El Verbo se hizo carne
La tarde del
domingo 31 de octubre de 1895, W.W. Prescott predicó en el encuentro campestre
de Armadale, en Victoria, Australia. Ellen White oyó su predicación, así como
las que fue presentando sucesivamente, y quedó impresionada, expresando en
términos entusiastas su gratitud por el mensaje que dio Prescott, en diversas
cartas enviadas a diferentes destinatarios, así como públicamente en un
artículo en Review & Herald.
Puesto que White
Estate no ha publicado todavía todas esas cartas, es imposible dar la
referencia exacta de cada una de ellas.
Reproducimos
aquí diversos fragmentos de las mismas, así como una parte del artículo citado
en la Review & Herald:
Acabo de oír el discurso dado por el profesor Prescott. Fue un
poderoso llamamiento a nuestro pueblo... Maggie Hare ha tomado por escrito los
discursos del profesor Prescott y los míos a fin de publicarlos. Temo que sus
sermones no parezcan los mismos cuando no sea él quien los dé a viva voz, pues
sus palabras son pronunciadas en demostración del Espíritu y con poder, con el
rostro iluminado por la luz celestial. La presencia del Señor está día tras día
en nuestras reuniones (Manuscrito 19, 1895).
El Señor ha visitado a Prescott de una forma especial y le ha dado
un mensaje especial para el pueblo... la verdad está fluyendo a su través en
ricas corrientes; dice la gente que la Biblia es ahora para ella una nueva
revelación (Manuscrito 47, 1895).
Aquellos que desde el encuentro de Minneapolis han tenido el
privilegio de escuchar las palabras pronunciadas por los mensajeros de Dios:
A.T. Jones, E.J. Waggoner y W.W. Prescott... Ha estado brillando la luz del
cielo. La trompeta ha dado un sonido certero... Ha estado brillando luz sobre
la justificación por la fe y la justicia imputada de Cristo.
El Señor ha enviado a Prescott; no es un vaso vacío, sino lleno
del tesoro celestial. Ha presentado verdades en un estilo sencillo y claro,
rico en alimento.
W.W. Prescott ha estado trayendo las palabras ardientes de verdad
tal como las oí de alguien en 1844; la inspiración del Espíritu Santo está
sobre él. Prescott nunca había tenido un poder tal al predicar la verdad (Carta
W 32, 1895).
Prescott ha gozado del derramamiento del Espíritu Santo desde su
venida aquí. Distinguimos la voz del Buen Pastor. La verdad procedió de sus
labios de una forma en la que nunca antes la había oído el pueblo. Los oyentes
dicen que este hombre está inspirado.
Prescott ha hablado muchas veces en el encuentro campestre de
Armadale bajo la inspiración del Espíritu Santo (Carta W 84, 1895).
La gente pedía reproducciones escritas de los mensajes de Prescott.
Reaccionaron como un rebaño famélico, suplicando por copias de esos mensajes.
Quieren leer y estudiar cada uno de los puntos presentados.
La mente de Prescott ha sido fructífera en la verdad. Dios pueda
guiarnos a toda verdad.
Por la tarde [del 31 de octubre], el profesor Prescott dio una muy
preciosa lección, valiosa como el oro. La carpa estaba llena, y muchos
permanecían de pie en el exterior. Todos parecían fascinados por la palabra, a
medida que él presentaba la verdad en líneas tan nuevas para los que no eran de
nuestra fe. La verdad quedó separada del error, y el Espíritu divino la hizo
brillar como a joya preciosa. Se mostró que la obediencia perfecta a todos los
mandamientos de Dios es esencial para la salvación de las almas. La obediencia
a las leyes del reino de Dios revela lo divino en lo humano, santificando el
carácter.
El Señor está obrando poderosamente mediante sus siervos que están
proclamando la verdad, y ha dado al hermano Prescott un mensaje especial para
el pueblo. El poder y el Espíritu de la verdad proceden de labios humanos en
demostración del Espíritu y poder de Dios (The Australian Camp-meeting, Review
& Herald, 7 enero 1896).
El Señor ha visitado al hermano Prescott de forma señalada, y le
ha dado el Espíritu Santo para que lo dé a su pueblo... Los que están en la
verdad dicen: ‘Este hombre habla bajo la inspiración del Espíritu de Dios’...
Estamos seguros de que el Señor lo ha dotado con su Espíritu Santo, y la verdad
está procediendo de sus labios en ricas corrientes (The Melbourne Camp Meeting,
Manuscript Releases vol. 21, 388).
Reproducimos
a continuación la predicación que dio W.W. Prescott la noche de aquel domingo
(31 octubre 1895) en la reunión campestre de Armadale, cerca de Melbourne. Se la
puede encontrar (en inglés) en The Bible Echo del 6 enero 1896, 4 y 5,
vol. II, nº 1, y 13 enero 1896, 12, vol. II, nº 2.
El Verbo se hizo carne
(W.W.
Prescott)
En
el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era
Dios (Juan 1:1).
Y
el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (vers. 14).
El tema de la
redención será la ciencia y el canto por las edades eternas, y bien puede
ocupar nuestras mentes durante nuestra breve morada aquí. No hay ninguna otra
porción de ese gran tema que demande tanto de nuestras mentes a fin de poder
apreciarlo, como el tema que vamos a estudiar esta noche: “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”.
Por él “fueron hechas” todas las cosas.
Ahora, él mismo “fue hecho”. El que tenía toda la gloria con el Padre, la deja
a un lado y es hecho carne. Deja a un lado su modo divino de existencia y toma
el del hombre: Dios se manifiesta en la carne. Esa verdad es el fundamento
mismo de toda verdad.
Una verdad reconfortante
El que
Jesucristo se hiciera carne, el que Dios se manifestase en la carne, es una de
las verdades que más ánimo traen; una de las verdades más instructivas, una
verdad en la que debiera gozarse la humanidad.
Esta tarde
quisiera estudiar esa cuestión teniendo en vista nuestro presente beneficio
personal. Concentremos al máximo nuestras mentes, pues comprender que el Verbo
se hizo carne y habitó entre nosotros requiere todas las energías de nuestra
mente. Consideremos, primeramente, qué clase de carne fue, pues ahí está el
fundamento mismo de la cuestión, en lo que tiene que ver personalmente con
nosotros.
Por
cuanto los hijos participan de carne y sangre, él también participó de lo
mismo, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, a
saber, al diablo. Y librar a los que por el temor de la muerte estaban por toda
la vida sujetos a servidumbre. Porque de cierto, no vino para ayudar a los
ángeles, sino a los descendientes de Abrahán. Por eso, debía ser en todo
semejante a sus hermanos, para venir a ser compasivo y fiel Sumo Sacerdote ante
Dios, para expiar los pecados del pueblo. Y como él mismo padeció al ser
tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados (Heb
2:14-18).
Para que,
sujetándose a la muerte, tomando sobre sí la carne de pecado, pudiera destruir
mediante su muerte al que tenía el imperio de la muerte.
Porque
de cierto, no vino para ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de
Abrahán (Heb 2:16).
En el
siguiente versículo se nos da la razón de ello:
Por
eso, debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser compasivo y
fiel Sumo Sacerdote ante Dios, para expiar los pecados del pueblo.
A
Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: A las simientes,
como refiriéndose a muchos, sino a uno: A tu simiente, la cual es Cristo (Gál 3:16).
Viene
verdaderamente en ayuda de la simiente (o descendencia) de Abraham, haciéndose él
mismo simiente de Abraham.
Dios,
enviando a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del
pecado, condenó el pecado en la carne para que la justicia que requiere la ley
se cumpla en nosotros, que no andamos según la carne sino según el Espíritu (Rom 8:3-4).
Por lo tanto,
podéis ver que la Escritura expone claramente que Jesucristo tenía exactamente
la misma carne que nosotros: carne de pecado, carne en la que nosotros pecamos;
carne, sin embargo, en la que él no pecó jamás. Pero llevó nuestros pecados en
esa carne de pecado. No olvidéis ese punto. No importa cómo lo hayáis podido
considerar en el pasado, vedlo ahora tal como lo presenta la Palabra; y cuanto
más lo veáis en esa forma, más razón tendréis para agradecer a Dios porque así
sea.
El pecado de Adán, un tipo (un pecado
representativo)
¿Cuál era la
situación? Adán había pecado, y siendo él la cabeza de la familia humana, su
pecado fue un pecado representativo: un tipo. Dios hizo a Adán a su
propia imagen, pero esa imagen se perdió por el pecado. Adán engendró entonces
hijos e hijas, pero los engendró a su propia imagen, no a la de Dios (Gén
5:3). Todos somos descendientes de un linaje tal, pero siempre a imagen de
Adán.
Así
continuaron las cosas durante cuatro mil años, y entonces vino Jesucristo, de
carne y en carne, hecho de mujer, hecho bajo la ley; nacido del Espíritu, pero
en carne. ¿Qué carne pudo tomar, si no es la carne que había en aquel tiempo?
No sólo eso, sino que fue la carne que él mismo dispuso que había de tomar;
porque podéis ver que se trataba de auxiliar al hombre en la dificultad en la
que este había caído, y el hombre es un agente moral libre. La obra de Cristo
ha de ser, no la de destruirlo, no la de crear una nueva raza, sino re-crear al
hombre, restaurar en él la imagen de Dios.
Vemos
a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de
gloria y de honra a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia
de Dios experimentase la muerte en provecho de todos (Heb 2:9).
Una raza condenada y desvalida
Dios hizo al
hombre un poco menor que a los ángeles, pero el hombre cayó mucho más bajo por
su pecado. Queda totalmente separado de Dios, pero ha de ser elevado de nuevo.
Jesucristo
vino para realizar esa obra, y a fin de ello, vino, no allí donde estaba el
hombre antes de su caída, sino donde estaba después de haber caído. Tal es la
lección contenida en la escalera de Jacob. Esta descansaba sobre el terreno en
donde estaba Jacob, pero su extremo superior alcanzaba hasta el cielo. Cuando
Cristo viene a rescatar al hombre del pozo en el que está, no se acerca a la
entrada del pozo para mirar y decirle: ‘Sube hasta aquí, y yo te ayudaré’. Si
el hombre pudiera por sí mismo retornar hasta el punto en el que cayó, sería
igualmente capaz de lograr el resto. Si pudiera dar un solo paso por sí mismo,
podría recorrer todo el camino; pero debido a que el hombre está rematadamente
arruinado, débil, herido y destrozado… de hecho, absolutamente desvalido,
Jesucristo viene allí donde él se encuentra y se une con él. Toma su carne y se
hace un hermano suyo. Jesucristo es nuestro hermano en la carne. Nació en la
familia.
“Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único”.
Sólo tenía un Hijo, y lo entregó. Y ¿a quién lo entregó? “Un niño nos es nacido”.
Un niño nos es nacido
Isaías 9:6. Hasta en el
propio cielo ha introducido cambios el pecado, puesto que Jesucristo, a causa
del pecado, tomó sobre sí la humanidad y la lleva ahora. La seguirá llevando
por la eternidad. Jesucristo vino a ser el Hijo del hombre, tanto como el Hijo
de Dios. Nació en nuestra familia. No vino como un ser angélico, sino que nació
en la familia y creció en ella; fue un niño, un joven, un adulto, un hombre en
la flor de la vida, en nuestra familia. Es el Hijo del hombre; nuestro
pariente, llevando la carne que nosotros llevamos.
Adán era el
representante de la familia; por lo tanto, su pecado fue un pecado
representativo. Cuando vino Jesucristo, vino a tomar el lugar del Adán que cayó.
El
primer Adán fue hecho un ser viviente. El postrer Adán, un espíritu vivificante (1 Cor
15:45).
El segundo
Adán es Jesucristo hombre, y vino para unir la familia humana con la divina.
Dios nos es presentado como el “Padre de nuestro
Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda la familia de los cielos y de la
tierra” (Efe 3:14-15). Jesucristo, el Hijo del Dios viviente,
vino a esta parte de la familia a fin de poder restaurarla, para que pudiera
existir...
Una familia nuevamente unida, en el reino de Dios
Jesús vino, y
tomó la carne de pecado que esta familia había atraído sobre sí al pecar, y le
trajo salvación, condenando al pecado en la carne.
Adán fracasó
en su puesto, y por el delito de uno, los muchos fueron constituidos pecadores
(Rom 5:19). Jesucristo se dio a sí mismo, no sólo por nosotros,
sino a nosotros, uniéndose a la familia a fin de poder tomar el lugar
del primer Adán, y como cabeza de la familia, rescatar aquello que se perdió en
el primer Adán. La justicia de Jesucristo es una justicia representativa, como
también lo fue el pecado de Adán; y Jesucristo, como segundo Adán, reunió
consigo a toda la familia.
Pero desde
que el primer Adán ocupó su lugar ha habido un cambio, y la humanidad es
humanidad pecaminosa. Se perdió el poder de la justicia. Para redimir al hombre
de la posición en la que había caído, Jesucristo viene y toma la carne misma
que posee ahora la humanidad; viene en carne pecaminosa, y toma el asunto allí
donde Adán fue probado y falló. Fue hecho, no ya hombre, sino que fue hecho
carne, fue hecho humano, y reunió consigo a toda la humanidad, la abrazó en su
mente infinita y se hizo el representante de toda la familia humana.
Adán fue
tentado al principio en lo referente al apetito. Cristo vino, y después de
haber ayunado cuarenta días, el diablo lo tentó a que usara su poder divino
para satisfacer su propio apetito. Y observad: fue en carne pecaminosa como fue
tentado, no en la carne que Adán poseía cuando cayó. Es una verdad terrible,
pero a mí me alegra terriblemente que así sea. Se deduce necesariamente que al
nacer, al ser nacido en la misma familia, Jesucristo es mi hermano en la carne,
“por eso, no se avergüenza de llamarlos hermanos”
(Heb 2:11).
Ha venido a
la familia, se ha identificado con ella. Es a la vez Padre y Hermano de la
familia. Como Padre de la familia es su representante. Vino a redimirla,
condenando al pecado en la carne, uniendo la divinidad con la carne de pecado.
Jesucristo hizo la conexión entre Dios y el hombre a fin de que el Espíritu
divino pudiera morar en la humanidad. Recorrió el camino en favor de la humanidad.
Llevó nuestros dolores
Y vino junto
a nosotros. No está alejado de nosotros ni en un simple paso.
Se
hizo semejante a los hombres (Fil 2:7).
Lleva ahora
la semejanza de hombre, y al mismo tiempo posee la divinidad; es el divino Hijo
de Dios. Así, mediante la unión de la divinidad con la humanidad restaurará al
hombre a la semejanza de Dios. Al tomar el lugar de Adán, Jesucristo tomó
nuestra carne. Tomo nuestro lugar por completo a fin de que nosotros pudiéramos
tener su lugar. Tomó nuestra posición con todas sus consecuencias —y eso
significa la muerte— a fin de pudiéramos obtener la suya con todas sus
consecuencias, y eso significa vida eterna.
Al
que no tenía pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros seamos
hechos justicia de Dios en él (2 Cor 5:21).
Él no fue
pecador, pero se ofreció para que Dios lo tratara como si lo fuese, a fin de
que nosotros, que somos pecadores, pudiésemos ser tratados como si fuésemos
justos.
Él
llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Y nosotros lo tuvimos
por azotado, por herido de Dios y abatido (Isa 53:4).
Los dolores
que llevó fueron nuestros dolores, y es un hecho cierto que se identificó de
tal manera con la naturaleza humana, que llevó en sí mismo todos los dolores y
penas de la totalidad de la familia humana.
Pero él fue herido por nuestras rebeliones, molido
por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga
fuimos curados (Isa 53:5).
Lo que estaba
hiriéndole a él, nos estaba sanando a nosotros. Estaba siendo herido a fin de
que pudiésemos ser sanados.
Todos
nos descarriamos como ovejas, cada cual se desvió por su camino. Pero el Eterno
cargó sobre él el pecado de todos nosotros (Isa 53:6).
Y entonces
murió, puesto que fue puesta sobre él la iniquidad de todos nosotros. En él no
hubo pecado, pero los pecados del mundo entero fueron puestos sobre él. He aquí
el Cordero de Dios, llevando los pecados del mundo entero.
Él
es la víctima por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros sino también por
los del mundo entero (1 Juan 2:2).
El precio pagado por cada alma
Quisiera que
vuestras mentes capten la verdad de que, tanto si un hombre se arrepiente como
si no lo hace, Jesucristo ha llevado sus dolores, sus pecados y sus pesares, y
se lo invita a que los deposite sobre Cristo. Aunque todo pecador en este mundo
se arrepintiese con toda su alma y volviese a Cristo, el precio se pagó ya con
anterioridad. Jesús no esperó hasta que nos arrepintiésemos antes de morir por nosotros.
Siendo
aún pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5:8).
En
esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él
nos amó a nosotros y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados (1 Juan
4:10).
Cristo murió
por el bien de cada alma aquí reunida; ha llevado sus penas y dolores; pide
simplemente que las depositemos sobre él y le permitamos llevarlas.
Cristo, nuestra justicia
Más aun: cada
uno de nosotros estaba representado en Jesucristo cuando el Verbo fue hecho
carne y habitó entre nosotros. Estábamos todos allí en Jesucristo.
Todos
estuvimos representados en Adán según la carne; y al venir Cristo como el
segundo Adán, anduvo hasta el lugar del primer Adán, de forma que todos estamos
representados en Cristo. Él nos invita a entrar en la familia espiritual. Ha
formado esa nueva familia, de la cual él es la cabeza. Es el nuevo hombre. En él
tenemos la unión de lo divino con lo humano.
En esa nueva
familia está representado cada uno de nosotros.
Por
decirlo así, el mismo Leví, que recibe los diezmos, pagó el diezmo por medio de
Abrahán. Porque Leví aún estaba en los lomos de su padre cuando Melquisedec le
salió al encuentro (Heb 7:9-10).
Cuando
Melquisedec dio la bienvenida a Abrahán, quien regresaba de una lucha
victoriosa, este le dio la décima parte de todo. Leví estaba aún en el seno de
su padre Abrahán; pero dado que fue un descendiente de él, lo que Abrahán hizo,
la Escritura afirma que lo hizo Leví en Abrahán. Leví desciende de Abrahán
según la carne. Aún no había nacido cuando Abrahán pagó el diezmo, pero dado
que Abrahán lo pagó, él lo pagó igualmente. En la familia espiritual sucede
exactamente lo mismo. Lo que hizo Cristo como cabeza de esa nueva familia, lo
hicimos nosotros en él. Era nuestro representante. Se hizo carne. Se hizo
nosotros. No se hizo simplemente un hombre, sino que se hizo carne, y cada uno
que hubiera de nacer en su familia estaba representado en Jesucristo cuando él
vivió aquí en la carne. Veis pues que todo cuanto hizo Cristo le es acreditado
a cualquiera que se una a esa familia, como habiéndolo hecho en Cristo. Cristo
no era un representante ajeno, separado de él, sino que de igual forma en que
Leví pagó el diezmo en Abrahán, todo el que naciera posteriormente en la
familia espiritual de Cristo, hizo lo que Cristo hizo.
El nuevo nacimiento
Ved lo que
eso significa en relación con los sufrimientos vicarios. No es simplemente que
Jesucristo viniese del exterior, y viniese a nuestro lugar como lo haría un
forastero; sino que uniéndose a nosotros por el nacimiento, toda la humanidad
fue reunida en la divina Cabeza: Jesucristo. Él sufrió en la cruz. Por lo
tanto, en Jesucristo, fue toda la familia la que fue crucificada.
El
amor de Cristo nos apremia, al pensar que si uno murió por todos, luego todos
han muerto (2 Cor 5:14).
Lo que
demanda nuestra experiencia es que entremos en el hecho de que fuimos muertos
en él. Pero si bien es cierto que Jesucristo pagó todo el precio, llevó todo
pesar, fue la humanidad misma, es igualmente cierto que ningún hombre recibe
beneficio de ello a menos que reciba a Cristo, a menos que nazca de nuevo. Sólo
los que nacen dos veces pueden entrar en el reino de Dios. Los que son nacidos
en la carne tienen que volver a nacer: han de nacer del Espíritu a fin de que
lo que Cristo hizo en la carne pueda serles de beneficio a fin de poder estar
verdaderamente en él.
La obra de
Cristo consiste en otorgarnos el carácter de Dios. Entonces Dios ve a Cristo y el
carácter perfecto de él, en lugar de ver nuestro carácter pecaminoso. En el
mismo momento en que nos vaciamos de nosotros mismos, o permitimos a Cristo que
nos vacíe del yo y creemos en Jesucristo, recibiéndole como a nuestro Salvador
personal, Dios lo ve a él como realmente a nuestro representante. Entonces no
nos ve a nosotros ni a todo nuestro pecado. Ve a Cristo.
Nuestro representante en las cortes celestiales
Hay
un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre (1 Tim
2:5).
Hay ahora un
hombre en el cielo: Jesucristo hombre, que lleva nuestra naturaleza humana;
pero no se trata más de carne de pecado; está glorificada. Habiendo venido aquí
y habiendo vivido en carne de pecado, murió; y “en
cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; pero en cuanto vive, para Dios
vive” (Rom 6:10). Al morir se deshizo de la carne de pecado y
resucitó glorificado. Jesucristo vino aquí como nuestro representante. Recorrió
el camino que lleva nuevamente al cielo, estando en la familia. Murió al pecado
y resucitó glorificado. Vivió como Hijo del hombre, creció como Hijo del
hombre, ascendió como Hijo del hombre. Y hoy Jesucristo, nuestro propio Hermano
–Jesucristo hombre–, está en el cielo y vive para interceder por nosotros.
Ha pasado por
cada una de nuestras experiencias. ¿Ignora acaso lo que significa la cruz? Fue
al cielo por el camino de la cruz, y nos dice: “Ven”.
Eso hizo
Cristo al ser hecho carne. Nuestras mentes quedan estupefactas. ¿Qué lenguaje
humano puede expresar la obra efectuada a favor nuestro, cuando “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”?
¿Cómo podremos expresar lo que Dios nos ha dado? Al darnos a su Hijo, dio el
don más precioso del cielo, y lo dio para no volverlo a tomar. Por toda la
eternidad el Hijo del hombre llevará en su cuerpo las marcas que hizo el
pecado; será por siempre Jesucristo, nuestro Salvador, nuestro Hermano mayor.
Eso es lo que Dios ha hecho por nosotros al darnos a su Hijo.
Cristo, identificado con nosotros
Esa unión de
lo divino con lo humano ha traído a Jesucristo muy cerca de nosotros. No hay
nadie tan degradado como para que Jesucristo no pueda estar allí con él. Se
identificó completamente con esta familia humana. En el juicio, cuando se deban
enfrentar las recompensas y castigos, dirá:
En
cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis (Mat
25:40).
Cristo da a
cada miembro de la familia humana la misma consideración que a sí mismo. Cuando
sufre la humanidad, él sufre. Él es humanidad, se ha unido a esta familia. Es
nuestra cabeza; y cuando en alguna parte del cuerpo hay un latido de dolor, la
Cabeza lo siente. Se ha unido a nosotros, uniéndonos en ello con Dios, puesto
que leemos:
La
virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emmanuel, que significa:
Dios con nosotros (Mat 1:23).
Unidad en Cristo
Jesucristo se
unió de tal manera con la familia humana, que puede estar con nosotros
estando en nosotros, de la misma forma en que Dios estuvo con él
estando en él. El propósito mismo de su obra fue poder habitar en
nosotros, y hacer que —representando al Padre—, los hijos, el Padre y el
Hermano mayor resultasen unidos en él.
Veamos cuál
fue su mente en aquella postrera oración:
Para
que todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti. Que también ellos
sean uno en nosotros (Juan 17:21).
Yo
les di la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno.
Yo en ellos, y tú en mí. Que lleguen a ser perfectamente unidos, para que el
mundo conozca que tú me enviaste, y que los amaste a ellos así como me amaste a
mí. Padre, que aquellos que me has dado estén conmigo donde yo esté, para que
vean mi gloria, la que me has dado. Por cuanto me has amado desde antes de la
creación del mundo. Padre justo, aunque el mundo no te ha conocido, yo te he
conocido; y ellos han conocido que tú me enviaste. Yo les di a conocer tu
Nombre, y seguiré dándolo a conocer (vers. 22-26).
Y las últimas
palabras de su oración fueron:
Para
que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo en ellos (Juan
17:21-26).
Al ascender, estas
fueron sus últimas palabras dirigidas a los discípulos:
Estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mat
28:20).
Estando en
nosotros, está con nosotros por siempre. Con el fin de hacer eso posible, a fin
de poder morar en nosotros, vino y tomó nuestra carne.
Esa es
también la forma en la que opera la santidad de Jesús. Él poseía una santidad
que le permitió venir y morar en carne pecaminosa, y glorificarla mediante su
presencia en ella; y eso es lo que hizo, de manera que al resucitar de los
muertos fue glorificado. Su propósito era que, habiendo purificado la carne
pecaminosa mediante la morada de su presencia, pudiese venir ahora y purificar
la carne pecaminosa en nosotros, y glorificarla en nosotros.
Transformará
el cuerpo de nuestra bajeza para que sea semejante a su cuerpo de gloria, por
el poder que tiene de sujetar todas las cosas a sí (Fil 3:21).
Porque
a los que de antemano conoció, también los predestinó a que fuesen modelados a
la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8:29).
La elección de la gracia
Permitidme
que os diga que lo anterior encierra todo lo concerniente a la predestinación.
Existe una predestinación: se trata de una predestinación del carácter. Hay una
elección: es la elección del carácter. Todo el que cree en el Señor Jesucristo,
es elegido, y todo el poder de Dios está tras esa elección a fin de que pueda
llevar la imagen de Dios. Llevando esa imagen, está predestinado por toda la
eternidad al reino de Cristo. Pero todo el que no lleva la imagen de Dios está
predestinado a la muerte. Es una predestinación de Dios en Jesucristo. Cristo
provee el carácter, y lo ofrece a todo aquel que cree.
El corazón y vida del cristianismo
Entremos en
la experiencia de que Dios nos ha dado a Jesucristo para que more en nuestra
carne pecaminosa, para obrar en nuestra carne pecaminosa lo que obró cuando
estuvo aquí. Vino y vivió aquí para que mediante él pudiésemos reflejar la
imagen de Dios. Tal es la esencia misma del cristianismo. Cuanto se oponga a
ello, no es cristianismo.
Amados,
no creáis a todo espíritu, sino probad si los espíritus son de Dios; porque
muchos falsos profetas han salido al mundo. En esto conoced el Espíritu de
Dios: Todo espíritu que reconoce que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios.
Y todo espíritu que no reconoce a Jesús, no es de Dios. Este es del anticristo,
que habéis oído que ha de venir, y que ahora ya está en el mundo. Hijos,
vosotros sois de Dios, y los habéis vencido, porque el que está en vosotros es
mayor que el que está en el mundo (1 Juan 4:1-3).
Eso no puede
significar simplemente el reconocimiento de que Jesucristo estuvo aquí y vivió
en la carne. Hasta los diablos reconocen tal cosa. Saben que Cristo vino en la
carne. La fe que viene del Espíritu de Dios dice: ‘Jesucristo ha venido en mi
carne; lo he recibido’. Ese es el corazón y vida del cristianismo.
El problema
con el cristianismo de hoy es que Cristo no mora en los corazones de los que
profesan su nombre. Para ellos es un forastero. Se lo mira de lejos a modo de
ejemplo. Pero es más que un ejemplo para nosotros. Nos dio a conocer cuál es el
ideal de Dios para la humanidad, y entonces vino y lo vivió entre nosotros a
fin de que podamos ver en qué consiste llevar la imagen de Dios. Entonces murió
y ascendió a su Padre, enviando su Espíritu —su propio representante— para que
viviese en nosotros, para que la vida que vivió en la carne, podamos volver a
vivirla. Eso es cristianismo.
Cristo ha de morar en el corazón
No basta con
hablar de Cristo y de la belleza de su carácter. El cristianismo sin Cristo
morando en el corazón, no es genuino cristianismo. Sólo es un cristiano genuino
aquel que tiene a Cristo morando en su corazón, y podemos solamente vivir la
vida de Cristo cuando él mora en nosotros. Quiere que nos aferremos a la vida y
poder del cristianismo. No os sintáis satisfechos con menos que eso. No deis
oído a nadie que os lleve por ningún otro camino.
Cristo
en vosotros, la esperanza de gloria (Col 1:27).
Su poder, su
presencia morando ahí, eso es cristianismo. Es lo que hoy necesitamos; y estoy
agradecido porque haya corazones que estén anhelando esa experiencia, y que la
reconocerán cuando llegue. No hace diferencia alguna cuál pueda ser vuestro
nombre o denominación. Reconoced a Jesucristo y permitidle que more en vosotros.
Siguiéndole a donde os lleve, sabremos en qué consiste la experiencia
cristiana, y qué es morar en la luz de su presencia. Os digo que se trata de
una verdad sublime. El lenguaje humano es incapaz de expresar mejor lo
contenido en estas palabras: “El Verbo se hizo
carne, y habitó entre nosotros”. Esa es nuestra salvación.
El objeto de
estas puntualizaciones no es meramente establecer una línea de pensamiento. Es
traer nueva luz a nuestra alma y expandir nuestros conceptos sobre la palabra
de Dios y el don de Dios a fin de que podamos apreciar su amor por nosotros. Lo
necesitamos. Nada menos que eso nos bastará, en vista de lo que tenemos que
enfrentar: el mundo, la carne y el diablo. Pero el que está por nosotros es más
poderoso que el que está contra nosotros. Tengamos en nuestras vidas diarias a
Jesucristo, el “Verbo” que “se hizo carne”.