Contemplar su gloria
Tema nº 6

William Brace
Vichy, 27-30 septiembre 2001


Quisiera hoy estudiar un par de textos referentes al evangelio. Quizá sean textos con los que no estáis demasiado familiarizados. Quizá no se trate de un tema habitual en las predicaciones.

Hechos 26:14:

“Y habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba, y decía en lengua hebraica: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra los aguijones”

Este es un escenario muy real. No hay aquí nada teórico, nada teológico, en el sentido de la enseñanza habitual en los seminarios de teología. Lo que percibimos es algo muy práctico. Es -por decirlo así- el sentido práctico del Evangelio.

Saulo creía que estaba obrando muchísimo por Dios y por su causa, pero realmente sabemos que estaba haciendo todo lo contrario: iba en contra de Dios y de su obra. Y el Señor -nos dice la Escritura- tuvo que decirle: “¿Por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón”. Dios estaba reprendiendo a Saulo mediante su conciencia. Aquel “silbo apacible” traía convicción de pecado a su alma. Finalmente hubo una confrontación, y el Señor dijo a Saulo: ‘Hijo: aunque te apoye toda la sinagoga, estás obrando en contra mía, y eso te resulta muy duro, complicado y difícil.’ Si vosotros y yo decidimos tomar la determinación de ir a la destrucción y perdernos, sepamos que a cada paso de nuestro camino el Señor nos rogará, porque él no quiere nuestra perdición. Podemos pues dar gracias a Jesús por continuar haciendo por nosotros la misma obra que hizo con Saulo: ponernos difícil la perdición eterna.

¿Estáis agradecidos a Jesús por eso? Yo sí, puesto que también he sido como Saulo. Dios nunca nos deja ni nos abandona; él no soporta nuestra perdición; quiere que seamos salvos.

Proverbios 13:15:

“El camino de los prevaricadores es duro”

Dios ha hecho difícil el camino del transgresor, a fin de que se arrepienta. Un pensamiento tal me motiva a considerar el evangelio. Y hoy espero hablaros un poco del evangelio.

Nos hemos referido ya a la justificación legal, corporativa o universal. Bien, ahora desearía hablaros de la justificación por la fe: del aspecto subjetivo de la justificación. Hemos hablado de la parte objetiva: de lo que Dios ha hecho por todo ser humano, al margen de lo que éste haga o deje de hacer; y ahora hablaremos del aspecto subjetivo, es decir, de la parte que nos corresponde a nosotros: la fe, o el creer.

Efesios 2:8:

“Por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios”

Hoy quiero tratar con vosotros el siguiente tema: la fe. ¿Qué es eso que llamamos fe?

Como sabéis, en el idioma griego del Nuevo Testamento, la palabra fe viene de la palabra creer. Oímos frecuentemente la expresión: “la fe del Nuevo Testamento”. No estoy seguro de que se deba emplear esta expresión. Pienso que la fe es la fe, al margen de la época en la que se ejerza. A veces da la impresión de que pensáramos que la fe del Antiguo Testamento no es de la misma calidad, o que es diferente de la del Nuevo Testamento, cuando realmente no es así.

Los grandes ejemplos de la fe, los grandes héroes de la fe, en las Escrituras, se describen en el libro de Hebreos, capítulo 11. Y es significativo que todos los personajes citados allí pertenecen al Antiguo Testamento. Aún más: el gran paradigma de la fe, en el Nuevo Testamento, es Abraham, y a él se lo conoce como al padre de los creyentes.

Romanos 4:1, 11, 12, 16 y 17:

“¿Qué, pues, diremos que halló Abraham nuestro padre según la carne?...

Y recibió la circuncisión por señal, por sello de la justicia de la fe que tuvo en la incircuncisión: para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados, para que también a ellos les sea contado por justicia; y padre de la circuncisión, no solamente a los que son de la circuncisión, mas también a los que siguen las pisadas de la fe que fue en nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado...

Por lo tanto es por la fe, para que sea por gracia; para que la promesa sea firme a toda simiente, no solamente al que es de la ley, mas también al que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros, (Como está escrito: Que por padre de muchas gentes te he puesto) delante de Dios, al cual creyó; el cual da vida a los muertos, y llama las cosas que no son, como las que son”

Gálatas 3:7-9 y 29:

“Sabéis por tanto, que los que son de fe, los tales son hijos de Abraham. Y viendo antes la Escritura que Dios por la fe había de justificar a los Gentiles, evangelizó antes a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. Luego los de la fe son benditos con el creyente Abraham”

He querido haceros esta observación para que cuando hablemos de fe vuestras mentes no se queden con la idea exclusiva de que la fe del Nuevo Testamento sea distinta de la del Antiguo, o de una calidad inferior. La fe es fe, esté donde esté.

Hemos leído que somos salvos por la gracia mediante la fe, o a través de la fe. Ahora leamos

Romanos 10:9 y 10:

“Si confesares con tu boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia; mas con la boca se hace confesión para salud”

Vemos en estos versículos que la fe tiene que ver con el corazón. “Con el corazón se cree para justicia”. La voluntad de la fe, o la voluntad de creer, es nuestra respuesta al Evangelio. Así pues, no es tanto un asentimiento intelectual, si no que es algo que tiene relación muy definida con la esencia misma de nuestro ser. Nuestro amor por Dios debe expresarse mediante el acto de la fe. Podríamos decir que la fe es el aprecio de todo corazón por lo que Dios ha hecho, el aprecio por la obra de Dios hecha en nuestro favor. Esta definición de fe que acabamos de expresar, ¿os resulta familiar? La utiliza un autor bien conocido por vosotros. Es una maravillosa expresión (del pastor Wieland). Pero, ¿de dónde creéis que el autor la extrajo?

La primera vez que escuché esta definición de fe, fue de labios de un teólogo escocés, un tal A.B. Bruce. No sé si lo conocéis. A mediados del siglo XIX escribió un libro que en su reedición se tituló: “La formación de los doce”, refiriéndose a los doce discípulos. Aún es posible encontrarlo. Es un libro extraordinario.

En ese libro leí por primera vez esta expresión que define la fe como la apreciación profunda del corazón hacia el Evangelio. Esta expresión existía antes de que E. White escribiera, y desde luego antes que escribiera el pastor Wieland, o de que ni siquiera existiera. Esa forma de definir la fe encierra un concepto profundo y maravilloso. Repitámoslo: la fe es una sincera apreciación del corazón por lo que Dios ha hecho por nosotros. Recordad lo dicho en uno de los temas anteriores: que una de la razones por las cuales cayó Lucifer –según explica E. White– fue la falta de apreciación por el amor de Dios, la falta de agradecimiento por un amor tal. Lucifer dejó de mostrar agradecimiento por lo que Dios había hecho. No se mantuvo en una actitud de agradecimiento. Así, vosotros y yo estamos en necesidad de recordar continuamente el grandioso amor de Dios y su obra, a fin de que nuestras almas sean confortadas, y nuestras voluntades subyugadas.

Esta es la razón por la cual, en las horas finales de la historia, los que carezcan de esta fe que hemos definido como una apreciación profunda y sincera del amor de Dios, naufragarán. Lo que nos motiva a ser fieles es el saber que Dios y Cristo nos aman, demostrándolo al dar la vida de Cristo por la humanidad. La comprensión y fijación de esa verdad en el corazón, hará lo mismo que hizo con los discípulos esa verdad: los transformó, de ser un grupo de insubordinados antes de la cruz, a ser un grupo de personas con el alma subyugada, después de ella. La revelación del amor desplegado en la cruz, el ágape revelado allí, enternece y subyuga el alma.

Los conceptos que llenaron los corazones de los discípulos en aquellos diez días antes de Pentecostés, transformaron sus vidas. Y el derramamiento del Espíritu Santo confirmó esa nueva mente que habían recibido. Cayeron enormes aguaceros de gracia dándoles fortaleza, y dando la confirmación de aquello que Cristo había hecho por ellos.

Gálatas 5:6:

“En Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión; sino la fe que obra por el amor”

Actualmente oímos a muchos hablar de la fe y de las obras. Es una de las discusiones favoritas en las clases de escuela sabática. El típico debate de, “si somos salvos por la fe, o por las obras”. Y sabemos todos la respuesta. Nadie, espero, pretende ser salvo por sus buenas obras. Aunque de acuerdo con la enseñanza de Pablo, hay una fe genuina que obra, es una fe obediente, sumisa, que obra por el amor (ágape). Esa fe no es algo inactivo. La verdadera fe, obra. Si no obra, no es verdadera fe.

Sabemos pues que la fe es un don. Pero ¿cómo la obtenemos?

Romanos 10:17:

“La fe es por el oír; y el oír por la palabra de Dios”

La fe viene por el oír, y el oír, por la palabra de Dios. Pero Jesús es la Palabra, el Verbo. La fe, por lo tanto, viene de Jesús.

Somos llamados a vivir como hombres y mujeres justos por la fe. A fin de que Jesús nos dé la fe, hemos de entender primeramente que él no podría darnos algo que no hubiese experimentado personalmente.

Sería imposible que Cristo nos diera su justicia, a menos que él mismo hubiese vivido previamente esa justicia.

Todo esto viene a ser todavía más importante cuando hablamos de la naturaleza de Cristo, tema que juntamente con el de los dos pactos trataremos posteriormente, al igual que el concepto del arrepentimiento corporativo. Comprendamos que Dios no puede darnos algo que él mismo no haya experimentado personalmente. Todo lo que él nos da, procede de él mismo, por eso es lógico que él nos lo dé. No podemos obtenerlo de ninguna otra fuente; sólo de él.

Gálatas 2:16:

“Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para que fuésemos justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley; por cuanto por las obras de la ley ninguna carne será justificada”

Hay un error que se repite, una expresión que está erróneamente traducida en algunas versiones. El error es que en muchas versiones la frase “la fe de Jesucristo”, está traducido como “la fe en Jesucristo”, y esta última traducción no es la más acertada. Aconsejo siempre a los estudiantes de la Biblia en el mundo anglosajón que no menosprecien la traducción de “King James”, puesto que es más fiel al original que muchas de las traducciones modernas. Recordad que en el libro de los Gálatas, Pablo nos advierte de la necesidad absoluta de predicar el único y verdadero evangelio.

Como adventistas, demasiadas veces hemos estado más preocupados en defender la verdad del sábado y la verdad del estado de los muertos, y también la verdad de la creación, la de la reforma pro-salud, etc. Es decir, todas las doctrinas que pensamos que nos caracterizan, y sin embargo parecemos no estar tan preocupados por la recuperación del auténtico y verdadero evangelio. Que muchos se tomen a la ligera verdades como el sábado, el estado de los muertos, la reforma pro-salud y otras, es debido a una comprensión errónea del evangelio, es el resultado inevitable de no haber entendido correctamente el evangelio. No es que esas verdades sean erróneas, ¡no!: lo erróneo es nuestra comprensión del evangelio. Y nuestra misión es recuperar ese verdadero evangelio en su pureza. Pablo dijo que todo aquel que predica un evangelio diferente, sea anatema (Gál. 1:8 y 9).

Se trata de una advertencia realmente solemne. Me estremece como pastor. No es algo banal. Cuando miro hacia atrás en mi ministerio, me doy perfecta cuenta de que he estado más preocupado intentando hacer comprender a la gente que habían de guardar el sábado y no el domingo, y sin embargo no he puesto la misma energía a la hora de presentar el evangelio en su integridad.

Volvemos a Gálatas 2:16: Somos justificados por la fe de Jesús; esa es la traducción correcta. Es su fe la que nos justifica. Nosotros hemos creído también en Cristo Jesús, porque hemos visto que su fe nos ha justificado. Su fe genera en nosotros la fe en él. Es decir: la fe de Jesús es el objeto directo de nuestra fe. Esto es lo que llamamos justificación por la fe.

Ese experimentar la justificación efectuada por la fe de Jesús, es lo que llamamos la experiencia del nuevo nacimiento. Hemos leído: “para que fuésemos justificados por la fe de Cristo”... “y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado”. E. White nos advierte del peligro de convertir a la fe en nuestro salvador. Eso sería convertir a la fe en una obra de la que podemos jactarnos. Pero en realidad, todo viene de Dios mediante Jesucristo. Ni siquiera es nuestra fe la que nos salva: es la fe de Jesús. Pero Jesús nos da su fe. ¿Cuánta fe nos da?

Romanos 12:3:

“Conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”

Dios dio una medida de fe a cada uno. Él es el Creador, el originador de la fe.

Hebreos 12:2:

“Puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, en Jesús”

¿Habéis oído decir, “quisiera tener más fe”, o “quisiera tener tu fe”? ¿Pensáis que unos tienen más fe que otros? Algunos han venido a mí diciendo: “pastor, ore por mí, porque usted tiene más fe que yo”. Pero los textos leídos anteriormente nos dicen lo contrario. Sabemos que Dios no hace acepción de personas, y Dios da a todo hombre la misma medida de fe. La razón por la cual algunos creen tener más fe que otros, o parecen tener más fe que otros, no es porque Dios les haya dado a ellos más fe que a otros, sino porque ellos han elegido personalmente ejercer y desarrollar la fe más que otros. Todos han recibido una medida de fe, recordemos esto. Dios quiere que ejerzamos y desarrollemos la fe que él nos da. Algunos dicen: ‘¡que fe tan débil, la mía!’ El pastor Waggoner dijo: 'Nadie puede decir que tiene una fe débil; lo que sí puede decir es que él es débil en la fe. Ya que la fe que se le dio no puede ser jamás débil, puesto que es la fe de Jesús'.

Nunca digamos, pues, que tenemos una fe débil. Cuando Cristo nos da su fe –dijo Waggoner- él se nos da a sí mismo, puesto que toda la fe está en él. Cuando Jesús se nos da a sí mismo, se nos da toda la fe necesaria y suficiente para vivir con rectitud. Dios nos ha dado absolutamente todo lo que necesitamos para vivir una vida justa por la fe.

En los últimos días de la historia habrá una oportunidad para que ejerzamos nuestra fe como nunca antes. Y a menos que la estemos desarrollando ahora, cuando llegue la hora de la prueba nuestra fe será como arenas movedizas. Así que, deseo llamar vuestra atención en cuanto al hecho de que la fe que caracterizará al pueblo que goce de la experiencia en el lugar santísimo, será un tipo de fe como la de José.

Génesis 39:9:

“No hay otro mayor que yo en esta casa, y ninguna cosa me ha reservado sino a ti, por cuanto eres su mujer; ¿cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?”

Esta es la fe de José, que en realidad es la fe de Jesús; una fe que no está preocupada por su salvación, por su propio beneficio.

José no dijo: ‘No. No puedo acostarme contigo, no vaya a ser que me contagie de SIDA o alguna otra enfermedad venérea’. Tampoco dijo: ‘No. No me acostaré contigo porque si nos descubre Potifar el escándalo sería horrible; todo el mundo se enteraría. ¡Que vergüenza!’ Esa no fue la motivación de José. Y aún más: José tampoco dijo: ‘Si me acuesto contigo me perderé’. La preocupación de José era que no quería pecar contra Dios. El honor de Dios estaba en juego, y José lo sabía. Esta es la fe que valdrá en los últimos momentos de la historia: una fe que no está preocupada por nosotros mismos, sino por la honra y gloria de Dios.

E. White hizo una declaración profunda. Como sabéis, no tuvo una educación universitaria, y no sé de donde sacó esta afirmación. Está en El Conflicto de los Siglos (p. 677), y dice algo así: ‘el Diablo se acercará a los elegidos, y los tentará con la idea de que existe todavía un pecado oculto en sus vidas’. ¿Y cuál será la motivación de los elegidos para examinarse a sí mismos? Esto es muy importante. No estarán preocupados porque si hubiese un pecado en sus vidas se les privaría de la vida eterna. No es esa su motivación. Están preocupados porque si hubiese un pecado en sus vidas, deshonrarían a Dios. Los que vivamos en el tiempo de angustia habremos experimentado la fe que penetra dentro del lugar santísimo, habremos gozado del ágape, de forma que nuestra única preocupación, el único motivo de nuestras vidas por el cual no querremos de ninguna forma tener un sólo pecado escondido, es porque traería deshonra a Dios, a quien deseamos glorificar y honrar.

Las personas que no conocen el mensaje del santuario, incluidas las que lo rechazan, los que no entran por la fe en el lugar santísimo, las personas que no conocen esta motivación desprovista de egoísmo, motivación que no está centrada en el “yo”; los que desconocen esta motivación que tiene por objeto la gloria de Dios, estas personas no pueden desarrollar por completo la verdadera fe de Jesús, quien no vivió pensando en su salvación (Fil. 2:5).

Es mediante nuestra comprensión del mensaje del santuario y de la plenitud del verdadero evangelio; es decir, de la plena revelación del ágape, como puede morar en nosotros este tipo de fe.

Algunos todavía hoy, incluyendo a adventistas del séptimo día, piensan que lo único importante, lo que interesa realmente es su propia salvación. “¿Hay algo más importante que mi salvación?” ¿Podéis imaginaros a Cristo pensando algo así? -Yo no. El que seamos salvos o no, es secundario al compararlo con la gloria y el honor de Dios. Os animo hoy a permitir que Jesús os revele ese tipo de fe, y que aumente vuestra fe, para que esa fe nunca más esté centrada en vosotros mismos, en vuestro interés particular. Que Jesús os dé la fe que tiene por objeto el honor y la gloria de Dios. Este tipo de fe no es algo natural en el ser humano, en nuestro estado caído. Es un don de Dios. Ojalá estemos hambrientos por ese tipo de fe, la fe de Jesús, una fe como la que él tuvo, porque “el Cordero es digno”. Amén.

 

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