Salid de Babilonia

LB

·       De Babilonia está escrito: Jeremías 51:6-9 y 45.

·       De Israel está escrito: Jeremías 51:5; 50:20;  Números 23:20-21;  Apocalipsis 19:7-8.

 

Apocalipsis 14:8 (y 18:1-5):

Ha caído, ha caído Babilonia, la gran ciudad….

¡Salid de ella, pueblo mío…!

Es el mensaje del segundo ángel (repetido en Apocalipsis 18). Forma parte del último mensaje. No hay otro después de él.

Es una invitación a salir de Babilonia (la Babilonia espiritual) antes que sea destruida.

·       Es una amonestación divina a que su pueblo se mantenga separado de Babilonia.

·       Es un mensaje que nosotros hemos de dar a quienes están aún en Babilonia a fin de que salgan de ella. Dios los reconoce ya como siendo “pueblo mío”, si bien están todavía integrados en la institución babilónica.

Eso sugiere que Dios tiene verdaderos hijos suyos que, militando aún en la institución de Babilonia, no tienen el espíritu de Babilonia. Estos reconocerán la voz del Buen Pastor y saldrán de ella.

¿Pudiera darse el caso contrario? ¿Sería posible transigir con el espíritu de Babilonia aun sin estar en esa institución? Ese es el tema de esta meditación.

Cuanto más cerca estamos del fin, más importante es comprender cuál es la esencia de Babilonia. ¿De dónde o de qué hay que salir? ¿Qué es lo que hay que evitar? ¿Qué hemos de enseñar a que otros eviten? ¿Qué es lo que quienes salgan de Babilonia para ingresar en la comunidad de la fe del tercer ángel tienen derecho a NO encontrar entre nosotros?

Si leéis el libro ‘El conflicto de los siglos’, comprenderéis que Babilonia es una institución compuesta por una madre y por sus hijas. La identificación es inequívoca. Os animo encarecidamente a que lo leáis. Cuanto más avanza el tiempo, más actualidad tiene su mensaje. No basta con haberlo leído: ¡El Conflicto siempre hay que leerlo otra vez!

Ahora bien, podemos conformarnos identificando a Babilonia con una institución —o con varias— y pasarnos desapercibida la esencia de lo que constituye Babilonia. Podemos relajarnos en la confianza de poseer algún tipo de inmunidad a “Babilonia”, puesto que no pertenecemos a ella como institución.

Pero hay un problema:

En Apocalipsis 17:5-6 leemos que tiene

en su frente un nombre escrito: ‘Misterio, Babilonia la grande, la madre de las fornicaciones y de las abominaciones de la tierra’. Y vi a la mujer embriagada de la sangre de los santos, y de la sangre de los mártires de Jesús: y cuando la vi quedé maravillado de grande admiración.

Babilonia no sólo alberga y difunde falsas doctrinas, sino que es además un poder perseguidor formidable (una doctrina errónea lleva siempre a una mala práctica). Babilonia es lo opuesto a Dios: simboliza la capital del reino del mal cuyo dirigente es Satanás, así como la Jerusalem celestial es capital del reino de Dios. La profecía presenta a Babilonia como ebria de la sangre de los mártires.

Pero cuando Apocalipsis 18 describe la destrucción de Babilonia, especifica más: da un detalle muy importante (vers. 24):

En ella fue hallada la sangre de los profetas y de los santos, y de todos los que han sido muertos en la tierra.

Así pues, en Babilonia se encuentra toda la sangre derramada en la tierra, pero se cita a un grupo especial: “la sangre de los profetas”.

Ahora respondamos a la pregunta: ¿Quién mató a los profetas? ¿Fueron los filisteos, los caldeos o neobabilonios, los egipcios, los asirios...?

La Biblia especifica que al llegar el día del ajuste de cuentas, la sangre de los profetas se encuentra en Babilonia. La pregunta es, lógicamente: ¿quién mató a los profetas? Permitamos que sea el propio Jesús quien responda:

¡Jerusalem, Jerusalem, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados a ti! (Mateo 23:37).

El texto no dice que Jerusalem fuese Babilonia, pero queda claro que Jerusalem (representa al pueblo de Dios) no fue —ni es— inmune al espíritu de Babilonia, puesto que cedió a la persecución, que es el fruto amargo que acompaña invariablemente a la confusión y apostasía de Babilonia.

Nuestro objetivo hoy no es identificar a Babilonia, la institución, sino identificar cuál es el principio fundamental que define a Babilonia; cuál es su característica básica y esencial, a fin de no caer inadvertidamente en ella, o bien a fin de “salir de ella”.

Puesto que Babilonia representa lo opuesto a Dios, comprenderla correctamente nos ayudará a conocer mejor el camino del Señor, camino al que debemos invitar a quienes demos el mensaje del segundo / cuarto ángeles de Apocalipsis.

Hemos leído: “Ha caído Babilonia”. Para comprender en qué consiste ese estado de caída espiritual de Babilonia, os propongo que analicemos cómo cayó la Babilonia literal. Dios tomó a Babilonia como símbolo de la apostasía, por ser digna representante de esa caída espiritual.

En el capítulo 4 de Daniel, Nabucodonosor —el rey de Babilonia— da testimonio personal de su conversión. El propio rey refiere su sobrecogedora experiencia. Relata su sueño, la interpretación de Daniel y su cumplimiento, pero sobre todo la causa de todo ello.

Ved en el versículo 30 cuál había sido el espíritu del monarca (es el espíritu de Babilonia):

Habló el rey y dijo: ¿No es esta la gran Babilonia, que yo edifiqué para casa del reino, con la fuerza de mi poder y para gloria de mi grandeza?

Es evidente que en aquel momento Nabucodonosor no tenía un problema de baja autoestima. Habría recibido el elogio de cualquier psicólogo y la admiración de cualquier persona —profana— del común. El Señor se vería obligado a humillarlo a fin de llevarlo al arrepentimiento y permitir que aprendiese desde el fondo del pozo.

Le costó andar siete años entre los animales y ser temporalmente desposeído de su razón, pero recibió con provecho la lección. La gloria del hombre fue abatida hasta el polvo.

El monarca se humilló, y aun sin disponer del libro de Apocalipsis, fue un anticipo del mensaje de los tres ángeles cuando confesó (vers. 37):

Ahora yo Nabucodonosor alabo, engrandezco y glorifico al Rey del cielo [ya no se engrandecía a sí mismo, ya no pensaba en su gloria; había perdido todo interés en su propio valor], porque todas sus obras son verdad, y sus caminos juicio; y humillar puede a los que andan con soberbia.

En armonía con el sueño profético del rey (vers. 26), el episodio no marcaba aún la caída de Babilonia, pero apuntaba hacia ella. La advertencia divina tuvo el mejor efecto imaginable en el gran monarca. En Jeremías 25:9 Dios lo llama así: “Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo”.

Espiritualmente hablando, el antes orgulloso rey de Babilonia, había “salido de Babilonia”. ¡Había escuchado el mensaje del segundo y cuarto ángel! Aunque físicamente permaneciera allí, había cambiado de capital: ahora pertenecía a la Nueva Jerusalem, y allí esperamos encontrarlo en el día anhelado.

Pero el capítulo 5 de Daniel nos presenta otra escena que ocurre en la historia unos treinta años más tarde. El protagonista es Belsasar, nieto de Nabucodonosor.

(vers. 1): Estaba “celebrando”.

(vers. 1-4): La celebración consistía en una fiesta sacrílega en la que se profanaban con altanería y desdén los vasos de uso sagrado sustraídos del templo de Dios.

(vers. 5): Apareció aquella mano misteriosa que escribió en lo encalado de la pared (MENE MENE TEKEL UPHARSIN), y que hizo que el rey Belsasar palideciera y temblara.

Una vez más se llamó a Daniel para declarar el significado de aquel mensaje críptico, que resultó ser el anuncio solemne de la caída inminente e irreversible de Babilonia, que tendría lugar en horas. Pero antes de eso, Daniel —el Espíritu de Profecía— se cuidó de hacer saber a Belsasar cuál era la causa de la caída. La Inspiración quiso que se supiera entonces, y quiere que lo sepamos hoy:

(vers. 18-21): Daniel recordó a Belsasar la experiencia de su abuelo Nabucodonosor. Leemos en el vers. 20:

Mas cuando su corazón se ensoberbeció, y su espíritu se endureció con altivez, fue depuesto del trono de su reino...

(vers. 22-23):

Y tú, su hijo Belsasar, no has humillado tu corazón, sabiendo todo esto; antes contra el Señor del cielo te has ensoberbecido, e hiciste traer delante de ti los vasos de su casa, y tú y tus príncipes, tus mujeres y tus concubinas bebisteis vino en ellos...

Belsasar empleó las cosas sagradas, dedicadas a dar gloria a Dios, para su propia gloria y exaltación. ¿Veis en qué consiste el vino que Babilonia ha dado de beber a todas las naciones? Es el vino de la exaltación del yo, del ego, el vino del engrandecimiento personal. Contra eso nos advierte el mensaje de los tres ángeles.

¿Qué sucedió inmediatamente?

(vers. 30-31):

La misma noche fue muerto Belsasar, rey de los Caldeos. Y Darío de Media tomó el reino.

Y se cumplió Proverbios 16:18:

Antes del quebrantamiento es la soberbia; y antes de la caída la altivez de espíritu.

En Apocalipsis 14:8 hemos leído que Babilonia ha dado de beber a todas las naciones su ideología: ese principio básico sobre el que opera Babilonia, y así, si vamos a la cadena profética que presenta la visión de Daniel junto al río Ulai (cap. 8), vemos:

(vers. 3-4): El carnero (Medo-Persia): “se engrandecía”.

(vers. 5-8): El macho cabrío (Grecia): “se engrandeció”.

(vers. 9-11): El cuerno pequeño (Roma): “se engrandeció hasta el ejército del cielo”, “aun contra el príncipe de la fortaleza se engrandeció”.

En la visión junto al río Hiddekel (cap. 10 y 11 de Daniel) se repite lo mismo. Daniel 11:36, refiriéndose a ese mismo poder representado por el cuerno pequeño, afirma:

El rey hará a su voluntad y se ensoberbecerá, se engrandecerá sobre todo dios, y contra el Dios de los dioses hablará maravillas...

O, en el lenguaje del Nuevo Testamento (2 Tesalonicenses 2:3-4):

Apostasía, hombre de pecado, hijo de perdición... se asiente en el templo de Dios como Dios, haciéndose parecer Dios.

Eso no es nuevo. Retrocediendo tan atrás como el registro bíblico nos lo permite, ya hubo un tal Lucifer que quiso engrandecerse y ser como Dios. Naturalmente, esas intenciones iban camufladas bajo una apariencia de adoración a Dios.

Una versión de eso mismo fue el culto a Baal por parte del pueblo de Dios: el engaño de la adoración al yo, camuflada como si fuera adoración a Dios. Es el servicio al yo, presentado como si fuera servicio a Dios. Una versión moderna de ese principio es el razonamiento filosófico: ‘Para amar a Dios y al prójimo, primeramente has de amarte a ti mismo’, o su equivalente: ‘Has de perdonarte a ti mismo’.

Tú que decías en tu corazón: Subiré al cielo, en lo alto junto a las estrellas de Dios ensalzaré mi solio, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del aquilón; sobre las alturas de las nubes subiré y seré semejante al Altísimo (Isaías 14:13-14).

La primera torre de Babel no se edificó en esta tierra. Se edificó piso a piso en el cielo en la imaginación de Lucifer, y eso sucedió junto al trono de Dios, que es donde Lucifer estaba. Se amó a sí mismo mientras mantenía una “apariencia de piedad”. Sabemos que Isaías 14 se refiere a la rebelión de Lucifer, pero ¿recordáis cómo lo identifica la Biblia?

El rey de Babilonia (Isaías 14:4).

Satanás es el rey de Babilonia, y su principio fundamental es el engrandecimiento, el amor y la exaltación del yo, que usurpa y ocupa el lugar de Dios. En el corazón de Babilonia está el “yo”.

Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho a manos de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día. Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirlo, diciendo: —Señor, ten compasión de ti mismo. ¡En ninguna manera esto te acontezca! Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: —¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: —Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mateo 16:21-24).

Cuando Jesús anunció a sus discípulos sus sufrimientos y su muerte, Pedro reconvino así al Señor: ‘¡No permitas que te suceda eso!, ten compasión de ti mismo’, que equivale a decirle: ‘¡Ámate a ti mismo!’ El Señor le respondió: “Quítate de delante de mí, Satanás”. A continuación añadió: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo”. Pedro estaba siendo un instrumento del rey de Babilonia, y Jesús le estaba virtualmente diciendo: ‘Sal de Babilonia y ven al principio de la cruz’. Es el mensaje que la Inspiración daría al apóstol Juan en Patmos, una vez que Jesús hubiera ascendido.

En 2 Timoteo 3:2 leemos que en los postreros días vendrían tiempos peligrosos debido a que habría hombres perversos, aunque con apariencia de piedad. Encabezando la lista, figura esta característica: “amadores de sí mismos”.

Entended bien esto: los “amadores de sí mismos” tienen “apariencia de piedad”, pero:

El que se ama a sí mismo es un transgresor de la ley (PVGM 323).

El mundo entero vive hoy bajo ese principio: el de amarse a uno mismo, el de confiar en el yo, la búsqueda del beneficio propio, adular y recibir adulación, la promoción personal, el refuerzo del “ego”, la autoafirmación del valor de uno, el cultivo de la autoestima.

Eso no es monopolio de ninguna institución. Es un principio que nuestros primeros padres permitieron que Satanás introdujera en la raza humana, un principio que infiltra nuestra propia naturaleza caída. Sólo por la gracia de Dios podemos vencerlo.

Os leo lo que encontré un día al curiosear en la ‘Guía personal abreviada de procedimientos’ de una joven médico de guardia que se estaba formando como especialista en el hospital donde trabajé. Mientras ella atendía un paciente, tuve tiempo para copiar lo que os comparto:

Autoestima:

Soy consciente de que soy una [persona] [fabulosa] (no puedo reproducir aquí el vocabulario exacto empleado).
Tengo grandes valores.
Puedo conseguir lo que me propongo.
Cuando llegue a la meta intentaré ser humilde.
Pero ahora la inseguridad no me beneficia en nada.

Repetirlo tres veces cada ocho horas frente a un espejo”.

La sociedad que nos rodea trata sus males del alma con esa medicina, que podemos llamar “extracto de Babilonia”. El mundo que nos rodea valora la afirmación personal, la confianza propia, el orgullo, el amarse a uno mismo. La humildad y la abnegación no son valores apreciados en la sociedad competitiva de hoy. Creo que el Señor Jesús no habría obtenido una buena calificación en las pruebas psicotécnicas que nos hacen cuando aspiramos a un puesto en el mercado del trabajo, porque una parte sustancial de lo que valoran esos cuestionarios es la autoestima, la confianza en nuestro propio valor, nuestro amor al yo, y Jesús no se distinguió por eso, puesto que si se hubiera amado a sí mismo tenía tiempo para quedarse en el cielo en lugar de venir a salvarnos.

En Filipenses 2:5-8, leemos:

Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús: el cual, siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios: sin embargo, se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y hallado en la condición de hombre se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

La idea babilónica del amor y exaltación del “yo” es una perversión del principio divino sublime del amor ágape. Es un desafío al gobierno de Dios, que está basado en su carácter de amor abnegado, un amor que no se tuerce para dirigirse a uno mismo; un amor que se humilla, que no vacila en sacrificarse por los demás. Vemos la negación del yo manifestada en el don eterno de su Hijo unigénito a los hombres: el principio de la cruz que caracteriza al evangelio eterno. Es lo contrario a la torre de Babel: el amor divino no trepa, sino que desciende (condesciende). Leemos en 1 Corintios 13:5 que “el amor...no busca lo suyo”.

El mensaje de los tres ángeles pone en contraste la adhesión a ese principio del amor abnegado de Dios versus la aceptación del principio satánico: esa perversión en la que el amor confunde su objeto, y en lugar de amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a sí mismo, se ama a uno mismo. Es la complacencia del “ego”, el egoísmo, el engrandecimiento del yo. Todo ídolo y toda idolatría es en realidad una forma de adoración al “yo”, y debido a la paternidad de ese principio, es una forma de adoración a Satanás. “Adora a Dios”, es una reducción del mensaje del primer ángel. “Si alguno adora a la bestia y a su imagen” es la continuación (tercer ángel), y el cuarto y último ángel dice: “Salid de ella” (de Babilonia).

Es improbable que el diablo nos pida que lo adoremos a él directamente de forma personal, tal como pretendió con Cristo. Tal cosa nos alarmaría. Para tenernos por súbditos legítimos le basta con que adoremos cualquier cosa que no sea Dios, puesto que la adoración de cualquier ídolo es en realidad adoración al “yo”, y a Lucifer corresponde precisamente la paternidad de ese principio. Al ceder a la tentación de amarnos a nosotros mismos. estamos eligiendo quién será nuestro señor.

·       Marca de la bestia: principio de la exaltación del yo, que es contrario al “Cordero inmolado” (Apocalipsis 13:8).

·       Sello de Dios: principio del amor abnegado, negación del yo, principio de la cruz (Apocalipsis 14:1).

Leo en el CBA vol. 7, Comentarios de Ellen White sobre Apoc 7, que trata del sello de Dios:

¿Qué es el sello del Dios viviente que se coloca en las frentes de los suyos? Es una marca que pueden leer los ángeles, pero no los ojos humanos, pues el ángel destructor debe ver esa marca de redención. La mente inteligente ha visto la señal de la cruz del Calvario en los hijos y las hijas que el Señor ha adoptado (p. 980).

El Cordero inmolado, la “cruz”, es la antítesis del amor a uno mismo, del engrandecimiento del “yo”.

Quizá os estéis preguntando: ¿No tiene esa marca / sello relación con la controversia sábado/domingo como día de reposo? —Ciertamente:

·       Domingo: hijo de una institución humana que, en demostración de su propia exaltación y autoridad intentó cambiar el verdadero día de reposo y adoración instituido por el Señor, poniendo en su lugar uno falso instituido por el hombre (de pecado) en homenaje al sistema religioso que representa. Es una perfecta expresión y símbolo de la exaltación del yo, del “engrandecimiento” humano en contra de Dios. Leemos en Daniel 7:25: “Hablará palabras contra el Altísimo... pensará en mudar los tiempos y la ley”, y en 8:9-10: Se engrandeció hasta el ejército del cielo... aun contra el príncipe de la fortaleza se engrandeció”.

·       Sábado: es el reposo del creyente, el reposo de la fe en la obra perfecta del Señor Jesús en la creación y en la redención. No es la exaltación de la obra del hombre, puesto que la institución del sábado como día de reposo no es obra del hombre, sino de Dios. Quien guarda el sábado de Dios, expresa su humildad al poner toda su confianza en la obra de Dios. El sábado es el perfecto símbolo de la dependencia del creyente hacia su Creador y Salvador Jesús. Quien guarda el sábado del Señor, da fe de que su salvación es por la sola gracia, y la recibe por la sola fe de acuerdo con lo que dice la sola Escritura. Está adorando a Dios, el Creador y Redentor, y le está dando honra, lo que es crucial por haber llegado la hora de su juicio.

En el terreno espiritual, la expresión más patente de la exaltación del yo es la salvación por las obras en sus innumerables versiones, muchas de ellas pretendiendo ser “justificación por la fe”. Por contraste, la auténtica justificación por la fe en el Redentor lleva el sello de la cruz, y es lo opuesto a la exaltación del “yo” propia de Babilonia. Es la humildad, en contraposición con el orgullo.

Varias personas me han escrito preguntando si el mensaje de la justificación por la fe es el mensaje del tercer ángel, y les he respondido: “Es ciertamente el mensaje del tercer ángel (Ev 143).

¿Qué es la justificación por la fe? Es la obra de Dios que abate en el polvo la gloria del hombre, y hace por el hombre lo que este no puede hacer por sí mismo (TM 456).

La justificación por la fe abate en el polvo la gloria del hombre, mientras que Babilonia engrandece el “ego” para gloria del hombre.

¿Significa lo anterior que en el reino de Dios no tiene lugar la autoestima? —Significa eso. Sé que es una declaración impopular. El reino de Dios reconoce otro principio, que es el del respeto a uno mismo. El respeto a uno mismo tiene un sentido distinto a la autoestima. El respeto a uno mismo se basa en el reconocimiento de haber sido creados y redimidos por Cristo; es decir, se basa en el amor que Dios tiene por nosotros, y eso no nos distingue, no nos exalta por encima de los demás, sino que nos sitúa en igualdad con todos los componentes de la raza humana. Cuando nos concedemos valor basado en algo especial que nosotros hemos logrado, en algún pretendido mérito personal que nos distingue de otros, en ese punto tenemos el mismo problema que convirtió a Lucifer en Satanás, aunque no lo estemos repitiendo cada ocho horas delante de un espejo, y aunque estemos al lado del altar de Dios. Si hacemos así, estamos confiando en la carne, y necesitamos hacer lo mismo que nuestro padre Abraham, uno de los primeros que dio oído al mensaje: “Sal de Babilonia” (Ur de los caldeos), y aprendió finalmente a vivir humildemente en la senda de la fe, desconfiando de la carne y confiando enteramente en toda palabra que sale de la boca de Dios.

Lo anterior puede ser chocante para muchos, ya que la sociedad antropocéntrica y egocéntrica que nos rodea está entregada al cultivo de la autoestima, y desgraciadamente hemos sido permeables a esa presión cultural hasta el punto de haber incorporado en nuestra acción misionera el fomento de la autoestima como si formara parte del evangelio, como si fuera la voz del Buen Pastor, cuando en realidad es la voz de la serpiente y la antítesis del evangelio.

En el CD de los escritos de Ellen White aparece trescientas cuarenta y cinco veces la palabra “self-esteem”, y lo hace negativamente —con frecuencia asociada al orgullo y a otros pecados—, como algo que es necesario desechar por ser un obstáculo insalvable para la vida eterna. En las traducciones de los escritos de Ellen White al castellano aparece ocasionalmente la palabra “autoestima” en sentido positivo, pero se trata de un error de traducción. En esas ocasiones en las que habla positivamente, no lo hace respecto a la autoestima; Ellen White no escribió ahí autoestima (self-esteem), sino respeto a uno mismo (self-respect). Por otra parte, en gran parte de las ocasiones en que ella expresó el rechazo a la autoestima por ser antagonista del principio de la cruz, no se ha traducido “autoestima” en castellano, sino orgullo, amor propio, etc. No hay problema en condenar el orgullo y el amor propio: en eso casi todo el mundo está de acuerdo, pero por alguna misteriosa razón pareció conveniente proteger al ídolo contemporáneo, al amor al yo, no traduciendo literalmente “autoestima” (self-esteem) en las innumerables ocasiones en que los escritos de Ellen White la condenan de forma explícita, mientras que se tradujo incorrectamente “autoestima” cuando ella había escrito “self-respect” en términos positivos. Eso significa una tergiversación monstruosa y vergonzante del mensaje que Ellen White nos dio por inspiración del Espíritu Santo. Quien lea esa literatura en su traducción al español (APIA), se llevará la idea exactamente opuesta a la que Ellen White transmitió.

En cierta ocasión, Jesús hizo la pregunta:

Cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe en la tierra? (Lucas 18:8).

No hay duda de que hallará muchísima autoestima, engrandecimiento del yo y amor a uno mismo. Todos estos son la antítesis de la justicia de Cristo por la fe:

“Aquel cuya alma no es recta se enorgullece; mas el justo por su fe vivirá” (Habacuc 2:4).

Termino con la lectura de un fragmento de la predicación de A.T. Jones, uno de los pastores que el Señor eligió para presentar el mensaje de la justificación por le fe en el contexto del tiempo del fin, tal como aparece en General Conference Daily Bulletin nº 18, p. 129 (Asamblea de la Asociación General de 1893). Se trata de una alegoría del gran Día que esperamos, y en ella será fácil descubrir que la fe, el principio de la cruz, permitirá ingresar en el cielo, pero no el “yo” ni el “nosotros”:

“En ese día habrá dos grupos. Ante la puerta cerrada, algunos querrán entrar, y dirán: —'Señor, ábrenos; queremos entrar'. Alguien les preguntará: '¿Qué habéis hecho para entrar aquí? ¿Qué derecho tenéis para entrar en la heredad?'

—'Te conocemos bien. Hemos comido y bebido en tu presencia; tú has enseñado en nuestras calles. Sí. Además, hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre hemos echado demonios y hemos hecho muchas maravillas. Señor, ¿no es eso evidencia sufi­ciente? Ábrenos la puerta'.

¿Cuál es la respuesta? "Apartaos de mí, obradores de maldad". ¿Cuáles fueron sus razones? —Nosotros hemos hecho muchas y grandes cosas. Nosotros somos buenos. No­sotros somos justos. Ábrenos la puerta.

Pero allí de nada vale el 'nosotros'.

Habrá otra compañía en ese día: una gran multitud que nadie puede contar, de entre toda nación, tribu, lengua y pueblo, dispuesta a entrar por las puertas. Si alguien les pregunta '¿qué habéis hecho para entrar aquí?, ¿qué derecho tenéis para entrar en la heredad?', su respuesta será:

—Oh, no he hecho nada en absoluto para merecerlo. Soy un pecador dependiendo só­lo de la gracia del Señor. Era tan desgraciado, tan rematadamente cautivo, estaba en tal esclavitud, que nadie hubiese podido librarme excepto el Señor mismo; tan miserable, que todo cuanto podía hacer era tener al Señor siempre a mi lado para consolarme; tan pobre fui, que tuve que pedir constantemente al Señor; tan ciego, que sólo el Señor pudo hacerme ver; tan desnudo, que nadie pudo vestirme excepto el Señor mismo. Todo cuanto puedo aducir es lo que Jesús ha hecho por mí. Pero el Señor me ha amado. Cuando en mi desesperación clamé, él me libró; cuando en mi miseria busqué amparo, él me con­soló sin cesar; cuando en mi pobreza le pedí, él me dio riquezas; cuando en mi ceguera le pedí que me mostrara el camino, él me llevó a lo largo de la senda y me hizo ver; cuando estuve tan desnudo que nadie podía vestirme, me dio este manto que llevo puesto; y así, todo cuanto puedo presentar, lo único que me permite la entrada, es nada más que lo que él hizo por mí. Si eso no es suficiente, entonces me quedaré sin entrar, y eso me parecerá justo. Si soy dejado fuera, no tengo ninguna queja que hacer, pero ¡oh!, ¿acaso eso no me dará entrada en la heredad?

Pero una voz dice: 'Hay personas muy particulares aquí, y querrían estar satisfechas con cada uno de los que entren. Tenemos a Diez examinadores. Cuando consideran a un hombre y dan el visto bueno, entonces puede pasar. ¿Estáis dispuestos a que exa­minen vuestro caso?' Entonces responderemos: —‘Sí, sí. Estoy dispuesto a pasar el exa­men que sea necesario, puesto que incluso si soy dejado fuera, no tendré queja alguna. Dejado a mí mismo estoy perdido de todas maneras'.

'Está bien; llamaremos a los Diez'. Al llegar estos, declaran: —‘Sí, estamos perfectamente satis­fechos con él. La liberación que obtuvo de su esclavitud es la que trajo nuestro Señor; el consuelo que siempre tuvo y que tanto necesitó, es el que dio nuestro Señor; las rique­zas que posee, todo cuanto posee —pobre como era— es lo que nuestro Señor le dio; y la vista que recibió en su ceguera es la que el Señor le dio: sólo ve lo que es del Señor; y desnudo como estaba, esta vestidura que lleva es la que el Señor le dio: el Señor la tejió, es toda ella divina. Es sólo Cristo. Sí. ¡Que entre!’

[En ese momento, de forma espontánea, dos o tres en la sala se pusieron en pie, y comenzaron a entonar un himno, al que se sumó toda la congregación. Esta es la letra:

Jesús pagó el precio     
Todo lo debo a él         
El pecado había dejado una mancha carmesí
Él la hizo blanca como la nieve

[El pastor A.T. Jones siguió así:]

Entonces, hermanos, sobre las puertas se oirá una voz como el canto más dulce que se pueda imaginar: la voz llena de simpatía y compasión del Salvador, diciendo: ‘¡Venid, benditos de mi Padre! ¿Por qué estáis fuera?’ Y las puertas se abrirán de par en par, y “de esta manera os será concedida amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11).

 

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