La perfección
(DP-LB)
¿Sentís
que sois perfectos? No nos gusta la palabra, porque no nos sentimos así. La
evitamos porque nos incomoda. Pero sucede a menudo que los desafíos resultan
ser las mayores bendiciones si los miramos de frente, si no los eludimos.
“Oramos por vuestra perfección
… Por lo demás, hermanos, tened gozo, perfeccionaos,
consolaos, sed de un mismo sentir y vivid en paz; y el Dios de paz y de amor
estará con vosotros” (2 Cor 13:9 y 11).
Observad
que la invitación “perfeccionaos” va asociada al gozo, el consuelo, la paz y el amor. Y también a la unidad en el sentir, así como a la presencia
de Dios con nosotros. ¿Podéis imaginar una mejor receta que esa?
Si
la perfección está en la Biblia, si
Cristo habló de ella, los discípulos de Cristo no podemos ignorarla sin exponernos
a una gran pérdida.
El
tema recurrente en el libro de Hebreos es la perfección: lo que el ritualismo
no puede lograr, es logrado por Cristo, el Cordero: la realidad representada en
el sistema ceremonial, en el santuario terrenal.
“La Ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la
imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se
ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos
a los que se acercan … pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un
solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios … con una
sola ofrenda hizo perfectos para
siempre a los santificados” (Heb
10:1-14).
Leemos,
en el contexto de amar a nuestros enemigos (lo que implica tener un carácter
como el de Cristo):
“Sed, pues, vosotros perfectos,
como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat 5:48).
Prestemos
atención a algunas definiciones:
PECADO
· Naturaleza
pecaminosa (determinada por la herencia; lo recibido al nacer)
· Carácter
pecaminoso (determinado por nuestras decisiones)
¿Cuál
es el pecado que nos condena, el que nos hace culpables? ¿Qué nos hace
responsables ante Dios? ¿Es nuestra herencia?, ¿o bien son nuestras decisiones, esas que determinan nuestro
carácter?
Agustín
de Hipona (354-430 d.C.), tras haber luchado sin éxito contra el pecado, concluyó
que nuestra culpabilidad radica en la naturaleza con la que nacemos. Según él,
Dios imputa a cada descendiente de Adán la culpabilidad del pecado de aquel. Se
trata de la doctrina del pecado original (culpa heredada o imputada a partir del
pecado de Adán). Según ella nacemos culpables, y pecamos tanto como respiramos.
Sobre esa premisa edifica la mayor parte del cristianismo su comprensión del
evangelio —que es el remedio para el pecado—. ¿Es esa la enseñanza de la Palabra
de Dios? El evangelio será diferente, y llevará a un resultado diferente,
dependiendo de qué definición hayamos aceptado para el pecado. Una vez definido
en qué consiste el pecado que nos condena, automáticamente queda decidido en
qué consiste la ausencia de pecado —la santidad—, y cuándo puede producirse. Eso
es debido a que la santidad es lo contrario al pecado. También la santidad se puede
referir a (1) nuestra naturaleza, o
bien (2) a nuestro carácter.
¿Cuándo
podemos tener una naturaleza santa? —Cuando
venga Jesús, “a la final trompeta”. Por lo
tanto, si el pecado que nos condena es nuestra naturaleza caída, la que recibimos por herencia; entonces la
santidad consiste en la posesión de una naturaleza santa, y evidentemente no
podremos tenerla antes de que Cristo regrese. En ese escenario pierde todo
sentido el fin del tiempo de prueba,
la purificación del santuario, el borramiento de los pecados en el juicio investigador o el sellamiento, ya que entendiendo el
pecado como herencia recibida, lo único que podemos hacer es seguir pecando
hasta la venida de Jesús.
Pero
si el pecado radica en el carácter, en lo que deciden mis elecciones, entonces
la santidad se refiere al carácter, a mis decisiones, y en ese escenario la
santidad se puede dar antes que Cristo regrese. Entonces tiene sentido el fin del tiempo de prueba, la purificación del santuario, el borramiento de los pecados en el juicio investigador y el sellamiento antes que Cristo regrese.
El concepto del fin del tiempo de prueba, aun siendo
estrictamente bíblico, no figura en el vocabulario de ninguna otra iglesia
aparte de la adventista, y es importante que comprendamos por qué.
¿Por
qué no existe esa verdad en otras iglesias cristianas? —¡Porque su “otro”
evangelio no lo permite! Tampoco permite el sellamiento
o el ministerio de Cristo en el lugar santísimo para el borramiento de los pecados en el juicio investigador. Según ese otro “evangelio”, no podemos vivir
sin pecar en esta vida. No hasta que venga Jesús. Por lo tanto, no puede haber
un final del tiempo de prueba. La
verdad bíblica del fin del tiempo de prueba está ligada a la comprensión del
santuario según la luz del conflicto de los siglos; está ligada a la
preparación para la segunda venida de Cristo. Esas son verdades singulares y
centrales en la hora en que vivimos, que el Señor ha encomendado a nuestra Iglesia,
y que sólo se pueden comprender en la luz que emana del lugar santísimo. Para
la justificación bíblica del fin del tiempo de prueba, ver Mat 24:37-39; Gén 7:9-10 y 16; Mat 25:10; Luc 13:25; Apoc 22:11 y PP, 75-76; granate, 86.
“El sello de Dios no será puesto nunca en la frente de un
hombre o una mujer que sean impuros. Nunca será puesto sobre la frente de seres
humanos ambiciosos y amadores del mundo. Nunca será puesto sobre la frente de
hombres y mujeres de corazón falso o engañoso. Todos los que reciban el sello
deberán estar sin mancha delante de
Dios y ser candidatos para el cielo” (Maranatha, 238).
“Sin mancha” no puede referirse a naturaleza o herencia recibida por nacimiento. Sólo entendiendo el pecado como
nuestras elecciones personales, como
algo que afecta a nuestro carácter, tiene
sentido el fin del tiempo de prueba.
Sólo si el pecado está en nuestro carácter y la santidad se refiere al carácter,
tal como enseña la Biblia.
“Jesús … le dijo: Mira, has sido sanado; no peques más” (Juan 5:14).
“Jesús le dijo: —Ni yo te condeno; vete y no peques más” (Juan 8:11).
Según
esos textos, ¿cuál os parece que era el concepto de pecado para Jesús: la naturaleza que heredamos al nacer, o
bien el carácter conformado por nuestras
elecciones?
“A fin de permitir que Cristo entre en nuestros corazones,
debemos dejar de pecar. La única definición de pecado que tenemos en la
Biblia es: transgresión de la ley” (ST, 3 marzo 1890).
Estas han sido
definiciones relativas al pecado. Prestemos ahora atención a definiciones de
PERFECCIÓN:
1- perfección absoluta
2- perfección de la naturaleza
3- perfección / entrega (del carácter)
4- perfección / madurez (del carácter)
Cuatro
definiciones para una misma palabra. ¿Podéis adivinar por qué hay tanta confusión?
1- Perfección
absoluta
¿A
quién se aplica? —A Dios. ¿Se aplica también a los ángeles? Una tercera parte
de ellos cayó de su perfección, pero ¿y las otras dos terceras partes?
Pensad
en esto: ¿eran los ángeles fieles absolutamente
perfectos?, ¿cuánto tiempo les tomó hasta que perdieron su último vínculo de
simpatía hacia Satanás? —¡Cuatro mil largos años! Hasta entonces conservaban
aún cierta simpatía hacia aquel que hubo de ser expulsado del cielo, hacia
quien Jesús afirmó que era “homicida desde el
principio”. ¿Debieran haber conservado alguna simpatía hacia él? Ahora
no la albergan. ¿Podéis imaginarlos contemplando horrorizados el Getsemaní y el
Calvario, y diciéndose: ‘¡Cómo hemos podido conservar la menor simpatía hacia
Satanás! Habíamos pensado que quizá podía tener cierta razón en algún punto,
pero ahora vemos claramente lo equivocado de nuestro juicio’. ¡Y no estamos
hablando aquí de pecado, sino de cambio de opinión a la vista de nueva
información!
“El clamor: ‘Consumado es’ tuvo profundo significado para
los ángeles y los mundos que no habían caído. La gran obra de la redención se
realizó tanto para ellos como para nosotros” (DTG, 706).
“Satanás vio que su disfraz le había sido arrancado. Su
administración quedaba desenmascarada delante de los ángeles que no habían
caído y delante del universo celestial. Se había revelado como homicida. Al
derramar la sangre del Hijo de Dios había perdido la simpatía de los seres
celestiales… estaba roto el último vínculo de simpatía entre Satanás y el mundo
celestial.
Sin embargo, Satanás no fue destruido entonces. Los ángeles no comprendieron ni
aún entonces todo lo que entrañaba la gran controversia” (DTG, 709).
Los
ángeles fieles tuvieron que verificar y modificar su juicio mantenido hasta
entonces, en vista de la nueva información a su alcance. Eso no es perfección
absoluta. Haces un juicio; luego reflexionas, recapacitas, te das cuenta de que
estabas equivocado, y cambias tus conclusiones. Eso no es pecado, pero tampoco
es perfección absoluta. Por lo tanto, no podemos atribuir a los ángeles
perfección absoluta. Y con mayor razón, no la podemos atribuir a nosotros, a
nuestro pasado, presente o futuro.
Ningún
ser finito puede ser absolutamente
perfecto, ya que la perfección absoluta requiere la omnisciencia (el
conocimiento perfectamente absoluto), y no hay ningún ser finito que tenga una
mente omnisciente. Conocemos sólo en parte. Aprendemos mientras caminamos, y eso
se aplica también a los ángeles.
Sólo
Dios, por definición, puede poseer la perfección absoluta. En la esfera moral,
eso no se puede aplicar nunca a los seres creados, ni siquiera a los redimidos
en el cielo. Estaremos aprendiendo por toda la eternidad. ¿Podéis imaginar qué
haremos durante los primeros años en el cielo, durante el milenio? Allí
tendremos a Pedro, a Pablo, a Abraham, a la hermana White, a los ángeles, al
propio Jesús. E iremos descubriendo lo que es verdad, en lugar de lo que creíamos que era verdad. Entonces no
habrá dudas respecto a quién representan las siete cabezas o siete reyes de
Apocalipsis 17, o lo escrito en Daniel 11 y 12. Es decir: hasta el propio
cielo, al menos al principio, llevaremos conclusiones equivocadas en necesidad
de corrección. No sabemos por cuánto tiempo.
Así,
¿cuándo alcanzaremos la perfección absoluta? —Nunca. Es falsa la declaración de
que “seréis como dioses, sabiendo el bien y el mal”
según el conocimiento absoluto que sólo a Dios pertenece. Nunca seremos dioses.
Es cierto que la transgresión nos proporcionó un conocimiento del pecado que
antes no teníamos: algo nuevo para la raza humana; pero es siempre un
conocimiento parcial, limitado, distorsionado, y que va acompañado de un
“desconocimiento” correspondiente de la santidad. La doctrina “seréis como dioses” es panteísta en esencia, está emparentada
con la de la inmortalidad natural del alma (“no
moriréis”), por cuanto pretende atribuir a la criatura lo que pertenece
sólo al Creador (1 Tim 6:15-16).
2- Perfección de
la naturaleza
Es
lo mismo que una naturaleza no afectada por el pecado: algo que sólo tendremos
en la segunda venida de Cristo. En el nacimiento recibimos como herencia una
naturaleza caída, pecaminosa. En la segunda venida recibiremos una naturaleza
santa, que significa perfección de la naturaleza. No llevaremos al cielo
nuestra naturaleza pecaminosa, corruptible. Dios la transformará.
¿Cuál
es nuestra contribución en ese proceso? ¿Tenemos alguna elección en esa área de
la naturaleza? ¿Creéis la herejía de la
carne santa, consistente en la pretensión de que podemos tener una carne
santa ahora, en la que cada impulso natural sea hacia el bien? ¿Conocéis los
detalles acerca de cómo va a transformar Dios nuestra naturaleza en su segunda
venida?
Por
lo tanto, si bien la santidad de la naturaleza es una definición válida de la
perfección, no se aplica hoy. No es la verdad presente. Dios se encargará del
proceso “en un abrir y cerrar de ojos” a su
debido tiempo, “a la final trompeta, cuando esto
corruptible sea vestido de incorrupción”.
3- Perfección: entrega.
Se
refiere al carácter. Nuestra decisión, nuestra elección, está presente en cada momento. No como algo meritorio,
pero sí necesario. Nuestra decisión no es la causa de nuestra salvación (sólo Dios lo es), pero sí la condición necesaria.
Cuando
vais a Jesús, ¿cuánto de vuestra vida le entregáis?, ¿es suficiente el 90%? —No.
Le entregáis todo. Ahora: ¿Cuánto es
“todo”? —Todo lo que conocéis. Todo, hasta donde sabéis. ¿Cómo podríais
entregarle más de lo que sabéis? Puede tratarse de un todo más bien pequeño al principio, pero Dios está satisfecho con
eso. Todo el cielo está feliz al saber que os habéis entregado de todo corazón
al Señor. “Todo lo que sabéis”, puede ser tan pequeño como: ‘Soy un gran
pecador, y Cristo es mi gran Salvador y Señor’. Entregarse de corazón a Cristo
no parece algo muy grande en esas condiciones, pero Dios honra ese paso de fe,
y está perfectamente satisfecho en ese punto (Hechos 16:30-34).
Encontramos
un gran ejemplo en el ladrón arrepentido en el Calvario, en su “undécima hora”.
¿Qué
conocimiento tenía del plan de la salvación? ¿Qué sabía de los 2.300 días? ¿Sabía
mucho sobre las doctrinas de la Biblia? ¿Qué dilatada experiencia tenía? —No
mucha, probablemente.
Pero
supo que merecía la muerte, que era culpable; y allí, a su lado, descubrió al
Salvador: en aquel Crucificado moribundo descubrió al Hijo de Dios, el Salvador
del mundo, lleno de perdón y lleno de poder. El Espíritu Santo trajo convicción
a su mente, y se entregó de todo corazón al Salvador.
Jesús
le aseguró: ‘De cierto te digo hoy: estarás conmigo
en el paraíso’.
El
ladrón arrepentido, sin haber alcanzado la perfección de la madurez, conoció la
perfecta paz y el perfecto gozo del perdón. Su entrega fue perfecta.
¿Estará
el ladrón arrepentido en el mismo cielo que Pedro, Pablo, Daniel y Abraham?
¿Estará en el mismo cielo que aquellos que alcanzaron la perfección de la
madurez, “los perfectos… los que por la costumbre tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del
bien y del mal” (Heb 5:14)? —Sí.
¡Alabado sea Dios! En el mismo cielo; en
el único cielo, y verá al Señor cara a cara.
Él
ladrón arrepentido no pudo conocer la perfección de la madurez, pero sí la
perfección de la entrega. Eso nos enseña algo muy importante respecto a los
requisitos para la salvación.
Esta
tercera definición es el único
requisito para la salvación: la entrega del corazón; esa gran decisión
que se ramifica en otras decisiones subsidiarias, y que determina nuestro carácter.
El carácter no cambia en la segunda venida de Cristo, y tampoco cuando morimos.
Lo desarrollamos ahora, mientras dura el tiempo de prueba, y determina nuestro
destino eterno. Ese destino depende de cómo respondemos a la gracia de Dios en
el don de Cristo; depende de nuestra elección, de nuestra entrega. Ese es el requisito.
No
es la madurez. No es la educación. No es el aprendizaje. ¡No es ser adventista!
Ninguno de los nombrados es un requisito para el cielo. El requisito es el
sometimiento del carácter, la entrega total del corazón. Hay una gran pregunta
que Dios nos hace en cualquier punto del camino:
—‘¿Me amas con
todo tu corazón?’
Esa
es la gran pregunta; la pregunta de las preguntas. ¿Qué le respondes?
Si
mi corazón no sabe mucho, pero ama a Dios por encima de cualquier persona o
cosa, eso es todo cuanto él requiere. Y es nuestro privilegio descansar en la
seguridad de la salvación en Cristo. Hoy, ahora, puedes tener esa perfecta paz
del perdón y la aceptación, si te has entregado a Dios de todo corazón, si le
amas en verdad, si has aceptado al 100% ser su hijo, si sabes que él está en tu
vida como Señor y Salvador. Y no lo sabes necesariamente porque lo sientas,
sino porque él lo ha dicho, y tú has decidido creerlo. No es un asunto de
sentimientos, sino de fe.
La
entrega total es el gran requisito
para recibir la salvación de Aquel que todo lo entregó por nosotros. Ahora bien, si la entrega es genuina,
avanzará hacia la madurez.
Imaginad
que el ladrón, en lugar de morir, hubiera descendido y hubiera sobrevivido a la
cruz. ¿Habría permanecido indefinidamente en aquella situación espiritual en la
que estuvo aquel viernes? —¡No creo! Habría crecido, ¿no os parece? Habría
elegido la compañía de otros discípulos de Jesús —se habría unido a la iglesia—
y les habría preguntado: ‘¿Qué podéis decirme de él? ¿Qué os enseñó? ¿Existe el
Espíritu Santo? ¿Cómo opera?’
Mayor
y mayor conocimiento, mayor comprensión… pero una cosa no varía: la entrega total; siempre la entrega.
Abarca
un territorio mayor a medida que crecemos diariamente en Cristo y vamos
aprendiendo más. Aprendemos más en dos sentidos:
· Aprendemos
más sobre Dios y su voluntad, y alumbrados
por esa luz,
· Aprendemos
más sobre nosotros mismos y sobre
nuestra rebeldía.
¿Os
extraña que diga eso? Aún no conocemos bien nuestro corazón: es “engañoso, más que todas las cosas”. Albergamos
rebeldía que se oculta aún a nuestro conocimiento, hasta que en su providencia
el Señor permite que alguna circunstancia la exponga ante nuestra vista. Lamentablemente,
otros a nuestro alrededor la pueden haber descubierto en nosotros ya mucho
antes.
“Un rayo de la gloria de Dios, una vislumbre de la pureza
de Cristo que penetre en el alma, hace dolorosamente visible toda mancha de pecado, y descubre la
deformidad y los defectos del carácter humano. Hace patentes los deseos
profanos, la incredulidad del corazón y la impureza de los labios” (CC, 29).
Aprendemos
más sobre nosotros mismos cada día. A medida que Dios nos revela más sobre sí
mismo y sobre nosotros, nuestra entrega es más abarcante; se ensancha el
círculo, pero sigue en pie el único requerimiento. El Señor nos dice:
‘Yo
te he amado con amor eterno: ¿Me amas tú con todo tu corazón?’
Es
cierto que eso abarca ahora un campo mayor. Más conocimiento de Dios y de
nosotros significa mayor alcance, mayor crecimiento hacia la madurez, y eso nos
lleva a la cuarta definición. Pero antes de dejar esta tercera definición —la
entrega total—, debemos hacernos la pregunta:
¿Cuándo
podemos esperar alcanzar la perfección del carácter, entendida como entrega? La
respuesta es: —Hoy; ahora. A cada paso de nuestra carrera cristiana, con tal
que nuestra entrega sea total. Y es importante que sea hoy: el mañana no nos
pertenece.
4- Perfección: madurez
Cuando
nacen los bebés, ¿tienen piernas? —Sí. ¿Pueden caminar? —No. ¿Hay en eso “imperfección”?
—No. Los bebés son perfectos al nacer aun sin haber alcanzado la madurez.
Considerad
el tallo que se abre camino en el campo. Es perfecto desde que aparece, aun sin
llevar por el momento ninguna espiga o fruto. Pero los llevará y será útil para
la cosecha cuando llegue a su estado de madurez.
Pablo
aún no pretendía haber alcanzado la perfección de la madurez final:
“No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto”
(Fil 3:12).
Sin
embargo, debido a estar totalmente entregado en su devoción por Cristo, pudo
afirmar:
“Así que, todos los que somos perfectos” (Fil 3:15).
La
perfecta entrega avanza hacia la
perfecta madurez (siempre referidas al
carácter). Pero es muy importante que entendamos lo que sigue:
Si
habéis de participar en una carrera a campo través, ¿dónde fijáis vuestra vista
mientras corréis? ¿En la meta al final de la carrera? Si hacéis así, no os va a
resultar nada fácil. El recorrido está lleno de baches y obstáculos. ¿Dónde se
espera que fijéis vuestra atención mientras corréis? —En los tres o cuatro
metros delante de vosotros, en lo que está inmediatamente a vuestra vista en
cada momento. Tenéis la meta en vuestra mente, pero miráis al terreno que
recorréis.
De
igual forma, en vuestra carrera cristiana, todo cuanto necesitáis es estar
seguros de la calidad de vuestra relación con Cristo hoy, a cada paso, a cada
zancada. Aseguraos de estar en el buen Camino, de que no hay ninguna trampa u
obstáculo que os vaya a hacer caer. Si hacéis así y persistís en ello, ¿dónde acabaréis?
—En la meta.
Es
el paso tercero —el anterior, la entrega continua— el que nos llevará al
cuarto, a la madurez. Pero nuestra
atención se debe centrar en la tercera definición: en nuestra entrega total a Cristo en el presente, a
cada momento.
Observad
ahora este párrafo en la última página del libro El camino a Cristo
(126):
“Entonces los redimidos recibirán con gozo la bienvenida
al hogar que el Señor Jesús les está preparando. Allí su compañía no será la de
los viles de la tierra, ni la de los mentirosos, idólatras, impuros e
incrédulos, sino la de los que hayan vencido a Satanás y por la gracia divina
hayan adquirido un carácter perfecto”.
En
el nuevo pacto, la adquisición de un carácter perfecto no es una exigencia de parte de Dios, sino que es precisamente lo que él nos promete. Lo veremos
después al estudiar sus textos/promesa.
Dios
no quiere que vivamos con ansiedad
por si alcanzaremos o no finalmente la madurez, que es la perfección en su
estado final. Basta al día su afán.
¿Soy
templo del Espíritu Santo hoy, ahora? Mi entrega a Cristo, mi amor por él (de
la que será un indicador fiable mi amor hacia los demás), mi relación con él, mi
implicación en el honor de Dios, han de ser hoy mi supremo interés y mi mayor
gozo. Esa relación con Cristo se mantiene y desarrolla cuando contemplo cómo se
ha entregado él por mí, cuando aprecio cuál es la cualidad e intensidad de su
amor por mí. Si ese es el centro de atención de mi vida hoy, Dios se encargará
de que alcance la madurez; no para mi salvación, sino para el ministerio en su
iglesia y el mundo, y para gloria de Dios.
“El que comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil 1:6).
La
pregunta que hemos hecho en cada una de las definiciones de perfección (¿cuándo
se espera que la alcancemos?), en el caso de la perfección entendida como
madurez parece más difícil de responder. No obstante, en correspondencia con lo
que hemos visto, tiene también respuesta: la alcanzaremos al recibir el
derramamiento del Espíritu Santo en la lluvia tardía, antes de que finalice el sellamiento final y el tiempo de prueba;
antes que Cristo salga de su santuario. Una ilustración bíblica es la lluvia
tardía que hace madurar la cosecha de cereal.
Ese
“antes de” no ha de ser motivo de congoja, sino de gozosa expectación: es el
Dios eterno y todopoderoso quien garantiza el proceso con tal que estemos
caminando en la buena senda en el punto tercero: entrega total a cada paso,
perfección del carácter en progresión, y le demos así ocasión de terminar la
buena obra que ha comenzado en nosotros mediante la morada del Espíritu Santo.
El
pecado tiene que ver con elecciones al mal; y de igual manera, la perfección
tiene que ver con una sucesión de elecciones “santas” —opuestas al pecado—
tomadas en obediencia al Espíritu Santo. La principal de esas elecciones es la
de aceptar a Jesús como a nuestro Salvador y Señor. De ahí derivan todas las
demás elecciones.
Pero
si bien nuestra entrega a Cristo a cada paso debe ser nuestro foco de atención,
eso no quiere decir que la preocupación por nuestra salvación haya de ser
nuestra principal motivación.
¿Cuál
se espera que sea nuestra motivación? En 1
Cor 2:16 leemos que “nosotros tenemos la mente
de Cristo”. ¿Podéis imaginar a Cristo preocupado por su propia
salvación? ¿Fue esa su motivación?
Recordad
cómo Moisés prefirió perder su vida eterna antes que ver comprometido el honor
de Dios mediante el rechazo de su pueblo (Éxodo
32:10, 31-32). ¿Fue su propia salvación lo más importante para Moisés? ¿Lo
fue para el Cordero? Es significativo que Apocalipsis describe a los que están sobre
el mar de vidrio como entonando el cántico de Moisés y el cántico del Cordero (Apoc 15:3).
Es
la perfección en la entrega (3ª definición) la que permite nuestra salvación.
Pero es la perfección llevada a su madurez (4ª definición) la que honra
especialmente a Dios, siendo decisiva en la resolución del conflicto de los
siglos.
“Santificaré mi gran nombre, profanado entre las naciones,
el cual profanasteis vosotros en medio de ellas. Y sabrán las naciones que yo
soy Jehová, dice Jehová el Señor, cuando sea santificado en vosotros delante de
sus ojos” (Eze 36:23).
“Para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a
conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares
celestiales” (Efe 3:10).
La
doctrina de la perfección entendida como madurez (4ª definición) no es la doctrina de la salvación. La
perfección entendida como madurez, el fin del tiempo de prueba, el borramiento
de pecados en el gran Día de la expiación final, el sellamiento, sólo pueden
ser comprendidos en la luz del gran conflicto, en el contexto de la “hora de su juicio”: no para salvación de mi pobre
alma, sino para vindicación del carácter (ley) de Dios ante las acusaciones de
Lucifer, con el universo como testigo.
Prestad
atención a esta ilustración sobre la
entrega, porque luego nos hemos de hacer alguna pregunta al respecto:
Imaginad
que he conocido y aceptado el evangelio, y que he venido siendo cristiano, he
venido caminando con el Señor durante un año. He mantenido una buena relación
con él. He estado orando, estudiando la Biblia. He rogado: ‘Señor, quiero servirte.
Quiero conocer mejor tu voluntad. Ayúdame a comprender mejor las Escrituras’.
En
respuesta a mi oración, el Señor me envía a uno de vosotros, y llamáis a mi
puerta. Puesto que soy cristiano y vosotros también, os hago entrar en casa y
acepto gustoso vuestra invitación a estudiar la Biblia.
La
conversación gira en torno al sábado como día de reposo y adoración, algo que
yo desconocía por completo. Os pregunto por qué creéis que el séptimo día
(sábado) es importante. Atendéis mi petición y dedicáis una o dos horas a
demostrar bíblicamente lo relativo al sábado como día de reposo del Señor. Durante
ese diálogo, el Espíritu Santo ha traído convicción a mi corazón. Estoy
convencido de que esa es la verdad, de que es precisamente la enseñanza bíblica
correcta, y de que es vital en mi caminar con el Señor.
Entonces
me hacéis la pregunta que se espera que hagáis si sois buenos misioneros:
‘¿Querrás venir conmigo a adorar al Señor en su día santo el próximo sábado?’
Al
oír vuestra invitación doy un paso atrás. Eso me asusta en términos prácticos.
Teológicamente me ha parecido impecable y relevante. He comprendido que es una
cuestión probatoria; que el sábado es el día instituido por Dios para honrarlo
como Creador y Redentor, que el “hombre de pecado”
lo cambió, etc. Pero eso es la teoría y está en el terreno intelectual. Ahora
llega la hora de la verdad, la forma en la que voy a vivir, y tengo ciertas cuestiones:
1-
Tengo un trabajo que no me permitirá faltar el sábado cada semana. Perderé mi
trabajo / estudios. Mi carrera se acabará si elijo guardar el sábado del
séptimo día: el día del Señor.
2-
Mi esposa no ha seguido mi viaje cristiano en la misma intensidad que yo. Se ha
interesado, pero no como yo. Si decido hacer esa “locura” de guardar el sábado
y pierdo mi trabajo, quizá la perderé también a ella.
3-
Voy a perder toda influencia sobre mis amigos, por haberme juntado a esa
extraña iglesia que guarda un día distinto al de todo el resto de cristianos.
Así
que mi mente comienza a cavilar. Y entonces hago eso que nuestro cerebro sabe
hacer tan bien: empiezo a racionalizar y me digo: ‘He estado siguiendo al
Señor, he estado estudiando su palabra, he estado orando, pidiéndole que me
guíe. Ahora que he recibido mayor luz parezco ser la misma persona que hace una
semana: aún amo al Señor, aún estudio su palabra; quisiera hacer su voluntad. Y
sí, quisiera guardar el sábado del séptimo día algún día… cuando las circunstancias lo permitan. Sé que es lo
correcto, sé que es importante. Pero por ahora lo veo imposible’.
Si
hace una semana —antes que me visitarais en casa— hubiese acabado mi tiempo de prueba
por una enfermedad o un accidente repentinos, ¿estaba salvo, o estaba perdido?
—No parece difícil: hasta donde podemos saber, estaba salvo. No tenía más luz.
Vivía de acuerdo a todo lo que sabía.
Pero
¿y si me sucediera hoy el accidente que me enfrente cara a cara con la
eternidad? ¿Me queréis decir que hoy estoy perdido, siendo que la semana pasada
estaba salvo? La pregunta ya no es tan fácil. ¿Por qué la hago? —Porque dos
evangelios diferentes dan dos respuestas diferentes a esa pregunta.
El
evangelio popular dice: ‘No fuiste salvo mediante la observancia del sábado;
por lo tanto, no puedes perderte por transgredirlo. ¡Todavía amas a Jesús! Hiciste
tu decisión por él hace un año. Lo estás siguiendo. No le has dado la espalda. Simplemente
estás en una situación difícil. Él lo comprende y lo excusa. No lo va a emplear
en contra tuya. Incluso aunque tengas la profunda convicción en cuanto a lo que
debieras hacer, y tu conciencia te diga qué es lo correcto, es impráctico por
ahora debido a que las circunstancias no acompañan. Sí: sigues estando salvo. Dios
abrirá el camino para que algún día puedas guardar el sábado. Quizá cuando te
jubiles…’
¿Es esa la
respuesta que da el cristianismo popular? —Sí.
¿Es esa la
respuesta que da la Biblia? —No.
¿Por qué? ¿Por el
gran pecado de no guardar el sábado? —No exactamente. Observad:
¿Cuál es el
primero de los Diez mandamientos? —“No tendrás
dioses ajenos delante de mí”. ¿Qué es un dios ajeno? —Cualquier persona
o cosa que tome preferencia sobre el único Dios Creador/Redentor. Jesús dijo:
“El que ama padre o madre más que a mí, no es digno de mí;
y el que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no toma su
cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mat 10:37-38).
¿Puede
el trabajo ser un dios ajeno? ¿Puede
un esposo o una esposa ser un dios ajeno? ¿Pueden las amistades ser dioses ajenos?
¿Qué
he desarrollado ahora, que no tenía hace una semana, antes que uno de vosotros
me hiciera ver la verdad sobre el sábado del Señor?
—Tres
dioses ajenos (en lugar del Dios verdadero): mi trabajo, mi esposa y mis amigos.
Los tres han tomado prioridad sobre mi amor por Jesús.
Cuando
Jesús me pregunta ahora: ‘¿Me amas con todo tu corazón?’, mi única respuesta ha
de ser: —Primero está mi trabajo,
luego mi esposa y después mis amistades. Después
también estás tú. Te amo con parte de mi corazón… Aún te amo, pero… hoy no te
puedo amar con todo mi corazón. Ya no eres el primero.
El
problema no es el sábado: ¡El problema es el Señor del sábado!
El
sábado es la cuestión probatoria. Dios nos prueba a cada uno como probó a
Moisés, a Abraham y a todos los demás. Es entonces cuando se revela lo que
esconde mi corazón, esa realidad que me era desconocida.
‘¿Me
amas? ¿Me amas cuando eso te cuesta algo que te importa? ¿Me amas cuando no
resulta conveniente, cuando resulta incómodo? ¿Me amas cuando tu trabajo y tu perspectiva
de futuro están en riesgo? ¿Me amas con todo tu corazón? ¿Estarías dispuesto a
dar tu vida por mí, si es eso lo que te pidiera? ¿Amas esa cartera en tu
bolsillo, o esa cuenta bancaria más que a mí?, ¿o me devolverás el diezmo de
todo lo que te he dado? ¿Me amas cuando te hago ver que tu cuerpo es templo del
Espíritu Santo y no debes contaminarlo?, ¿o te aferras a tus preferencias más
bien que al Espíritu Santo?’
‘Vine
a esta tierra, me negué a mí mismo y me sometí a la cruz por ti. ¿Me amas tú
con todo tu corazón?’
El
sábado es la cuestión probatoria, y he sido hallado falto. No amo a Cristo con
todo mi corazón, y es por ello que hoy estoy
perdido. Y lo que es aun más terrible: estoy dando la razón a Satanás en el
conflicto de los siglos, en lugar de honrar a Cristo.
Hay
cosas que anteriormente no conocía, y Dios no me las tenía en cuenta; pero junto
a revelaciones más profundas de su carácter de pureza y bondad, Dios pone en
nuestro conocimiento la existencia de orgullo, de autosuficiencia, de rebelión
y de idolatría en nosotros que antes desconocíamos, y a cada paso hemos de elegir
si nos aferramos a eso o si preferimos a
Cristo al precio que sea.
Dios
no requiere de nosotros aquello que está aún oculto a nuestro conocimiento.
“Si fuerais ciegos, no tendríais pecado” (Juan 9:41).
“El que sabe hacer lo bueno y no lo hace, comete pecado”
(Sant 4:17).
Dios
no nos muestra todo sobre nosotros de repente, sino en la medida en que lo
podemos recibir. Y no nos muestra nuestro pecado sin habernos revelado antes su poder, su amor y su
misericordia. Pero cuando el Señor escoge revelárnoslo y le decimos: —‘¡No! No andaré
en esa luz’, le estamos diciendo en realidad: ‘No te amo con todo mi corazón’.
El
evangelio popular pretende engañar en la falsa seguridad de que podemos ser
salvos amando a Dios parcialmente, sirviendo a dos señores. Es una reedición
sutil de aquella idea lanzada en el Edén: ‘No moriréis (aunque desobedezcáis a
Dios y comáis del fruto prohibido)’.
La
Biblia, en contraste, afirma que no hay salvación aparte de la entrega total.
Dos
evangelios. Dos respuestas opuestas en una situación práctica y cotidiana: una experiencia
constante en la vida de todo cristiano.
Aseguraos
de tomar la decisión para vida eterna a cada paso, la decisión de preferir a
Cristo antes que a cualquier persona o cosa, antes que a vuestra aparente
conveniencia, y el Señor se encargará de llevaros a la perfección de la
madurez.
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Vamos
a recordar algunos textos de la Biblia
sobre la perfección. La Biblia contiene unos cuantos mandamientos, pero
observad que ninguno de los textos que vamos a leer es una orden, una exigencia
o un mandamiento por parte de Dios.
Todos son promesas de su parte. Es
muy importante reconocer eso, porque el evangelio no es ningún mandamiento ni
exigencia, sino que es la buena nueva,
la promesa de Dios en Cristo, lo que Dios nos ha dado en Cristo; por lo tanto,
siempre que leamos promesas del Señor, nos encontraremos ante el evangelio. Y
recordad:
“No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación”
(Rom 1:16).
El
Señor no nos dice: ‘Has de ser perfecto’. Lo que nos dice es: ‘Yo te voy a
hacer perfecto’. ¿Lo creerás? Se trata de la Palabra viviente del Señor,
que tiene en ella misma el poder para realizar lo prometido:
“Haré más precioso que el oro fino al varón, y más que el
oro de Ofir al hombre” (Isa 13:12).
¿Te
cuesta creer que va a ser así? Pues aún tengo mejores nuevas del Señor. Para él
no hay nada imposible: no sólo va a hacer eso con el “hombre”, sino con su pueblo:
“En aquellos días y en aquel tiempo, dice Jehová, la
maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y los pecados de Judá, y no se
hallarán; porque perdonaré a los que yo haya dejado” (Jer 50:20, ver también Apoc 19:7-8).
Leamos
el siguiente texto:
“A aquel, pues, que es poderoso para guardaros sin caída,
y presentaros delante de su gloria irreprensibles, con grande alegría” (Judas
24).
Observad
que Dios es poderoso para guardaros sin
caída; con grande alegría por su
parte, y con grande alegría por la
vuestra. No es un camino de espinos. No es una experiencia triste, sino
vibrante. Nunca conoceréis una alegría más sublime que esa. El camino de la
perfección no es un camino lúgubre: “En tu
presencia hay plenitud de gozo” (Sal
16:9).
2
Pedro 2:9, centrándonos en la primera mitad del
versículo:
“Sabe el Señor librar de tentación a los píos”
No dice que
nosotros sepamos, sino que él sabe. Veamos
más al respecto:
“No os ha tomado tentación, sino humana: mas fiel es Dios,
que no os dejará ser tentados más de lo que podéis llevar; antes dará también
juntamente con la tentación la salida,
para que podáis aguantar” (1 Cor
10:13).
Así,
en cada tentación, el Señor está muy cerca de nosotros, pesándola, midiéndola,
controlándola de forma personalizada para cada uno, de forma que siempre podamos resistirla. Podemos
estar seguros de que él proporciona una salida en cada tentación. ¿Cómo podemos
cooperar en encontrar esa salida? Veamos algunos instrumentos poderosos.
La oración
Personalmente
he descubierto que me resulta difícil pecar contra Dios cuando estoy adorándolo
de rodillas. No es que entonces sea imposible pecar, pero hay algo en la
oración que hace que pecar no resulte apetecible en ese momento.
Otra
observación que también he hecho, en relación con el consejo de Santiago 4:7, es que cuando me siento
bajo la presión de alguna tentación seductora que me atrae, justo entonces
no me siento inclinado a orar al Señor allí mismo: ‘Oraré más tarde, Padre.
Planeo hacerlo, pero ahora déjame por un tiempo pensar en eso tan agradable…’ ¿Os
ha pasado alguna vez? La oración no parece entonces demasiado conveniente o
atractiva. No nos apetece caer de rodillas en ese momento. ¿Por qué?
—Porque
sabemos bien que si nos arrodillamos a orar, se cumplirá la promesa: “Someteos pues a Dios, resistid al diablo, y huirá de
vosotros” y desaparecerá la fuerza seductora de esa tentación. ¡Pero no
queremos que eso suceda tan pronto!, así es que no oramos, y… caemos. Caemos al
consentir, al acariciar ese pensamiento o emoción que deshonra a Dios.
Así
pues, no es fácil ser tentado cuando oras, pero tampoco es fácil orar cuando
eres tentado. Por lo tanto, os propongo que oréis ya antes de ser tentados. No me refiero al tipo de oración “ambulancia
en el fondo del precipicio”: ‘Señor, mira lo que me ha sucedido, mira dónde he
caído. Sácame de esto…’ (el Señor también responde esa oración: “Al que a mí viene, no le echo fuera”, Juan 6:37).
Me
refiero a la oración preventiva. ¿Cuál
os parece mejor medicina?: ¿la curativa, o la preventiva? ¿Qué preferís?: ¿tener
a vuestra disposición el mejor equipo de cardiólogos del mundo?, ¿o no tener
nunca un ataque al corazón?
Por
“oración preventiva” me refiero a esto:
‘Padre celestial,
tengo un problema con…’
Nombra
el problema. Sé específico; no genérico. Ponle nombre (quizá también apellido).
Preséntale aquello en lo que caes a menudo, aquello que te hace sentir más
culpable y que agota tus energías espirituales, eso que te hace sentir
hipócrita, eso que te hace sentir mal por encima de todo. Identifícalo,
reconócelo. No des una lista de muchas cosas, sino precisamente “eso”. Si hace falta, escríbelo. En todo caso,
nómbralo ante Dios. Dile: ‘Señor, tengo un problema con esto… Estoy cansado de
deshonrarte, de claudicar y ser derrotado vez tras vez. Estoy harto de albergar
pecado en mi vida. Este problema es más grande que yo. No lo puedo solucionar
con mis fuerzas. Lo pongo en el altar ante ti aquí mismo. Me pongo en el altar
ante ti. Te doy permiso, te ruego que hagas todo lo que tengas que hacer para
erradicarlo de mí y darme la victoria según tu voluntad. Señor, tú me has
enseñado a ser perseverante; voy a seguir orando esta oración, y como Jacob, no
te dejaré hasta que no me bendigas’.
Cuando
das permiso para que el Todopoderoso tome las riendas de tu vida, no hay límite
a las bendiciones que vas a recibir: “más de lo que
pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros” (Efe 3:20).
Pero también es en cierto sentido “peligroso”, pues el remedio, en la
providencia del Señor, puede significar tanto como una dolorosa separación de
algo o de alguien, puede requerir una enfermedad o un sacrificio costoso: es lo
que significa la expresión “cortar tu mano o sacar
tu ojo derecho” (Mat 5:29-30).
Ahora bien, puedes tener la absoluta seguridad de que el Señor tiene la
plenitud de la sabiduría, el poder y el amor para que todo redunde en tu bien
presente y eterno.
Haz
esa oración de forma persistente. No
esperes a que venga la tentación. Anticípate a ella. Haz de la oración un
hábito, y puedes estar seguro de que al venir la tentación, el Señor enviará un
ángel para darte la victoria, y para que esa victoria sea completa. Nunca tendrás
una alegría mayor que esa, porque en ella reconocerás la presencia de Cristo
mismo mediante el Espíritu Santo.
Control de la mente. Temperancia
Teniendo en cuenta
que el pecado comienza en la mente, tiene mucho sentido que la eduquemos.
No
permitamos que los hábitos equivocados en el alimento que damos a nuestro
cuerpo o a nuestra mente la incapaciten para tomar decisiones bajo la dirección
del Espíritu Santo.
Dios
tiene remedio para nuestra incapacidad,
para nuestra ignorancia y para
nuestra debilidad, pero en la batalla
contra el pecado hay una cosa que Dios no va a hacer en nuestro lugar: no elegirá en lugar nuestro dónde
fijamos nuestra imaginación. A
nosotros toca elegir si fijamos nuestra mente en lo bajo y lo sensual, o en las
cosas eternas. Somos nosotros quienes debemos hacer esa elección. Nadie más
puede hacerla. Dios respeta la libertad que nos ha dado al crearnos y al
redimirnos. En el plan de la salvación no existe la compulsión. La única fuerza
que reconoce el evangelio es la fuerza del amor:
“Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor”
(Oseas 11:4).
Ved esta
maravillosa promesa en la página 618
en ‘Mente, carácter y personalidad’, vol. II, en el capítulo titulado ‘La imaginación’:
“Si Satanás trata de desviarla [la mente] hacia cosas bajas y sensuales, traedla de vuelta y
centradla en las cosas eternas; y cuando
el Señor vea que se hace un esfuerzo decidido para retener solamente
pensamientos puros, atraerá la mente como un imán, purificará los pensamientos y
los capacitará para que sean limpiados de todo pecado secreto. ‘Derribando
argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y
llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo’ (2 Cor 10:5)”.
Ahí
tenéis otra maravillosa promesa: Dios es capaz de hacer que todo pensamiento
sea sujeto en obediencia a Cristo. El texto no
dice que vaya a desaparecer todo pensamiento malo, sino que será sometido. Seremos tentados mientras
tengamos esta naturaleza caída, pero Dios nos asegura la victoria, incluso al
nivel del pensamiento.
Leemos
más de la página 618 de ‘Mente,
carácter y personalidad’,
vol. II:
“La primera obra de los que han de ser reformadores es
purificar la imaginación. Si la mente se desvía en una dirección equivocada,
debe ser reconducida para que se ocupe sólo de temas puros y elevados. Cuando
seáis tentados a ceder a una imaginación corrompida, huid al trono de la gracia y orad en procura de fuerza del Cielo”.
La palabra clave
es aquí: “huid”. No dice: “caminad” ni “id”,
sino “huid”.
No
esperéis a terminar lo que estáis haciendo. No esperéis al día siguiente. Salid
corriendo (metafóricamente hablando),
porque hay un ladrón que está tratando de robaros la vida eterna.
Tememos
encontrarnos con un ladrón en la calle o en casa, pero esos ladrones sólo
pueden quitarnos las posesiones y el dinero; en el peor caso, esta vida
terrenal. Todas esas cosas van a quedar en esta tierra de cualquier manera (1 Juan 2:16-17). Debemos temer más bien
a quien puede robarnos la vida eterna (Mat
10:28); y ese, más que en la calle, se suele colar en casa por la
televisión, por internet, por las lecturas o por los pensamientos de nuestra
propia imaginación si la dejamos divagar sin control, si nos sentamos y le
dejamos hacer.
“Con la fuerza de Dios se
puede disciplinar la mente para que se concentre en las cosas puras y
celestiales” (Id.)
Todo eso logra el
milagro del nuevo nacimiento, de la renovación de la mente; el milagro de la
muerte al yo, por la vida de Cristo implantada en el corazón (Rom 12:2; 2 Cor 5:17).
“Escrito está”
(Mat 4:4; Deut 8:3)
Así
resistió Jesús las tentaciones en el desierto y en el resto de su vida. ¿Cómo
sabía Jesús lo que estaba “escrito”? —Por haberlo estudiado y atesorado
previamente.
“Escrito
está”. En la Biblia está escrito, sí. ¿Está escrito también en tu corazón? ¿Lo
tienes atesorado en tu memoria? Cuándo viene la tentación, ¿puedes recordar
textos de la Biblia que te permitan elevar tu mente a las cosas eternas?
“Vivid por el Espíritu, y no seguiréis los deseos de la
naturaleza pecaminosa” (Gál 5:16,
NVI).
Teniendo en
cuenta que:
· “Naturaleza
pecaminosa” = carne
· “Deseos
de la naturaleza pecaminosa” = tentación
· “Seguir”,
o satisfacer los deseos de la naturaleza pecaminosa = pecado
Por
lo tanto, Gálatas 5:16 dice virtualmente: ‘Vivid por el Espíritu y no pecaréis’.
De
lo cual se deduce que si pecamos es porque no andamos según el Espíritu.
“Todo aquel que permanece en él, no peca. Todo aquel que
peca, no lo ha visto ni lo ha conocido. Hijitos, nadie os engañe; el que hace
justicia es justo, como él es justo. El que practica el pecado es del diablo,
porque el diablo peca desde el principio” (1 Juan 3:6-8).
El
texto nos parece rudo, porque desafía nuestra
experiencia en el pasado, que nos parece el único escenario posible para el
presente y el futuro. Entonces nos justificamos añadiendo a esas frases la palabra “habitualmente” (por contraste
con “ocasionalmente”), pero eso, lejos de clarificarlo, lo complica aun más. ¿Quién
tiene autoridad para establecer la diferencia entre habitualmente y ocasionalmente?
No es un asunto de matiz, sino algo de importancia vital, porque según ese
razonamiento, si pecamos ocasionalmente
estamos salvos; pero si lo hacemos habitualmente
estamos perdidos. Por lo tanto, es un asunto de vida o muerte (eterna).
Ceder
a la ira, perder el dominio propio tres veces por semana, ¿es habitual, o es ocasional? ¿Y si sólo es una vez por semana? ¿Qué os parece una vez
al mes?: ¿habitual, u ocasional?
Una
borrachera al mes, ¿es habitual u ocasional? Imaginad que una vez al año, ¡sólo
una vez al año!, un predicador sube a este púlpito y, en lugar de sacar
la Biblia, desenfunda una pistola con la que dispara a la congregación, matando
a algunos e hiriendo a otros. Sólo una vez al año: se diría ocasional, ¿no os
parece?
El
texto es claro en el original. Está en tiempo verbal presente igual que en nuestro
idioma. No se refiere al pasado ni al futuro (a un hábito), sino al presente:
‘Si
(ahora) peco, (ahora) no permanezco en él’. ‘El que practica el pecado (ahora),
es del diablo (ahora)’.
Observad
las buenas nuevas en 1 Juan 3:8-9:
“Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las
obras del diablo. Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado,
porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido
de Dios”.
¿Imposible?
La
siguiente historia ilustra cómo se justifican algunos que al leer textos como
los citados, en lugar de modelar su experiencia de acuerdo con la Escritura,
“modelan” la Escritura de acuerdo con su experiencia:
Hace
un siglo, el medio habitual de transporte en el mundo agrícola era la mula. Las
mulas, sobre todo las viejas, eran muy obstinadas. Muy de fiar, pero muy
tozudas. Sabían cuándo se excedía el límite de carga que llevaban: 5 o 6 kilos
de más, y se quedaban paradas. Ni un paso más. Los granjeros estaban hartos,
porque no podían llevar la mercancía como querían. A un granjero le vino esta
idea: pongamos ese manjar tal delicioso para las mulas —una zanahoria— colgada
en el extremo de una vara atada a la propia mula, de manera que camine hacia
ella pero nunca la alcance.
Parece
que funcionó. Las mulas eran listas, pero no tanto como para darse cuenta de
que por más que caminasen, la zanahoria no estaba ni un centímetro más cerca de
su boca que al principio del viaje.
A
eso le llamo ‘promesas para mulas’. Así ven algunos esas promesas que hemos
leído en la Biblia: ‘Dios sabe que nunca va a cumplirse. Él sabe que nunca
seremos capaces de dejar de pecar, pero pone esos textos en la Biblia, de forma
que al menos lo intentemos’. ¡Como las viejas mulas!
Os
acabo de explicar la versión granjera de las ‘promesas para mulas’. Escuchad
ahora la versión académica de eso mismo en palabras de un teólogo:
“Significa
la perfección un destino que el creyente va a alcanzar efectivamente en cierto
punto en el tiempo?, ¿o es más bien un ideal, que, como la estrella que guía al
navegante, mantiene al cristiano en el buen camino durante su viaje. ¿Alcanza
alguna vez la estrella? —No: La mira, y sigue en la buena dirección. Vemos,
pues, que las declaraciones que afirman la posibilidad de perfección sirven
para dar ánimo, más bien que para predecir algún evento. Se refieren a un ideal
que proporciona dirección y motivación a la experiencia del cristiano, más bien
que a un nivel específico de logro que pudiera conseguirse en algún momento de
su vida”.
Apreciad ahora el
contraste con las palabras de la mensajera inspirada:
“Cuando Pablo escribió: ‘El Dios de paz os santifique en
todo’ (1 Tes 5:23), no exhortaba a sus
hermanos señalándoles una norma imposible de alcanzar. No estaba orando por
bendiciones que no fuera la voluntad de Dios concederles” (The
Sanctified Life, 26).
No
creo que Dios nos dé promesas para mulas. Él no nos trata como a mulas. Nos
creó a su imagen y semejanza, y nos ha dado un valor que sólo se puede medir
por el sacrificio eterno de su Hijo para redimirnos. Indignos como somos, nos
trata con respeto y deferencia exquisitos. A cambio, cuando el Señor nos
promete algo, espera que lo respetemos y honremos creyendo sus promesas, no importa cuán imposibles nos parezcan, o
cuán diferente haya sido nuestra experiencia en el pasado.
Os
animo a que ejerzáis fe: la fe de Jesús. Os animo a que creáis las promesas del
Señor, por la razón simple de que es él quien promete.
Leed
las historias del Antiguo testamento, y veréis que todas incluyen el
cumplimiento de cosas humanamente imposibles de lograr. ¿Recordáis la
experiencia de Abraham, el padre de la fe?
“Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios,
sino que se fortaleció por la fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de
que [Dios] era también poderoso para hacer
todo lo que había prometido. Por eso, también su fe le fue contada por justicia”
(Rom 4:20-22).
La
oración, el estudio de la Palabra, el control de la imaginación, la
temperancia, la fe, etc. Os he hablado de avenidas
para el poder, pero no del poder
propiamente. El poder está en el evangelio, en Cristo crucificado. Os remito a
los capítulos ‘Getsemaní’, ‘El Calvario’ y los que los rodean, de El Deseado.
Dejo
esta invitación para el final, porque me parece la más importante: mantened
frescas en vuestra mente las escenas del Getsemaní y el Calvario, y seréis tan
inexpugnables ante los ataques del enemigo como lo fue Cristo.
“Debemos reunirnos en torno a la cruz. Cristo y Cristo
crucificado, debe ser el tema de nuestra meditación, conversación y más gozosa
emoción” (El camino a Cristo, 104).