Vuélvete
a mí, porque yo te redimí
LB, 1995
El hombre es un ser
espiritual, y en lo íntimo de cada uno yace el sentimiento de que nuestra
existencia ha de tener un significado más trascendente que simplemente el de
nacer, crecer, reproducirnos y morir.
En efecto, esa no fue la
voluntad de nuestro Creador. En su gran amor, él creó a nuestros primeros
padres como seres perfectos, a su imagen y semejanza, capaces de relacionarse
con Dios mismo, y para ello les dotó de una característica única y singular que
él poseía, y que es la libertad de elección. Ese maravilloso compañerismo entre
un Dios que “es amor” y sus criaturas no
podría expresarse jamás sobre el terreno del miedo o de la fidelidad obligada e
inevitable, así que Dios dotó al hombre de la belleza del libre albedrío, de
poder escoger libremente, hasta incluso capaz de rebelarse contra su Creador,
como hizo en aquel desgraciado día en que eligió desconfiar de Dios para dar
oído a las astutas sugerencias que le llevaron a codiciar una quimérica existencia
autónoma e independiente de Dios, “el único que
posee inmortalidad” (1 Tim 6:16).
El resultado fue el
sufrimiento y la muerte, algo que no formaba parte del plan original de Dios
para el hombre, y que nos resulta doloroso y cotidiano, llenando de sombras e
incógnitas nuestra existencia.
Caín, el primer hijo de
Adán y Eva, fue ya un auténtico asesino. La raza humana parecía condenada a
matar y morir, condenada a una existencia efímera y miserable. Pero Dios no la
abandonó a su suerte, y como leemos en Génesis 3:9, fue en su búsqueda.
Ahí tenemos en esencia el
drama de nuestro mundo: el hombre, de forma totalmente injustificable, elige
rebelarse contra su Creador. Dios le sigue amando y va a su encuentro, pero el
ser humano que se había deleitado anteriormente en conversar con Dios cara a
cara, lo percibe ahora como una visita hostil y no deseada.
El hombre se esconde de
Dios; siente vergüenza y culpabilidad, que parecen ahondar aun más esa sima que
lo separa de su Creador. Cuando finalmente accede a dialogar con Dios, no es
para reconocerse culpable y pedir auxilio, sino para acusar a su compañera, a
la serpiente y a Dios mismo por el terrible expolio sufrido.
Tal sigue siendo hoy,
desgraciadamente, la condición de muchos. No hace falta que expliquemos a nadie
lo que significa la vergüenza, la culpa y el temor: forman parte de la amarga
experiencia que a todos nos es común. Y en cierto sentido eso es un gran problema
también para Dios, puesto que sigue amando al hombre tanto o más que antes. La
nueva situación de su criatura le produce una inmensa pena, mayor que la que
siente un padre por su hijito malherido o enfermo. En su carácter de amor, lo
daría todo por rescatarlo, y va efectivamente en su búsqueda. Pero he aquí el
drama: esa criatura enferma lo percibe ahora como enemigo suyo, y lo rehúye.
Aquella triste elección del hombre no lo dejó como estaba: donde antes reinó la
confianza, la felicidad y el amor, ahora sólo parece caber una respuesta de
desconfianza, miedo y malestar. Donde antes hubo vida abundante, ahora comienza
a obrar el principio de la muerte. Se ha producido una ruptura que es
totalmente unilateral, pero profunda.
Tal es el resultado de la
rebelión contra Dios, eso que la Biblia llama pecado. El hombre, en esa
condición, es incapaz de ir nuevamente a buscar a su Creador. Le resulta
imposible. Pero Dios lo sabe, lo ama, y va a buscarlo, aunque deba para ello
pagar un inmenso precio que el hombre nunca será capaz de comprender en su
plenitud.
La esencia de todas las
religiones paganas es que el hombre debe esforzarse para buscar a Dios. Es la
razón por la que las civilizaciones antiguas preferían erigir sus lugares de
culto en los enclaves elevados, frecuentemente en las cumbres de montes emblemáticos.
En sus formas modernas, se promueve la elevación o “iluminación” mediante el
fomento y exaltación de “lo bueno” que hay en el interior del hombre. Esa
mentalidad está también en el fundamento de las penitencias y sacrificios. La
creencia popular presenta en gran medida a Dios como a un auténtico tirano
airado a quien es preciso ir a buscar, ofreciéndole —como mínimo— evidencias de
nuestros propósitos de enmienda. Pero la Biblia nos presenta la cruda verdad de
que por nosotros mismos somos incapaces hasta incluso de eso.
En el lenguaje del Antiguo
Testamento, leemos que “toda cabeza está enferma, y
todo corazón doliente. Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él
cosa ilesa, sino herida, hinchazón y podrida llaga” (Isa 1:5-6).
Jesucristo mismo describió la cualidad del interior del hombre: “De dentro, del corazón del hombre, salen los malos
pensamientos, adulterios, fornicaciones, homicidios, hurtos, avaricias,
maldades, engaño, vicios, envidias, chismes, soberbia, insensatez...” (Mar
7:21-23). Así pues, para encontrar auxilio no es a nuestro interior donde
habremos de mirar. El Holocausto nazi, la Inquisición, las guerras, la
injusticia y la violencia en todas sus formas, son ejemplos vibrantes del
resultado de expresar el “bien” que hay en el interior del hombre. Pero la
Biblia nos trae “buenas nuevas de gran gozo”
(Luc 2:10). Tan buenas, que pocos han llegado a comprenderlas en su
maravilloso significado. Tan extraordinarias, que pocos las han creído.
Puedes recorrer el relato
sagrado de principio a fin, y no encontrarás ninguna parábola en la que una
oveja perdida tenga que ir a la búsqueda de su Pastor. Lo que encontramos, a
cambio, es una preciosa parábola en la que el Buen Pastor va en la búsqueda de
la oveja perdida. No sólo eso, además “la busca
hasta que la halla” (Luc 15:4). “El
Hijo del hombre [Jesucristo] vino a buscar y
a salvar lo que se había perdido” (Luc 19:10). No nos es dado
saber cómo, pero el hecho es que Dios te está buscando con tanta solicitud y
amor como si solamente existieras tú en toda la tierra. El apóstol Juan dijo de
Cristo, que “era la luz verdadera que alumbra a
todo hombre que viene a este mundo” (Juan 1:9).
Dios conoce bien nuestra
situación, y es por eso que el remedio divino para nuestra restauración no
consiste en proporcionarnos una larga lista de obligaciones a cumplir, sino en
algo mucho más sublime: se da a sí mismo en su Hijo Jesucristo. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida
eterna” (Juan 3:16). “Dios estaba en
Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados” (2
Cor 5:19).
¿Qué más podía hacer? ¿Qué
más podía dar? Dios ha hecho todo lo necesario para que podamos saber que él no
es nuestro enemigo, sino nuestro Padre amante, nuestro Redentor. El amor de una
madre por su hijo no es más que un pálido reflejo del amor incondicional de
Dios hacia nosotros, hijos suyos por creación y por adopción. Dios nos dice, a
través del profeta Isaías: “¿Se olvidará la mujer
de lo que parió, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Aunque se
olviden ellas, yo no me olvidaré de ti” (Isa 49:15).
Contemplando a Jesucristo
en la cruz, es nuestro privilegio sentir la seguridad del perdón. Dios no nos
pide que hagamos algo a fin de poder aproximarnos hasta él; nos pide que
apreciemos la forma en la que él vino a buscarnos y puso toda nuestra
enemistad, rebelión, vergüenza, todo nuestro pecado, sobre su Hijo amado. “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa
53:6). Luego nos dice “Vuélvete a mí, porque yo
te redimí” (Isa 44:22). Es decir, primero nos da evidencia
inequívoca de su amor restaurador, para invitarnos luego a recibirlo y
aceptarlo: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los
términos de la tierra; porque yo soy Dios, y no hay más” (Isa 45:22).
“A vosotros, que estabais muertos en pecados y en
la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida con Cristo, y perdonó todos
vuestros pecados” (Col 2:13).
¿Nunca te has sentido
condenado por tus pecados, como si de alguna manera debieras, antes o después, “pagar”
por ellos? La Biblia tiene buenas noticias para ti: Cristo pagó ya por ellos.
¡La deuda está saldada! En aquella cruz, recibió el pleno pago de todos tus
pecados. No importa lo numerosos y graves que hayan podido ser, no están
planeando amenazadoramente sobre tu cabeza a menos que elijas despreciar a tu
Salvador crucificado, quien los llevó ya “en su
cuerpo sobre el madero” por ti (1 Ped 2:24). El único pecado que
no puede ser perdonado, el único por el que se perderán los que finalmente se
pierdan, es el de despreciar y rechazar lo que Cristo hizo ya por ellos: “El
que en él cree, no es condenado; mas el que no cree, ya es condenado, porque
no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación:
porque la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz”
(Juan 3:18-19).
Así pues, aunque creemos
firmemente en la realidad de una verdadera iglesia de Cristo en la tierra, no
pretendemos aquí invitarte a que te unas a ningún club ni organización. No te
proponemos ningún credo al que adherirte. Tampoco es nuestra intención presentarte
a nuestro Salvador. Nuestro deseo es señalarte a Aquel que ES YA TU Salvador,
el “Salvador del mundo” (1 Juan 4:14).
Deseamos señalarte tu ciudadanía celestial, que es ya un hecho según el
designio y provisión divinos. Puedes aceptarla o despreciarla, pero es
importante que observes que Jesucristo no esperó a ver si tú y yo la
aceptaríamos o no: murió ya por nosotros, y nos dice: “El
que cree en mí, tiene vida eterna” (Juan 6:47). “Ninguna condenación hay para los que están en Cristo
Jesús... Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la
ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible a la ley, por cuanto
era débil por la carne, Dios enviando a su Hijo en semejanza de carne de
pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Rom
8:1-3).
Ahora bien, el propósito de
Dios para el hombre no ha cambiado, y de acuerdo con su plan original, va a
buscar y salvar al hombre con la ineludible condición de que este lo acepte.
Sólo así puede salvarlo como ser humano, como ser libre. En caso de ser salvo a
la fuerza, en contra de su voluntad, el hombre dejaría de ser hombre para
convertirse en animal, en autómata. ¿Qué clase de placer encontraría entonces
en su existencia futura? ¿Qué clase de relación de confianza hacia su Creador?
En Mateo 1:21
leemos: “Llamarás su nombre Jesús, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados”. Jesús sólo nos salva de nuestros
pecados contando con nuestro consentimiento. Es contrario a su carácter forzar
a nadie. Quiere restaurarnos como seres humanos auténticos, en pleno y
voluntario ejercicio de esa libertad de elección que nos otorgó al principio, y
que tras la caída en el pecado nos vuelve a otorgar como un don, en Cristo (Juan
8:32-36).
Jesús dijo “Si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí
mismo” (Juan 12:32). Su benignidad nos guía al arrepentimiento (Rom
2:4). Jesucristo no está enterrado en Oriente Medio, sino que resucitó “para nuestra justificación” y ascendió al cielo.
Tenemos allí un representante, Uno que no se avergüenza de llamarse hermano
nuestro. “Ese mismo Jesús” vive hoy, y es
poderoso para “salvar eternamente a los que por él
se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb
7:25). Antes de ascender, prometió: “Yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mat 28:20).
Y, “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador,
para que esté con vosotros para siempre: al Espíritu de verdad... No os dejaré
huérfanos, volveré a vosotros” (Juan 14:16-18).
El Espíritu Santo que él
envió, nos convence de pecado, nos lleva al pie de la cruz y nos restaura
mientras contemplamos a Jesucristo, mientras recibimos su palabra y su vida,
desde el pesebre hasta la cruz. Su sangre derramada por amor a nosotros nos
limpia de todo pecado, nos hace aborrecer nuestro orgullo, nuestro egoísmo,
cambia nuestro corazón y nos motiva a vivir agradeciendo y apreciando el
inmenso don del perdón y del poder de Dios para una vida nueva.
Nos motiva a vivir como
hijos suyos, “porque el amor de Cristo nos
constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos son muertos;
y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, mas para aquel
que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5:14-15). Al ver que él
nos considera como si nunca lo hubiésemos ofendido, somos restaurados, y
aprendemos a ver a todos los demás como si nunca nos hubiesen ofendido a
nosotros “...como también nosotros perdonamos a
nuestros deudores” (Mat 6:12).
Cuando somos así sanados,
estamos recibiendo efectivamente su “expiación”,
“somos transformados” contemplando a Cristo,
y el reino de Dios viene a nosotros al hacerse su voluntad “como en el cielo, así también en la tierra”. Donde
antes reinó el odio, la vergüenza y el miedo, vuelve a haber amor, confianza y
felicidad. “Así, habiendo sido justificados por la
fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom
5:1).
Entonces el plan de la
redención se está cumpliendo en nosotros. Como fruto de aquel terrible
sufrimiento que hizo sudar gotas de sangre a Jesús y que rompió su corazón, ve
por fin a un pueblo que ha aprendido a amarlo y a amar a sus semejantes. Cristo
“verá el fruto de la aflicción de su alma, y
quedará satisfecho” (Isa 53:11). El profeta Sofonías lo expresó
así: “El Eterno está en medio de ti, poderoso, él
salvará. Se gozará sobre ti con alegría, te pacificará con su amor, se
regocijará sobre ti con cantar” (Sof 3:17).
Eso nos prepara para el
cielo, porque al recibir a Cristo, el cielo se instala en nuestro corazón. “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col
1:27). Estamos preparados para entrar “en el
gozo de nuestro Señor”, y vivir ese maravilloso compañerismo basado en
el reconocimiento y aprecio de nuestro Dios por lo que él es. Y “Dios es amor” (1 Juan 4:8).