Y el santuario será purificado
Tema nº 8
Tony Phillips
Vichy, 20-22 octubre 1994


Oremos:

Padre nuestro que estás en los cielos. En ésta última hora, pedimos tu bendición. De igual manera en que guardaste el mejor vino para el final, en la boda de Caná, nosotros esperamos ahora tus buenas nuevas; no para nuestro intelecto, sino para nuestros corazones. En nombre de Jesús, Amén.

Algunos me han pedido que relate algo sobre mi experiencia personal. Os explicaré cómo conocí el mensaje de 1888. Nací y crecí en el catolicismo, y mientras me desarrollaba en ese ambiente, mi familia abandonó la iglesia. En lo profundo de mi ser sabía que Dios existía realmente, y aunque era católico, de alguna forma intuía que la Biblia era verdadera. Pero al alejarnos del catolicismo, fui el primero de mi familia en acceder a los estudios superiores. Fui uno de los tres mil estudiantes que había en la gran ciudad en la que vivía. Caí en la drogadicción y en el alcoholismo. Dejé la universidad, buscando la forma de divertirme, recorrí más de treinta mil kilómetros haciendo autostop. No quería establecerme en ninguna parte, pero en el fondo de mí, no era feliz. Un día mis padres me telefonearon y me dijeron: ‘Regresa a casa, y te pagaremos la universidad, si quieres hacer algo útil con tu vida’. Accedí, regresé, comencé los estudios, y conocí a Kati. Ni ella ni yo aprovechamos mucho los estudios ese año, pero nos casamos. Yo esperaba que el casamiento significaría la realización de mi vida; sin embargo, continuaba con una vida desordenada, continuaba consumiendo drogas. Es entonces cuando nació Emilie, nuestra primera hija. Fue el día más importante de mi vida: mientras me encontraba en la sala de espera para padres, observando cómo se abría camino una vida humana, mi propia hija, comencé a comprender lo importante de la paternidad y la gran responsabilidad que tenía con respecto a mi familia. Sin embargo, carecía de la fuerza para hacer lo recto. Seguía preocupándome mucho de mí mismo, seguía tomando drogas, y eso duró tiempo. Cierto día decidimos volver a la iglesia. Kati era luterana y yo católico, pero no me importaba el lugar, así que fuimos cada domingo a la iglesia luterana, y era mi convicción que tras haber asistido a la iglesia, me encontraría mejor conmigo mismo, puesto que había cumplido con mi obligación. Sin embargo, seguía encontrándome vacío. Faltaba algo.

Un día recibimos un folleto por correo, un tríptico repleto de dibujos llamativos: diversas bestias, una ramera… Se trataba de un seminario sobre el Apocalipsis que iba a tener lugar en nuestra zona. A Kati le entusiasmó: quería estudiar la Biblia y saber lo que sucedería al fin del tiempo. Estaba decidida a asistir a los seminarios. Yo quería llenar el vacío que había en mí, pero sin caer en el fanatismo, así que solamente asistí a un par de presentaciones en aquel seminario, mientras que Kati asistió a todas. Decidió que se iba a bautizar, y yo me sentí profundamente herido, ya que comprendí que era una decisión para siempre: no se trataba de una religión de un día a la semana. Vi cómo cambiaba su vida, y sentí como si estuviese perdiendo a mi esposa. Durante unos ocho o nueve meses, tras el bautismo de Kati -al que ni siquiera quise asistir-, Emilie solía llorar en la iglesia, lo que me proporcionaba el pretexto para quedarme en casa con el bebé. En nuestra familia había aspereza. Kati regresaba a casa deseosa de contarme lo que había sucedido en la iglesia y yo quería seguir tomando cerveza sin que me interrumpiesen el partido deportivo televisado. No era fácil la convivencia. Un día, sin saber por qué, sentí un deseo de conocer la verdad, y un sábado por la tarde, cuando Kati regresó a casa, en lugar de encontrarme tomando cerveza ante el televisor, me encontró leyendo El Camino a Cristo. Ese libro llegó a mi corazón. En el fondo, sabía que el sábado era verdad, pero tenía miedo. Fui a buscar al pastor, recibí cuatro o cinco estudios: el sábado, la ley, el estado de los muertos, los acontecimientos del tiempo del fin, la marca de la bestia… todo eso me produjo singular entusiasmo. Creí verdaderamente que Cristo venía pronto, y dejé mi trabajo por el sábado. Quería seguir a Jesús. Comprendí que Dios iba a preparar a un pueblo que guardaría su ley, así que procuré ser un buen observador de la ley. De hecho, me esforzaba por ser el mejor guardador de la ley, y vine a convertirme en un guardador crítico de la ley. La mayor parte de los miembros de la iglesia habían abandonado ya la idea de ser guardadores de la ley, porque habían visto lo difícil que resultaba leer todos los detalles en los escritos de E. White, y procurar cumplir cada pequeña cosa. La mayor parte de los que conocía habían encontrado esa carga tan pesada, que habían claudicado, y no creían ya en que Dios pudiese jamás llegar a perfeccionar un pueblo. Al contrario: creían que continuaríamos pecando hasta que Cristo nos cambiase en su segunda venida.

Me sentía muy miserable. Limpiaba el frigorífico de todo lo que era poco recomendable para la salud, y un mes después volvía a estar lleno de la misma basura. Me prometía no hacer más aquello, y tres semanas más tarde había roto la promesa. Verdaderamente una experiencia del antiguo pacto. Yo no soy el tipo de persona capaz de hacer las cosas a medias. Si comprendo algo, me desvivo por ello. Sabía que el adventismo no era una experiencia para ser vivida a medias. No podía soportar la idea de ser un calienta-bancos. Si no podía ser parte de ese pueblo que vencería, sabía que mi camino acabaría fuera de la iglesia. Un día vino un pastor y me dijo: ‘Necesitas comprender las buenas nuevas’. Me dio una lista de libros a leer: Las Buenas Nuevas. Gálatas versículo a versículo (Waggoner), El Camino consagrado a la perfección cristiana (Jones), Lecciones sobre la fe (Waggoner y Jones), Descubriendo la cruz (Wieland), Las Buenas Nuevas: mejores de lo que había creído (Wieland), etc. Comencé a leer esos libros, y tuve la convicción de que la respuesta estaba allí. Pero no fue hasta haber oído una serie de cassettes del pastor Wieland, cuando experimenté algo parecido a lo que le sucedió a Waggoner estando sentado en una carpa, en los tempranos 1880: vio a Cristo claramente “descrito como crucificado” (Gál. 3:1). Mientras escuchaba esos cassettes, me decía, –‘¡Por qué nadie me había hablado de esas Buenas Nuevas!’ Kati tuvo la sensata idea de aligerar mi agenda, a fin de que pudiésemos asistir a un seminario sobre “1888”. En esa Asamblea, comenzábamos a las seis de la mañana, y continuábamos hasta las nueve de la noche durante seis días. Me sentía en las nubes. ¡Fue tan extraordinario! Finalmente comprendí cómo es que Dios puede purificar a un pueblo: mediante sus Buenas Nuevas.

Tres meses después había otro seminario a 1.600 kilómetros de distancia, así que “colocamos” a las niñas, atravesamos varias tormentas de nieve y casi sin dormir llegamos allí: Valió la pena. ¡Vale la pena dar la vuelta al mundo, por las Buenas Nuevas! Mi corazón había quedado cautivado por ellas. Cuando regresé a mi iglesia local, oramos a Dios: ‘¿Cómo podremos transmitir estas Buenas Nuevas?’ No compré uno o dos libros, sino cajas de libros. No soy un americano rico. De hecho, ahora mismo estoy sin trabajo. Mi esposa me recuerda que a mi regreso tendré que buscar trabajo, pero he estado muy ocupado con las Buenas Nuevas.

Cuando comencé no era ningún predicador. De hecho, cuando era estudiante, me avergonzaba la simple idea de tener que hacer una pregunta en clase. Jamás soñé con hacer lo que estoy haciendo, pero el amor de Cristo nos constriñe, nos prepara para ser misioneros, y Dios tiene planes para vosotros con los que ni siquiera habéis soñado. Pablo nos dice que nuestro racional culto consiste en que nos presentemos como sacrificios vivos (Rom. 12:1). Eso es lo que hace el amor de Dios. Así pues, comenzamos a hacer todo cuanto estaba a nuestro alcance. Comenzamos a grabar y distribuir cassettes. Un hermano nos proporcionó un duplicador de cassettes, con el que hicimos unas cinco mil copias. Recuerdo que en un encuentro campestre estaba en mi tienda copiando cassettes; habíamos distribuido unas quinientas. No cobrábamos por eso –aunque alguna vez la gente nos daba dinero–, simplemente sabíamos que ellos los necesitaban. Así, habiendo comenzado a distribuir libros y cassettes, el Señor fue abriendo oportunidades para hablar. Aún puedo recordar mi primer sermón. Las piernas me temblaban. Se trataba de una pequeña iglesia de veinte personas. Estaba deseoso de darles Buenas Nuevas. No sé si tenía mucho sentido lo que les prediqué, pero sé que estaba entusiasmado. El Señor me fue mostrando más y más profundamente el evangelio: –‘Haz tu parte: Estudia, estudia, estudia la Biblia’, y Dios te dará oportunidades -me decía. Un fin de semana unos pocos de nosotros nos reunimos para estudiar en un campamento hasta tarde por la noche. Regresamos a casa enfermos. Recuerdo que estaba en la bañera intentando combatir la fiebre, mientras oraba: ‘Señor, haré lo que tú me digas con este mensaje. Iré allá donde me envíes’. Y sonó el teléfono: era el pastor, para preguntarme si podía dar el sermón del culto en nuestra iglesia. Allí, los sábados asisten unos trescientos miembros. Me quedé sin aliento, pero dije: ‘Sí. De acuerdo’. No fue el mejor sermón que recuerde, pero el Señor, en su misericordia, hizo que fuese una bendición para algunos, porque esa iglesia comenzó a estudiar, y el pastor respondió a las Buenas Nuevas. Así, continué yendo allí donde se me invitaba.

Prediqué en unas cuarenta iglesias en Wisconsin, y allá donde predicaba preguntaba a la gente si quería reunirse por la tarde para seguir estudiando. Pronto se convirtieron en seminarios organizados. Un día, en una Asamblea del Comité para el estudio del mensaje de 1888, les expliqué a los delegados de ese Comité lo que estaba haciendo, y me pidieron presentar un sermón en la Universidad de Andrews. Comencé a temblar nuevamente, pero acepté. Y así cada vez más. He sido invitado a la mayoría de nuestras universidades en América, a semanas de oración en nuestras instituciones, seminarios, escuelas, y allí donde he sido llamado. Eso ha resultado muy duro para mi familia. Mi esposa es un ángel, y mis hijas han sido muy pacientes. Ven cuánto aprecia la gente las Buenas Nuevas. Dios os llama a ser misioneros. ¡Ni se os ocurra volver a vuestras casas con uno o dos libros para vosotros solamente! Pedidle a Dios que abra vuestro corazón y vuestros ojos, para que veáis cuán blancos están los campos para la siega. Esparcid las Buenas Nuevas como las hojas de otoño.

 

Y ahora, vamos a comenzar nuestro estudio.

Me gustaría hablaros del Día de la Expiación. Hemos dicho que el juicio son buenas nuevas. La purificación del santuario son buenas nuevas. El Día de la Expiación, también. Levítico 23:26-32: “Y habló Jehová a Moisés, diciendo: Empero a los diez de este mes séptimo será el día de las expiaciones: tendréis santa convocación, y afligiréis vuestras almas, y ofreceréis ofrenda encendida a Jehová. Ninguna obra haréis en este mismo día; porque es día de expiaciones, para reconciliaros delante de Jehová vuestro Dios. Porque toda persona que no se afligiere en este mismo día, será cortada de sus pueblos. Y cualquiera persona que hiciere obra alguna en este mismo día, yo destruiré la tal persona de entre su pueblo. Ninguna obra haréis: estatuto perpetuo es por vuestras edades en todas vuestras habitaciones. Sábado de reposo será a vosotros, y afligiréis vuestras almas, comenzando a los nueve del mes en la tarde: de tarde a tarde holgaréis vuestro sábado”. Dios hace un llamamiento a su pueblo, en el día de la expiación. Llama a una santa convocación, a unificar los esfuerzos. En Hebreos se nos dice que debemos unirnos más estrechamente, a medida que el Día se aproxima. Así debe ser, a medida que comprendemos mejor el Día de la Expiación. Nos habla de hacer una ofrenda ardiente. Aquellos que no tomen parte, serán cortados del pueblo. En ese Día de la Expiación, “no haréis obra alguna”: es el momento de afligir nuestras almas.

Mateo 3: Quisiera que viéramos que Elías –Juan el Bautista–, vino a los judíos con un mensaje de purificación, como el expuesto en Levítico 23, ya que Dios les estaba ofreciendo la oportunidad de ser su pueblo. En el primer versículo leemos que Juan el Bautista predicaba en el desierto. Esa palabra, “desierto”, es muy importante. Volveremos después a ella. Él los llamaba a una santa convocación, y la forma en la que lo efectuaba era llamándoles al arrepentimiento. Dijo Juan el Bautista que todo árbol que no produce buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Es el fuego del juicio. Juan dijo que tras su bautismo de agua, vendría el bautismo de fuego. Después que el agua [el Espíritu Santo] os convierte y os lleva en unidad con Jesús, debe completarse la obra de santificación. El agua y el fuego representan lo mismo. El agua que purifica es el fuego purificador. Ambos simbolizan al Espíritu Santo, que nos lleva a un mensaje. En 1 Corintios 3 leemos que edificamos la casa sobre el fundamento de Jesucristo. Toda la madera, heno y hojarasca tendrá que pasar la prueba del fuego. Todas las ramas que hemos producido, que no han llevado fruto, tendrán que ser echadas al fuego: tendrán que ser expuestas y quemadas. En 1 Corintios 3, Pablo nos muestra el juicio, la forma en la que hemos de pasar a través de ese fuego, y toda la madera, heno y hojarasca serán consumidos. Toda rama que no lleva buen fruto será consumida. Pedro dice que nuestra fe debe ser probada por el fuego, y eso es de lo que se trata en Levítico 23. El Día de Expiación es una ofrenda ardiente.

Esta es la visión que tendrán los impíos al final del tiempo: verán a Cristo, la Víctima misteriosa, y todo lo que ha hecho, tal como se describe en El Conflicto, o en Historia de la redención (E. White), y verán por contraste sus vidas en visión panorámica. Ciertamente no será para ellos una experiencia agradable. ¡Se darán cuenta demasiado tarde! Pues bien, esa misma visión es la que ahora han de tener los santos, en el juicio, a fin de que todas esas obras sean consumidas. Hoy es el día aceptable.

Si alguien no tomaba parte en esa ofrenda ardiente que Juan Bautista ofrecía a Israel, tanto en el Día de la Expiación como en el propio mensaje de Juan, era “cortado”. Es tiempo en el que Dios va a ir más allá de los actos visibles, y va a alcanzar hasta las raíces del árbol. Juan dijo que la segur estaba puesta a las raíces del árbol: estaba refiriéndose a una profunda purificación. En ese Día no debemos efectuar obra alguna. No significa que no debamos tener un trabajo, sino que debemos cesar de nuestras obras. Durante seis mil años, Dios ha obrado para nuestra salvación, lo mismo que en los seis días de la creación. Está esperando a un pueblo que repose en la obra de Él. Pero en lugar de eso, nuestras propias obras, nuestra propia justicia, ha oscurecido la salvación.

Aquellos que puedan quedarse hasta después de la comida, estudiaremos más sobre el tema del sábado y su simbolismo en el plan de la redención [se ofrecerá en el último tema]. En tres ocasiones leemos: “No haréis en él obra alguna”, ya que en el Día de la Expiación es Dios quien obra; nosotros reposamos. Aún resta un sábado de reposo para el pueblo de Dios. Hebreos 4 nos habla de un pueblo que aún no ha entrado en ese reposo. Israel no fue ese pueblo. Josué no pudo introducirlos a ese reposo. Tampoco Juan el Bautista. Ese reposo llega al final de los seis mil años, en el Día de la Expiación. Es por eso que el viernes es el día de la preparación, el día que precede al último de la semana, el sábado. Esa experiencia produce arrepentimiento; es por ello que el mensaje de Juan el Bautista –el profeta del desierto- fue: ‘Arrepentíos’. Pero Juan nos proporcionó también el método para arrepentirnos, cuando dijo: ‘He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo’ (Juan 1:29). De hecho, el mensaje de Juan el Bautista fue la justificación por la fe, ya que dijo ‘Allanad los caminos y enderezad las veredas’ y la única manera en la que Dios puede hacer derechos nuestros caminos, la única manera en la que puede hacernos rectos, es por la fe. Juan debió comprender el evangelio, ya que era un hombre humilde. Cuando los hombres querían exaltar a Juan, él dijo: “Él debe crecer, y yo menguar. No soy digno ni de desatar la correa de sus zapatos”. Solamente el verdadero evangelio puede producir frutos como ese, y cuando Dios tenga un pueblo tal, que no esté luchando por su posición personal, entonces podrá cooperar para purificar del pecado a otros. Hoy hay demasiada gente que se ofrece voluntariamente para señalar el pecado de los demás, pero el mensaje de Juan el Bautista era el arrepentimiento. De hecho, su mensaje era Apocalipsis 3:19: “Yo reprendo y castigo a todos los que amo: sé pues celoso y arrepiéntete”.

Abrid las Biblias por el libro de Joel. Es un libro para el tiempo del fin. Está enfocado al Día de la Expiación, del derramamiento de la Lluvia Tardía. Pedro citó a Joel en ocasión de Pentecostés; pero si leéis a Joel, os daréis cuenta de que Pedro lo citó fuera de su mejor contexto. Algunas de las cosas que presenta Joel, no sucedieron nunca en Pentecostés. Naturalmente, eso no significa que Pedro empleara inapropiadamente el texto, sino que viene a ser un cumplimiento parcial, una parte del todo. La plena aplicación de Joel se sitúa sin duda alguna en los últimos días. Habla de la lluvia tardía, y del Día del Señor. El tipo de imágenes que Joel emplea se refieren a los eventos de los últimos días. Capítulo 1, versículo15: “¡Ay del día! Porque cercano está el día de Jehová, y vendrá como destrucción por el Todopoderoso”. Capítulo 2, versículo 1: “Tocad trompeta en Sión, y pregonad en mi santo monte: tiemblen todos los moradores de la tierra; porque viene el día de Jehová, porque está cercano” (ver también Joel 2:11 y 31). El Día del Señor y la Lluvia Tardía tienen todo que ver con el Día de la Expiación, el día en el que Dios viene a hacerse uno con su pueblo. Joel hace una exposición de cuanto sucede en nuestro tiempo. De hecho, E. White nos dice que los profetas del Antiguo Testamento escribieron más para nuestro tiempo que para el de sus contemporáneos. Pablo nos dice que “estas cosas les acontecieron en figura, y son escritas para nuestra admonición, en quienes los fines de los siglos han parado” (1 Cor. 10:11).

El libro de Joel es como un periódico de la actualidad. Veamos su enseñanza. Joel 1:2: “Oíd esto, viejos, y escuchad, todos los moradores de la tierra. ¿Ha acontecido esto en vuestros días, o en los días de vuestros padres?” Joel dice virtualmente: ‘Va a suceder algo grande, algo extraordinario’ que necesitamos comprender. En el versículo 3 nos habla de cuatro generaciones. Dios dice que visita la maldad de los padres sobre los hijos, hasta la cuarta generación. Cuando un grupo toma el camino equivocado, si no se arrepiente, la cuarta generación, aparentemente, resulta afectada. El problema, según el versículo 4, es que las langostas devoran las plantas. Algo empieza a desaparecer, y en el versículo 10 vemos qué es: “El campo fue destruido, enlutóse la tierra; porque el trigo fue destruido, se secó el mosto, perdióse el aceite”. Dijo Amós que había una gran hambre en la tierra, no hambre de pan, sino de la palabra de Dios: faltan las Buenas Nuevas. El “vino nuevo” no aparece. El vino nuevo consiste en el jugo de uvas recién exprimidas. ¿Qué sucede si exprimís las uvas y dejáis el jugo a temperatura ambiente? Comienza a fermentar. Es por eso que dijo Salomón: ‘No mires al vino cuando rojea’, o cuando se agita. Eso se debe a la acción de bacterias que fermentan el azúcar. Si bien vosotros y yo no debemos ingerir alcohol, Salomón está hablando de doctrina, porque cuando el jugo de uva recién exprimida comienza a cambiar, deja de ser apropiado para beber, y en el día descrito por Joel, la Buena Nueva estaba de tal manera pervertida y alterada, que dejaba de ser un alimento sano para el alma. También dice que se perdió el aceite. El aceite es el Espíritu Santo.

Veamos en el versículo 5 cuál es el problema: “Despertad, borrachos, y llorad; aullad todos los que bebéis vino, a causa del mosto, porque os es quitado de vuestra boca”. Isaías 28 y 29 nos dice que no se trata de alcohol, sino de doctrinas. De hecho, en Isaías 28 se nos dice que “todas las mesas están llenas de vómito y suciedad, hasta no haber lugar limpio”. ¿Por qué sucede eso? Versículo 6: “Porque gente subió a mi tierra, fuerte y sin número; sus dientes, dientes de león, y sus muelas, de león”. El león dispuesto a devorar, Satanás, obrando mediante una nación, una bestia, viene sobre el pueblo de Dios, tal como describe Daniel 7: el poder de un “cuerno pequeño” que influencia al mundo entero, y el mundo entero está ebrio con el vino de Babilonia. Es posible que también nosotros participemos de alguna manera en esa ebriedad, en la medida en que nos haya podido influir. Babilonia nos ha enseñado que Jesús no fue como nosotros, que nunca podemos vencer el pecado, que continuaremos crucificándolo, y ha distorsionado las Buenas Nuevas; y dada esa condición que Joel describe, en el versículo 13 y 14 nos dice que es tiempo de que nos reunamos para arrepentirnos. Versículo 14: “Pregonad ayuno, llamad a congregación; congregad los ancianos y todos los moradores de la tierra en la casa de Jehová vuestro Dios, y clamad a Jehová”. Dios nos está llamando hoy a experimentar eso, a ayunar: esa es la razón por la que en el Día de la Expiación se nos encomienda un mensaje de reforma pro-salud. Dios nos dio ese mensaje, para que nuestra sangre esté limpia, y nuestros cerebros puedan estar en condición saludable para poder recibir la Lluvia Tardía. No comprenderemos jamás la verdad como es nuestro privilegio comprenderla, si nuestra sangre está cargada y caemos dormidos tras la comida. El mensaje pro-salud es un vehículo para llevarnos a la situación propicia para que Dios pueda derramar la verdad. El mensaje de la reforma pro-salud nunca os parecerá importante, a menos que os convenzáis de que encontrar a Cristo en su Palabra es encontrar la Perla de gran precio.

La segunda cosa a la que eran llamados en el Día de la Expiación, era a “vestir de saco”. Juan Bautista vestía de ese modo. No es la hora para nosotros de vestirnos lujosa o llamativamente, ni de adornarnos. Cuando hacemos tal cosa estamos intentando aparentar más de lo que somos, ante los otros, y Dios va a exponernos plenamente en los últimos días. En el libro de Judas se nos habla de aborrecer “aun la ropa que es contaminada de la carne” (vers. 23). En Isaías 3 leemos de un pueblo que desecha todo ornamento. Leemos en los versículos 13 y 14 que se trata de una obra de juicio. En el versículo 17 leemos que descubrirá a la mujer -la iglesia- sus vergüenzas. Es en ese contexto que encontramos la lista más larga de la Biblia, en relación con los adornos. En el Día de la Expiación, el pueblo de Dios desecha las modas. No son importantes para ellos. No pasa por sus mentes el gastar dinero en su apariencia. Hay un mundo que está yendo hacia la perdición eterna. No ha oído aún el evangelio de Jesús. De hecho, no pensaremos en nosotros mismos, sino que experimentaremos arrepentimiento. ¿Cómo explicar el arrepentimiento que va a tener lugar en el pueblo de Dios? ¿Cómo explicar la profundidad de lo que sucederá?

El ‘Comité para el estudio del mensaje de 1888’ ha reconocido en los escritos de E. White, en las obras de Waggoner y Jones, pero sobre todo en la Biblia, una experiencia que llamamos ‘arrepentimiento corporativo’. Quizá no sea la mejor forma de llamarlo, pero creo que describe adecuadamente el concepto. E. White nos dice que en el juicio, los libros del cielo incluyen el registro, no sólo de aquello que hemos hecho, sino de aquello que habríamos hecho si hubiéramos tenido la oportunidad. ¿Qué significa eso? Significa que en el juicio no solamente veremos aquello que hemos hecho, sino también que aquello que cualquier otro en el mundo ha hecho, es exactamente lo que yo habría hecho, de no ser por la gracia de Dios. Nadie es inherentemente mejor que otro. Todos necesitamos la justicia de Cristo al cien por cien. Cuando veis que alguien obra equivocadamente, y os sentís tentados a elevar la plegaria del fariseo –‘Señor, gracias porque yo no soy como él’– si abrís vuestro corazón a la obra del Espíritu Santo, os enseñará, como el mismo Cristo explicó, que si aborrecéis a alguien, o albergáis cualquier grado de enojo, sois tan culpables como si hubieseis cometido asesinato. Lo acabaríais cometiendo, si tuvieseis el tiempo y las circunstancias favorables. Es por eso que muy pronto veremos a personas próximas a nosotros, ponerse del lado de la marca de la bestia, y procurar nuestra muerte. ¿Acaso se habrán convertido en asesinos de repente? No. Las semillas del mal han estado desde tiempo atrás tomando arraigo en su corazón. Se han resistido a que esas ramas sean cortadas de raíz, y sean echadas en el fuego, y todo el árbol ha venido a ser lo que finalmente puede verse. Tenemos que librarnos de esas ramas, debemos desechar la semilla del odio que conduce a ese árbol del crimen. Hemos de permitir a Dios que haga completamente esa obra.

Si mantenéis abiertos vuestros ojos a los acontecimientos contemporáneos, comprobaréis lo que sucede cuando no están presentes las Buenas Nuevas divinas. En Ruanda hay personas que se sentaban una al lado de la otra en la iglesia, pero cuando llegó la crisis, unos daban muerte a los otros. Ha habido adventistas que han dirigido soldados contra otros adventistas. ¿Se volvieron asesinos de repente? El tiempo de prueba expone ampliamente el corazón, y la semilla produce rápidamente el árbol. Tú y yo somos tan culpables como cualquier otro que jamás haya vivido. Tú y yo habríamos crucificado también a Cristo, y lo habríamos negado con maldición. En realidad, lo hemos hecho. Somos culpables de los pecados del mundo, y no abandonaréis nunca eso que os parecen pequeñas cosas, hasta que comprendáis su verdadera fealdad. Eso es arrepentimiento corporativo. “1888” es la historia de nuestra iglesia, de nuestros dirigentes, haciendo al Espíritu Santo, al derramamiento de la Lluvia Tardía, lo que los judíos hicieron a Jesús. Y tú y yo nos sentimos hoy tan bien, diciéndonos: ‘Dios, te doy gracias porque yo no soy como aquellos hombres’... No conocemos nuestros propios corazones. Pedimos insistentemente la Lluvia Tardía, pero si fuese derramada hoy en toda su plenitud, muchos de nosotros nos encontraríamos del lado equivocado. De hecho, excepto que nos arrepintamos de los pecados de nuestros padres, que son también los nuestros, somos todos culpables de haber resistido al Espíritu Santo. Excepto que nos arrepintamos, rechazaremos al Espíritu Santo.

Querría concluir con una corta historia. Hay muchas cosas que querría deciros, a propósito de cómo Dios me ha mostrado eso en mi propia vida; cuán orgulloso soy todavía, cuán codicioso… Recientemente fui a Chicago, a llevar a un joven francés a casa de unos amigos. Serían las 12 de la noche de un sábado. Cuando llegamos, los amigos no estaban en la casa. El joven no había telefoneado para saber si estarían allí, pero tenía otros amigos por la zona, así que les telefoneamos y me dispuse a llevar al joven a casa de ellos. Los amigos que no estaban en su casa vivían en las afueras de la ciudad, pero los que estaban en su casa, vivían en el centro de la ciudad.

Algunos de vosotros sabéis lo que significa eso en América. Estamos en un país lleno de violencia. Las calles están infestadas de gangsters. Hay crimen por doquiera. Hay un racismo terrible. Los blancos odian a los negros, y los negros a los blancos. Jamás debe hacerse una incursión en la sección “contraria”, de noche. Cuanto mayor la ciudad, peor la situación. Los bomberos no pueden ir a la ciudad sin protección policial. He trabajado en la universidad de la ciudad, ya que estuve empleado allí, y supe en mi carne lo que significa el racismo. Sabía de la violencia que había en Chicago, y evitaba en lo posible transitar por ella. Pero ahora tenía que ir de noche, lo que casi equivalía al suicidio.

Entramos en la ciudad, mi joven amigo –que hablaba muy poco inglés–, y yo. Las indicaciones que nos dieron para llegar, nos dirigían por las calles estrechas de la ciudad. El sábado por la noche, cuando hace buen tiempo, la ciudad está muy ocupada. La gente, especialmente los adolescentes, toman bebidas alcohólicas. No hay policías por ninguna parte. Ante nosotros se paró un coche. Varios corrieron hacia allí para hacer sus negocios con la droga. Se giraron, nos miraron. Yo estaba conduciendo un tipo de coche que desentonaba claramente en ese entorno. Ni siquiera estábamos seguros de adonde íbamos. Mi amigo intentó mirar en el mapa, yo lo quería hacer también, pero no era cuestión de pararse a un lado y encender la luz interior. Cuando el semáforo se puso verde, aceleré para avanzar, pero el coche permaneció inmóvil, y se encendió el piloto indicador de avería de transmisión. La gente comenzó a mirarnos desde el exterior. En las grandes ciudades suelen romper los cristales para robar a los ocupantes de los coches. Hay muchos más ladrones que policías. Allí estábamos bloqueados, y yo sentí miedo, lo mismo que sucedió a Abraham cuando fue a Egipto.

Después de aquella noche, tenía que ir a una escuela, a presentar una semana de oración. El Señor tuvo que permitir que me encontrara en esa situación, para abrir mis ojos a la realidad de cuánto dudaba aún de su protección, qué poca confianza tenía en su cuidado. Si Dios tiene una misión para mí, ¿qué importa lo que me rodee? ‘Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?’ Estoy en sus manos, y si el tiempo de mi partida ha llegado, no tengo nada que temer de aquellos que destruyen el cuerpo. He de estar agradecido de poder dar testimonio del amor de Dios, incluso ante mi asesino. Dios me mostró en ese momento cuán pecador era, cuánto dudaba de él.

¿Quién soy yo para ir a cualquier otro, a señalarle el pecado que hay en su vida? Dios no me trae convicción de todo el mal que hay en la iglesia para que vaya a denunciarlo, sino que me llama a mí al arrepentimiento.

 Oremos:

Amante Padre celestial. Gracias por estar por nosotros y con nosotros. Gracias por no habernos abandonado, y porque sigues procurando abrir nuestros ojos a las Buenas Nuevas. Te rogamos que nos purifiques de la incredulidad; que tu bondad nos pueda llevar al arrepentimiento y a ver que los días gloriosos de esta iglesia, que la hora más resplandeciente, está aún en el futuro. En nombre de Jesús, Amén.

 

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