Ofrecemos aquí en su
integridad los capítulos 5 y 6 del libro “Lo que todo cristiano debería
saber sobre ser justificados”, del profesor Arnold Valentin Wallenkampf.
Fue publicado por Review and Herald en 1988 (coincidiendo con el centenario de 1888).
La actual versión es la traducción al castellano que publicó ACES en 1989. El
autor, hoy ya en el descanso, fue profesor de religión en el Colegio Unión de
Nebraska y en la Universidad de Loma Linda, California. Culminó su carrera como
director asociado del Biblical Research Institute (Instituto de investigaciones
bíblicas) de la Asociación General. Los dos capítulos ofrecidos presentan la
justificación objetiva en Cristo como base y fundamento de la justificación por
la fe, en una luz nueva y refrescante que deriva de los grandes conceptos del
mensaje que en su gran misericordia nos envió el Señor mediante los pastores
Jones y Waggoner.
La justificación temporaria universal
Mientras
Moisés y Josué estaban en el monte hablando con Dios, en la llanura el pueblo
de Israel se puso inquieto. En su ociosidad, prevalecieron sobre Aarón para
hacer un becerro de oro. Y adoraron esto como su dios y su libertador de
Egipto. Dios decidió destruirlos por su idolatría.
Moisés,
viendo con sus propios ojos su desenfrenada idolatría, percibió que les
aguardaba la muerte. Intercedió por ellos. Amaba al pueblo y no quería que
muriera, pero también estaba preocupado por el honor de Dios. Temía que si Dios
no lograba llevarlos hasta Canaán, la Tierra Prometida, como lo había
prometido, los paganos tendrían la impresión que era incapaz de hacerlo. Moisés
no quería que hubiese una sola mancha en el nombre y en la reputación de Dios.
Así que le dijo a Dios que prefería que su propio nombre fuera borrado de su
libro antes que ver que el pueblo de Dios pereciera en el desierto. Al ponerse
así Moisés en la brecha, Dios cedió y decidió perdonar a su pueblo y dejarlos
vivir (véase Éxodo 32; Sal 106:23).
Cuando
Adán y Eva, en el inmaculado Jardín del Edén, hicieron lo que Dios les había
dicho que no hicieran —comer la fruta prohibida—, Jesús se colocó en la brecha.
“Cristo, el Hijo de Dios, se colocó entre los vivos y los muertos, diciendo: ‘Caiga
el castigo sobre mí. Estaré en el lugar del hombre. Él tendrá otra oportunidad’”1
En esta forma, Jesús, la segunda persona de la Divinidad, se convirtió en
nuestro Salvador, “el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo”
(Apoc 13:8). Así, “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no
tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Cor 5:19). “Siendo enemigos,
fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5:10). Al dar su
vida en la cruz, Jesús “por todos murió” (2 Cor 5:15). Todos han sido
redimidos, pero no todos están salvados.
Elena
G. de White comenta: “Tan pronto como hubo pecado, hubo un Salvador”.2
“Cristo se convirtió en nuestro sustituto y en nuestra certeza. Él tomó sobre
sí el caso del hombre caído. Se convirtió en el Redentor, el Intercesor. Cuando
se proclamó la muerte como la pena del pecado, él ofreció dar su vida por la
vida del mundo, para que el hombre pudiera tener una segunda oportunidad”.3
Los hombres y las mujeres vivieron en esta tierra desde la misma entrada del
pecado hasta que Jesús hizo su sacrificio en la cruz mediante el ofrecimiento
de Cristo de ocupar el lugar del pecador y morir en el madero del Calvario
cuando viniera “el cumplimiento del tiempo” (Gál 4:4).
Sólo
mediante su sacrificio es que nosotros y toda la gente del mundo entero está
viva aún hoy. Por la muerte de Cristo en la cruz Dios nos trata temporariamente
como si todos fuéramos justos. Por virtud de la cruz, todos disfrutan de la
vida a través de la justificación temporaria universal (temporal y forense).
Todos son puestos en una relación inmerecida de vida con Dios.
Todos
los pecados son cubiertos temporalmente por la sangre de Jesús. “Mas Dios
muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió
por nosotros” (Rom 5:8). Esta misericordia divina se manifiesta a las criaturas
indignas porque Jesús “es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente
por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2). Dios
envió a su Hijo “en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10) porque ama
a la humanidad. La justificación temporaria universal, además de ser llamada
forense, también puede llamarse justificación legal, técnica, objetiva o
impersonal. Está basada solamente en la bondad de Dios para con todos, sin
tener en cuenta la actitud del individuo hacia él.
En
el antiguo servicio del santuario, el sumo sacerdote llevaba los nombres de
todas las tribus en su pectoral. Simbólicamente llevaba el nombre de cada
individuo sobre su corazón ante la misma presencia de Dios. De la misma manera,
Jesús lleva en su corazón a cada persona nacida en este mundo, lo haya aceptado
o no como su Salvador.
Al
dar su vida en la cruz, Jesús nos aseguró a todos la vida física e hizo
provisión para la vida eterna. En la cruz, él expió temporariamente todos
nuestros pecados conocidos y desconocidos, confesados y no confesados. Y “como
nuestro Mediador, Cristo trabaja incesantemente. Sea que los hombres lo reciban
o lo rechacen, él trabaja diligentemente por ellos. Les otorga vida y luz,
esforzándose mediante su Espíritu por ganarlos del servicio de Satanás”.4
En la cruz, él quitó todas las barreras para la salvación de todos y hace la
invitación: “Venid, que ya todo está preparado” (Luc 14:17).
Todas
las personas nacidas en este mundo, junto a nuestros primeros padres, somos
culpables de rebeldía ante Dios. Todos hemos perdido el derecho a la vida y
merecemos la muerte. Pero Dios no creó al hombre para que pereciera; lo creó
para estar en comunión con él y con sus santos ángeles. De acuerdo con el plan
del Creador, cada persona nacida en este mundo viviría para siempre en su misma
presencia. A fin de cumplir este propósito, Jesús se ofreció voluntariamente
para morir, y él murió para que los pecadores pudieran vivir tanto temporalmente
como por la eternidad, si eligen estar a disposición de la bondadosa
provisión de Dios para la vida eterna.
El
propósito de la justificación temporaria universal —o temporal— es dar tiempo a
los rebeldes contra Dios y su gobierno —que todos hemos sido y podemos serlo
todavía— para que cambien sus actitudes hacia Dios y su gobierno. Él lo hace
para darnos la oportunidad de escoger ser ciudadanos leales de su reino. De
esta forma, la justificación temporaria universal no implica un cambio ético o
un cambio en la actitud de la persona hacia Dios. Sólo significa que Dios trata
temporariamente con los pecadores como si fueran justos, a pesar de su actitud
de rebelión hacia él.
En
su justificación temporaria universal, Dios manifiesta tierna compasión hacia
todos. Otorga a todos una suspensión de la sentencia de muerte no ejecutándolos
inmediatamente a pesar de sus pecados. Esta suspensión está ideada para romper
el obstinado corazón del pecador y acercarlo a su Salvador en arrepentimiento.
Jesús
le dijo a la mujer tomada en adulterio: “Ni yo te condeno; vete, y no peques
más” (Juan 8:11). O parafraseándolo: “Ven ahora y abandona tu vida de pecado”.
Cuando la mujer temblorosa escuchó estas palabras bondadosas, “su corazón se
enterneció, y se arrojó a los pies de Jesús, expresando con sollozos su amor
agradecido, confesando sus pecados con amargas lágrimas”.5 Jesús no
la condenó aunque era pecadora. Dios trata en la misma forma bondadosa a todos
los pecadores. Él no condena a nadie hoy. Hoy todavía es “el día de salvación”
(2 Cor 6:2), no del juicio y de la condenación (véase Juan 3:17). Por virtud de
la justificación temporaria universal, Dios comúnmente elige no exigir la paga
del pecado durante la vida de una persona en la tierra. Más bien, él la trata —y
recibe a toda persona nacida en este mundo— como si mereciera la vida. Si no lo
hiciera, ninguna persona estaría viva hoy. Cada uno de nosotros estaría muerto,
porque todos somos pecadores.
Si
no fuera por la sangre derramada de Cristo —tanto anticipatoria para las
generaciones anteriores a la cruz como histórica para nosotros—, no habría
vivido ni siquiera una persona en esta tierra. Todos hubieran muerto a causa
del pecado. Es sólo por el sacrificio de Cristo y por su intercesión que
estamos vivos. “A la muerte de Cristo debemos aun esta vida terrenal. El pan
que comemos ha sido comprado por su cuerpo quebrantado. El agua que bebemos ha
sido comprada por su sangre derramada. Nadie, santo o pecador, come su alimento
diario sin ser nutrido por el cuerpo y la sangre de Cristo”.6
El
salmista testifica: “Bueno es Jehová para con todos, y sus misericordias sobre
todas sus obras” (Sal 145:9). “Hace salir su sol sobre malos y buenos, y...
hace llover sobre justos e injustos” (Mat 5:45). Dios no priva a los impíos de
su dadivosidad, reservándola sólo para los que le aman y le sirven. Él derrama
sus bendiciones tanto sobre justos como injustos. En verdad, “el amor del Señor
no tiene fin, ni se han agotado sus bondades. Cada mañana se renuevan” (Lam
3:22-23, versión Dios habla hoy). Jesús mismo enfatizó esta verdad
cuando dijo que su Padre “es benigno para con los ingratos y malos” (Luc 6:35).
En
esta vida no hay una diferencia clara entre cómo trata Dios a los santos y a
los pecadores. Ambos están bajo la protección de la gracia de Dios; ambos se
benefician con la sangre derramada por Jesús para todos.
El
salmista notó esta imparcialidad temporaria por parte de Dios. En un momento de
miopía espiritual, se sintió lleno de envidia por la prosperidad de los impíos.
Retrospectivamente, confesó: “En cuanto a mí, casi se deslizaron mis pies; por
poco resbalaron mis pasos. Porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la
prosperidad de los impíos” (Sal 73:2-3). Él venció su “mareo” espiritual cuando
entró al santuario (véase Sal 73:17). Allí percibió que habría un juicio o una
rendición de cuentas final, en la cual cada uno cosecharía lo que había
sembrado en la carne (véase Gál 6:7).
He
pasado la mayor parte de mi vida en las aulas, estudiando o enseñando. Algunos
de mis alumnos eran buenos, otros no tanto. Pero durante las semanas o los
meses del curso lectivo no había diferencia en mi trato con ellos. Todos eran
aceptados igualmente. La diferencia no aparecía hasta el examen final. Algunos
pasaban los exámenes, algunos fracasaban. La diferencia clara entre los justos
y los impíos, entre los salvados y los no salvados, entre los que sólo son
justificados en un sentido forense y los que son justificados por fe, no será
evidente hasta que el curso de la vida haya terminado, es decir, en el juicio
final.
Dios
no tiene hijastros. Todos los seres humanos son los hijos de Dios por
naturaleza puesto que él los creó. Pero Dios desea que nosotros seamos más que
sus hijos por naturaleza. Él desea que seamos sus hijos e hijas espirituales;
él quiere que entremos en una relación de padre‑hijo y padre‑hija
con él. El hijo pródigo era el hijo carnal de su padre aun cuando estaba en una
tierra lejana y no disfrutaba de una relación padre‑hijo con él. Pero “volviendo
en sí” (Luc 15:17) regresó a su padre y se convirtió en un verdadero hijo. Esto
es más que ser un hijo según la carne.
Misericordiosamente
Dios nos otorga vida a pesar de nuestros pecados, para que podamos entrar en
una genuina relación padre‑hijo con él y estar preparados para vivir con
él en completa comunión y gozo por la eternidad. La diferencia entre ser sólo
un hijo carnal o terrenal, y ser un verdadero hijo de Dios se hará evidente al
final de la vida temporal. Ni siquiera el pecador no arrepentido es condenado
durante su vida temporal. Su condenación fatal no llegará sino en el juicio
final.
Entre
los antiguos hebreos nadie era condenado o cortado del pueblo sino hasta el Día
de la Expiación anual. De la misma manera, por virtud de la muerte de Cristo,
todas las personas están en una relación vivificadora con Dios. Comúnmente,
Dios no acorta la vida temporal de una persona por causa de sus pecados (aunque
la persona misma puede terminarla). Dios exonera a todos del juicio de muerte
que merecen durante su vida. Pero aquellos en quienes el amor de Dios no evoca
una respuesta de amor “están guardados para... el día del juicio y de la
perdición de los hombres impíos” (2 Ped 3:7).
Dios
otorga esta suspensión de la ejecución a todos los pecadores porque desea su
salvación. Si no la quisiera, sería el gobernante sólo de personas muertas.
Pero Dios no elige vindicarse a sí mismo a expensas de la vida de sus criaturas
humanas. “Él no tiene la intención de disfrutar su propia vida a expensas de
incontables multitudes de hombres miserables y muertos... No quiere gobernar
sobre un tremendo vacío. Por lo tanto, ha decidido desde la eternidad no tratar
a las naciones y a su pueblo escogido de acuerdo con lo que merecen, sino de
acuerdo con la medida de lo que es necesario para ellos”.7
Dos
días antes de Navidad mi esposa y yo nos acercamos a un mostrador en el
aeropuerto de Cebu, Filipinas, con la intención de volver a Manila. Presenté
nuestros pasajes y le dije al empleado que teníamos dos reservas para ese vuelo
específico. Luego de hacer algunas averiguaciones, nos informó cortésmente que
nuestras reservas no habían sido confirmadas; en consecuencia, no había
reservas para mi esposa y para mí en ese vuelo. Suavemente traté de señalarle
que había más de una hora antes de la partida del vuelo y que ese era
ciertamente suficiente tiempo como para arreglar nuestro pasaje. Me dijo que lo
sentía, pero que al no confirmar mis reservas, las había perdido.
Jesús
ha preparado una mansión para cada uno de los nacidos en este mundo; ha hecho
reservas para nosotros. Dios “quiere que todos los hombres sean salvos y vengan
al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2:4). El infierno no fue preparado para
los seres humanos, sino sólo para el diablo y sus ángeles (véase Mat 25:41).
Pero aunque Dios desea que seamos salvos y ha hecho provisión y reservas para
nuestra salvación, esas reservas no serán válidas a menos que personalmente
como individuos elijamos y confirmemos nuestra salvación procurando “hacer
firme [nuestra]... vocación y elección” (2 Ped 1:10), al ser justificados por
la fe. Si no, el que Dios nos otorgue una suspensión de la ejecución por su
justificación temporaria universal, no nos servirá de nada. Perderemos la
salvación planeada por Dios, así como me ocurrió con mis reservas de avión en
las Filipinas.
Cuando
finalice el segundo juicio del hombre, Dios dirá acerca de los perdidos lo que
dijo en la antigüedad de la viña que representaba a su pueblo del Antiguo
Testamento: “¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?”
(Isa 5:4). No podría haber hecho más. Se dio a sí mismo. “Dios estaba en Cristo
reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus
pecados” (2 Cor 5:19). “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Cor 9:15).
Referencias
1.
Comentario bíblico adventista, t. 1, Comentarios de Elena G. de White, pág. 1099.
2.
Elena G. de White, Review and
Herald, 12 de marzo de 1901.
3.
‑ ‑ ‑ ‑ ‑
‑‑, Signs of the Times [Señales de los Tiempos], 13 de
febrero de 1896.
4.
‑‑ ‑ ‑ ‑
‑‑, Review and Herald, 12 de marzo de 1901.
5.
‑ ‑ ‑ ‑ ‑
‑‑, El Deseado de todas las gentes, pág. 426.
6.
Ibíd., pág. 615.
7.
Markus
Barth, Justification [Justificación] (Grand Rapids, Wm. B. Eerdmans,
1972), pág. 35.
Compromiso
Personal a través de la justificación por la fe
Hay
sólo una puerta para la salvación eterna. Esa puerta es Jesús. Así como la
nieve cubre todo el paisaje durante el invierno en muchos lugares, así Cristo
murió por todos los hombres. Sin embargo, la muerte de Cristo en el Calvario no
garantiza la salvación de cada pecador. Ninguna persona será salvada
eternamente sólo como resultado de la muerte de Cristo por todos, ni por la
justificación temporaria universal de Dios.
Cuando
el carcelero de Filipos preguntó qué debía hacer para ser salvo, Pablo y Silas
le dijeron: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo” (Hechos 16:31). Pablo
escribió más tarde a los creyentes efesios: “Porque por gracia sois salvos por
medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efe 2:8). El
pecador no puede aferrarse de la justificación y de la salvación eterna por
otro medio que no sea la fe en Jesús y su muerte expiatoria por él en la cruz.
Dios puede salvar a los pecadores sólo mediante la fe en Jesús.
En
el plan de salvación, la fe es el medio que conecta al pecador con Jesús, la
única puerta a la salvación. Es la mano levantada que pone al pecador en
conexión vital con Jesús. Por medio de ella se recibe el don del perdón y se
restaura la comunión con Dios. “Para que todo aquel que en él cree, no se
pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). La base de la salvación es Jesús,
no la fe, pero nos asimos de la salvación por la fe. A través de la fe el
pecador se apropia del don de la salvación.
Para
hacer posible la salvación a cada persona, Dios le da a cada individuo una “medida
de fe” (Rom 12:3). Pero él, individualmente, decide lo que hará con ese don.
Algunos eligen utilizarlo y desarrollarlo; otros no. Como resultado, la fe de
una persona crece o se atrofia. Esa es la razón por la cual algunos tienen
mucha fe mientras que otros tienen poca fe o están totalmente desprovistos de
ella.
No
hay salvación aparte de nuestra conexión, o unión, con Jesús. Y la fe es el
único conector. Es como la soga con el salvavidas que colgaba del helicóptero
de la policía sobre las aguas heladas del río Potomac luego del accidente del
vuelo 90 de Air Florida el 13 de enero de 1982. La soga no fue la salvadora de
los pasajeros que estaban en el agua. Fueron el piloto y el helicóptero
quienes los salvaron. Pero la soga era necesaria para conectarlos con la
voluntad y el poder que revoloteaba arriba. Así, por medio de la fe, debe
establecerse una conexión vital entre el pecador y Jesús. Jesús salva al
pecador arrepentido por medio de la fe, así como el piloto y el helicóptero
salvaron, por medio de la soga, a los sobrevivientes del accidente.
Existe
un concepto erróneo muy común entre los cristianos y es que el mero
asentimiento mental a la verdad constituye fe salvadora. Piensan que porque
creen que Jesús es Dios, y que murió por ellos en el Calvario, serán salvados.
Pero este no es el caso. Aun los demonios creen que Jesús es Dios (véase Mar
5:7). Por cierto, “los demonios creen, y tiemblan” (Sant 2:19). “Una fe nominal
en Cristo, que lo acepta simplemente como Salvador del mundo, no puede traer
sanidad al alma... La única fe que nos beneficiará es la que le acepta a él
como Salvador personal: que nos pone en posesión de sus méritos”.1
El
manzano en el patio de una casa de familia estaba dando su primer fruto: una
manzana. La mamá le dijo a Carlitos que fuera cuidadoso al jugar a la pelota
con sus amigos en el patio para no tirarla en dirección al manzano. No quería
que le pegaran a la manzana. Pero ocurrió lo desafortunado. La pelota le pegó
a la manzana y esta cayó al suelo. Carlitos entró a la casa y encontró el
costurero de su mamá. Tomó un hilo y con él ató el tallo de la manzana verde a
la rama donde había estado creciendo. La manzana nuevamente colgaba del árbol.
Día
tras día la mamá de Carlitos observaba la manzana desde la distancia,
anticipando el momento cuando estuviera madura para poder recogerla y comerla.
Pero antes de mucho, le pareció que la manzana no se veía tan fresca y lozana
como antes. Así que se acercó al árbol y descubrió que la manzana estaba unida
a la rama sólo por un hilo. La manzana no tenía una conexión vital con el
árbol.
Hay
muchos cristianos que creen la verdad pero que no sostienen una unión vital con
Jesús —la Vid viviente— por medio de una fe viva, productora de frutos, y
salvadora.
En
griego y en hebreo, los idiomas originales de la Biblia, las mismas palabras
denotan tanto fe como creencia. Ambas son traducidas de las mismas palabras. Lo
mismo ocurre con las formas verbales. La única razón por la cual el castellano
tiene dos palabras diferentes —fe y creencia, con dos verbos diferentes que les
corresponden— es para satisfacer su tendencia hacia la riqueza de significado
al extraer dos sinónimos de dos fuentes idiomáticas diferentes.
Pero
en el uso común de los términos fe y creencia, en castellano, puede haber una
diferencia. La creencia es el mapa caminero; muestra el camino, o la ruta por
la cual se puede transitar. La creencia conoce la voluntad de Dios. En cambio,
la fe no descansa satisfecha con el mero conocimiento del camino o de la
voluntad de Dios. Al transitar realmente el camino, o al hacer el viaje, la
persona con fe se diferencia de la persona que cree solamente. La fe es
confianza; lleva a la obediencia, o al hacer, a la acción en conformidad con la
creencia de uno.
Estaba
parado con un amigo, un día del invierno pasado en el borde de una de las
pequeñas lagunas del cementerio George Washington en las afueras de Washington,
D.C. Las últimas noches habían sido bastante frías, y el hielo en la laguna ya
tenía un espesor de unos 4 cm. Mientras observábamos el hielo, le dije:
—El
hielo es lo suficientemente fuerte como para sostenerte.
—Lo
creo, contestó mi amigo, pero permaneció firmemente pegado al suelo, a mi lado.
Mi
amigo creía, pero no tenía fe. La creencia es el mero asentimiento mental; es
inactivo. Si mi amigo hubiera tenido fe en lo que yo había dicho, hubiera
caminado sobre el hielo; hubiera confiado su vida a la resistencia del hielo.
De
la misma manera, la fe salvadora es una actitud de confianza completa y de
lealtad a Jesús. Lleva a una entrega a Dios, a sus caminos y a sus planes, y a
la acción de su voluntad. La fe salvadora no descansa satisfecha con un mero
conocimiento teórico de la voluntad de Dios; es experiencial. “La fe significa
confiar en Dios, creer que nos ama y sabe mejor qué es lo que nos conviene. Por
eso nos induce a escoger su camino en lugar del nuestro”.2
Pero
el valor aun de la fe experimental depende de qué o en quién se la deposita. La
fe es como la visión. Aparte de su objeto, la visión no tiene valor. Eva poseía
una fe sólida, viva, pero la depositó en la serpiente. La fe viva de Eva —no
una fe salvadora— la llevó a aceptar la proposición de Satanás y a actuar en
armonía con ella. Hubiera sido mejor que su fe en la serpiente hubiera estado
muerta. Entonces podría haber escuchado su proposición sin acceder a su
sugerencia. Pero desafortunadamente su fe era una fe viva, sólida, que la llevó
a la acción.
Las
novias en perspectiva tienen fe viva. Pero algunas novias colocan su fe en los
hombres equivocados. Para ellas el matrimonio, en lugar de llegar a ser un
anticipo del cielo, se convierte en la puerta al infierno. La fe salvadora está
anclada en Jesús. Sólo la fe cristocéntrica lleva a la salvación, porque “en
ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los
hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).
Un
nadador se confía al agua porque sabe que lo sostendrá; el que vadea, sin
embargo, prudente y astuto, mantiene por lo menos un pie en el fondo del lago.
Pero el que vadea no conoce y nunca conocerá la emoción de nadar y ser
sostenido por el agua. Para hacerlo, debe dejar todo el apoyo del fondo del
lago y confiarse a sí mismo por fe al agua. Sin hacer esto no hay posibilidad
de nadar.
Para
el incrédulo, el riesgo de la fe parece demasiado grande. Es como la persona
con su dedo gordo en el fondo del lago. Pero para la persona que ha aprendido a
nadar, aun 30 metros o más de agua debajo de él le imparten puro gozo. Cuanta
más profundidad tenga el agua debajo de él más emocionante será la sensación de
dominio que tendrá.
El
nadador se entrega al poder sustentador del agua. La persona con fe salvadora
se entrega a Jesús y gozosamente pone sus elecciones en línea con la voluntad
de Dios. Una esposa no tiene temor de entregarse a su esposo, a quien ama y en
quien confía. Y su entrega no es pasiva. Más grande que la entrega pasiva es
ser activo en el amor. Una entrega tal produce el gozo y el placer más
emocionante. Así también la fe salvadora en Dios lleva a la entrega activa —no
pasiva— con gozo indecible.
Con
relación a Dios y a su voluntad, la fe involucra la libre elección moral de la
persona. Depende de una acción de la voluntad. Nadie confía en cualquiera o
cree algo a menos que elija hacerlo; uno confía o tiene fe en una persona o
cosa por elección. Algunas personas nunca viajan en avión, porque eligen creer
que no es un medio de transporte seguro. Millones de otras personas eligen
creer que es seguro. La fe salvadora es la decisión de la persona de confiar en
Jesús; es la respuesta personal voluntaria a las súplicas del Espíritu Santo,
basada en las promesas que Dios hace en su Palabra.
Jesús
dijo: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la
puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Apoc 3:20). Está llamando
a la puerta del corazón de cada persona. Pero su llamado no significa
necesariamente que se lo admita con su don de la salvación. Es verdad lo que
dice el himno: debes abrir el corazón.
Si
todos se salvaran automáticamente por la muerte de Jesús por los pecadores,
entonces nadie se perdería. Pero la Biblia en ninguna parte enseña el
universalismo, o que todos serán salvos por virtud de la justificación
temporaria universal de Dios. Más bien dice que todo aquel que en él [Jesús]
cree, no se pierde, mas tiene vida eterna (Juan 3:16). Los que no eligen
definidamente creer, o tener fe en Jesús, los que no se entregan a sí mismos
para seguirle en obediencia a su voluntad, se perderán: algunos, por elección
deliberada; y otros, por negligencia. Para poder ser salvo, el rebelde debe
detener su insurrección y responder a la invitación de salvación eterna de
Dios, aceptando y viviendo gozosamente de acuerdo con las leyes del reino de
Dios.
El
10 de marzo de 1974, mientras vivíamos en las Filipinas, el teniente extraviado
del ejército japonés, Hiroo Onoda emergió de la selva de la isla de Lubang, al
sur de la bahía de Manila, y se rindió.3 La guerra entre Filipinas y
Japón había terminado el 2 de septiembre de 1945, pero Onoda no había obtenido
ningún beneficio de la paz. Para obtener alguna ganancia de esa paz, él mismo
debía creer que la guerra había concluido y debía aceptarlo personalmente.
Durante
casi tres décadas Onoda había rehusado creer los informes de paz que había
recibido repetidamente mediante emisiones públicas hechas en japonés en la isla
y a través de periódicos japoneses que se le habían dejado en la playa. Él
pensaba que todo esto eran sólo tretas norteamericanas para inducirlo a
rendirse. Así que había continuado su guerra de un solo hombre.
Durante
esos largos años había sido acosado constantemente por soldados filipinos y por
otros que habían tratado de encontrar su escondite. Él había estado esperando
todos los días que viniera la aviación y la armada japonesas a ayudarle a
recapturar las Filipinas.
La
situación de Onoda en la isla de Lubang puede compararse con el estado del
pecador inconverso ante Dios. La muerte de Cristo por él en la cruz no le trae
paz ni salvación. El anuncio de reconciliación de Dios como resultado de la
muerte de Cristo no le reporta ningún beneficio [para vida eterna]. No trae paz
al pecador ni lo salva automáticamente, así como la paz concertada entre Japón
y Filipinas no le trajo paz a Onoda. Él debía creer personalmente que se había
concertado la paz, y debía aceptar esa paz. Así también nosotros personalmente
debemos aceptar la paz que Dios ya ha concertado y nos ha provisto por medio de
Jesús. La paz con Dios y la salvación sólo vienen al confiar en la promesa de
Dios. La salvación por la fe presupone una participación personal por medio de
la elección, con una entrega personal de la vida y de los planes a Dios.
Onoda
mismo no produjo la paz entre el Japón y las Filipinas. Él aceptó que ya había
sido hecha. “El creyente no es exhortado a que haga paz con Dios. Nunca lo ha
hecho ni jamás podrá hacerlo. Ha de aceptar a Cristo como su paz, pues con
Cristo están Dios y la paz”.4 Todo lo que el hombre tiene
posibilidad de hacer para su propia salvación es aceptar la invitación: “El que
quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”.5
Como
pecadores ante Dios, debemos hacer como Onoda: rendirnos. La entrega del
corazón a Jesús transforma al rebelde y lo transforma en penitente, y entonces
el lenguaje del alma obediente es: “Las cosas viejas pasaron; he aquí todas son
hechas nuevas”.6
Todo
lo que Dios requiere para restaurar nuestra paz con él ha sido hecho por él,
actuando en la persona de su Hijo. Sus logros son acreditados a cualquiera que,
por más vil que sea, esté dispuesto a cambiar de enemigo a leal seguidor de
Dios aceptando su don de paz y salvación y siguiendo su camino y haciendo sus
obras. Pero como Onoda, el pecador debe confiar primero en el ofrecimiento de
paz y elegir aceptarlo.
La
justificación por la fe descansa en nuestra aceptación de lo que Cristo ya ha
hecho, no en lo que usted o yo hemos hecho o podemos hacer. La respuesta del
pecador al amor de Dios sería completamente inútil si Jesús no hubiera obtenido
nuestra redención en el Calvario.
La
ley, aunque perfecta, no tiene poder para traernos a la relación correcta con
Dios. Pero el Evangelio nos habla de Uno que representó a toda la raza, Uno a
quien se le imputaron nuestros pecados para que su justicia nos pueda ser
imputada. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5:21). “Fue condenado
por nuestros pecados, en los que no había participado, a fin de que nosotros
pudiésemos ser justificados por su justicia, en la cual no habíamos participado”.7
Por
medio de su justificación temporaria universal, Dios absuelve al pecador de una
merecida muerte instantánea por el pecado y la culpa, y lo trata durante su
vida terrenal como si fuera justo. Por medio de la justificación por la fe, el
pecador acepta la reconciliación de Dios y recibe su perdón y paz mientras
Cristo lo viste con el manto de su propia justicia y lo sella con el Espíritu
Santo. En tanto el pecador convertido —ahora creyente— more en Cristo,
disfrutará de una escapatoria de la esclavitud del pecado y tendrá la seguridad
de la salvación y de la vida eterna.
En
un culto religioso al cual asistí hace algunos años, el pastor sostuvo en alto
un billete de un dólar y lo ofreció a cualquiera que viniera hasta el frente y
lo reclamara. Yo estaba sentado en el fondo de la iglesia, que tenía una
capacidad como para 800 personas. Nadie delante de mí se movió para recibir el
regalo ofrecido. Tuve bastante tiempo para levantarme de mi asiento e ir hasta
el frente para reclamarlo.
Pablo
escribe: “Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5:10).
Pero la reconciliación con Dios no nos salvará aparte de nuestra elección de
reclamarla. Así como yo tuve que ponerme de pie e ir al frente para reclamar el
ofrecimiento del pastor, así también nosotros debemos reclamar el ofrecimiento
de Dios para poder ser salvos.
La
reconciliación lograda por Cristo en la cruz puede compararse con el cordero
sacrificado durante la Pascua en el éxodo. Cada hogar israelita degolló al
cordero pascual, pero nadie fue protegido de la muerte meramente por derramar
su sangre. La sangre del cordero muerto debía ser aplicada en los postes y en
el dintel de cada hogar. Sólo entonces el ángel de la muerte pasaría por alto a
los miembros de esa familia en particular. De la misma manera, la
reconciliación provista por Dios debe ser reclamada personalmente por cada
pecador para poder asegurar la salvación eterna.
La
sangre de la reconciliación que Cristo derramó por todos los hombres en la
cruz, resulta valiosa para el pecador sólo cuando el pecador acepta
personalmente por fe a Jesús como su Salvador y confía en el ofrecimiento de
perdón de Dios. Todos son llamados y reciben la invitación, pero no todos la
aceptan.
Un
muchacho le pide a una señorita que se case con él. Pero su matrimonio nunca
ocurrirá si la joven no acepta su proposición de matrimonio. De la misma manera
Dios le pide a cada persona que acepte la salvación por la fe en la sangre
derramada de Jesús. Algunos la aceptan y son salvados; otros desprecian la
invitación de Dios; aun hay otros que la pierden por su negligencia al no
beneficiarse con el sacrificio de Cristo. Estos, finalmente se pierden
eternamente, aun cuando Cristo realmente murió también por su salvación. “Porque
muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mat 22:14). Sólo los que positivamente
aceptan el don de la salvación estarán con Dios en su reino.
Por
medio de la fe personal en Dios, o por una actitud de confianza y lealtad hacia
él, la justificación universal forjada en la cruz para todos los hombres se
convierte en justificación personal por fe. Por medio de ella Dios mismo
justifica, o tiene por justo al pecador. “Cristo se ha convertido en nuestro
sacrificio y en nuestra certeza. Él fue pecado por nosotros, para que podamos
llegar a ser la justicia de Dios en él. Por medio de la fe en su nombre, él nos
imputa su justicia, y llega a ser el principio viviente en nuestra vida”.8
Esta renovación de espíritu y mente implica la restauración de la comunión.
El
regreso del hijo pródigo al hogar ilustra este aspecto positivo del perdón,
seguido por la obediencia y el servicio devoto. Gustaf Aulen observó
acertadamente que “el peligro principal es que se interprete negativamente el
perdón como simplemente la remisión del castigo. Una interpretación tal no es
satisfactoria y no agota el rico contenido de esta idea. El elemento esencial
es el restablecimiento positivo de la relación rota”. Él observa que Lutero lo
utiliza con su significado más amplio, de tal manera que “donde hay perdón de
pecados, también hay vida y bendiciones”.9
Esta
comunión renovada elimina la rebelión. Jesús no colgó y murió en la cruz para
dar licencia a los rebeldes para permanecer como tales y aun así heredar la
vida eterna. El plan de salvación fue ideado para terminar con la rebelión y el
pecado, no para perpetuarlos. Jesús murió para pagar nuestro castigo por el
pecado. El padre que esperaba probablemente había perdonado a su hijo [pródigo]
mientras este aún se encontraba en el país lejano. Esa fue justificación
forense, u objetiva. Legalmente, el hijo había sido puesto en armonía con el
padre, aun cuando estaba en el país lejano. Pero la relación, con la bendita “justicia,
paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14:17), fue restaurada y experimentada
sólo cuando el hijo descarriado voluntariamente abandonó su rebeldía y
gozosamente volvió al hogar.
Y
no regresó al hogar para seguir siendo un rebelde. Cuando el pródigo abandonó
su hogar, era un rebelde tanto en sentimiento como en acción; cuando volvió, su
espíritu rebelde se había derretido. Volvió con ansias, dispuesto a vivir de
acuerdo con las reglas de su padre. De la misma manera, la persona justificada
por la fe ha experimentado un cambio de actitud. Este ha sido efectuado por el
Espíritu Santo, a quien ha respondido el pecador por fe divinamente inspirada,
que implica confianza y entrega a Dios y a su voluntad. “Con fe, un hombre se
conecta a sí mismo en un circuito paralelo con Cristo”.10
Como
el pródigo que vuelve, el pecador arrepentido no tiene justicia propia por la
cual recomendarse a Dios. Pero nuevamente, al igual que el pródigo, coloca su
confianza en la bondad de su Padre, y “en él [Jesús] es justificado todo aquel
que cree” (Hechos 13:39). Dios “justifica [para salvación] al que es de la fe
de Jesús” (Rom 3:26). “Siendo justificados gratuitamente por su gracia,
mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como
propiciación por medio de la fe en su sangre” (Rom 3:24-25).
“El
pecador es justificado mediante los méritos de Jesús, y este es el
reconocimiento de Dios de la perfección del rescate pagado por el hombre. Que
Cristo fuera obediente aun hasta la muerte de cruz es una señal de la
aceptación del pecador arrepentido con el Padre”.11 “La
justificación es el pleno y completo perdón de los pecados”12 y “ser
perdonados en la manera en que Cristo perdona es no sólo ser perdonados, sino
ser renovados en el espíritu de nuestra mente”.13 “En el momento en
que un pecador acepta a Cristo por fe, en ese momento es perdonado. La justicia
de Cristo le es imputada a él”.14 “Llega a ser miembro de la familia
real, hijo del Rey celestial, heredero de Dios y coheredero con Cristo”.15
En
la justificación por la fe, se acredita al pecador la perfecta justicia de
Cristo. “Es la justicia de Cristo lo que hace aceptable al pecador penitente
ante Dios y obra su justificación. No importa cuán pecadora haya sido su vida,
si cree en Jesús como su Salvador personal, está delante de Dios en el manto
inmaculado de la justicia imputada de Cristo”.16 La justificación
por la fe es un regalo de Dios; atribuye al pecador arrepentido la justicia de
Cristo. Esta justicia la obtiene el pecador solamente por la fe mediante el
Espíritu Santo.
La
muerte de Cristo sola no puede impartir vida eterna al pecador arrepentido.
Cristo necesita ser “resucitado para nuestra justificación” (Rom 4:25). La
versión Dios habla hoy dice “que [Cristo] fue entregado a la muerte por
nuestros pecados y resucitado para librarnos de culpa”. La palabra
justificación que Pablo utiliza aquí y también en Romanos 5:18, es dikáiosis, y denota “tanto un proceso
como un resultado”. Es una “liberación [de la condenación] que trae vida”.17
Para Pablo, la justificación por fe de un pecador y la resurrección de Jesús
están unidas indisolublemente.
“Lo
que Pablo llama justificación, redención, o reconciliación es el mismo suceso
poderoso descrito como ‘perdón’ en otros libros del Nuevo Testamento. En Hechos
13:38‑39, Lucas presenta un discurso de Pablo de manera tal que Pablo
mismo identifica al perdón con la justificación. ‘Por medio de él se os anuncia
perdón de pecados... en él es justificado todo aquel que cree’”.18
En
una ocasión Jesús estaba caminando con Jairo hacia su casa, pero una gran
multitud los apretaba. En esta multitud había una mujer que hacía doce años
que sufría de un flujo de sangre. Había oído hablar de Jesús y creía que su
única esperanza era verlo y tocarlo. En su debilidad se colocó en un lugar
entre la multitud donde pensó que se le acercaría. Fue afortunada. Él se acercó
a ella. Ahora sólo había dos personas entre ella y el gran Sanador. Alargó su
brazo entre los dos y apenas alcanzó a tocar el borde del manto de Jesús.
Instantáneamente sintió una ola de salud, posiblemente como un choque
eléctrico, que pasó por todo su cuerpo. Supo que había sido sanada.
En
este momento Jesús se detuvo y preguntó: “¿Quién ha tocado mis vestidos?” (Mar
5:30). Los discípulos estaban cerca de él, y Pedro, siempre el vocero del
grupo, casi con una risita ahogada en su voz, preguntó: “Maestro, preguntaste
quién te tocó. Puedes ver que la gente te está apretando por todos lados ¿y
preguntas quién me tocó?” Jesús dijo que no se refería a los empujones
descuidados de la multitud sino a un toque de fe, porque había sentido “poder
que había salido de él” (vers. 30). La mujer sabía que había sido descubierta;
de rodillas le confesó: “Yo te toqué”. Tiernamente Jesús la miró y le dijo: “Hija,
por tu fe has sido sanada” (Mar 5:34, versión Díos habla hoy).
¿Qué
clase de fe poseemos tú y yo? ¿Es como la fe de la multitud que empujaba a
Jesús? ¿O es como la de la mujer que fue sanada por su fe vital? La fe
impartida por Dios nos sanará de la destrucción del pecado y nos hará completos
para vida eterna. Seremos aptos para la sociedad celestial al escoger aceptar
a Jesús como nuestro Salvador y ser justificados por fe.
Referencias
1.
White, El Deseado de todos las
gentes, pág. 312.
2.
‑ ‑ ‑ ‑ ‑
‑‑, La educación, pág. 253.
3.
Para conocer la interesante
historia del desaparecido Hiroo Onoda del ejército japonés en la isla de Lubang
en las Filipinas, véase su libro: No Surrender: My Thirty Year War [No
me rindo: Mi guerra de treinta años], Charles S. Terry, trad. (Japón, Lin Koii Book, Sound, and Gift Co., Imperial
Books and Records Co., 1974).
4.
White, Mensajes selectos,
t. 1, pág. 295.
5.
SDA Bible Commentary [Comentario biblico adventista], t. 6, Comentarios de Elena G. de
White, pág. 1071.
6.
White, Testimonies
for the Church (Mountain View, Calif., Pacific Press Pub. Assn., 1948) t.
4, pág. 625.
7.
‑ ‑ ‑ ‑ ‑
‑ ‑‑, El Deseado de todas las gentes, pág. 17.
8.
‑ ‑ ‑ ‑ ‑
‑ ‑‑, Review and Herald, 12 de julio de 1892.
9.
Gustaf
Aulen, The Faith of the Christian Church [La fe de la iglesia
cristiana], pág. 258.
10.
Hans Ming,
Justification [Justificación] (Nueva York, Thomas Nelson Publishers,
1964), pág. 84.
11.
White, Signs
of the Times, 4 de julio de 1892.
12.
SDA Bible Commentary, t. 6, Comentarios de Elena G. de White, pág. 1071.
13.
White, en Review and Herald,
19 de agosto de 1890.
14.
SDA Bible Commentary t. 6, Comentarios de Elena G. de White, pág. 1071.
15.
White, Mensajes selectos,
t. 1, pág. 252.
16.
‑ ‑
‑ ‑ ‑ ‑‑, Signs of the Times, 4 de julio
de 1892.
17.
William F.
Arndt y F. Wilbur Gingrich, A Greek‑English Lexicon of the New
Testament [Un léxico griego‑inglés; del Nuevo Testamento] (Chicago,
University of Chicago Press, 1957), pág. 197.
18.
Markus
Barth y Verne Fletcher, Acquittal by Resurrection [Absolución por
resurrección] (Nueva York, Holt, Rinehart, y Winston, 1963), pág. 85.
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