos en Mateo 22:39. Puesto que ese parece ser el agarradero de quienes defienden ese tercer mandamiento de amarse a uno mismo como precondición para poder amar a los demás, observemos cuál es el desarrollo de la conversación y determinemos si Jesús le estaba pidiendo al joven que se amara a sí mismo, o bien si le estaba pidiendo lo contrario: que se negara a sí mismo:

Vende lo que tienes y dalo a los pobres (vers. 21).

¿Se parece eso a “ámate a ti mismo”, o se parece más bien a “niégate a ti mismo”? Así lo expresó Marcos (10:21):

Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz.

No podemos seguir a Cristo, no podemos amar a Dios ni al prójimo sin tomar la cruz, que es lo contrario a amarnos a nosotros mismos. La abnegación, negarse a uno mismo, es consustancial al amor. En el comentario inspirado de Ellen White referido a ese episodio de Jesús y el joven rico, leemos:

El que se ama a sí mismo es un transgresor de la ley (PVGM 323.4).

¿Por qué diría Jesús “como a ti mismo”? Para comprenderlo hay que observar a quién lo dijo:

(a) a los fariseos (Mateo 22:34).

(b) al joven rico.

Ambos se creían justos. En ambos casos, lo más parecido que conocían al AMOR, era el que sentían hacia sí mismos. Es lamentable que de ahí se pueda extraer la idea de que amarse a uno mismo sea el ideal, la premisa básica para el cristiano.

Jesús adaptó sus lecciones a la madurez de su auditorio, que en ambos casos era manifiestamente deficiente. Ni los fariseos ni el joven rico comprendían adecuadamente la gracia en la dádiva de Cristo. Entendían la salvación en términos de obedecer, y creían que eran obedientes; en consecuencia, no creían necesitar un Salvador (quizá sí un “maestro bueno”). Eran odres viejos en los que Jesús no podía verter el vino nuevo.

Hay un tercer caso, si bien separado en el tiempo:

(c) Israel al pie del Sinaí.

Cuando Dios dio ese mandamiento a Israel en el Sinaí (“amarás a tu prójimo como a ti mismo”), la mentalidad del pueblo de Dios estaba en esa misma condición que la del joven rico o la de los fariseos de los días de Jesús: ajena a la gracia. Así se resume su comprensión del “evangelio”:

Todo el pueblo respondió a una diciendo: —Haremos todo lo que Jehová ha dicho (Éxodo 19:8).

No creían necesitar a Cristo, a un Salvador; no creían necesitar perdón ni misericordia: todo el asunto consistía en obedecer, y se consideraban capacitados para hacer tal cosa. Desconocedores del amor (ágape), Dios no podía proponerles otro modelo más elevado que su propio amor humano: el tipo de amor con el que de forma natural se amaban a sí mismos, el tipo de “amor” más constante que conoce el ser humano en su estado natural.

A algunos puede parecerles extraño que Dios tuviera que descender hasta el nivel en el que por entonces se encontraba su pueblo, y les parece casi irreverente el pensamiento de que Dios pudiera darles ordenanzas que posteriormente debieran quedar caducas. Quizá ayude recordar que Dios, en el mismo Sinaí, también les dio la ordenanza: “Ojo por ojo y diente por diente”. Leemos en Ezequiel 20:24-25:

Desecharon mis estatutos, profanaron mis sábados y tras los ídolos de sus padres se les fueron los ojos. Por eso yo también les di estatutos que no eran buenos y decretos por los cuales no podrían vivir.

Debido a la incredulidad humana, Dios se ha visto obligado a implementar un “plan B” en innumerables ocasiones. ¿Elegiremos permanecer indefinidamente en la tiniebla espiritual que hace necesaria tal medida?

Para quienes conocen a Jesús como a su Salvador, él tiene un mandamiento “nuevo”. ¿En qué sentido es nuevo?

        Amar a Dios sobre todas las cosas no es nuevo (Deuteronomio 6:5).

        Amar al prójimo como a uno mismo tampoco es nuevo (Levítico 19:18).

Lo que es nuevo, es cómo se espera que amemos quienes pretendemos estar en una situación menos lamentable que la de los fariseos, el joven rico o Israel al pie del Sinaí; cómo se espera que amemos los que hemos conocido algo del inmenso amor y misericordia que trajo a Cristo a este oscuro mundo y a la cruz para salvarnos:

Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros como yo os he amado (Juan 13:34).

COMO YO OS HE AMADO”: ese es el ideal cristiano. Ese es el “plan A”. Eso fue nuevo para los contemporáneos de Jesús, y lo es para no pocos entre nosotros.

Jesús no nos amó como a sí mismo, sino más que a sí mismo. Su amor por nosotros fue más fuerte que la muerte. Y el amor de Jesús no se dirigió hacia sí mismo. Si tal hubiera sido el caso habría permanecido en el cielo, en “lo alto”, allí donde Lucifer quería ascender, y la humanidad estaría perdida. Jesús hizo lo contrario:

Por nosotros corrió el riesgo de fracasar y de perderse eternamente (DTG 105.2).

Quien es capaz de vislumbrar las dimensiones de un amor como ese, no dudará en tomar de buen ánimo su cruz —en negarse a sí mismo—, y embargado por un amor tal, no sentirá un vacío en necesidad de ser llenado por el amor de sí mismo, de igual forma en que no estará ávido del amor o reconocimiento de los demás. Amar a Dios y amar a los hijos de Dios será su serena y alegre experiencia. Su yo se perderá en Cristo.

El Getsemaní y el Calvario curan la enfermedad de la autoestima —alta o baja—, al curar la miseria y la desgracia de centrarse en uno mismo:

Hablad de Jesús; piérdase el yo en Jesús. Hay demasiado bullicio y agitación en nuestra religión, mientras que se olvidan el Calvario y la cruz (5T 133.1).

En contraste, quien no ha conocido ese amor de Cristo, no puede ser su discípulo:

Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo … Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo (Lucas 14:26-27 y 33).

El evangelio de la gracia sobreabundante de Cristo, tal como el Señor nos lo dio en la claridad del mensaje de 1888, pone de relieve la inmensa dádiva de ese perfecto amor divino que echa fuera el temor: el temor a la muerte ligado a la culpa que conlleva nuestro pecado personal, y el temor a la degradación debida al pecado del mundo.

El Espíritu Santo nos lleva al arrepentimiento de dos formas que actúan combinadas:

(a) mediante la revelación de esa “bondad de Dios que lleva al arrepentimiento” (Romanos 2:4), y

(b) mediante el malestar de una conciencia avivada por el sentimiento de culpa e indignidad al reconocer el pecado (Juan 16:8).

De esa forma, el Espíritu Santo es el Consolador al mismo tiempo que nos convence de pecado. Y eso sucede necesariamente en una atmósfera concreta, que está en las antípodas de la autoestima:

·       Bienaventurados los pobres en espíritu.

·       Bienaventurados los que lloran.

·       Bienaventurados los mansos.

·       Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.

Esa fue la vivencia del publicano, quien estaba a años luz de la autoestima del fariseo. La promesa hecha a los que tienen la actitud del publicano, es:

·       De ellos es el reino de los cielos.

·       Recibirán consolación.

·       Recibirán la tierra por heredad.

·       Serán saciados.

¿Es posible que quien cree y atesora tales promesas sienta la necesidad de añadirles ese elemento disonante de amarse a sí mismo?

El falso evangelio minimiza esa gran dádiva del amor, al desviar el foco de Dios para centrarlo en el ser humano. Cuando intenta remediar el sentimiento de culpa mediante el fomento de la autoestima, lo que está realmente haciendo es resistir la obra del Espíritu Santo.

Si hubiéramos aceptado el evangelio en su pureza tal como el Señor nos lo envió mediante los pastores Jones y Waggoner en 1888 y la década que siguió, hoy no estaríamos siendo tentados a solucionar el problema espiritual humano recurriendo al gran “remedio” secular y profano de fomentar la autoestima: ese recurso que surge de la psicología, ciencia que floreció en compañía del comunismo, evolución, ateísmo y espiritismo, en un momento en que la humanidad dio de una forma especial la espalda a Dios y puso el foco en el hombre —en uno mismo— para solucionar sin Dios la angustia vital del ser humano. Es como si el problema del pecado lo pudiera solucionar un medicamento o el consejo de un psicológo, cuando la solución real no consiste en buenas medicinas o consejos, sino en buenas nuevas de la salvación en Cristo.

De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no tenga ya más necesidad de recurrir a la falsificación inventada por el curandero padre de mentira, que consiste en amarse a uno mismo. Cuando el Espíritu nos trae el amor de Dios somos liberados del temor y de la miserable esclavitud al yo, quedando libres para amar a Dios sobre todas las cosas y para amar a los demás tal como Cristo nos amó; y él nos amó y ama con un amor incondicional que no depende del valor intrínseco del objeto amado, sino de quien da ese amor.

El amor de Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado (Romanos 5:5).

 

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