HE AQUÍ
ESTOY A LA PUERTA
Y LLAMO
Robert J.
Wieland
Original: The Knocking at the Door
Traducción:
http://www.libros1888.com
2.
¿A quién se
dirige el mensaje?
3.
¿Cómo empezó el
problema de “no conoces”?
4.
Historia sagrada
de la culpabilidad oculta
5.
Verdadera
purificación de toda maldad
6.
Historia
denominacional y mensaje a Laodicea
8.
Remedios
divinos: vestiduras blancas y colirio
9.
El Cantar de los
Cantares y el mensaje a Laodicea
10. Apéndice: Ellen White y el pecado no reconocido
Sobre el autor
(índice)
El ministerio
del autor incluye veinte años como pastor adventista en Estados Unidos y veinticuatro
años en la obra misionera adventista en África como director departamental,
fundador de ‘La Voz de la Esperanza de África del Este’, y autor y editor de ‘Africa
Herald Publishing House’. También Consultor de ‘Adventist All Africa Editorial’.
Fue miembro fundador del ‘Comité para el estudio del mensaje de 1888’.
Ningún otro
tesoro oculto pudo haber fascinado tanto al pastor Robert J. Wieland, como su
descubrimiento juvenil de que el mensaje de la justicia de Cristo constituye “el
mensaje del tercer ángel en verdad”. Esa noción dio un toque distintivo a su
ministerio. Durante treinta y cuatro años se sintió movido a cavar
profundamente en los sucesos enterrados del mensaje e historia de 1888,
descubriendo que durante casi una década Ellen White apoyó ese mensaje en más
de 300 ocasiones, empleando calificativos como “preciosísimo”, “exactamente lo
que el pueblo necesitaba”, un “sorbo de las aguas de Belén”, el sorprendente “comienzo”
de la tan esperada lluvia tardía y fuerte pregón de Apocalipsis 18.
Sin embargo,
el autor observó que esa obra que según la inspiración debía haberse extendido “como
fuego en el rastrojo”, se detuvo por más de un siglo. Su conclusión: un enemigo
ha intentado apagar el fuego que el Señor mismo encendió.
He
aquí, yo estoy a la puerta y llamo (escrito en
1974), explora la relación entre el mensaje especial de Cristo a la iglesia de
Laodicea, y nuestra extraña resistencia a responder a su amante invitación
contenida en el mensaje de 1888. El hecho resulta por demás inquietante. El
autor rastrea nuestros problemas denominacionales hasta una primera causa
básica: no permitimos la entrada a aquel Amante celestial que ha estado
llamando a nuestra “puerta” durante más de un siglo. Es su convicción que el
Señor llama todavía, y que hay una solución esperanzadora: el arrepentimiento de
su pueblo que demanda el mensaje del Testigo fiel.
La iniciativa
de publicar este libro en el formato actual no pertenece al autor. Se debe a la
súplica insistente de pastores y laicos, que el lector no dudamos compartirá
tras explorar su contenido.
Introducción
(índice)
Si el orador
invitado a nuestra iglesia el sábado próximo fuese Jesús mismo, ¿cuál sería su
mensaje?
La respuesta
es sencilla: Él es ya el orador
invitado, y su mensaje es fácilmente asequible a todos. Es el mensaje dirigido “al
ángel de la iglesia de Laodicea”.
Durante toda
una década probablemente hemos predicado y escrito más sobre el mensaje a
Laodicea, que sobre cualquier otro tema concreto. Sin embargo por alguna
extraña razón el cambio al que el mensaje apela parece no haberse producido
nunca. A medida que las décadas se suceden inexorablemente, da la impresión de
que la trágica condición espiritual que hace necesario el cambio no ha hecho más
que agravarse.
¿Acaso, de
tanto repetirlo, el lenguaje de Apocalipsis 3:14-21 ha perdido para
nosotros el significado? ¿Nos hemos autoflagelado periódicamente con arengas
basadas en tal mensaje, hasta aburrir ese ritual masoquista?
¿Cuándo se
predicará definitivamente el sermón sobre el mensaje a Laodicea que resulte en
una acción acorde con el “consejo”
dado por el Testigo fiel y verdadero?
Este libro no
pretende ser una repetición de los clichés repetidos vez tras vez en un
espíritu de señalar defectos. Se trata, por el contrario, de contemplar el
mensaje del Señor desde una perspectiva poco habitual: la del mensaje de 1888
de la justicia de Cristo. Las familiares palabras de Jesús a la séptima iglesia
pueden tomar un nuevo y sorprendente significado a la luz de nuestra historia desde
1888. Se convertirán en “verdad actual”.
Es el plan de
Dios que la verdad conduzca a su pueblo a una perfecta unidad de acción. Es mi
deseo y esperanza que los principios aquí presentados contribuyan a que nos
unamos todos sobre el fundamento de la verdad eterna, de tal modo que
aprendamos a glorificar a nuestro Señor de forma individual y corporativa,
obrando verdaderamente en armonía con su “consejo” dado en el mensaje a
Laodicea. Oímos voces estridentes afirmando que no hay esperanza para la
iglesia. Pero la hay, si hacemos lo
que el Señor dice: “Sé pues celoso, y arrepiéntete”.
El Señor ha declarado que la historia del pasado se
repetirá cuando entremos en la obra final
(Ellen White, MS-129, 1905; Mensajes Selectos vol. 2, 449).
Una y otra vez se me ha mostrado que las
experiencias pasadas del pueblo de Dios no deben tenerse por hechos agotados.
No debemos considerar el registro de esas experiencias como lo haríamos con un
calendario del año pasado. El registro debe mantenerse en la mente, ya que la
historia se repetirá (Ellen White, MS. D-238, 1903).
1. En un callejón sin salida
(índice)
Hay una
preparación que se ha descuidado, y sin embargo es esencial a fin de que pueda
tener lugar el derramamiento final del Espíritu Santo en la lluvia tardía. La
solución a nuestro problema podría ser mucho más simple de lo que hemos
supuesto. Esa preparación tan necesaria consiste en una comprensión clara del
mensaje especial de Cristo a su pueblo en los últimos días: el mensaje dirigido
al “ángel” de Laodicea, la séptima iglesia de Apocalipsis 2 y 3.
Si bien es
cierto que “el mensaje a Laodicea... debe ir a todas las iglesias” (Testimonies, vol. 6, 77), Ellen White lo
aplicó en incontables ocasiones primaria y especialmente a la denominación
Adventista del Séptimo Día. Además, declaró que cuando comprendamos y aceptemos
ese mensaje, “el fuerte pregón del tercer ángel” no sufrirá más demora.
Reconocemos que la lluvia tardía y el fuerte pregón se han retrasado por
décadas. La única conclusión posible es que debe haber algo en el mensaje a
Laodicea que no hemos comprendido o recibido. Consideremos esta significativa
afirmación:
Se
me mostró que el testimonio a Laodicea se aplica al pueblo de Dios de la
actualidad, y la razón por la que no ha cumplido una gran obra es por la dureza
de los corazones... Cuando se presentó por vez primera... Casi todos creyeron
que desembocaría en el fuerte pregón del tercer ángel... Está provisto a fin de
despertar al pueblo de Dios, revelarle sus descarríos y llevarle a un
arrepentimiento celoso, a fin de que pueda ser favorecido con la presencia de
Jesús, y estar preparado para el fuerte pregón del tercer ángel (Testimonies, vol. 1, 186).
Tras haber
orado por él todos estos años, si no estamos aún “preparados para el fuerte pregón”,
¿no será sabio que prestemos atención al mensaje a Laodicea, a fin de averiguar
la razón? Quizá no hayamos alcanzado la comprensión de “este mensaje en todas
sus fases” (Ellen White, Comentario Bíblico Adventista, vol. 7, 975). ¿Es sensata
nuestra suposición de comprender la profunda importancia del mensaje? Lo que
sigue apunta a una experiencia que está todavía en el futuro:
El
mensaje para la iglesia de Laodicea es sumamente aplicable a nosotros como
pueblo. Se ha presentado ante nosotros durante mucho tiempo; pero no se le ha
prestado la debida atención. Cuando la obra de arrepentimiento sea ferviente y
profunda, los miembros de la iglesia comprarán individualmente las ricas mercancías
del cielo (Ellen White, Comentario
Bíblico Adventista vol. 7, 972-973; MS 33, 1894).
Hay
una mosca muerta en el perfume... Vuestra justicia propia produce náuseas al
Señor Jesucristo. [se cita Apoc 3:15-18.] Estas palabras se aplican a las
iglesias y a muchos que están en cargos de responsabilidad en la obra de Dios (Id. 974; MS 108, 1899).
Hay un
profundo y misterioso lazo que relaciona el mensaje de 1888 con el llamado de
Cristo a su amada Laodicea. Ellen White relacionó ambas cosas en innumerables
ocasiones. Por ejemplo, consideremos esta declaración de una carta escrita en
el contexto del mensaje de 1888:
Ha
estado resonando el mensaje a Laodicea. Tomad este mensaje en todas sus fases y
propagadlo a la gente doquiera la Providencia abra el camino. La justificación
por la fe y la justicia de Cristo son los temas que deben presentarse a un
mundo que perece (Id. 975; Carta 24, 1892).
Los remedios
divinamente señalados para curar el orgullo laodicense son “oro afinado en
fuego”, “vestiduras blancas” y “colirio”. Esos fueron los ingredientes
esenciales del mensaje de 1888. Con el devenir de los años se hace cada vez más
patente que la iglesia remanente no ha comprendido jamás claramente la dinámica
de ese mensaje. ¿Se atreverá alguien a negar que la siguiente reprensión, dada
en 1890, es aplicable hoy?:
¿Cómo
pueden nuestros pastores ser representantes de Cristo, siendo que se sienten
autosuficientes, siendo que por espíritu y actitud dicen: “Soy rico, estoy
enriquecido y no tengo necesidad de ninguna cosa?” No debemos estar en una
condición de satisfacción propia, o de lo contrario se nos describirá como
siendo “cuitado, miserable, pobre, ciego y desnudo”.
Desde
el encuentro de Minneapolis he visto el estado de la iglesia de Laodicea como
nunca antes. He oído el reproche de Dios pronunciado sobre aquellos que se
sienten tan satisfechos, que no conocen su destitución espiritual... Como los
judíos, muchos han cerrado sus ojos para no poder ver; pero existe un gran
peligro ahora en cerrar los ojos a la luz y andar apartados de Cristo, no
sintiendo necesidad de nada, tal como sucedió cuando él estuvo en la tierra...
Los
que se dan cuenta de su necesidad de arrepentimiento hacia Dios y de fe en el
Señor Jesucristo, tendrán contrición de alma y se arrepentirán de su
resistencia al Espíritu del Señor. Confesarán su pecado de rehusar la luz que
el cielo les envió tan generosamente y abandonarán el pecado que agravió e
insultó al Espíritu del Señor (Review and
Herald, 26 agosto 1890).
Si el mensaje
a Laodicea tiene por fin que la iglesia esté “preparada para el fuerte pregón
del tercer ángel” (Testimonies, vol.
6, 186), y “el estado de la iglesia de Laodicea” “desde el encuentro de
Minneapolis” entraña “un gran peligro” “como nunca antes”, es evidente que ante
nosotros se despliega un gran campo de estudio, merecedor de la atención más esmerada.
En el simple hecho de que el fuerte pregón no se haya dado como debiera, la
historia señala la existencia de “verdad actual” digna de investigación.
Nuestra actual preocupación por encontrar la causa real del dilatado retraso
debe conducirnos a reestudiar el mensaje de Cristo a la iglesia de Laodicea.
Si nos
sentimos “ricos y enriquecidos” por nuestra comprensión de la “justificación
por la fe”, si nos sentimos orgullosos y satisfechos de nuestro gran progreso
en proclamarla al mundo, no sentiremos íntima necesidad de estudiar el mensaje
a Laodicea. Pero el Testigo fiel y verdadero nos asegura que ese es
precisamente nuestro mayor peligro. No darnos
cuenta: ese es nuestro problema.
Por el
contrario, si sentimos una gran “hambre y sed de justicia”, si sentimos una
profunda convicción de que la historia nos ha llevado a una situación de gran
crisis espiritual y que el mensaje a Laodicea provee la clave para sacarnos del
callejón sin salida en el que actualmente estamos, entonces no hay duda de que
ese mensaje será reconsiderado con equidad y apertura de mente. Quizá entonces,
en respuesta a la oración ferviente, el Espíritu Santo pueda impresionar a
ambos, lector y escritor, llevándolos a una experiencia común de descubrimiento
e iluminación. Con seguridad, tal es la voluntad de Dios para todos nosotros.
La expresión “oro
afinado en fuego”, la hemos entendido comúnmente como el proceso de
refinamiento personal que experimentamos mediante las pruebas individuales. Esa
comprensión ha ocultado la aplicación más evidente e inmediata de tal consejo,
que va dirigido corporativamente a los líderes de la iglesia, es decir, “al
ángel” de la iglesia.
¿Es posible
que el “fuego” se refiera al “zarandeo”, ese evento traumático y cataclísmico
que pondrá a prueba a toda alma como ninguna otra experiencia en nuestra
historia? El Testigo fiel y verdadero sitúa al “oro” en el primer lugar de la
lista de remedios. ¿Será quizá porque el darnos cuenta de nuestra pobreza
doctrinal y espiritual es la barrera más difícil para nuestra conciencia?
Si esta reevaluación
del mensaje a Laodicea es finalmente válido, será por habernos llevado a
conclusiones que implican un compromiso. ¿Sería posible que nuestro Señor nos
esté recordando, cortés pero firmemente, que experimentar las oportunidades sin
precedente de la lluvia tardía y el fuerte pregón va a implicar pruebas y
sacrificios comparables a la purificación del oro por el fuego?
2. ¿A quién se dirige
el mensaje?
(índice)
El examen de
Apocalipsis 3:14-21 pone en evidencia algunos factores muy importantes:
En
primer lugar observamos que el mensaje no se dirige a los
laicos de la iglesia, sino a sus dirigentes.
Eso contrasta
con la aplicación que ha venido siendo habitual por décadas. Mientras que
nosotros, los pastores, hemos rogado a nuestras congregaciones que acepten ese
mensaje, viene a resultar que lo que el Señor quiere es que lo aceptemos nosotros. El mensaje viene encabezado
en estos términos:
Escribe
al ángel de la iglesia de Laodicea...
(Apoc 3:14).
¿Cómo sabemos
que el “ángel de la iglesia de Laodicea” son los dirigentes de la iglesia? Por
las propias palabras del Testigo fiel y verdadero:
Las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias; y los siete
candeleros que has visto, son las siete iglesias (Apoc 1:20).
¿A quiénes representan
“las siete estrellas” que Cristo “tiene... en su diestra” (Apoc 2:1)? A los
dirigentes ministeriales de la iglesia:
Los
ministros de Dios están simbolizados por las siete estrellas, las cuales se
hallan bajo el cuidado y protección especiales de Aquel que es el primero y el
postrero. Las suaves influencias que han de abundar en la iglesia están ligadas
con estos ministros de Dios, que han de representar el amor de Cristo. Las
estrellas del cielo están bajo el gobierno de Dios. Él las llena de luz. Guía y
dirige sus movimientos. Si no lo hiciese, vendrían a ser estrellas caídas. Así
sucede con sus ministros (Obreros
evangélicos, 13-14) [Ver también Los
Hechos de los Apóstoles, 468].
La “corona de
doce estrellas” sobre la cabeza de la mujer pura de Apocalipsis 12:1
representa a los doce apóstoles. Cuando el “cuerno pequeño” echó por tierra a
parte de “las estrellas”, entendemos que se refiere a los dirigentes judíos
prominentes (Dan 8:10). “La estrella [que] se dice Ajenjo” entendemos
referirse a Atila, dirigente de los Hunos; y “la tercera parte de las estrellas”
a las que hirió en su obra depredadora, las identificamos con los dirigentes
del Imperio Romano (Apoc 8:11-12).
De los
dirigentes de la iglesia se dice específicamente que son “aquellos que ocupan
los puestos que Dios ha señalado para la dirección de su pueblo” (Los Hechos de los apóstoles, 133). Por
lo tanto, el “ángel de la iglesia de Laodicea” lo constituyen los dirigentes
humanos de la iglesia, “el gran corazón de la obra”, “la mayor autoridad que
Dios tiene sobre la tierra” (Testimonies,
vol. 3, 492). Es por lo tanto a esos líderes, a quienes el Señor Jesús
dirige primariamente su trascendente mensaje a Laodicea. Si comprenden y
reciben de verdad el mensaje, los ministros y laicos de la iglesia no tardarán
en recibirlo también. Cabe deducir eso a partir de la siguiente declaración:
Los
miembros de nuestras iglesias no son incorregibles; la falta no se debe
encontrar tanto en ellos como en sus maestros. Sus pastores no los alimentan (A
los hermanos en posiciones de responsabilidad, Special Testimonies, nº 10, 46; 1890).
En
segundo lugar, el Señor Jesús manifiesta que el obstáculo ha consistido en un
pecado del que somos inconscientes.
Lo evidencian
así ciertos elementos presentes en el mensaje:
“Y no conoces”
implica que escapan a nuestro conocimiento las verdades más básicas y
elementales respecto a nuestra condición. Eso implica una falta de percepción,
no un lapsus en la memoria consciente. No es una merma en el estado de vigilia debida
a un debilitamiento físico del organismo, o causada por una depresión
espiritual justificada, consecuencia de una enfermedad. Tampoco implica una
falta de inteligencia. De nosotros se
puede decir: “No conoces”, porque
hemos erigido una barrera espiritual y emocional en nuestras almas, debido a la
culpa que conlleva el pecado.
Reconocer que
el mensaje se dirige primariamente a los líderes de la iglesia no es de modo
alguno una crítica. La observación está basada en simples hechos. No sólo eso:
es una verdad que refuerza en gran manera el respeto que se debe a los
dirigentes de la iglesia. El respeto por los principios de la organización de
la iglesia va implícito en esa comprensión del mensaje a Laodicea. El liderazgo
de la iglesia, especialmente el de la Asociación General, es
extraordinariamente importante. Comprender que el “ángel de la iglesia” es
primariamente el liderazgo de la Asociación General, restaura a su elevada
posición el respeto por la organización de la iglesia. Lo contrario sería
invitar al caos.
Por
último, ese reconocimiento de ninguna manera se puede considerar la
manifestación de un espíritu de crítica.
El principio
de culpabilidad compartida o corporativa que en este libro se presentará, no
deja ninguna posibilidad a la actitud de “yo soy más santo que tú” (Isa 65:5).
Todos nosotros estamos sumidos en el problema, y la larga demora es
responsabilidad de todos por igual.
3. ¿Cómo empezó el problema de “no conoces”?
(índice)
Cuando
nuestros primeros padres pecaron en el Edén, apareció en el alma humana una
profunda culpabilidad. Es tan cierto para nosotros hoy, como lo fue para Adán,
ya que “en Adán todos mueren” (1 Cor 15:22). Todos nosotros hemos repetido
la caída de Adán (Rom 5:12).
El primer
resultado de esa culpa fue la vergüenza:
“Escondióse el hombre y su mujer de la presencia de Jehová Dios entre los
árboles del huerto” (Gén 3:8).
La segunda
evidencia fue el temor: “[Adán]
respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y mu escondí”
(vers. 9-10).
La tercera
consecuencia fue la erección de una barrera,
dando lugar a un estado de inconsciencia. Adán se encontró en una situación en
la que le resultaba imposible reconocer su culpa y confesarla. En lugar de eso,
lo que hizo fue reprimirla inmediatamente. Culpó de todo a Eva: “El hombre
respondió: La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”
(vers. 12). La pareja culpable habría muerto entonces y allí, si hubiera
sido consciente de la plena magnitud de su culpa, “porque la paga del pecado es
muerte” (Rom 6:23). Cuando los perdidos comprendan finalmente la enormidad
de su culpa, sufrirán la segunda muerte en cumplimiento de la advertencia del
Señor a Adán y Eva según la cual, si pecaban, morirían (Gén 2:17). Es
importante que comprendamos que la culpabilidad asociada al pecado lleva en sí
misma la penalidad de la muerte eterna, y que el hecho mismo de que nuestra
vida física se prolongue en la actualidad a modo de tiempo de prueba, evidencia
que existe un mecanismo inconsciente de reprensión que tuvo su origen en el
Edén.
Así pues, la
condición de “no conoces” fue una bendición, ya que permitió la continuación de
la vida. Evidentemente, el propósito de Dios era dar al hombre la oportunidad
de aprender el arrepentimiento y la fe en el Salvador.
La cuarta
consecuencia fue el desarrollo de una enemistad
contra Dios: “La mujer que [tú] me diste
por compañera” ¡Adán sentía que Dios era realmente el responsable del problema!
Eva compartió esa recién erigida barrera inconsciente, por cuanto tampoco ella
podía aceptar ni confesar su propia culpa: “La
serpiente me engañó, y yo comí” (Gén 3:13).
Desde aquel
primer pecado en el Edén, la humanidad ha venido repitiendo ese siniestro
patrón. A menos que el hombre tenga fe en un Salvador divino que carga con todo
el peso de su culpa, el pleno reconocimiento de esta por parte del pecador
significaría su muerte. En vista de eso, es un acto de misericordia el que carezcamos
de un conocimiento pleno de la profundidad de nuestro pecado y culpa. Esa
situación de “no conoces” podría perpetuarse por las edades sin fin, si no
fuera porque Cristo tiene que volver por segunda vez, y porque el pecado ha de
tener un final. ¡Por eso existe el mensaje a Laodicea!
Cuando se
escondieron “el hombre y su mujer de la presencia de Jehová”, se estaban
escondiendo también de ellos mismos. Su recién aparecida convicción de
culpabilidad no era algo a lo que su mente diese una calurosa bienvenida. Es
difícil exagerar la importancia extrema del trauma producido por ese pecado y
culpabilidad originales en el alma humana de ambos. Eran sencillamente
incapaces de enfrentarse a sí mismos. Por alguna razón misteriosa se sintieron
desnudos cada uno frente al otro y frente a Dios. Habían cambiado. Repentinamente,
“Jehová Dios que se paseaba en el huerto al aire del día” se convirtió para
ellos en un visitante no deseado. Hubiesen preferido que los dejase solos, que
los dejase “en paz”. Su presencia despertaba desagradables convicciones que de
buena gana habrían querido asfixiar.
Desde
entonces ha venido siendo así para todo hombre. “Como a ellos no les pareció
tener a Dios en su noticia, Dios los entregó a una mente depravada”
(Rom 1:28).
El
conocimiento de Dios quedó reprimido porque despertaba el doloroso sentimiento
de culpa que el hombre anhelaba evadir. Así fue como se ocultó en lo más
profundo. Pablo alude a esa represión como reacción a la culpabilidad: “Manifiesta
es la ira de Dios del cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres,
que detienen la verdad con injusticia;
porque lo que de Dios se conoce, a ellos es manifiesto; porque Dios se lo
manifestó... antes se desvanecieron en sus discursos y el necio corazón de
ellos fue entenebrecido” (Rom 1:18-21).
‘Sí’, puede
alguien replicar en este punto, ‘pero todo lo leído se refiere a los malvados.
Esos avatares les afectan a ellos, no a nosotros. Somos cristianos nacidos de
nuevo, y a diferencia de ellos no tenemos problema alguno con la culpabilidad
reprimida. ¡La sangre de Cristo nos ha limpiado ya de todo eso!’ Pero hay un
problema: nuestro Señor, el “Testigo fiel y verdadero”, dice que nosotros
también tenemos un problema con el pecado no reconocido: “No conoces” tu
verdadera condición, declara. Algo ha retardado la venida del Señor e impedido
el fuerte pregón por décadas, por más sinceros y nacidos de nuevo que seamos.
El pecador
Adán, en el Edén, incluía un elemento de “enemistad contra Dios”. ¿Podría ser
que nosotros, seis mil años después, conserváramos la raíz del mismo problema sin
darnos cuenta? Pablo dice que “la intención de la carne es enemistad contra
Dios”. El pueblo de Dios tendrá ciertamente un problema mientras no esté
realmente preparado para el sellamiento y el fin del tiempo de prueba. Si
continuamos yendo a nuestras tumbas de la misma manera que lo han hecho
incontables generaciones antes de nosotros desde el mismo Edén, lo que estamos
haciendo en realidad es llevar nuestro problema a la tumba. No es hasta que el
problema se haya resuelto, que el pueblo de Dios podrá estar preparado para “estar
en pie en la presencia del Dios santo sin mediador” (El Conflicto de los siglos, 478). “Debe llevarse a cabo una obra
especial de purificación, de liberación del pecado, entre el pueblo de Dios en
la tierra” para que pueda realmente decirse que la enemistad ha desaparecido.
La latente “enemistad
contra Dios” está en la raíz del problema. Es la causa por la que se necesita
una “expiación final”. Pero no nos apercibimos de tal necesidad. Es un pecado
del que no somos conscientes. Reaccionamos como nuestro querido hermano Pedro.
Años después de su bautismo y ordenación al ministerio, y tras años de
discipulado bajo la dirección de Cristo mismo, las motivaciones personales de
Pedro estaban todavía ocultas a su conocimiento y comprensión:
Cuando
Pedro dijo que seguiría a su Señor a la cárcel y a la muerte, cada palabra era
sincera; pero no se conocía a sí mismo. Ocultos en su corazón estaban los malos
elementos que las circunstancias iban a hacer brotar a la vida. A menos que se
le hiciese conocer [original: hiciera consciente de] su peligro, esos
elementos provocarían su ruina eterna. El Salvador veía en él un amor propio y
una seguridad que superarían aun su amor por Cristo... La solemne amonestación
de Cristo fue una invitación a escudriñar su corazón (El Deseado de todas las gentes, 627-628).
¿Es posible
expresar más claramente que el problema de Pedro radicaba en su mente
inconsciente? Cuando nuestro Salvador nos contempla hoy, en la víspera de la
gran prueba, ¿qué es lo que ve oculto en nuestros corazones, de lo que debemos
ser “hechos conscientes”?
Cuando
finalmente Pedro negó a su Señor, hizo lo que ninguno de nosotros se atrevería
a repetir el día de la prueba final, cuando “los justos deben vivir sin
intercesor, a la vista del santo Dios” (El
Conflicto de los siglos, 672):
Pedro
acababa de declarar que no conocía a Jesús, pero ahora comprendía con amargo
pesar cuán bien su Señor lo conocía a él, y cuán exactamente había discernido
su corazón, cuya falsedad desconocía el mismo (El Deseado de todas las gentes, 659).
Recuérdese,
no obstante, que Pedro era un cristiano genuino. Había nacido de nuevo. Demos
gracias a Dios porque la prueba final no haya llegado todavía, porque ¿quién de
nosotros está verdaderamente “preparado”?
El pecado
original de Adán y Eva representó para la cruz del Calvario lo que la bellota representa
para el roble. La semilla del resentimiento contra Dios es evidente en la
declaración inculpatoria hacia él pronunciada por Adán. Pero este se habría
llenado de horror si hubiese comprendido plenamente el alcance de esa semilla
que, tras germinar, desembocaría en el homicidio del Hijo de Dios. No habría
podido resistir la revelación plena de las dimensiones reales de su culpa. La
víctima sacrificada en el huerto fue para Adán una representación de la sombra
de la cruz, ya que “Adán vio a Cristo prefigurado en el animal inocente que
sufría el castigo de la transgresión que él había cometido contra la ley de
Jehová” (Ellen White, Comentario Bíblico
Adventista, vol. 6, 1095). “Temblaba al pensar que su pecado haría
derramar la sangre del Cordero inmaculado de Dios. Esta escena le dio un
sentido más profundo y vívido de la enormidad de su transgresión, que nada sino
la muerte del querido Hijo de Dios podía expiar” (Patriarcas y profetas, 54-55). Pero la conciencia plena de su
pecado y culpa le estaba velada a la pareja culpable:
Después
que Adán y Eva hubieron compartido el fruto prohibido, fueron invadidos de un
sentimiento de vergüenza y terror. En un primer momento, su única preocupación
fue cómo excusar su pecado ante Dios, y escapar a la espantosa sentencia de
muerte... El espíritu de autojustificación tuvo su origen en el padre de toda
mentira, y se ha manifestado en todos los hijos de Adán (Testimonies, vol. 5, 637-638).
Afortunadamente
la culpabilidad del hombre ha permanecido parcialmente inconsciente, ya que de
haberse dado plena cuenta de ella, le habría acarreado la destrucción. De ahí
la misericordiosa declaración del Creador: “En el día que comas de él, muriendo,
habrás de morir” (Gén 2:17, Green’s Literal Translation). Si Adán y Eva
hubiesen sido plenamente conscientes de su culpabilidad en el Edén, eso les
habría causado la muerte, tal como la causó a Cristo en la cruz. Hasta la
venida de Cristo, nadie había sentido esa culpabilidad en su plenitud.
Únicamente Cristo, quien no conoció pecado, tuvo un conocimiento pleno y
personal de la culpabilidad de este: “Al que no conoció pecado, hizo pecado por
nosotros” (2 Cor 5:21).
Muy a menudo
nos está velada la auténtica razón por la que actuamos. Puesto que el
reconocimiento de la verdadera motivación nos horrorizaría, “detenemos la
verdad con injusticia”, como dice Pablo. Podemos creer muy sinceramente que
estamos actuando según un sentido de justicia, cuando la auténtica motivación
puede en realidad ser la crueldad o venganza. Podemos muy sinceramente creer
que actuamos impulsados por el amor, cuando puede estar moviéndonos el afán
egocéntrico de ser aceptados por los demás. Podemos considerar que actuamos por
un sentimiento del deber, cuando en realidad es la vanidad la que nos inspira.
Podemos creer que estamos asegurados en la “justificación por la fe”, cuando en
realidad nos motiva una preocupación egocéntrica por la seguridad personal, lo
que implica de hecho que estamos “bajo la ley”, y en manifiesta ignorancia de
la genuina fe que expone el Nuevo Testamento. Podemos pensar que es el amor de
Cristo el que nos constriñe, siendo que ciertamente estamos faltos de “bien
comprender... la anchura, la longitud, la profundidad y la altura” de ese amor,
y por lo tanto, estamos en realidad viviendo para nosotros mismos, que es justamente
aquello que la cruz debería hacer imposible (2 Cor 5:14-15).
Esas
racionalizaciones pueden significar un poderoso autoengaño. Cuanto más
ardientemente queramos protegernos de un encuentro cara a cara con nuestras
auténticas motivaciones, más desesperadamente nos aferraremos a nuestras
suposiciones equivocadas. Sin embargo, la realidad de ese estado de “no conoces”
no es algo tan recóndito como para que no podamos reconocer que está ahí. Podremos
vislumbrarlo rápidamente si nos examinamos con sinceridad y aceptamos la
Palabra de Dios cabalmente y sin reservas.
El colmo del
autoengaño se produce, desde luego, cuando el pueblo de Dios, especialmente sus
dirigentes, creen estar motivados por un sano deseo de preservar “la nación”,
crucificando a Cristo por la motivación real de una “enemistad contra Dios” no
reconocida. Aquí cabe también decir: “No saben lo que hacen” (Luc 23:34). Siglos
después llega el triste día en que los dirigentes del pueblo de Dios,
creyéndose sinceramente motivados por “mantenerse en los antiguos hitos” y
preservar el “mensaje de los tres ángeles”, rechazan el comienzo de la lluvia
tardía y el fuerte pregón. En 1888, una vez más, “no saben lo que hacen”.
Habiendo
pasado décadas desde entonces, nos amenaza otra forma de autoengaño.
Interpretamos los bautismos en masa, en los países del tercer mundo, como una
evidencia de que hemos aceptado la una vez rechazada lluvia tardía, y que por
lo tanto nuestra condición espiritual es satisfactoria. Una vez más, pues, nos
jactamos de que “soy rico y estoy enriquecido [crecimiento de la membresía]...
y no tengo necesidad de ninguna cosa”.
No obstante,
de acuerdo con el mensaje a Laodicea, el Salvador debe seguir orando por
nosotros en estos términos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Hemos visto
que fue en ocasión de la caída cuando se erigió esa barrera de culpabilidad no
reconocida. ¿Existió una cosa tal en Cristo, al tomar nuestra humanidad? Habiendo
sido hecho “en semejanza de carne de pecado”, ¿desarrolló también él esa
barrera que nos oculta la realidad de nuestra auténtica culpa?
No. En él no
existía una barrera tal, “porque él conocía a todos, y no tenía necesidad que
alguien le diese testimonio del hombre; porque él sabía lo que había en el
hombre” (Juan 2:24-25). Ninguno lo ha “conocido” como él hasta la plena
profundidad. A lo largo de todo su ministerio experimentó el peso de ese
doloroso conocimiento:
Viendo Jesús sus pensamientos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros
corazones? (Mat 9:4).
Jesús, como sabía los pensamientos de ellos... (Mat 12:25).
Mas él sabía los pensamientos de ellos... (Luc 6:8).
En diversas
ocasiones lo vemos advirtiendo a sus discípulos más fieles respecto a que no
conocían sus propios corazones. “No sabéis lo que pedís” (Mat 20:22).
Cuando Santiago y Juan quisieron hacer descender fuego del cielo a modo de
retribución sobre los infelices samaritanos, cuyos prejuicios les habían hecho
rechazar a Jesús, creían sinceramente estar motivados por un justo celo. En una
declaración paralela a aquella que hace al ángel de la iglesia de Laodicea,
Jesús les protestó: “No sabéis de qué espíritu sois” (Luc 9:55). Como nosotros
mismos, aquellos bondadosos apóstoles, sin duda los mejores hombres del mundo,
eran víctimas del desconocimiento que tenían acerca de ellos mismos, “sin
percibir que habían cambiado de dirigente” (Mensajes selectos vol. 3,
19), por emplear esa frase acuñada por Ellen White.
Verdaderamente,
“engañoso es el corazón [humano] más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo
conocerá?” (Jer 17:9). Sólo Cristo puede conocerlo plenamente: y esa
profundidad de nuestro pecado que él conoció, le causó finalmente la
muerte en la cruz del Calvario. Ninguna barrera de misericordia protegió su
consciencia de nuestro pecado. “Al que no conoció pecado, hizo pecado por
nosotros” (2 Cor 5:21).
4. Historia sagrada de la culpabilidad oculta
(índice)
La existencia
de culpabilidad reprimida, no reconocida, es un hecho a lo largo de toda la
Biblia.
1. Como
claro ejemplo de las engañosas motivaciones inconscientes anteriormente
mencionadas, examinemos nuevamente la propia crucifixión de Cristo.
Los dirigentes judíos eran patéticamente sinceros al reconocer que la
existencia misma de “la nación” requería que Jesús muriese. Caifás dijo: “Ni
pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la
nación se pierda. Mas esto no lo dijo de sí mismo” (Juan 11:50-51).
Esos
hombres sabían muy bien que estaban crucificando a un hombre inocente. Lo que “no
sabían” es que estaban dando rienda suelta a su inconsciente “enemistad contra
Dios”, oculta bajo la superficie del corazón carnal de todo ser humano. Sus
palabras y acciones estaban motivadas por una fuerza interior desconocida para
ellos. Y todos participamos del mismo problema:
Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba
a todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir
hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión
del Hijo de Dios (El Deseado de todas las
gentes, 694).
Pablo
coincide en considerar el pecado de crucificar a Cristo como uno de
desconocimiento: “Si la hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor
de gloria” (1 Cor 2:8).
Como
en el caso de los dirigentes judíos, la humanidad de nuestros días no es
consciente de esa culpa. Pero el pecado de aquellos es también el nuestro, por
la sencilla razón de que todos compartimos la misma humanidad. Todos somos
"miembros del cuerpo".
Recordemos todos que todavía estamos en un mundo donde Jesús, el
Hijo de Dios, fue rechazado y crucificado, un mundo en el que todavía permanece
la culpa de despreciar a Cristo y preferir a un ladrón antes que al Cordero
inmaculado de Dios. A menos que individualmente nos arrepintamos ante Dios de
la transgresión de su ley, y ejerzamos fe en nuestro Señor Jesucristo, a quien
el mundo ha rechazado, estaremos bajo la plena condenación merecida por
aquellos que eligieron a Barrabás en lugar de Jesús. El mundo entero está
acusado hoy del rechazo y asesinato deliberados del Hijo de Dios (Testimonios para los ministros, 38).
Si
rechazamos esa verdad inequívoca estamos preparando el relevo para otra
generación. El orgullo espiritual intenta evadir tal reconocimiento:
‘¡Imposible!, nunca podría hacer tal cosa’, podemos insistir en decir. Esa fue
precisamente la orgullosa pretensión de quienes rechazaron el comienzo del
fuerte pregón (Review and Herald,
11 abril 1893).
En
el despliegue final de la historia quedará expuesta la culpabilidad del mundo,
de tal forma que todos puedan verla por fin. Cuando el mundo se una para
exterminar al pueblo de Dios con ocasión del decreto final, esa mente
inconsciente de maldad será manifestada en su plenitud. El Espíritu Santo ya no
será un poder que refrene. Todo el odio contra el pueblo de Dios lo será en realidad
contra Cristo, una pasmosa exhibición del mismo odio inconsciente que se
manifestó en el Calvario. “Para que toda boca se cierre, y todo el mundo sienta
su culpa ante Dios” (Rom 3:19).
La
dolorosa verdad desvelada por el mensaje del Testigo fiel y verdadero “al ángel
de la iglesia en Laodicea” es que nuestro pecado hoy, comparte una culpabilidad
equivalente a la que operó en los judíos del tiempo de Jesús. Consiste en
impedir el derramamiento de la lluvia tardía. Bajo la superficie se oculta una “mente
carnal” que “es enemistad contra Dios”. A lo largo de décadas, esa enemistad no
reconocida contra Dios ha frustrado nuestros mejores esfuerzos conscientes para
adelantar la venida del Señor.
Obviamente,
sólo el “borramiento de los pecados” llevado a cabo en el día de la expiación
puede limpiarnos hasta ese profundo nivel de pecado no reconocido. Cuando esa
obra se realice, esa que es hoy una expresión misteriosa: “la expiación final”,
será más plenamente apreciada. Ningún proceso mágico cumplirá tal obra, sino
que los pecados no conocidos serán plenamente expuestos ante nuestro
conocimiento y nos arrepentiremos de ellos sin tardanza. Pero eso no es posible
a menos que juntamente con la abierta revelación de nuestro pecado, “sobreabunde”
la comprensión de lo que realmente significa la gracia. De aquí la
necesidad de una comprensión mayor que nunca antes del evangelio: la justicia
por la fe. Sanados totalmente de la “enemistad”, la “expiación” se hará eficaz,
o “final”. Se tratará verdaderamente de una reconciliación final.
2. Mucho
antes del Calvario, Jesús les señaló a sus enemigos
su pecado inconsciente:
Por eso les hablo por
parábolas; porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden. De manera que
se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: De oído oiréis y no
entenderéis y viendo veréis, y no miraréis [oida:
ser consciente]. Porque el corazón de este pueblo está engrosado, y de los
oídos oyen pesadamente, y de sus ojos guiñan: para que no vean de los ojos, y
oigan de los oídos, y del corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane
(Mat 13:13-15).
Marcos,
en lugar de la última frase, añade: “Porque no se conviertan, y les sean
perdonados los pecados” (Mar 4:12). Así pues, el asunto que no “entienden”
[oida] resulta ser sus pecados. La
Agencia divina encargada de traer a la conciencia el pecado que permanecía
oculto, es el Espíritu Santo. “Cuando él venga convencerá al mundo de pecado,
de justicia y de juicio” (Juan 16:8). Es imposible que el pecado sea
borrado, a menos que el Espíritu Santo imparta conciencia del mismo. Es por
eso que no hay tal cosa como una puesta a cero automática al tocar la tecla
mágica: ‘Señor, perdóname de todos mis pecados’, sin que esos pecados acudan a
nuestra conciencia.
A.T.
Jones, uno de los agentes usados por el Señor para comunicar a su pueblo el “comienzo”
de la lluvia tardía en 1888, insistió en que los pecados ocultos en el corazón
humano deben ser traídos a nuestra conciencia antes de poder ser borrados. Las “buenas
nuevas” consisten en que el Señor hará esa obra si se lo permitimos:
Algunos de los hermanos aquí presentes han hecho ahora eso mismo.
Llegaron aquí en libertad; pero el Espíritu de Dios trajo a la luz algo que
nunca antes habían visto. El Espíritu de Dios fue más profundamente que nunca
antes, revelando cosas que no se habían visto con anterioridad; y entonces, en
lugar de agradecer al Señor que eso sea así a fin de expulsar todo ese mal...
empezaron a desanimarse...
Si el Señor nos ha mostrado pecados en los que nunca antes
habíamos puesto la atención, lo único que eso muestra es que está avanzando
hasta lo más profundo, y llegará finalmente hasta el fondo; y cuando encuentra
la última cosa que es impura o sucia, es decir, en desacuerdo con su voluntad,
y la trae a nuestro conocimiento, y decimos: ‘Prefiero al Señor que a eso’,
entonces la obra está completa y puede ponerse sobre el carácter el sello del
Dios vivo [Congregación: ‘Amén’].
Esa es la bendita obra de la santificación, y sabemos que esa obra
de santificación está avanzando en nosotros. Si el Señor quitase nuestros
pecados sin nuestro conocimiento, ¿qué bien nos haría eso? Significaría
simplemente convertirnos en máquinas. No es ese su propósito, de forma que
quiere que sepamos cuándo son expulsados nuestros pecados a fin de que podamos
saber cuándo viene su justicia. Lo tenemos a él si nos entregamos (General Conference Bulletin, 1893,
404).
En
relación con lo anterior, leemos de la pluma de Ellen White:
La ley de Dios llega hasta los sentimientos y los motivos, tanto
como a los actos externos. Revela los secretos del corazón proyectando luz
sobre cosas que antes estaban sepultadas en tinieblas. Dios conoce cada
pensamiento, cada propósito, cada plan, cada motivo. Los libros del cielo
registran los pecados que se hubieran cometido si hubiese habido oportunidad...
Dios tiene una fotografía perfecta del carácter de cada hombre, y compara esa
fotografía con su ley. Él revela al hombre los defectos que echan a perder su
vida, y lo exhorta a que se arrepienta y se aparte del pecado (Ellen White, Comentario Bíblico Adventista, vol. 5, 1061).
Esas
“cosas que antes estaban sepultadas en tinieblas”, está claro que no son “pecados
conocidos” ocultados intencionadamente a los demás. Se dice que consisten en “los
pecados que se hubieran cometido si hubiese habido oportunidad”. Por lo tanto,
son pecados que no han sido propiamente “cometidos” en el sentido de acto
externo visible. Obedecen a “propósitos” y “motivos” sepultados en lo profundo
del corazón. ¿Cómo puede tener lugar el borramiento final de los pecados si
esas cosas no afloran nunca al conocimiento? Ese es el corazón del mensaje a
Laodicea, y esa es la razón por la que concluirá con “el fuerte pregón del
tercer ángel” una vez que haya sido comprendido y gozosamente recibido tal como
el Señor dispone que lo sea.
3. Así,
hay dos factores importantes que condicionan el “borramiento de los pecados”: (1)
el que los pecados sean traídos a la plena
consciencia; y (2) una nueva apreciación de la cruz, que
hace posible dicha experiencia.
Si eliminamos la expiación efectuada en la cruz, el resultado es que ningún
pecado puede ser perdonado, y mucho menos “borrado”. La gran profecía de
Zacarías tiene indudable relación con el “borramiento de los pecados”, ya que
se refiere al “pecado y la inmundicia”. Esa profecía está aún pendiente de
cumplimiento:
Derramaré sobre la casa de David [los dirigentes de la iglesia], y sobre
los moradores de Jerusalem [la iglesia], espíritu de gracia y de oración; y
mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán llanto sobre él, como llanto sobre unigénito,
afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre primogénito. En aquel día
habrá gran llanto en Jerusalem... En aquel tiempo habrá manantial abierto para
la casa de David y para los moradores de Jerusalem, para el pecado y la
inmundicia (Zac 21:10 y 13:1).
Esa profecía
hallará un cumplimiento parcial en la experiencia de aquellos que crucificaron
materialmente a Cristo en su primera venida, al producirse su resurrección
especial (El Deseado de todas las gentes,
533). Sin embargo, a estos no se les puede aplicar la limpieza del “pecado e
inmundicia” que tiene lugar al contemplar a Cristo crucificado con espíritu
contrito. Por lo tanto, es de esperar que el Espíritu Santo sea “derramado”
sobre los dirigentes de la iglesia y sobre la iglesia, en base a una nueva
visión de Cristo crucificado, en relación con nuestra propia participación en
el crimen.
El “espíritu
de gracia y de oración (súplica)” no puede ser otro que el Espíritu Santo,
quien “conforme a la voluntad de Dios, demanda por los santos” (Rom 8:27).
En su obra de glorificar a Cristo (Juan 16:14), el Espíritu traerá a los
corazones un nuevo sentido de la unidad con Cristo. Será una devoción por él,
mayor que el amor de un padre por su hijo único. Eso hará posible una
motivación totalmente nueva, que permitirá acabar la obra: no nuestro interés por
ir al cielo, sino por la vindicación de Cristo a fin de que él reciba su
recompensa.
¿Es esa
culpabilidad por haber “traspasado” a Cristo, algo de lo que “la casa de David”
o “los moradores de Jerusalem” hayan sido conscientes? Evidentemente no.
Solamente en virtud del “derramamiento” del Espíritu puede ser expuesto a la
luz. Cuando el Señor dice “mirarán a
mí, a quien traspasaron”, está claro
que ni su conocimiento ni su participación en ese pecado han sido para ellos
evidentes con anterioridad.
Si leemos Testimonios para los ministros en las
páginas 91 a 96, reconoceremos que la exaltación de Cristo en el mensaje de
1888 podría haber cumplido la profecía de Zacarías si el mensaje hubiese sido
aceptado por “la casa de David”. Es cierto que en nuestros días esa verdad no
es todavía claramente comprendida por nuestro cuerpo ministerial ni por nuestro
pueblo. La profecía de Zacarías pertenece todavía al futuro, y también la “purificación”
final en relación con el “derramamiento” del Espíritu. Cuando este venga, no se
encargará solamente del “pecado” sino también de la “inmundicia”.
Antes de
considerar la naturaleza inconsciente del problema de raíz que aflige a
Laodicea, antes de considerar cómo la enemistad contra Dios ha sido y sigue
siendo la barrera que impide el derramamiento del Espíritu Santo, vayamos una
vez más a nuestras Biblias para considerar atentamente la realidad del problema
del pecado no reconocido.
5. Verdadera purificación
de toda maldad
(índice)
A algunos les
cuesta aceptar que la iglesia tenga un problema tan serio como el descrito.
Consideran que de acuerdo con 1 Juan 1:9, “si confesamos nuestros
pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie
de toda maldad”, y oran: ‘Señor, perdónanos todos nuestros pecados’, suponiendo
que esa fórmula mágica, cada vez que se la repite en oración, pone a cero el
contador. Les resulta casi imposible aceptar que en el registro quede todavía
algo que “no conocen”.
Si entendemos
el perdón de los pecados solamente en términos de preparación para la muerte y
la resurrección, no tenemos gran necesidad de preocuparnos acerca de nuestro
pecado desconocido, aquel que sigue latente bajo la superficie. Pero estamos
viviendo en el tiempo de la purificación del santuario. Desde 1844 se ha venido
realizando una obra nueva y diferente, una obra de purificación, restauración,
limpieza y vindicación. No nos preocupa solamente estar preparados para morir,
sino que nuestro interés se centra en estar preparados para la traslación. Se
debe efectuar una obra más minuciosa y profunda que la de cualquier generación
precedente. La lluvia tardía madura el grano para la siega, y “la siega es el
fin del mundo” (Mat 13:39). Por consiguiente, la lluvia tardía ha de significar
preparación para la traslación.
Para
comprender correctamente el mensaje a Laodicea, por lo tanto, debemos
comprender, mediante el estudio de la Biblia, cómo el pecado no reconocido ha
sido un constante problema que ha afectado al pueblo de Dios desde la
antigüedad.
1. Muchas declaraciones bíblicas pierden su significado,
de no referirlas a ese pecado desconocido.
Dice Jeremías: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso;
¿quién lo conocerá?” (Jer 17:9). Se diría que Pablo tenía presente ese
pensamiento cuando señaló que “la intención de la carne es enemistad contra
Dios”. Y esa “enemistad” que está en el terreno de lo engañoso, “¿quién la
conocerá?” La mente se protege ocultando a nuestra conciencia las verdaderas
motivaciones. En el siguiente versículo (Jer 17:10) leemos: “Yo Jehová, que
escudriño el corazón, que pruebo los riñones”. “Riñones” constituye una
expresión del habla hebrea difícil de explicar, de no referirse a las
motivaciones inconscientes del corazón. 1
“El Dios
justo prueba los corazones y los riñones”
(Sal 7:9). “Tú poseíste mis riñones...
Examíname, oh Dios, y conoce mi
corazón: Pruébame y reconoce mis pensamientos: y ve si hay en mí camino de
perversidad” (Sal 139:13 y 23-24). “Pruébame, oh Jehová, y sondéame: examina mis riñones y mi corazón” (Sal 26:2).
Jeremías pide
al Señor que vindique sus verdaderos motivos: "Oh Jehová de los ejércitos,
que juzgas justicia, que sondas los riñones... porque a ti he descubierto mi
causa" (Jer. 11:20).
Ese asunto del
descubrimiento de las motivaciones ocultas del corazón trasciende al Nuevo
Testamento. Debido a que el Señor es el único que “escudriña los riñones y los
corazones”, es él quien dará “a cada uno de vosotros según sus obras”
(Apoc 2:23). Así, cuando el Señor dice posteriormente a Laodicea “conozco
tus obras”, está claro que ese mensaje a Laodicea se trata también de un “escudriñar
los corazones y los riñones”, un esclarecimiento de las “cosas que antes
estaban sepultadas en tinieblas”, por tomar prestada la frase de Ellen White
citada anteriormente (Comentario Bíblico Adventista
vol. 5, 1061).
Hemos
considerado ya cómo Cristo no tuvo el mismo problema que alberga nuestra mente inconsciente.2 Isaías dice
de él:
Reposará sobre él el espíritu de Jehová;
espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza,
espíritu de conocimiento y de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en
el temor de Jehová. No juzgará según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo
que oyeren sus oídos... Y será la justicia ceño de sus lomos, y la fidelidad
ceñidor de sus riñones
(Isa 11:2-5).
Cristo no
conoció ninguna represión de la culpabilidad. Se tuvo ante el Padre con “fidelidad”,
lo ciñó “la justicia”. Sus motivaciones eran puras y transparentes.
Eso
no es más que un anuncio de la clase de personas que reunirá el mensaje del
tercer ángel, ya que ellos también tendrán “la fe de Jesús”; no meramente la fe
en Jesús, sino la misma clase de fe que Jesús tuvo, la fe de Jesús. Esa es la profunda experiencia
que se ofrece a la iglesia de Laodicea: fe, discernimiento espiritual y la
justicia de Cristo, si se abre la puerta a la que llama el Testigo fiel (Donald
K. Short, A Study of the Cleansing of the
Sanctuary in Relation to Current Denominational History [Estudio de la
purificación del santuario en relación con la historia denominacional actual],
Potomac University Master’s Thesis, no publicada, 1958, 46).
2. David oró: “Los errores, ¿quién los entenderá? Líbrame
de los que me son ocultos” (Sal 19:12).
Evidentemente, David no se está refiriendo a faltas que el pecador conoce y
oculta a los demás. De ser así, su oración habría sido: ‘Entendemos nuestros
errores’. Indudablemente, aquí se está refiriendo a errores de los que el mismo
pecador no es consciente. Se trata de pecado no apercibido.
3. Moisés oró: “Pusiste nuestras maldades ante ti,
nuestros pecados ocultos, a la luz de tu rostro” (Sal 90:8).
¿Cuáles son esos pecados ocultos? ¿Son acaso pecados de los que nosotros
tenemos conocimiento, pecados que ocultamos de la vista de los demás? ¿O bien
son pecados de los que somos inconscientes? No pueden ser pecados que conocemos
y hemos confesado, ya que esos no son puestos “ante ti... a la luz de tu rostro”,
sino que todos esos pecados “echaste tras tus espaldas”, “en los profundos de
la mar” (Isa 38:17; Miq 7:19). Tiene que tratarse de pecados que no
han sido confesados; y en el contexto de la oración de Moisés, son aquellos que
escapan a nuestro conocimiento.
Moisés
describió vívidamente la forma en la que esa reprensión inconsciente opera en
todo pecador desde la caída: “Con tu furor somos consumidos, y turbados con tu
ira... Todos nuestros días declinan a causa de tu ira, acabamos nuestros años
como con un suspiro. Los días de nuestra edad son setenta años”
(Sal 90:7-11). Nuestros días pasan en un conflicto constante con la
culpabilidad no reconocida. El Espíritu Santo está constantemente procurando
que despertemos a ella. Si aceptamos de buen grado cada nueva y más profunda
revelación del pecado que antes ignorábamos y somos prontos en confesarlo, la
obra de purificación progresa. Pero esa obra en beneficio del cuerpo de la
iglesia en su conjunto, ha sido resistida y retardada por décadas. El mensaje
del Testigo fiel y verdadero sigue insistiendo: “No conoces”.
Ellen White
comprendió el problema de las motivaciones inconscientes. En 1906 escribió un
artículo en Review and Herald sobre
el tema, haciendo una exposición bíblica detallada del problema. Discernió el
hecho de que Saulo de Tarso, aunque era sincero, no conocía su propio corazón, y
señaló que era desconocido para él mismo. El artículo, en esencia, demuestra el
reconocimiento de que ese es el gran problema que enfrenta el hombre, y que
solamente el ministerio de Cristo en el santuario provee la solución:
Hermanos,
día y noche, especialmente en la noche, se presenta ante mí este asunto: “Tekel;
pesado has sido en balanza, y has sido hallado falto” ¿Cómo estamos ante Dios
en este tiempo? Podemos ser sinceros, y sin embargo estar grandemente
engañados. Saulo de Tarso era sincero cuando perseguía la iglesia de Cristo: “Yo
ciertamente había pensado deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de
Nazaret”. Era sincero en su ignorancia... Sabemos que no hay ni aun uno, por
más fervor con el que esté procurando cumplir con su deber, que pueda decir ‘no
tengo pecado’... ¿Cómo pues escaparemos a la sentencia: “Pesado has sido en
balanza, y has sido hallado falto”? Debemos mirar a Cristo. Él convino, a un
precio infinito, en ser nuestro representante en las cortes celestiales,
nuestro abogado ante Dios.
...pesado
y hallado falto, es nuestra inscripción por naturaleza... Que cada uno, joven o
viejo, sea sincero consigo mismo, no sea que caiga en las tinieblas cometiendo
graves errores y cooperando en que otros los cometan (Review and Herald, 8 marzo 1906).
La primera
parte del artículo es virtualmente un estudio bíblico sobre el tema de la mente
inconsciente. Cita a Ana, madre de Samuel: “El Dios de todo saber es Jehová, y
a él toca pesar todas las acciones” (1 Sam 2:3). Salomón comprendió
cuán engañados podemos estar: “Todos los caminos del hombre son limpios en su
opinión, mas Jehová pesa los espíritus” (Prov 16:2). David discernió el
problema: “Los hombres son apenas un soplo, tanto el pobre como el rico. Si se
pesaran todos juntos en balanza, pesarían todos menos que un soplo”
(Sal 62:9). Ellen White continúa entonces así:
Es
por el interés eterno de uno mismo que debe escudriñarse el propio corazón, así
como desarrollar toda facultad dada por Dios. Recuerden todos que no hay una
sola motivación en el corazón de hombre alguno, que Dios no vea claramente...
Necesitamos estar conectados con el poder divino a fin de tener más y más de la
clara luz y comprender cómo razonar de causa a efecto. Necesitamos cultivar los
poderes del entendimiento, siendo participantes de la naturaleza divina,
habiendo huido de la corrupción que está en el mundo por concupiscencia... No
existe un designio, por más intrincado que sea, ni una sola motivación, por más
celosamente que se oculte, que él no comprenda claramente (Id.)
4. Hazael provee un ejemplo llamativo de pecado no
manifiesto.
Le resultaba imposible admitir que era capaz de perpetrar las barbaridades que
el profeta Eliseo sabía que era capaz de cometer: “Sé el mal que has de hacer a
los hijos de Israel: a sus fortalezas pegarás fuego, a sus mancebos matarás a
cuchillo, estrellarás a sus niños y abrirás a sus preñadas. Y Hazael dijo: ¿Por
qué? ¿Es tu siervo perro, que hará esta gran cosa?” (2 Rey 8:12-13).
Hazael era sinceramente inconsciente de cuanto había oculto en su propio
corazón. De igual forma, nosotros somos inconscientes de nuestras auténticas
motivaciones, excepto por la convicción del Espíritu Santo. Obsérvese lo
siguiente:
Si
alguno les hubiese dicho [a los juzgadores de faltas ajenas] que a pesar de su
celo y trabajo para corregir a los otros se habían de encontrar, a la larga, en
una situación semejante de tinieblas, habrían dicho, como le dijo Hazael al
profeta: “¿Es tu siervo perro, que hará esta gran cosa?” (Joyas de los Testimonios vol. 1, 480).
Si
cuando Acán sucumbió a la tentación se le hubiera preguntado si pretendía traer
la derrota y la muerte al campamento de Israel, habría contestado: “¡De ninguna
manera!, ¿es tu siervo perro, que hará esta gran maldad?” Pero... fue más lejos
de lo que se había propuesto en su corazón. Es exactamente de esa forma en la
que los miembros individuales de la iglesia van deslizándose imperceptiblemente
hasta... traer el desagrado de Dios sobre la iglesia (Testimonies vol. 4, 492-493).
Recuérdese:
lo mismo que en la crucifixión de Cristo, es la motivación lo que permanece
oculto, no necesariamente el acto externo. Cuando evaluamos cuán a menudo la
sierva del Señor relaciona la inconsciencia del pecado de nuestros hermanos,
quienes rechazaron el comienzo de la lluvia tardía en la asamblea de 1888 y
después, con el pecado de aquellos que rechazaron a Cristo, comenzamos a sentir
cuán terribles son las consecuencias del pecado no consciente que el Testigo
fiel y verdadero intenta hacernos ver. ¿Durante cuántas décadas hemos sido
responsables de retardar el fuerte pregón? Durante todo este tiempo hemos
creído estar motivados por un deseo de adelantar su venida, cuando en realidad
¡la hemos estado retardando!
5. Otro ejemplo clásico de pecado no reconocido es la
experiencia de Ezequías
(2 Rey 20 y 21).
Había sido un buen rey; tanto, que de haber dicho ‘Amén’ al mensaje que el
Señor le envió: “Dispón de tu casa, porque has de morir, y no vivirás”,
probablemente habría pasado a la historia sagrada como el mejor rey que jamás
tuviera el pueblo de Dios. No era consciente de las raíces ocultas del mal que
yacían latentes en lo desconocido de su corazón. Oró: “Te ruego, oh Jehová, te
ruego hagas memoria de que he andado delante de ti en verdad e íntegro corazón,
y que he hecho las cosas que te agradan. Y lloró Ezequías con gran lloro”
(2 Rey 20:3). ¡Pero su corazón no era íntegro! Cuando le fueron
añadidos quince años de vida, vino a ser víctima de las motivaciones egoístas
inconscientes y malogró todo el bien que había conseguido en el anterior
período de su vida. Engendró y educó al malvado Manasés.
Jeremías hizo
un juicio retrospectivo de la última era de su reinado: La caída de la nación
de Judá se produjo “a causa de Manasés hijo de Ezequías rey de Judá, por lo que
hizo en Jerusalem” (Jer 15:4). Todo el mal que Ezequías hizo en esos
últimos quince años estaba ya latente en su corazón, antes de sobrevenirle aquella
enfermedad. “Los libros del cielo registran los pecados que se hubieran
cometido si hubiese habido oportunidad” (Ellen White, Comentario Bíblico Adventista vol. 5, 1061).
Como el buen
rey Ezequías, intentamos vernos (e intentamos mostrarnos a los demás) como si
estuviésemos sirviendo al Señor con “íntegro corazón”. Hemos malentendido
durante tanto tiempo 1 Juan 1:9, que dudamos en aceptar la
posibilidad de la existencia de un reservorio inconsciente de pecado, tras
habernos “convertido”. ‘Hemos confesado nuestros pecados’ –insistimos–, por lo
tanto, ‘el Señor habrá sido fiel y justo para limpiarnos de toda maldad. No hay
pecado del que no hayamos sido limpiados’. Lo que no hemos comprendido es que
el Señor no nos puede limpiar de ninguna maldad que todavía no hayamos reconocido
y confesado de manera inteligente.
En el caso de
Ezequías, “Dios lo dejó, para probarlo, para hacer conocer todo lo que estaba
en su corazón” (2 Crón 32:31). La inspiración dice que será igual
para los santos, en los últimos días. “Deberán estar en pie en la presencia del
Dios santo sin mediador” (El Conflicto de
los siglos, 478 y 672). Hay un paralelismo exacto con el caso de Ezequías.
Pero los santos no se podrán permitir entonces el desvarío de Ezequías,
ya que “si fuesen reconocidos indignos de perdón y hubiesen de perder la vida a
causa de sus propios defectos de carácter, entonces el santo nombre de Dios
sería vituperado” (Id. 677).
La
vindicación de Dios, y por lo tanto la triunfante conclusión de “la gran
controversia entre Cristo y Satanás” depende para su éxito de aquello en lo que
Ezequías fracasó. ¿Permitirá Dios que la prueba sobrevenga antes de que estemos
preparados para ella?
Ezequías
descansando en su tumba, es el tipo
de millares de “buena” gente que murió ya. Sirvieron consciente y sinceramente
al Señor de acuerdo con su mejor conocimiento y comprensión. Pero, como
Ezequías, ninguna generación comprendió jamás el pleno potencial de su corazón,
la enemistad inconsciente contra Dios que subyace bajo la superficie. Ninguno
de entre ellos debió resistir la prueba de tener que “estar en pie en la
presencia del Dios santo sin mediador”. Eso es así porque ninguno de ellos
recibió “la expiación final”, lo único capaz de remediar el problema de la
enemistad no percibida contra Dios. La expresión “expiación final” no debiera
ser relegada al trastero adventista, a modo concepto equivocado, sólo excusable
en nuestros inocentes pioneros. Aparece más bien frecuentemente, y cargada de
significado, en los escritos de Ellen White. Hay asimismo sólida evidencia de
que la Escritura sostiene ese concepto, incluido en el abarcante tema de la
purificación del santuario.
Obsérvese que
ninguna generación del pueblo de Dios
ha recibido todavía la “expiación final”. El hecho de que haya habido unos
pocos individuos trasladados, como Enoc o Elías, puede indicar que esa
experiencia haya sido conocida aisladamente por algunos, en anteriores
generaciones.
Notas:
1.
Los “riñones”, es
una expresión tanto hebrea como del griego neotestamentario. Para los antiguos,
relativamente desconocedores de la fisiología humana, los riñones representaban
las profundidades desconocidas de los sentimientos y emociones. En The Expositor’s Greek New Testament
vol. 5, 361-362 leemos: “Yo conozco los abismos”, “discierno los
corazones y escudriño los riñones” eran títulos que los antiguos egipcios daban
a los seres divinos. Ese conocimiento íntimo del hombre va más allá de la
apariencia superficial... El conocimiento divino de la vida real –secreta– del
hombre, está en la base del juicio infalible, imparcial [que se atribuía a los
dioses]. (Volver al texto)
2.
(N. del T.): “Nunca hizo él
maldad, ni hubo engaño en su boca” (Isa 53:9). “¿Quién de vosotros me
redarguye de pecado?” (Juan 8:46). (Volver al texto)
6. Historia denominacional y mensaje a
Laodicea
(índice)
Volvamos
ahora a las palabras que el Señor dirige “al ángel de la iglesia en Laodicea”. Dios
asume con razón que deberíamos haber aprendido de la historia, y que en nuestra
generación estamos dispuestos a recibir la lección culminante y preparatoria
para el final del tiempo:
He aquí dice el
Amén, el testigo fiel y verdadero... Yo conozco tus obras... Porque tú dices:
Yo soy rico y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no
conoces que tú eres un [el] cuitado y miserable y pobre y ciego y desnudo
(Apoc 3:14-17)
Todavía no
conocemos nuestras propias “obras”, nuestra historia. De hecho, nuestra
historia, tal como la ve el universo celestial, desenmascara nuestra verdadera
condición en tanto que el “cuitado y
miserable y pobre y ciego y desnudo” de entre las siete iglesias. Obsérvese el
empleo del artículo ho, “el...”. No
somos simplemente “cuitados, miserables, pobres, ciegos y desnudos”, sino que
somos, de entre todas las siete iglesias, los cuitados, los
miserables, los pobres, los ciegos y los desnudos).
¿Cuál es
nuestra verdadera historia? Por incómodo que pueda resultar su estudio, debemos
abordarlo con verdad y sinceridad. Se han prodigado intentos persistentes por
identificar el “ellos” de las declaraciones siguientes, con ‘una pequeña
minoría’. Lamentablemente, el amplio contexto de los escritos de Ellen White
sobre el tema, los identifica con el grueso de los responsables de la dirección
de la iglesia, “el ángel de la iglesia en Laodicea”:
Todo
el universo celestial presenció el ignominioso trato dado a Jesús, representado
por el Espíritu Santo. Si Cristo hubiese estado ante ellos, lo hubiesen tratado
de forma similar a como lo trataron los judíos (The Ellen G. White
1888 Materials, 1497; también Special
Testimonies, Series A, No 6, 20)
Leemos esa
declaración con horror. ¿Puede ser cierta? ¿Cómo pudo suceder cosa tan
terrible? ‘No puede ser… Alguien distorsiona el asunto’, intentamos decirnos
ante esa y otras declaraciones similares. ‘Alguien encontrará alguna otra
declaración que anule la anterior’, esperamos ansiosamente. ¡Nos resulta tan
difícil afrontar ese hecho, como lo fue para Adán y Eva asumir su verdadera
culpabilidad en el Edén! Pero, aunque nosotros podamos resistirnos a
reconocerlo, “todo el universo celestial presenció el ignominioso” hecho.
¿Qué dicen
los libros del cielo a propósito de ese pecado? De acuerdo con la página 1061
del vol. 5 del Comentario Bíblico
Adventista, “los libros del cielo registran los pecados que se hubieran
cometido si hubiese habido oportunidad” (Ellen White). ¿Qué habrían hecho
nuestros hermanos “si Cristo hubiese estado ante ellos” en 1888? Está escrito
en términos inequívocos: “Lo hubiesen tratado de forma similar a como lo
trataron los judíos”. Puesto que “los libros del cielo registran los pecados
que se hubieran cometido si hubiese habido oportunidad”, resulta claro que
registran cómo nuestros hermanos trataron verdaderamente a Cristo de forma
similar a como lo trataron los judíos. Dicho en lenguaje llano, y en palabras
de Zacarías, ¡lo “traspasaron”!
Hemos hecho
todo lo posible para autoconvencernos de que el pronombre “ellos” se refiere
solamente a algunos de “ellos”, a
unos pocos que trataron tan deshonrosamente a Jesús. Una publicación respetada
sobre nuestra historia denominacional los describe como “menos que una porción”,
“no llega a la cuarta parte del
número de los participantes”. Y de esos “pocos”, “la mayor parte de los implicados hicieron confesión en la década
posterior a 1888, la mayor parte en los primeros cinco años, cesando desde
entonces en su oposición” (Movement of
Destiny, 367-368. Cursivas
tomadas del original).
Si esa
descripción fuese cierta, sorprende la alarma que produjo en Ellen White la
actitud y acciones de una minoría tan exigua de pastores: menos de diez, para
ser exactos. Sorprende que continuase entregada a la reprensión de tan pequeño
contingente de pastores durante toda una década, declarando que tenían poder
para mantener alejadas de la iglesia y del mundo las gloriosas bendiciones de
la lluvia tardía y el fuerte pregón, ¡incluso a pesar de la supuesta aceptación
abierta y entusiasta del mensaje por parte de una vasta mayoría de los
dirigentes responsables!
No existe ni
una sola declaración de la pluma de Ellen White que afirme que los “algunos”,
de entre los dirigentes responsables que aceptaron verdaderamente el mensaje,
fuesen muchos o una mayoría. Sin excepción, su empleo de la
palabra “algunos”, en referencia a quienes aceptaron, significa “pocos”. Y por
encima y más allá de cualquier discusión sobre el tema, pesa el indiscutible
hecho de que sea cual fuere la reacción que se produjo ante el mensaje en 1888,
buena o mala, la conclusión de la obra y la venida del Señor fueron, en
consecuencia, tremendamente retardados.
Observemos
brevemente algunas de las declaraciones de la pluma de Ellen White, que arrojan
luz en lo referente a esos “algunos”:
En
Minneapolis Dios dio preciosas gemas de verdad a su pueblo en enmarcados
nuevos. Algunos rechazaron esa luz del cielo con toda la obstinación que los
judíos manifestaron en su rechazo a Cristo (Manuscrito 13,
año 1889; The Ellen G. White 1888 Materials, 518).
Me
estaba [yo] diciendo: ¿De qué sirve que nos reunamos aquí juntos [en
Minneapolis, 1888], y de qué les sirve a nuestros hermanos en el ministerio, si
están aquí solamente para mantener el Espíritu de Dios alejado del pueblo?...
Os he estado hablando y rogando, pero no parece importaros lo más mínimo... (Manuscrito 9, 1888; The Ellen G. White 1888 Materials, 151).
No
es prudente que ninguno de estos hombres jóvenes [Jones y Waggoner] se entregue
a una decisión en este encuentro en el que la oposición, más bien que la
investigación, están a la orden del día (Manuscrito 15,
1888; The Ellen G. White 1888 Materials, 170).
Si
los pastores no reciben la luz, quiero dar una oportunidad al pueblo; quizá este
quiera recibirla (Manuscrito 9,
1888; The Ellen G. White 1888 Materials, 152).
El asunto
decisivo es: ¿son las palabras del Señor, en su mensaje a Laodicea, verdad actual
para nuestro día?, ¿o bien es posible que la así llamada “gloriosa” aceptación
del mensaje en 1888, por parte de los dirigentes responsables de la iglesia,
cumpliese finalmente su obra? ¿Fue la anterior declaración una especie de
exabrupto de Ellen White, algo que su naturaleza calmada repudió
posteriormente? Examinémoslo de nuevo. Habló de ese mismo tema en ocasiones
casi incontables:
Cada
vez que el mismo espíritu [de oposición, en Minneapolis] se despierta en el
alma, se está respaldando lo que se hizo en aquella ocasión, y los que así
proceden son tenidos por responsables ante Dios... Su corazón se inflama con el mismo espíritu que actuó en quienes
rechazaron a Cristo, y si hubiesen vivido en los días de Cristo, habrían
actuado contra él de una forma similar a la de los impíos e incrédulos judíos (Special
Testimonies to the Review and Herald Office, 16-17; The Ellen G. White 1888 Materials, 1565. Original sin atributo de
cursivas).
Si
rechazáis a los mensajeros designados por Cristo, rechazáis a Cristo (Testimonios para los ministros,
97, 1896).
Hombres
que hacen profesión de piedad han rechazado a Cristo en la persona de sus
mensajeros. Como los judíos, rechazan el mensaje de Dios (FCE, 472; The Ellen G. White 1888 Materials, 1651;
año 1897).
Cristo
ha tomado nota de todas las frases duras, orgullosas y despectivas pronunciadas
contra sus siervos, como pronunciadas contra él mismo (Review and Herald, 27 mayo 1890).
Los
hombres de entre nosotros pueden llegar a ser exactamente lo que fueron los
fariseos: muy rápidos en condenar al mayor de los maestros que este mundo haya
conocido (Testimonios para los ministros,
294, traducción revisada, 1896).
¿Cómo sabemos
que ese pecado era de naturaleza inconsciente? Los hermanos implicados creían
que estaban reaccionando contra un énfasis excesivo y contra un mensaje
erróneo. Pensaban que estaban contrarrestando a ciertos fanáticos, imperfectos
e incluso perniciosos mensajeros. Pensaban que se estaban manteniendo “en los
hitos antiguos”, defendiendo noblemente los pilares del mensaje de los tres
ángeles. Estaban orgullosos de su ortodoxia. Obsérvese la forma en que sus
verdaderas motivaciones estaban ocultas a su conocimiento:
En
Minneapolis Dios dio preciosas gemas de verdad a su pueblo en enmarcados nuevos.
Algunos rechazaron esa luz del cielo con toda la obstinación que los judíos
manifestaron en su rechazo a Cristo, y se habló mucho acerca de permanecer en
los antiguos hitos. Pero se evidenció que
no sabían lo que son los hitos antiguos. Se vio que el juicio de las
palabras se recomendaba a sí mismo a la conciencia; pero las mentes de los hombres estaban bloqueadas, selladas contra la
entrada de la luz, debido a que habían decidido que era un error peligroso
eliminar ‘los antiguos hitos’, cuando en realidad no se eliminaba ni una sola
aguja de esos hitos, pero tenían ideas pervertidas en cuanto a lo que
constituían los antiguos hitos (Manuscrito 13,
1889; The Ellen G. White 1888 Materials, 518).
Hay una razón
consistente por la que Ellen White comparó tan frecuentemente esa reacción
contra el mensaje de 1888 con el odio de los judíos hacia Cristo: los judíos
eran inconscientes de sus verdaderos motivos, y también lo eran nuestros
hermanos. Ambos, los dirigentes judíos y nuestros hermanos, no sabían que
estaban condenando “al mayor de los maestros que este mundo haya conocido”. La
naturaleza inconsciente de su pecado se evidencia aún más claramente en lo
siguiente:
No
puedo olvidar jamás la experiencia que tuvimos en Minneapolis, o las cosas que
me fueron reveladas respecto al espíritu que controló a los hombres, las
palabras pronunciadas, los actos realizados en obediencia a los poderes del
mal... En el encuentro fueron movidos por otro espíritu, y no supieron que Dios había enviado a esos hombres jóvenes, los
pastores Jones y Waggoner, para que les llevasen un mensaje especial a ellos,
quienes los ridiculizaron y trataron con desprecio, no dándose cuenta de que las inteligencias celestiales les estaban
observando. Sé que entonces fue insultado
el Espíritu de Dios (The Ellen G. White 1888 Materials, 1043; Manuscrito 24, 1892).
¿Pasa ese
pecado todavía inadvertido para nosotros? Obsérvense la multitud de libros
autorizados que se han publicado sobre nuestra historia, en las ocho décadas
anteriores. ¿Acaso uno solo de ellos expone claramente la plena verdad sobre
1888 y el comienzo de la lluvia tardía y el fuerte pregón?
Las
siguientes palabras parecen (y son) proféticas:
El
mensaje del Testigo Fiel encuentra al pueblo de Dios sumido en un triste
engaño, aunque crea sinceramente dicho engaño. No sabe que su condición es
deplorable a la vista de Dios (Joyas de
los Testimonios vol. 1, 327).
Lo que
encontramos en nuestros libros de historia denominacional es mucha jactancia
del maravilloso “enriquecimiento” que experimentó la Iglesia Adventista con
ocasión del mensaje de 1888. El tenor general resulta ser “soy rico y estoy
enriquecido”. Miles de personas de entre nosotros, por todo el mundo, ignoran
el solemne hecho de que el Señor cumplió fielmente su parte y dio el “comienzo”
de la lluvia tardía y el fuerte pregón hace un siglo, pero el don celestial fue
rechazado. Lo tristemente cierto es que
Satanás
tuvo éxito en impedir que fluyera hacia nuestros hermanos, en gran medida, el
poder especial del Espíritu Santo que Dios anhelaba impartirles... Fue
resistida la luz que ha de alumbrar a toda la tierra con su gloria, y en gran
medida ha sido mantenida lejos del mundo por el proceder de nuestros propios
hermanos (Mensajes Selectos
vol. 1, 276).
Debido al “ignominioso
trato dado a Jesús” en una de nuestras Asambleas de la Asociación General, es
necesaria una expiación, o reconciliación final. Esa es una de las razones.
Realmente, la
verdad, tal como se la halla en el mensaje de Ellen White, constituye una “sorprendente
denuncia” (Joyas de los Testimonios
vol. 1, 328), denuncia que querríamos ver cubierta de tierra por siempre,
o bien de alguna forma negada.
Pero las
palabras empleadas por Cristo en el mensaje a Laodicea indican que nuestro
engaño es de naturaleza fundamentalmente histórica.
La expresión griega se emplea con muy poca frecuencia. En ella se repite la
idea de sentirse “rico” en la misma oración, pero en diferente tiempo y voz.
Pone en nuestros labios la expresión de una jactancia orgullosa, ‘soy rico
(comprendo la justificación por la fe) porque he sido bendecido en mi historia
al aceptar un gran enriquecimiento’ (plousios
eimi, kai peplouteka). Los traductores de los originales de la Biblia no
supieron muy bien qué hacer con lo que les parecía una repetición innecesaria.
Es comprensible, ya que vivieron demasiado pronto como para captar el pleno
significado de las palabras de Jesús. La Reina Valera vierte “soy rico y estoy
enriquecido”. Considérese la traducción literal del griego (Apoc 3:17): “Dices:
‘Rico soy, y he sido enriquecido’”.
Durante
décadas hemos exhibido un sentimiento general de satisfacción por haber sido enriquecidos
con una “gloriosa victoria”, en 1888. La mayoría de nuestros pastores se han
sentido tan seguros de comprender y estar predicando la genuina justificación
por la fe, como de la verdad del sábado. Obsérvese la forma en que los diversos
autores de nuestra historia citados a continuación, ofrecen involuntaria
confirmación de la acusación hecha por nuestro Señor, algunos empleando casi
exactamente las mismas palabras que el Testigo fiel (Apoc 2-3) pone en nuestros
labios:
Un logro superior [1888]... resultó en un despertar espiritual
entre nuestro pueblo (M.E. Kern, Review and Herald, 3 agosto 1950, 294).
Un hito importante en la historia del adventismo del séptimo
día... atravesando el continente hacia un nuevo país... una gloriosa
victoria... un gran despertar espiritual entre los adventistas... el amanecer
de un día glorioso para la Iglesia Adventista... las benditas consecuencias de
un gran despertar... nos acompañan todavía... Ese bendito período de
reavivamiento que comenzó en 1888... fue rico tanto en santidad como en frutos
misioneros (L.H. Christian, Fruitage of
Spiritual Gifts, 219-245. Obsérvese la palabra “rico”).
Un mensaje inspirador que rescató la iglesia del peligro del
legalismo y abrió las mentes a las sublimes riquezas del evangelio. La última
década del siglo vio a una Iglesia desarrollarse a través de ese evangelio
hasta constituir una compañía dispuesta a cumplir la misión de Dios... La
iglesia... se despertó por el refrescante mensaje de la justificación por la fe
(A.W. Spalding, Captains of the Host,
602).
En muchos casos, iglesias que han comenzado con un profundo
énfasis evangélico, de alguna forma han perdido algo de su empuje con el paso
de los años... La Iglesia Adventista ofrece una variante interesante de lo que
es tendencia habitual en otros cuerpos religiosos... la Iglesia Adventista
muestra un énfasis progresivo en las verdades evangélicas... una denominación
religiosa que se hace más evangélica con el paso de los años es un fenómeno
único (N.F. Pease, By Faith Alone,
227).
Principalmente están aquellos que tienden a la crítica, que ven
solamente los fallos de la iglesia, pero están ciegos a sus logros. Si bien
lamentamos nuestra negligencia de las grandes verdades del evangelio, damos
gracias a Dios por los nobles hombres y mujeres que han destacado esas verdades
a lo largo de los años. Asimismo, saludamos a la hueste innumerable de miembros
de iglesia que conocen a Cristo como a un Salvador personal, y que han sido
verdaderamente justificados por la sola fe. Nos gratifica el énfasis in crescendo en la justificación por la
fe, durante los cuarenta años precedentes; y si bien es cierto que no hemos
hecho todo cuanto debíamos o podíamos haber hecho, somos necios al ignorar el
progreso realizado (Id. 238).
Durante mis cincuenta y cinco años en el ministerio adventista he
tenido relación con nuestros obreros y miembros a todo lo ancho del mundo. He
trabajado en asociación con nuestros pastores en casi todos los territorios en
los que tenemos obra establecida... No sé de ningún obrero o laico, sea en
América, Europa, o cualquier otro lugar, que haya expresado oposición al
mensaje de la justificación por la fe (A.V. Olson, Through Crisis to Victory, 1888-1901,
232; Thirteen Years of Crisis, -1982-
238).
Se debe decir que el mensaje [de la justicia por la fe] se ha
proclamado tanto desde el púlpito como por la página impresa, y mediante las
vidas de los miles y miles de hermanos dedicados a Dios, que saben lo que significa
la vida espiritual en Cristo. Cualquiera que se tome el tiempo para examinar
los libros, revistas, panfletos y otras publicaciones adventistas, descubrirá
que esa gloriosa verdad ha sido impresa vez tras vez... Las varias fases de la
salvación por la fe en Cristo han sido enseñadas con poder y claridad mediante
la emisión radiofónica durante años, y más recientemente por televisión. Se ha
destacado el tema en diferentes cursos bíblicos por correspondencia. Los
pastores y evangelistas adventistas han anunciado esa verdad vital desde los púlpitos
y lugares públicos, con los corazones inflamados por el amor de Cristo (Id. 233-237; nueva edición, 239-243).
Este capítulo sólo pretende tratar brevemente el tremendo énfasis
sobre la justificación por la fe, en la asamblea de la Asociación General de
1926. Es mi firme convicción que haríamos bien en destacar menos 1888, y más
1926... Algunos han sugerido que la denominación debería en cierto modo
constatar públicamente el reconocimiento de los errores de 1888. No es posible
presentar una mayor prueba de crecimiento espiritual y madurez, que la
evidenciada en los sermones de 1926 (N.F. Pease, The Faith That Saves, 59).
“¡Dices: Rico
soy, y he sido enriquecido!” 1888 fue el principio de un gran enriquecimiento,
una gloriosa victoria, “madurez... espiritual”. Somos extraordinarios; no
paramos de mejorar…
Los
historiadores citados eran hombres fervientes, dedicados y fieles. Trataron
sinceramente de reflejar el sentimiento generalizado de orgullo y satisfacción
por el tremendo “progreso” de la iglesia. Pero ninguno de ellos fue capaz de
reconocer la implicación del mensaje a Laodicea: Es precisamente en nuestro
pretendido “enriquecimiento” mediante la aceptación de la justicia por la fe,
en lo que estamos engañados. Ni uno siquiera reconoce la necesidad de una
reconciliación con Cristo mediante la expiación final, debido al ignominioso
trato que le dimos en una de las asambleas de la Asociación General. Para
calificar nuestro estado espiritual, todos ellos tratan de emplear mejores
palabras que la escogida por la inspiración: “deplorable”.
Nadie ha
discernido que en 1926 y actualmente, nuestro jactancioso “crecimiento
espiritual y madurez” en la comprensión y proclamación de “la justicia por la
fe” no consistió en la aceptación del mensaje de 1888, sino en la aceptación de
la versión popular protestante, evangélica y calvinista de la justificación por
la fe. Han concluido erróneamente que ese “fenómeno único” de que la Iglesia
Adventista viniera a ser más “evangélica”, lo fue gracias a la aceptación del
mensaje que iba a ser el principio de la lluvia tardía y el fuerte pregón. Pero
lejos de eso, lo que hemos hecho es alejarnos imperceptiblemente del mensaje
que el Señor nos dio, para adoptar puntos de vista virtualmente idénticos a los
de quienes rechazan los mensajes de los tres ángeles. Y nos sentimos
satisfechos con ese “profundo énfasis evangélico”, tristemente inconscientes de
que no constituye “el evangelio eterno”.
La nuestra es
verdaderamente la iglesia remanente, y su futuro es realmente glorioso. La obra
triunfará. El Señor nos bendijo y nos bendecirá. Pero el punto importante es
que para nosotros es mucho más seguro que nos atengamos a la versión que da el
Testigo fiel sobre el significado de nuestra historia denominacional, que a las
versiones opuestas a ella. El mensaje a Laodicea sigue siendo “verdad actual”.
El Señor afirma que en realidad somos “cuitados, miserables, pobres, ciegos y
desnudos”. La gran victoria de la Iglesia pertenece todavía al futuro y no se
producirá antes que aceptemos el remedio divinamente señalado para nuestra
situación actual: el arrepentimiento. Hay algo que podemos hacer, y consiste en
actuar exactamente como nuestro Señor nos indica:
Yo te amonesto que de mí compres oro afinado en fuego para que seas hecho
rico, y seas vestido de vestiduras blancas para que no se descubra la vergüenza
de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio para que veas. Yo reprendo y
castigo a todos los que amo: sé pues celoso, y arrepiéntete (Apoc 3:18-19).
De entre las
diversas versiones de nuestra historia denominacional, la que incluye quizá la
más evidente (aunque inconsciente) negación del mensaje de nuestro Señor, fue
publicada en 1966. Indiscutiblemente sincero y por demás ferviente y entregado,
su autor deseaba defender “al ángel de la iglesia en Laodicea”. Tras su muerte,
los encargados de la publicación la titularon Through Crisis to Victory 1888-1901 (De la crisis a la victoria).
Postularon así claramente la nueva tesis de que la asamblea de la Asociación
ministerial en 1901 canceló la oposición al mensaje de la justicia de Cristo
ocurrida en 1888, así como todos los males de la organización que la
acompañaron, para desembocar en “la victoria”.
El
prestigioso libro causó una profunda impresión en la iglesia mundial. Las
declaraciones de Ellen White que contradicen la tesis fundamental del libro
pasan automáticamente a ser consideradas bajo sospecha: ‘Lo que E. White dice
en lenguaje inconfundible, no puede ser cierto si ese prestigioso libro lo
contradice. Algún misterioso contexto debe anular el peso de las declaraciones
que afirman que la Asamblea de 1901 no fue una “victoria”’. Los lectores resultan
comprensiblemente influenciados a razonar de ese modo. Es significativo que el
libro se volviera a publicar en 1981 bajo un nuevo título, pero conservando
intacta su tesis de “soy rico y estoy enriquecido”, dando a entender que la asamblea
de 1901 transformó los años de “crisis” en una virtual “victoria”).
Sin embargo
los hechos demuestran claramente que los resultados de la asamblea de 1901 no
revirtieron la trágica incredulidad manifestada en 1888. Disponemos de buena
cantidad de enfáticas y consistentes declaraciones de parte de Ellen White:
Qué maravillosa obra habría podido hacerse en beneficio de la
numerosa compañía reunida en Battle Creek con ocasión de la Asociación General
[de 1901] si los dirigentes de nuestra obra hubiesen estado por la labor. Pero
la obra que todo el cielo estaba esperando realizar tan pronto como los hombres
allanasen el camino, quedó sin hacer debido a que los dirigentes cerraron y
bloquearon la puerta contra la entrada del Espíritu. Se produjo una detención
antes de llegar a la entrega completa a Dios. Y se fortalecieron en la maldad
los corazones que podrían haber sido purificados del error. Se bloquearon las
puertas contra la entrada de la corriente celestial que habría barrido todo el
mal. Los hombres dejaron sus pecados inconfesos (Carta al Dr. J.H. Kellogg, 5 agosto 1902).
El resultado de la última Asamblea de la Asociación General [1901]
ha sido la más grande y terrible pena de mi vida. No se hizo ningún cambio. El
espíritu que debía haberse traído a toda la obra como resultado de este
encuentro, no vino, debido a que los hombres no recibieron los testimonios del
Espíritu de Dios. Cuando regresaron a sus diferentes campos de labor no
anduvieron en la luz que el Señor hizo brillar sobre sus caminos, sino que
trajeron a su obra los principios equivocados que han prevalecido en la obra,
en Battle Creek... Es peligroso rechazar la luz que Dios envía (Carta al juez Jesse Arthur,
15 enero 1903).
Si los hombres que oyeron el mensaje cuando tuvo lugar la asamblea
–el mensaje más solemne que se pueda oír– no hubiesen sido tan poco
susceptibles de ser impresionados, si hubieran preguntado sinceramente: ‘Señor,
¿qué quieres que haga?’ la experiencia del pasado año habría sido muy diferente
de lo que es. Pero no han despejado el camino ante ellos. No han confesado sus
equivocaciones, y ahora están yendo al mismo terreno en muchas cosas, siguiendo
el mismo curso de acción erróneo, ya que han malogrado su discernimiento
espiritual...
Si la obra iniciada en la Asociación General hubiera avanzado
hasta la perfección, no habría sido llamada a escribir estas cosas. Hubo la
oportunidad de confesar, o bien negar el error, y en muchos casos se produjo la
negación a fin de evitar la necesidad de confesión.
A menos que haya una reforma, la calamidad sobrecogerá a la casa
publicadora, y el mundo conocerá la razón. Se me ha mostrado que no ha habido
un regreso a Dios de todo corazón... Dios ha sido burlado con vuestra dureza de
corazón, que no cesa de ir en aumento (Testimonies
vol. 7, 93-96. Ver portada de The
Review and Herald de noviembre de 1901. El testimonio que sigue a
continuación del citado, que comienza en la página 97, lleva por título: “La
Review and Herald en llamas”).
Por lo que
respecta al mensaje de 1888 de la justicia de Cristo, se pretende estar dando
la bienvenida a una “victoria”, a pesar de que las “obras” derivadas de esa
supuesta “fe” llevaron a la reprensión del Señor en los desastrosos incendios
que arrasaron el Hospital y la Casa publicadora, en una clara censura del
Señor.
En
el encuentro de 1901 los miembros del comité elegidos en aquella ocasión
fueron, hasta donde podemos saber, hombres que creyeron plenamente en esa
doctrina [la justicia por la fe], si bien algunos pudieron no haber entrado
plenamente en la experiencia personal de la entrega y la fe... He asistido a convenciones
campestres adventistas, congresos anuales, sesiones de la Asociación y
misiones, encuentros de obreros y otras reuniones, y puedo fielmente decir que
en toda esa asociación con los obreros de las iglesias y personas de diferentes
razas, naciones y lenguas, a lo largo de mis cincuenta y cinco años como pastor
adventista, jamás he oído –ni en América, Europa, ni otro ningún lugar– a un
obrero o un laico expresar oposición al mensaje de la justicia por la fe. Tampoco
he sabido de ninguna oposición tal expresada en publicaciones adventistas (A.V. Olson, Through
Crisis to Victory, 1888-1901, 228-232; nueva edición, 234-238).
Pero el autor
era ferviente y sincero, y profundamente espiritual. Se apercibió claramente de
que algo iba mal. La obra mostraba años de retraso y la venida del Señor se
había demorado largamente. Eso no pudo ni quiso negarlo. Reconoció con
franqueza la existencia del problema y avanzó su propia y sincera convicción de
que en esa hora tardía, la iglesia como un todo no había comprendido ni
recibido la verdad de la justicia por la fe, permitiendo así que la obra
mundial llegase a su fin. Rara vez un escritor oficial ha confirmado tan
gráficamente –aunque sin saberlo– la verdad del diagnóstico de nuestro Señor en
su mensaje “al ángel” de la iglesia en Laodicea, y raramente se ha manifestado
tan ferviente y sincera insistencia en que el “ángel” es “rico y se ha
enriquecido”. Los portavoces de la iglesia son ricos -postula el autor del
libro- en la comprensión y proclamación del mensaje. No reconoce carencia
alguna por su parte, y atribuye la responsabilidad de la obra no realizada más
bien a la torpeza de los laicos. Ellos deben ser los “cuitados, miserables,
pobres, ciegos y desnudos”. Obsérvese la clara evidencia de la conclusión del
libro:
Durante
años desde y antes de 1901 los adventistas publicaron mucho sobre la justicia
por la fe, y ese tema se ha abordado periódicamente en la Escuela Sabática. Los
diferentes aspectos de la salvación por la fe en Cristo han sido enseñados con
poder y claridad a través de la radio, y últimamente en televisión. El tema se
ha destacado en distintos estudios bíblicos por correspondencia. Los pastores y
evangelistas adventistas han anunciado esa verdad vital desde los púlpitos de
iglesia y desde otros lugares públicos, con corazones inflamados de amor por
Cristo. Y mediante la revista mensual El
Ministerio adventista, los predicadores y escritores adventistas han urgido
constantemente a hacer de Jesucristo y su justicia como Salvador, el centro de
toda su enseñanza (Id. 237;
nueva edición, 243).
Si esa
preciosa verdad ha sido enseñada “con poder y claridad… con corazones
inflamados” por los pastores y evangelistas adventistas, ¿por qué no se ha
terminado la obra? Los laicos no han oído como deberían... Éstos últimos han
impedido la terminación de la obra. Obsérvese la conclusión a la que se llega,
sólo posible mediante una errónea comprensión del mensaje a Laodicea:
Muchos
adventistas del séptimo día parecen ignorar todavía esa doctrina capital. Gran
parte de esa falta de discernimiento se debe a que no leen los libros y
periódicos adventistas que presentan el evangelio en lenguaje claro, enérgico…
Tememos
que para muchos miembros de iglesia el mensaje de la justicia de Cristo se haya
vuelto una teoría estéril, en lugar de una realidad viviente en su experiencia
diaria.
Han
sido negligentes en cuanto a la luz que, en su amor y gracia, ha hecho Dios
brillar ante ellos. No han llegado a cambiar las vestiduras viles de su
justicia propia por la vestidura inmaculada de la justicia de Cristo. A la
vista de Dios, sus pobres almas aparecen como desnudas y destituidas (Id. 237; nueva edición, 243-247).
Si el mensaje
del Señor es verdadero, entonces nos encontramos ante una sorprendente
inversión de los términos. El Señor dirige ese mensaje “al ángel de la iglesia”.
El énfasis, según el Espíritu de Profecía, no puede ser más claro: si los
responsables ministeriales hubiesen aceptado el mensaje de 1888, la iglesia
habría cooperado y la obra se habría terminado (Mensajes Selectos vol. 1, 276). “Tu pueblo se ofrecerá voluntario
en el día de tu poder” (Sal 110:3), nos asegura el salmista. Un laicado
resistiendo continuamente a los dirigentes constituye una representación
desalentadora para el futuro. No es cierta.
Lo que ese
autor no pudo ver es que todo ese “énfasis” que tan animador le parecía, es en
realidad un mensaje diferente del que fue dado en 1888, y esa es la razón por
la que “el mensaje de la justicia de Cristo se haya vuelto una teoría estéril” “para
muchos miembros de iglesia”. Les aburre, de manera que “no leen los libros y
periódicos adventistas”. Seguramente han intentado leerlos, pero dado que los
mismos carecen de los conceptos claros y convincentes propios del mensaje de
1888, la lectura se hace tediosa. Y no saben por qué. Pero “el ángel de la
iglesia” siente que ha cumplido con su obligación, al menos en generosa y
cumplida medida.
Cuanto aquí
decimos, se expresa con profundo respeto hacia nuestros historiadores, cuya
devoción por la causa está por encima de toda duda. La expresión “no conoces”,
de nuestro Señor, explica el problema. Los historiadores no hacen sino
articular y expresar el orgullo casi universal de muchos que mantienen todavía
esa posición en el tema de la justicia por la fe (ver en Movement of Destiny, 610-612). Lo dicho no debe entenderse en clave
de crítica hacia nuestros escritores del pasado. Los citamos solamente como una
constatación de que el mensaje del Señor en Apocalipsis 3:14-21 es todavía
“verdad actual”, claramente demostrada por nuestra historia denominacional
pasada y presente.
En la obra
citada, que se volvió a publicar en 1978, la práctica totalidad de los
portavoces prominentes de la iglesia se presentan como dando apoyo a la tesis
del “enriquecimiento” de 1888 (están ausentes unos pocos, notablemente S.N. Haskell,
Meade McGuire y Taylor Bunch). La lista de nombres es realmente impresionante
(p. 681-686, edición de 1971). Si la verdad se pudiese determinar por el
voto de la mayoría, entonces habría de ser cierto que Ellen White estaba
tristemente equivocada en sus repetidas declaraciones de que se impidió que el
mensaje de 1888 “fluyera hacia nuestros hermanos, en gran medida” y que “fue
resistida la luz... y en gran medida ha sido mantenida lejos del mundo por el
proceder de nuestros propios hermanos” [dirigentes]. Ni tan sólo uno de esos
hombres dedicados a los que hemos hecho referencia, se atrevería a contradecir
al Testigo fiel y verdadero a sabiendas. Pero ¿pudiera ser que las palabras de
nuestro Señor “no conoces” se debieran aplicar a todos nosotros?
El simple
hecho del inexplicable paso del tiempo durante más de cien años, desde “el
comienzo” de la lluvia tardía, nos obliga a reconsiderar el significado de
nuestra historia. Si nuestros pioneros aceptaron la lluvia tardía tan
voluntariosa y fervientemente, ¿por qué no se terminó la obra de Dios en su
generación? El testimonio de Ellen White es tan claro que hasta un niño lo
puede comprender: la verdadera aceptación del mensaje habría significado la
finalización de la comisión evangélica y el regreso de nuestro Señor en aquella
generación.
La repetida
afirmación del “ángel”: “Soy rico y me he enriquecido”, tiene una amplia
influencia en la iglesia mundial. El orgullo profundamente enraizado, si bien
sutil, endurece el corazón. Las extendidas y repetidas afirmaciones de “enriquecimiento”
crean prejuicio que impide que el mensaje del Señor a Laodicea sea comprendido
en su plena significación. La respuesta a su llamado de “arrepiéntete” en tanto
que iglesia, es el resentimiento. ‘¿Acaso no se nos ha dicho durante décadas
que somos “ricos” en cuanto a comprender la justificación por la fe? ¿Por qué
esa acusación devastadora de que somos cuitados, miserables, pobres, ciegos y
desnudos?’ Muchos se ofenden. El zarandeo final no sería tan terrible si el
mensaje de Cristo no hubiese sido tan repetidamente resistido.
La Escritura
está repleta de profecías relativas a la predicación a escala mundial de la
verdad en su pureza evangélica. “La tierra será llena de conocimiento de la
gloria de Jehová, como las aguas cubren la mar” (Hab 2:14). “Saldrán de
Jerusalem aguas vivas” (Zac 14:8). “Levántate, resplandece; que ha venido
tu lumbre, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti. Porque he aquí que
tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad los pueblos: mas sobre ti nacerá
Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las gentes a tu luz, y los
reyes al resplandor de tu nacimiento” (Isa 60:1-3). “Será en los postreros
días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y
vuestras hijas profetizarán; y vuestros mancebos verán visiones, y vuestros
viejos soñarán sueños: y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos
días derramaré de mi Espíritu” (Hechos 2:17-18). “Después de estas cosas
vi otro ángel descender del cielo teniendo grande potencia; y la tierra fue
alumbrada de su gloria” (Apoc 18:1).
¿Hay alguien
preocupado porque nuestras campañas y publicaciones no hayan cumplido esas
profecías hasta el día de hoy? ¿Se puede decir con sinceridad que nuestro
mensaje esté conmoviendo al mundo, o siquiera despertando alguna oposición
significativa, como fue el caso en los días de los apóstoles?
¿Es papel de mejor
calidad lo que necesitan nuestras publicaciones? ¿Es mejorar la fotocomposición
e ilustraciones? ¿Es simplemente más dinero, más psicología, más música, mayor
refinamiento profesional lo que necesitan nuestras campañas evangelísticas?
¿O bien
tenemos un problema con el contenido del mensaje, con la proclamación de
la verdad misma del evangelio? Nuestro Señor dice que somos “pobres”,
mientras que nos creemos “ricos” en cuanto a nuestra comprensión y proclamación
del “mensaje del tercer ángel en verdad”, la pura verdad del evangelio que no
ha sido claramente comprendida “desde los días de Pentecostés” (Fundamentals of Christian Education,
473).
Nos hemos
cansado de repetir que “necesitamos el Espíritu Santo”. Por supuesto que lo
necesitamos, pero la recepción e inspiración del Espíritu Santo no es una
cuestión de magia o buena suerte. El evangelio de Cristo “es poder de Dios para
salvación” (Rom 1:16), y ese poder no reside en la fantasía emocional sino en
la verdad, “la verdad del evangelio”
(Gál 2:14).
“Tenemos la
verdad”, es nuestro sentimiento universal. ‘Está sonando la música adecuada.
Necesitamos quizá un cierto “énfasis” que eleve el volumen un poco’. Muchos que
hablan de la justicia por la fe se refieren a ella como a nuestra orgullosa
posesión, y nuestra proclamación de ella como un mero asunto de “énfasis”, algo
así como la necesidad de subir el control de volumen.
Pero la
verdad del evangelio no tiene nada que ver con un “énfasis” tal. El mismo uso
del término denuncia una ignorancia en cuanto a lo que es el evangelio. ¿Quién
se atrevería a decir que lo que predicaron los apóstoles era una mera “re-enfatización”
del judaísmo? Nunca, en ningún lugar, usó Ellen White los términos “énfasis” o “enfatización”
en relación con el mensaje de la justicia de Cristo de 1888, como si se tratara
de un asunto de ajustar el debido equilibrio homilético. La justicia por la fe
es una verdad vital, palpitante, explosiva, y Dios no ha dado al hombre ningún
control de volumen para “enfatizarla”, destacarla o apagarla. O se tiene, o no
se tiene; y si se tiene, se revoluciona al mundo (Hechos 17:6). Nada menos
que eso.
Si no estamos
“trastornando” al mundo, lo único que podemos hacer es confesar que el Testigo
fiel y verdadero tiene razón. Somos cuitados y pobres, aunque hemos confiado en
la patética suposición de ser ricos. Hasta que el “ángel” lo reconozca y lo
confiese, no puede darse la voluntad para aplicar los remedios que el Testigo
fiel y verdadero nos propone.
Nuestra “pobreza”
se hace dolorosamente evidente en la erosión de la confianza en la doctrina
distintiva adventista de la purificación del santuario que comenzó en 1844. Verdict Publications publica artículos
como el siguiente:
Influyentes
eruditos adventistas… piensan ahora que la doctrina distintiva adventista del
juicio investigador no se puede demostrar a partir de la Biblia… Otros
profesores… han abandonado completamente su creencia en esa enseñanza [la
doctrina de 1844]. Podemos fácilmente citar a responsables de departamentos de
teología y otros profesores prominentes que han perdido su fe en esa doctrina
distintiva adventista… Esa pérdida de fe en 1844 ha tenido lugar… Hay un
sentimiento generalizado de que nuestra posición sobre 1844 y nuestra
explicación sobre él ha dejado de ser convincente o viable. Un gran porcentaje
de adventistas en Europa consideran ampliamente a 1844 como una aberración peculiarmente
americana (1844 Re-examined, 9-10).
Se citan
numerosos pastores y teólogos en favor de ese cuestionarse las raíces básicas
adventistas.
Sin embargo,
la investigación original de Crosier, Edson y
Hahn al articular el concepto distintivo adventista de la purificación del
santuario era profundamente bíblica. Fue eso lo que estableció nuestra
existencia como pueblo. De no haber sido auténticamente bíblica, los
adventistas no tendríamos ninguna razón teológica válida para existir. Si “el
dragón” que “fue airado contra la mujer” quiere destruirla, ¿podría hacerlo de
una forma más efectiva que atacando su corazón y fundamento?
El virtual
eclipse del mensaje de 1888 por décadas, ha sido uno de los factores
responsables de más peso en la erosión de la confianza adventista en la
doctrina del santuario y 1844. En 1889, Ellen White previó que la oposición al
mensaje manifestada contra Jones y Waggoner acabaría “produciendo apostasía” (Counsels to Writers and Editors, 31). Es
evidente un fenómeno interesante: los que no encuentran razón bíblica para
creer el mensaje de 1844, dejan igualmente de apreciar el mensaje de 1888; y lo
mismo se puede decir a la inversa. El mensaje de 1888 enfocó nítidamente la
doctrina del santuario, y restableció en “los corazones de los creyentes el
poder director” (El evangelismo,
167); y la pérdida de ese mensaje tendió a “[quitar] de los corazones de los
creyentes el poder director”.
7. Remedios divinamente señalados:
oro
(índice)
Nuestro Señor
nos amonesta a que compremos de él “oro afinado en fuego, para que seas hecho
rico” (Apoc 3:18). Sabemos que “el oro afinado en el fuego es la fe que obra
por el amor” (Palabras de vida del gran
Maestro, 123).
Si poseyéramos
ya el “oro”, no se nos urgiría a “comprarlo”. Debemos dejar de jactarnos de poseerlo
ya, de que lo único que nos falta son métodos más eficaces de presentarlo, despliegues
periodísticos más modernos, más dinero para emisiones de radio y televisión o
mejores técnicas de homilética. Nuestra necesidad es de tipo básico. En
relación con el “oro” propiamente dicho, el Testigo fiel y verdadero dice que
nuestro cofre está vacío. Es Cristo quien lo declara.
Es muy
posible que una vez hayamos “comprado” realmente el oro, deje de turbarnos la
búsqueda de métodos para mostrarlo. Quizá Jehová de los ejércitos, que dice “mía
es la plata, y mío el oro” traerá entonces convicción a corazones generosos,
que darán con liberalidad para que el “oro” de su pueblo pueda ser presentado
al mundo cuando ese tiempo llegue.
Es al “ángel”
a quien amonesta el Testigo fiel y verdadero, no a algunos individuos por aquí
y por allá. Es al cuerpo regular de los directivos de iglesia a quien se
dirige. No hay ninguna forma de evadir su amonestación franca. Todos los
intentos por silenciarla resultarán en mayor confusión y décadas de retardo en
la finalización de la obra de Dios. Que el cielo se apiade de nosotros si
protestamos contra el Señor e insistimos en decir o sentir: ‘¡Yo siempre he
comprendido y enseñado el evangelio con poder! Yo sé que lo comprendo. ¡Eso no puede referirse a mí! ¡Has bendecido tan maravillosamente mi obra! “Delante de ti hemos comido y
bebido, y en nuestras plazas enseñaste”; “¿no profetizamos en tu nombre, y en
tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?”’
(Luc 13:26; Mat 7:22).
En esta hora
de inmensa oportunidad escatológica, nuestro Señor dice al tibio “ángel”: “Estoy
por vomitarte de mi boca” (mello se
emesai) (Apoc 3:16). Esa advertencia es paralela a la que Cristo hace
a quienes dirán: “Señor, Señor, ábrenos… Os digo que no os conozco de donde
seáis; apartaos de mí todos los obreros de iniquidad. Allí será el llanto y el
crujir de dientes” (Luc 13:25-28). El término “iniquidad” suena espantoso. Lo
aplicamos instintivamente a nuestros vecinos incrédulos. Pero necesitamos
comprender que una experiencia perfectamente aceptable en otra época anterior a
la purificación de santuario, se convierte hoy en vomitiva “tibieza”. Una
devoción mesurada, aceptable mientras el Sumo Sacerdote ministraba en el lugar
santo, resulta ser “iniquidad” cuando se la pesa ante la incomparablemente
superior perspectiva de consagración apropiada al ministerio de Cristo en el
lugar santísimo (Lev 23:27-32).
Ningún pecado
puede producir a nuestro Sumo Sacerdote más nauseas que ese. Sin embargo, no se
trata de “obras” de lo que está hablando. Nuestra carencia de “oro” no consiste
en un déficit en desarrollar una actividad más febril. En eso somos ya “ricos”.
Se trata de fe. Es fe pura y verdadera lo que necesitamos “comprar”.
¿Por qué “comprar”?
¿Por qué no dice: ‘Pídemela y te la daré’?
¿Será quizá porque necesitamos renunciar a nuestros falsos conceptos sobre la
fe, y aceptar el verdadero? El mensaje a Laodicea señala que estamos en
posesión de cierta clase de alijo que es preciso cambiar por “oro” del
almacén celestial, de igual forma en que dejamos algo (dinero) a cambio de un
objeto, cuando queremos comprarlo. Es muy significativo el consejo de que “compremos”.
Obsérvese en qué consiste nuestra “riqueza”:
Porque tú dices: Yo soy rico, y estoy enriquecido… (Apoc 3:17)
¡Qué
mayor engaño puede penetrar en las mentes humanas que la confianza de que en
ellos todo está bien, cuando todo anda mal! El mensaje del Testigo fiel
encuentra al pueblo de Dios sumido en un triste engaño, aunque crea
sinceramente dicho engaño. No sabe que su condición es deplorable a la vista de
Dios. Aunque aquellos a quienes se dirige el mensaje del Testigo fiel se
lisonjean de que se encuentran en una exaltada condición espiritual… se sienten
seguros por causa de sus progresos y se creen ricos en conocimiento espiritual (Joyas de los Testimonios vol. 1, 327-328, original sin cursivas).
El “precio”,
aquello a lo que debemos renunciar, es el “engaño”, el falso “conocimiento
espiritual”. Dicho de otro modo: a fin de poder efectuar la “compra” del “oro”
hemos de renunciar a nuestros conceptos erróneos o ideas equivocadas. Veamos
una vez más cuál es la definición inspirada del “oro” que necesitamos:
Para que la prueba de vuestra fe, mucho
más preciosa que el oro, el cual perece, bien que sea probado con fuego, sea
hallada en alabanza, gloria y honra, cuando Jesucristo fuere manifestado
(1 Ped 1:7).
El
oro afinado en el fuego es la fe que obra por el amor. Sólo esto puede ponernos
en armonía con Dios. Podemos ser activos, podemos hacer mucha obra; pero sin
amor, un amor tal como el que moraba en
el corazón de Cristo, nunca podremos ser contados en la familia del cielo (Palabras de vida del gran Maestro, 123,
original sin cursivas).
El
oro probado en el fuego que se recomienda aquí es la fe y el amor. Enriquece el
corazón, porque se lo ha refinado hasta su máxima pureza, y cuanto más se lo
somete a prueba, tanto más resplandece (Joyas
de los Testimonios vol. 1, 479).
Durante
décadas hemos estado hablando de “fe y amor”. ¿No los tenemos todavía? ¿Qué
significa lo anterior? ¿Pudiéramos estar pretendiendo disimular la carencia
mediante un barniz de tópicos piadosos? Quizá el Señor esté intentando hacernos
ver que no comprendemos realmente lo que es el amor, y por lo tanto, no podemos
tener verdadera fe. ¿Es posible que “el ángel” de la Iglesia esté destituido de
“un amor tal como el que moraba en el corazón de Cristo”?
Sí. Así es,
según las palabras del Testigo fiel y verdadero. Es cierto que cuesta creerlo,
pero examinemos más de cerca el asunto. Hay dos nociones opuestas sobre el “amor”.
Una proviene del helenismo: es el tipo de “amor” sobre el que está basado el
cristianismo evangélico popular. La otra es totalmente distinta, y es el tipo
de amor que sólo puede tener su origen en el ministerio del verdadero Sumo
Sacerdote, en su obra de purificación del santuario celestial (Primeros Escritos, 55-56).
La
amonestación de nuestro Señor resulta desconcertante e incomprensible cuando
ignoramos lo que es realmente el amor. ‘¿Por qué dice “amor”, si ese es
precisamente mi punto fuerte? Sé positivamente que quiero a mis seres amados y
a mis hermanos. ¿Qué más me falta?’ Los corazones pagados de sí mismos no
sentirán la necesidad, y posiblemente sean incapaces de despertar en esta hora
tardía en la que vivimos. Pero muchos sienten verdaderamente una gran necesidad
y reconocerán inmediatamente el “oro”, al serles mostrado.
Recuérdese
esto en su contexto amplio: la pluma inspirada dice que el “oro” “es la fe que
obra por el amor”. Por lo tanto, a fin de comprender lo que quiere decir el
Testigo fiel y verdadero con sus palabras “te amonesto que de mí compres oro
afinado en fuego”, debemos primero examinar en qué consiste el “amor”. Sólo
entonces estaremos en condiciones de comprender en qué consiste la “fe” (que
surge como respuesta al amor).
Es el mismo
Cristo quien aclara cuál es la fe neotestamentaria, y resulta ser diferente del
concepto popular. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito para que todo aquel que en él cree…” (Juan 3:16). Obsérvese: (1)
Lo primero es el amor de Dios: el creer no puede darse hasta
haberse producido la revelación de ese amor. (2) Como resultado de su amor y su dádiva para el pecador, se hace posible creer (“creer” y “tener fe” son la misma expresión griega). Así, la
fe es una experiencia del corazón, una “obra hecha de corazón” según frase de Ellen
White, y es imposible que exista antes de que el amor de Dios sea
verdaderamente comprendido y apreciado.
Préstese
atención esmerada a un punto vital: “creer” no viene motivado por un miedo a
perderse ni por la expectativa de la recompensa de la vida eterna. La cláusula
primaria de la declaración de Jesús es: “Porque de tal manera amó Dios”. Las dos secundarias son: “ha dado a su Hijo unigénito” y “para que
todo aquel que en él cree”. Creer es
un resultado directo del amor. Y fue Cristo mismo quien pronunció las palabras
de Juan 3:16.
Así, en el
Nuevo Testamento emerge una clara definición de la “fe”: La fe es una respuesta del corazón, una apreciación de corazón ante el
amor de Dios revelado en la cruz. Vuélvase a leer Romanos y Gálatas,
teniendo in mente esta definición de
la fe de Juan 3:16, y Pablo revivirá ante nuestros ojos con asombroso
realismo.
El salvarse
de perecer y la recompensa de la vida eterna son solamente productos
–resultados– de la genuina fe que el Nuevo Testamento manifiesta. Las
motivaciones gemelas de temor al infierno
y esperanza de recompensa, no son
aspectos válidos de la fe en sí misma.
Esa definición
neotestamentaria de la fe deja perplejos a algunos. Se sienten inclinados a
aceptar la idea de que Ellen White de alguna manera hubiese modificado la
definición de Cristo y de Pablo sobre la fe, en el sentido de referirla a un
acto adquisitivo del alma centrado en el yo, como enseñan las iglesias
populares. En sus escritos, piensan, la fe significa “confianza”, y tal “confianza”
presupone un estado anterior de inseguridad egocéntrica. Es cierto que leemos a
menudo la afirmación de que la fe es confianza. De hecho, hay un sinnúmero de
definiciones de la fe, tal como podemos comprobar en el Índice, ante las 700 entradas relativas a “fe”. Con toda
probabilidad, incluso hasta en los días de Pablo había diferentes matices de
significado.
Pero Ellen
White de ninguna forma derribó el gran concepto paulino de la fe. Cuando el
apóstol presentó su elevada enseñanza sobre la “justicia por la fe”, la palabra
“fe” adquirió una dimensión y significado explícito y dinámico que no era
posible antes de la cruz, o al menos, que no podía ser claramente apercibido
hasta entonces. Ni siquiera Nicodemo, que oyó de los labios de Jesús las
palabras contenidas en Juan 3:16, pudo comprenderlas hasta la cruz. El
griego helenístico no está en disposición de dar una definición clara de la fe.
Lo mismo cabe
decir de la palabra “amor”. Nadie conoció realmente en qué consiste el amor,
hasta la cruz. La vida y muerte de Jesús invistió al oscuro término griego (agape) de un significado con el que
nunca antes hubiera soñado. Y entonces esas dos palabras, agape, y la respuesta humana al mismo: fe, “alborotaron el mundo”
antiguo (Hechos 17:6). La enseñanza de Ellen White está en completa armonía con
la fe revelada en el Nuevo Testamento.
No
comprendemos a Pablo, ni tampoco a Ellen White, hasta que no reconozcamos que
la fe que trae la justicia es algo inconmensurablemente mayor que la idea
egocéntrica que habíamos podido suponer previamente. Entre las 700 entradas del
Índice sobre la fe, hay una
definición que es el común denominador de todas ellas. Es significativo que
coincide con la definición de Pablo (en Gál 5:6): “La fe genuina siempre obra
por el amor” (Ellen White, Comentario Bíblico
Adventista vol. 6, 1111; Índice,
vol. 1, 968). Obsérvese cómo Ellen White apoya claramente la
definición de la fe dada por Pablo:
Josué
deseaba lograr que sirvieran a Dios, no a la fuerza, sino voluntariamente. El
amor a Dios es el fundamento mismo de la religión. De nada valdría dedicarse a
su servicio meramente por la esperanza del galardón o por el temor al castigo.
Una franca apostasía no ofendería más a Dios que la hipocresía y un culto de
mero formalismo (Patriarcas y Profetas,
561).
No
es el temor al castigo, o la esperanza de la recompensa
eterna, lo que induce a los discípulos de Cristo a seguirle. Contemplan el amor
incomparable del Salvador, revelado en su peregrinación en la tierra, desde el
pesebre de Belén hasta la cruz del Calvario, y la visión del Salvador atrae,
enternece y subyuga el alma. El amor se despierta en el corazón de los que lo
contemplan. Ellos oyen su voz, y le siguen (El Deseado de todas las gentes, 446). 1
Hay
quienes profesan servir a Dios a la vez que confían en sus propios esfuerzos
para obedecer su ley, desarrollar un carácter recto y asegurarse la salvación.
Sus corazones no son movidos por algún sentimiento profundo del amor de Cristo,
sino que procuran cumplir los deberes de la vida cristiana como algo que Dios
les exige para ganar el cielo. Una religión tal no tiene valor alguno (El Camino a Cristo, 44-45).
El contexto
de la última declaración es especialmente significativo. Con toda la fuerza que
pueden tener las palabras, Ellen White nos señala continuamente la cruz y la
revelación del amor de Dios que tuvo allí lugar. Esa es la verdadera motivación
para servir al Señor, añade. Y hablando de esa motivación, afirma:
¡Contemplemos
el sacrificio asombroso que fue hecho para nuestro beneficio! Procuremos
apreciar el trabajo y la energía que el Cielo consagra a rescatar al perdido y
hacerlo volver a la casa de su Padre. Jamás podrían haberse puesto en acción
motivos más fuertes y energías más poderosas… Entremos en perfecta relación con
Aquel que nos amó con amor asombroso (El
Camino a Cristo, 21-22).
Es cierto que
la mensajera del Señor también expone otros “incentivos y estímulos poderosos
que nos instan a dedicar a nuestro Creador y Salvador el amante servicio de
nuestro corazón”, que de forma superficial aparentan apoyar una visión de la fe
centrada en el yo. Eso ha causado perplejidad. ¿Se contradice acaso a sí misma?
¿Se espera que permanezcamos en una especie de limbo sobre el tema, y que
cuando leemos sobre el amor de Dios revelado en la cruz tendamos a minimizarlo
como una motivación de poco valor?
He aquí
cuatro posibles explicaciones a esa aparente contradicción:
Cuando
nuestro Señor dice: “¡Ojalá fueses frío, o caliente!”, no debemos concluir que
es su deseo que seamos miembros “calientes”, o bien que estemos totalmente
fuera de la iglesia. Quizá sea así, pero puede que su anhelo consista en que
seamos, o bien miembros “calientes”, o bien miembros “fríos” que sientan
verdaderamente su necesidad de recalentamiento. Las motivaciones centradas en
el yo, frecuentes en algunas campañas evangelísticas, pueden en verdad
incrementar nuestra membresía, pero solamente podemos vencer nuestra tibieza
cuando es “el amor de Cristo” el que “nos constriñe”.
Antes de
examinar más detenidamente en qué consiste el amor presentado en el Nuevo
Testamento, consideremos una declaración más de Ellen White que es
extraordinariamente clara y significativa respecto a la fe comprendida como una
apreciación profunda de la expiación:
La
preciosa sangre de Jesús es el manantial provisto para purificar el alma de la
contaminación del pecado. Cuando determináis aceptarlo como vuestro amigo, de
la cruz de Cristo brillará una luz nueva y duradera. Un verdadero sentido del
sacrificio e intercesión del amado Salvador quebrantará el corazón endurecido
por el pecado, y el amor, agradecimiento y humildad tomarán posesión del alma.
La entrega del corazón a Jesús convierte al rebelde en un penitente, y entonces
el lenguaje del alma obediente es: “Las cosas viejas pasaron; he aquí todas son
hechas nuevas”. Esa es la verdadera religión de la Biblia. Cualquier cosa menor
que eso, es un engaño (Testimonies
vol. 4, 625).
En el texto
precedente no aparecen los términos “fe” ni “justicia”, sin embargo la
experiencia descrita corresponde ciertamente a esta última. Si es sólo por la
fe como se obtiene la justicia, es evidente que la verdadera fe debe ser el
medio por el que se efectúa el gran cambio.
Volviendo al
tema del “oro” que se nos amonesta a comprar, hemos de descubrir en qué
consiste el amor expresado en el Nuevo Testamento. A menos que lo comprendamos
y apreciemos, no podremos tampoco comprender en qué consiste la fe.
Podemos
resumir muy brevemente los contrastes entre el amor de Dios (agape) y la emoción humana conocida por
todos, que identificamos con la misma palabra:
<div align="center">
La noción habitual de amor |
El AMOR de Dios (agape) |
Siempre
dependiente de la belleza o bondad del objeto a amar. Ama “lo suyo” o “los
suyos”: la familia, o aquellos que nos hacen bien. |
Ama a quienes son defectuosos o
indignos. “Dios encarece su caridad para con nosotros, porque siendo aún
pecadores [enemigos], Cristo murió por nosotros” (Rom 5:8 y 10). |
Descansa en un sentido de
necesidad, como los miembros de una pareja se aman porque se necesitan, o los
niños a sus padres por idéntica razón. |
Dios, que posee las riquezas
infinitas, ama a partir de su bondad solamente. “Jesucristo, que por amor de
vosotros se hizo pobre, siendo rico” (2 Cor 8:9). |
Depende
del valor del objeto amado. |
Crea
valor en el objeto amado (Isa 13:21). |
El hombre a la búsqueda de Dios.
Todas las religiones falsas se basan en esa noción de un Dios huidizo, que se
oculta. La salvación depende entonces de la iniciativa humana. |
No el hombre buscando a Dios,
sino Dios buscando al hombre. “El Hijo del hombre vino a buscar y a salvar…”
(Luc 19:10). La salvación depende entonces de la iniciativa de Dios, no
de la nuestra. |
Aspira siempre a subir más alto.
Es la motivación constante del hombre pecador (constatable incluso en la
iglesia, y en dirigentes ministeriales). |
Dispuesto a rebajarse. La más
pura revelación del agape, descrita
en Fil 2:5-8. Cristo estaba en la posición más exaltada, pero descendió
hasta la más baja: “Hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. |
Básicamente es amor a sí. Los
dirigentes evangélicos modernos recalcan insistentemente la necesidad
primaria de amarse a uno mismo. Se confunde el amor a uno mismo con el sano
concepto de respeto propio, basado en la apreciación del sacrificio de Cristo
en nuestro favor. Dimensión máxima del amor a uno mismo en el punto
siguiente: |
Máxima expresión de negarse a sí
mismo (pero eso no significa ascetismo monástico ni negación egoísta de uno
mismo, realizada con el fin de obtener una mejor recompensa en el futuro. Eso
sería mero oportunismo religioso). “No busca lo suyo”; busca genuinamente el
bien de los demás. Su dimensión máxima expresada en el punto siguiente: |
Desea la inmortalidad como
recompensa celestial. Todas las religiones, cristianas o no cristianas,
apelan a esa motivación básica egocéntrica. Ha sido la motivación
predominante en mucho evangelismo adventista. Es responsable de la tibieza
egocéntrica. |
Dispuesto a sacrificar incluso
la vida eterna. Demostración suprema provista por Cristo en la cruz, donde
murió el equivalente a la “muerte segunda” de la que nos libra a nosotros.
Moisés y Pablo constituyen ejemplos de pecadores redimidos que conocieron un agape tal (Éxodo 32:32;
Rom 9:1-3). |
</div>
(Adaptado de Anders Nygren, Agape
and Eros, 210).
Esos
contrastes explican por qué Juan dio vida a la sublime ecuación: “Dios es agape”. Y “el que no ama [con agape] no conoce a Dios”, pero “cualquiera
que ama [con agape], es nacido de
Dios… en esto es perfecto el agape
con nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio… en agape no hay temor; mas el perfecto agape echa fuera el temor… el que teme,
no está perfecto en el agape”.
¡Ninguna fuente humana puede inventar u originar un amor tal! “Nosotros le
amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:7-19).
Esa fue la
idea que revolucionó el mundo antiguo en los días de los apóstoles (Hechos 17:6).
Lo revolucionará de nuevo cuando la iglesia remanente comprenda “con todos los
santos cuál sea la anchura y la longitud y la profundidad y la altura y conocer
el agape de Cristo, que excede a todo
conocimiento” (Efe 3:17-19). Sin un agape
tal, nuestras “lenguas humanas y angélicas” son “como metal que resuena o
címbalo que retiñe”; toda nuestra “profecía”, “ciencia” y “fe… que traspase los
montes”, es nada. Tan terrible es el engaño al que nos abocamos, que somos
capaces de “repartir toda [nuestra] hacienda para dar de comer a pobres, [y
entregar nuestro cuerpo] para ser quemado” y no obstante carecer de la
verdadera motivación del agape
(1 Cor 13:1-3). Incidentalmente, ¡ese es el problema de la tibieza
laodicense! Podría continuar en esa situación por miles de años más, sin que la
obra de Dios se completara.
Mientras que
todas las religiones no cristianas -y también el cristianismo apóstata- apelan
a la inseguridad egocéntrica del hombre, los apóstoles presentaron un evangelio
con una apelación radicalmente distinta. Pablo, por ejemplo, no comenzó su
predicación con una presentación de la necesidad del hombre, sino de lo
realizado por Dios. “Cuando fui a vosotros… no me propuse saber algo entre
vosotros, sino a Jesucristo, y a este crucificado” (1 Cor 2:1-2). “Primeramente
os he enseñado lo que asimismo recibí: que Cristo fue muerto por nuestros
pecados” (1 Cor 15:3). El resultado fue el desarrollo de una
verdadera fe en los corazones de los oyentes. Un ejemplo que menciona Pablo es
el de los propios Gálatas, cuyo resultado es descrito como “el oír de la fe”
(Gál 3:1-2), una verdadera apreciación sincera de la excelsa cruz donde
murió el Príncipe de gloria. Una tal respuesta del corazón es en lo que
consiste el genuino artículo de la “fe” que obra en la “justificación por la fe”
según la claridad del Nuevo Testamento (que constituye el mensaje del tercer
ángel en verdad).
Es por eso
que la justificación por la fe “se manifiesta en la obediencia a todos los
mandamientos de Dios” (Testimonios para
los ministros, 92), incluyendo la gozosa aceptación de la verdad del
sábado. “El amor es el cumplimiento de la ley” (Rom 13:10).
La motivación
verdaderamente cristocéntrica para el servicio y la obediencia encuentra
refrescante demostración en los llamamientos de los mensajeros de 1888, en
contraste con su virtual desaparición en nuestros días (gracias a Dios,
comienza nuevamente a reaparecer). A.T. Jones dijo:
Oí
a alguien que se expresaba en términos parecidos a estos, en relación con la
obra misionera: ‘¡Oh, debo aplicarme más a la obra! de lo contrario no tendré
estrellas en mi corona. Debo hacer más, o algún otro tendrá más estrellas que
yo’. ¡Bonito motivo! ¿Qué os parece? Aquel que obra para tener estrellas en su
corona, para poder tener más estrellas que otros, no tendrá jamás una sola
estrella. Ese no es el motivo correcto; ningún motivo que no sea el amor por
Cristo es el correcto.
Meditad
en ello, hermanos: si finalmente tengo el inmenso gozo de alcanzar tan bendito
lugar y el Salvador me coloca una corona, ¿pensáis, hermanos, que podré estar
en su presencia llevando la corona?… ¿Creéis que podré mantenerme ante mi Señor
contemplando las cicatrices de los clavos en sus manos, y ver las señales de
las espinas que se clavaron en su amoroso rostro, creéis que podría… recibir de
esas manos una corona para serme puesta en la cabeza? ¡No, no! Querré postrarme
de rodillas ante él y colocarla en su cabeza, porque suyo es el poder y la
gloria. Que sea suyo el gozo eterno, y que yo pueda ver su gloria, y estaré
satisfecho.
He
pensado muy poco en mi corona; pero he pensado que si puedo añadir un destello
de gloria a su rostro, un rayo de gozo a la faz que las espinas atravesaron, si
puedo sumar una alegría a ese rostro… entonces mi gozo será completo…
Permitamos que el amor de Cristo nos constriña.
Hermanos,
si mantenemos nuestras mentes fijas en Cristo, no nos turbará la idea de las
estrellas de nuestra corona, porque nuestra salvación será segura y nuestro
gozo completo. Dios quiere que obremos, y ciertamente que lo hagamos a partir
de ese motivo del amor (Sermón, 24
septiembre 1888, Oakland, California; RG11 (Presidential) Documents, 1863-1901,
Manuscripts & Typescripts folder,
General Conference Archives).
Hoy es para
nosotros doloroso constatar el marcado contraste entre la motivación presente
en ese llamamiento, y la que es extremadamente popular en nuestros días.
Cantamos: ‘Yo espero la victoria, de la muerte al fin triunfar, recibir la
eterna gloria y mis sienes coronar’. También: ‘Algún día en vez de una cruz, mi
corona Jesús me dará’. Muchos himnos y canciones evangélicas están tan lejos de
la religión del Nuevo Testamento como lo está la teología agustiniana, que
proporcionó la base para la noción medieval de la piedad. Algunos conceptos
expresados en nuestros himnos ilustran la decadencia del agape, que se instaló en la iglesia tempranamente, sin haber sido
jamás debidamente restaurada.
Muchos años
antes de que el sábado verdadero se sustituyera por el domingo, nuestro Señor
reprendió así “al ángel de la iglesia en Éfeso”: “Tengo contra ti que has
dejado tu primer amor (agape)”
(Apoc 2:4). Hemos asumido de forma superficial que eso se refiere a una
suerte de enfriamiento romántico, interpretando el “primer amor” en términos de
una experiencia emocional. Pero el Señor no está aquí tratando un problema de
sentimentalismo.
Si Satanás
odia algún concepto del Nuevo Testamento por encima de cualquier otro, es el
del agape, la antítesis misma de su
razón de ser. Siendo precisamente ese el concepto que destruye efectivamente su
cometido egocéntrico, el agape vino a
ser su principal diana de ataque en la iglesia primitiva. Los escritos de “los padres”
documentan la veracidad del reproche del Señor “al ángel de la iglesia en Éfeso”.
Las ideas paganas fueron introduciéndose en la iglesia primitiva de la misma
forma en que las termitas excavan sus galerías silenciosamente desde la
profundidad. Primeramente fue la idea del amor centrado en el yo (eros), a modo de alternativa al agape neotestamentario, con el fin de
reemplazar la verdadera motivación cristocéntrica por otra egocéntrica. El
cambio del sábado por el domingo no habría nunca podido tener lugar entre los
cristianos primitivos, a no ser en un terreno previamente abonado por la
adulteración del verdadero concepto del amor.
La teología
católica, dice Nygren, está basada en una fusión de las dos ideas (op. cit.). Agustín fue el “padre”
teológico de eso, junto con sus ideas sobre el determinismo, predestinación y
pecado original. A su nueva idea del amor, la llamó (en latín) caritas, término del que deriva nuestra
palabra “caridad”, y que causa confusión en la mayoría de las traducciones
católicas de la Biblia (en la Reina Valera está presente hasta la revisión de
1960), habiéndose traducido como “caridad” lo que en el original es agape. Esa idea medieval virtualmente
eclipsó la gracia de Dios.
Por un tiempo
Lutero intentó deshacer esa síntesis para restaurar nuevamente el agape. Pero tras su muerte, sus
seguidores volvieron al concepto adulterado, debido a que fueron incapaces de
repudiar la doctrina de la inmortalidad natural del alma. La práctica totalidad
de las iglesias, sin apenas excepción, han heredado del romanismo medieval esa
idea confusa sobre el amor junto con la observancia del domingo y la falsa
creencia de la inmortalidad natural del alma. Algunos de sus dirigentes pueden
estar clamando de forma casi patética por recuperar las verdades puras del
Nuevo Testamento, sin haber encontrado hasta ahora el camino.
Allá donde se
encuentre la idea de la inmortalidad natural del alma, podemos estar seguros de
encontrar el ego como el concepto
dominante del amor. Es tan diferente del concepto de amor del Nuevo Testamento,
como el sábado lo es del domingo; sin embargo es igualmente una falsificación
sabiamente diseñada. La doctrina de la inmortalidad natural del alma es como
una bandera que nos advierte: allí no será posible encontrar una comprensión
verdadera del evangelio eterno de la justificación por la fe, porque allí no
puede existir una verdadera idea de lo que es la fe del Nuevo Testamento.
Ciertamente, no la que armoniza con la verdad de la purificación del santuario.
Esa es una de
las razones por la que Ellen White advirtió contra los peligros de ese falso
pero sutil error. El espiritismo es a la postre una falsa justificación por la
fe:
Los
predicadores populares no pueden resistir con éxito al espiritismo. No tienen
nada con que proteger su rebaño de su influencia nefasta… la inmortalidad del
alma… es el fundamento del espiritismo (Joyas
de los Testimonios vol. 1, 120).
Merced
a los dos errores capitales, el de la inmortalidad del alma y el de la santidad
del domingo, Satanás prenderá a los hombres en sus redes. Mientras aquel forma
la base del espiritismo, este crea un lazo de simpatía con Roma…
En
la medida en que el espiritismo imita más de cerca al cristianismo nominal de
nuestros días, tiene también mayor poder para engañar y seducir. De acuerdo con
el pensar moderno, Satanás mismo se ha convertido. Se manifestará bajo la forma
de un ángel de luz… los protestantes, que han arrojado de sí el escudo de la
verdad, serán igualmente seducidos. Los papistas, los protestantes y los
mundanos aceptarán igualmente la forma de piedad sin el poder de ella (El conflicto de los siglos, 645-646).
La
sencillez de la verdadera piedad ha sido sepultada bajo la tradición… La
doctrina de la inmortalidad del alma es un error con el que el enemigo está
engañando a los hombres. Este error es casi universal…
Esta
es una de las mentiras forjadas en la sinagoga del enemigo, y es una de las
corrientes envenenadas de Babilonia (El
evangelismo, 183).
¿Por qué es
imposible que el verdadero amor del Nuevo Testamento coexista junto a “las
corrientes envenenadas de Babilonia”? ¿Por qué no puede Babilonia ver la cruz,
comprender el agape ni experimentar
la genuina fe neotestamentaria? ¿Por qué no puede proclamar el auténtico
evangelio?
Necesariamente
ligada a la idea de la inmortalidad natural del alma, está la noción de que
Cristo no hizo un sacrificio infinito cuando murió en la cruz. Según ellos, el
buen ladrón dijo: ‘Hoy recibiremos una gran recompensa’. “De cierto te digo,
que hoy estarás conmigo en el paraíso”
(Luc 23:43). Es decir: ¡se supone que ambos fueron en ese día al paraíso!
Según eso, durante toda su penosa experiencia, el Señor se mantuvo por la
esperanza de la recompensa, y fue consolado por la seguridad de que en realidad
no moriría verdaderamente. Su sacrificio consistió entonces en mera agonía
física y vergüenza humana de naturaleza temporal. ¡Moisés estuvo dispuesto a un
sacrificio aún mayor que ese en favor del pueblo de Israel, cuando pidió que su
nombre se borrase del libro de la vida si el pueblo no podía ser perdonado! (Éxodo
32:32). En esa visión popular, la naturaleza altruista, que se vacía de uno
mismo (“se anonadó”), propia del agape
o amor de Cristo, viene a resultar eliminada de un plumazo. Habría sido
motivado por una preocupación meramente egocéntrica, o en todo caso la
esperanza de recompensa figuraba profundamente entremezclada con su amor.
En contraste,
la verdadera enseñanza bíblica es que el sacrificio de Cristo fue
auténticamente eterno e infinito. No murieron simplemente sus “restos mortales”
(su cuerpo), sino que él mismo murió el equivalente a la “segunda muerte”, una
muerte sin esperanza de resurrección. Siendo él el infinito Hijo de Dios, un
sacrificio tal es la medida del amor infinito, que va más allá de nuestra
capacidad para apreciarlo plenamente. Si bien fue sostenido por la brillante
seguridad del favor de su Padre hasta el momento en que las tinieblas rodearon
pesadamente el Calvario, entonces se cernió sobre su alma el horror de
tinieblas igualmente densas, que le hicieron exclamar: “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has desamparado?” El rostro del Padre se le ocultó totalmente. La
plena carga de nuestra culpa pesaba sobre él. Entonces perdió de vista la
resurrección y la recompensa futura:
El
Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba. La esperanza no le
presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni le hablaba de la aceptación
de su sacrificio por el Padre. Temía que el pecado fuese tan ofensivo para Dios
que su separación resultase eterna. Sintió la angustia que el pecador sentirá
cuando la misericordia no interceda más por la raza culpable (El Deseado de todas las gentes, 701).
Es esa
dimensión infinita del amor de Cristo la que se ha eclipsado mediante la
doctrina pagano-papal de la inmortalidad natural del alma. Ninguna iglesia que
se adhiera a ese concepto puede apreciar adecuadamente la cruz, ni predicar en
el poder que emana de ella. Esa doctrina falsa hace imposible que “el amor (agape) de Cristo” nos constriña
verdaderamente, ya que queda ausente el realismo de su demostración. Y estando
el agape adulterado de ese modo,
también la fe queda distorsionada. Entonces es inevitable que la justificación
quede empequeñecida con respecto a su verdadera dimensión. No puede producir
otra cosa que desobediencia a la ley, seguir pecando, egocentrismo y tibieza,
todo ello bajo el disfraz de “salvación por la fe”.
Cuando Juan declara
que “el amor (agape) es de Dios”
(1 Juan 4:7), significa que no puede proceder de otra fuente. “En
esto consiste el amor (agape): no que
nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó a nosotros y ha enviado a su
Hijo en propiciación por nuestros pecados” (vers. 10). Pero podemos
señalar cinco maneras en las que esa “propiciación” es virtualmente negada -o
al menos oscurecida- por esa falsa y popular doctrina. El resultado es la
perplejidad e inconsistencia: (1) El Padre no dio realmente a su Hijo, sino que solamente lo prestó; (2) Su amor estaba condicionado por una anticipación
egocéntrica de recompensa; (3) No hizo realmente un sacrificio más allá del que
se han visto obligados a hacer muchos mártires: un sufrimiento físico
equivalente, pero con la ventaja de ser sostenido por una esperanza mayor que
la que anima a muchos seres humanos en el momento de su muerte; (4) No murió
realmente, sino que entró inmediatamente en una esfera superior de existencia
consciente en el paraíso; (5) En el mejor de los casos, el “amor que hubo en el
corazón de Cristo”, entendido de esa manera, era una síntesis de agape y eros, idéntica a la caritas
de San Agustín, base del romanismo medieval.
De esa forma
se priva a la cruz de su auténtica gloria, y queda anulado el amor que presenta
el Nuevo Testamento. Desaparece automáticamente el verdadero contenido de la
fe, viniendo a resultar una fe “muerta”: aquella contra la que Santiago nos
previene. No puede producir verdadera obediencia. El temor o la preocupación
por la seguridad personal subyacen como motivación dominante para el alma
humana. La cruz no puede ejercer su verdadero poder de atracción, porque queda
envuelta en misteriosa confusión similar al de la cima de una montaña oculta
por las nubes. No es de extrañar la preocupación de Cristo en el proceso de
fundación de la iglesia primitiva, que terminó en la gran apostasía: “Has
dejado tu primer amor”. Hasta que el protestantismo comprenda y acepte la
verdad de la naturaleza del hombre a la luz de la cruz, continuará siendo
incapaz de aceptar la cruz o el sábado verdadero, así como otras “verdades
probatorias” del mensaje del tercer ángel.
Sabemos que
el cuerpo ministerial de las iglesias populares es sincero, ferviente y devoto.
Pero en su conjunto no tiene una apreciación justa de “la anchura y la
longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo”, ese amor “que supera
a todo conocimiento” (Efe 3:18-19). Sus falsas doctrinas ocultan de ellos
el amor. Su concepto del amor está mucho más próximo al de la noción católica
que al del Nuevo Testamento. En sus más elevados planteamientos no pueden
ocultar su motivación egocéntrica. Es fácil darse cuenta de ello.
Ahora, la
cuestión crucial es: ¿tenemos los
adventistas, en general, la misma idea básica acerca del amor que la sostenida
por las iglesias populares? Más específicamente: ¿tenemos la misma idea sobre
“la justificación por la fe” que la de las iglesias populares, idea derivada de
su creencia en la inmortalidad del alma? De acuerdo con el Testigo fiel y
verdadero de Apocalipsis 3, el “ángel de la iglesia de Laodicea” tiene un
problema a este respecto, pero en total sinceridad “no conoce…” su verdadera
condición. ¿Seremos capaces de mirar hacia el pasado con objetividad?
Si el “ángel
de la iglesia” no hubiera sido “pobre” en fe y amor genuinamente bíblicos, ¿por
qué habría tenido que tomar repetidamente prestada la “justificación por la fe”
de las iglesias populares que contienen “las corrientes envenenadas de
Babilonia”? Observemos unos pocos ejemplos reveladores. No es posible todavía
explicar toda la historia:
1. A causa de
no apreciar debidamente el mensaje de 1888, en la década que siguió hubo una
tendencia a confundir los conceptos del escrito cuáquero The Christian’s Secret of a happy Life (El secreto cristiano de una
vida feliz), de Hannah Whitall Smith, con la verdadera justificación por la fe
(ver General Conference Bulletin,
1893, 358-359). A su vez, Smith tomó prestadas sus ideas de Fénelon, un
católico romano místico de la corte de Luis XIV, que pasó toda su vida
procurando enérgicamente la conversión de protestantes a Roma (El conflicto de los siglos, 315; Britannica, 1968, vol. 9, 169).
Hasta el día de hoy, las ideas de Smith (y por lo tanto de Fénelon) son tenidas
por muchos como auténtica justificación por la fe. Es el resultado natural de
la sincera ignorancia del verdadero contraste entre el romanismo y el concepto
de la fe en el Nuevo Testamento.
A través de
las décadas ha habido ejemplos notables de esa confusión referente a los
conceptos católico-romanos de la piedad y de “la vida interior”. Está bien
visto, y es un signo de refinamiento, el aprecio por las enseñanzas de Pascal y
Fénelon. Y verdaderamente sus obras contienen brillantes gemas de belleza
filosófica. Debido a no haber comprendido la importancia del agape, se urgió a estudiar la “renuncia
del yo” de Fénelon, como si fuera virtualmente el mismo concepto que Ellen
White presentó en sus escritos. Pareció ir seguido de un reavivamiento
fascinante del fervor espiritual. No es de extrañar que muchos jóvenes hayan
caído cándidamente en la confusión.
Esa mezcla de
lo verdadero y lo falso constituye esencialmente el mismo proceso que llevó a
la mezcla agustiniana de agape y amor
helenístico, que constituyó el fundamento del romanismo medieval. El problema
fue, y es, la falta de discernimiento. ¿Cómo habría podido producirse tal
confusión, de haberse comprendido claramente el mensaje que el Señor dio a su
pueblo en 1888? Es una falacia asumir que los conceptos falsos se purifican al
ser entremezclados con citas del Espíritu de Profecía, como si pudiese contrarrestarse
el arsénico mezclándolo con harina nutritiva.
En esa misma
década de 1890 hubo una tendencia a confundir los conceptos romanos de la “justificación
por la fe” con el mensaje de 1888. Fue igualmente debido a dejar de apreciar el
mensaje que el Señor nos envió. Así, la incertidumbre
con respecto al mensaje de 1888 3 preparó el
camino para una sucesión de peregrinajes del pensar adventista hacia teólogos
no adventistas, en busca de ayuda para la comprensión y proclamación de la “justificación
por la fe”:
Yo
mismo he visto a algunos de los hermanos, después del encuentro de Minneapolis,
decir ‘Amén’ a predicaciones, a declaraciones, que eran flagrantemente paganas,
sin ser conscientes de estar confundiéndolas con la justicia de Cristo. Algunos
de aquellos que tan abiertamente se manifestaron en contra en aquella ocasión,
y que votaron a mano alzada en contra… a partir de entonces les he visto decir
‘Amén’ a declaraciones que eran tan clara y decididamente papales, que la misma
iglesia papal las podría pronunciar (A.T. Jones, General Conference Bulletin, 1893, 244).
A
fin de que podáis tener ambas cosas lado a lado, la verdad de la justificación
por la fe, y la falsificación de la misma. Voy a leer qué dice esta (la
creencia católica), y después qué dice Dios en El Camino a Cristo… Quiero que veáis cuál es la idea católica
romana de la justificación por la fe, porque he tenido que enfrentarla entre
profesos miembros adventistas en los cuatro años precedentes. Esas mismas
cosas, esas mismas expresiones que figuran en ese libro católico, acerca de qué
constituye la justificación por la fe y cómo obtenerla, son precisamente las
expresiones que profesos adventistas me han manifestado a propósito de qué es
la justificación por la fe.
Quiero
saber de qué forma vosotros y yo podremos llevar un mensaje a este mundo,
advirtiéndole contra la adoración de la bestia, mientras nos aferramos en
nuestra misma profesión a las doctrinas de la bestia… Es ya tiempo de que los
adventistas lo comprendan (Id. 261-262.
Ver también 265-266).
Muchos creen
hoy sinceramente que el Señor honró a las iglesias guardadoras del domingo que aceptan
la inmortalidad natural del alma, dándoles a ellas la “misma luz” de la
justificación por la fe que nos dio a nosotros en 1888. De acuerdo con esa
suposición, quienes sostienen esos dos “errores capitales” (El conflicto de los siglos, 645), “las
corrientes envenenadas de Babilonia” (El
evangelismo, 183), comprenden y son heraldos ante el mundo, del “evangelio
eterno”. Esa convicción confusa ataca el corazón mismo de la razón de ser del
adventismo, al cuestionar la singularidad del “evangelio eterno” tal como el
Señor nos confió los verdaderos conceptos de la justificación por la fe:
Otros
que no son de nuestra fe, fueron movidos a reestudiar la misma verdad de la justificación por la fe, en aproximadamente
la misma fecha [1888], lo que se puede comprobar históricamente, como ya se ha
dicho… (Movement of Destiny, 255,
nota al pie. Original sin atributo de cursiva).
No
hemos prestado demasiada atención a esos movimientos espirituales paralelos —de
organizaciones ajenas a la Iglesia Adventista— en general con el mismo énfasis
y significado, que aparecieron más o menos en la misma época… El impulso venía manifiestamente de la misma
Fuente. Y cronológicamente, la justificación por la fe se centró en el año
1888. Por ejemplo, las renombradas Conferencias de Keswick… las Conferencias
bíblicas de Northfield, fundadas por Dwight L. Moody… hombres como Murray,
Simpson, Gordon, Holden, Meyer, McNeil, Moody, McConkey, Scroggie, Howden,
Smith, McKensie, McIntosh, Brooks, Dixon, Kyle, Morgan, Needham, [A.T.]
Pierson, Seiss, Thomas, West, y muchos otros, todos dando ese énfasis general
[de 1888]. Incontables son quienes han conocido y sido bendecidos por sus
escritos. Y eso incluye a muchos de nuestros hombres (Id. 319 y 321. Original sin
atributo de cursiva).
Es justo que
reconozcamos que el autor señaló limitaciones en los conceptos de aquellos no
adventistas. Pero eso no hace sino destacar más aún el problema real: muchos,
por largos años, han fracasado en reconocer que hay dos “escuelas” totalmente
separadas y opuestas sobre la justificación por la fe. Una con origen en Cristo
y sus apóstoles, y la otra con origen en el gran desmoronamiento que alcanza
sus etapas finales en la “caída de Babilonia” desde 1844. Esas dos “escuelas”
mantienen puntos de vista opuestos sobre el amor y la fe expuesta en el Nuevo
Testamento. En lugar de discernir eso, hemos supuesto que el cuerpo ministerial
de las iglesias populares entiende automáticamente el verdadero evangelio,
aunque no alcance su pleno desarrollo.
2. La
historia de los años 1920 a 1930 muestra que poe entonces muchos de nosotros
aceptamos y sustentamos de forma entusiasta y sin reservas las ideas sobre la
justificación por la fe propias de The
Sunday School Times (Escuela dominical de los tiempos), conocidas como “The
Victorious Life”. Esa historia ilustra la verdad de las palabras de nuestro
Señor acerca de nuestra desesperada necesidad de comprar oro de él, no del
cuerpo ministerial de las iglesias populares:
a/ El primer
paso parece haber sido la publicación de La
doctrina de Cristo (Review and Herald,
1919). El autor cita de cierta fuente desconocida, en el sentido de aprobar la
idea de “The Victorious Life”. La investigación demuestra que el libro empleado
por el autor fue escrito por un tal Robert C. McQuilkin, secretario
corresponsal de Victorious Life Conferences, Princeton y Cedar Lake, 1918,
publicado por “The Victorious Life Literature”, en Philadelphia. El editor de Sunday School Times escribió el prólogo
del libro de McQuilkin:
Fue
ese nuevo e inédito continente, The Victorious Life, lo que nos reunió. Bob
McQuilkin y yo… la lejana tierra de las delicias y riquezas insondables… Me
complace que comparta ahora sus descubrimientos y convicciones con muchos,
mediante esos estudios en The Victorious Life (Charles G.Trumbull, Victorious Life Studies, prólogo).
b/ La “doctrina de Cristo” se introdujo sin
dilación entre nosotros, y pronto encontramos predicadores capaces y
prominentes que apoyaron esos conceptos sobrevenidos. “The Victorious Life”
estableció firmemente en el pensar adventista el concepto “evangélico”
egocéntrico del amor, y apartó completamente a la Iglesia de los conceptos de
la justificación por la fe que hicieron único el mensaje de 1888. Como pasó con
Fénelon, la orden del día era buscar citas de Ellen White que aparentasen -tomadas
aisladamente- apoyar las ideas de The
Sunday School Times, citas que no pueden comprenderse de otra manera que en
el contexto en que fueron escritas, que es el del mensaje de 1888. Una tesis
teológica en el Seminario dice al respecto:
Aproximadamente
en ese mismo período [1920]… varios dirigentes denominacionales dieron oído a
lo que dio en llamarse “victorious life”… En la asamblea de la Asociación
General de 1922… A.G. Daniells, dirigiéndose a los delegados, declaró que había
acabado por creer lo que se conocía como “victorious life”…
O.
Montgomery, por entonces vicepresidente de la División Suramericana, y
posteriormente uno de los vicepresidentes generales de la organización mundial,
declaró que “últimamente” se había dado “mucho énfasis” a ese tema. Se refería
a artículos escritos para las publicaciones y sermones denominacionales que él
había oído. Percibía que algunos lo consideraban una fase de la experiencia
cristiana desconocida hasta entonces. Mostró que se trataba precisamente de la
experiencia que los adventistas incluían en la justificación y la justicia por
la fe…
C.H.
Watson, por entonces uno de los vicepresidentes de la Asociación General,
capitalizó la idea de “victorious life” en las lecturas de una semana de oración
en 1923” (Developments in the Teaching of
Justification and Righteousness by Faith in the Seventh-day Adventist Church
after 1900 –Desarrollo de la
enseñanza de la justificación y la justicia por la fe en la Iglesia Adventista
del Séptimo Día después de 1900–, por Bruno William Steinweg, 1948, 39-43).
No se pierda
de vista que esos predicadores de los años 1920 son los mismos hermanos que el
Dr. Froom presenta como supuesta evidencia de que el mensaje de 1888 fue
aceptado (Op. cit., 681-686).
c/ El
reavivamiento religioso que afectó a las iglesias populares de la época fue
aceptado por nuestros hermanos de forma entusiasta. No nos es posible encontrar
en los archivos de la Review voces
discrepantes de alguien que discerniese que “The Victorious Life” constituía un
cumplimiento de la siguiente advertencia contenida en el párrafo reproducido a
continuación, de El conflicto de los
siglos:
El
enemigo de las almas desea impedir esa obra, y antes que llegue el tiempo para
que se produzca tal movimiento [el avivamiento de la piedad primitiva], tratará
de evitarlo introduciendo una falsa
imitación. Hará parecer como que la bendición especial de Dios es derramada
sobre las iglesias que pueda colocar bajo su poder seductor; allí se
manifestará lo que se considerará como un gran interés por lo religioso.
Multitudes se alegrarán de que Dios esté obrando maravillosamente en su favor,
cuando, en realidad, la obra provendrá de otro
espíritu (p. 517. Atributo de cursivas añadido).
A
continuación reproducimos algunos ejemplos de pronunciamientos de autores
adventistas, que escribieron sus artículos en la Review and Herald:
“The
Victorious Life” no es más que otra expresión para referirse a la “justificación
por la fe” (R&H, 11 noviembre
1920).
“The
Victorious Life” es nada más y nada menos que simple cristianismo bíblico (R&H, 6 julio 1922).
Los
siguientes extractos provienen de un librito sobre la justificación por la fe
editado en esa época, que ilustra la constante inclinación hacia lo que Ellen
White denominó “los predicadores [o ministros] populares” [Maranatha, 164; El conflicto
de los siglos, 384]:
Cortland
Myers dice, el Dr. L. Munhall dice, Cortland Myers y Robert F. Horton dicen,
Henry Van Dike dice, escribió… Whitefield, Edwards dice, el Dr. W.T. Grenfell
dice, a los pies de D.L. Moody, Charles Dikens dijo, Sherwood Eddy dijo, el
obispo Hannington dijo, Amos R. Wells ha dicho, Charles G. Finney dijo una vez,
D.L. Moody dice, Forrest Hallenbeck dice, John Wesley… dijo, John R. Mott dice,
Charles G.Trumbull dice, Sunday School
Times dice… (Solamente con Dios,
Pacific Press).
Un ejemplo
claro de la confusión reinante fue el intento de presentar a Ellen White como
apoyando el entusiasmo de “The Victorious Life”. Efectivamente, se puso ese
mismo título a una de sus cartas (ver Testimonios
para los ministros, 516-520). Cuando se compiló ese libro, el movimiento
estaba en su apogeo (1922).
3. Prestemos
atención a la asamblea de la Asociación General de 1926, en Milwaukee. Fue una
gran ocasión, y los delegados allí reunidos manifestaron un profundo fervor.
Nunca imaginaron que la obra seguiría inacabada medio siglo después:
La
convicción y esperanza de esta asamblea de la Asociación permanecerá impregnada
de una inusual espiritualidad. Muchos se han sentido impresionados con la
seguridad de que ha llegado plenamente el tiempo de que este movimiento avance
poderosamente hacia la terminación de la obra (Carlyle B. Haynes, General Conference Bulletin, 1926, 3).
Otro autor
cuya sinceridad y devoción no ponemos en duda, opina que la Asamblea de 1926
fue más importante que la de 1888:
Decididamente
opino que sería bueno dar menos importancia a 1888 y más a 1926. De hecho, la asamblea
de la Asociación General de 1926 fue lo que debería haber sido la de 1888, de
haber existido mayor unanimidad en cuanto al significado del evangelio (Norval
F. Pease, The Faith That Saves, 59).
En la
búsqueda de evidencias de que ya hemos aceptado verdaderamente el mensaje del
Señor de la justificación por la fe, algunos citan la asamblea de la Asociación
General de 1926 como un ejemplo positivo de “victoria”. Los mensajes
presentados fueron fervientes y profundamente espirituales. Fue sin duda una de
nuestras mejores asambleas.
Un autor
afirma: “Es imposible aportar mayor evidencia de crecimiento espiritual y
madurez [desde 1888] que los sermones de 1926” (Pease, op. cit.). Dicho de otro modo: la mejor evidencia de que se aceptó el
mensaje de 1888, son los mensajes de la Asamblea de 1926.
Pero ¿qué es
lo que encontramos al examinar esos mensajes? ¡Una ausencia casi total de las
motivaciones básicas que hicieron del mensaje de 1888 algo único! Sin
advertirlo, nuestros hermanos, en 1926, se habían alejado del mensaje que tenía
por cometido la terminación de la obra de Dios, y habían sido profundamente
influenciados por la ideología de “The Victorious Life” prestada de “los
ministros populares”. Hay que resaltar que eran hombres entregados, bondadosos,
maravillosos y dedicados. Nos gusta pensar así de nuestros antecesores. Pero ¿poseían el “oro”? Dos hechos
aclaran la respuesta: (a) Si el mensaje de 1888 comenzó a suplir la necesidad,
como Ellen White había dicho, el mensaje de 1926 carecía del contenido, como
prueba el análisis de las motivaciones. (b) Los casi setenta años pasados desde
1926 hacen caer bajo sospecha la pretensión de que la Asamblea de 1926 fuese
una victoria.
Poco tiempo
después el pastor A.G. Daniells publicó su renombrado y valioso libro Christ Our Righteousness (Cristo nuestra
justicia). Contiene declaraciones francas y sinceras admitiendo que el mensaje
de 1888 nunca fue verdaderamente aceptado (p. 39, 55, 58, 59, 63, 79, 86,
edición de 1926 en inglés). Pero el autor no reproduce de forma fidedigna el
mensaje mismo. Prácticamente ninguno de los aspectos singulares del mensaje de
1888 encuentra su expresión allí. Incluso las citas de Ellen White que se
incluyen, parecen haber sido seleccionadas de tal manera que se eviten o
filtren tales aspectos [N. del T: la traducción existente al castellano empeora
aún más las cosas, habiéndose atrevido incluso a “corregir” declaraciones de
Ellen White para hacerle defender postulados evangélicos falsos].
En la
conclusión de su libro, intentando resumir su idea de “entrar por la puerta de
la fe”, termina enfatizar los esfuerzos propios del hombre (p. 130-131). Resulta
traicionado por una adhesión a la idea clave del legalismo: “hemos de hacer
esto o aquello”, que repite hasta siete veces en una sola frase. Expresiones
del tipo: “deberíamos orar más”, “debemos leer más la Biblia”, “debemos
manifestar un mayor fervor”, “nos deberíamos sacrificar más”, etc., aparecen
frecuentemente en los llamamientos fervientes de nuestros dirigentes generales
de aquellos días. Demuestran una ignorancia de la verdadera motivación
neotestamentaria: fe genuina que produce inevitablemente consagración plena.
Daniells
concluye su libro con un énfasis desequilibrado en la justificación, a expensas
de la exclusión de la verdadera santificación, un concepto mucho más próximo a Sunday School Times que a la noción de
1888 de preparación para la traslación:
Y
cada día que viene y pasa deberíamos implorar humildemente ante el trono de la
gracia los méritos, la perfecta obediencia de Cristo en lugar de nuestras
transgresiones y pecados. Y al hacer así, deberíamos creer y asumir que nuestra
justificación viene a través de Cristo como nuestro sustituto y garante, que él
murió por nosotros, y es nuestra expiación y justicia (A.G. Daniells, Christ Our Righteousness, 132).
De hecho, ni
una sola vez en todo el libro parece capaz de reconocer el pastor Daniells que
Cristo es nuestro “Eejemplo” tanto como nuestro “Sustituto”. El autor era
ferviente y sincero, y su libro es realmente valioso, pero muestra claramente
la influencia del entusiasmo producido por “The Victorious Life”, alejándonos
del corazón del mensaje de 1888. Ver, por ejemplo, el resumen del “evangelio”
que hace Daniells en las páginas 117 y 118 de la edición de 1926).
Estamos de
acuerdo con un autor que afirmó que el libro del pastor Daniells “estaba en
perfecta armonía con la mejor enseñanza evangélica” (By Faith Alone, 189). Pero estar en “perfecta armonía” con la más
ortodoxa enseñanza evangélica del pasado y de los contemporáneos de Daniells,
de “los ministros populares”, no sirve para apresurar la venida del Señor. Los
setenta años pasados desde entonces lo demuestran claramente. De hecho, la
confusión de la justificación por la fe “de la Reforma” 4 se puede
rastrear hasta aquel énfasis popular entre nosotros, en los años 1920. Esa
constante inclinación hacia teólogos no adventistas, universidades y dirigentes
evangélicos populares, no significa un avance sino un retardo de la causa
adventista.
Es
significativo el análisis que el pastor Daniells hizo de una predicción de Ellen
White según la cual “teorías falsas e ideas erróneas tomarán cautivas las
mentes, Cristo y su justicia se desvanecerán en la experiencia de muchos, y su
fe vendrá a resultar desprovista de poder y vida” a menos que el mensaje de
1888 sea realmente aceptado (Review and
Herald, 3 septiembre 1889). Daniells escribió:
En
un grado lamentable, el pueblo de Dios dejó
de aplicar el poder de Dios a su experiencia, y hemos visto el resultado predicho:
1.
Teorías falsas e ideas erróneas han
tomado cautivas las mentes.
2.
Cristo y su justicia se han
desvanecido en la experiencia de muchos.
(Op. cit. 108. Atributo de cursiva añadido).
Nuestra
historia ha demostrado la veracidad del análisis del pastor Daniells mucho más
gráficamente de lo que él mismo pudiera jamás imaginar.
4. En los
años 1950, tomamos prestados y apoyamos los conceptos sobre la “justificación
por la fe” del misionero metodista E. Stanley Jones, recomendándolos a nuestros
pastores como algo “seguro”. Leemos en The
Ministry (febrero 1950): los conceptos de E. Stanley Jones “enriquecerán
personalmente nuestro ministerio”. Sin embargo, la adhesión de E. Stanley Jones
a la idea de la inmortalidad natural del alma le llevaba a confundir la
recepción del Espíritu Santo con la comunicación telepática con los muertos, y
también a confesar que “Cristo mismo tiene deficiencias que deben ser
suplementadas por otras fes” (The Message of Sat Tal Ashram, 285 y
291). Fue E. Stanley Jones quien acuñó el slogan “comparte tu fe”, que
ávidamente adoptamos. Pero él entendía que “ese compartir significa, no
solamente dar cuanto uno posee a los no cristianos, sino aceptar lo que ellos
tienen según la fe que les es propia… Cristo mismo posee deficiencias” (Id.). Si a eso se le puede llamar “una
fuente segura” para nuestra “justificación por la fe”…
Encontramos,
por fin, una voz solitaria en la iglesia que disintió públicamente –por
escrito–de ese préstamo tomado de E. Stanley Jones. El pastor W.A. Spicer
escribió un artículo para la Review,
que se publicó en el verano de 1950, exponiendo la falsedad de sus ideas y
mencionando al autor por su nombre (en la primavera del mismo año había
publicado un artículo conteniendo una advertencia indirecta).
5. La “Asamblea
bíblica” de 1952 (del 1 al 13 de setiembre, en la iglesia de Sligo) pretendió
haber recuperado el mensaje de 1888, e incluso haber avanzado con respecto a este.
Dijo un predicador prominente:
La
iglesia fracasó considerablemente en cuanto a edificar sobre el fundamento
puesto en la asamblea de la Asociación general de 1888. La consecuencia ha sido
una gran pérdida. Llevamos años de retraso… Hace ya mucho que deberíamos estar
en la tierra prometida.
Pero
el mensaje de la justicia por la fe dado en la asamblea de 1888 ha sido aquí
repetido. La práctica totalidad de los predicadores, desde el primer momento,
han destacado esta doctrina de capital importancia, y eso sin que se hubiese
previsto ningún plan de que así fuese… Verdaderamente, ese tema, en la presente
asamblea, “ha absorbido a cualquier otro”.
Y
esta gran verdad se ha presentado aquí en esta asamblea bíblica de 1952 con
mucho mayor poder que en la asamblea de 1888, ya que quienes aquí han dirigido
la palabra lo han hecho contando con la ventaja de tener mucha mayor luz,
brillando desde cientos de declaraciones sobre el tema en los escritos del
Espíritu de Profecía. Tal cosa no estaba al alcance de quienes hablaron con
anterioridad.
La
luz de la justificación y justicia por la fe brilla hoy sobre nosotros más
claramente de lo que jamás lo haya hecho en el pasado.
La
cuestión ya no será más ‘¿cuál fue la actitud de nuestros obreros y de nuestro
pueblo, ante el mensaje de la justicia por la fe dado en 1888?, ¿qué hicieron
con él?’ A partir de ahora, la gran cuestión deberá ser: ‘¿qué hicimos con la
luz sobre la justicia por la fe, tal como se proclamó en la asamblea bíblica de
1952?’ (W.H. Branson, Our Firm Foundation,
vol. 2, 616-617).
Desde
entonces han pasado más de cuatro décadas, tiempo suficiente para que la obra
de Dios fuese terminada. No hubo oposición oficial al mensaje de 1952. “La
práctica totalidad de los predicadores” lo proclamaron, y evidentemente fue
aceptado por todos. Y los predicadores eran “el ángel de la iglesia de Laodicea”:
los dirigentes eclesiásticos. Si el mensaje de 1952 hubiese sido una verdadera
recuperación del mensaje de 1888, la obra habría terminado poco tiempo después,
ya que fue dado “con mucho mayor poder” que en 1888. Los hermanos de 1952 eran “más
ricos” que cualesquiera “otros, en el pasado”. ¡En toda la historia del mundo!
Parecían poseer el “oro”…
Pero un
estudio cuidadoso de los mensajes de 1952 muestra la carencia de las
motivaciones básicas que hicieron único el mensaje de 1888. Como en los
mensajes de la justicia por la fe de 1926, no hay ninguna luz adicional que
vaya más allá de lo que la iglesia ha estado predicando durante décadas. De
alguna manera, las verdades que Ellen White apoyó en 1888 escaparon a la
consideración de nuestros hermanos en 1952. Eso es comprensible, ya que con la
posible excepción de uno o dos, tenían muy pocas probabilidades de haber
estudiado jamás el mensaje de 1888 en su contexto original (hasta el día de
hoy, muy pocos lo han hecho).
El pastor
Branson pretendía que a pesar de su tibieza, la iglesia poseía “un perfecto
sistema de verdad”. No comprendió que el “evangelio… es poder de Dios para
salvación”, y que si la iglesia verdaderamente poseyera el evangelio de Cristo
en su plenitud, “el poder” la acompañaría necesariamente. Así, no reconoció el
principio básico de la “justicia por la fe”: que si uno posee la fe, la
justicia le acompaña también. Pretendió que somos ricos precisamente en aquello
en que el Testigo fiel y verdadero dice que somos pobres. No expresó ninguna
necesidad por parte de los predicadores, de comprender la verdadera justicia
por la fe, sino que consideró que fueron “impulsados por el Espíritu de Dios”,
mucho más incluso de lo que Ellen White afirmó que lo habían sido los
mensajeros enviados en 1888.
Un análisis
cuidadoso de las motivaciones pone de manifiesto que los mensajes de las
asambleas de 1926 y de 1952 prepararon el camino hacia la confusión actual de
los así llamados conceptos “de la teología de la Reforma” sobre la
justificación por la fe, en detrimento de las singulares verdades confiadas por
providencia divina a la Iglesia Adventista.
Si leemos los
dos volúmenes enteros de Our Firm Foundation, 5 donde “la
práctica totalidad de los predicadores… han destacado esta doctrina de capital
importancia [la justicia por la fe]”, descubriremos un hecho sorprendente.
Ningún predicador reconoció el peligro contra el que advertía la sierva del
Señor en el citado pasaje de El conflicto
de los siglos, 517, ni tampoco discernió nadie que la interpretación de la
justificación por la fe que hacen las iglesias populares está desprovista del
amor que presenta el Nuevo Testamento. Nadie discernió la relación que existe
entre el ministerio del Sumo Sacerdote en el lugar santísimo del santuario
celestial y una comprensión de la verdadera justicia por la fe. Sorprende que
fuese pasada por alto la declaración de Primeros
Escritos citada a continuación:
Los
que se levantaron con Jesús elevaban su fe hacia él en el lugar santísimo, y
rogaban: “Padre mío, danos tu Espíritu”. Entonces Jesús soplaba sobre ellos el
Espíritu Santo. En ese aliento había luz, poder y mucho amor, gozo y paz.
Me
di vuelta para mirar la compañía que seguía postrada delante del trono [lugar
santo] y no sabía que Jesús la había dejado. Satanás parecía estar al lado del
trono, procurando llevar adelante la obra de Dios. Vi a la compañía alzar las
miradas hacia el trono, y orar: “Padre, danos tu Espíritu”. Satanás soplaba
entonces sobre ella una influencia impía; en ella había luz y mucho poder, pero
nada de dulce amor, gozo ni paz (Primeros
Escritos, 55-56).
El encuadre
de ese pasaje es de importancia capital, ya que tiene una repercusión directa
en nuestra comprensión del evangelio mismo. “La compañía que seguía postrada
delante del trono” es el grupo que rechazó la verdad del santuario en 1844. Si
bien esas imágenes tienen un alto contenido simbólico, es evidente que Ellen
White se estaba refiriendo al cambio en el ministerio de Cristo, al final de
los 2.300 días (años). Quienes no apreciaron dicho cambio, se expusieron a sí
mismos a un engaño letal: Satanás presentándose como si fuese “Cristo”, en el
desempeño de un ministerio que el verdadero Sumo Sacerdote había ahora “dejado”.
Pero ese
trágico engaño no se limita a quienes vivieron en la era inmediatamente
posterior a 1844. Las iglesias que abrazan la doctrina de la inmortalidad
natural del alma están expuestas al mismo
peligro espantoso. En este tiempo en el que la doctrina del santuario está
siendo abiertamente desafiada por muchos desde dentro de la misma Iglesia
Adventista del Séptimo Día, debemos comprender que el rechazo de esta singular
doctrina adventista del santuario implica también un rechazo de la
justificación por la fe propia del evangelio neotestamentario en su pureza:
Muchos
que profesaban amar a Jesús y que derramaban lágrimas al leer la historia de la
cruz se burlaron de las buenas nuevas de su venida… Los que rechazaron el
primer mensaje no pudieron recibir beneficio del segundo; tampoco pudo
beneficiarles el clamor de media noche, que había de prepararlos para entrar
con Jesús por la fe en el lugar santísimo del santuario celestial. Y por haber
rechazado los dos mensajes anteriores, entenebrecieron de tal manera su
entendimiento que no pueden ver luz alguna en el mensaje del tercer ángel, que
muestra el camino que lleva al lugar santísimo. Vi que así como los judíos
crucificaron a Jesús, las iglesias nominales han crucificado estos mensajes y
por lo tanto no tienen conocimiento [obsérvese que está expresado en tiempo
verbal presente] del camino que lleva al santísimo, ni pueden ser beneficiados
por la mediación que Jesús realiza allí. Como los judíos, que ofrecieron sus
sacrificios inútiles, ofrecen ellos sus oraciones inútiles al departamento que
Jesús abandonó; y Satanás, a quien agrada el engaño, asume un carácter
religioso y atrae hacia sí la atención de esos cristianos profesos, obrando con
su poder, sus señales y prodigios mentirosos, para sujetarlos en su lazo…
También viene como ángel de luz y difunde su influencia sobre la tierra por
medio de falsas reformas. Las iglesias se alegran y consideran que Dios está
obrando en su favor de una manera maravillosa, cuando se trata de los efectos
de otro espíritu (Primeros Escritos,
260-261).
En
muchos de los despertamientos religiosos que se han producido durante el último
medio siglo, se han dejado sentir, en mayor o menor grado, las mismas influencias
que se ejercerán en los movimientos venideros más extensos. Hay una agitación
emotiva, mezcla de lo verdadero con lo falso, muy apropiada para extraviar a
uno (El conflicto de los siglos, 517).
No hay
ninguna evidencia de que en la “asamblea bíblica” de 1952 nos apercibiésemos
del peligro de esa falsa imitación del evangelio, tomada de la ortodoxia de “los
predicadores populares”.
6. En 1960
adoptamos ávidamente las ideas y métodos de “Campus Crusade for Christ”,
enviando pastores a sus sedes centrales para aprender de ellos cómo presentar
la “justificación por la fe”. La gran prominencia que se dio a sus “cuatro
leyes espirituales” atestigua de ello, así como otros sustitutos similares que
nosotros mismos preparamos de vez en cuando. Algunos de nuestros obreros
trabajaron muy estrechamente con el grupo de “Campus Crusade”, pero ese
entusiasmo pareció enfriarse ante la insistencia de “Campus Crusade” de que
todos sus obreros debían suscribir la doctrina de la inmortalidad natural del
alma. Tal cosa es esencial para sus conceptos de la justificación por la fe.
Las “Four
Spiritual Laws” (cuatro leyes espirituales) son exquisitamente egocéntricas. La
“justificación por la fe” que presentan no va paralela ni es consistente con la
obra que Cristo está realizando en el lugar santísimo. Los que la han
presentado así, suponiendo que han aportado un gran bien, no se han dado cuenta
de que esa clase de “justicia por la fe” está tan alejada de la verdadera
enseñanza del Nuevo Testamento como la observancia del domingo lo está de la
del sábado.
7. En décadas
más recientes (la que comenzó en 1970) nos hemos vuelto con avidez hacia el
mensaje y métodos de los afamados expertos y proponentes del “crecimiento de la
iglesia”, esperando encontrar allí principios de “explosión evangélica” que
funcionen en nuestro medio, como lo hacen en el de ellos. Como en todos los
movimientos previos durante décadas, el concepto de amor, y consecuentemente el
de fe, son totalmente egocéntricos. Sin embargo intentamos justificar la
validez de esos conceptos buscando citas del Espíritu de Profecía que los
apoyen. La implicación es evidente: Dios ha dado a los ministros populares el “oro
afinado en fuego”, y tenemos que ir a ellos a comprarlo. Les ha confiado a
ellos el secreto para acabar la obra. La confusión puede ser rastreada en la
historia hasta los acontecimientos de 1888 y lo que derivó.
Así, como el
antiguo Israel, hemos estado vagando en una especie de desierto espiritual
durante muchas décadas, sin comprender el mensaje que el Señor nos envió.
Debido a “nuestro”
fracaso en recibir el mensaje de 1888 como lo que realmente era, hemos estado
leyendo el Espíritu de Profecía con un “velo” ante nuestros ojos, el mismo que
tenían los judíos (2 Cor 3:15). Es el mismo “velo” que tenían los
asistentes a la Asamblea de 1888, de quienes dijo Ellen White: “Os he estado
hablando y rogando, pero eso no parece haber significado nada para vosotros” (MS. 9, 1888). Gozaban de la presencia de
una profetisa viva en su medio, y sin embargo eso no significaba nada para
ellos. Tenemos sus libros entre nosotros, pero estos también parecen no haber
significado nada para nosotros, debido a que hemos aceptado inadvertidamente
las ideas de “los predicadores populares” sobre la justificación por la fe, en
el lugar de las verdaderas. De hecho, oficialmente no reconocemos distinción
alguna entre la doctrina de ellos a ese respecto, y la que Dios nos envió (Movement of Destiny, 255-258; 319-321;
616-628).
Hasta tal
punto hemos dejado de comprender y apreciar la singularidad de nuestro mensaje
de la justicia por la fe, que hemos cambiado el concepto que tenemos sobre
nosotros en tanto que “iglesia remanente”, y hemos abandonado el concepto de la
proclamación del “evangelio eterno” como algo único y prominente. Incluso
empezamos a decir que ciertas iglesias populares evangélicas y organizaciones
que guardan el domingo y se adhieren a la inmortalidad natural del alma -esas “corrientes
envenenadas de Babilonia” (El evangelismo, 183)- son parte de la
verdadera iglesia remanente y están proclamando el evangelio eterno al mundo.
Es clara la implicación de que el “evangelio eterno” del mensaje de los tres
ángeles ha sido confiado por el cielo a “muchas de las iglesias evangélicas”,
cuyo “nuevo celo misionero” ha pospuesto significativamente la caída de
Babilonia que comenzó hacia el principio del siglo XIX (Gottfried Oosterwal, Mission Possible, 32-39). Debemos
plantear una pregunta muy seria: ¿Constituye todo ese “nuevo celo misionero”
una genuina proclamación del “evangelio eterno” “en verdad”? ¿O bien estamos
cegados por un cierto “ángel de luz”, con sus “falsas reformas”?
¿Cómo puede
ser que quienes se aferran a “las corrientes envenenadas de Babilonia”: la
inmortalidad natural del alma y la santidad del domingo, y que no comprenden
claramente la expiación, den el “evangelio eterno” al mundo? Es cierto que la
gran masa del pueblo de Dios está todavía en las iglesias populares, y es
cierto que son sinceros. Debemos respetarlos y “cooperar” verdaderamente con
ellos en todo esfuerzo noble. Pero ¿es la “misión” de nuestra iglesia el ser
virtualmente una más en la proclamación de lo que constituye básicamente el
mismo evangelio? ¿No hay un mensaje distintivo por el que debamos llamar a esa
parte del pueblo de Dios a “salir de ella”?
Nada de lo
aquí expresado pretende ser crítico o irrespetuoso hacia nuestros hermanos de
los pasados cien años, ni hacia aquellos que han asumido hoy sinceramente que “los
ministros populares” comprenden la “misma verdad de la justicia por la fe” que
el Señor nos dio en 1888. Nada de lo expresado pretende la búsqueda de defectos
en otros. Estamos simplemente considerando el mensaje a Laodicea, y hasta qué
punto es cierto que necesitamos comprar de
nuestro Señor el “oro afinado en fuego”.
El mensaje de
1888 constituyó un reavivamiento genuino de la idea original del Nuevo
Testamento sobre el agape, así como
de su respuesta complementaria: la fe. El concepto de la justificación por la
fe era singular y distinto del mantenido por “los predicadores populares”.
Liberado al fin de la confusión basada en la idea egocéntrica de la
inmortalidad natural del alma, el mensaje de 1888 restableció más claramente
las ideas apostólicas. Con la única excepción de Lutero, quien alcanzó esa meta
sólo de forma parcial, uno busca prácticamente en vano a lo largo de la
historia, para encontrar otro paso adelante similar. La casi totalidad de los
reformadores del siglo XIV al XVIII continuaban esposados a la idea
pagana-papal con origen en el Helenismo. Por ejemplo, Calvino y Wesley.
Buscaron ese paso hacia adelante, sin encontrarlo realmente nunca.
¿No es
todavía tiempo de que esa confusión relativa al amor y la fe se resuelva por
fin en la iglesia remanente?
Hay tal cosa
como una conciencia adventista. ¿Reconocerá esa conciencia la necesidad que el
Testigo fiel y verdadero dice que tenemos?
Si lo que
hemos comprendido y predicado desde 1926 o desde antes, es “la misma verdad”
que fue “el principio” de la lluvia tardía y el fuerte pregón de 1888, ¿querría
alguien hacer el favor de explicarnos por qué la obra no ha terminado ya, ni la
tierra ha sido iluminada con la gloria del cuarto ángel?
Notas:
1 (N. del T.): “Se nos señala la brevedad del
tiempo para estimularnos a buscar la justicia y convertir a Cristo en nuestro
Amigo. Pero este no es el gran motivo. Tiene sabor a egoísmo.
¿Es necesario que se nos señalen los terrores del día de Dios para compelirnos
por el miedo a obrar correctamente? Esto no debería ser así. Jesús es atractivo. Está lleno de amor, misericordia y compasión” (A fin de conocerle, 322). (Volver al texto)
2 (N. del T.): “La verdad pura está en
competencia con la falsedad; la honradez y la integridad con la astucia y la
intriga, en todo aquel que, como Cristo, está dispuesto a sacrificarlo todo, aun
la dádiva misma, por causa de la verdad” (Mensajes Selectos vol. 1, 402). (Volver
al texto)
3. (N. del T.): “Las muchas y confusas
ideas sobre la justicia de Cristo y la justificación por la fe son el resultado
de la posición que usted ha tomado hacia el hombre y el mensaje enviados por
Dios” (The Ellen G. White 1888 Materials,
1053, –Carta 24, escrita a Uriah
Smith, en 1892–). (Volver al texto)
4. (N. del T.): Postulados de
la moderna teología evangélica llamada “de la Reforma”,
defendidos por Desmond Ford entre otros. Últimamente se los conoce como
“adventismo progresivo”, que clama falsamente ser la “ortodoxia”. Ninguna
relación con el movimiento reformista. (Volver al texto)
5. (N. del T.): Ninguna
relación con el ministerio de sostén
propio del mismo nombre. (Volver al texto)
8. Remedios divinamente señalados:
vestiduras blancas y colirio
(índice)
Esas “vestiduras
blancas, para que no se descubra la vergüenza de tu desnudez” son “el carácter
inmaculado, purificado en la sangre de su amado Redentor” (Joyas de los Testimonios, vol. 1, p. 329), "la
justicia de Cristo" (Joyas de los
Testimonios, vol. 2, 75), o “los hábitos de la justicia de Cristo” (My Life Today, 311). Ellen White lo
aplicó frecuentemente al “mensaje de la justicia de Cristo” de 1888. El propio
apóstol Juan declara que son “las obras justas de los santos” (Apoc 19:8);
no por su propia justicia, evidentemente, ya que no poseen ninguna, sino por la
que Cristo finalmente les ha impartido
de forma plena; no imputado en un
sentido exclusivamente legal.
Si no hubiese
existido una “presentación de la justicia de Cristo en relación con la ley, tal
como el doctor [Waggoner] la ha expuesto ante nosotros [en 1888]” (Ms. 15,
1888; The EGW 1888 Materials, 164),
entonces el cuerpo ministerial y la iglesia adventista habrían estado
embarazosamente “desnudos”. Habíamos predicado la ley hasta que llegamos a
estar tan “secos como las colinas de Gilboa”. A la vista de todo el universo de
Dios creíamos estar predicando el “evangelio eterno” al mundo, cuando ni
siquiera comprendíamos “el mensaje del tercer ángel en verdad”. El mensaje de
1888 iba a colmar el mensaje adventista de precioso contenido, y también habría
de colmar la iglesia de preciosa experiencia, que eliminaría todo motivo de “vergüenza”.
¿Se vistió
nuestra desnudez en aquella ocasión? ¿O continuamos aún desnudos? ¿Es la “justicia
de Cristo” un concepto relevante para nosotros hoy?
¿Es una mera
fórmula, palabras que esconden un vacío? ¿Podemos decir que “su esposa se ha
aparejado”? ¿Conoce tan bien a Cristo como para estar finalmente preparada para
ser su cónyuge? Si no es así, entonces, todavía no está “vestida”.
¿Es nuestro
conocimiento de la justicia de Cristo tan superficial como el de las “siete
mujeres” que echan mano de él y quieren que su nombre sea llamado sobre ellas,
sin poder llegar a ser jamás su verdadera desposada? (Isa 4:1-4).
Cristo no fue
un simple Shiboleth para los
mensajeros de 1888. No se llenaron la boca con su nombre, para presentar
después sermones emotivos, calculados para causar impresión. Tenían una visión
diferente y objetiva de Cristo que se podía comunicar en términos de verdad
doctrinal. Comprendieron algo que aparentemente ninguno de sus hermanos
contemporáneos había visto jamás. Lo anterior es evidente a partir de las
palabras de Ellen White:
Aprecio
la belleza de la verdad en la presentación de la justicia de Cristo en relación
con la ley, tal como el doctor [Waggoner] la ha expuesto ante nosotros. Muchos
de vosotros decís: es luz y verdad. Sin embargo, no la habíais presentado nunca
en esa luz hasta ahora… Si nuestros hermanos ministeriales aceptaran la
doctrina que se ha presentado tan claramente –la justicia de Cristo en relación
con la ley–, y yo sé que están en necesidad de aceptarla, sus prejuicios no
habrían tenido un poder controlador, y el pueblo habría recibido su alimento a
su tiempo” (MS 15, 1888; The Ellen G. White 1888 Materials, 164).
Cuando
el hermano Waggoner expuso esas ideas en Minneapolis, fue la primera vez que oí
una presentación clara de ese tema por parte de ningún labio humano, a excepción
de conversaciones mantenidas con mi marido” (MS 5, 1889).
El mensaje
único que esos hermanos trajeron en aquel tiempo, recibió un nombre especial: “La
doctrina… de la justicia de Cristo en relación con la ley”. Significó el
reconocimiento de que la justicia de Cristo fue la justicia de un Ser
verdaderamente divino y humano, quien “condenó al pecado en la carne”, habiendo
sido enviado “en semejanza de carne de pecado” (Rom 8:3). Ese fue el punto
central de su mensaje, el tema dominante que proveyó un enfoque práctico. Sin
esa “gran idea”, su mensaje habría estado desprovisto de poder. El carácter que
Cristo desarrolló, podemos desarrollarlo nosotros si tenemos su fe. En otras
palabras, ¡la justicia viene por la fe!
Ambos
mensajeros negaron específicamente que Cristo viniera en la naturaleza de Adán
antes de la caída (Waggoner, Cristo y
su justicia, 26-29; Jones, El
Camino consagrado, 26-55, y General Conference Bulletin, 1895, 232-234 y 265-270). Afirmaron
claramente que “tomó” la naturaleza del hombre después de la caída, y de la
forma más explícita y enfática posible presentaron un enfoque de Cristo
absolutamente diferente del que era y es habitual, y extensamente presentado
hoy. (Hay, por supuesto, algunas excepciones aquí y allá, y muy recientemente
algunas publicaciones han comenzado a presentar el concepto de 1888 sobre la
justicia de Cristo).
Si nuestro
concepto popular al uso sobre la “justicia de Cristo” es el verdadero, entonces
la base y centro del mensaje de Jones y Waggoner estaba totamente errado, y
también Ellen White por haberlo apoyado de la forma en la que lo hizo.
Se hacen
considerables esfuerzos por reunir citas de Ellen White que den la impresión de
que se opuso a la postura de Jones y Waggoner 1. Al
contrastarlos con sus numerosas declaraciones de apoyo a la posición de estos,
el resultado neto es la confusión. Se diría que hasta el día de hoy ningún
teólogo haya sabido reconciliar la naturaleza aparentemente contradictoria de
esas dos colecciones de citas. Allí donde se trate el tema, una de las
colecciones es invariablemente utilizada para anular a la otra. Pero si Ellen
White se hubiese contradicho de esa forma, ¿no habría sido acaso una falsa
profetisa?
Nunca seremos
capaces de comprender esas declaraciones aparentemente irreconciliables, a
menos que las estudiemos en su verdadero contexto: el mensaje de 1888 traído
por Jones y Waggoner. “Me han llegado cartas que afirman que Cristo no podría
haber tenido la misma naturaleza que el hombre, pues si la hubiera tenido,
habría caído bajo tentaciones similares” (Sermón
matinal, 29 enero 1890; Review
and Herald, 18 febrero 1890; Mensajes
Selectos vol. 1, 477). Es más que evidente que esas cartas
representaban el criticismo a la exposición de Waggoner y Jones sobre el “mensaje
de la justicia de Cristo”. ¿Cómo podemos comprender los comentarios de Ellen
White sobre esas cartas, a menos que los refiramos al mensaje controvertido? Si
bien las cartas probablemente hayan desaparecido, los archivos ponen aún a
nuestra disposición lo que realmente importa: aquello que Ellen White apoyó
como el “comienzo” de la lluvia tardía y del fuerte pregón.
Se puede
cuestionar si esta generación ha presenciado tan poderosas exposiciones sobre “la
justicia de Cristo en relación con la ley” como las de Jones en el Bulletin de 1895, o en su libro El
Camino consagrado a la perfección cristiana (The Consecrated Way). Nunca se había
mostrado el libro de los Salmos como el más Cristocéntrico de la Biblia, tal
como se aprecia en esos estudios. De no haber sido por la actitud de apartamiento
y oposición de una gran proporción de nuestros hermanos en los años 1890 y
siguientes, “la revelación de la justicia de Cristo” contenida en esos mensajes
habría obrado un milagro en sus días, y la iglesia se habría vestido con “vestiduras
blancas” y habría dado el fuerte pregón al mundo. Cristo habría sido vindicado
en su pueblo, al demostrarse en la carne pecaminosa de ellos el fiel reflejo de
lo que él mismo demostró al venir “en semejanza de carne de pecado” cuando
estuvo en la tierra. Habiendo visto a Cristo claramente revelado, habrían
recibido “la fe de Jesús”. Cristo y su justicia no han sido todavía claramente
comprendidos.
El mensaje de
1888 de la justicia de Cristo ha sido reemplazado por una visión diferente,
según la cual Cristo debió tomar la naturaleza impecable de Adán, tal como este
la poseía antes de la caída, por lo tanto no es posible que su carácter
perfecto se manifieste en nuestra carne pecaminosa. Esa posición es
virtualmente idéntica a la sostenida por los que guardan el domingo y se
adhieren a la inmortalidad natural del alma. Ninguno de los “predicadores
populares” tiene claro el concepto de la “justicia de Cristo”, si bien es
posible observar un sincero y notable esfuerzo por comprenderlo en escritores
como Reinhold Niebuhr, C.S. Lewis y algunos otros. Pero ninguna iglesia o
movimiento se mantiene en la visión singular que Dios dio a nuestra iglesia en
1888. ¡Aún tenemos el campo despejado!
‘¿Qué importa
pensar de una forma u otra?’ se preguntan muchos. Solamente una mentalidad
legalista se puede plantear esa pregunta. El concepto de la “justicia de Cristo”,
para quienes son motivados por una preocupación egocéntrica, no puede
significar otra cosa que una trampa legal, una maniobra judicial para encubrir
el libre curso de nuestra injusticia. El énfasis puesto en la “justicia
imputada” legalmente ha venido a ser algo tan absorbente, que para la mayoría
de cristianos no queda ninguna posibilidad de que podamos ser verdaderamente
como Cristo en carácter.
Conceptos
como esos convierten la preparación para la venida de Cristo y la traslación en
una experiencia tan remota y visionaria como para pertenecer al próximo siglo,
o quién sabe cuánto más lejos en el futuro.
La cita que
se reproduce a continuación ha sido empleada para promover una visión
desequilibrada en la que la justicia imputada de forma legal lo sea todo. Es
solamente la primera frase la que se destaca entonces, minimizando la
importancia del contexto. Pero obsérvese con atención cómo ese texto no
contiene nada parecido a un rechazo indirecto hacia los mensajeros de 1888 –ya
que en ese período el apoyo de Ellen White al mensaje de ellos era inequívoco.
Al contrario, se está refiriendo a la falsificación de “los predicadores
populares” sobre la “justicia por la fe”, en contraste con el énfasis que ella
puso en la justicia impartida:
Cuando
está en el corazón el deseo de obedecer a Dios, cuando se hacen esfuerzos con
ese fin, Jesús acepta esa disposición y ese esfuerzo como el mejor servicio del
hombre, y suple la deficiencia con sus propios méritos divinos. Pero no
aceptará a los que pretenden tener fe en él, y sin embargo son desleales a los
mandamientos de su Padre. Oímos mucho acerca de la fe, pero necesitamos oír
mucho más acerca de las obras. Muchos están engañando a sus propias almas al
vivir una vida acomodadiza y desprovista de la cruz. Pero Jesús dice: “Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Signs of the Times, 16 junio 1890; Mensajes selectos vol. 1, 448).
Pero
habitualmente se interpreta que ‘si decimos que amamos al Señor, ya “está en el
corazón el deseo de obedecer a Dios”; así pues, ‘tratemos simplemente de ser un
poco mejores. No podemos obedecer los mandamientos y el Señor lo sabe, por lo
tanto, él tiene suficiente con lo anterior, y suplirá el resto con “sus propios
méritos divinos”’.
Consideremos
el tema del sexo, por ejemplo. Mientras que la promiscuidad, la infidelidad y
el divorcio hacen alarmante incursión en la iglesia, la mayor parte de nuestro
bienintencionado cuerpo pastoral continúa aferrado a la suposición de que
Cristo tomó la naturaleza impecable de Adán antes de la caída, con lo que
evidentemente, él no pudo nunca ser tentado a la fornicación o el adulterio.
Ciertamente Adán no fue tentado de ese modo. La postura oficial expresada en Questions of Doctrine es que Cristo “estaba
exento de las pasiones y poluciones heredadas que corrompen a los descendientes
naturales de Adán” (p. 383). Esa es una afirmación decididamente confusa, ya
que implica la existencia de contradicción tanto en la Biblia como en el
Espíritu de Profecía. Los autores sólo pudieron expresarla así a partir de la
ignorancia o el desprecio al concepto de 1888 sobre la justicia de Cristo. 2
Cristo no
estaba “exento” de nada. ¡Gracias a Dios! La única razón por la que no pecó es porque
escogió no pecar, no por ninguna
ventajosa “exención” o inmunidad que convirtiese la tentación en menos
tentadora para él que para nosotros. Escogió no pecar porque él sabía cómo
morir al yo, y lo demostró muriendo en la cruz. Así, “condenó al pecado en la
carne” (Rom 8:3), incluyendo el pecado de la impureza sexual, al que debió
haber sido tan tentado “en la carne” como lo pueda ser cualquier otro. Él “fue
tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb 4:15). Si
negamos eso, no hay mensaje de la justicia de Cristo, ya que tal supuesta
justicia pierde el significado si se la separa de la “semejanza de carne de
pecado” que recibe todo hijo o hija de Adán.
En cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a
los que son tentados (Heb 2:18)
Pero muchos
no lo comprenden. La ignorancia de esa verdad corta los lazos de unión y
simpatía con Cristo. Esa es la razón por la que miles no tienen nada que los
proteja en la hora de la tentación, y Cristo es tristemente deshonrado por una
iglesia remanente que no demuestra una norma de excelencia moral
significativamente superior a la de las iglesias adheridas abiertamente a “las
corrientes envenenadas de Babilonia”.
Es suficiente
el haber tenido que batallar con los problemas prácticos en el campo misionero
de una moderna iglesia situada en la ciudad, para comprender que estamos
desesperadamente “desnudos” en ese terreno de la “justicia”. Dice nuestro
Testigo fiel y verdadero: “Yo te aconsejo que compres de mí … vestidos blancos,
para cubrir la vergüenza de tu desnudez” (Apoc 3:18). El consejo no es que
los compremos de los predicadores populares, sino “de mí” (de él). ¿Cómo podemos comprarlos de él? Aquí hay una clave:
En
su gran misericordia el Señor envió un preciosísimo mensaje a su pueblo por
medio de los pastores Waggoner y Jones. Este mensaje tenía que presentar en
forma más destacada ante el mundo al sublime Salvador, el sacrificio por los
pecados del mundo… invitaba a la gente a recibir la justicia de Cristo, que se
manifiesta en la obediencia a todos los mandamientos de Dios. Muchos habían
perdido de vista a Jesús… Este es el mensaje que Dios ordenó que fuera dado al
mundo (Testimonios para los ministros,
91-92).
Obsérvese la
fuente del mensaje: “El Señor envió”. ¿Cómo podemos “comprar” de él, si no es
renunciando a nuestros conceptos equivocados y aceptando humildemente el
mensaje de “la justicia de Cristo” que él envió a su pueblo en su gran
misericordia, pero que no es hoy comprendido?
Es “al ángel
de la iglesia” a quien se aconseja de ese modo. No es suficiente que
permanezcamos impasibles en una postura neutral, en época de crisis. Debemos “comprar”
de él. De hecho, debemos recibir de él. El mensaje debería proclamarse
ampliamente de toda manera posible, en nuestros libros, revistas, publicaciones
juveniles, radio y televisión, así como enseñado en nuestras instituciones
formativas teológicas y sábado tras sábado en nuestros púlpitos. No es
suficiente la publicación esporádica de folletos conteniendo el mensaje, aquí y
allá. En la década de 1888 los mensajeros tenían la oportunidad de proclamar el
mensaje ellos mismos, de varias maneras a su alcance. Pero el movimiento
fracasó porque el ministerio, corporativamente, no se entregó con corazón indiviso
a la proclamación del mensaje. Dejando aparte el caso de Ellen White, el mejor
apoyo que los mensajeros recibieron no fue otra cosa que apoyo a medias. Un
historiador prominente reconoce que cuando la oscura década de los 1890 se
convertía en el siglo XX, ningún mensajero entre nosotros -aparte de Ellen
White- estaba proclamando significativamente el mensaje (Norval Pease, By Faith Alone, 164).
Desde luego,
una postura de neutralidad sería preferible a la tenaz oposición, pero eso no
respondería al llamado del Testigo fiel y verdadero. La neutralidad no logrará
jamás la terminación de la obra de Dios en esta generación. Se espera que
hagamos más que el gobierno de Persia en los días de la reina Esther, cuando este
permaneció neutral y se limitó a conceder permiso para que los judíos se
defendieran a sí mismos. No debemos albergar la más mínima pretensión de
infalibilidad o irrevocabilidad en nuestras actitudes previas, como era el caso
con los decretos de los Medas y los Persas. Ahora es el momento de apoyar la
verdad de todo corazón.
Hagamos que “las
buenas nuevas de la justicia de Cristo” impregnen la iglesia en todo el mundo.
Pongamos la verdad a la obra y permitamos que nuestros modernos métodos de
comunicación sean plenamente empleados en proclamar lo que Ellen White dijo que
era el “preciosísimo mensaje” que “en su gran misericordia el Señor envió”, “justamente
lo que el pueblo necesitaba” [The Ellen G.
White 1888 Materials, 1339].
Solamente
entonces se podrá afirmar que hicimos verdaderamente lo mejor a nuestro alcance
para obedecer al Señor, de manera que podamos esperar confiadamente que él
responda a nuestras súplicas con reavivamiento y reforma, en preparación para
la lluvia tardía y el fuerte pregón.
Nuestro Señor
pronuncia otra frase al mencionar el tercer remedio: “Unge tus ojos con
colirio, para que veas” (Apoc 3:18).
El colirio
tiene por objeto:
·
“Reconocer el pecado bajo cualquier disfraz” (Joyas de los Testimonios vol. 1, 479).
·
“Discernir las necesidades del momento” (Consejos para los maestros, 42).
·
“Distinguir entre la verdad y el error” (My Life Today, 73).
·
“Rehuir los ardides de Satanás” (Joyas de los Testimonios vol. 2, 75).
En ese
contexto nuestra ceguera resulta ser otra forma de referirse a nuestra
inconsciencia espiritual. El “colirio” es lo que hace posible que el pecado
inconsciente acuda a la conciencia. “El mensaje del Testigo fiel encuentra al
pueblo de Dios sumido en un triste engaño, aunque crea sinceramente dicho
engaño” (Joyas de los Testimonios
vol. 1, 327).
Si recordamos
que el pecado subyacente de toda la humanidad es su participación en la
crucifixión del Hijo de Dios (Rom 3:19; El Deseado de todas las gentes, 694; Testimonios para los ministros, 38), veremos que la comprensión de
ese pecado está oculta a nuestro entendimiento por la sencilla razón de que la
humanidad caída elude esa convicción (ouk
edokimasan, Rom 1:28). Entre el profeso pueblo de Dios en estos
últimos días, hay mucha confusión con respecto a la naturaleza y profundidad de
nuestro pecado. “No conoces…”
Cristo no
tenía la barrera de la inconsciencia que nosotros tenemos. No habiendo conocido
culpa, no tenía nada que reprimir, a diferencia de nosotros. Aquello que los
hombres experimentan de forma inconsciente, Cristo lo experimentó
conscientemente por nosotros. Juan habló de ese milagro de la herencia del
Salvador, consistente en nuestra propia naturaleza y su conocimiento de ella: “El
mismo Jesús no se confiaba a sí mismo de ellos, porque él conocía a todos, y no
tenía necesidad que alguien le diese testimonio del hombre; porque él sabía lo
que había en el hombre” (Juan 2:24-25).
Se nos
protege del conocimiento pleno de nuestro pecado, ya que la culpabilidad nos
destruiría. Pero Dios, “al que no conoció pecado [Cristo], hizo pecado por
nosotros” (2 Cor 5:21). “Jehová cargó en él el pecado de todos
nosotros” (Isa 53:6) (¡eso significa todo lo contrario a una “exención”!).
Así, Juan dijo verdad al afirmar: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo” (Juan 1:29). Está escrito que Cristo aborrecía la maldad
en un sentido muy singular (Heb 1:9). Pero no podría aborrecerla sin
haberla comprendido. El discernimiento inspirado de Pablo presupone que Cristo
conoció plenamente la mente desconocida del hombre. Solamente así pudo él
llevar nuestra iniquidad. Cristo es el único origen del “colirio”.
Si “el ángel
de la iglesia de Laodicea” quiere recibir de Cristo el “colirio”, discernirá la
verdad plena acerca de sí mismo y acerca del Salvador. No solamente obtendrá un
conocimiento pleno de su pecado, sino también una expiación completa, “final”,
por todos los pecados que hoy nos son todavía desconocidos. El mensaje a
Laodicea lleva en sí mismo la asunción del éxito: “He aquí, yo estoy a la
puerta y llamo… entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (vers. 20). Eso
significa un grado de intimidad con Cristo, que ninguna de las anteriores seis
iglesias ha conocido. ¿Logrará el ministerio del Sumo Sacerdote en el lugar
santísimo ese éxito final y completo? ¿Va a ser por fin el pueblo de Dios
verdaderamente como Cristo en carácter? La respuesta es un sí rotundo:
Ahora,
mientras que nuestro gran Sumo Sacerdote está haciendo propiciación por
nosotros, debemos tratar de llegar a la perfección en Cristo. Nuestro Salvador
no pudo ser inducido a ceder a la tentación ni siquiera en pensamiento. Satanás
encuentra en los corazones humanos algún asidero en que hacerse firme; es tal
vez algún deseo pecaminoso que se acaricia, por medio del cual la tentación se
fortalece. Pero Cristo declaró hablando de sí mismo: “Viene el príncipe de este
mundo; mas no tiene nada en mí” (Juan 14:30). Satanás no pudo encontrar
nada en el Hijo de Dios que le permitiese ganar la victoria. Cristo guardó los
mandamientos de su Padre y no hubo en él ningún pecado de que Satanás pudiese
sacar ventaja. Esta es la condición en
que deben encontrarse los que han de poder subsistir en el tiempo de angustia
(El conflicto de los siglos, 680-681.
Original sin atributo de cursivas).
Por primera
vez en la historia, Laodicea como pueblo (corporativamente), percibirá las
dimensiones plenas del Calvario, y en esa proporción percibirá también las
dimensiones plenas de su propio pecado. Esa constatación la aniquilaría si no
miraran “a Mí, a quien traspasaron” (Zac 12:10). Pero confesarán y
transferirán a Cristo la convicción de pecado y culpabilidad de las que ahora serán
ya plenamente conscientes. La “expiación final” resuelve finalmente el
conflicto en lo más profundo del corazón, revierte y hace desaparecer la
culpabilidad. Si bien los santos seguirán poseyendo una naturaleza pecaminosa,
serán humildes y contritos, y el pecar llegará a su fin.
Por fin el
Cordero encontrará así una “esposa” capaz de apreciarlo. Su experiencia del
Calvario consistió en beber hasta lo último la amarga copa de la culpa humana.
Ahora su novia ha llegado a comprender y apreciar lo que él hizo. No se le pide
más. Eso es “fe” al fin y al cabo, y por lo tanto, el resultado será “justicia”
en consistencia y armonía con la purificación del santuario. ¿No es precisamente
ese el fin que pretende el mensaje a Laodicea?
Nota:
1.
(N. del T.): En lo
referente a la exposición que estos hicieron de la verdad bíblica sobre la
naturaleza humana de Cristo, como base necesaria para comprender la justicia de
Cristo. (Volver al texto)
2. (N. del T.): La “tercera vía”, la postura “intermedia”
consistente en pretender que Cristo no tomó la naturaleza impoluta de Adán pero
tampoco la nuestra, sino otra naturaleza singular, única, diferente a la de
Adán y a la nuestra, es totalmente equivalente a la de que tomó la naturaleza
del Adán no caído, pues aparta a Cristo de nosotros, y a nosotros de él,
haciendo imposible cualquier tipo de victoria semejante a la suya. (Volver al texto)
9. El Cantar de los Cantares
y el mensaje a Laodicea
(índice)
El mensaje a
Laodicea encierra una historia de amor que pocos parecen apreciar actualmente.
Pero investigadores profundos y reverentes de las Escrituras la han tenido presente
por siglos. Escapó de alguna forma a la consideración de nuestros pioneros, y
nuestros ojos han estado demasiado “cargados” como para prestarle atención.
En el
original griego, Apocalipsis 3:20 viene a decir algo así como:
Mira: estoy de pie a la puerta, y llamo (golpeando con la mano). Si
alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré donde él está y tendré estrecha
relación con él.
Esa
constituye una clara alusión a la historia del Cantar de los Cantares de
Salomón, un libro que ha suscitado más situaciones embarazosas que dedicada
atención y estudio. La fraseología empleada por Cristo es una cita directa y
exacta de la Septuaginta, epi ten thuran,
“a la puerta”, tal como se encuentra en Cantares 5:2: “Yo dormía, pero mi
corazón velaba: la voz de mi amado que llama
a la puerta…” La expresión “a la puerta” no figura en el Antiguo Testamento
en hebreo. Los editores del Comentario Bíblico Adventista evidentemente no
consultaron la Septuaginta, que la iglesia primitiva utilizaba ampliamente, ya
que afirman: “El Cantar de los Cantares no se cita en el N.T.” (vol. 3,
1129). ¡Pero aquí aparece, en el mensaje a Laodicea, citada por nuestro propio
Señor! Él mismo se refiere también a ese libro en Juan 7:38: “El que cree
en mí, como dice la Escritura… “, citando Cantares 4:12-16, único
pasaje del Antiguo Testamento al que pudo haberse referido. Así, Cristo pone su
sello de aprobación sobre el libro, y resulta identificado en él como su
auténtico protagonista (Esposo).
La
protagonista (esposa) ha de ser la propia Laodicea. Y así es: la historia de esta
se refleja allí con claridad. En 1888 nuestro Señor “llamó a la puerta” como
divino Amante, buscando entrada en el corazón de su futura esposa. La citación
directa de la Septuaginta que Jesús hizo constituye un comentario inspirado que
nos indica que el mensaje a Laodicea debe comprenderse a la luz del libro de
Cantares. Si Cristo no es omnisciente (en Marcos 13:32 se nos informa de
que no sabe el día y la hora de su segunda venida), quizá él no supiera cuál
sería el resultado del llamamiento de 1888. ¿Podemos ahora apreciar su divino
fervor y anhelo por llevar consigo a su esposa? ¿Somos capaces de sentir cómo
Cristo, el “Amante” que esperaba contra toda esperanza que ella respondiera?
Ellen White escribió
más tarde: “El chasco de Jesús es indescriptible” (Review and Herald, 15 diciembre 1904). Los Cantares de
Salomón nos relatan lo que ocurrió, mejor que nuestros propios historiadores.
Habla la novia:
Una búsqueda infructuosa
Yo
dormía, pero mi corazón velaba:
Y oí a mi amado que llamaba [a la puerta, LXX] [diciendo]:
“Ábreme,
hermana mía, amiga mía,
paloma mía, perfecta mía;
Porque mi cabeza está llena de rocío,
mis cabellos de las gotas de la noche”.
Me
quitado la ropa; ¿cómo me he de vestir?
He lavado mis pies; ¿cómo los he de ensuciar?
Mi
amado introdujo su mano por la ventanilla,
y mi corazón se conmovió dentro de mí.
Me levanté para abrir a mi amado
y mis manos y mis dedos gotearon mirra,
mirra que corría sobre el pasador de la puerta.
Abrí,
pero mi amado se había ido, había pasado ya.
Lo busqué, y no lo hallé. Lo llamé, y no respondió.
(Cantar
de los Cantares 5:2-6)
El resto del
capítulo describe muy adecuadamente el implacable devenir de los sucesivos años
de nuestra historia. Todo ello es bien conocido por el universo celestial;
solamente nosotros hemos caído en la ceguera y en la patética confusión, en nuestra
búsqueda de Aquel que tan trágicamente despreciamos 1:
Me
hallaron los guardas que rondan la ciudad.
Me golpearon e hirieron,
me quitaron mi manto de encima,
los guardas de la muralla.
Os conjuro, doncellas de Jerusalem,
si halláis a mi amado,
que le hagáis saber
que estoy enferma de amor (vers. 7-8).
¿Qué
significa “enferma de amor”? La palabra hebrea no da la idea de lo que hoy
entendemos por el “mal de amores”, sino que se refiere a enfermedad, a trastorno
o debilidad. En el resto del Antiguo Testamento el término se utiliza en toda
otra ocasión con ese significado.
¿Qué significa el versículo siguiente?
Los encantos
del amante perdido
¿En
qué es tu amado mejor que otro amado,
oh, la más hermosa de todas las mujeres?
¿En qué es tu amado más que otro amado,
que así nos conjuras? (ver. 9).
En la
Septuaginta llama la atención otra expresión empleada en el libro de Cantares.
Las otras mujeres han solicitado a la heroína que les explique por qué su
amante es tan “diferente” de todos los demás (“el más señalado entre diez mil”,
ver. 10). En los versículos 10-16 expresa poéticamente sus excelencias, y
concluye diciendo: “Tal es mi amado, tal es mi amigo, oh doncellas de Jerusalem”. La palabra traducida por “amigo”
es plesion, que en griego significa “aquel
que está cercano a” (Juan 4:5). ¿Qué es lo destacable o distintivo en
Cristo, que hace que lo amemos y proclamemos al mundo? Ellen White dijo en
referencia al mensaje de 1888:
La
tarde del sábado fueron tocados muchos corazones, y muchas almas se alimentaron
con el pan que viene del cielo… Sentimos [ella, Jones y Waggoner] la necesidad
de presentar a Cristo como al Salvador que no está alejado, sino cercano, al alcance de la mano (Review and Herald,
5 marzo 1889. Original sin atributo de cursivas).
Se trata de
una clara alusión a la cristología que presentaron Jones y Waggoner, quienes
reconocieron a Cristo como estando “cercano”, habiéndose hecho nuestro “pariente
más próximo”, viniendo “en semejanza de carne de pecado”, “tentado en todo
según nuestra semejanza, pero sin pecado”. En la Septuaginta hay también una
relación con Zacarías 12:10. El lector recordará la tierna descripción que
hace el pasaje acerca de la estrecha simpatía que el pueblo de Dios aprenderá a
sentir por Cristo cuando se dé cuenta de que él es aquel a quien ha “traspasado”.
La versión Reina Valera traduce: “Llorarán sobre mí, como se llora por
unigénito. Se afligirán sobre mí como quien se aflige por primogénito”, pero la
Septuaginta traduce: “Llorarán por él, como por el amado”, precisamente la palabra empleada en el Cantar de los
Cantares.
Obsérvese la
forma en que Ellen White relaciona claramente la fraseología del libro de
Cantares con el mensaje de 1888:
La
vida cristiana, que antes les había parecido [a los jóvenes] indeseable y llena
de inconsistencias, surgió ahora en su verdadera luz, en destacada simetría y
belleza. Aquel que antes les había parecido como raíz de tierra seca, sin
parecer ni hermosura, se convirtió ahora en el señalado entre diez mil
[Cantares 5:10], y todo él deseable” (Id.
12 febrero 1889).
Es en verdad
una historia de amor, la más impresionante que jamás se haya contado. Está
impregnada de la misma esperanza de reconciliación final que el mensaje a
Laodicea.
Es una
esperanza digna de vivir y de morir por ella. El que nuestras pobres almas sean
finalmente salvas, lleguemos al cielo y se nos recompense, eso no es lo
importante. Lo que es importante es que el tan chasqueado Amante y Esposo
reciba su recompensa, que él reciba por fin a su esposa, una
iglesia capaz de apreciarlo con corazón sincero e indiviso.
Nota:
(N. del T.): “Andaré y tornaré
a mi lugar hasta que conozcan su pecado y busquen mi rostro. En su angustia
madrugarán a mí” (Oseas 5:15). (Volver al texto)
10. Ellen White y el pecado desconocido
(índice)
El pecado está en nosotros antes
de ser revelado a la conciencia
“El Señor nos
coloca en diferentes posiciones, a fin de desarrollarnos. Si poseemos defectos
de carácter de los que no nos apercibimos, él nos somete a disciplina que
traerá esos defectos a nuestro conocimiento a fin de que podamos vencerlos. Es
su providencia la que nos lleva a enfrentar diversas circunstancias. En cada
nueva situación enfrentamos diferentes tipos de tentaciones. Cuántas veces, al
vernos en cierta situación comprometida, pensamos: ‘Es una gran equivocación. Cuánto
daría por haber permanecido en la anterior situación’. Pero ¿cuál es la razón
de no sentirse satisfecho? Es porque las nuevas circunstancias han servido para
traer a su noticia nuevos defectos del carácter; pero no se ha revelado nada
que no existiera en usted” (Review and
Herald, 6 agosto 1889).
El engaño anida en las cámaras
secretas de la mente
“La ley de
Dios es la prueba de nuestras acciones. Sus ojos ven todo acto, escudriñan cada
rincón de la mente, detecta todo engaño y toda hipocresía. Todas las cosas
están desnudas y abiertas ante la vista de Dios” (Carta 46, 1906; A fin de conocerle, 292).
El pecado inconsciente de Pedro
es también nuestro problema
“Esta
pregunta que escudriñaba el corazón era necesaria en el caso de Pedro, y es
necesaria en el nuestro. La obra de la restauración nunca puede ser completa a
menos que se llegue hasta las raíces del mal. Vez tras vez han sido recortadas
las ramas, pero ha sido dejada la raíz de amargura para que resurja y contamine
a muchos. Pero debe llegarse hasta la profundidad misma del mal oculto, los
sentidos morales deben ser juzgados una y otra vez a la luz de la presencia
divina. La vida diaria testificará si la obra es verdadera o no.
Cuando Cristo
le preguntó a Pedro por tercera vez: ‘¿Me amas?’, la sonda llegó hasta lo más
profundo del alma. Pedro, juzgándose a sí mismo, cayó sobre la roca” (Youth Instructor,
22 diciembre 1898; Comentario Bíblico
Adventista vol. 5, 1125).
El mensaje a Laodicea y el pecado
inconsciente
“El mensaje a
Laodicea ha de ser proclamado con poder, ya que ahora es aplicable de una forma
especial… No ver nuestra propia deformidad es no apreciar la belleza del
carácter de Cristo. Cuando nos demos cumplida cuenta de nuestra propia
pecaminosidad, apreciaremos a Cristo… No ver el marcado contraste entre Cristo
y nosotros significa que no nos conocemos. Aquel que no se aborrece a sí mismo,
no puede comprender el significado de la redención… Hay muchos que no se ven a
sí mismos a la luz de la ley de Dios. No detestan el egoísmo, y en consecuencia
son egoístas” (Review and Herald,
25 setiembre 1900).
Una visión inadecuada de sí misma,
problema de Laodicea
“El mensaje a
la iglesia de Laodicea revela nuestra condición como pueblo… Satanás procura
corromper la mente y el corazón con toda su sutileza. Y ¡Oh, cuánto éxito
obtiene en hacer que los hombres y mujeres se aparten de la simplicidad del
evangelio de Cristo! Bajo la influencia de Satanás las tendencias hereditarias
y cultivadas al mal se despiertan a la acción. Pastores y miembros de iglesia
están en peligro de permitir que el yo ocupe el trono… Si viesen sus caracteres
deformes y distorsionados, tal como quedan minuciosamente reflejados en la
Palabra de Dios, se alarmarían de tal modo que caerían sobre sus rostros ante
Dios en contrición de espíritu y desecharían los trapos de inmundicia de su
propia justicia” (Review and Herald,
15 diciembre 1904).
Pecado inconsciente hecho
consciente demasiado tarde
“Los que
están a la izquierda de Cristo, los que lo han descuidado en la persona de los
pobres y dolientes, fueron inconscientes de su culpabilidad. Satanás los cegó;
no percibieron lo que debían a sus hermanos. Estuvieron absortos en sí mismos y
no se preocuparon de las necesidades de los demás” (El Deseado de todas las gentes, 594).
La maquinaria moral oculta del
corazón
“A los
hombres a quienes Dios destina para ocupar puestos de responsabilidad, él les
revela en su misericordia sus defectos ocultos, a fin de que puedan mirar su
interior y examinar con ojo crítico las complicadas emociones y manifestaciones
de su propio corazón, y notar lo que es malo… Dios quiere que sus siervos se
familiaricen con el mecanismo moral de su propio corazón” (Joyas de los Testimonios vol. 1, 475).
El pecado inconsciente vendrá a
ser por fin plenamente consciente
“La visión de
Zacarías con referencia a Josué y el ángel se aplica con fuerza peculiar a la
experiencia del pueblo de Dios durante la terminación del gran día de
expiación… Como Josué intercedía delante del ángel, la iglesia remanente, con
corazón quebrantado y fe ferviente, suplicará perdón y liberación por medio de
Jesús, su abogado. Sus miembros serán completamente conscientes del carácter
pecaminoso de sus vidas, verán su debilidad e indignidad…” (Joyas de los Testimonios vol. 2,
175-176).
Los servicios del santuario, un tipo de la remoción del
pecado inconsciente de la mente del hombre
“Aunque la
sangre de Cristo habría de librar al pecador arrepentido de la condenación de
la ley, no había de anular el pecado; este queda registrado en el santuario
hasta la expiación final; así en el símbolo, la sangre de la víctima quitaba el
pecado del arrepentido, pero quedaba en el santuario hasta el día de la
expiación.
En el gran
día del juicio final… los pecados de todos los que se hayan arrepentido
sinceramente serán borrados de los libros celestiales. En esta forma el
santuario será liberado o limpiado de los registros del pecado. En el símbolo,
esta gran obra de la expiación, o el acto de borrar los pecados, estaba
representada por los servicios del día de la expiación… Así como en el día de
la expiación final los pecados de los arrepentidos han de borrarse de los
registros celestiales para no ser ya recordados, en el símbolo terrenal eran
enviados al desierto y separados para siempre de la congregación” (Patriarcas y Profetas, 371-372).
“Satanás
había acusado a Jacob… y durante la larga noche de la lucha del patriarca,
procuró hacerle sentir su culpabilidad para desanimarlo y quebrantar su
confianza en Dios… el Mensajero celestial, para probar su fe, le recordó
también su pecado y trató de librarse de él… Así será en el tiempo de angustia.
Si el pueblo de Dios tuviera pecados inconfesos que aparecieran ante ellos
cuando los torturen el temor y la angustia, serían abrumados; la desesperación
anularía su fe y no podrían tener confianza en Dios para pedirle su liberación.
Pero aunque tengan un profundo sentido de su indignidad, no tendrán pecados
ocultos que revelar. Sus pecados habrán sido borrados por la sangre expiatoria
de Cristo, y no los podrán recordar” (Id,
199-200).
Nuestros propios capítulos
desconocidos
“La amargura
del pesar y la humillación es mejor que la complacencia del pecado. Mediante la
aflicción Dios nos revela los puntos infectados de nuestro carácter para que
por su gracia podamos vencer nuestros defectos. Nos son revelados capítulos
desconocidos con respecto a nosotros mismos, y nos llega la prueba que nos hará
aceptar o rechazar la reprensión y el consejo de Dios” (El Deseado de todas las gentes, 268).
“En el día
del juicio final, cada alma perdida comprenderá la naturaleza de su propio
rechazamiento de la verdad. Se presentará la cruz, y toda mente que fue cegada
por la transgresión verá su verdadero significado. Ante la visión del Calvario
con su Víctima misteriosa, los pecadores quedarán condenados. Toda excusa
mentirosa quedará anulada. La apostasía humana aparecerá en su carácter odioso.
Los hombres verán lo que fue su elección… Cuando los pensamientos de todos los
corazones sean revelados, tanto los leales como los rebeldes se unirán para
declarar: ‘Justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos’” (Id. 40).
Cómo operó la mente inconsciente
en la crucifixión de Cristo
“Creyentes y
no creyentes vendrán a ser testigos que confirmen la verdad que ellos mismos no
comprenden. Todos cooperarán en cumplir la voluntad de Dios, tal como ocurrió
con Anás, Caifás, Pilato y Herodes. Enviando a Cristo a la muerte, los
sacerdotes creyeron que cumplían sus propios propósitos, pero inconscientemente
y sin pretenderlo estaban cumpliendo el propósito de Dios” (Review and Herald,
12 junio 1900).
El juicio expone el contenido
oculto de la mente
“El registro
de los días pasados pondrá a la vista la vanidad de las invenciones humanas,
por las que las personas se han excusado a sí mismas de su negligencia en
responder a los ruegos de Dios. El Espíritu Santo revelará faltas y defectos
del carácter que se deberían haber discernido y corregido… Está cercano el
tiempo cuando se revelará plenamente la vida interior. Todos contemplarán, como
en un espejo, la operación de los resortes ocultos de la motivación. El Señor
quiere que examinéis vuestra propia vida ahora, y que veáis cómo aparece
vuestro registro ante él” (Review and
Herald, 10 noviembre 1896).
El pecado se oculta en el corazón
“El corazón
es la caja fuerte del pecado; si no se lo expulsa, permanece oculto hasta que
llega una oportunidad, y entonces se revela, poniéndose en acción” [Ver Hechos
4:27-28] (Carta H-16f, 1892).
(índice)