¿Debiera ceder el adventismo
a la herejía agustiniana del pecado original?

Ralf Larson: The Word was made flesh, Apéndice C

 

Puesto que se está procurando que la doctrina agustiniana del pecado original se incorpore a la teología de la Iglesia adventista del séptimo día, se impone que quienes comparten la preocupación por la pureza de la fe adventista la examinen con detenimiento.

La introducción de dicha doctrina del pecado original exigiría cambios mayores en nuestra teología, debido a que la naturaleza de Dios, la naturaleza del Cristo encarnado y la naturaleza del hombre, así como la naturaleza de la propia salvación resultan afectadas por esa doctrina agustiniana.

Obligaría a cambiar de forma significativa la doctrina central de la justificación por la fe. Será fácil apreciar la estrecha relación que hay entre el concepto del pecado original y la doctrina de la justificación por la fe, planteando dos preguntas a los defensores de la llamada “nueva teología”:

1- ¿Por qué crees que es imposible que el cristiano deje de pecar, incluso bajo el poder de Cristo?

2- ¿Por qué crees que el Cristo encarnado tuvo que tomar la naturaleza de Adán tal cual era antes de la caída, y no una naturaleza como la nuestra?

Obtendrás la misma respuesta para ambas preguntas:

Debido al pecado original. Puesto que la corrupción del pecado original permanece en todos los creyentes hasta su muerte, es imposible que dejen de pecar, ni siquiera bajo el poder de Cristo. Y puesto que la culpabilidad heredada del pecado original habría descalificado a Cristo para ser el Salvador del mundo, debió ser protegido del pecado original tomando sobre sí la naturaleza que poseía Adán antes de la caída en el pecado’.

Por lo tanto, en la discusión actual, el problema fundamental no es realmente la doctrina de la justificación por la fe, sino la del pecado original. La doctrina del pecado original debiera ser examinada con rigor en su contexto histórico antes de intentar incorporarla a la teología de la Iglesia adventista. En los tratados de teología sistemática se pueden encontrar resúmenes de los debates habidos al propósito; por ejemplo, los ofrecidos por Berkhof, Shedd y Strong 1. El que sigue es un listado parcial de exposiciones más amplias del tema:

The Doctrine of Sin, R.S. Moxon; George H. Doran Co.; New York, 1922: Exposición clara y sencilla de los planteamientos de los principales oponentes, desde los días de Agustín hasta el presente.

The Ideas of the Fall and of Original Sin, N.P. Williams; Logman’s, New York, 1927: Similar al anterior, pero exponiendo en mayor detalle las diversas opiniones.

Original Sin, Henri Rondet; Alba House, New York, 1972: El mismo tema, visto desde la perspectiva de un autor católico.

A Guide to the Thought of St. Augustine, Eugene Portalie; Henry Regnery Co., Chicago, 1960: Un abordaje marcadamente interpretativo, por parte de un autor jesuita.

Changing Conceptions of Original Sin, H. Shelton Smith; Scribners, New Yok, 1960: Una discusión pormenorizada de los debates sobre el pecado original habidos entre teólogos del continente americano.

Las citadas fuentes proveerán al estudiante información general acerca del debate y posiciones de los diversos teólogos católicos y protestantes que han investigado durante siglos la doctrina agustiniana del pecado original.

Aurelio Agustín (354-450) nació en Tagaste, en África del norte. Fue hijo de padre pagano y madre cristiana. Era un estudiante brillante que destacó en filosofía y retórica, ejerciendo finalmente como profesor de retórica en Tagaste, Cartago, Roma y Milán. Bajo la influencia de Ambrosio de Milán se hizo cristiano, más tarde sacerdote, y por último obispo de Hipona —norte de África—. Su dominio de la filosofía y de la retórica lo consagraron como el gigante dialéctico entre los padres de la iglesia 2.

Le apasionaba la naturaleza. Cuando era estudiante en Cartago se entregó con entusiasmo a la práctica de los vicios paganos que allí abundaban. “Me avergonzaba por no tener vergüenza”, escribió más tarde en referencia a aquellos años3. Vivió con una concubina de la que tuvo dos hijos. Convivió con ella quince años, abandonándola después cuando comenzó su acercamiento a la iglesia4. No obstante, incapaz de controlar sus impulsos, tomó una segunda concubina con la que convivió durante los dos años en que seguía las predicaciones de Ambrosio de Milán5. Finalmente, convencido de que era su deber cristiano, abandonó también esta segunda concubina y se sometió de por vida a las tensiones y frustraciones del celibato sacerdotal.

En vista de lo anterior no es sorprendente el temprano anuncio que hizo al mundo a propósito de su profundo descubrimiento teológico: el de que en el hombre existe una maldad imposible de erradicar, de tal forma que vivir sin pecado es una imposibilidad absoluta, incluso bajo el poder de Cristo, y que esa maldad inerradicable consiste en... ¿lo puedes adivinar?: la pasión, concupiscencia o deseo sexual. Posteriormente amplió el concepto, incluyendo en él la mayor parte del resto de problemas espirituales del hombre, si bien la pasión sexual ocupó siempre un lugar central.

Agustín parece obsesionado con los estragos que la sexualidad desenfrenada produce en los seres humanos 6

El peor rasgo del agustinianismo es su indebida y continua atención a la esfera del sexo 7.

Llegó al convencimiento de que todo deseo sexual es pecaminoso, incluso en el ámbito del matrimonio; y que el ideal, tanto para casados como para solteros, es la abstinencia total de la expresión sexual. Enseñó que el acto mismo de procrear es necesariamente pecaminoso.

Puesto que su nueva convicción exigía que la esperanza de salvación para el hombre superara de alguna manera el obstáculo de un carácter incapaz de ser librado del pecado, se vio en la necesidad de establecer cierto terreno para la esperanza. Descubrió por fin lo que buscaba en la idea de la predestinación: los “decretos soberanos”,8 o voluntad irresistible de Dios. Si Dios había decretado de antemano tu salvación de forma irresistible desde antes que el mundo existiera, entonces no tenías necesidad alguna de preocuparte por defectos en tu carácter. Serías salvo en cualquier caso mediante la gracia de la justificación, simplemente porque Dios te había predestinado a estar entre los elegidos. Nada de lo que pudieras hacer o dejar de hacer afectaría al resultado final. Tu salvación estaba asegurada al margen de tu vida y carácter. En ese esquema teológico altamente artificial, Agustín encontró alivio para su espíritu atormentado.

En este punto no podemos por menos que preguntarnos cuánto podría haberse evitado el mundo en términos de inacabable debate teológico, si esa personalidad tan intensamente pasional y desesperadamente frustrada hubiera comprendido que la voluntad de Dios para él era que tuviera una esposa, un hogar y una familia, de forma que sus sentimientos naturales hubieran encontrado el cauce apropiado para expresarse. Pero desafortunadamente para el mundo, Agustín creyó que la voluntad de Dios para él era el celibato sacerdotal, y las consecuencias de ese compromiso con una vida para la cual evidentemente no estaba dotado mediante el don de la continencia, habrían de quedar registradas pesadamente en las páginas de la historia de la iglesia por ser él, sin lugar a dudas, el dialéctico más influyente de su tiempo.

Ninguna de esas dos doctrinas gemelas: la predestinación y el pecado original, fueron totalmente originales de Agustín. Los autores católicos tienen mayor tendencia que los protestantes a ver el “germen” de esas ideas en los escritos de los tempranos padres de la iglesia, pero hay un consenso general en que Agustín fue el primero en exponer esas doctrinas y sus implicaciones de forma sistemática9, incluyendo los siguientes puntos:     

1.     Dios imputa la culpabilidad por el pecado de Adán a todo ser humano que nace en esta tierra, además de la debilidad moral que hereda.

2.     La culpabilidad del pecado original se extingue con el bautismo, pero la debilidad moral continúa toda la vida.

3.     Debido a esa debilidad moral continuada del pecado original, no es posible para los cristianos dejar de pecar ni siquiera bajo el poder de Cristo.

4.     Puesto que Dios imputa la culpabilidad de Adán a todos los niños, y dicha culpabilidad sólo cesa en el bautismo, se deduce que todos los niños que mueren antes de ser bautizados se pierden y resultan condenados a la tortura de un infierno sin fin. Ese dogma horripilante representaba un problema, incluso para su propio expositor. Por un tiempo Agustín intentó amortiguar su chocante impacto, sugiriendo que el castigo de los niños pudiera ser menos severo que el de los adultos. Apeló de forma desesperada —aunque infructuosa— a Jerónimo para que le ayudase a solucionar el dilema. Finalmente retomó con determinación fanática las consecuencias lógicas de sus presuposiciones teológicas: que los niños privados del bautismo experimentarían plenamente el fuego torturador del infierno por toda la eternidad10.

5.     Debido a que la culpabilidad del pecado original cesa solamente con el bautismo, es evidente que se pierden todos los paganos que no fueron bautizados, quedando condenados al fuego eterno.

6.     En evidente contradicción consigo mismo, Agustín sostuvo que la voluntad soberana de Dios, expresada en sus decretos de predestinación, es totalmente irresistible para la voluntad humana; a pesar de lo cual la voluntad humana permanece totalmente libre. Como señaló Williams, lo que pretendía Agustín es huir con la liebre y al mismo tiempo cazar con el lebrel11.

Agustín no tardó en afrontar el desafío de Pelagio, un monje de Gran Bretaña que se había trasladado a Roma, y que desde el punto de vista temperamental era el polo opuesto a Agustín. Para él la vida cristiana era aparentemente fácil, y le desconcertaba la necesidad apremiante de Agustín por encontrar un acomodo para el pecado, cosa que a Pelagio no le parecía ni necesario ni bíblico. Desafortunadamente, Pelagio sobre-reaccionó, llegando al extremo de afirmar que ni la culpabilidad ni la debilidad afectaban a los descendientes de Adán12. Según él, todo bebé que nace en esta tierra tiene un comienzo como el de Adán. (No obstante, es preciso que el estudiante recuerde que disponemos de muy poco material procedente de la propia pluma de Pelagio. La mayor parte de lo que conocemos acerca de sus posicionamientos lo obtenemos a partir de las respuestas con las que le desafiaron sus oponentes, lo que constituye una metodología menos que ideal para analizar su posición).

Los términos de la contienda estaban pues definidos, de forma que en las edades sucesivas hubo una tendencia a identificar todas las posiciones sobre el tema en términos de su relación con las posturas tempranas de Agustín, de una parte, o de Pelagio de la otra, etiquetándolas de agustinianas, pelagianas, semi-agustinianas o semi-pelagianas.

Para efectos de clasificación, los historiadores se han referido generalmente a la posición de la iglesia en Oriente como pelagiana, a la posición de la iglesia medieval de Occidente como semi-pelagiana, y a la de las iglesias de la Reforma de Calvino y Lutero como genuinamente agustinianas.

En la iglesia de Occidente se ha venido dando un retroceso gradual de las posiciones extremas de Agustín, que han sido modificadas hasta cierto punto por Juan Casiano de Galia (360-395), Pedro Abelardo (1079-1142), Tomás de Aquino (1224-1274), Duns Scotas (1266-1308) y finalmente por el importantísimo concilio de Trento (1545-1563).

En el concilio de Trento se adoptaron definidamente —y en afirmaciones exactas— posiciones semi-pelagianas, que estuvieron en plena vigencia hasta la Reforma, momento en que los protestantes revivieron la antropología agustiniana y reinstalaron el agustinianismo en las iglesias de Occidente 13.

Esas posiciones “semi-pelagianas” consistieron en cambios tendentes a enfatizar el libre albedrío del hombre y a matizar las torturas de los niños, y en una tendencia a definir el pecado original más en términos de debilidad que de culpabilidad.

En general se acepta que Calvino y Lutero elevaron las doctrinas de Agustín a un nivel muy por encima del que caracterizó la teología católica del tiempo de la Reforma.

Calvino fue básicamente agustiniano14.

Hablando en términos generales, los reformadores estaban de acuerdo con Agustín15.

Los reformadores se sustentan en la teoría de Agustín16.

…su parte reformada (de influencia agustiniana), se yergue súbitamente como la silueta del Cervino17.

Pero el gran énfasis de los reformadores en las posiciones extremas de Agustín desencadenó una reacción entre los protestantes, tal como había sucedido anteriormente con los católicos. Zuinglio, en Suiza (1484-1531), rehusó apoyar la doctrina agustiniana de la predestinación, y definió la doctrina del pecado original en términos de debilidad, más bien que de culpa. Arminio, en Holanda (1560-1609), siguió el ejemplo de Zuinglio, como también el gran Juan Wesley en Inglaterra (1703-1769). Hasta 1750, los inflexibles Puritanos de Nueva Inglaterra se adhirieron a posiciones estrictamente calvinistas (agustinianas) respecto a la culpabilidad heredada del pecado original, pero reacciones en contra abocaron a una controversia que se extendió por años en el seno de las iglesias Congregacionalistas calvinistas, reformadas y presbiterianas de América18.

Así, durante los siglos transcurridos desde que Agustín formuló su doctrina, se ha venido produciendo una cantidad ingente de literatura que da testimonio de las posturas enfrentadas de defensores y opositores. Sin duda ha sido uno de los asuntos más debatidos en la historia de la cristiandad. Al estudiante le resultará instructivo dedicar tiempo a examinar este material.

Es posible hacer ciertas observaciones generales. En primer lugar, debido a la escasa evidencia en la Escritura relativa al pecado original, los argumentos tienden a ser filosóficos más bien que bíblicos, consistiendo en página tras página de razonamientos humanos desesperadamente elaborados, que hacen tediosa su lectura. En segundo lugar, esa literatura está presidida por la conciencia de grandes dificultades, y en su mayor parte está enfocada a elaborar explicaciones para defender el carácter de Dios ante las ineludibles implicaciones de injusticia y crueldad. Es evidente que esas explicaciones pusieron a prueba el ingenio de sus autores.

En tercer lugar, la insatisfacción de cada grupo de proponentes con los argumentos presentados por otros seguidores de Agustín recordará con toda probabilidad al adventista del séptimo día la confusión reinante entre los defensores de la adoración dominical. Algunos de los argumentos presentados son simplemente inverosímiles, y hablan con elocuencia del posicionamiento desesperado de sus autores.

Los problemas a los que se enfrentan los que procuran sostener la posición de Agustín son ciertamente formidables: ¿Cómo pueden estar implicados los hombres en el delito cometido por un ser humano que vivió miles de años antes que ellos nacieran? ¿Cómo puede un Dios justo imputar la culpabilidad de un adulto a un niño inocente? ¿Cómo puede un Dios justo condenar a un niño a las agonías de estar quemándose por la eternidad sin fin? Y si el hombre adquiere la culpabilidad por el simple hecho de nacer en la raza humana, ¿cómo afecta dicha culpabilidad a Jesús en su nacimiento?

En relación con nuestra implicación en el pecado de Adán, sus defensores han argumentado que todos estábamos en el cuerpo de Adán cuando este pecó. Los que están en contra replican que de ser así heredaríamos igualmente todos los pecados de nuestros antecesores —no sólo los de Adán—, puesto que estábamos igualmente en sus cuerpos cuando ellos pecaron.

Los que están a favor, han argumentado que Adán tenía un pacto con Dios que nos incluía a nosotros, y que él lo quebrantó, implicándonos así a nosotros. Los que están en contra han respondido que la Escritura nada dice de un pacto como ese, y que no puede haber un pacto en ausencia de un acuerdo en el que nosotros ni entramos, ni autorizamos a Adán a negociarlo en nuestro nombre.

Los que están a favor han argumentado que Adán nos representaba como cabeza o soberano. A eso han replicado quienes están en contra, que los súbditos de un soberano no son culpables de los crímenes personales de este, y que en todo caso Adán dejó de ser el representante mucho antes de que naciéramos.

Quienes están a favor, incluyendo a algunos en nuestra Iglesia, están argumentando que nacemos en un estado o condición (pendiente de definir hasta el presente) que propicia el que recibamos el equivalente a la culpabilidad, aunque sin heredarla realmente. Una declaración sistemática de esa postura sería:

Debido al pecado de Adán, todos los hombres nacen (no heredan) en un estado o condición (no definida) que les hace caer bajo el juicio de condenación de Dios (sin implicar culpabilidad)’.

A esa “maravillosa” propuesta sólo puedo responder que la disposición a huir con la liebre y al mismo tiempo a cazar con el lebrel no es exclusiva de Agustín. Nacer en un estado o condición, es heredarlo; y lo que sitúa a uno bajo el juicio de condenación de Dios es la culpabilidad, juegos de palabras aparte.

En respuesta a las muchas protestas horrorizadas por la acusación blasfema contra Dios implícita en la doctrina del pecado original, se ha hecho la réplica patética de que lo que es injusto para el hombre puede ser justo para Dios, de forma que no debiéramos esperar que Dios se sujete a principios de justicia tal como los concibe el hombre. Pero ¿acaso no nos ha invitado Dios a que evaluemos su justicia?19 Tanto Calvino como Lutero se refugiaron en la idea de que no corresponde a los seres creados hacerse pregunta alguna relativa a la justicia de su Creador.

A fin de proteger a Cristo —el Hijo de María— de la contaminación del pecado original, se han elaborado dos teorías ingeniosas. Los teólogos católicos proclamaron la doctrina de la inmaculada concepción, que evoca un milagro especial mediante el cual María nació libre del pecado original, de forma que tampoco se lo pasó a Cristo. Los protestantes, para no quedarse atrás, inventaron una variedad ligeramente distinta de la doctrina de la inmaculada concepción de María, consistente en otro milagro mediante el cual Cristo pudo nacer de María no heredando la naturaleza humana de ella, sino la que tenía Adán antes del pecado.

Los objetores han señalado que ambas invenciones son extra-bíblicas, puesto que la Escritura nada sabe acerca de esos dos milagros, y ambos destruyen de forma efectiva la humanidad de Cristo, que es nuestra esperanza de salvación. Esa fue la principal razón por la que nuestros pioneros rechazaron con firmeza la doctrina de que Cristo viniera a esta tierra en la naturaleza del Adán no caído. Seguir a Wesley, Arminio y Zuinglio  —en lugar de seguir a Calvino, Lutero y Agustín— nos ahorró participar en esa enorme controversia.

Nuestros pioneros comprobaron que las escrituras aportadas en apoyo a la doctrina del pecado original no resisten la investigación. La primera “evidencia” era Romanos 5:12:

Así como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y la muerte así pasó a todos los hombres

Obsérvese que nos encontramos ante una declaración de hecho sin mayor explicación. La explicación llega en la siguiente cláusula:

pues que todos pecaron.

El texto NO dice: ‘porque todos han heredado la culpabilidad de Adán’. Dice: ‘porque todos pecaron’; por lo tanto, tienen culpabilidad propia y no necesitan tomarla prestada de Adán.

Considérese también 1 Corintios 15:22:

Así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados.

Los que proponen la doctrina del pecado original no tienen más remedio que romper el paralelismo natural entre la expresión ‘en Adán’ y ‘en Cristo’, dándoles un significado heterogéneo. Entienden ‘en Adán’ como una relación orgánica en su naturaleza, que el hombre posee por necesidad, y respecto a la cual no tiene elección alguna. Pero la expresión ‘en Cristo’, en lugar de darle un significado similar, tal como el paralelismo requiere, han de entenderla de una forma totalmente diferente. Todos sabemos que no estamos ‘en Cristo’ mediante una relación orgánica, al margen de una decisión o elección por nuestra parte. Estamos ‘en Cristo’ cuando elegimos deliberadamente seguirlo y hacerlo nuestro director, modelo y guía. Eso es lo que ‘en Cristo’ ha de significar.

Tomar dos expresiones que el autor relaciona en un texto construido mediante el paralelismo, y darles sentidos dispares, no puede ser sino tergiversar las Escrituras. La intención del autor es respetada cuando se hace una lectura consistente de ambas expresiones. ‘En Cristo’ significa seguir e imitar a Cristo. ‘En Adán’ significa seguir e imitar a Adán. No hay razón para suponer que ‘en Adán’ implique una relación natural no escogida, mientras que ‘en Cristo’ signifique lo opuesto.

Por último, consideremos el Salmo 51:5:

En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre.      

Agustín empleó ese texto como prueba de que el propio acto de procrear es pecaminoso, pero Pablo escribió en Hebreos 13:4:

Honroso es en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla.

Al tomar el Salmo 51:5 como una afirmación del pecado original, se le hace contradecir las palabras de David en el Salmo 71:5-6:

Porque tú, oh Señor Jehová, eres mi esperanza: Seguridad mía desde mi juventud. Por ti he sido sustentado desde el vientre: De las entrañas de mi madre tú fuiste el que me sacaste: De ti será siempre mi alabanza.

 

 

Estudio exegético del Salmo 51:5

 

He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre.

 

Preguntas

Respuestas según exégesis (examinar el significado del texto)

Respuestas según eiségesis (presuponerle un significado al texto)

1.   ¿Quién habla?

1.   David

1.   Todos los hombres

2.   ¿Acerca de quién habla?

2.   De su madre y de él mismo

2.   De todas las madres y de todos los hombres

3.   ¿A qué hecho se refiere?

3.   A cuando él fue concebido

3.   A cuando todo hombre es concebido

4.   ¿Qué dice sobre el hecho?

4.   Fue concebido en pecado

4.   Siempre se concibe en pecado

5.   ¿Quién pecó?

5.   Su madre

5.   Todas las madres

6.   ¿De qué pecado se trató?

6.   No se nos dice

6.   El pecado y la culpa original

7.   ¿Qué posibilidades hay?

7.   Adulterio, concubinato, una madre malvada, la condición de la raza

7.   El pecado y la culpa original

8.   ¿Quién fue su madre?

8.   No se nos dice

8.   La esposa de Isaí

9.   ¿Era la esposa legítima de Isaí?

9.   No se nos dice

9.   Sí, lo era

10. ¿Era una concubina?

10. No se nos dice

10. No, no lo era

11. ¿Era adúltera?

11. No se nos dice

11. No, no lo era

12. ¿Era legítima su unión con Isaí?

12. No se nos dice

12. Sí, lo era

13. ¿Qué podemos deducir?

13. Es posible cualquiera de las enumeradas en el nº 7

13. Eso prueba la doctrina del pecado y la culpa original

14. ¿Cómo se comparan exégesis y eiségesis?

14. Cada una de las afirmaciones es un hecho

14. Cada una de las afirmaciones es una suposición

 

 

Por consiguiente, la conclusión de que el Salmo 51:5 prueba la doctrina del pecado original está basada en 13 suposiciones, pero ni siquiera en un solo hecho.

 

Y en todo caso, como ya se ha señalado, si es que David estaba refiriéndose a un pecado particular, era el de su madre y no el suyo propio. Por lo tanto, parece lógico que veamos ese texto como una forma poética de expresar la afirmación de Pablo a propósito de que todos han pecado. De ese modo no forzamos una escritura a contradecirse con otras.

Quienes han estudiado hebreo se preguntarán el significado de “en pecado” en el texto original y en diversos léxicos. La preposición “en” se ha traducido a partir de un prefijo hebreo consistente en una letra y un subíndice. Ese prefijo expresaba una gran variedad de formas prepositivas. Su significado puede ser “en”, “sobre”, “entre”, o incluso “sin”, dependiendo del contexto. Algunos léxicos enumeran hasta ocho traducciones de la palabra (o prefijo). Es evidente que dicha palabra provee un fundamento menos que adecuado sobre el que edificar una doctrina teológica mayor, como es la del pecado original.

En los escritos de Ellen White no he podido encontrar ni un solo uso de la expresión “pecado original” que se refiera a culpa o debilidad que se nos impute debido al pecado de Adán; no obstante, hay clara evidencia de que estaba familiarizada con el concepto y los usos que de él se hacían:

Hay muchos que en su corazón murmuran contra Dios. Dicen: “Hemos heredado la naturaleza caída de Adán, y no somos responsables por nuestras imperfecciones naturales”. Ven falta en los requerimientos divinos, y se quejan de que Dios demanda aquello que ellos no tienen el poder para dar. Satanás hizo la misma queja en el cielo, pero esos pensamientos deshonran a Dios (Signs of the Times, 29 agosto 1892)20.

Uno de los temas más enfatizados en los escritos de Ellen White es que la afirmación según la cual sus criaturas no pueden obedecer la ley fue el primero, el mayor y el más persistente de los ataques de Satanás contra el carácter de Dios. El estudiante encontrará referencias en las páginas 15, 21, 91, 275, 278 y 709-710 de El Deseado, así como en Signs of the Times del 16 de enero de 1896 y del 23 de julio de 1902, por mencionar sólo algunas. La mejor respuesta de Ellen White a esa pretensión nos viene en sus propias palabras:

De ahí que [Satanás] trate constantemente de engañar a los discípulos de Cristo con su fatal sofisma de que les es imposible vencer (El conflicto, 543)21.

Nadie diga: No puedo remediar mis defectos de carácter. Si llegáis a esta conclusión, dejaréis de obtener la vida eterna (Palabras de vida del gran Maestro, 266)22.

Los adventistas del séptimo día, por lo tanto, han predicado históricamente la doctrina de una naturaleza debilitada, pero no de una culpa heredada. Al considerar ese tema haremos bien en recordar que los sistemas teológicos se pueden comparar a una malla o red formada por eslabones que se engarzan con otros a su alrededor. Pocas doctrinas existen aisladamente, desconectadas de las demás.

Así, quienes aceptan la doctrina del pecado original definida como culpa heredada, están obligados a fabricar algún tipo de doctrina de la inmaculada concepción a fin de evitar que dicha culpabilidad afecte a Jesús. Una vez hecho lo anterior están obligados también a redefinir el papel de Cristo como nuestro ejemplo, en armonía con su doctrina de diferencia entre su naturaleza y la nuestra, lo que lleva a la conclusión de que no podemos vencer las tentaciones tal como él hizo. Eso, a su vez, ha de llevar necesariamente a la conclusión de que el hombre ha de ser salvo solamente por la justificación (declaración legal), puesto que le es imposible dejar de pecar. Y eso termina siempre en salvación por manipulación, según la cual Dios efectuará cierto ajuste en el cerebro del hombre a fin de eliminar el pecado de su experiencia cuando lo lleve a su reino celestial.

Todo lo anterior es contrario a la plataforma de verdad que construyeron nuestros pioneros bajo la conducción del Espíritu Santo, y es ajeno a la teología adventista.

Para concluir esta sección quisiéramos traer a la consideración del estudiante algunas reflexiones relativas a la culpabilidad:

En el principio de la historia del pecado en la experiencia humana vemos a una mujer contemplando el fruto prohibido, tomándolo en sus manos y comiéndolo. Podríamos preguntarnos: ¿Quién tuvo mayor culpa? ¿Los ojos por mirarlo? ¿Las manos por tomarlo? ¿La boca por comerlo?

Planteamos la pregunta sólo para hacer patente su falta de lógica. Ninguna mente inteligente atribuirá carga alguna de culpa a los ojos, a las manos o a la boca de Eva. Todos esos órganos de su carne estaban bajo el control de su voluntad o elección, y no podían hacer otra cosa más que obedecer. No correspondía a ninguno de esos tres órganos la facultad de elegir. Carecían de la capacidad para tomar la decisión que fuera. La decisión, la elección, era un acto de la voluntad de Eva; por lo tanto, es su voluntad o elección la que tenía que llevar la carga de la responsabilidad: la culpa.

Jamás hubo culpa alguna en la carne de Eva.

La culpa correspondió a la voluntad humana, tras haber tomado una decisión opuesta a la voluntad de su Dios-Creador. Ellen White, con su habitual agudeza, escribió:

Por sí misma la carne no puede obrar contra la voluntad de Dios (El hogar cristiano, 112).

Si la carne no puede actuar por sí misma contrariamente a la voluntad de Dios, entonces es evidente que la carne no puede ser culpable.

En la siguiente escena de esa tragedia cósmica vemos a Adán contemplando el fruto, tomándolo y comiéndolo. ¿Podemos atribuir culpabilidad a sus ojos, a sus manos, a su boca o a cualquier otra parte de la carne de Adán, tal como sus genes o cromosomas?

La única respuesta posible es: —No. Fue la voluntad de Adán la que pecó, y es la voluntad de Adán la que debió llevar la carga de responsabilidad: la culpa.

Jamás hubo culpa alguna en la carne de Adán.

La carne de mi estómago desea comida, ahora bien, la distinción moral entre comer la comida de mi vecino, o bien la mía, no le importa nada a mi carne. La voluntad debe controlar a la carne, a fin de que no arrebate la comida a mi vecino, sino que me contente con mi comida. El mismo principio se aplica a cualquier necesidad, apetito o deseo de la carne. Toda acción volitiva de la carne está controlada por las elecciones y decisiones de la voluntad. Las acciones involuntarias están controladas por relaciones mecánicas. La carne no hace elecciones; no toma decisiones, sea en las acciones voluntarias o involuntarias; por lo tanto, carece de responsabilidad y de culpa.

Jamás hay culpa alguna en la carne de hombre alguno.

Cuán vano es, por lo tanto, el esfuerzo por descubrir el mecanismo por el que la culpa se puede transferir de una carne a la otra; de la carne de Adán a la de sus descendientes, o de la carne de un padre a la de sus hijos.

El hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo (Eze 18:20).

La carne no puede transmitir a la carne aquello que la carne no posee ni puede poseer.

¿Qué decir, entonces, de la voluntad? ¿No es también carne?

No parece que lo sea.

Este es uno de los mayores misterios de la existencia humana. La carne (del cerebro) es el substrato de la voluntad, pero la voluntad parece estar aparte y por encima de ella, controlando la carne, incluso la carne del propio cerebro.

La Inspiración no nos ha revelado cómo puede ser eso así, y la investigación científica no ha sido capaz de dar explicación alguna al respecto. Sin embargo, el hecho es claro y demostrablemente cierto.

No hay duda de que es en la “carne” del cerebro donde asienta la voluntad. Innumerables ejemplos han demostrado que el daño cerebral puede dificultar o incluso impedir la función de la voluntad, entendida como capacidad de elección o decisión. Dichos ejemplos indicarían también que la “producción” de la voluntad por parte de la “carne” del cerebro es un proceso continuo. La voluntad no sobrevive al cerebro; no persiste tras la destrucción del cerebro. Por lo tanto, el cerebro está continuamente produciendo sus elecciones o decisiones (voluntad), las cuales, a su vez, de forma continuada, controlan (o debieran controlar) al cerebro [sus ideas, imaginaciones, emociones, etc.].

Es posible observar lo anterior en nuestra propia experiencia y en la de quienes nos rodean. En mayor o menor medida todos ejercen un control sobre su pensamiento. Y en la experiencia de cualquiera cuya voluntad instruya al cerebro a que piense en determinada línea, o bien a que deje de hacerlo; a que acepte ciertas ideas o bien a que las descarte, vemos ese misterioso fenómeno de la voluntad dando instrucciones a la carne del cerebro, que es el substrato donde se produce dicha voluntad.

He decidido dejar de pensar en eso.

Esa simple y repetida afirmación refleja uno de los mayores misterios de la existencia humana: el control de la carne del cerebro por parte de una voluntad que se genera en esa misma carne del cerebro.

No: la voluntad no es carne. Definir la voluntad en términos de su esencia o naturaleza no parece posible por hoy, pero definirla en términos de su función es tan posible como instructivo. Así aborda el tema Ellen White. Nos dice qué es la voluntad, al especificar aquello que realiza.

La voluntad es el poder que gobierna en la naturaleza del hombre, poniendo todas las demás facultades bajo su control… es el poder decisorio (5 Testimonies, 513 [5 Ti, 484]; original sin cursivas).

La voluntad no es el gusto o la inclinación, sino la elección, el poder decisorio, el poder rector (My Life Today, 318).

Aunque Satanás puede instar, no puede obligar a pecar… no puede nunca obligarnos a hacer lo malo… la voluntad debe consentir (El Deseado, 100).

La carne del hombre, por consiguiente, no ha conocido jamás la culpa, nunca la ha llevado, y nunca la puede transmitir de una carne a otra. La transmisión de la culpa siempre ha sido, y ha de seguir siendo, de voluntad a voluntad, y solamente cuando la voluntad receptora consiente en pecar.

Lo anterior nos lleva finalmente a una definición: ¿En qué consiste exactamente la culpa?

Sugiero que esta es una definición útil y consistente:

LA CULPA ES UNA ASIGNACIÓN DE RESPONSABILIDAD SEGÚN DECISIÓN DEL DADOR DE LA LEY, RESPECTO A UNA DECISIÓN TOMADA POR EL TRANSGRESOR DE DICHA LEY

Esta definición evita cuidadosamente atribuir culpabilidad a cualquier sustrato mecánico, orgánico o intrínsecamente legal, por las siguientes razones:   

1.     Quienes quisieran atribuir culpabilidad a sustratos mecánicos u orgánicos que harían posible que la culpa residiera en la carne y pudiera transmitirse de la carne de un individuo a la de otro mediante una herencia genética, se enfrentan al escollo insuperable de responder a cuestiones como la transmisión de la culpa a los bebés inocentes, la transmisión de la culpa al niño Jesús, etc., que han sido objeto de examen anteriormente en este libro, así a como a la gran pregunta que subyace en el fondo: —Si eso es así, ¿quién hizo que fuera de esa manera? La responsabilidad termina invariablemente recayendo en Dios.

2.     Quienes procuran soslayar esas dificultades discutiendo el problema en términos casi legales (algunos evitan incluso la palabra ‘culpa’, evocando en su lugar un cierto estado o condición —de pecado— que produce ese mismo resultado), fracasan igualmente en responder adecuadamente a la gran pregunta que está detrás de todo ello: —Si ese es el estado o condición del hombre, ¿quién hizo que fuera así?, ¿quién estableció esas condiciones? Una vez más, la responsabilidad recae finalmente en Dios.

El problema que tienen en común ambos grupos es que su concepto de la culpa y la forma en que se transmite contiene arbitrariedades, incluso crueldades de un calibre tal, que hace inevitable que la responsabilidad última recaiga en Dios. Hasta el día de hoy no se ha encontrado ninguna forma de abstraerse a ese resultado inevitable.

¿Por qué no abandonar esos vanos esfuerzos por soslayar la responsabilidad divina inherente a un concepto injusto y cruel de la culpa que indefectiblemente se podrá seguir hasta su origen en el Creador del universo? ¿Por qué no resolver el problema aceptando un concepto de la culpabilidad en el que no hay crueldad ni injusticia arbitraria? Entonces no habrá que esforzarse en negar la realidad pretendiendo que Dios no es responsable por la asignación de culpabilidad a sus seres creados.

Si la voluntad del hombre está al control de todo el resto de sus facultades, y si Satanás no puede obligar a la voluntad a que peque, se deduce que pecar es siempre la elección o decisión de alguien con libre albedrío, que se puede expresar mediante una actitud interior, mediante un acto exterior o mediante ambos.

Entonces no puede haber nada injusto o cruel en atribuir responsabilidad a la libre voluntad del hombre de acuerdo con sus elecciones o decisiones, especialmente teniendo en cuenta que la incapacidad humana para llevar a cabo el bien deseado queda compensada, o más bien sobrepujada por la gracia capacitante de Dios.

En nuestras reflexiones relativas a la naturaleza de la culpabilidad, recordemos estas grandes verdades de la Escritura:     

1.     El pecado es transgresión de la ley (1 Juan 3:4).

2.     Donde no hay ley, tampoco hay transgresión (Rom 4:15).

3.     Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia (Hechos 17:30).

Por lo tanto, la violación de la ley de Dios no implica automáticamente incurrir en culpabilidad. Puede haber transgresión sin culpa, si se comete en ignorancia y no voluntariamente. El factor decisorio es la actitud de la voluntad del transgresor. ¿Quiso violar la ley de su Dios Creador?, ¿o bien violó un precepto que desconocía o no comprendía adecuadamente de la ley de Dios, mientras quería servir y obedecer a Dios? El Dios Creador toma en cuenta esas circunstancias modificadoras, en su asignación o no-asignación de culpabilidad.

Y es la voluntad (decisión) del Autor y Dador de la ley, del Dios Creador, la que decide si la voluntad del transgresor es responsable; es decir, culpable. Si de esa ecuación se elimina la decisión del transgresor de la ley, o bien la decisión de la voluntad del Autor de la ley para asignar responsabilidad por el pecado, no puede existir culpabilidad. Debe confluir la acción de ambas voluntades.

Por lo tanto, esta definición de la culpabilidad parece precisa, justa y razonable:

La culpa es una asignación de responsabilidad según decisión del Dador de la ley, respecto a una decisión tomada por el transgresor de dicha ley

Partiendo de esa definición de la culpa, no hay necesidad alguna de elaborar argumentos en defensa del carácter de Dios. No nos hemos de extenuar tratando de explicar cómo un Dios de amor y de justicia puede responsabilizar a bebés por el pecado de alguien que murió mucho antes de que ellos nacieran, y castigarlos por un pecado que no cometieron. No hay necesidad de explicar que Dios condenara y destruyera a personas de tierras paganas que siguieron toda la luz moral que brilló en su día. Y no hay necesidad de manufacturar esquemas artificiales con el propósito de evitar que la culpa de Adán recayera en el niño Jesús.

·       No puede existir pecado sin un acto de la voluntad del transgresor de la ley.

·       No puede haber culpa sin un acto de la voluntad del Autor de la ley (en el sentido de responsabilizar o no al transgresor).

Cuando Ellen White se refiere a recibir la culpa, o a la herencia de culpa desde Adán, no deja fuera del cuadro el factor de la voluntad.

Es inevitable que los hijos sufran las consecuencias de la maldad de sus padres, pero no son castigados por la culpa de sus padres a no ser que participen de los pecados de estos. Sin embargo, generalmente los hijos siguen los pasos de sus padres. Por la herencia y por el ejemplo, los hijos llegan a ser participantes de los pecados de sus progenitores. Las malas inclinaciones, el apetito pervertido, la moralidad depravada, además de las enfermedades y la degeneración física, se transmiten como un legado de padres a hijos, hasta la tercera y cuarta generación. Esta terrible verdad debiera tener un poder solemne para impedir que los hombres sigan una conducta pecaminosa (Patriarcas y profetas, 313-314; original sin cursivas).

Esos hijos queridos recibieron de Adán una herencia de desobediencia, de culpa y de muerte (Carta a Baker, 1; original sin cursivas).

Ellen White escribió en escrupulosa conformidad con las definiciones del diccionario. Según el diccionario, una herencia es algo que se puede retener, rechazar, dividir, comprar, vender o perder, según decisión de la voluntad del receptor. Los conceptos calvinistas relativos a la culpa heredada como siendo algo a lo que ningún humano puede escapar, han de estar necesariamente en el ámbito de la herencia biológica: de carne a carne. De ser así, la herencia no podría ser rechazada o desechada en modo alguno, puesto que formarían parte de la carne. No es posible encontrar ningún concepto o idea semejante en los escritos de Ellen White. Nunca describió la culpa o su transmisión en términos de carne, ni en términos de un estado o condición inevitables.

De acuerdo con la enseñanza de Ellen White y de la Iglesia adventista en general hasta años recientes, todos los niños que nacen en esta tierra, Jesús incluido, heredan la naturaleza caída de Adán como debilidad, no como culpa. En el momento mismo en que la voluntad del niño escoge pecar, entra en escena la culpa. Ellen White atribuye la muerte de los niños a la separación del árbol de la vida, no a la culpa heredada.

La voluntad del niño Jesús nunca eligió pecar, por lo tanto, nunca experimentó la culpa. De acuerdo con Ellen White, esa posibilidad está abierta para todos:

[Jesús] demostró que es posible la obediencia de toda la vida (Ms. 1, 1892 [3 MS, 157]; original sin cursivas).

No hay disculpa para el pecado (El Deseado, 278).

Que los niños recuerden que el niño Jesús tomó sobre sí la naturaleza humana en semejanza de carne pecaminosa, y que fue tentado por Satanás como todos los niños (Youth Instructor, 23 agosto 1894; HHD, 130).

Con la misma firmeza con que Ellen White rechaza el concepto de que heredamos inevitablemente la culpa de Adán, rechaza también el concepto de que heredamos de Adán una debilidad de tal grado, que haga imposible que dejemos de pecar [ni siquiera mediante la gracia de Dios en Cristo].

Desde la caída de Adán, en toda época los hombres se han excusado a sí mismos por pecar, responsabilizando a Dios por su pecado, alegando que no podían guardar sus mandamientos. Esa fue la insinuación que Satanás arrojó en el cielo contra Dios (Australasian Signs of the Times, 14 septiembre 1903; RH, 28 mayo, 1901).

Hay muchos que murmuran en sus corazones contra Dios. Dicen: “Heredamos la naturaleza caída de Adán y no somos responsables por nuestras imperfecciones naturales”. Encuentran defecto en los requerimientos de Dios y se quejan por pedir aquello que no tienen el poder de hacer. Es la misma queja que hizo Satanás en el cielo, pero pensamientos como ese deshonran a Dios (Signs of the Times, 29 agosto 1892).

Por último, hagámonos esta pregunta: ¿Conocemos alguna herencia inevitable que no sea herencia biológica?

Dado que esa es una cuestión de importancia suprema, definamos con exactitud los términos.

·       Por biológica nos referimos a algo que reside en la carne del hombre, de tal manera que puede ser transmitido de una carne a otra; por ejemplo, de la del padre a la del hijo.

·       Por herencia nos referimos a algo que recibimos de nuestros antepasados por el hecho de nacer.

·       Por inevitable nos referimos a algo que no puede eludir ningún ser humano en esta tierra, por ser consecuencia omnipresente desde su nacimiento, sin excepciones (salvo por intervención milagrosa de Dios).

Una vez establecidas las definiciones, volvamos a la pregunta:

¿Existe alguna herencia inevitable, que no sea la herencia biológica?

Pero, antes que nada, ¿es realmente inevitable la herencia biológica, la que se transmite de una carne a otra?

Se debe aceptar que lo es. No hay forma en la que podamos rechazar la herencia cromosómica que desde nuestra concepción determinó cuál sería el color de nuestros ojos, nuestro cabello o nuestra piel. Por toda apariencia, la herencia biológica es incondicionalmente inevitable.

Hagámonos ahora esta otra pregunta: ¿Existen otros tipos de herencia —que no sea biológica— que sean igualmente inevitables?

No podemos encontrar ni una sola.

Invitamos al estudiante a que evalúe la afirmación anterior, enumerando cualquier tipo de herencia no biológica que se le ocurra. Resultará rápidamente evidente que es posible evitar todas y cada una de ellas.

¿Una herencia dineraria? —No estamos obligados a aceptarla ni a guardarla.

¿Una herencia de tierras o propiedad? —Podemos rechazarla o deshacernos de ella.

¿Una herencia de ciudadanía en algún país? —Podemos renunciar a ella.

Por más larga que sea la lista, el resultado será siempre el mismo. Nos vemos forzados a concluir que no existe una herencia universalmente inevitable, excepto la herencia biológica.

Por lo tanto, afirmar en una misma frase que la herencia humana de la culpabilidad de Adán es inevitable, y al mismo tiempo afirmar que no es biológica, es el colmo de la contradicción. Una herencia inevitable y a la vez no-biológica, sencillamente no existe ni puede existir.

Así, si fuera cierto que el bebé nace con culpabilidad heredada de Adán, ha de ser única y exclusivamente por una de estas dos razones:

1. Porque la herencia sea biológica y por lo tanto inevitable. En ese caso la responsabilidad se remontaría inevitablemente hasta el Creador de la biología humana, quien hizo la carne del hombre de tal modo que llevara y transmitiera la culpa.

2. Porque dicha “herencia” lo sea por voluntad directa de Dios, en un decreto administrativo de parte del Soberano del universo que la hace inevitable. En tal caso no hay posible duda acerca de la responsabilidad de Dios, si bien esa postura demanda redefinir lo que significa la palabra herencia, puesto que la culpa proviene de Dios y no de los padres del bebé. En realidad, no se trata de una herencia propiamente dicha.

Los que han procurado evocar una tercera vía, consistente en que el hombre nace (pero no hereda) en un estado o condición (que no se define) que inevitablemente lo coloca bajo el juicio divino condenatorio (sin ser culpa) no logran más que enturbiar las aguas. Es un intento de describir algo como inevitable, pero sin ser biológico y sin ser la voluntad de Dios, lo que es sencillamente imposible. No existe tal cosa. Por lo tanto, esgrimir ese argumento equivale a apartarse de la razón y de la realidad, y emprender el vuelo al reino de la pura fantasía.

A riesgo de ser repetitivos, debemos hacer una pausa y considerar ese uso insólito de las palabras estado y condición.

Ambos son términos preposicionales: no tienen ningún significado propio específico, a menos que precedan a otros elementos en la frase. Podemos hablar de un estado de salud, de una condición del tiempo atmosférico, de la economía, etc.; pero carece de sentido hablar de un estado o condición sin añadir nada más. Esos términos deben modificar, especificar o modular algo distinto y exterior a ellos mismos. Quizá esto parezca al estudiante absurdamente técnico, pero el nivel en el que se están presentando ahora las argumentaciones hace necesario que señalemos la obviedad de que no existe un ‘estado de estado’, un ‘estado de condición’, una ‘condición de estado’, ni una ‘condición de condición’. Sin embargo, cuando hemos intentado cuidadosamente averiguar en esas argumentaciones cuál era su respuesta a la pregunta básica:

Estado, ¿de qué? Condición ¿de qué?, no hemos encontrado nada que vaya más allá de esto:

El pecado original es un estado o condición de pecado original.

Lo que es rematadamente inútil y nada esclarecedor.

Se describa o se defina la culpa de la forma en que se prefiera, no hay manera de escapar a esta conclusión: si no se trata de herencia biológica ni tampoco de la aplicación de la voluntad de Dios, entonces NO es inevitable.

No existe una herencia inevitable que no sea biológica. Y si se trata de la aplicación de la voluntad de Dios, entonces el término herencia es difícilmente aplicable. Juicio sería entonces el término apropiado.

Eso no es ningún problema para el adventismo, que no concibe al Señor aplicando un juicio de culpabilidad a los bebés, niño Jesús incluido. Es un problema para el calvinista, hasta el punto de que le obligó a inventar una teoría totalmente extrabíblica consistente en que el Señor Jesucristo vino a este mundo en la naturaleza humana de Adán antes del pecado, a fin de evitar que la culpabilidad de Adán recayera sobre el niño Jesús.

Quisiera recalcar respetuosamente —y espero que amablemente— que el anterior es un problema del calvinista, no nuestro. Haremos bien en mantenernos alejados de él. No tenemos nada que ganar, y mucho que perder incorporando a nuestra teología un problema artificial: la inevitable transmisión de culpa de Adán a todos sus descendientes, incluyendo a Jesús. Ese problema artificial puede sólo resolverse mediante una solución igualmente artificial: la doctrina de que Cristo vino a la tierra en la naturaleza humana del Adán no caído.

Nuestra posición consistente en que todos los hombres heredan de Adán las debilidades pero no la culpa, es sin duda la mejor comprensión de la Escritura, y es la única comprensión posible de los consejos inspirados que nos han llegado mediante Ellen White, como por ejemplo en esta declaración, una de las más simples, claras, y sin embargo significativas:

Él fue en naturaleza humana precisamente lo que usted puede ser (Carta 106, 1896; 5BC, 1124).

 

Nota del traductor: Es importante comprender el significado que Ellen White dio a expresiones como “hereditario”, “heredado”, etc., que no coincide necesariamente con el que hoy solemos entender. Nosotros solemos pensar automáticamente en transmisión biológica, genética —en ADN— por simple nacimiento. Pero en las declaraciones que siguen se puede ver que tal no fue el concepto de Ellen White:

Respecto al segundo mandamiento, escribió:

Esas advertencias de Dios no significan que los hijos estarían obligados a sufrir por los pecados de sus padres, sino que imitarían el ejemplo de sus padres. Si los hijos de padres malvados servían a Dios y obraban justicia, él recompensaría su práctica del bien. Pero los hijos heredan frecuentemente los efectos de la vida pecaminosa de sus padres. Siguen los pasos de sus padres. El ejemplo pecaminoso tiene su influencia de padre a hijo hasta la tercera y cuarta generación. Si los padres son indulgentes en los apetitos depravados, verán casi siempre lo mismo reproducido en sus hijos, quienes desarrollarán caracteres similares a los de sus padres. Si estos son continuamente rebeldes e inclinados a anular la ley de Dios por precepto y ejemplo, de forma general sus hijos seguirán el mismo curso (Signs of the Times, 2 junio 1880, parr. 13; original sin cursivas).

Debe renunciarse a los viejos caminos, las tendencias hereditarias, los antiguos hábitos (6CBA, 1101).

Es necesario renunciar a las tendencias hereditarias, a las costumbres anteriores. (El discurso maestro de Jesucristo, 119).

En vuestro estudio de la Palabra, dejad en la puerta de la investigación vuestras opiniones preconcebidas y vuestras ideas hereditarias y cultivadas (Messages to Young People, 260 [MJ, 183-184]).

NOTAS

1. L. Berkhof, Systematic Theology (Grand Rapids, Wm. B. Eerdman’s Publishing Company, 1976).
1. William G. T. Shedd, Dogmatic Theology (Grand Rapids, Zondervan Publishing House).
1. Augustus Hopkins Strong, Systematic Theology (Old Tappan, Fleming H. Revell, 1975).
2. N. P. Williams, The Ideas of the Fall and of Original Sin (New York, Longman, Green & Co., 1960), p. 320.
3. Eugene Portalie, A Guide to the Thought of St. Augustine (Chicago, Chicago, Henry Regnery & Co., 1960), p. 7.
4. Ibid.
5. Portalie, op. cit., p. 13.
6. J. N. D. Kelly, Early Christian Doctrines (New York, Harper & Bros., 1969), p. 365.
7. Reginald Steward Moxon, The Doctrine of Sin (New York, George H. Doran Co., 1920), p. 138.
8. Ibid.
9. Kelly, op. cit., pp. 361-369.
10. Williams, op. cit., p. 376.
11. Williams, op. cit., p. 370.
12. Henry Rondet, Original Sin (New York, Alba House, 1972) pp. 123-132.
13. Moxon, op. cit., p. 135.
14. Strong, op. cit., p. 621.
15. Berkhof, op. cit., p. 245.
16. Moxon, op. cit., p. 165.
17. Williams, op. cit., p. 424.
18. H. Shelton Smith, Changing Conceptions of Original Sin (New York, Charles Scribner’s Sons, 1955).
19. Ellen G. White, Patriarchs and Prophets (Mountain View, Pacific Press, 1958), p. 42.
20. White, “They That Have Done Good”, Signs of the Times, 29 agosto, 1892).
21. White, The Great Controversy (Mountain View, Pacific Press, 1950), p. 489.
22. White, Christ Object Lessons (Washington, Review and Herald Publishing Co., 1941), p. 331.

 

Traducción: www.libros1888.com