Y el santuario será purificado
Tema nº 1
Tony Phillips
Vichy, 20-22 octubre 1994


Es un placer estar aquí, en Francia, este fin de semana, habiendo pasado 150 años desde 1844, y pudiendo hoy considerar su importancia para nosotros. Pero antes de dirigir nuestra atención a 1844, quisiera hacer un rápido repaso de la historia humana, desde la caída de Adán.

Fue en el jardín del Edén que Dios hizo la promesa a Adán. Dijo a la serpiente (Gén. 3:15): "Y enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar". Dios prometió que cierto día vendría el Mesías y destruiría al diablo. Pero mucho antes de que viniese el Mesías, el plan de redención estaba en acción. De hecho, se nos dice que desde el mismo momento en que hubo pecado, hubo un Salvador. Es por eso que Jesús es el Cordero que fue muerto desde el principio del mundo (Apoc. 13:8).

Obsérvese en qué consiste el plan de la salvación. En Mateo 1:21 leemos, "y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados". Y eso operaba ya desde la fundación del mundo. Leed conmigo en Efesios 1. Quisiera que veamos qué es lo que estaba ya funcionando desde la fundación del mundo. Que veamos que el plan de la redención tiene por objeto salvar al hombre de sus pecados, y la promesa de Génesis 3:15 consiste en realidad en que Dios salvaría al hombre de sus pecados. Capítulo 1 de Efesios, comenzando en el versículo 3: "Bendito el Dios y Padre del Señor nuestro Jesucristo, el cual nos bendijo con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor". Desde la fundación del mundo, Cristo fue el Cordero inmolado, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor.

La promesa en Génesis 3:15 implica más que la historia de la cruz: incluye la respuesta del hombre a la cruz. En Génesis 3:15 hemos leído que él heriría la cabeza de la serpiente. En Hebreos 2:14 leemos que destruirá al diablo mediante su muerte. Pero quisiera que viésemos que el herir la cabeza de la serpiente –la destrucción de la serpiente– necesita nuestra experiencia. Dios es el poder: el hombre el campo de batalla. Romanos 16:20: "Y el Dios de paz quebrantará presto a Satanás debajo de vuestros pies". El hombre es el campo de batalla, bien que la batalla sea del Señor. "Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará su pueblo de sus [nuestros] pecados" (Mat. 1:21). El adventismo del séptimo día, el pueblo remanente de Dios en los últimos días, será el vehículo en el que Dios triunfará finalmente, y sellará todas las mentes del universo por la eternidad, debido a esa victoria ganada en carne humana.

Pero antes que esa obra pueda ser cumplida, debe ser bien comprendida por el pueblo de Dios. Uno de los desafíos que Dios ha debido enfrentar, es que su pueblo no ha comprendido y aceptado verdaderamente el evangelio en su plenitud: el evangelio, o la promesa, en Génesis 3:15. Adán y Eva comenzaron a comprender la promesa. Esperaron la venida de esa "simiente". Cuando Eva trajo al mundo a su primer hijo, esperó que fuese el Mesías. En lugar de eso, había engendrado al primer asesino. ¡Qué tremenda desilusión debió tener! En cada generación después de Eva, toda mujer que esperaba la venida del Mesías, se preguntaba anhelante si sería quizá ella quien diese a luz al Mesías. Hacia el tiempo de la generación de Noé, no solamente no había Mesías, sino que el mundo se había vuelto tan malvado que debió ser destruido.

Aparentemente el plan de salvación no estaba teniendo demasiado éxito. Sin embargo, Noé halló gracia a los ojos del Señor, y junto con un exiguo resto que fue preservado, Dios preservó también un núcleo de verdad, pero en unas pocas generaciones, la verdad del amor de Dios en el plan de la redención fue desapareciendo. Dios encontró a un hombre llamado Abram, que comenzó a apreciar el evangelio, y la promesa fue así renovada a Abraham, "en ti será suscitada simiente".

De hecho, la promesa fue ampliada. Se le dijo que recibiría tierra, que de él saldría una nación, y que tendría ese hijo milagroso. Pero me pregunto hasta qué punto comprendió realmente Abraham el plan de la redención. Cuando salió y anduvo como peregrino, habitando en tiendas, esperaba una ciudad física con fundamentos, cuyo artífice y hacedor fuese Dios, no comprendiendo que el cumplimiento final de Dios y del plan de la redención, no consistía en una ciudad material, sino que era la Nueva Jerusalem: la esposa viniendo del cielo, preparada para su Esposo. Esperaba asimismo una tierra material. Esperaba un hijo físico, de la carne: Ismael; no dándose cuenta que se trataba de un hijo espiritual, aunque viniendo de su propia carne. Un hijo-milagro que vendría también de la carne de Sara, y sería la garantía de que algún día sería suscitado un pueblo, a partir de sus lomos; ya que Dios le había prometido también una nación, a partir de Abraham. No una nación física, sino una generación, un real sacerdocio, un pueblo santo que traería la alabanza de Dios a este mundo.

Pero Abraham no comprendió realmente bien el plan de la redención. No hasta el monte Moria, en donde se le pidió sacrificar a su hijo Isaac. Allí comenzó verdaderamente a comprender la profundidad del evangelio. Y Cristo pudo decir, mirando al monte Moria, "Abraham se gozo por ver mi día, y lo vio y se gozó".

No obstante, Abraham descendió a la tumba sin comprender plenamente la promesa, y sin ver aún su cumplimiento. Tampoco Isaac, ni Jacob, ni José… De hecho, Israel debió retornar a la esclavitud en Egipto, y allí suspiraban anhelantes por un libertador, y recordaban vagamente la promesa del libertador, así que Dios les suscitó un libertador. Pero no era todavía el verdadero Libertador. Israel no comprendió quién era Moisés en realidad. Moisés era un tipo del verdadero Libertador. Un ejemplo de Aquel que vendría y sacaría a su pueblo de Egipto: el mundo, el pecado.

Moisés no fue, pues, el cumplimiento de la promesa. No trajo auténtica liberación. No era aún la simiente. Moisés no los introdujo en la tierra prometida. Tampoco Josué, ya que si bien es cierto que los llevó a una tierra física, no experimentaron la promesa a la que Dios se refería al decir a Abraham: "A ti daré esta tierra". Los jueces tampoco los llevaron a la tierra prometida. Ni Gedeón, Sansón, ni los profetas, ni los reyes (David, Salomón…). Ninguno de ellos era el cumplimiento de la promesa.

Y la comprensión de Israel de aquella promesa se iba haciendo cada vez más confusa, hasta el punto que cuando vino Jesús (en su primera venida), El Deseado nos dice que los ángeles tuvieron que ir a la caza de alguien que estuviese prestando atención. Daniel 9 nos da el tiempo de la primera venida de Cristo. Otras profecías dan más datos específicos sobre la primera venida. Sin embargo, Israel estaba dormido en el día de su liberación, y así, en Juan 1 leemos que "A los suyos vino, y los suyos no lo recibieron". Ni siquiera lo reconocieron.

Ni tan sólo aquel puñado de hombres que por fin vieron algo bueno en él –sus discípulos– llegaron a comprenderlo plenamente. Como Abraham, esperaban una liberación física, y así, no pudieron comprender, y por lo tanto, resistieron el reino. Al principio, Jesús no podía hablarles de la cruz. Se veía obligado a hablarles en parábolas: "Destruid este templo y en tres día lo reedificaré", "De cierto os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere…" Parábolas sobre la cruz. No podía hablarles de ella claramente, y cuando finalmente comenzó a hacerlo, Pedro le reprendió y le dijo "¡De ninguna manera!" Pedro era anti-cruz. Y ser anti-cruz es ser anticristo. Ese es el motivo por el que Cristo le dijo "Apártate de mí Satanás". No le comprendía, le resistió y luchó contra él. Nadie comprendió entonces verdaderamente su misión.

Pedro no solamente lo rechazó, sino que lo negó, maldiciendo. Judas lo vendió. Cuando el Pastor fue herido, todo el rebaño se dispersó. Nadie hubo con Jesús en esa hora tenebrosa. En Salmo 69, dice Jesús: "La afrenta ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado: y esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo: y consoladores, y ninguno hallé" (v. 20). Si bien la gente estaba físicamente próxima a la cruz, todos querían que descendiese. Nadie apreció su misión. Hasta su propia madre es posible que desfalleciese cuando oyó de sus labios "Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Cuando Simeón tuvo en sus brazos al niño Jesús, y lo bendijo, dijo: "He aquí éste es puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel". Y mientras estaba alabando a Dios, guiado por el Espíritu Santo se giró hacia María y le dijo: "una espada traspasará tu alma de ti misma" (Luc. 2:34 y 35). Esa profecía se cumplió en la cruz, debido a su incapacidad de ver allí al Mesías.

Ninguno de sus discípulos quería escuchar, y sin embargo habían presenciado tanta bondad, habían gustado tanta verdad, que había una pequeña llama de esperanza en sus corazones, y cuando Cristo volvió a ellos tras la resurrección, lo que hizo fundamentalmente es preguntarles si estaban por fin dispuestos a escucharle. Y éstos se humillaron. Por fin habían renunciado a su propio plan, y estaban preparados para oírle.

En cuarenta días, Jesús les dijo más cosas que las que había podido decirles en tres años y medio. En esos años había puesto el marco: ahora podía pintar el lienzo. Las cosas que les decía, cobraban ahora significado para ellos, y a medida que comenzaron a ver la bondad de Dios, esa bondad de Dios los llevó al arrepentimiento. Tuvo lugar el más profundo arrepentimiento de todas las edades, y vino el derramamiento del Espíritu Santo. Ahora, un puñado de hombres revolucionaron el mundo. Habían viso el evangelio. Habían comenzado a "comprender con todos los santos la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del amor de Dios": estaban por fin apreciando hasta dónde estuvo dispuesto Dios a ir para salvar al hombre; la increíble condescendencia del amor de Dios en la cruz.

De hecho, allí donde fuesen los apóstoles, referían el relato de la cruz. Pablo dijo a los Corintios, "no me propuse saber nada entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado" (1 Cor. 2:2). Cuando fue a visitar a los Gálatas, les dijo: "Lejos esté de mí el gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo" (Gál. 6:14). Allí por donde iba, ensalzaba la cruz de Cristo. Bueno… no en todos los sitios. No hay en el Nuevo Testamento ninguna carta dirigida a la iglesia de Atenas. Cuando Pablo fue a Grecia, argumentó según la filosofía, en lugar de presentar la cruz. Pero aprendió la lección, y hoy muchos consideran a Pablo como el principal escritor del evangelio en el Nuevo Testamento.

Hoy quisiera tener la audacia de sugerir que ningún grupo en la historia
–incluyendo la generación de los apóstoles– comprendió el evangelio de la forma en que lo comprenderá la última generación.

Pablo no pudo haber comprendido plenamente los eventos de los últimos días [ni tampoco Lutero], ya que Daniel dice que el conocimiento de dichos eventos estaba sellado hasta el tiempo del fin. E. White nos dice en El Conflicto que hay aspectos del evangelio, que Pablo no predicó –refiriéndose al juicio–. Sin embargo, estaban inflamados por la verdad que comprendieron, porque el evangelio es poder. Si vosotros y yo no tenemos poder en nuestras vidas, quizá es porque no comprendemos o no creemos lo que profesamos.

Los apóstoles comenzaron a revolucionar todo el mundo. Y Satanás se lanzó sobre esa iglesia primitiva; primeramente mediante la persecución, pero luego con mucho más poder: mediante el engaño. Si la verdad es el poder, entonces la primera línea de ataque de Satanás debe ser la falsedad. Así, hizo caer a la tercera parte de las estrellas –los ángeles–, con el poder de su cola. Isaías capítulo 9 (vers. 15) nos dice que la cola es el profeta que enseña mentira. Esa cola, esa mentira, llegó a la iglesia primitiva. No de repente, sino poco a poco, introduciendo progresivamente la confusión, hasta que llegamos a la Edad Media, a la época del papado. Éste tomó cada aspecto del evangelio para retorcerlo y pervertirlo, hasta que quedó irreconocible.

Pero Dios no estaba vencido, y la obra de la reforma habría de restaurar ese evangelio. Wiclef, Hus, Jerónimo, Lutero, Calvino, Zwinglio, Wesley, etc, fueron instrumentos mediante los cuales Dios reveló la verdad poderosamente, porque el evangelio es poder de Dios.

Pero la reforma no terminó en el siglo diecisiete.

Hacia el siglo diecinueve, Dios anhelaba derramar más luz, ya que "La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto" (Proverbios 4:18). Y así, en el siglo diecinueve, se produjo un movimiento en el que la gente, alejándose de los dogmas de la iglesia y la tradición, comenzó a poner el énfasis en la piedad personal y en la primacía de la Palabra. Fue una época de gran despertar en América y en Europa. Se crearon grandes sociedades bíblicas y se enviaron misioneros al África y a la China; fueron hasta los extremos de la tierra, tratando de llevar el evangelio que conocían, a fin de finalizar la comisión evangélica.

Fue en ese momento de hambre espiritual cuando Dios llamó a William Miller, un capitán de la armada que básicamente era un agnóstico, incluso un burlador; y tratando de demostrar que la Biblia estaba equivocada, vino a resultar convertido por Aquel que es el camino y la vida. Y a medida que William Miller estudió más y más profundamente las Escrituras, trató de aclarar las inconsistencias que la gente creía encontrar en la Biblia. Él creía que todo se debía aclarar con la propia Biblia; y con ésta sola y la concordancia, avanzó hasta llegar a Daniel 8:14: "Hasta dos mil y trescientos días de tarde y mañana, entonces el santuario será purificado".

Comenzó a ensamblar un sistema de verdad. De hecho, E. White nos dice que a partir de ese texto comenzó a ver un sistema de verdad interrelacionada, y descubrió que Jesús iba a venir muy pronto. De hecho, sabemos que propuso la fecha del 22 de octubre de 1844. Sabemos también que Jesús no vino en esa fecha. Pero William Miller, como los discípulos, sabía que el tiempo era el correcto, aún sin comprender correctamente el evento. Y tuvo lugar el gran chasco.

Dios permite que acontecimientos como ese nos zarandeen, para que nuestra fe sea edificada, y también para probar a aquellos que tienen la fe auténtica –aquellos que tienen una fe firme–. El zarandeo reduce siempre el número. En Juan 6, Jesús nos dice: "Tenéis que comer mi carne y beber mi sangre". "Muchos volvieron atrás y ya no andaban con Él, desde aquel día" (Juan 6:56, 63 y 66). El Señor redujo la compañía de Gedeón a trescientos hombres. 1844 fue un tiempo de zarandeo, en el que el trigo fue separado de la paja. Y con ese pequeño grupo que no se volvería atrás, porque habían experimentado el poder de Dios, su bondad, su dirección –que sabían que Dios les conducía en la verdad, que habían pedido pan a Aquel que sabían que no les daría una piedra, Dios obraría maravillosamente.

Hiram Edson tuvo una visión, cuando estaba atravesando un campo de maíz. Allí vio la equivocación de William Miller: que Cristo no venía entonces a purificar esta tierra por el fuego, sino que pasaba del lugar santo al santísimo del santuario celestial, para comenzar la obra del juicio.

Y a medida que fue profundizando en el estudio de la Biblia, y se reunieron para estudiar la Biblia, comenzaron a ver que la purificación del templo se correspondía con una obra en el corazón humano. Recordemos: "Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados".

Dios quería mostrar a nuestros pioneros que el plan de la redención es redención del pecado. Pero el pecado es transgresión de la ley. Así, Dios quería mostrar a nuestros pioneros que él podría hacer un pueblo obediente a la ley de Dios.

Pero había un problema: allí no estaba toda la ley. Así, Dios llamó a su pueblo para que restaurase la brecha, reconstruyera los muros, restaurara la ley a su gloria completa. Y a medida que estudiaban la purificación del santuario, comprendieron que la ley no había sido jamás cambiada, y hallaron el mandamiento perdido: el sábado.

Eso nos recuerda la parábola de la dracma perdida. La mujer –la iglesia–, teniendo diez monedas de plata (en Salmos 12:6 leemos que ‘las palabras de Jehová son como la plata purificada siete veces’. Moisés llamó a los diez mandamientos, las ‘diez palabras’); la mujer, pues, que tenía las diez dracmas, perdió una. Encendió una lámpara "lámpara es a mis pies tu palabra" (Sal. 119:105), y buscó hasta encontrar la moneda perdida. Y cuando la encontró, se alegró y lo contó a sus amigos.

Así, el Señor comenzó a revelar la verdad del santuario, pero nuestros pioneros no la comprendieron todavía en su plenitud. Comenzaron a ver hacia dónde debían ir, comprendieron que Dios estaba llamando a un pueblo a salir de Egipto, pero en realidad no sabían muy bien cómo salir de allí. Y cuando miramos unos cuarenta años después, E. White dijo que la predicación se había vuelto tan árida como el desierto de Gilboa. En lugar de estar saliendo de Egipto, estábamos volviendo a Egipto por el camino del desierto. Este fin de semana, mi oración es que comencemos a ver lo que no vieron nuestros pioneros, lo que no comprendieron ni apreciaron; lo que el mismo Pablo no pudo ver. Y no solamente que comencemos a comprenderlo de una forma más profunda, sino que nos entreguemos a esa verdad. 

Oremos: Amante Padre celestial. Sentimos el privilegio de vivir hoy. Tu llamamiento es maravilloso. Nuestra responsabilidad es solemne, pero nos has prometido darnos todo lo necesario. Ayúdanos a comprender que una comprensión más profunda de la verdad constreñirá nuestros corazones, y los llevará al arrepentimiento si no te resistimos. Despiértanos en esta undécima hora, para gloria de Jesús. Te lo pedimos en su nombre. Amén.

 

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