R.J. Wieland
Puesto que en el mundo no hay personas perfectas, tampoco existen los matrimonios perfectos. Aquel que presume de no haber sido nunca tentado a creer que su esposo o esposa es insoportable, o bien oculta la verdad, o vive en un mundo de sueños. Por otra parte, la mayoría reconocemos haber sido en uno u otro momento francamente... insoportables.
En algunas ocasiones la característica que parece ser tan insufrible en uno de los cónyuges es simplemente ese elemento misterioso que podemos llamar masculinidad o feminidad, y que tan a menudo es causa de malos entendidos. Un sincero esfuerzo por ponerse en el lugar del otro y comprender cómo siente y piensa el sexo opuesto puede bastar para que la cualidad de insoportable se “evapore” antes que lo haga el propio matrimonio.
Cuando las partes móviles de una maquinaria están en estrecho contacto es inevitable la fricción, haciendo imprescindible el aceite lubricante. Un matrimonio que carezca del sentido del humor corre serio peligro de ponerse con facilidad al rojo vivo.
Una pareja que acudió a mí en busca de consejo, parecía acumular obstáculos y pronunciamientos suficientes como para hacer encallar una docena de matrimonios. Sin embargo, eran capaces de echárselo todo a la espalda y de reírse hasta de ellos mismos. De eso hace ya más de una década, y me satisface comprobar que su proyecto familiar sigue adelante, y que por toda apariencia son razonablemente felices.
No obstante, hay fricciones para las que el aceite del humor parece no ser suficiente. Son matrimonios en los que el cociente de felicidad está grandemente disminuido, si es que realmente se puede hablar de él. Aun entonces Dios tiene buenas nuevas sanadoras que en muchos casos, si no en todos, traerán la deseada paz.
No se trata de algo que hacer. Cuando estamos sometidos a una fuerte tensión emocional, tenemos grandes dificultades para asimilar el consejo de Dios. Mucho más útil que los buenos consejos son las buenas nuevas. Se trata, pues, de algo que creer.
Poco importa lo desesperada que la situación pueda parecer: en cualquier punto del camino, la línea de comunicación entre tu Salvador y tú son siempre buenas nuevas.
No es difícil obtener consejo relativo a cómo deshacerse de un cónyuge insoportable. Abundan los tratados sobre el divorcio. En contraste, nuestro viaje pone la vela hacia un puerto distinto: cómo encontrar la felicidad en un matrimonio en el que uno siente que su esposo o esposa es menos que satisfactorio, de hecho decididamente insoportable. Comenzamos con la historia real y fascinante de una mujer atrapada en un matrimonio probablemente peor que cualquiera de los que hayas conocido, incluyendo el tuyo.
Abi poseía belleza e inteligencia. Por alguna razón, se casó con Al. Al era inculto, rudo y pendenciero, y no tardó en resultar rematadamente insoportable para la sensible e intuitiva Abi. Más de una mujer en su lugar habría “hecho las maletas”. Sin embargo, Abi encontró su rincón en la historia a base de resistir.
Si un príncipe encantador hubiese visitado el pueblo campesino de Abi, sin duda alguna la habría convertido en princesa. Pero eso no ocurrió, y parece que sus padres la empujaron a que se casara con Al. Este no debió despertar en ella sueño alguno, pero quizá la consolara el pensamiento de que al fin y al cabo era un hombre fuerte... Al menos sabía cómo ganar dinero. Quizá papá y mamá convencieron a Abi de que ella podría cambiarlo, o de que aprendería a quererlo. ¡No podía desaprovechar aquella ocasión! Al era el retoño de una familia prominente. Estaba llamado a ser rico e influyente. Con su delicadeza, Abi proporcionaría el toque de gracia al hogar señorial. Finalmente le dijo “sí”.
Poco después de la boda, Abi estaba ya sumida en el llanto más desesperado. Si hubiese sabido que padecía un cáncer incurable no se habría sentido más hundida que al darse cuenta de que estaba atada de por vida a un perfecto loco en lo referente a las relaciones humanas. Los vecinos, y hasta los mozos, hacían todo lo posible por evitar a Al.
Para complicar las cosas, Al se dio a la bebida, y Abi aprendió pronto que no hay problema tan grave como para que el alcohol no lo pueda empeorar. Los empleados podían escapar, pero ella se sentía encadenada a la cárcel del matrimonio “hasta que la muerte nos separe”. Más de una vez suspiraba por ver prematuramente aliviado su sufrimiento de esa manera...
Como reacción a los toscos modales de Al, se fueron desarrollando en Abi las cualidades de la gracia y la diplomacia. Aprendió a aplicar el bálsamo que apaciguaba las turbulentas aguas que se agitaban en la mente de Al. La molesta partícula de arena acabó por producir la perla legendaria en el alma de Abi. Se hizo una verdadera experta en manejar a hombres incapaces de manejarse a sí mismos. Eso abrió en su vida un nuevo y fascinante capítulo.
Abi se aferró a una verdad poco conocida. Comprometida con la idea de que “serán una sola carne” (Gén 2:24), comenzó a comprender que eso significaba que Al y ella no podían separarse, y que su felicidad dependería de creer en ello. Empezó a ver los errores de Al como “nuestros” errores. Si estás luchando contra el desánimo puede que esto no te resulte particularmente consolador en un principio, pero lo cierto es que en el proceso de enfrentar un desengaño tras otro, Abi perfeccionó su talento y belleza de carácter.
Abi permaneció fiel a Al, confiando en que Dios, en el momento y forma en que él juzgara oportuno, cambiaría su dolor en felicidad. Mantuvo nítida su conciencia y propósito hasta el final de su matrimonio luchando por la integridad de su hogar, ganándose el aprecio de vecinos y sirvientes, y al mismo tiempo labrándose un rincón distinguido en la historia femenina de la humanidad.
El vicio de la bebida pudo finalmente con Al. Al salir de una borrachera cayó en una profunda desesperación que vino a convertirse en depresión, para terminar finalmente en la muerte. En kilómetros a la redonda nadie dudaba que en la providencia del Señor “había llegado la hora” del intratable Al.
Aunque cueste creerlo, una vez que Abi quedó libre, apareció el príncipe y se casó con ella.
Este relato no es imaginario. Es uno de los casos de los que existe un registro más fiable en la historia. Puedes analizar los detalles en la Biblia, en 1 Samuel 25:2-42.
Leemos que “aquel hombre se llamaba Nabal, y su mujer, Abigail. Aquella mujer era de buen entendimiento y hermosa apariencia, pero el hombre era rudo y de mala conducta” (vers. 3). Dios quiso que su historia quedara registrada en el relato sagrado para dar ánimo a miles de personas en épocas futuras.
Apareció en la escena David, el legítimo heredero al trono de Israel. En un encuentro desafortunado Nabal trató con rudeza y desprecio al futuro rey, y este, enfurecido, decidió vengar el insulto recurriendo a la violencia. De no haber sido por la intervención de Abigail, el irreflexivo propósito de David habría perseguido su conciencia de monarca por el resto de su vida, y bien habría podido arruinar su reputación de soberano justo y compasivo. Gracias a la habilidad diplomática, destreza y tacto exquisito que había desarrollado, Abigail salvó a David de sí mismo. El breve e improvisado discurso de Abigail estaba cargado de elocuencia, e hizo entrar en razón a David al señalarle cómo se mancharía su honor real si daba rienda suelta a aquel acceso de ira. La habilidad de Abigail para evitar esa tragedia es un hecho remarcable.
Abigail protegió a su indigno marido por más que este no lo mereciera. Asumió ella misma la culpabilidad: “¡Caiga sobre mí el pecado!” “Te ruego que perdones a tu sierva esta ofensa” (vers. 24 y 28). En las ofensas de Nabal, ella vio las suyas propias tanto como las de él, ¿no eran los dos “una sola carne”?
La súplica de Abigail porque fuera preservada la vida de su esposo fue tan sincera y vehemente que logró su objetivo. Mientras ocurría todo esto, Nabal estaba entregado sin control a la bebida. Abigail esperó a que él recuperase la poca cordura que poseía, para referirle cuán cerca había estado de la catástrofe. El relato continúa así: “Por la mañana, cuando ya a Nabal se le habían pasado los efectos del vino, le contó su mujer estas cosas; entonces se le apretó el corazón en el pecho y se quedó como una piedra. Diez días después Jehová hirió a Nabal, y este murió” (vers. 37-38).
Una vez que Abigail hubo quedado libre, David se casó con ella (vers. 42). Lo que el futuro rey sintió por Abigail no debió ser solamente atracción. Además debió comprender que ella poseía lo que le ayudaría a superar su propia debilidad.
Nabal no era sólo fastidioso; era imposible. Sin embargo, Dios tuvo una solución para el problema de Abigail. Su desgraciado matrimonio debiera animarnos a creer que hay esperanza de felicidad incluso en situaciones tan “imposibles” como esa. Y siendo así, con mucho mayor motivo al tratarse de esa gran mayoría de situaciones que cabe calificar de difíciles, más bien que de imposibles.
La historia de Abigail revela que Dios mismo asume la defensa de la esposa o el esposo infeliz que se lleva la peor parte en el conflicto. Puedes encontrar la felicidad en la fidelidad, de mil formas impredecibles. Dios nunca ignoró ni abandonó a Abigail. Aquel para quien no pasa desapercibida ni la caída de un pajarillo en tierra, no fue indiferente hacia Abigail y su infeliz matrimonio. La historia quedó inmortalizada para las edades venideras y para la eternidad. Queda inmortalizada para ti.
Sería ingenuidad pensar que nunca vamos a gustar el dolor impuesto por las inevitables circunstancias adversas, dentro y fuera de nosotros. Lo que es importante es experimentar ese estado de bienestar interior, esa conciencia de estar en paz con Dios, quien conoce toda circunstancia dentro y fuera de nosotros. Todo eso lo aprendió Abigail, y fue el secreto del encanto y belleza de su carácter, que le aseguró un lugar honroso en el escaparate de la Biblia.
Abigail podría ser la patrona de la Federación de las esposas o esposos infelices. Quizá te sientas en una situación más desesperada aun que la de Abigail. No será un consuelo pequeño saber que el Señor lo percibe y se ocupa de tu caso.
Es bueno que sepas que tú y tu situación marital es importante para el Señor, y que él se preocupa de tu felicidad matrimonial. Será positivo que descubramos lo que está haciendo al propósito. Su solución al problema puede no ser tan simple como hacer desaparecer un esposo o esposa difíciles. Puede haber una solución mucho más feliz que poner final al matrimonio. Se trata de hacer desaparecer el factor irritante que está causando el problema.
Lo que queremos descubrir es cómo lograrlo.
Según el Tribunal de Conciliación de Los Ángeles, en Norte América se divorcia cada año un millón de matrimonios. Otro millón de ellos se separa sin divorciarse, y un tercer grupo imposible de cuantificar intenta coexistir bajo el mismo techo en un estado de “divorcio psicológico”.
Millones de niños desamparados, llevados por la marea de aquí para allá, constituyen los restos del naufragio de esos matrimonios. Cada uno de esos niños, privado de uno de sus padres naturales, experimentará a su vez problemas en su propio matrimonio de forma casi inevitable. Es previsible que la actual generación de hijos de padres divorciados sea una bomba social de tiempo en espera de explosionar.
Cuando el amor desaparece y se llega al divorcio, el resultado suele ser la peor amargura que los seres humanos somos capaces de experimentar.
Es prodigiosa nuestra capacidad para cambiar. La dulzura y cortesía suelen caracterizar a los enamorados en su fase de noviazgo, para alegría de familiares y amigos. Pero en algún momento, en aquella pareja que tan “perfecta” parecía, algo se seca misteriosamente desde la raíz. Ninguno de los dos puede señalar con precisión qué hizo la diferencia.
De alguna forma aquel Edén escondía una serpiente. Cada uno de los cónyuges comienza a ser como papel de lija para el otro. La conversación comienza a hacerse tensa, las palabras se convierten en hirientes y hasta a veces en crueles. Los abrazos se hacen difíciles. Uno u otro prefiere llegar tarde a casa. Se olvidan los aniversarios y se ignoran o evitan los parientes del “otro”. Como huracanadas tormentas de arena, las disputas rompen el incómodo silencio. Desaparece el deseo de estar juntos. Cada uno comienza a temer el inevitable momento en el que se ha de encontrar con el otro. En esa atmósfera tensa cada acto o palabra cobra un tinte siniestro que se expresa en acusaciones y contra-acusaciones. Por entonces el amor ha pasado de estar agriado a cuajar en amarga y declarada animosidad. Por toda apariencia el viaje matrimonial llegó a un punto sin retorno, y el divorcio se vislumbra como única forma de poner fin a la miserable situación de ambos.
No obstante, tras el naufragio la situación puede ser aun peor que en plena tormenta. Sólo los abogados salen ganando. Sea que el problema consista en cómo repartir el patrimonio, los pagos periódicos, la tenencia y custodia de los hijos o los privilegios de visita con respecto a ellos, suele implicar un penoso arrastrarse en interminables procesos legales.
Hay casos en los que verdaderamente falla todo, y el divorcio o la separación es la única solución posible. El Nuevo Testamento reconoce que existe una situación tal. Puedes verlo en Mateo 19:3-12 y en 1 Corintios 7:10-15. Pero en muchos casos, en muchísimos quizá, hay una mejor solución: aprender a vivir con un esposo o esposa insufrible, y aprender a convertir un matrimonio infeliz en lo opuesto.
Barbara Russell Cheser, en un artículo del Reader’s Digest afirma que en un estudio efectuado con 60 matrimonios divorciados, al cabo de los años quedaban “muchos asuntos sin resolver”. No sólo eso. Parte del trauma está ocasionado por la expectativa de ver resueltos los problemas con el divorcio, siendo que frecuentemente no hacen sino empeorar. Los estudios han demostrado que las segundas nupcias tras un divorcio tienen una probabilidad mucho mayor que las primeras de terminar en otro divorcio.
Son muy pocos los matrimonios en los que no es posible apreciar trazas de esa cualidad de “insoportable” en uno o ambos de sus componentes. El ser humano es imperfecto, e inevitablemente irritará a su consorte, al menos en algunas ocasiones. El divorcio es una gran ruina, pero comienza siempre por una pequeña grieta. Tal como expresó Alfred Tennyson:
Aquella pequeña fisura, en el violín ignorada
Redujo la música al silencio de la nada
–Tennyson, “Merlin and Vivien”
Es posible reparar las pequeñas grietas en los violines. Nadie despreciaría un Stradivarius por ese motivo. Lo sensato es repararlo. El motivo es, naturalmente, que ese instrumento vale una fortuna. ¿Hace falta insistir en que tu matrimonio vale infinitamente más que el más preciado Stradivarius?
Hay un Maestro Reparador que halla su mayor placer en reparar ese tipo de fisuras. Tiene empleados que pueden auxiliar dando consejos positivos, pero él mismo es la verdadera Fuente de sabiduría. El primer paso es creer que, efectivamente, ese Maestro Reparador tiene tanto el deseo como la capacidad para solucionar tu caso. El gran Restaurador posee los remedios y la destreza para solucionar fisuras infinitamente más complejas que aquellas que podrían arruinar un instrumento musical.
Quizá el primer problema a resolver es comprender que el Restaurador no nos da la espalda por el hecho de que nos hayamos buscado esos problemas en los que nos encontramos, y que de alguna forma sabemos que merecemos. A menudo la sensación de culpabilidad por nuestra propia contribución al desorden matrimonial tiene tales dimensiones en nuestra conciencia, que nos impide creer que Dios vaya a hacer algo por nosotros. El diablo encuentra su manera de hacernos creer que merecemos la miseria que se amontona a nuestro alrededor. Sea nuestra primera lección aprender que podemos confiar en Dios: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada, porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Sant 1:5-6). Sí, necesitamos buenas nuevas en las que creer: su benevolencia y generosidad en perdonarnos y salvarnos del mal que merecemos. Deja de culparte a ti mismo, a tu esposo o esposa (o familiares), y acepta ese perdón. No hay nada que tenga un poder sanador comparable.
Podemos recibir tantos buenos consejos como nos den, pero somos incapaces de poner en práctica ni uno solo de ellos si resultamos bloqueados al suponer que Dios nos reprocha o desecha por nuestros errores pasados. Su Palabra contiene buenas nuevas para quien busque ayuda con sinceridad.
Salvar un matrimonio tiene mucho más que ver con algo bueno que creer, que con algo bueno por hacer. La energía emocional será inexistente a menos que descubramos primeramente buenas nuevas en las que creer en relación con el problema. Creer en lo correcto lleva pronto a hacer lo correcto, y los problemas comienzan a desaparecer. La razón es que creer la auténtica verdad libera fuentes secretas de motivación en el alma humana.
Exponemos aquí cinco verdades tan sólidas como montañas de granito. Cada una de ellas es una buena noticia para tu matrimonio. No te van a imponer carga alguna que esté más allá de tus fuerzas. No obstante, pudiera ser que necesites asistencia en cuanto a creer que esas buenas nuevas son ciertas, ya que la obsesión favorita del ser humano es detenerse en lo negativo...
1. Dios está más preocupado que tú mismo (misma) porque el tuyo sea un matrimonio feliz
(a) Él mismo “inventó” el matrimonio. Si resultara ser una institución demasiado difícil para los seres humanos, su fracaso arrojaría sombras sobre la sabiduría y reputación de su Inventor. Unos que estaban preocupados por los problemas matrimoniales, pidieron consejo a Jesús. Él respondió: “¿No habéis leído que el que los hizo al principio, ‘hombre y mujer los hizo’, y dijo: ‘Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne’? Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mat 19:4-6). Significa que hay Alguien que está obrando 24 horas al día, los siete días de la semana, a fin de que tu matrimonio sea feliz. No obstaculices su labor.
(b) Cada matrimonio es tan importante para Dios como si no existiera ningún otro en el mundo. “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin el permiso de vuestro Padre... no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos” (Mat 10:29-31).
Cuando nuestro matrimonio amenaza con derrumbarse nos sentimos desesperadamente solos. Hay muy buenas nuevas en comprender que Alguien se preocupa, puesto que una vez aceptado eso, el problema deja de ser tu problema; es también el suyo, y puedes dejar de preguntarte: ‘Y ahora ¿qué voy a hacer?’, para comenzar a preguntarle: ‘Señor, ¿cómo puedo cooperar contigo mientras resuelves el problema?’
2. La cualidad de insoportable no es irreversible
A menudo, todo cuanto Dios necesita para poder convertir un matrimonio en feliz es la simple voluntad de uno de sus componentes en cooperar con él, y su disposición a aceptar ciertos cambios. Dichos cambios han de ser precisamente obra de Dios, dado que tratándose de resolver problemas de esa envergadura, la Biblia especifica que somos “débiles” (Rom 5:6). Consiste básicamente en permitirle al Señor que sane el matrimonio. No se trata de nada parecido a un pasivo “dejar hacer”, o “dejar pasar”. Hay definidamente algo por hacer, pero no consiste en una labor imposible de realizar, sino en una verdad que creer.
Si es cierto que tu cónyuge es intratable, Dios cuenta ya —al menos— con una voluntad errada con la que tratar. En caso de que decidieras añadir tu propia actitud negativa al problema, su acción resultaría grandemente dificultada. Ni siquiera el Cielo puede salvar un matrimonio cuando ambos cónyuges se oponen a que Dios lo salve. Pero si uno de ellos elige cooperar con él, eso es todo cuanto Dios necesita para poder actuar.
La Biblia reconoce que los seres humanos somos capaces de contrarrestar las buenas nuevas de Dios si persistimos en rechazar su gracia. Pero alienta a creer que uno de los componentes del matrimonio puede ser el instrumento mediante el cual Dios cambie al otro. “El marido no creyente es santificado por la mujer; y la mujer no creyente, por el marido” (1 Cor 7:14).
La palabra santificado significa aquí ‘puesto en una relación positiva con Dios gracias a la cooperación del cónyuge creyente con él’. Dicho de otra forma: el componente que está necesitado de cambios se beneficia de la positiva influencia del otro, cuando ese otro está cooperando con Dios. Pero surge ahora un problema.
En la íntima relación del matrimonio cada uno llega antes o después a conocer al otro sin posible fingimiento o disfraz. Tu esposo o esposa sabe perfectamente si posees la genuina abnegación. Indefectiblemente mostraremos todo el egoísmo del que somos capaces, si es que la gracia de Dios no nos salva de eso. Cuando tu cónyuge observa la evidencia de que el Espíritu de Dios está obrando en ti, tendrá toda facilidad para estar receptivo a las impresiones del Espíritu Santo. Esa es una de las formas en las que Dios puede “santificar” al cónyuge incrédulo.
El método favorito de Dios para manifestarse no es mediante relámpagos y temblores de tierra, sino mediante la transformación positiva de personas insoportables. De igual forma en que el sol derrite el bloque de hielo, ese tipo de amor frecuentemente tiene éxito en subyugar el frío corazón incrédulo. Como escribió Pablo: “¿Qué sabes tú, mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (vers. 16).
3. Quizá hay en ti actitudes erradas que han provocado la desazón en tu cónyuge
El cambio que Dios es capaz de producir es una excelente noticia, especialmente si tú fuiste primariamente el culpable, ya que se trata entonces de algo que puedes remediar si permites que Dios obre. Tu propia transformación puede ser el medio que Dios emplee para salvar a tu esposo o esposa. Ser salvo significa pasar de estar “ajeno de la vida de Dios por la ignorancia... por la dureza [del] corazón”, a estar reconciliado con él (Efe 4:18).
Eso puede ser especialmente cierto en un matrimonio en el que uno sólo de los dos presenta una actitud reprobable mientras que hace profesión de cristianismo. Por supuesto, esa actitud niega su pretendido cristianismo y deshonra a Dios haciéndolo aparecer como impotente para salvar de sí mismas a las personas. Nada puede hacer a los seres humanos más difíciles de soportar, que el creer tan malas nuevas como esas. Si fuiste la piedra de tropiezo en este sentido, quizá no necesites seguir buscando cuál es la causa de la infelicidad en tu matrimonio. Lo que uno piensa acerca de Dios determina el tipo de persona que finalmente es. Ello es debido a la existencia de un sólido principio bíblico: el principio de la justicia por la fe. Es algo tan constante como las matemáticas de “dos y dos son cuatro”.
Las buenas nuevas consisten en la comunicación de un mensaje de verdad relativo a lo que Cristo efectuó y está efectuando a fin de salvarnos. Tiene por centro su propio sacrificio en la cruz. No se trata meramente de la esperanza de la salvación más allá de la muerte; se trata de paz, felicidad y reconciliación, de transformación del corazón aquí y ahora. Ver y apreciar lo anterior es a lo que la Biblia llama fe; y una fe tal trae la justicia al corazón del creyente. Pone fin a la fuga de energía emocional, puesto que la fe misma provee energía. “La fe... obra por el amor” (Gál 5:6). La palabra “obra” es en griego energeo. De ella derivamos nuestro término “energía”. Es así como la culpabilidad, el temor, la desavenencia y la sospecha son desterradas del corazón.
Repitamos la idea: todas esas buenas cosas que se supone que debemos hacer, nos resultan imposibles de realizar a menos que creamos en aquello que Cristo ha hecho ya por nosotros, y en lo que está haciendo ahora. Creer malas nuevas paraliza. Creer las buenas nuevas del evangelio trae la energía.
Un esposo o esposa incrédulo, incapaz de ver esas buenas nuevas demostradas en la vida del otro componente, resulta privado del medio más efectivo por el que Dios puede hacer que un cónyuge insoportable deje de serlo. Por otro lado, al esposo o esposa incrédulo que presencia diariamente esas “buenas nuevas” le resultará difícil ignorarlas.
4. Si hay esperanza para ti, la hay para tu esposo o esposa, puesto que Dios hizo “uno” de vosotros dos
El diablo está especializado en hacer creer a los matrimonios que uno y otro son “incompatibles”. Cuando se casan pueden haber sido realmente incompatibles, pero es el plan de Dios que vengan a ser progresivamente adecuados el uno para el otro, y cada vez más “uno”, si es que no frustran el designio de Dios para ellos. Él dijo: “Los dos serán una sola carne” (Mat 19:5). No dijo que los dos debieran ser una sola carne ni que pudieran serlo, ni tampoco que sería muy bueno que así sucediera. No: “Los dos serán una sola carne”. Dicho de otro modo: el plan de Dios consiste en hacer que personas que se creen incompatibles (el diablo les tienta a que alberguen esos sentimientos) resulten felizmente conjuntadas. Eso es lo que logra su gracia. Pero sucede solamente cuando permiten que Dios lleve a cabo su plan en ellos, o lo que suele ser equivalente: cuando dejan de oponerse a él.
Si lo que hemos dicho hasta ahora es verdad, tan ciertamente como uno de los componentes deja de ser insoportable mediante la gracia del Salvador, otro tanto puede suceder al otro. El mismo Dios que creó a uno, creó al otro, y dispuso que los dos fuesen “uno”. Por supuesto, Dios nunca fuerza la voluntad de nadie, de forma que siempre es posible resistir su gracia hasta el amargo final.
5. No resistas ese impulso de hacer o decir algo agradable a tu esposo o esposa
El hacer lo correcto descansa sobre el fundamento de creer lo correcto. Pero ¿cómo encuentra uno la voluntad y energía para obrar lo correcto? —Mediante la fe. La fe sólo es verdadera cuando “obra por el amor” (Gál 5:6). La fe permitirá que digas o hagas lo que resultará de ayuda, que puede ser simplemente dedicar a tu esposo o esposa palabras de sincero aprecio, hacerle algún regalo inesperado, darle a entender que su proximidad te resulta necesaria y gratificante, o quizá realizar alguna de esas tareas que requieren abnegación y que sueles rehuir obstinadamente. Hay mil formas en las que la fe puede proporcionarte la energía para lo que parecería imposible. Ese bendito impulso es en realidad la obra del Espíritu Santo. ¿Puedes reconocerlo? Dios está ya a la obra de salvar tu matrimonio. ¡Hazlo! ¡Dilo! Dios hace posible que seas diferente a como fuiste. Ese es su “oficio”: ser el Salvador.
Si tu palabra o acto de amor fueran rechazados, no reacciones con ironía. Eso podría echarlo todo a perder, y pondría en cuestión la motivación de tu acto o palabra amable. Acepta que la nobleza de tu propósito pueda ser puesta a prueba y no te desanime que así suceda. La bondad fingida no puede funcionar, pero la genuina tiene muchas posibilidades de lograr su objetivo. La genuina bondad no tiene otra forma de demostrar su autenticidad, excepto siendo puesta a prueba. Las pruebas que enfrentes en el espíritu correcto no harán más que incrementar las posibilidades de éxito. Si comprendes esto los reveses inesperados no te vencerán (ver 2 Ped 1:5).
“Bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian... como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos... Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Luc 6:28-36).
¿Funciona? —En efecto. El gobierno de Dios descansa en la realidad de que la luz es más fuerte que las tinieblas, el amor es más fuerte que el odio, el bien más fuerte que el mal y la gracia más poderosa que el pecado. Así, la gracia de Dios es tan poderosa como para resolver el más grave problema matrimonial, siempre que no resulte frustrada por una voluntad humana obstinada en resistirla.
“¡Ha logrado matar todo el amor que le tenía!” “Me siento incapaz de dedicarle sentimiento alguno; sencillamente soy incapaz de amarle”.
Expresiones tristes como esas, caracterizadas por el oscuro tinte de la fatalidad, parecerían hacer innecesario el resto de este capítulo. ¿Para qué esperar que vuelva a la vida algo que murió ya?
Pero ¿es realmente imposible que reviva lo que murió?
Los griegos y romanos de antaño imaginaban el amor sexual como un dios que disparaba flechas de pasión y “mataba” a sus víctimas, quienes no podían evitar enamorarse. Desde el siglo primero antes de Cristo los romanos han venido representando a Cupido en pinturas y estatuas, inmortalizando sus irresistibles conquistas. De resultar alcanzado por una de sus flechas nada podías hacer por evitar el seguro resultado.
Aunque aparentemente mucho más sofisticados, los seres humanos de hoy día tendemos a pensar en términos muy parecidos. Solemos ver en el enamoramiento una fatalidad tan inevitable como atrapar un resfriado de vez en cuando. El equivalente griego a Cupido era Eros, hijo de la diosa Venus. Para los helenistas el amor sexual era un dios. ¿Cómo podía un simple mortal oponerse al designio de un dios?
La misma idea impregna el pensar musulmán. A la mujer se le exige una modestia extremada debido a que se asume que la contemplación de la forma femenina o la exhibición de parte de su cuerpo despertará indefectiblemente una pasión incontrolable en el hombre, que a su vez resultará irresistible para la mujer. Les parece casi inconcebible que un hombre y una mujer, dejados solos, no terminen sexualmente implicados. Como en la antigua Grecia o Roma, la pasión sexual se considera “divina” en el sentido de que si te alcanzó Cupido es inútil resistir. La elección o voluntad de uno no tienen lugar alguno en un “amor” como ese.
El corolario es que, dado que careces de control alguno en el proceso del enamoramiento, careces igualmente de control en el proceso inverso: el des-enamoramiento. Es la otra cara de la moneda de Cupido, y el principio que subyace en los matrimonios quebrantados. Pero ¿es el “amor” de Cupido el amo y dictador de nuestras almas, de forma que no somos más que esclavos de sus órdenes de amar o de no amar?
La noción bíblica de amor es marcadamente diferente. La Biblia presenta el amor como un principio. Se lo puede someter a la voluntad —o controlar— en la medida en que el Espíritu Santo de Dios alumbra a aquel que cree en el Salvador. Cupido puede lanzar su flecha esperando que uno sucumba al encaprichamiento de un amor ilícito que lo llevará a la ruina, pero la Biblia nos enseña que podemos decir NO a ese tipo de impulsos. Cupido puede muy bien disparar su flecha una vez que te has casado, y hacerte creer que es inevitable que te enamores de alguien que no es tu esposo o esposa. Los paganos creían que un encaprichamiento como ese tenía origen divino, y por lo tanto justificaba la disolución de un matrimonio previo. Pero el verdadero cristiano comprende que tanto él como ella pueden elegir libremente negar esa invitación a la infidelidad y vencerla mediante el poder divino.
Escribió el apóstol inspirado: “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a toda la humanidad, y nos enseña que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente mientras aguardamos la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. Él se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda maldad” (Tito 2:11-14).
Negarse continuamente a caer en la tentación, ¿es una forma miserable de vivir? —No: es la única forma de vivir felizmente. No se trata de apretar los dientes y forzarte a decir NO a las tentaciones al amor ilícito. La Biblia especifica que la gracia de Dios “nos enseña” a resistir la tentación. Dejamos de ser esclavos de la pasión. En Cristo somos hombres y mujeres libres, disfrutando nuevamente del don divino de ser dueños para elegir, permitiendo que nuestras emociones y caprichos estén bajo su control. Si podemos decir NO a un amor ilícito, hemos ganado la victoria sobre la tentación. Poco puedes imaginar cómo te alegrarás cuando descubras que fuiste librado de una trampa que habría significado tu propia fosa.
Pues bien: si es posible decir NO a un amor ilícito, ¿no será posible decir SÍ a un amor que sabes que es honroso y apropiado, un amor que Dios te ha encargado que alimentes y cuides, aunque por el momento tu sentimiento vaya en dirección opuesta?
Cupido nada tiene que ver con Dios. Cuando tomas el compromiso de amar, honrar y cuidar al (o a la) que será tu esposo (o esposa) hasta que la muerte os separe, Dios espera que ames a tu pareja, y que seas feliz en ello. Naturalmente, es posible que tu pareja falte al espíritu —y a la letra— de ese compromiso, pero eso no te excusa de cumplir tu parte. De no ser así, el plan de Dios para el matrimonio sería una ruina segura.
Y ahora podemos redactar así la pregunta: ¿es posible amar a un esposo o esposa a quien sientes que no puedes amar?
La práctica totalidad de los lenguajes modernos tienen una sola palabra para expresar la noción de amor. El griego, lenguaje en el que se escribió el Nuevo Testamento, tenía al menos tres palabras para expresarlo en sus diferentes acepciones: eros, philos y ágape. Eros era el equivalente griego de Cupido: el dios de la pasión, el “amor” que depende de la belleza o bondad del objeto amado. Ese es el “equipo” con el que todos nacemos. Los paganos de antaño asumían que el eros era divino, puesto que era una misteriosa emoción que parecía arrastrar como una marea incontenible para cualquier barrera humana. Philos es un nivel inferior de amor, algo así como el afecto o la afición que tenemos por la música, el arte, etc.
Los apóstoles no dijeron jamás que Dios es eros. Juan escribió: “Dios es ágape” (1 Juan 4:8). Ese tipo de amor es un principio, no una pasión. Es libre y soberano. No depende de la bondad o belleza de su objeto. Por lo tanto, es capaz de amar a quien carece de belleza, y también al que es indigno de ese amor. “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno tuviera el valor de morir por el bueno [sería la forma más elevada de eros]. Pero Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros... siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5:7-10).
En contraste con el amor eros y philos, que dependen del valor de su objeto, el ágape es el tipo de amor que crea valor en el objeto amado. No tienes que “purificarte” antes de poder tener la seguridad de que Dios te acepta. Su amor te crea de nuevo, te hace algo tan precioso como el propio Hijo de Dios que se dio para tu redención.
El amor eros busca instintivamente poseer, mientras que el ágape es un amor que da, más bien que tomar o esperar recibir alguna cosa a cambio. Nuestro amor humano busca el placer para sí mismo, mientras que el ágape procura el bien de los demás. El amor humano está siempre ávido de recompensa; el ágape está dispuesto a prescindir generosamente de ella.
El ágape es un amor que los seres humanos no podemos generar por nosotros mismos. Es ajeno a nuestro planeta, y ha de ser “importado”. Ese amor incomparable es la revelación suprema del carácter de Dios tal como quedó demostrado en Cristo: “El amor [ágape] es de Dios. Todo aquel que ama [ágape] es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama [ágape] no ha conocido a Dios, porque Dios es amor [ágape]... En esto consiste el amor [ágape]: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados... Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor se ha perfeccionado en nosotros” (1 Juan 4:7-12).
El matrimonio que está basado solamente sobre el amor eros está cautivo de los antojos y caprichos de Cupido. A sus órdenes dejas de amar con la misma facilidad con que te enamoraste. Pero el amor ágape que Cristo da estabiliza nuestro amor humano. Leemos que el ágape “nunca deja de ser” (1 Cor 13:8), pero los restos de naufragios que pueblan las playas de nuestros matrimonios testifican de que nuestro amor humano, demasiado frecuentemente dejó “de ser”.
Dios desea que tu matrimonio sea feliz. Es posible introducir el ágape en tu amor conyugal, que adquiere así una grandeza antes desconocida. El mandato del Señor “Maridos, amad a vuestras mujeres” (Col 3:19), se escribió empleando una forma verbal del ágape. El amor de una esposa debe ser igualmente enriquecido por ese ágape de origen celestial. Lo anterior puede parecernos imposible a menos que afrontemos humildemente la realidad. Hemos de permitir que el don nos sea concedido de “arriba”. El apóstol exhortó: “Sed bondadosos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como también Dios os perdonó a vosotros en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor [ágape] como también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efe 4:31-32 y 5:1-2). El cómo lograrlo está contenido en esta expresión: “Como también Cristo nos amó”. Apreciar su amor significa que reconocemos que si él no hubiera muerto por nosotros, ahora estaríamos en la tumba. Debemos hasta nuestra vida física actual a su sacrificio por nosotros, sea o no que lo comprendamos o lo creamos. Todos están infinita y eternamente en deuda con su Salvador. Hasta el propio sol brilla y la lluvia cae por virtud de su sacrificio. Cada pan lleva la estampa de esa cruz, y cada manantial la refleja. Esa es la lección que enseña la Cena del Señor.
Al aceptar ese amor sublime comienzan a suceder cosas. Cuando nos hacemos conscientes —aunque sea en muy escasa medida— de nuestra debilidad y de lo insufribles que somos, de cuán indignos somos de haber recibido esa gracia mediante la cual “Dios os perdonó a vosotros en Cristo”, inmediatamente se hace infinitamente más fácil ser “bondadosos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros”. Como la primavera en el desierto azotado por la sequía, que comienza de nuevo a recibir el agua vivificante de la estación lluviosa, profundas emociones que habían dormido “secas” en alguna misteriosa cámara del corazón entenebrecido, comienzan a despertar y a florecer. Brota a una renovada realidad aquello que nos parecía definitivamente perdido en la imposibilidad. El mandamiento “amad a vuestras mujeres [vuestros maridos]” puede parecer tan imposible como mover montañas, pero cuando uno comprende cómo nos ha amado Cristo, el milagro se hace posible.
El ágape es el tipo de amor que está en armonía con la voluntad de Dios para nosotros, y con su ley. Podemos disponer nuestra voluntad para que reciba ese amor ágape “en Cristo” por su gracia. Eso es así debido a que todo aquello que constituye la voluntad de Dios es por definición posible. Más de un matrimonio “muerto” vivirá de nuevo al conectarse con esa Fuente última de auténtico amor.
Pero ¿puede el ágape reavivar el amor sexual de un matrimonio feliz, con sus insondables secretos? ¿Es posible recuperar esa “química”?
En su primera carta a los corintios Pablo les alentó a un experiencia sexualmente rica en el matrimonio. Pablo no les dijo que ‘el hombre no debiera tocar mujer’, tal como parecían haberle preguntado por escrito (1 Cor 7:1). Más bien les animó al disfrute honroso de la gratificación sexual matrimonial en el contexto de la experiencia ennoblecedora y enriquecedora del amor ágape, libre de egoísmo. En los versículos 3 al 5 les escribió: “El marido debe cumplir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su marido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro”.
El sexo es el don de la gracia de Dios a los esposos, a quienes Dios desea hacer “uno” para siempre. La unión sexual es la feliz intimidad precursora de toda una vida de felicidad.
La llama del amor es tan frágil que puede fácilmente apagarse por los errores de quienes forman el matrimonio. La culpabilidad nos puede bloquear, lo mismo que los celos corrosivos o el resentimiento. El amor sexual es algo de una delicadeza indescriptible. Una vez quebrantado, no hay fuerza natural que lo componga. Así parece ser, pero aquí es donde la gracia del Señor puede lograr lo “imposible”.
Hay una situación que hace difícil, incluso para la gracia de Dios, el que pueda rehacerse una relación marital quebrantada, y es lo que Jesús denominó “fornicación” (porneia) en Mateo 19:9. Constituye un terreno legítimo —aunque no obligado— para disolver una unión marital, ya que destruye el fundamento de confianza sobre el que descansa esa unión.
Las barreras para renovar el amor sexual son generalmente emocionales. Dios es el “admirable Consejero” (Isa 9:6) para quien no pasa desapercibida la caída de un pajarillo al suelo, y su cuidado infinito es capaz de recomponer la más maltrecha de las relaciones. “Hubiera yo desmayado si no creyera que he de ver la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes. ¡Espera en Jehová! ¡Esfuérzate y aliéntese tu corazón! ¡Sí, espera en Jehová!” (Sal 27:13-14).
Aquel que se apercibe de la caída de un pajarillo está también ocupado en la felicidad de la vida sexual de sus hijos. Algunos parecen albergar todavía la idea propia de la Edad Media según la cual la práctica del sexo es intrínsecamente vergonzante, y que Dios da la espalda a todo lo que tiene que ver con eso. Aquel que creó las misteriosas delicias del sexo, posee el bálsamo restaurador. Pero su restauración descansa en la contrición.
El orgullo y la justicia propia pueden asfixiar la delicada planta del amor tan ciertamente como el viento helado puede marchitar las flores de primavera. ‘Has traicionado el amor. Yo soy inocente. Estás en el error, y yo en la verdad. Mereces el infierno, y yo el cielo’. Sentimientos como esos, muy rara vez expresados pero tan frecuentemente acariciados en la mente, son totalmente injustificados, puesto que “todos pecaron” (Rom 3:23).
El verdadero registro de nuestros pecados no está en nuestra memoria consciente, sino en el cielo, donde hay una visión mucho más penetrante que los rayos X, que es capaz de ver a plena luz los recovecos más oscuros y profundos de lo inconfesable del ser humano. Los libros del cielo recogen los pecados que habríamos cometido de haber tenido oportunidad. Dios presta atención a nuestros motivos ocultos. El esposo o esposa considerado “inocente”, que nunca pudo ser acusado de infidelidad pero que la habría cometido al ser tentado si las circunstancias se lo hubieran permitido, no es inocente ante los ojos de Dios. Ambas partes, infiel e “inocente”, están necesitadas de la gracia de Dios. Y hasta que ambos lo reconozcan, no puede tener lugar la restauración que Dios está presto a proporcionar.
Amar a quien no es amable puede parecer una auténtica imposibilidad. Pero ese amor-ágape es capaz de iluminar con esperanza una situación que de otra forma estaría irremediablemente muerta. Hay poder creador en la palabra de Dios. Él creó el mundo a partir de la nada, ya que “llama las cosas que no son como si fueran” (Rom 4:17). ¿Acaso no podrá hacer otro tanto con un matrimonio “muerto”? —Ciertamente puede.
Jesús tuvo un encuentro con un hombre paralítico junto al estanque de Betesda. El sufriente había sido una ruina humana por treinta y ocho años. “Cuando Jesús lo vio acostado y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: —¿Quieres ser sano?” (Juan 5:6). El hombre apenas se atrevía a decir ‘sí’. Su respuesta fue como la nuestra cuando encontramos casi imposible creer una buena noticia: ‘No tengo quien me ayude. Otros los tienen, pero yo no’. No es difícil imaginar sollozos de desesperación en su penoso lamento.
Entonces Jesús le dijo: “Levántate, toma tu camilla y anda” (vers. 8). El paralítico hubiera podido argumentar acerca de la imposibilidad de obedecer esa orden. Pero eligió creer las buenas nuevas. Como Abraham, quien “creyó en esperanza contra esperanza” (Rom 4:18), el paralítico creyó, dando con ello fe de ser un auténtico hijo espiritual de Abraham. “Al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su camilla y anduvo” (vers. 9).
Hemos hablado en lenguaje delicado de un problema más que delicado. Pero Aquel que creó la delicadeza de los frágiles pétalos de una rosa es capaz de crear en ti y en tu cónyuge algo maravilloso que va más allá del mejor de tus sueños. Cuando lo haga, asegúrate de darle a él la gloria y recuerda siempre que la felicidad que descubriste es un don inmerecido. Es algo para cuya compra se requirió el sacrificio eterno de Jesús en la cruz. Sí, el don de Cristo incluye una vida de felicidad en el amor sexual.
Quizá conozcas la historia del capitán de barco que durante años había conducido su nave a través de aguas peligrosas guiado por una brújula. Cierto día colisionó con un fondo rocoso y se hundió. Al investigar el naufragio se rescató y examinó detenidamente la brújula. Alguien, al limpiarla, había dejado inadvertidamente un pequeño fragmento metálico de la hoja de un cuchillo en una oquedad de la caja de la brújula, de forma que la perturbación del campo magnético ocasionada fue suficiente como para desviar el rumbo y hacer que la nave encallara en las rocas.
Más de un matrimonio naufragó debido a que uno o ambos de sus miembros creyeron algo que desvió la brújula marital. Las creencias pueden ser decisivas. La verdad puede salvar y el error puede arruinar. El viaje matrimonial es lo suficientemente importante como para asegurarse de que cada una de las ideas que aloja nuestra mente se ajusta a la norma autorizada de la verdad: la Palabra de Dios.
Un artículo del Reader’s Digest enumeraba “cinco mitos que pueden hundir un matrimonio”. El denominador común son las ideas equivocadas que uno cree, y que pueden ser las responsables del fracaso matrimonial. Cierto.
Ese axioma tiene un corolario igualmente válido: las verdades que uno cree pueden cambiar un matrimonio amenazado, transformándolo en feliz. Si creer falsedades puede desintegrar un matrimonio, creer verdades inspiradas tendrá ciertamente un efecto restaurador. Ese es el principio bíblico de la rectitud por la fe: la vislumbre más profunda de cuantas ha conocido este mundo respecto al funcionamiento de la naturaleza humana.
El paganismo enseña que tu salvación depende de lo que tú hagas. Algunos grupos de declarada vocación cristiana han tenido dificultades para captar el genio de la gran idea expuesta en el Nuevo Testamento, consistente en que la salvación depende de creer aquello que es verdadero (si bien las buenas obras le son obligada consecuencia).
El esposo o esposa que jamás se dedicó a buscar con seriedad buenas cosas en su cónyuge puede llegar a divorciarse de él sin haberse apercibido de que una ruda apariencia exterior puede esconder una gran mina de oro en potencia. ¿Es posible que un cónyuge insoportable llegue a convertirse en un tesoro? Un viejo cuento habla de una princesa que besó a regañadientes un feo sapo, descubriendo con sorpresa el bello príncipe que el anfibio llevaba en su seno, y que quedó en ese acto liberado de su esclavitud. Por supuesto, no es más que un relato imaginario, pero pudiera ser la ilustración apropiada para un principio verdadero. ¿Puede un beso-ágape transformar un esposo o esposa-rana en un príncipe o princesa?
Las siguientes verdades que pueden salvar un matrimonio en apuros tienen su origen en una fuente inagotable de verdad: la Biblia. Puede parecer simplista la aseveración de que funcionan, pero lo hacen realmente si se ejerce fe y se acepta la conducción de Dios:
1. Dios fue el autor del matrimonio en el principio, y sigue juntando a un hombre y mujer para que vengan a ser uno, allí en donde se le permite actuar
Satanás intenta deshacer matrimonios debido a que odia todo cuanto tenga que ver con Dios. El Señor dio Eva a Adán, y Jesús enseñó una lección a partir del hecho: “Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mat 19:6). Podemos dar por seguro que Satanás procurará que se separe, pues está dominado por el odio destructor hacia todo cuanto Dios hizo. Pero la nota tónica de la Biblia es que Cristo ha conquistado a Satanás, lo ha “paralizado” (Heb 2:14: el verbo traducido como “destruir” significa en el original “paralizar”). Si podemos creer que Dios nos ha “unido” en nuestro matrimonio, y que él es más poderoso que el diablo, mil dificultades pueden quedar resueltas en un momento.
‘Pero mi esposo —o esposa— y yo estamos unidos en “yugo desigual”, precisamente la situación que el Señor indica que no debiera darse (2 Cor 6:14). ¿Cómo puede estar Dios implicado en nuestra unión?’
¿Estás realmente seguro de que estáis unidos en “yugo desigual”? “¿Qué sabes tú, mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (1 Cor 7:16). Lo que ahora te parece un incrédulo, puede resultar ser un magnífico hijo de Dios, de igual forma en que la fea crisálida se convierte un día en bella mariposa. Si finalmente tu esposo o esposa llegara a convertirse en creyente, eso significa que Dios lo ha tenido por tal durante todo ese tiempo, ya que él “llama las cosas que [aún] no son como si [ya] fueran” (Rom 4:17).
Cuanto antes ponemos la fe del lado de Dios, antes puede él realizar eficazmente su obra. Si es que buenas nuevas como esas se aplican o no a tu matrimonio, sólo el Señor puede decírtelo, y lo hará con seguridad si se lo pides postrado en contrición y humildad. ¡Escúchalo!
No olvides que Dios envía a menudo “dones” en envoltorios desprovistos de atractivo. El propio Jesús nació en un establo, entre cabras y gallinas. Vuelve a considerar una vez más el “don” que puedes estar tentado o tentada a despreciar. Puede encerrar un tesoro.
‘Pero yo me divorcié y he vuelto a casarme. ¿Cuál de los dos matrimonios he de creer que “Dios unió”?’ —Por extraño que parezca, es posible que ambos. Nuestros errores del pasado no nos privan de la gracia y conducción de Dios, excepto que los rechacemos. El Señor dice ahora: “Vete y no peques más” (Juan 8:11). “Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 17:30). No intentes solucionar una equivocación cometiendo otra. Si rompiste el corazón y la vida de una persona, no lo hagas con los de otra.
“La casa y las riquezas son herencia de los padres, pero don de Jehová es la mujer prudente” (Prov 19:14). Se trata del mismo Padre celestial que tiene cuidado del diminuto pájaro que cae al suelo. Su delicada mano está extendida para dar vida a tu matrimonio, puesto que para él “más valéis vosotros que muchos pajarillos” (Mat 10:31).
Si se lo permites, Dios bendecirá tu matrimonio a pesar de los denodados esfuerzos de Satanás por destruirlo. Esas bendiciones son el terreno sobre el que descansa la verdadera esperanza; y cuando hay esperanza, no existe dificultad imposible de remontar.
2. Tu esposo o esposa puede ser un diamante en bruto, esperando solamente la acción del Maestro joyero
Cuando opera el verdadero amor de Cristo en una persona, esta resulta invariablemente transformada. Pablo enumera un catálogo de personajes que era posible encontrar en Corinto: “ladrones... avaros... borrachos... maldicientes... estafadores”, incluso “fornicarios... idólatras... adúlteros... homosexuales” (1 Cor 6:9-10). A continuación añadió: “Esto erais algunos de vosotros, pero ya habéis sido lavados... justificados en el nombre del Señor Jesús” (vers. 11). Habían funcionado las buenas nuevas que Pablo les predicó. Hoy no son menos eficaces. En muchos casos, todo cuanto necesita un matrimonio en apuros es esas auténticas buenas nuevas. El más indicado para traerlas es el esposo o esposa creyente.
3. Con frecuencia sucede que personalidades difíciles lo son debido a un factor irritante oculto, un problema personal no resuelto que es causa de amargura
A menudo su raíz es un fallo en comprender que Dios ha venido siendo un Amigo, y no un enemigo divino. Una persona se vuelve irritable y desagradable cuando cree que Dios está contra ella. Esa es la razón por la que Pablo implora: “Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Cor 5:20). Más de una persona infeliz ha experimentado la paz cuando se produce la reconciliación en lo profundo. Hasta los chascos del oscuro pasado comienzan a verse en una nueva perspectiva más realista y positiva cuando la luz de Dios alumbra esos trágicos misterios.
4. Dios ha dispuesto ciertas ventajas o recursos al alcance de todo matrimonio, pero con frecuencia son objeto del descuido o incomprensión
(a) Orar juntos diariamente cementa la unión de dos corazones como ninguna otra cosa puede hacerlo. En nuestro mundo moderno de dobles empleos y carreras, de frenético aprovechamiento o mal-aprovechamiento de cada minuto del día, ese hábito sencillo casi ha desaparecido, y con él una considerable porción de estabilidad y felicidad matrimoniales.
Uno de los principios cardinales del exitoso programa de los Alcohólicos Anónimos es el reconocimiento, ante Dios y ante los semejantes, de que “no soy capaz de controlar mi compulsión a la bebida; necesito un Poder superior a mí”. Pues bien: puedes constituir, en el ámbito de tus cuatro paredes, tu propia “organización” de los Cónyuges Afligidos Anónimos. La dimensión espiritual falta en aquellos matrimonios en los que se deja a Dios aparte. Quienes se resisten y oponen a Dios cosechan frecuentemente el fruto de su incredulidad en trágico e innecesario sufrimiento.
Cuando él o ella tienen la entereza para hacer el reconocimiento al otro o la otra: ‘El problema nos supera; invitemos al Señor a que venga y bendiga nuestro infeliz matrimonio’, han comenzado ya a confrontar y superar la situación. El Señor es un Caballero; jamás irrumpirá en tu hogar sin que lo invites. Cuando cierta tarde dos discípulos iban andando hacia Emaús, Jesús —quien había resucitado— se les juntó de incógnito en el camino. Al llegar a su casa lo invitaron de forma más bien casual a que entrara y quedara junto a ellos. Él hizo como que debía continuar el camino. No fue sino hasta que “ellos lo obligaron a quedarse, diciendo: —Quédate con nosotros, porque se hace tarde y el día ya ha declinado”, cuando “entró, pues, a quedarse con ellos” (Luc 24:28-29).
Ese pequeño incidente arroja un diluvio de luz en lo que se refiere a la relación de Dios con nosotros. Él desea realmente entrar y bendecir nuestras familias con su grata presencia como Huésped, pero sólo si se lo invita. Esa es la razón fundamental para arrodillarse juntos cada día en oración. No importa lo extraño que pueda parecerte, hazlo y cree esa verdad. Él acepta toda invitación sincera y no desatiende tu petición aunque hayas tardado en formularla.
Las familias cristianas no participan del pan cotidiano sin invitar primeramente al Huésped Invisible a la mesa. Es extremadamente raro que se separe un matrimonio cuando ambos buscan juntos a Dios diariamente. Pueden amenazarles aún perplejidades y circunstancias irritantes, pero las afrontan con una renovada fuerza interior y se sobreponen a las dificultades.
(b) Cuando los padres se divorcian, los hijos suelen ser los peor parados. Si los padres reflexionaran en el hecho de que sus hijos son el producto de su unión en matrimonio, se lo pensarían más de una vez antes de considerar el divorcio.
Cuando un matrimonio se deshace, los hijos sienten que de alguna forma son responsables por ello. Dependiendo de su edad comprenden que son el “producto” de sus padres, y razonan: ‘Si el matrimonio que me trajo a este mundo es un fracaso, eso significa que quizá yo soy también un fracaso. No tengo nada por qué luchar, nada que hacer’. Puede incluso albergar un amargo sentimiento de la injusticia en la que está condenado a vivir, en la medida en que el amor que lo produjo está condenado a morir. Esa es la razón por la que muchos hijos de padres divorciados tienen un respeto propio deteriorado. Es más fácil lograr el ajuste emocional cuando se produce el fallecimiento de uno de los padres, que cuando se trata de la muerte de la unidad matrimonial que estuvo en el origen de su misma existencia.
El conocimiento de que los niños que crecen en un hogar feliz tienen las mayores probabilidades de desarrollar una personalidad equilibrada y capaz debiera ser un poderoso incentivo para que los padres hagan todo esfuerzo posible por lograr ese hogar feliz.
(c) Sucede en ocasiones que un esposo o esposa intratable se convierte en flexible cuando su cónyuge cede generosamente en un conflicto. Jesús dio consejo sobre algo que parece ser un tema sin relación alguna con el presente, pero que es extraordinariamente apropiado en el actual ambiente de discordia matrimonial y sentencias judiciales de divorcio: “Ponte de acuerdo pronto con tu adversario entretanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez” (Mat 5:25).
Puede sonar extraño llamar “adversario” a un cónyuge, sin embargo en demasiados casos es una acertada descripción de la realidad. En ese contexto es bien posible ganar una discusión a costa de perder un matrimonio.
Aunque la Biblia dice: “Las casadas estén sujetas a sus propios maridos” (Efe 5:22), “el marido es cabeza de la mujer” sólo en el sentido en que “Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador” (vers. 23). Cristo está lleno de gentileza y humildad. Él dijo: “Soy manso y humilde de corazón” (Mat 11:29). Eso puede ser una lección difícil de aprender para muchos maridos, pero si la ponen en práctica descubrirán que a su esposa le resulta mucho más fácil estar “sujeta” a él y aceptarlo en su asignación como cabeza de familia.
La esposa puede deshacer mil nudos gordianos de amarga tensión cediendo en asuntos que no comprometan sus principios morales, incluso persuadida de poseer la razón y de que su esposo está en el error. Algunos hombres sólo son capaces de aprender de la forma más penosa: equivocándose. Si tal resulta ser el caso, la esposa puede demostrar verdadera sabiduría si es capaz de mantenerse en silencio, rehusando pronunciar el consabido ‘¡ya te lo dije!’
5. Deja de centrar la atención en tu propia felicidad y convierte tu matrimonio en un ministerio de amor para otros
Más
de un matrimonio es miserablemente infeliz por la simple razón de que es una
unión egoísta. El amor que trae la felicidad al matrimonio es el tipo de amor
que procura la felicidad de los otros, no sólo “del otro”. Haz lo posible por
implicarte junto con tu pareja en algún tipo de actividad de ayuda a los
necesitados. Aplicaos a aligerar las cargas de otros y comprobaréis qué pronto
resulta aligerada vuestra propia carga. Terminaréis desencallando.