¿Es lo mismo santidad de Cristo que justicia de Cristo?
LB, 20/10/98
Es conocida la frase emblemática del encuentro de 1888 en
Minneapolis: “Cristo, nuestra justicia”.
Al estudiar los libros y artículos de los mensajeros de 1888, se
aprecia claramente que un tema destacado fue la comprensión de lo que implica
el término “justicia” referido a Cristo. Implica la santidad vivida en carne
de pecado: en nuestra “carne”. Esa verdad es clave para que hoy pueda
habitar por la fe, mediante su Espíritu, en nuestra carne de pecado (Éxodo
25:8; 1 Cor 3:16; Col 1:27, etc). Ser santo no era condición
suficiente para ser nuestro sacrificio, expiación y sumo sacerdote. Esa
santidad tenía que descender a este mundo, tomar la condición de hombre y
sujetarse al estado de la naturaleza humana de la forma en la que esta estaba
cuando él vino. Y así lo hizo: el Verbo se hizo carne -sarx en griego- que en la Biblia se utiliza para significar la carne
pecaminosa que nos es común (Gál 5:16, 24, etc). Tenía que vencer allí:
tenía que ser JUSTO.
No está en duda que Cristo fuese perfectamente santo. Sin embargo,
para nuestra salvación no bastaba su santidad;
era necesaria su justicia. En el
universo hay muchísimos seres santos que no pueden salvarnos. Sólo nuestro
Redentor es, además, el Justo (Rom 3:26; 1 Ped 3:18).
Cristo era santo desde la eternidad. En Belén sería “lo santo que
nacerá” (Lucas 1:35). Pero cuando abandonó físicamente esta tierra, no
era solamente santo: además era justo. Su santidad venció al pecado en el terreno en donde este se había hecho
fuerte: en la carne de pecado. Para salvarnos, “debía ser en todo semejante
a los hermanos” (Heb 2:17), “de la simiente de David según la carne” (Rom
1:3).
No imaginamos a Adán y Eva en su estado previo a la entrada del
pecado como “justos”, sino como “santos”. Nos referimos a ellos como la “santa
pareja”. Así los presenta el Espíritu de Profecía. Igualmente, no hablamos de
los “justos” ángeles, sino de los “santos” ángeles.
El significado de “justo”, en contraste (no en oposición) con el
de “santo” significa que Cristo, cuando ascendió al cielo, era tan santo como
siempre lo había sido, pero además, tenía aquello que según el autor del libro
de Hebreos lo calificaba para ser el verdadero sumo sacerdote (especialmente
capítulo 2), que es el haber conservado su inmaculada santidad en una carne
como la nuestra, en una naturaleza “caída” (PE, 150 y 152) como la de
aquellos a quienes vino a redimir.
“Él tomó sobre su naturaleza sin
pecado nuestra naturaleza pecaminosa, para saber cómo socorrer a los que son
tentados” (Ministerio médico, 238).
Se trata del misterio de la zarza que ardía y no se consumía (Éxodo
3:2): “El símbolo escogido para representar a
la Deidad no fue un cedro del Líbano, sino una humilde zarza desprovista de
atractivo exterior... Pensad en la humillación de Cristo. Tomó sobre sí mismo
la naturaleza humana sufriente, degradada y contaminada por el pecado...
Resistió todas las tentaciones que asedian al hombre...” (YI, 20 diciembre 1900). Se trata del
misterio de la serpiente que el Señor mandó hacer a Moisés (Núm 21:6-9):
“Qué extraño símbolo de Cristo fue esa semblanza de
serpiente que les mordió. Ese símbolo fue elevado sobre un mástil, y tenían que
mirar a él y ser salvos. Así Jesús fue hecho en semejanza de carne de pecado”
(Carta 55, 1895).
El único que, habiendo tomado la naturaleza humana caída, ha
vencido en todo punto, es Cristo. En ese sentido, es el único justo. El único
que puede salvar. Él es EL JUSTO, y el que justifica al que es de la fe de
Jesús (Rom 3:26).
En el libro ‘Cristo y
su justicia’ (E.J. Waggoner), o en ‘El Camino consagrado a la
perfección cristiana’ (A.T. Jones), por ejemplo, se aprecia cómo
ese aspecto del evangelio resulta fundamental. Es lo opuesto a la doctrina
papal de que Cristo tomó la naturaleza santa que heredó de su madre María, al
nacimiento de la cual se aplica la supuesta inmaculada concepción. El
protestantismo caído no se ha separado de esa falsa doctrina, ya que, aún
repudiando la inmaculada concepción de María, presenta a Cristo como poseyendo
una naturaleza singular, única, separándolo así de nosotros tanto como en la
postura romana. La clarificación del evangelio que el Señor nos dio en 1888,
por el contrario, tenía por objeto destacado presentar al Salvador, no como
alguien alejado, sino “cercano, a la mano” (3 MS, 205).
‘El Deseado de todas las gentes’, que Ellen White escribió poco después
de aquella época, destaca ese aspecto repetidas veces (ver páginas 15-16, 32,
87, 91, 92, 628, etc).
Un resumen en pocas palabras del mensaje de 1888, podría ser este:
“Lo que era imposible a la ley, por cuanto era
débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado,
condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la ley fuese cumplida en
nosotros, que no andamos conforme a la carne, mas conforme al Espíritu”
(Rom 8:3).
“¿Qué es la justicia de Dios? Es la
santidad de Dios en relación con el pecado” (7 CBA, 963)
“Habrá un solo interés prevaleciente,
un solo propósito que absorberá todos los demás: Cristo, justicia nuestra”
(HHD, 261).