EL PACTO ETERNO
Comentarios Guía de Estudio
1er trimestre 2003
2º trimestre 2021
Ningún tema
de estudio podría ser más provechoso para la escuela sabática en todo el mundo,
que “La promesa: el pacto eterno de Dios”. La verdad central de la justicia por
la fe que hizo singular al mensaje de 1888 fue la visión presentada por
Waggoner y Jones sobre el viejo y nuevo pactos, una verdad que Ellen White
afirmó que “en su gran misericordia el Señor envió” a su pueblo.
Consistió en
una refrescante visión sobre los pactos, diferente de la que se había
presentado hasta entonces, tanto en la Iglesia adventista como en las iglesias
protestantes populares. Los reformadores del siglo XVI no desarrollaron una
comprensión de los pactos comparable a la de aquellos dos pastores a quienes Ellen
White designó con frecuencia como los “mensajeros delegados del Señor”.
Apreció algo
en las presentaciones de Jones y Waggoner sobre los dos pactos, que nunca había
oído expresar en público en sus 45 años previos. Comprendió que constituía “el comienzo” de la “luz”
que está todavía por “alumbrar la tierra con su
gloria”. Y dado que el fuerte pregón no puede avanzar a menos que vaya
precedido por “los aguaceros de la lluvia tardía”,
Ellen White concibió esa bendición como estando igualmente incluida.
Desafortunadamente,
nuestro nuevo librito de escuela sabática no presenta contribución alguna de
Jones o Waggoner que ayude a clarificar la verdad especial de los dos pactos, según
respaldó Ellen White. En esta serie de “Comentarios” intentaremos suplir de
alguna forma esa carencia.
Como
introducción, prestaremos atención a las afirmaciones de Ellen White relativas
a la postura de Waggoner sobre los dos pactos. El 16 de marzo de 1890, el Señor
dio una visión a Ellen White en la que le mostró que el Espíritu Santo había
proporcionado a Waggoner la interpretación correcta, y que el presidente de la
Asociación General y el editor de Review and Herald se estaban oponiendo a la
luz que había sido enviada desde el Cielo. El primer documento es un fragmento
de una carta que Ellen White escribió al editor de Review and Herald:
“Anteanoche se me mostró que la evidencia en relación
con los pactos era clara y convincente. Usted mismo, Dan Jones, el hermano
Porter y otros, están malgastando vanamente sus facultades de investigación a
fin de sostener una posición sobre los pactos que es diferente a la que el
hermano Waggoner ha presentado. Cuando usted recibió la luz verdadera que
brilló, no debió imitar, ni seguir el mismo tipo de interpretación y
tergiversación de las Escrituras que hicieron los judíos... Estos manejaron de
tal forma esas cosas, que lograron convertirlas en un modo de entenebrecer y
confundir las mentes.
El asunto del pacto
es una cuestión clara, y será recibida por toda mente sincera y sin prejuicios,
pero fui llevada allí donde el Señor me dio una comprensión de ese asunto” (Carta a Uriah Smith,
59, 1890).
¡Ojalá que en
esta hora tardía en la que estamos, el Espíritu Santo pueda darnos una “mente sincera y sin prejuicios”! Reproducimos a
continuación otro escrito de Ellen White:
“Desde que hice la declaración el sábado pasado de
que la comprensión de los pactos tal como la había enseñado el hermano Waggoner
era verdadera, parece que muchas mentes se han sentido aliviadas... Estoy feliz
porque el Señor me urgiese a dar el testimonio que di” (Carta 30, 1890).
Pero su testimonio no fue recibido tal como ella esperaba. De
hecho, esa fue la primera vez en la historia de la Iglesia adventista del
séptimo día en que los hermanos dirigentes resistieron e incluso rechazaron su
ministerio. La antipatía hacia la comprensión de 1888 de los dos pactos le
parecía a Ellen White algo misterioso.
Aunque nuestro librito para este trimestre nada presenta sobre la
comprensión de 1888 de los dos pactos, miles de miembros de iglesia en todo el
mundo han tenido acceso a los escritos originales de Jones y Waggoner
publicados extraoficialmente. Muchos se gozan en la claridad espiritual que
este mensaje les ha traído.
***
La Guía de
Estudio para la Escuela sabática identifica acertadamente el “pacto” de Dios
con su “promesa”. Gracias al Señor por esa positiva definición en el título del
librito. Las trece semanas de estudio serán provechosas si recordamos que
· EL NUEVO PACTO ES LA PROMESA UNILATERAL DE COMPLETA SALVACIÓN
HECHA POR DIOS, que se cumple cuando la voluntad
humana así se lo permite.
· EL VIEJO PACTO, EN CONTRASTE, ES LA VANA PROMESA DE GUARDAR LA LEY
HECHA POR LOS HOMBRES AL PIE DEL MONTE SINAÍ,
pretendiendo con ello “cumplir su parte” en su salvación.
La promesa (o
“pacto”) hecha por los hombres 430 años después de que Dios hiciese su promesa
a Abraham no añade nada ni cambia en nada el pacto original de Dios. La razón
es que él juró su promesa a Abraham. Habiendo puesto su propia vida y su
trono como prenda de esa promesa del nuevo pacto, nada podía suceder en el
Sinaí que la modificara. Por lo tanto, todo esfuerzo por añadir legalismo al
nuevo pacto es peor que inútil.
Es imposible
exagerar la importancia que tiene el que comprendamos lo que Dios prometió a
Abraham. Si leemos detenidamente Génesis 12, 13, 15 y 17
(la historia de Abraham), veremos con toda claridad que Dios no le pidió a él
que hiciera promesa alguna a cambio. Dios no estaba intentando llegar a un
acuerdo con Abraham ni a ninguna transacción mutua con él. Todo lo que requirió
de Abraham es que CREYERA
las promesas que Dios le hacía.
Los muchos
siglos de retrocesos, derrotas y rebeliones del antiguo Israel fueron el
resultado de adherirse al viejo pacto que suscribieron en el monte Sinaí. Y
nosotros no estamos aún totalmente liberados de esa mentalidad. Tenemos una
gran necesidad de comprender mejor el tema de los pactos. Dios nunca pidió a
Israel que le hiciera a él esas promesas de obediencia; todo cuanto requería de
ellos es que ejercieran la fe de su padre Abraham.
Pablo fue
probablemente el primero en discernir claramente el significado de esos
milenios de historia: “La Ley [del Sinaí] ha sido nuestro guía”, algo así como nuestro
instructor, o el que nos disciplina, para llevarnos de vuelta a la situación de
nuestro padre Abraham, “a fin de que fuéramos
justificados por la fe” tal como él lo fue (Gál 3:24).
El viejo
pacto produce “esclavitud” (Gál 4:24).
Sigue el patrón de pensamiento simbolizado por “Agar”, por contraste con el de
“Sara” (v. 25-31). Es una de las grandes razones por las que estamos
perdiendo a tantos jóvenes (entre los que se van y los que no vienen). Está en
la raíz de nuestra tibieza (Apoc 3:14-17). Nada podría ser más
importante para la salud de la iglesia mundial, que comprender claramente las
verdades del nuevo pacto, verdades que traen la libertad en Cristo.
¿Cambió de
algún modo el carácter de Dios cuando entró el pecado? ¿Acaso aprendió Dios
algo, o estuvo en necesidad de inventar una “nueva dispensación”? Waggoner
aporta un valioso comentario al respecto:
“La obra mediadora de Cristo no está
limitada en el tiempo ni en el alcance. Ser mediador significa más que ser
intercesor. Cristo era mediador antes de que el pecado entrara en el mundo, y
será mediador cuando el pecado no exista más en el universo y no haya necesidad
alguna de perdón. ‘Todas las cosas subsisten en él’. Es la misma ‘imagen del
Dios invisible’. Él es la vida. Sólo en él y por medio de él fluye la vida de
Dios a toda la creación. Por lo tanto, él es el medio, el mediador, la manera
por la que la luz de la vida alumbra al universo. No se convirtió en mediador
cuando el hombre cayó, sino que lo era desde la eternidad. Nadie, no
solamente ningún hombre, sino ningún ser creado, viene al Padre sino por Cristo.
Ningún ángel puede estar en la divina presencia, sino en Cristo. La entrada del
pecado en el mundo no requirió el desarrollo de ningún nuevo poder o la puesta
en marcha de ningún dispositivo nuevo. El poder que había creado todas las
cosas no hizo más que continuar, en la infinita misericordia de Dios, para la
restauración de lo que se había perdido. Todas las cosas fueron creadas en
Cristo; por lo tanto, tenemos redención en su sangre (Col 1:14-17). El poder que anima y sostiene al universo
es el mismo poder que nos salva”
(Las Buenas
Nuevas, Gálatas versículo a versículo, 92).
La próxima semana, Dios mediante, nos ocuparemos de estas
cuestiones: ¿Implica el nuevo pacto un contrato o transacción entre Dios y
nosotros? ¿Entra Dios en “componendas” con su pueblo? ¿Es el nuevo pacto un
“acuerdo mutuo”, un “arreglo” con su pueblo, o es una pura promesa de su parte?
Si los adventistas
del séptimo día comprendiéramos claramente (y desde luego creyéramos) el nuevo
pacto, resultarían grandes bendiciones a todos los niveles en la iglesia.
Pero por 150
años hemos venido teniendo grandes dificultades para captar lo buenas que son
las buenas nuevas contenidas en el nuevo pacto. Antes de 1888, la sierva del
Señor declaró que habíamos estado “predicando la
ley, la ley”, hasta que llegamos a una sequía comparable a la de las
colinas de Gilboa, que desconocen el rocío y la lluvia.
Después de
1888 nos ha confundido frecuentemente la comprensión de las iglesias
evangélicas guardadoras del domingo sobre el nuevo pacto. Incluso hoy se dan
esfuerzos constantes por llevarnos a lo sostenido por otros dirigentes
religiosos que carecen de la comprensión sobre el “mensaje
del tercer ángel en verdad”. Se suele asumir que su posición sobre el
“evangelio” es la misma que la del “preciosísimo
mensaje” que “en su gran misericordia el
Señor envió” en 1888. La misma asunción pretende que Lutero, Calvino y
Wesley proclamaron ya esa misma justificación por la fe.
Lo que se
pasa por alto es que “el evangelio eterno”
del “mensaje del tercer ángel”, en estos
últimos días, es una comprensión más profunda que la que fueron capaces de
captar los reformadores durante las tinieblas de la Edad Media. Las buenas
nuevas que incluye son paralelas y consistentes con la verdad singular
adventista de la purificación del santuario. La verdad del nuevo pacto
ministrada por nuestro gran Sumo Sacerdote en el lugar santísimo, es el mensaje
especial desde 1844. Tiene por objeto la preparación de las personas para la
traslación. El mensaje ha de cumplir una obra más profunda que la preparación
de las personas para la muerte (maravillosa como es). El gran Sumo Sacerdote,
en su obra final de expiación, está llevando a cabo la labor más maravillosa
que jamás se haya cumplido en seis mil años de historia.
Aquí es donde
entra de pleno la comprensión de 1888 sobre el nuevo pacto.
En la
comprensión de 1888 es fundamental el reconocimiento de que siempre se trató de
la pura promesa de Dios. Él no “regateó” con las personas, se tratara de Adán,
Noé, Abraham o Moisés. El único elemento que configura el pacto es la promesa
de Dios. Él quiso que sus mentes estuvieran aseguradas de que “la salvación pertenece a Jehová” (Jonás 2:9),
de que no hay lugar para salvadores del tipo “hágalo usted mismo”.
La razón por
la que quiso que el pueblo comprendiera eso, es porque la más pequeña asunción
de que contribuimos de alguna forma a nuestra salvación del pecado produce en
nosotros un horrible sentimiento de orgullo. El egoísmo va incluido en ello. Y
lo peor es que no nos damos cuenta de lo que perciben los que nos rodean. Al
pensar así estamos creando inconscientemente alrededor nuestro una atmósfera
que resulta repulsiva a pesar de todas nuestras “buenas obras”.
El nuevo
pacto nos recuerda a cada paso que somos pobres, que somos mendigos. Pero eso,
al fin y al cabo, sitúa nuestros pies sobre la sólida Roca.
En la primera
página del librito se formula la cuestión: “¿Qué lugar tienen la fe y las obras
en la parte humana del pacto?” La respuesta del mensaje de 1888 es: La
fe cree, RECIBIENDO así la
promesa; las obras vienen entonces a ser el producto de la fe. Por cierto: no
hay “parte humana” en su pacto. Es el pacto de la gracia (no hay “parte
humana” en la gracia) y Dios lo llama siempre “MI pacto”. Hasta la propia fe es un don de Dios.
Se nos
confronta casi inmediatamente con la idea del viejo pacto “como una
disposición” (domingo). Se define la “obligación del pacto” como nuestra
“obediencia”. Pero dado que su pacto es su promesa, la obligación
del pacto es el cumplimiento, por parte de Dios, de lo prometido (algo
ciertamente seguro). Nuestra obediencia nunca puede formar parte del pacto de
la gracia: nuestra obediencia es sólo el resultado de haber recibido por la fe
ese pacto o promesa. Al no comprender lo anterior, quedan confundidos el viejo
y el nuevo pacto. La nota en negrita afirma que “nuestra obediencia” es un
“elemento” principal en el nuevo pacto. La lección del lunes nos recuerda “la
parte que tenía que cumplir Noé en este acuerdo”, que “la idea de un pacto
implica más de una parte”... Se da con ello una nueva definición al pacto eterno
de Dios: se lo presenta como un acuerdo, contrato o transacción.
¡Ecos de Minneapolis! ¿Seguimos estando aún allí donde
estuvimos entonces?
En el martes,
la pura promesa de Dios a Abraham queda redefinida como una “oferta”, siendo
que el texto (Gén 12:1-3) nos presenta una pura promesa de parte de
Dios. ¿Fue la salida de Abraham de Ur de los Caldeos “su parte en el pacto”?
¿Lo fue acaso su circuncisión? Sea que respondamos sí o no, de ninguna forma
fue meritoria; no contribuyó para nada a su salvación (algunos insistirán en
que fue “el medio de su salvación”, ignorando que sólo la sangre derramada de
Cristo lo es). Tres libros en la Biblia aclaran esos conceptos: Génesis,
Romanos y Gálatas. Los tres coinciden en que la salida de Abraham de Ur, fue el
RESULTADO de CREER las promesas de Dios, y de ninguna forma la base para las mismas
(ver, por ejemplo, Rom 4:3-14). De la misma forma en que la salida de
Egipto de los israelitas no fue “su parte” en el contrato, sino la parte de
Dios (Éxodo 6:6; 20:2), tampoco la salida de Abraham de Ur de los
Caldeos fue el cumplimiento de “su parte en el contrato”, sino el cumplimiento
de la misericordiosa disposición de Dios: la obra de la gracia (Gén 15:7).
El apartado
del viernes reconoce sin ambigüedades que las promesas de Dios en Éxodo
6:1-8 son las mismas promesas divinas del nuevo pacto. Obsérvese que no
existe ahí “oferta” alguna a Israel, que no hay acuerdo de ningún tipo
con ellos. Sencillamente les prometió la salvación. Si lo hubiesen
escuchado y creído tal como hizo Abraham, su historia hubiese sido gloriosa.
“Me he acordado de mi pacto... Yo Jehová; y yo os
sacaré... y os redimiré... os tomaré... seré vuestro Dios... os meteré en la
tierra... yo os la daré por heredad. Yo Jehová”
(Jueves):
Leyendo Jeremías 31:31-34 queda claro que Israel había estado viviendo
bajo el viejo pacto desde tiempos del monte Sinaí. El nuevo pacto estaba aún en
el futuro para ellos. Su incredulidad nacional lo había relegado al futuro.
Incluso tras la cautividad, siguió predominando la mente del viejo pacto hasta
la misma crucifixión de su Mesías. ¿Está para nosotros todavía en el futuro?
“El
pacto de la gracia (favor inmerecido) existía en la mente de Dios desde los
siglos eternos. Se lo llama el pacto eterno, porque el plan de la salvación no
fue concebido después de la caída del hombre” (AFC, 369).
“La
obra del pecador no es hacer paz con Dios sino aceptar a Cristo como a su paz y
justicia. Así el hombre se convierte en uno con Cristo y con Dios” (AFC, 112).
“Ha
de recibir a Cristo como a su Salvador personal y ha de creer en él. Recibir y
creer es su parte en el contrato” (ELLC, 12).
R.J. Wieland-LB
La Biblia es
categórica en cuanto a que el pacto de Dios es una promesa de su parte (Gál
3:16-21). Nunca leemos que cuando Dios nos dio su nuevo pacto estuviera
haciendo un “negocio” con nosotros, un acuerdo mutuo o una transacción. Eso es
evidente al leer las promesas del nuevo pacto que Dios hizo a Abraham (Gén 12,
13, 14, 15, 16 y 17), a Moisés (Éxodo 6:6-8), y a Jeremías (31:31-34).
Nunca aparece la idea de una promesa recíproca -o un acuerdo- por parte del
hombre.
La definición
de “pacto” que da el diccionario es la de “un acuerdo vinculante de carácter
solemne tomado por dos o más partes, individuos, etc, a fin de hacer, o bien de
abstenerse de hacer una cosa determinada; un convenio” (Webster,
Diccionario del Nuevo Mundo). Pero ni berith ni diathéke (las
palabras hebrea y griega que la Biblia emplea, y que se han traducido como
“pacto”) significan eso. Esa definición del diccionario no alcanza a comprender
la enseñanza bíblica sobre el nuevo pacto de Dios, como tampoco la definición
que da el diccionario de “justificación” alcanza el significado bíblico de la
salvación por la fe. Sería iluso esperar que una obra secular definiera
adecuadamente el significado de un concepto bíblico.
Sin embargo,
en la Guía de Estudio correspondiente al martes 14 de enero, leemos: “Dios y la
humanidad llegan a un acuerdo. Es sencillo... Para comenzar, está el elemento
de obediencia por parte de la humanidad... Ellos tienen que hacer su parte”.
Mezclar el nuevo con el viejo pacto, crea confusión. Si por “pacto bíblico”
hemos de entender el nuevo pacto, nada en la Biblia apoya ese concepto. Pero si
se refiere al viejo pacto, entonces sí: se trata todo el tiempo de promesas de
autosuficiencia y “tratos” propuestos por parte del hombre.
¿Qué dice la
Escritura? ¿Es el “mensaje del tercer ángel en
verdad” la salvación de Dios por la fe, o bien es en parte por nuestras
propias obras? Ese asunto causa perplejidad a muchos creyentes sinceros. ¿Cómo
podemos exaltar la maravillosa gracia sin merma de la obediencia a la ley que
sabemos santa, justa, buena y vigente?
Sabemos que
Dios dio a Ellen White una visión en la que le mostró que “la posición sobre los pactos, tal como la ha enseñado el
hermano Waggoner, era verdad” (Carta 30, 1890). “Anteanoche se me mostró que las evidencias en relación a
los pactos eran claras y convincentes... la posición que presentó el hermano
Waggoner” (Carta 59, 1890).
Esta fue la
enseñanza de Waggoner a propósito del pacto:
“Después del diluvio Dios hizo un pacto con todo ser viviente de la
tierra: aves, animales, y toda bestia. Ninguno de ellos prometió nada a cambio
(Gén 9:9-16). Simplemente recibieron el favor de manos de Dios. Eso es todo
cuanto podemos hacer: recibir... Lo que complica el asunto es que, incluso
aunque el hombre esté dispuesto a reconocer al Señor en todo, se empeña en
negociar con él. Quiere elevarse hasta un plano de semejanza con Dios y
efectuar una transacción de igual a igual con él... Al avanzar, hemos de
recordar que el pacto y la promesa son la misma cosa... Es también necesario
recordar que, puesto que solamente la justicia puede morar en los nuevos cielos
y tierra, la promesa incluye el hacer justos a todos los que creen. Eso se
efectúa en Cristo, en quien halla confirmación la promesa” (Las Buenas Nuevas,
Gálatas, versículo a versículo, 87-88).
¡Pero la naturaleza humana clama por protagonismo! No nos
impresiona la inmensidad de su sacrificio, por consiguiente reivindicamos
continuamente “nuestra parte”. Nuestro orgullo nos impide reconocer que no
podemos cumplir nuestras promesas, y que no somos nada ni tenemos nada. Sólo
podemos... ¡recibir! (o bien interponer una voluntad rebelde y
negarnos a recibir). Si el evangelio consiste en una serie de reglas, tal como
creían los maestros de la ley de antaño, “obedecer al evangelio” consiste en
“hacer”. Pero si -como acertadamente da a entender el título de la Guía de
Estudio- el evangelio es la promesa de Dios, “obedecer el evangelio” sólo puede
tener un significado: reconocer que no somos nada, que no tenemos nada, y que
Dios nos lo ha dado todo en Cristo, incluyendo la justicia de la ley puesta en
nuestro corazón al 100% como un don.
“¿Qué haremos para que obremos las obras de Dios?
Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha
enviado” (Juan 6:28-29).
Se propone
una interesante analogía. Uno que no sabe nadar cae en aguas profundas y
tempestuosas. Desde la cubierta alguien quiere echarle un salvavidas. Imagina
que fueses tú quien estuviera en la cubierta, y tu hijo quien se estuviera
ahogando: ¿Le exigirías que prometiera algo antes de echarle el salvavidas? Le
insistirías en que “tiene que aceptar su parte en el trato”? Cristo no nos lo
preguntó, sino que
“aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida
juntamente con Cristo; por gracia sois salvos” (Efe 2:5).
No hay duda
de que hemos de aferrarnos al salvavidas, pero la motivación es la gratitud por
lo que se nos ha dado ya, y nunca lo que vamos a obtener con promesa alguna de
nuestra parte.
Un “Salvador”
impasible en cubierta, echando el salvavidas a quienes son dignos de él, es el
“Cristo” católico-romano que no desciende a tomar nuestra naturaleza caída,
pecaminosa, no fuese a luchar él también en el océano del pecado. Pero el
Cristo verdadero, para salvarte a ti y a mí, pisó solo el lagar y recorrió el
valle de sombra de muerte. No estuvo en la cubierta observando a los que se
ahogaban, sino en el agua con ellos, salvándolos desde allí. Por eso nos puede
decir: “¡Sígueme!” (y recordemos que todas sus órdenes son promesas), o bien
“Anda delante de mí, y sé perfecto” (Gén 17:1).
Hasta para el
propio arco iris parecemos encontrar “nuestra parte”, a pesar de reconocer que
es un arco semejante al que rodea la presencia del Comandante del universo en
su trono celestial. La verdad es que, lo creas o no lo creas, obedezcas o no,
el arco iris seguirá luciendo tras la lluvia, y la promesa del Señor de no
destruir jamás la tierra por el diluvio seguirá tan inmutable como el que la
hizo. Gracias a Dios porque nuestra salvación está basada en la sólida Roca de
su gracia, y no en nuestra arenosa suficiencia.
R.J. Wieland-LB
“Este es el pacto que guardaréis entre mí y vosotros
y tus descendientes después de ti: Será circuncidado todo varón entre vosotros” (Gén 17:10)
Si recordamos
que la circuncisión se dio como señal de la justicia por la fe, y que la
herencia prometida a Abraham y a su simiente depende de la justicia por la fe (Rom 4:11
y 13), comprenderemos que la circuncisión era la prenda (o “arras”) de esa
herencia. El apóstol declara también que obtenemos la herencia en Cristo,
“en el cual también desde que creísteis, fuisteis sellados
con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras (garantía) de nuestra
herencia, para la redención de la posesión adquirida” (Efe 1:10-14).
La posesión
prometida a Abraham y a su simiente fue asegurada sólo mediante el Espíritu de
justicia, por lo tanto, desde el mismo principio no existió circuncisión
auténtica que no fuese la del Espíritu.
Circuncidados en Cristo
“En él [Cristo] estáis cumplidos, el cual es
la cabeza de todo principado y potestad: En el cual también sois circuncidados
de circuncisión no hecha con manos, con el despojamiento del cuerpo de los
pecados de la carne, en la circuncisión de Cristo” (Col 2:8-11).
La
circuncisión tiene que haber significado lo mismo al ser dada, que en cualquier
momento subsiguiente. Por lo tanto, desde el mismo principio significó justicia
solamente mediante Cristo. Así lo demuestra el hecho de que la circuncisión fue
dada a Abraham como señal de la justicia que tenía por la fe, “Abraham creyó al Señor, y eso se le contó por justicia”
(Gén 15:6).
¿Quién es “la circuncisión”?
Filipenses 3:3 responde a
esa pregunta:
“Nosotros somos la circuncisión, los que servimos en espíritu
a Dios, y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne”.
Dicho en
otras palabras:
“La circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en
letra; la alabanza del cual no es de los hombres, sino de Dios” (Rom
2:29).
Por lo tanto,
jamás fue nadie realmente circuncidado a menos que creyese y se gozara en
Cristo Jesús.
El significado de la circuncisión
“Un estudio cuidadoso de los capítulos del Génesis
que nos hablan del pacto que Dios hizo con Abraham servirán también para aclarar
el tema.
En
Génesis 15 vemos que Dios hizo un pacto con Abraham dependiente de su
fe. El capítulo 16 explica cómo Abraham dio oído a la voz de su esposa,
en lugar de oír la voz del Señor, y se esforzó por cumplir la promesa de Dios
mediante la carne, lo que le llevó al fracaso. Su hijo tenía que nacer según el
Espíritu y no según la carne. Ver Gálatas 4:22-23 y 28-29.
En
el capítulo 17 asistimos al reavivamiento de la fe de Abraham, así como
a la renovación del pacto. Entonces se le dio la circuncisión como
sello. Le fue cortada una parte de la carne como indicativo de que no debía
poner su confianza en la carne, sino que debía esperar la justicia y la
herencia solamente mediante el Espíritu de Dios. Los descendientes de Abraham
tendrían así un continuo recordatorio de su error, y una amonestación a confiar
en el Señor y no en ellos mismos” (E.J. Waggoner. Carta a los
Romanos, 65-66).
(1) La salida de Abraham de Ur de los Caldeos no puede ser “su
parte” en el pacto. Podría parecer así en Gén 12:1-4, pero Gén 15:7
especifica que fue Dios quien sacó a Abraham de Ur. ¡Esa era
también la parte de Dios! Pablo no estaba equivocado: la parte de
Abraham fue creer las promesas de Dios; la obediencia sólo fue el
resultado de su fe (Rom 4:1-5). Sucedió lo mismo con el pueblo de
Israel. Salir de Egipto no fue “la obra de ellos”, sino la de Dios (Éxodo
6:6 y 20:2). Nuestra parte es siempre la fe. Sólo tras haber
recibido las bendiciones del pacto, tras haber recibido a Cristo, puede él
obrar en nosotros (Heb 13:20-21).
(2) Se cita Gén 15:1-8 y se pregunta en qué
versículos aparece “el llamado a la obediencia humana”. ¡Uno lee
detenidamente el texto sin encontrar ninguno! Lo mismo sucede en Gén
3:15, Gén 9:9-17; Éxodo 6:4-8; Jer 33:20-22 y 25-26;
Gál 3:14-26, 4:22-31, etc.
(3) Referente a la distinción entre mandatos y promesas:
para aquel que tiene la mentalidad del nuevo pacto, todos los mandatos de Dios
son promesas de su parte, pues Dios sabe que no tenemos en nosotros mismos la
fuerza para obedecerle. Como dijo Ellen White:
“Todos sus mandatos son habilitaciones” (PVGM,
268).
Cada uno de los diez mandamientos se convierte en diez
maravillosas promesas a la luz del nuevo pacto. ¿Estamos menospreciando la
obediencia a Dios? De ninguna manera. Afirmamos que todo cuanto podemos hacer
es, como Abraham: creer. Nuestra obediencia no es nuestra parte,
sino su parte, la de Dios. La Biblia lo afirma así una vez tras otra: Isa
26:12; Eze 36:23-27; Jer 31:33; Juan 14:10 y 12;
1 Cor 12:6; 1 Tes 5:23-24; Heb 8:10; 10:16, etc.
LB
Al avanzar en estas buenas 13 lecciones relativas al nuevo versus
viejo pacto, es conveniente que conozcamos el contexto histórico. No podemos
comprender el presente a menos que recordemos el pasado.
En fecha tan temprana como 1851, fervientes adventistas discutían
ya el tema de los pactos. El problema consistía en que los no-adventistas que
se oponían a la verdad del sábado acusaban a los adventistas de que su
observancia del sábado consistía en vivir bajo el viejo pacto. Nuestros
pioneros defendieron valientemente la observancia de la ley como un deber
cristiano. ¡Y había que hacerlo!
En 1850, J.N. Andrews había publicado ya que “la ley en Gálatas”, el “ayo”,
es la ley moral. En 1854, J.H. Waggoner (el padre de E.J. Waggoner) publicó un
libro en el que sostenía igualmente que la ley aludida en Gálatas es la ley
moral, pero afirmando también que el nuevo pacto era un “acuerdo” en el que
Dios prometía bendecir a Abraham a condición de que este obedeciera la ley.
Sentía que era así como debía defender la observancia del sábado. Concibió
asimismo los pactos en términos de dispensaciones en el tiempo. Ninguno de los
hermanos anteriores a la era de 1888 (incluyendo el padre del propio E.J.
Waggoner) pareció comprender los dos pactos como un asunto de condición del
corazón, no de tiempo (dispensaciones).
Debido al interés que movía a nuestros hermanos por defender la
observancia del sábado, la tendencia era a desembocar en una comprensión
legalista de los pactos. En 1857 Stephen Pierce los convenció de que la ley en
Gálatas había de ser la ley ceremonial. El sentir general vino entonces a ser
que el viejo pacto había quedado abolido en la cruz (dispensacionalismo), pero
a diferencia del mundo protestante, para los adventistas eso significaba
solamente abolición de la ley ceremonial. En la década de 1880, Uriah Smith,
que era considerado como el teólogo de la Iglesia, seguía teniendo (junto a la
gran mayoría de hermanos) una comprensión dispensacionalista de los pactos, de
forma que el viejo pacto alcanzaba hasta la cruz, el nuevo era “un acuerdo
mutuo”, y la ley en Gálatas era la ley ceremonial.
Finalmente, nuestro hermano Dudley M. Canright lo abandonó todo,
se alistó con la postura sostenida por las iglesias guardadoras del domingo
sobre los pactos y dejó la Iglesia adventista, viniendo a convertirse en
nuestro más determinado y agrio opositor en la prensa. Dijo: “Ningún otro
asunto causa tanta perplejidad a los adventistas como el de los pactos. Les
causa pánico abordar el tema”. Y ciertamente es aún hoy motivo de perplejidad
para no pocos adventistas.
Antes de 1890, Ellen White había dicho muy poco sobre los pactos.
Los hermanos tenían dificultades para conocer su posición al respecto. G.I.
Butler, el presidente, estaba seguro de que ella coincidía con él sobre la ley
en Gálatas, que en el caso de haber sido cierto, habría significado que ella
estaba de acuerdo con la idea dispensacionalista y con la posición de que el
pacto es un “acuerdo”. Pero sabiamente, ella había evitado hacer tales
declaraciones. Ellen White fue con toda sinceridad a oír a E.J. Waggoner en
Minneapolis en 1888, afirmando que estaba dispuesta a aprender hasta “del más humilde de los siervos de Dios”. Le
embargó un gozo indescriptible al oír el mensaje dado por E.J. Waggoner.
Declaró: “Cada fibra de mi corazón decía ‘Amén’”.
Pero no fue sino hasta 1890 cuando apoyó de forma pública y
enfática la posición de Waggoner. Atribuyó el crédito por su convicción a una
visión que el Señor le dio (el 16 de marzo). Dudó en cuanto a oponerse a los
dirigentes de la Asociación General. Pero en agosto expresó su posición en Patriarcas
y Profetas, declarando sin ambigüedad que los términos del viejo pacto
eran: “Obedece y vivirás” (389). Para mayor
información ver el libro del pastor Paul Penno ‘El Calvario en el Sinaí’.
El registro histórico no deja lugar a dudas: “En su gran misericordia el Señor envió un preciosísimo
mensaje a su pueblo por medio de los pastores Waggoner y Jones” (TM,
91) en 1888, que entre otras cosas habría de despejar la confusión reinante a
propósito de los pactos. Cuando Jones y Waggoner presentaron su mensaje
puramente a partir de las Escrituras, Ellen White se alegró en gran manera por
ese motivo. Su posición era simple y clara como la luz del sol. Nunca antes una
iglesia guardadora del domingo había enseñado un concepto claro como ese. De
haberlo recibido, podría haber capacitado a nuestros hermanos para presentar la
verdad del sábado al mundo con poder de convicción.
Esa es la causa por la que el mensaje de 1888 fue un punto de
inflexión: consistió en el “comienzo” del
mensaje del cuarto ángel de Apocalipsis 18 y de la lluvia tardía que
necesariamente lo había de preceder y acompañar.
La lección para esta semana incluye indicios de la posición
anterior a 1888, la del “acuerdo” o contrato. Se hace la pregunta: “¿Qué
condiciones u obligaciones estaban vinculadas con el pacto?”
Puesto que el pacto es una promesa, y dado que es Dios
quien promete, evidentemente la única condición y obligación respecto a
“obrar” es aquella mediante la cual el Señor se obliga a sí mismo a cumplir lo
prometido. Una promesa es en esencia una obra, y sólo Dios tiene el poder para
obrar, para cumplir lo prometido, porque sólo él es EL
QUE ES.
Ciertamente haber recibido esa promesa -por la fe- debiera
llevarnos a un firme compromiso, a una decisión constante por el Señor (2
Ped 1:10). Pero si comprendemos el pacto eterno en términos de promesas
mutuas entre Dios y nosotros, estamos convirtiendo el pacto eterno en el viejo
pacto, por cuanto estamos procurando añadir nuestras obras al pacto de
la gracia. Nuestras obras no pueden ser nunca una parte de la gracia, sino la
consecuencia de haberla recibido con provecho. La obediencia a la ley no puede ser
nuestra parte en el pacto, puesto que es precisamente aquello que Dios nos
promete en SU
pacto: “Pondré mis leyes en sus corazones”. Cuando
es Dios quien hace la promesa, eso significa garantía de cumplimiento. Cuando
es el hombre quien la hace, significa vana suficiencia propia. Toda obediencia
de parte del hombre es el fruto natural del “oír de
la fe” (Gál 3:2 y 5), no su parte en el “acuerdo mutuo” o
contrato.
La Biblia nos habla consistentemente del pacto eterno, de “mi
pacto” (de Dios). Nunca habla de ‘mis pactos’. Eso significa que el pacto
anunciado a Adán y Eva, a Abraham, a Noé, a Moisés, a Jacob, etc, es en
realidad uno y el mismo pacto. “¿Qué condiciones y obligaciones” de parte
de Noé permitirían que brillara el arco iris tras la lluvia? (Gén 9:9-17).
¡Ninguna! Dios hizo su pacto tan eterno e inmutable como las
leyes que rigen el día y la noche (Jer 31:35-36; 33:20-22 y 25-26).
Otra cosa es que personalmente podamos recibir en vano la gracia de
Dios, y de ahí la necesidad de estar en guardia para que eso no suceda (2
Cor 6:1).
Lo que parecemos resistirnos a comprender es que el evangelio
de Cristo “es [en sí mismo] el poder de Dios para salvación” (Rom 1:16).
¡Estamos más inclinados a creer que el poder está en la ley! Sin
embargo, Dios lo ha puesto concretamente en el evangelio, en la palabra, en el
mensaje mismo. El “oír de la fe” permite que
el corazón que cree reciba el poder de Dios. La propia Palabra contiene la “dinamita”
que libera al corazón humano de la esclavitud al pecado. Cuando Dios declara su
promesa del nuevo pacto, hay vida en su propia palabra. Por increíble que pueda
parecer, el plan de Dios es este: “Oír” con fe la proclamación de su promesa de
justicia eterna nos hace “obedientes a todos los
mandamientos de Dios” si no lo resistimos (El Camino a Cristo, 26-27).
“Ya vosotros sois limpios por la
palabra que os he hablado” (Juan 15:3).
Eso es lo que sucedió a los Gálatas cuando “oyeron” con fe el
mensaje de Pablo. El “oír de la fe” obró el
milagro que jamás podrían haber logrado las “obras de la ley” (Gál 3:1-2
y 5; Rom 2:13; 13:10).
La noción del nuevo pacto propia del mensaje de 1888 tenía que revolucionar
la predicación adventista. Lo habría hecho, de no haber sido “resistida”, rechazada “en
gran medida” y “mantenida lejos” de
nuestros hermanos y del mundo (1 MS, 276).
¿Pidió Dios a Abraham que pasara por en medio de las partes de los
animales divididos? (Gén 15:8-12). De haber sido así, Dios le habría
pedido que firmara su propia sentencia de muerte. Quien así hacía estaba
jurando ante el trono de Dios, mediante un voto solemne, que si dejaba de
cumplir perfectamente su propia promesa, él correría la misma suerte que
aquellos animales troceados en sacrificio.
Génesis afirma claramente que Dios pasó por entre aquellas mitades
de animales sacrificados, comprometiendo así su propio trono -su propia
existencia- al cumplimiento de sus promesas a nosotros. Pero nada leemos sobre
promesa alguna de parte de Abraham, y el registro bíblico no presta mayor
atención al detalle de que Abraham también pasara por entre medio de los
animales, como creemos que de hecho sucedió. Es significativo que Dios no pidió
a Abraham que pasara por en medio de los animales, aunque esa fuera la
costumbre en aquel tiempo, queriendo así enfatizar su propio compromiso divino,
y no el forzar un compromiso de parte de Abraham.
Nos gustaría ver más claramente expresada en la Guía de Estudio la
idea de que el “oír de la fe” produce la
obediencia. Una vez que el corazón humano ha sido ganado y fundido por el
aprecio hacia el amor revelado en la cruz de Cristo, la vida no manifestará
otra cosa que no sea la total obediencia a la voluntad de Dios. ¿Cuál es la
razón? “La fe obra por el amor” (Gál 5:6).
Nunca contemplaremos suficientemente el agape, ese poder que constriñe,
que motiva (2 Cor 5:14-15).
Debido a la introducción del viejo pacto por parte de Israel al
pie del Sinaí, estuvo tristemente ausente el glorioso resultado que Dios puso
al alcance de su historia corporativa -nacional- desde Sinaí a Pentecostés. Los
ejemplos dignos fueron la excepción. La primera vez que presenciamos un
comienzo real de ese glorioso resultado es en Pentecostés. Su demostración
última será en ocasión de la lluvia tardía y en el inseparable fuerte pregón
que alumbrará por fin la tierra con su gloria. ¿Cuándo permitiremos que suceda?
R.J. Wieland-LB
Gracias
a Dios por la Escuela sabática y por la Guía de Estudio preparada por la
Asociación General. Logra que los adventistas alrededor del mundo dirijamos
juntos la atención a la lección semanal, dando al Espíritu Santo la ocasión de
obrar por la unidad mundial a fin de que podamos estar “unánimes juntos”. Qué
importante es, por lo tanto, que nuestra lección enseñe el mismo evangelio en
su pureza que llevó a los discípulos a estar “unánimes juntos” en Pentecostés.
Las lecciones de Escuela sabática pueden ser un gran instrumento
por medio del cual el Espíritu Santo hable a la iglesia mundial unida,
presentando el tan esperado mensaje de lluvia tardía con tal claridad y
fundamento bíblico, que pueda sanar nuestra actual desunión, llevando a la iglesia
a la maravillosa armonía a la que está llamada.
Ninguna verdad en el Congreso de Minneapolis suscitó mayor
oposición que la enseñanza que E.J. Waggoner presentó sobre los pactos, sin
embargo, fue esa la postura que a Ellen White le “fue mostrado” en visión que
era la correcta. La providencia del Señor permitió que Waggoner fuera el autor
de las lecciones de Escuela sabática en la era de 1888, que tenían por tema el
Nuevo Pacto entendido como las promesas de Dios.
Pero ¿qué sucedió? Al editor de Review and Herald y al
presidente de la Asociación General no les gustaron las lecciones de Waggoner,
y el pueblo resultó confundido. El conflicto continuó durante toda la década de
1890. Ni el editor de la Review ni el expresidente abandonaron jamás su
oposición, que continuó hasta sus respectivas muertes. En 1907 se produjo otra
crisis sobre los Pactos, cuando tanto la Pacific Press como la Asociación
Publicadora Review and Herald decidieron dar soporte a la posición opuesta a la
presentada por E.J. Waggoner a fin de suprimir la comprensión de 1888.
Las tres propuestas principales de quienes se oponían a la
comprensión de Waggoner (el nuevo pacto como las promesas de Dios), fueron:
(1)
Dios mismo fue quien inició el viejo pacto, como algún tipo de añadido al nuevo
pacto que diera antes a Abraham. Waggoner expuso que tal no fue el caso, que el
viejo pacto fue iniciado por el hombre, y que no alteró en lo más mínimo la
promesa original de Dios que él mismo había confirmado con su juramento: Gál
3:15-18).
(2) El
nuevo pacto comenzó en la cruz, y el viejo pacto terminó allí. Según eso, había
dos “dispensaciones” en un sentido cronológico sucesivo. Waggoner explico cómo
el nuevo pacto comenzó en el Edén, y el viejo cuando Adán pecó e intentó
justificarse a sí mismo. Los dos pactos se extendían por lo tanto
simultáneamente en el tiempo. Siempre está en tu mano el vivir bajo el pacto
que elijas.
(3) El
nuevo pacto fue un “acuerdo” entre Dios y el hombre, un “contrato” o un “trato”
en el que los dos se pusieron de acuerdo. Waggoner enseñó que el nuevo pacto es
la promesa unilateral de Dios; nuestra parte no consiste en hacerle vanas
promesas de obediencia a cambio, tal como hizo Pedro aquella última noche;
nuestra parte es creer lo que nos fue ya prometido según iniciativa de Dios.
Estos son algunos de los comentarios de Waggoner:
Admitió que existían “dos dispensaciones”, pero obsérvese en qué
sentido:
“La ‘dispensación cristiana’ comenzó
para el hombre tan pronto, al menos, como se produjo la caída. Hay ciertamente
dos dispensaciones, una dispensación de pecado y de muerte, y una dispensación
de justicia y vida, pero esas dos dispensaciones han corrido paralelamente
desde la caída. Dios trata a los hombres como individuos, no como a naciones,
no de acuerdo con el siglo en que hayan vivido. No importa el período de la
historia del mundo, todo ser humano puede pasar en cualquier momento de la
dispensación antigua a la nueva” (Present Truth, 7 septiembre
1893).
¿En qué consiste la “dispensación de
muerte”?
“La ley escrita simplemente en tablas
de piedra -o en un libro- puede traer sólo ira y muerte. La razón es que en un
caso tal se trata sólo de la exposición de la justicia requerida, y ningún
hombre puede ser salvo por la mera declaración de su deber. La ley escrita en
piedra -o en un libro- nos dice simplemente lo que debemos hacer, pero no nos
proporciona poder para efectuarlo. Por lo tanto, la entrega de la ley escrita
en letra al pueblo que sea, significa un ministerio de muerte para él. Los
truenos, relámpagos y terremoto que acompañaron la entrega de la ley, y el
hecho de que nadie se podía acercar al monte sin morir, mostraba que el hombre
no puede acceder a la ley por sí mismo para obtener justicia” (Id.)
“Las mentes de las personas estaban
cegadas, de forma que la luz no podía brillar en ellas; pero la luz estaba
allí, dispuesta para brillar, puesto que la mente de Moisés no estaba cegada, y
la luz del glorioso evangelio de Cristo brillaba en su rostro, transformándolo.
La ley y el evangelio estuvieron unidas en el Sinaí, como lo han estado en
cualquier otra ocasión. En el Sinaí brilló la gloria del Calvario tan
claramente como lo hace hoy” (Id.)
Podríamos añadir que “la luz estaba
allí”, en Minneapolis, “dispuesta para
brillar”, y que la mente de Ellen White “no
estaba cegada”. Piensa en lo maravillosa que habría sido la historia de
este mundo si el antiguo Israel hubiera creído el nuevo pacto. Escribió
Waggoner:
“Que el deseo de Dios para Israel era
que pudieran proclamar el evangelio a todo el mundo, es evidente por el hecho
de que si permanecían en su pacto serían un reino de sacerdotes... Si hubieran
aceptado la propuesta de Dios y se hubieran contentado con permanecer en el
pacto de Dios, en lugar de insistir en uno de ellos mismos... habrían conocido
la verdad y habrían sido liberados en consecuencia... por lo tanto resulta
claro que el propósito de Dios al sacar a Israel de Egipto fue el de enviarlos
a todo el mundo a predicar el evangelio.
Que rápida y fácil tarea habría sido para ellos...
No les habría tomado sino un breve tiempo el llevar el evangelio hasta los
confines más remotos de la tierra... Uno podría poner en fuga a mil, y dos a
diez mil. Es decir, el poder de la presencia de Dios con dos cualquiera de
ellos, haría que ante los ojos de sus enemigos aparecieran como diez mil, y
nadie osaría atacarlos... Todos los que oyeran tomarían inmediatamente posición
en favor o en contra de la verdad, y esa decisión sería final, puesto que cuando
uno rechaza el evangelio proclamado en su plenitud, es decir, acompañado del
poder de Dios, no hay nada más que se pueda hacer por él... Así, muy pocos años
o quizá meses tras haber atravesado el Jordán, habrían sido suficientes para la
predicación del evangelio del reino en todo el mundo como testimonio a todas
las naciones”
(E.J. Waggoner, El Pacto Eterno, capítulo 37, 205-206).
En 1888 el Señor dio de nuevo a su pueblo “el comienzo” del
mensaje del nuevo pacto y dispuso que alumbrara la tierra con su gloria (Apoc
18:1). Una vez más, habría bastado un breve tiempo para cumplir la tarea,
de no haber sido por su reincidente incredulidad. En General Conference
Bulletin de 1893, 419, refiriéndose al “espíritu
que prevaleció en Minneapolis”, escribió Ellen White:
“Si cada soldado de Cristo hubiera
cumplido su deber, si cada centinela en los muros de Sión hubiera dado un
sonido certero a la trompeta, el mundo habría oído ya el mensaje de
amonestación. Pero la obra se ha retrasado en años”.
La pregunta que debemos hacernos hoy es: ¿Cuántas generaciones más
permitiremos que se sucedan antes de que el Señor tenga un pueblo que responda
a la verdad de su nuevo pacto?
“El plan de Dios para Israel era que
no fueran una NACIÓN. Tenemos tendencia a observar lo que FUERON, suponiendo que eso es lo que debieron ser, y en
ello olvidamos que de principio a fin Israel rehusó en mayor o menor grado
andar en el consejo de Dios. Vemos al pueblo judío con jueces, funcionarios y
toda la parafernalia del gobierno civil; pero hemos de recordar que el pacto de
Dios proveía algo muy diferente, que, debido a su incredulidad, jamás
alcanzaron en su plenitud” (E.J. Waggoner, El Pacto Eterno, capítulo 37, 208).
Waggoner provee un comentario animador al tema sugerido en la
lección del miércoles a propósito del “territorio” de Israel:
[Los israelitas] “asumieron que era su
destreza militar la que habría de asegurarles la tierra. Pero ese era un grave
error. Dios había prometido DARLES
la tierra; no se la podía obtener de otra forma que no fuese como un don. El
más poderoso ejército que el mundo haya visto pertrechado con las mejores armas
no podría tomarla, mientras que unos pocos hombres desarmados pero poderosos en
fe y dando gloria a Dios la podrían haber poseído fácilmente... No era el
propósito de Dios que su pueblo conociera jamás la derrota ni que en la
ocupación de la tierra perdiese la vida un solo hombre... No era su voluntad
que tuvieran que luchar para la posesión de la herencia adquirida... No debemos
olvidar que sus mentes resultaron cegadas por la incredulidad, de forma que no
pudieron percibir el propósito de Dios para ellos. No captaron las realidades
espirituales del reino de Dios, sino que se contentaron con sus sombras... La
razón por la cual [Israel] no poseyó [la tierra] fue su incredulidad, y esa es la razón por la que
debieron luchar. Si hubieran creído al Señor, habrían permitido que él
despejara la tierra de sus totalmente depravados habitantes, de la forma en que
él se propuso” (E.J. Waggoner, El Pacto Eterno, capítulo
36, 198-201).
R.J. Wieland
“Ahora, si dais oído a
mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los
pueblos, porque mía es toda la tierra”
(Éxodo 19:5).
La simiente literal y espiritual
“La comprensión incorrecta de esos dos términos es la
responsable de una gran parte de la confusión que ha habido con respecto a
Israel. La gente supone que afirmar que sólo son judíos auténticos los que lo
son espiritualmente, equivale a negar la literalidad de la simiente y de la
promesa. Pero ‘espiritual’ no es opuesto a ‘literal’. Lo espiritual es literal,
es real. Cristo es espiritual, sin embargo, es la simiente real: la simiente
literal. Dios es espiritual y es espíritu, sin embargo, no es un Ser figurado,
sino un Dios literal, real. Así, la herencia de la que somos herederos en
Cristo es una herencia espiritual, pero es real.
Afirmar
que sólo el Israel espiritual es el verdadero Israel no es contradecir o negar
las Escrituras, ni debilitar de ninguna manera la fuerza y realidad de la
promesa, ya que la promesa de Dios sólo se hace a quienes tienen fe en Cristo. ‘Porque
no fue por la Ley, como Abraham y sus descendientes recibieron la promesa de
que serían herederos del mundo, sino por la justicia que viene por la fe’ (Rom 4:13). ‘Y si
vosotros sois de Cristo, ciertamente la simiente de Abraham sois, y conforme a
la promesa los herederos’ (Gál 3:29)”. (E.J. Waggoner, Carta a los Romanos, 67).
“Los falsos maestros intentaban persuadir a los hermanos
de que si abandonaban su fe sincera en Cristo y confiaban en obras que ellos
mismos podían hacer, vendrían a ser hijos de Abrahán, y con ello herederos de
las promesas. “No los hijos según la carne son los hijos de Dios, sino
los hijos de la promesa son contados como descendientes” (Rom 9:8). De
los dos hijos que tuvo Abrahán, uno fue engendrado según la carne y el otro
según la “promesa”: fue nacido del Espíritu. “Por la fe, la misma Sara, aun
fuera de la edad, recibió vigor para ser madre, porque creyó que era fiel el
que lo había prometido” (Heb
11:11).
Agar
era una esclava egipcia. Los hijos de una mujer esclava eran siempre esclavos,
aun en el caso de que su padre fuese libre. Por lo tanto, todo cuanto podía
engendrar Agar era esclavos.
Pero
mucho antes de que el niño-esclavo Ismael naciera, el Señor había manifestado
con claridad a Abrahán que sería su propio hijo libre, nacido de Sara –su
esposa libre–, quien heredaría la promesa. Tales son las obras del
Todopoderoso...” (E.J. Waggoner, Las buenas
nuevas, Gálatas versículo a versículo,
120).
“Las dos mujeres, Agar y Sara, representan los dos pactos.
Leemos que Agar es el monte Sinaí, ‘que engendra hijos para esclavitud’. De
igual forma en que Agar podía engendrar solamente hijos esclavos, la ley –la
ley que Dios pronunció en el Sinaí–, no puede engendrar hombres libres. No
puede hacer otra cosa que no sea mantenerlos en servidumbre, ‘porque la Ley
produce ira’, ‘porque por la Ley se alcanza el conocimiento del pecado’ (Rom 4:15; 3:20). En el Sinaí, el pueblo prometió guardar la ley que les
había sido dada. Pero en su propia fuerza, carecían del poder para obedecerla.
El monte Sinaí engendró ‘hijos para esclavitud’, puesto que su promesa de
hacerse justos por sus propias obras no funcionó, ni puede funcionar jamás.
Consideremos
la situación: El pueblo estaba en la esclavitud del pecado. No tenían poder
para quebrantar aquellas cadenas. Y la proclamación de la ley en nada cambió
esa situación. Si alguien está en la cárcel por haber cometido un crimen, no
halla liberación por el hecho de que se le lean los estatutos. La lectura de la
ley que lo llevó a esa prisión logrará solamente hacer aún más dolorosa su
cautividad.
Entonces,
¿no fue Dios mismo quien los llevó a la esclavitud? No, ciertamente, puesto que
no los indujo en modo alguno a que hicieran ese pacto en el Sinaí.
Cuatrocientos treinta años antes había hecho un pacto con Abrahán, que era
perfectamente suficiente en todo respecto. Dicho pacto fue confirmado en
Cristo, y por lo tanto, era un pacto que venía ‘de arriba’ (Juan 8:23). Prometía la
justicia como un don gratuito de Dios, por la fe, e incluía a todas las
naciones. Todos los milagros que Dios obró al liberar a los hijos de Israel de
la esclavitud egipcia no fueron más que demostraciones de su poder para
librarles (y librarnos) de la esclavitud al pecado. Sí, la liberación de Egipto
fue, no sólo una demostración del poder de Dios, sino también de su deseo de
librarlos de la esclavitud del pecado.
Así, cuando el pueblo acudió al Sinaí, Dios se limitó a
referirles lo que había hecho ya en su favor, y les dijo: ‘Si dais oído a mi
voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos
los pueblos, porque mía es toda la tierra’ (Éxodo 19:5). ¿A qué pacto se estaba refiriendo? Evidentemente, al
pacto que existía ya con anterioridad, a su pacto con Abrahán. Si solamente
guardaban el pacto de Dios, si guardaban la fe, y creían la promesa de
Dios, serían su pueblo peculiar. En calidad de dueño de toda la tierra, era
capaz de cumplir en beneficio de ellos todo cuanto había prometido”
(E.J. Waggoner, Las buenas nuevas,
Gálatas versículo a versículo, 121-122).
Comentarios a lección 6, para el 8 de febrero de 2003
(1) En
la lección del lunes leemos: “Israel
tenía que cumplir su parte del trato; si no, las promesas podrían anularse”.
Dado que el
pacto de Dios consiste precisamente en sus promesas, la única forma en que
podría ser anulado es si Dios lo anulara. Pero él no sólo prometió, sino que
juró por sí mismo; es decir, puso su existencia, su trono, por garantía de la
vigencia de ese pacto o promesas.
Israel dejó
de cumplir “su parte” continua y repetidamente. Sin embargo, y gracias a que
Dios no cambia, sus promesas JAMÁS HAN SIDO ANULADAS. Siguen hoy en pie, gozando de tan buena salud como la del que
las hizo. “Si fuéremos infieles, él permanece fiel:
no se puede negar a sí mismo” (2 Tim 2:13). Podemos rechazar
personalmente la bendición, dejando de recibirla, pero no podemos anular su
pacto, que consiste en su promesa.
“Dios, que no puede mentir, prometió antes de los tiempos
de los siglos” (Tito 1:2).
Al leer Génesis
9:9-17 vemos la naturaleza inquebrantable del pacto eterno. Incluso en
tiempos del “fin del fin”, seguiremos estando bajo ese pacto eterno. En el
contexto del tiempo de angustia, leemos:
“Esto me será como las aguas de Noé; que juré que nunca
más las aguas de Noé pasarían sobre la tierra; así he jurado que no me enojaré
contra ti, ni te reñiré. Porque los montes se moverán, y los collados
temblarán; mas no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz
vacilará, dice Jehová, el que tiene misericordia de ti” (Isa 54:7-10).
Es el pacto
de obras -el antiguo pacto- el que puede ser fácilmente anulado. El pacto o
acuerdo mutuo que el hombre quiso hacer con Dios al pie del Sinaí quedó anulado
a las pocas semanas. El hombre había prometido:
“Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y
obedeceremos” (Éxodo 24:7).
Como escribió
Ellen White en Patriarcas y Profetas, 388-389:
“No percibían la pecaminosidad de su propio corazón,
y no comprendían que sin Cristo les era imposible guardar la ley de Dios; y con
excesiva premura concertaron SU pacto con Dios. Creyéndose capaces de ser justos por sí mismos,
declararon: ‘Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho y obedeceremos’ (Éxodo 24:7)... unas pocas semanas después, quebrantaron SU
pacto con Dios al postrarse a adorar una imagen fundida. No podían esperar el
favor de Dios por medio de un pacto que ya habían roto... Los términos del pacto
antiguo eran: Obedece y vivirás”.
La esencia
del antiguo pacto es pensar que nuestra obediencia es la respuesta al pacto de
Dios. NO es así. “Nuestra” obediencia no
es nuestra, sino la SUYA
(1 Cor 12:6; Isa 26:12; Heb 13:21), la de Cristo habitando
en nosotros por la fe. No es lo que nosotros hacemos, sino lo que ÉL HACE en nosotros. Son las buenas obras
que él preparó de antemano para que anduviésemos en ellas (Efe 2:10). “Pondré mis leyes en vuestros corazones...”
“Encomienda a Jehová
tu camino, confía en él y ÉL HARÁ” (Sal 37:5).
En el nuevo
pacto, nuestra obediencia no es la premisa, no es la condición, sino
precisamente el resultado: lo que Dios nos promete. Nuestra “parte” es recibir
a Cristo, es mirar a él y vivir, o, como dicen los textos citados en la lección
para el lunes, “si oyeres” (Deut 28:1),
“y si con esto no me oyereis” (Lev 26:27),
o en la del martes, “pero no oyeron, ni inclinaron
su oído” (Jer 11:8).
“La obra del pecador no es hacer paz con Dios sino
aceptar a Cristo como a su paz y justicia. Así el hombre se convierte en uno
con Cristo y con Dios”
(AFC, 112).
“Ha de recibir a Cristo como a su Salvador personal y
ha de creer en él. Recibir y creer es su parte en el contrato” (ELLC, 12).
(2)
Leemos en la lección del martes, que “Noé tenía que obedecer con el fin de recibir las bendiciones de la
gracia de Dios”.
Si
podemos obedecer antes de recibir las bendiciones de la gracia, entonces ya no
necesitamos la gracia ni sus bendiciones.
¡Ese es el problema!
“Lo que era imposible
a la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios enviando a su Hijo en
semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la
carne” (Rom 8:3).
Los
versículos 7 al 12 del mismo capítulo explican que la única forma
en que podemos obedecer es cuando Cristo habita en nosotros mediante su
Espíritu Santo. Pero una vez que hemos recibido a Cristo, una vez que mora en
nosotros Espíritu Santo, ya hemos recibido las bendiciones de la gracia de
Dios. Por lo tanto, Noé, como nosotros, NO “tenía que
obedecer con el fin de recibir las bendiciones de la gracia de Dios”,
sino que tenía que recibir las bendiciones de la gracia de Dios con el fin
de obedecer. Lo primero es el viejo pacto (“Obedece y vivirás”), lo segundo
es el nuevo pacto, y sólo así tiene sentido hablar de “la salvación sólo por la fe” (lección del
lunes), la fe que obra por el amor.
“Las bendiciones del nuevo pacto están basadas únicamente
en la misericordia para perdonar iniquidades y pecados... En el nuevo y mejor
pacto Cristo ha cumplido la ley por los transgresores de la ley, si lo reciben
por fe como Salvador personal... En el mejor pacto somos limpiados del pecado
por la sangre de Cristo”
(EGW, 7 CBA, 943).
“La expiación de Cristo selló para siempre el pacto
eterno de la gracia. Fue el cumplimiento de todas las condiciones por las
cuales Dios había suspendido la libre comunicación de la gracia con la familia
humana” (Id., 945).
“La muerte y la resurrección de Cristo completaron su
pacto” (Id., 944).
“El pacto de misericordia fue hecho antes de la
fundación del mundo. Ha existido desde toda la eternidad, y es llamado el pacto
eterno” (Id., 946).
Terminamos
este comentario recordando las inspiradoras palabras de la Guía de Estudio, en
la lección del lunes 27 de enero:
“El Redentor mismo llega a ser el medio
por el cual se satisfacen las obligaciones del pacto y todas las demás promesas
se cumplen”. Gracias a Dios porque así sea, y porque así lo exprese la
Guía de Estudio.
LB
Comentarios lección 7, para el 15 de febrero de 2003
Martes
11 febrero:
Se afirma del
antiguo pacto de Éxodo capítulos 19 al 24, que “es el monte
Everest” de la historia temprana de Israel. Se presenta el pacto que el pueblo
instituyó como “la propuesta de Dios de hacer un pacto con Israel”, y la
respuesta de antiguo pacto que tuvo Israel se considera como “aceptar el
pacto”. De esa forma, se somete a una especie de metamorfosis al viejo pacto,
redefiniéndolo como justicia por la fe (es decir, “aceptar”).
Pero lo que
Dios propuso en Éxodo 19:5 fue que el pueblo de Israel creyera en su
promesa del nuevo pacto tal como había hecho Abraham. En lugar de “aceptar”,
rechazaron la propuesta de Dios y la sustituyeron por su propia idea, que
consistió en una promesa de obediencia (versículos 7 y 8).
Los
israelitas
“no tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios,
de la extrema pecaminosidad de su propio corazón, de su total incapacidad para
obedecer la ley de Dios, y de la necesidad de un Salvador... con excesiva
premura concertaron su pacto con Dios. Creyéndose capaces de ser justos
por sí mismos, declararon: ‘Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y
obedeceremos’ (Éxodo
24:7)... apenas unas pocas semanas
después, quebrantaron su pacto con Dios al postrarse a adorar una imagen
fundida” (Patriarcas y profetas, 341-342;
granate: 388).
Obsérvese que
en ningún caso se refiere al pacto eterno, al pacto de Dios, al nuevo pacto,
sino a la (vana) promesa que ellos habían hecho: al pacto del hombre, o viejo
pacto.
Pero la Guía
de Estudio parece presentar el viejo pacto instituido por el pueblo como aquel
en el que “Dios se revela más plenamente que antes”. Leemos después: “El pacto
demandaba que ellos obedecieran” (jueves). “Todo lo que ellos tenían que
hacer, como respuesta, era obedecer” (miércoles).
¿Vemos esa
“demanda” en algún lugar de la Biblia en relación con el nuevo pacto? ¿Hizo
Dios alguna “demanda” a Abraham? Su deseo era que Abraham obedeciera, pero no
como respuesta a una amenaza en caso de que no lo hiciera. Vemos ahí expuesto
el meollo de los dos pactos. El viejo pacto está repleto de terribles amenazas
de forma que si la así llamada “demanda” no es respondida con perfecta
obediencia, se predicen toda clase de desgracias (Deut 28:15-68).
¡Abraham no necesitó ninguna de esas “maldiciones”! Sin embargo, obedeció –sin
necesitar amenazas ni maldiciones- porque creyó las promesas de Dios del nuevo
pacto.
Es preciso
comprender claramente que la obediencia no es nuestra respuesta al nuevo
pacto. En cierto sentido, la obediencia es la respuesta, pero no
nuestra respuesta,
“porque Dios es el que en vosotros obra así el querer como
el hacer, por su buena voluntad” (Fil 2:12).
Como
especifica el nuevo pacto (Jer 31:33; Heb 10:16), la obediencia
no es nuestra respuesta, sino la respuesta de Dios: precisamente lo prometido
en su pacto. Nuestra respuesta, tal como muestra Abraham, es la fe. “Amén” es el sello del nuevo pacto. “Obedeceremos” el del viejo.
Miércoles:
El
significado de la palabra hebrea traducida en Éxodo 19:5 como “obedecer”
debe ser matizado. Dice el Theological Wordbook of the Old Testament:
“La idea básica [shamea] es la de percibir un mensaje o
simplemente un sonido... oír,... escuchar, prestar atención”
(vol. 2, 2411). “Obedecer” lo solemos asociar a un significado que no tiene el
término hebreo (probablemente en relación con la propia mentalidad del viejo
pacto).
De igual
forma, el significado raíz de la palabra traducida como “guardar” (shamar)
no es primariamente “obedecer”, sino “cuidar”, como es evidente en Génesis
2:15. Dios puso al hombre en el huerto del Edén, a fin de que lo cuidara y
lo guardase, a fin de que lo estimara, lo apreciase. En Éxodo 19:5, Dios
no estaba tratando de instituir un pacto de obras. Su anhelo era renovar a
Israel sus gloriosas promesas, tal como las diera a Abraham. El así llamado
“monte Everest” (Sinaí) fue en realidad una propuesta humana de religión del
tipo “hágalo usted mismo”, basada en la motivación “obedece y vivirás”, que Ellen
White identificó como el principio básico del viejo pacto (Patriarcas y
Profetas, 341-342; granate: 388-389).
La
comprensión que tengamos sobre los dos pactos no es teología abstracta, sólo
útil para discusiones sin fin entre eruditos. Un pacto (el nuevo, el eterno) es
la salvación por la gracia recibida por la fe, y el otro (el viejo) es la
flaqueza humana, incapaz de comprender la verdad divina. Nada puede haber más
importante que distinguir entre los dos. Comprender el pacto eterno es
comprender el evangelio. No comprender en qué consiste el viejo pacto, equivale
a estar indefenso ante él. Equivale a poder estar viviendo bajo el viejo pacto,
creyendo estar bajo el nuevo...
Después de
1907, la posición sobre los pactos de Uriah Smith y G.I. Butler vino a ser la
postura predominante aceptada mayoritariamente. Toda una generación de
adventistas se ha visto confrontada con conceptos importados del
evangelicalismo mezclados con principios del viejo pacto, que pasan como si
fuesen el pacto de la gracia.
El viejo
pacto ha sido popular en el moderno Israel, tal como sucedió en el Israel
antiguo. Los padres nos hemos desvivido instruyendo a nuestros hijos mediante
relatos del tipo “obedece y vivirás”.
Después de
1907 los fracasos personales de Jones y Waggoner hicieron casi imposible
recuperar la visión de 1888 sobre los pactos, a pesar del apoyo que Ellen White
había manifestado al explicar cómo el Señor, en visión, le mostró la veracidad
de esa postura. Si recuperar esa verdad resultó imposible en los días de Ellen
White a pesar de su apoyo hacia los mensajeros, ¿qué no sucedería tras la
muerte de Ellen White?
El entusiasmo
por la corriente teológica conocida como la “Vida victoriosa” arrasó en las iglesias
evangélicas guardadoras del domingo. Tras 1915 (año de la muerte de Ellen White),
fue adoptada de todo corazón por nuestra asamblea de la Asociación General de
1922. Nuestros predicadores declararon que la “Vida victoriosa” era lo mismo
que el mensaje de 1888, o una forma más conveniente de comprenderlo. Comenzó
entonces un largo camino de tomar prestados los conceptos de la “justicia por
la fe” propios de las iglesias protestantes, en sustitución de la comprensión
de 1888. La confusión no ha cesado aún en nuestros días.
El
“preciosísimo mensaje” que Ellen White apoyó reconocía que el nuevo pacto es la
promesa de Dios, basada totalmente en su gracia sobreabundante; y que el viejo
pacto consistió en la promesa del pueblo de obedecer los mandamientos de Dios.
Como dice Pablo, “engendró para servidumbre”
(Gál 4:24) por la sencilla razón de que el pueblo no podía cumplir su
promesa (exactamente como nos sucede hoy: no podemos cumplir nuestras promesas;
y esa es la razón por la que Dios no le pidió a Abraham que prometiera nada).
Tal como le sucedió a Pablo, presentar hoy el nuevo pacto de la forma en que él
mismo lo presentó a los Gálatas y Waggoner a nuestros hermanos de hace cien
años, suele ser visto por mentes legalistas como un intento de introducir
sutilmente el antinomianismo, la gracia barata. Hoy, como en los días de Pablo,
defender el evangelio en su pureza significa tener que enfrentar la sospecha de
quienes piensan que estamos mermando la obediencia a la ley. Pero creyendo en
las promesas de Dios, en su Palabra, es la única forma en que podemos ser
hechos guardadores de la ley.
Abraham no
pudo ayudar a Dios con Ismael. El viejo pacto no pudo ayudar al nuevo. Nuestras
obras no pueden ayudar a la gracia ni el legalismo al evangelio. Sin embargo,
está arraigada la idea de que al añadirle la expresión “por la gracia de Dios”,
podemos convertir mágicamente el viejo pacto de salvación por obras en el pacto
nuevo o eterno de salvación por la fe.
“Mas ¿qué dice la Escritura? Echa fuera a la sierva y a su
hijo; porque no será heredero el hijo de la sierva con el hijo de la libre. De
manera, hermanos, que no somos hijos de la sierva, mas de la libre” (Gál
4:30-31).
No podemos
vivir en el nuevo pacto a base de “obedecer” y “prometer” según el viejo pacto.
“Los términos del pacto antiguo eran: Obedece y vivirás.
‘El hombre que los hiciere vivirá en ellos’ (Eze 20:11; Lev
18:5); pero ‘maldito el que no confirmare las
palabras de esta ley para cumplirlas’ (Deut 27:26). El nuevo pacto se estableció sobre ‘mejores promesas’,
la promesa del perdón de los pecados, y de la gracia de Dios para renovar el
corazón y ponerlo en armonía con los principios de la ley de Dios” (Patriarcas
y profetas, 342; granate: 389).
No somos
nosotros quienes renovamos nuestro corazón, sino Dios mediante su promesa.
Nuestro corazón no se renueva a base de “obedecer”, sino permitiendo que el
Señor cumpla su promesa en nosotros. ¿Cómo permitimos tal cosa? Léelo tú mismo
en Lucas 8:50; Rom 3:28 y 4:5. En la religión legalista
Dios nos da órdenes, y nuestra respuesta es obedecer. Es el viejo
pacto. En la religión verdadera Dios nos da promesas, y nuestra
respuesta es creer. El fruto es la obediencia, pero esa obediencia no es
nuestra respuesta, sino el fruto del Espíritu. No puedes obedecer
a una promesa que Dios te hace: sólo puedes creerla. El que
piensa que la respuesta apropiada a una promesa de Dios es prometerle
obediencia a cambio, está en la esclavitud del viejo pacto.
“Vuestras promesas y resoluciones son tan frágiles como
telarañas. No podéis gobernar vuestros pensamientos, impulsos y afectos. El
conocimiento de vuestras promesas no cumplidas y de vuestros votos quebrantados
debilita la confianza que tuvisteis en vuestra propia sinceridad, y os induce a
sentir que Dios no puede aceptaros” (El Camino a Cristo, 47).
El análisis histórico de los actuales conceptos sobre los pactos y
los años de esclavitud resultante no tiene por objeto desacreditar a quienes
los han venido promoviendo. La mayor parte de nuestros predecesores han sido
cristianos ejemplares que no tuvieron la ocasión de conocer la postura de
Waggoner sobre los pactos, la aprobación de Ellen White ni el registro de su
historia, que habían sido “enterrados” en los archivos.
“Suscitando esa oposición, Satanás tuvo éxito en impedir
que fluyera hacia nuestros hermanos, en gran medida” esa luz, “y en gran medida ha sido mantenida lejos del mundo”
(1 Mensajes selectos, 276).
Quizá alguien
se pregunte: ¿No fueron los reavivamientos de los reyes Ezequías, Josías,
Esdras y Nehemías efectuados según los conceptos del nuevo pacto? ¿No son un
indicativo de que Israel vivió bajo el nuevo pacto y no bajo el antiguo?
Si nunca
hubiésemos leído Gálatas, podríamos mantener una suposición tal. Pero el
mensaje de Gálatas 3 es inconfundible: a lo largo de toda la historia de
Israel, “la ley fue nuestro pedagogo” (v. 24).
Es posible seguir los principios del viejo pacto en gran sinceridad y
fidelidad, pero ninguno de los reavivamientos citados tuvo efectos permanentes,
y la esclavitud fue siempre el resultado. Por supuesto, después que el pueblo
hizo sus promesas, Dios, como su “pedagogo”,
les tuvo que recordar su obligado cumplimiento a fin de llevarles a ver su
desesperada necesidad de la fe en un Salvador, una fe tal como la que tuvo
Abraham. Dios envió repetidamente sus profetas para rescatarlos de sus
reincidencias. Pero todas las reformas y reavivamientos de esos piadosos
hombres terminaron finalmente en tragedia (Ezequías en Manasés; Josías en
Sedequías; Esdras en el legalismo que finalmente crucificó a Jesús). Lee
Gálatas con detenimiento y disfruta con Pablo de su comprensión inspirada del
significado de la historia. Y recuerda que aquel que desconoce su historia,
está condenado a repetirla.
R.J. Wieland-LB
Comentarios Lección 8, para el 22 de febrero de 2003
A medida que hemos ido estudiando la Escuela sabática para el
trimestre: “La promesa: El pacto eterno de Dios”, el Señor ha permitido que
ciertos conceptos se perfilaran con mayor nitidez. Muchos grupos de estudio
están dedicando tiempo al tema de los pactos. No somos inmunes al peligro de
tomar posturas equivocadas y condenar así la verdad una vez más. Eso es lo que
hizo nuestro querido pueblo hace unos 115 años. Perdimos con ello la plenitud
del derramamiento de la lluvia tardía y la proclamación del fuerte pregón. La
segunda venida del Señor resultó retardada.
(1) Todos los que ven el evangelio como la verdad
fundamental del “mensaje del tercer ángel en verdad”
anhelan y oran por la resolución de toda diferencia, por la unidad y armonía en
la iglesia. Ese debiera haber sido un resultado prominente de la aceptación de aquel
mensaje dado en 1888 y años subsecuentes por los pastores Jones y Waggoner.
(2) La verdad fundamental del mensaje que Dios ha confiado
a la Iglesia adventista del séptimo día, a fin de que lo dé al mundo, es
precisamente el nuevo pacto. Solamente las eternas buenas nuevas pueden
reconciliar los corazones separados de Dios. El nuevo pacto es el mensaje de
“Elías”, que “convertirá el corazón de los padres a
los hijos, y el corazón de los hijos a los padres” (Mal 4:6)
antes que el juicio hiera la tierra con destrucción. El nuevo pacto es terreno
sagrado: debemos transitarlo con sobriedad, humildad y respeto. La irreverencia
o el descuido sólo pueden tener aquí consecuencias fatales. No hay ningún lugar
para la burla y la ironía.
(3) El mensaje de Apocalipsis 18 que ha de alumbrar
la tierra con su gloria es la verdad del nuevo pacto, tanto como lo fue el
mensaje llevado por los apóstoles en Pentecostés. La comprensión de los pactos
que el Señor nos dio en 1888 fue como brisa fresca, como silbo apacible que
habría de extenderse por cada iglesia, trayendo convicción a todo corazón
sincero. La Biblia aclara que ha de llegar a “toda
nación”, lo que sin duda incluye el Islam, el Budismo, etc.
(4) El mensaje no va dirigido simplemente a la iglesia,
sino que está provisto para que se lo proclame al mundo. Dios confió el “preciosísimo mensaje” de verdad a su iglesia
remanente tal como había confiado a su Hijo unigénito al pueblo judío. Pero
este lo rechazó expulsándolo del mundo mediante el asesinato, por considerar
que su influencia menoscababa la autoridad de la iglesia y la obediencia a la
ley. Ellen White afirmó que nosotros hicimos precisamente eso mismo “en gran medida” con la preciosa verdad del tercer
ángel, manteniéndola así alejada del mundo y de la iglesia.
(5) No puede darse la confusión del viejo pacto con el
nuevo sin quedar seriamente comprometida la verdad del evangelio. A Pablo no le
gustaba la controversia más que a ninguno de nosotros, pero cuando hubo de
dirigirse a los Gálatas, dijo en referencia a los que querían permanecer en la
confusión del viejo pacto:
“A los cuales ni aun por una hora
cedimos sujetándonos, para que la verdad del evangelio permaneciese con
vosotros” (Gál 2:5).
(6) La confusión en relación con el viejo pacto es
directamente responsable de la tibieza predominante en las iglesias del mundo
entero. No es un fenómeno cultural, puesto que afecta tanto a las iglesias del
tercer mundo como a las de Europa y América. No es el dinero quien la causa, y
los pobres ciertamente no son inmunes a ella. La tibieza es una enfermedad
universal del corazón humano, un virus que puede sólo infectar y medrar en
ausencia de la verdad del nuevo pacto. Es como las enfermedades que afectan
solamente a los que están desprotegidos por cierta carencia vitamínica.
(7) Una respuesta de fe a las promesas del nuevo pacto como
la que tuvo Abraham, transforma individualmente a las personas, y también a las
iglesias como cuerpo. En estos últimos días comprender y creer las promesas del
nuevo pacto prepara a un pueblo para dar la bienvenida a Jesús en su segunda
venida. Es inmensamente importante distinguir entre el nuevo y el viejo pacto.
La iglesia Pioner Memorial, en Berrieng Springs ha decidido dedicar tres
sábados de tarde al estudio de ese tema crucial.
(8) Comprendido en su contexto, el “preciosísimo mensaje” que el Señor nos envió en su misericordia
en 1888, es efectivamente el mensaje del nuevo pacto que Dios dispuso que
alumbrara la tierra con su gloria, con la gloria de la salvación
“por gracia... por la fe; y esto no es
de vosotros, pues es don de Dios. No por obras...” (Efe 2:8-9).
Es el único mensaje que puede dar como resultado las “obras vivas” (de la fe). Toda pretendida
obediencia que no sea el resultado de haber recibido las promesas, sino que
pretenda ser la forma de recibirlas, está condenada a resultar en “obras muertas” (Heb 6:1; 9:14). El
viejo pacto pretende obedecer para obtener la salvación. El nuevo pacto
recibe la salvación en Cristo por la fe, para obedecer. La piedra fundamental
del nuevo pacto no es la ‘obediencia nuestra’, sino “Jehová,
justicia nuestra” (Jer 23:6).
(9) Comprendido en su contexto, el mensaje con el que los
dirigentes de Battle Creek se opusieron a la luz que el Señor nos trajo
mediante los pastores Jones y Waggoner era una versión del viejo pacto, la
resurrección del galacianismo. Pero era mucho más sutil que cuando Pablo la
enfrentó en su día (que entonces provenía de los dirigentes de la iglesia en
Jerusalem).
A modo de ilustración de la sutileza de la argumentación en la era
de 1888, reproducimos fragmentos de un editorial de Review and Herald
escrito por U. Smith, y a continuación el comentario que mereció a Ellen White.
Es preciso tener en cuenta que en aquella crisis todos pretendían creer
y aceptar la “justificación por la fe”. El artículo corresponde a la revista
del 11 de junio de 1889 (seis meses después de las reuniones de Minneapolis).
Se titulaba “Nuestra justicia”. La argumentación del artículo es típica del
pensamiento de los dirigentes que se oponían al mensaje que el Señor nos envió
a través de Waggoner y Jones en Minneapolis. Escribió U. Smith:
“La ley es espiritual, santa, justa y
buena; la norma divina de justicia. La perfecta obediencia a ella desarrollará
justicia, y ese es el único camino para que uno pueda alcanzar la justicia...
El pecado no sólo rompió la unión entre el hombre y Dios, sino que colocó al
hombre dentro de una naturaleza tal, que debe ser reemplazada por otra nueva
antes de que él pueda volver al camino de la obediencia... Cristo entra y
cierra la brecha entre nosotros y Dios al proveer un sacrificio para pagar los
pecados pasados y darnos una nueva naturaleza espiritual ... El objetivo total
de la obra de Cristo por nosotros es llevarnos a la ley: que su justicia pueda
cumplirse en nosotros por nuestra obediencia a ella ... para ver el reino de
los cielos debemos tener una justicia que es llamada ‘justicia nuestra’, y esta
justicia llega a estar en armonía con la ley de Dios”... por lo tanto, existe
una justicia que debemos tener, que se asegura al cumplir y enseñar los
mandamientos” (U. Smith, Review and Herald, 11 junio 1889).
Poco tiempo después de la publicación de ese editorial se preguntó
a Ellen White su opinión acerca del artículo de U. Smith. Su respuesta fue:
“El hermano Smith no sabe de lo que
está hablando” (Citado por G.W. Reid, exdirector de Biblical Research
Institute, en “Elena de White y Minneapolis”).
No es posible cambiar nuestra historia. El plan de la salvación
está en continuo desarrollo y ha de ser revelado y demostrado en su plenitud.
Es necesario desvelar todo esfuerzo hecho por “el
gran dragón” para confundir al pueblo de Dios. La confusión en el tema
de los pactos vendrá a desembocar en el mayor zarandeo de todos los tiempos. La
luz que el Señor nos dio en Minneapolis es la única manera de defender la
obediencia a la ley de Dios sin caer en el legalismo.
La lección del domingo nos habla de la salvación como una oferta.
Y lo es; pero no es sólo eso. En una mera oferta el protagonismo
corresponde a quien la acepta o la rechaza (y la jactancia no queda excluida);
pero si comprendemos la salvación como un don, el protagonismo
corresponde al Dador.
“Este será su nombre que le llamarán: Jehová,
justicia nuestra” (Jer 23:6).
Dios amó de tal manera al mundo, que DIO a su Hijo
unigénito, para que todo el que crea en él... Lee Romanos 5 y comprueba
si se trata de una mera oferta o de un don. Como la Guía de
Estudio afirma, Cristo murió por toda la humanidad. Dios DIO algo a todo
el mundo, y se esperaba que el pueblo de Israel lo hiciera saber al mundo. El
amor de Dios y el sacrificio de Cristo fueron y son incondicionales. La
condición para que recibamos la bendición es la fe.
¿Ayuda la lección del jueves a distinguir entre el viejo pacto —que
produce esclavitud— y el nuevo, único que trae la salvación? Es cierto que el
viejo pacto está lleno de condiciones de obediencia, pero no debemos mezclarlo
con el nuevo, porque
“¿Qué dice la Escritura? Echa afuera a
la sierva y a su hijo; porque no será heredero el hijo de la sierva con el hijo
de la libre”, “Aquel, pues, que os daba el
Espíritu, y obraba maravillas entre vosotros ¿lo hacía por las obras de la ley,
o por el oír de la fe? Como Abraham creyó a Dios, y le fue imputado a justicia”
(Gál 3:5-6).
Nos gustaría ver referencias a Gálatas o a Romanos en una lección
dedicada a “La ley del pacto”. Los que suponemos estar bajo el nuevo pacto no
podemos estudiar ese tema exclusivamente a partir de la Thora. No es que
despreciemos en absoluto el Antiguo Testamento, pero en él leemos claramente “Ojo por ojo y diente por diente”... Desde luego,
tampoco tenemos nada contra la epístola de Santiago, pero la sabiduría divina
decidió que la Biblia contuviera 13 epístolas de Pablo por sólo una de
Santiago, lo que sin duda indica que el maestro de la ley convertido al
evangelio fue el agente que Dios escogió de una forma especial para revelarlo a
otros.
Cuestiones que
causan perplejidad
(1) ¿No es cierto que “tenemos que obedecer”? ¿No enseña
acaso la Biblia la obediencia a los diez mandamientos?
No obedecemos porque
“tenemos que obedecer”. La noción de “tener que” sugiere inmediatamente la
motivación del temor a perder algo, que es el principio subyacente en el viejo
pacto. Si “tienes que hacer” algo, existe la idea latente de que en caso de no
hacerlo eres acreedor de la correspondiente maldición. Obedecemos porque
nuestros corazones han sido puestos en comunión con el corazón de Dios; él ama
su ley, y así lo hacemos nosotros. Abraham fue llamado “amigo de Dios”. Ambos estaban unidos en la experiencia del amor
entre un padre y su hijo. ¿Estabas atemorizado cuando eras niño, ante las
amenazas y maldiciones de tu padre terrenal? ¿Temías ser destruido si cometías
una equivocación? Abraham no fue coaccionado “bajo
la ley”. Como María Magdalena, como Esteban, como Pablo, Juan, etc, se
sintió motivado por el amor de Cristo, y los que responden hoy con una fe como
la de Abraham están viviendo bajo el nuevo pacto. Y ciertamente son los únicos
que obedecen (Gén 26:5).
(2) Deut 28:15-68 contiene una lista de maldiciones
que el Señor prometió traer sobre su pueblo si este no obedecía. ¿No son acaso
tan “palabra de Dios” como las promesas del nuevo pacto que hizo con Abraham?
Sí. Cuando Israel, en Sinaí, rechazó el plan “A”, el Señor, en su
misericordia y paciencia, tuvo que implantar el plan “B”. El viejo pacto vino a
ser su pedagogo (“ayo”) para llevarlos de
vuelta a donde estuvo Abraham: a ser justificados por la fe (Gál 3:24).
Si su pueblo no quería seguirle, Dios condescendería a rebajarse y seguir con
ellos de la forma en que mejor pudieran. La fidelidad de Dios le impidió
abandonarlos a su incredulidad y justicia propia. Comenzó así el largo rodeo de
años y siglos por propia elección de su pueblo. Israel fracasó como nación, si
bien hubo siempre quienes escogieron creer las promesas del nuevo pacto. Pablo
fue destacado en comprender el significado de esa parte de la historia sagrada
(Gál 3:15-25).
(3) En Gálatas y Romanos Pablo emplea el término “la ley”
para referirse a la instrucción contenida en los libros escritos por Moisés.
¿No es ese cuerpo de instrucción tan inspirado como las promesas del nuevo
pacto hechas a Abraham?
Ciertamente. Lo es todo lo que el Señor comunicó. Sin duda las
amenazantes maldiciones inspiraron gran parte de la “obediencia”. Hubo notables
reavivamientos producidos bajo la mentalidad del viejo pacto en la época de los
reinos de Israel y de Judá, que sin embargo terminaron invariablemente en el
olvido. En contraste, el “mensaje del tercer ángel
en verdad” es nuevo pacto por estar basado en la motivación de la cruz,
esa motivación está exenta de egoísmo, de temor al castigo o de codicia de
recompensa. A diferencia del viejo, el nuevo pacto está llamado a un triunfo
glorioso y duradero.
(4) ¿No es la ley de los diez mandamientos la base de ambos
pactos? ¿Significa eso que el pacto eterno establecido por Dios y el pacto
humano temporal iniciado por el pueblo al pie del Sinaí son iguales?
En el viejo pacto la ley estaba escrita en tablas de piedra. Como dice
Pablo en 2 Cor 3, era un “ministerio de
muerte” o de “condenación”. En el nuevo, la ley está escrita por Dios en los
corazones que creen. La motivación es el asunto crucial. El último
mensaje que ha de darse al mundo es el del cuarto ángel de Apocalipsis 18.
En realidad es una repetición del segundo: “Salid
de ella [Babilonia], pueblo mío”. A
medida que resuene más y más, los corazones resultarán impresionados por el
Hombre del Calvario en su ministerio sumo-sacerdotal en el lugar santísimo del
santuario celestial. El gran centro del mensaje será Cristo, y Cristo
crucificado. El amor de Cristo nos motivará. Nuestra preocupación será el honor
de Aquel que dio su vida por nosotros. Multitudes comprenderán en muy poco
tiempo lo que a nosotros nos está tomando décadas. ¡Ojalá que ese día llegue
pronto!
R.J. Wieland-LB
Comentarios Lección 9, para el 1 de marzo de 2003
El sábado
está en crisis según una parte importante de la cristiandad, que incluye a
célebres exadventistas. Su argumento: puesto que los cristianos son creyentes
bajo el nuevo pacto, nada tienen que ver con “la práctica legalista de la
observancia del sábado”. Según su comprensión, al morir en la cruz, Cristo
quitó el sábado perteneciente al viejo pacto.
Pero si el
sábado estuviera en crisis, también lo estaría el propio Dios, puesto que la
Escritura enseña que
“bendijo Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él
reposó de toda la obra que había hecho en la creación” (Gén 2:3).
Dios puso en
el séptimo día de la semana la bendición de sí mismo, antes incluso de que
existiera nada parecido al viejo pacto. La bendición de Dios es su vida,
justicia y amor.
No hay en el
sábado legalismo alguno. El sábado lo tiene todo que ver con el reposo de Dios.
Jesús dijo:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y
yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí,
que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras
almas” (Mat 11:28-29).
Jesús
invita al que cree a que repose de su carga de pecado depositándola sobre Él,
quien perdona sus pecados. Al pecador que cree se lo declara justo en Cristo, santificándolo
o separándolo así del mundo.
El
sábado es el sello de la santificación de Dios.
“Les di también mis sábados, para que fueran por
señal entre yo y ellos, para que supieran que yo soy Jehová que los santifico” (Eze 20:12).
El
reposo del sábado es la señal de la justificación por la fe en Cristo.
De hecho, el
sábado del séptimo día es una parte de la ley con la que Dios sella cada
corazón del creyente según la promesa del nuevo pacto.
“Este es el pacto que haré con la casa de Israel después
de aquellos días —dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre
su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios y ellos me serán a mí por
pueblo” (Heb 8:10).
Es totalmente
errónea la idea de que el viejo pacto incluía el sábado hasta que la cruz lo
abolió, y desde entonces el nuevo pacto salva a los creyentes: es una mera
especulación sin base en la Biblia.
El pacto de
Dios es su plan para poner de nuevo a los pecadores en armonía con su ley,
mediante la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. El viejo pacto son las
promesas del hombre de guardar la ley de Dios (Éxodo 19:8), que estaban
condenadas al fracaso desde el mismo principio y lo siguen estando hoy. El
viejo pacto es un ministerio de condenación, de muerte. Produce esclavitud.
Pero si te hace sentir tu imposibilidad de obedecer la ley, tu imposibilidad de
salvarte por tus obras, y te lleva a confiar enteramente en Cristo para tu
salvación (nuevo pacto), ¡sirvió de mucho!
“Antes que llegara la fe, estábamos confinados bajo la Ley”
(Gál 3:23).
La ley de
Dios, que es un reflejo de su carácter, está en la base de ambos pactos. ¿Cuál
de los dos métodos escogerás para tu salvación? ¿Cuál de los dos te llevará a
obedecer la ley de Dios?
El nuevo
pacto es superior al viejo por estar basado en las mejores promesas de Dios en
Cristo (2 Cor 1:20) respecto a las promesas humanas, y en el mejor
ministerio de Cristo en el santuario celestial (Heb 8). El viejo pacto
estaba basado en las promesas del hombre de obedecer, e iba ligado a un
sacerdocio terrenal que nunca podía purificar la conciencia, excepto que se
comprendiera como simbólico del verdadero sacerdocio de Cristo en el santuario
celestial.
Los dos
pactos no son una cuestión de tiempo. No se refieren respectivamente al período
anterior y posterior a la cruz. Uno y otro pacto son dos ideas que están en
contraposición, son dos posibles condiciones del corazón con respecto a las
promesas de Dios. El viejo consiste en confiar en Dios y en uno mismo. El nuevo consiste en hacer morir el yo y confiar totalmente en Cristo.
R.J. Wieland-LB
Comentarios lección 10, para el 8 de marzo de 2003
El tema de
estudio para esta semana es el nuevo pacto. Existe gran confusión en torno al
viejo y el nuevo pacto. Necesitamos comprender ciertos aspectos básicos a fin
de tener una visión más clara del plan de Dios de la salvación.
Muchos
confunden el significado del término “pacto”, creyendo que es lo mismo que un
“contrato” o convenio. Cuando un ser humano entra en un convenio o contrato con
alguien, es para beneficio de ambas partes. “Si haces esto, yo haré aquello
otro”. Es algo negociado y orientado hacia la ganancia de alguna cosa. Queremos algo que la otra
parte posee y sentimos que tenemos algo que podemos ofrecer a cambio. Es
un concepto centrado en el yo: ¿qué puedo obtener de ese negocio?, ¿qué hay de
bueno para mí?
Una vez que
las dos partes se han puesto de acuerdo en los términos, se firma el contrato y
se valida legalmente por parte de ambos. Cada uno de ellos debe cumplir su
parte en el contrato, o de lo contrario se aplica algún tipo de penalización
estipulada en el acuerdo. Se trata, por lo tanto, de un asunto mutuo. Pero
¿acaso estamos en igualdad con Dios? ¿Podemos hacer acuerdos mutuos con él,
como con un igual?
“La intención de la carne es enemistad contra Dios”;
“No hay justo, ni aun uno” (Rom 8:7; 3:10).
Dios es
justo; nosotros injustos. Dios es santo y divino; nosotros, carnales y
desprovistos de santidad.
¿Dónde
podemos encontrar una base de igualdad desde la que podamos hacer tratos con
Dios? ¿Qué poseemos que nos permita negociar, cuando acudimos a él para hacer
un trato? Sólo nuestros “trapos de inmundicia”,
nuestros pecados, nuestras “obras de la carne”.
Por nosotros mismos no podemos obedecer ni a uno sólo de sus mandamientos,
puesto que la mente carnal nos impedirá obedecer la ley de Dios (Rom 8:8).
No podemos hacer contratos con Dios, dado que no tenemos nada que llevar
a la mesa de negociaciones excepto nuestro yo pecaminoso, que carece de
cualquier valor.
En contraste
con esa idea, un pacto puede ser apropiadamente definido en términos de promesa
o testamento. Está orientado hacia una “persona”. Es algo que Alguien
hace, en favor de alguien. Siempre se hace en la dirección del poderoso
al débil, del rico al pobre. Entendido así implica lealtad, cuidado y
preocupación hacia aquel a quien se hace la promesa.
Eso está
claramente ilustrado en Génesis 15. El pacto que Dios hizo con Abraham
era de carácter unilateral. Dios prometió dar a Abraham un hijo que nacería de
su esposa Sara, siendo que ambos, Abraham y Sara, habían pasado de la edad
fértil. Nada había que Abraham o Sara pudieran hacer para cumplir esa promesa
en sus vidas, excepto creer que Dios era poderoso para realizar lo que les
había prometido. La fe de Abraham en la promesa de Dios, “Amén” en hebreo, es
todo cuanto pudo decir. Vers. 6. Esa es la respuesta perfecta al “nuevo pacto”.
Una ilustración bíblica
Pablo nos
ofrece una excelente ilustración de los dos pactos.
“Está escrito que Abraham tuvo dos hijos: uno de la
esclava y el otro de la libre. El de la esclava nació según la carne; pero el
de la libre, en virtud de la promesa. Lo cual es una alegoría, pues estas
mujeres son los dos pactos” (Gál 4:22-24).
Pablo explica
en qué consisten ambos pactos, mediante la ilustración de las dos mujeres: Sara
y Agar. Agar era una esclava egipcia, sierva de Sara. Los hijos de una mujer
esclava son esclavos aunque el padre sea libre. Agar sólo podía dar a luz hijos
sujetos a esclavitud. La Escritura nos dice que
“No son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que
son contados como descendencia los hijos según la promesa” (Rom 9:8).
“Hoy existen esos dos pactos. No son cuestión de tiempo,
sino de condición. Que nadie se jacte de su imposibilidad de estar bajo el
antiguo pacto confiando en que se pasó el tiempo de este” (E.J.
Waggoner, Las buenas nuevas,
Gálatas versículo a versículo,
122-123).
Por tanto
tiempo como intentemos por nosotros mismos, en nuestra propia fuerza, cumplir
esas promesas que Dios nos ha hecho, estamos bajo el viejo pacto.
Es sólo
creyendo plenamente en Dios, como quedamos en libertad para vivir bajo el nuevo
pacto.
¿Cuándo comenzó el viejo y nuevo pacto?
Si el nuevo
pacto no está ligado al Nuevo Testamento, ¿a dónde pertenece? El nuevo pacto ha
estado entre nosotros desde el Edén.
Dios prometió a la pareja, caída que pondría enemistad entre ellos y la
serpiente que los había inducido al pecado (Gén 3:15). El nuevo pacto y
el pacto eterno son una y la misma cosa. Ha consistido siempre en la promesa de
Dios de salvarnos sin obra alguna de nuestra parte. El pacto nuevo o eterno fue
instituido antes que el viejo. ¿Por qué se le llama “viejo” o “antiguo” pacto? Debido
a su caducidad. En contraste, el nuevo pacto es el pacto eterno. “Nuevo” tiene
en el original el significado de “renovado”.
¿Cuándo
comenzó el viejo pacto? En las mismas puertas del Edén. El “viejo pacto” ha
existido en el corazón del hombre desde que entró el pecado. Existió mucho
antes de que se promulgaran las leyes ceremoniales en el Sinaí. No tiene nada
que ver con el “tiempo”, y lo tiene todo que ver con la condición de nuestro
corazón, con nuestro esfuerzo por salvarnos a nosotros mismos.
Cuando Dios
dio instrucción a Adán relativa a las ofrendas por el pecado, especificó que
debía escoger un cordero sin tacha de entre su ganado. Se indicó a Adán que ese
animal simbolizaba al Mesías que habría de venir (Apoc 13:8; 1 Ped
1:18-20). Mediante la fe en la promesa de Dios, Adán instruyó a sus hijos a
que hicieran lo mismo.
“Pasando un tiempo, Caín trajo del fruto de la tierra una
ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas... Y
miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín ni
a su ofrenda” (Gén 4:3-5).
¿Por qué no
miró el Señor con agrado la ofrenda de Caín? Porque
“sin derramamiento de sangre no hay remisión” (Heb
9:22).
Caín estaba
tratando de salvarse a sí mismo, según sus propios métodos. Pensó que su
ofrenda frutal sería tan buena como la que se le había requerido. ¿Acaso no se
había esforzado en producirla? ¿No aceptaría el Señor esa obra de sus manos,
llevada con esmero y dedicación? Caín no creyó la promesa de Dios y tomo sobre
sí el peso de su vida. Su vida subsiguiente es una lección de los resultados de
actuar según el viejo pacto.
¿Cuál es el “mejor” pacto?
La lección de
esta semana trata del “mejor pacto”. Aunque sigue sin poder distinguir entre el
nuevo y el viejo pactos, afirma acertadamente que el “problema” era el fallo
del pueblo en aceptar la promesa de Dios por la fe. Jamás ha habido fallo o
deficiencia en la propia promesa de Dios a la humanidad.
El “mejor”
pacto del que nos habla Pablo en Hebreos 8:6 es el pacto eterno de Dios
hecho desde la fundación del mundo. Ese pacto es mejor, mucho “mejor” que las
promesas del hombre de obedecer a Dios. ¿Por qué? Porque está “establecido
sobre mejores promesas”, las promesas de
la Deidad de salvar a la humanidad del pecado.
“La salvación de los seres humanos es una magna empresa que
pone en acción todo atributo de la naturaleza divina. El Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo se han comprometido a sí mismos [equivale a
prometer] en hacer de los hijos de Dios más que
vencedores mediante Aquel que los amó” (EGW, Review and Herald,
27 enero 1903).
Al evangelio
se lo llama las “buenas nuevas de la salvación de Dios”. Es la promesa de Dios
a nosotros de que nos salvará “de nuestros pecados”, no en ellos (Mat 1:21).
Nos ha dicho mediante su Palabra que junto con la prueba nos dará siempre “la
salida” en toda tentación (1 Cor 10:13). Cuando creemos que es así, se
hace una realidad en nuestras vidas. El evangelio
“es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree”
(Rom 1:16).
¿Cuál es el
“nuevo pacto” que Dios desea hacer con nosotros, del que habla Jeremías
31:31? Dios ha tenido siempre un objetivo para sus criaturas: que creamos
su “mejor” promesa de salvarnos de nuestro pecado. Espera anhelante el día en
el que su pueblo preste oído a su amante llamado y reflexione, abandone su suficiencia
negligente y crea de todo corazón en el poder de Dios para salvar eternamente a
todos los que creen su promesa. En lugar de apoyarnos en nuestras tristes y
deficientes promesas de obedecer, cuando creemos en la palabra de Dios a
nosotros y por la fe permitimos que Cristo viva en nosotros, estaremos viviendo
bajo la “mejor” promesa del pacto nuevo y eterno.
Una obra del corazón
Tristemente,
estando al pie del monte, somos dados —como los hijos de Israel— a afirmar:
“Haremos todo lo que Jehová ha dicho” (Éxodo 19:7-8).
Prometemos al
Señor, siendo que él nunca nos ha pedido que le hagamos promesas. Él sabe que
nuestras promesas tienen tanta fuerza como cuerdas de arena. Todo cuanto pide
es que creamos su promesa a nosotros.
“Ahora, pues, si dais oído a mi voz y guardáis [original:
“cuidáis”] mi pacto, vosotros seréis mi especial
tesoro sobre todos los pueblos” (Éxodo 19:5).
Cuando
creemos que somos por adopción hijos de Dios, responderemos de la forma
apropiada. En lugar de comportarnos como rebeldes paganos, responderemos como
siendo los hijos del Rey del universo. No como obedecería un siervo, por
obligación y deber, sino de corazón, con el gozoso deseo de seguir a Dios allá
donde él nos guíe. La obediencia a todos los mandamientos de Dios es el
resultado seguro de esa comprensión.
Lo que Dios
promete, él mismo lo efectúa mediante el poder de su Espíritu Santo, cuando
ejercemos fe en su Palabra. Cuando creemos las promesas de Dios, resultamos
capacitados para realizar aquello de lo que hubiéramos sido absolutamente
incapaces en nuestra propia fuerza (ver Gál 5:16-17 y Palabras de
vida del gran Maestro, 268). La fe nos coloca bajo el nuevo pacto de la
mejor promesa de Dios.
Cuando apreciemos
verdaderamente lo que él ha hecho para salvarnos, responderemos como Dios desea
que respondamos. Veremos los diez mandamientos como diez gloriosas promesas, no
como diez restricciones que nos amordazan mientras agonizamos por cumplirlas.
El guardar los mandamientos será la alegre respuesta del corazón al amor de
Dios revelado en el Calvario. Como hijos e hijas adoptivos de Dios avanzaremos
gozosos, deseosos de obedecer a nuestro Padre lleno de gracia. Se dirá de
nosotros:
“La ley de su Dios está en su corazón” (Sal 37:31).
No
necesitamos vivir bajo el viejo pacto. Las promesas de Dios son seguras. La fe
hace de las promesas de Dios una realidad en nuestras vidas. No tenemos por qué
esperar ni un momento más.
“Ahora es el tiempo aceptable; ahora es el día de salvación”
(2 Cor 6:2).
R.J. Wieland-LB
Respuesta a una cuestión relativa a los dos pactos
En la Guía de
Estudio para la Escuela sabática del primer trimestre de 2003, edición para el
maestro, leemos en la página 19:
“El término pacto o berith...
enfatiza la libre iniciativa de Dios para salvar a la humanidad”. “En el Nuevo Testamento, el equivalente del término hebreo para
gracia (berith) es la palabra griega diatheke, también traducida
como gracia, que se refiere a un testamento, o un don”.
El Nuevo
Testamento Interlineal griego-español, de Francisco Lacueva (p. 120),
incluye esta nota aclaratoria en relación con el nuevo pacto citado en Mateo
26:28:
“El
griego diathéke no implica un convenio con otro (sería synthéke),
sino hecho mediante (día) algo. Sólo Dios es el pactante, sólo el hombre
es el beneficiario, y el pacto se formaliza mediante la sangre de la víctima”.
Synthéke (“un convenio con otro”) es una palabra que no existe en la
Biblia.
Según
entendemos, esta es la gran diferencia entre el pacto de Dios (el pacto eterno,
el pacto de la gracia), y el viejo pacto:
El pacto de
Dios, siendo eterno, y por lo tanto anterior a la existencia misma del hombre,
no puede definirse como un contrato o acuerdo entre Dios y el hombre. En ese
sentido es más bien un testamento, como traduce Hebreos 9:14-16,
en el que Dios lo da todo al hombre en su Hijo Jesucristo. Eso lo hace
respetando el libre albedrío que él confirió al ser humano; por lo tanto, este
puede rechazarlo. Pero el que pueda rechazarlo no significa que aceptarlo sea
meritorio o que forme parte del pacto. Eso sería lo mismo que pretender que,
puesto que hemos de creer y aceptar el evangelio, nosotros, nuestra fe o
nuestra obediencia ¡forman parte del evangelio! Lo mismo cabe decir de la
gracia. El legalismo, la salvación por las obras, es el resultado inevitable de
no distinguir entre el evangelio, y nuestra respuesta al
evangelio; entre la gracia, y nuestra respuesta a la gracia.
A ese pacto
que se ratificó con la sangre derramada de Jesús, se lo llama el pacto eterno,
pacto de la gracia, pacto de la misericordia, segundo pacto o pacto nuevo
(también pacto de la fe o pacto Abrahámico, puesto que se lo recibe creyendo).
No está basado en lo que el hombre es o hace, sino en lo que Dios es (amor
incondicional), y se ha manifestado en el don de Cristo.
Del viejo
pacto, Pablo declara que es un ministerio de condenación o de muerte, que tenía
"falta", y que estaba basado en promesas de segunda clase, en
contraste con las mejores promesas del pacto de la gracia. ¿Puede Dios hacer
algo defectuoso, que lleve a la esclavitud?, ¿puede hacer promesas peores y
mejores? —No ciertamente.
La
explicación es esta: el pacto de la gracia es la promesa de salvación en
Cristo, hecha por Dios. El viejo pacto es la promesa de obedecer —a fin
de ser salvo— HECHA POR EL HOMBRE. Dios nunca hizo el viejo pacto, pero tuvo que condescender
para ponerse a la altura de la lamentable condición espiritual del hombre a fin
de hacerle ver su absoluta incapacidad para salvarse obedeciendo. Es como si le
hubiese dicho (al pie del Sinaí): ‘¿Así que quieres salvarte obedeciendo? Pues
¡ahí tienes leyes! Obedécelas si puedes, y vivirás...’ Israel necesitó sólo unos
días para verse adorando al becerro de oro, y comprender, aunque fuera
parcialmente, su necesidad de un Salvador.
En Gál
3:14-18 podrá ver que pacto y promesa son lo mismo (compare con Gén
15:18). Cuando es Dios quien hace la promesa, se trata de SU pacto (el de la gracia). Si es el
hombre quien promete, se trata del pacto del hombre (ese sí que es una
tentativa de “contrato”).
Así que,
aunque el pacto de Dios es sólo uno, en la Biblia encontramos
fundamentalmente dos pactos: el de Dios y el del hombre (el del Sinaí), que son
los que Pablo pone en contraste: el primero para recomendarlo y el segundo para
rechazarlo.
En Éxodo
19:4-8 se puede ver que Dios deseaba renovar el pacto hecho con Abraham, y ANTES DE DARLES EL DECÁLOGO,
les exhortó a guardar “mi pacto”. Quienes
piensan que el pacto es la ley piensan que tenían que obedecer el decálogo como
siendo su parte en ese contrato.
Pero hay dos
problemas: (1) aún no les había dado el decálogo, por lo tanto, se tenía
que estar refiriendo al pacto de la gracia —las promesas de Dios—, el que había
hecho con Abraham y había renovado a Isaac, Jacob, etc, y (2)
"Guardar" no significa necesariamente obedecer, sino apreciar,
cultivar, cuidar. Es la misma palabra empleada en Gén 2:15,
donde leemos que Dios encomendó el jardín del Edén al hombre para que lo “guardase”. ¿Es posible “obedecer” a un jardín?
Dios no
estaba pidiendo al hombre primariamente que “obedeciera”, sino que diera oído a
su voz, que cuidara su pacto (es decir, que apreciara y creyera su promesa de
salvación), que aceptara que el Señor era ya su único y suficiente Salvador. “Visteis lo que hice a los Egipcios, y cómo os tomé sobre
alas de águila”. La idea se repite en el versículo 2 de Éxodo
20, y también en Deuteronomio 5, al repetirse el decálogo. Siempre
les pide que recuerden y crean que él es su Salvador, y luego les
promete que si creen eso, no adorarán a falsos dioses, no hurtarán, etc (las
promesas). No es una idea gratuita: la expresa claramente, por ejemplo, el Salmo
81:8-10. Eso, desde luego, es consistente con la promesa del nuevo pacto,
en la que Dios pone su ley en nuestro corazón (Jer 31:33-34; Heb
10:16-17, etc). En ningún caso la obediencia del hombre es una parte de ese
pacto. Dios es el único pactante, el único que promete. La obediencia a la
ley no es la condición previa, sino precisamente lo que Dios promete darnos
mediante su pacto.
En Éxodo
6:4-8 encontramos una de las ocasiones en que Dios renueva su pacto eterno
con Israel. Observe que no hay ninguna exigencia de obedecer o algo parecido,
como supuesta parte del pacto. Sin embargo, ahí está expresado el pacto en su
plenitud: no le falta absolutamente ninguna parte. Puede ver mayores evidencias
de la incondicionalidad del pacto en Jeremías 33:20-22 y 25-26 (comparar
con 31:31-36). Otra evidencia de la incondicionalidad del pacto de la
gracia es Génesis 9:9-13. Esa repetición del pacto eterno, pronunciada a
Noé y a sus hijos, nos proporciona un importantísimo detalle: el pacto se hizo
también “con toda alma viviente que está con vosotros,
de aves, de animales, y de toda bestia de la tierra...” ¿Qué prometieron
a cambio los animales?, ¿cuál era su parte en el pacto?
Al pie del
Sinaí, Dios quería renovar a su pueblo el pacto eterno, y esperaba de ellos la
respuesta que tuvo Abraham, quien creyó la promesa de Dios y su fe le fue
tomada por justicia. Pero en lugar de eso, Dios obtuvo la vana promesa del
hombre: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos”
(v. 8). Ese es el viejo pacto. No es incorrecto decidir servir a
Dios; lo incorrecto es pensar que nuestra obediencia puede alcanzar la norma de
la santidad de Dios: es imposible. Sólo la perfecta obediencia de Cristo la
alcanza. Romanos 10:1-4 describe ese problema, que creemos sigue siendo
el actual. Vea también Jeremías 13:23 y Josué 24:18-21.
Una vez que
aceptamos a Cristo por la fe y él habita en nosotros, esa justicia que no era
posible obtener por la ley y que hemos recibido por la fe en Cristo, es una
justicia que la ley aprueba (Rom 3:21-22). El secreto de eso es que se
trata de Dios y sus obras, y no de las nuestras (Isa 26:12; Col 1:27;
Heb 13:20-21). Eso implica que hemos comprendido que Dios no estableció
la ley a fin de salvarnos del pecado, sino a fin de hacer evidente el pecado y
la necesidad de un Salvador.
La justicia
que nos salva no es nunca nuestra justicia, sino la justicia de Cristo en su
vida y sacrificio perfectos, recibida en nuestra vida. La obediencia, aun
siendo la obra del Espíritu Santo, no es la base de nuestra salvación. La razón
es que ya fuimos salvos por la sangre derramada de Cristo, y a la perfecta
justicia de Cristo no cabe añadirle NADA nuestro. La vida santificada es la evidencia de haber recibido a Cristo
como Salvador y Señor, y sirve para darle gloria y para testificar de su amor y
poder para transformar a las personas. Según la Biblia, es objeto de análisis
en el juicio, puesto que es la demostración de la existencia de fe genuina (Juan
5:28-29; 2 Cor 5:10, etc).
Parte de la
literatura clásica adventista proyecta ideas del viejo pacto en el nuevo,
desvirtuándolo así y convirtiéndolo en un pacto de salvación por fe y por obras
humanas. Ellen White manifestó que era inútil que nuestros hermanos dirigentes
continuaran luchando contra la postura de Waggoner a propósito de los pactos:
Dios le mostró en visión que Waggoner tenía la luz correcta al respecto.
Tristemente, hoy seguimos en una postura similar: ante el error del
dispensacionalismo, proponemos la “solución” del legalismo. Pero podemos
confiar en que la verdad brillará más, cuanto más confrontada esté por el
error.
Encontramos
la postura clásica adventista previa a 1888 (tristemente común aún en nuestros
días) tan incongruente como la del dispensacionalismo (la comprensión de los
pactos propia de las iglesias evangélicas). La visión que el Señor nos dio en
1888 es diferente de ambas, y está llena, no sólo de lógica bíblica, sino de
poder para cambiar vidas.
En Génesis
3:15, vemos una evidencia más de que el pacto de Dios no es un acuerdo
mutuo entre dos partes. Primero, porque el hombre no es eterno, mientras que el
pacto sí lo es, y por tanto, existió antes que el hombre existiera; y segundo,
porque la primera vez que se lo encuentra en la Biblia, en Génesis 3:15,
no es en un diálogo entre Dios y el hombre, sino entre Dios y la serpiente. El
hombre no fue el dialogante, sino el testigo de excepción en una declaración
unilateral de parte de Dios, que consistió en la promesa de Dios —el evangelio
de la gracia—, y no en un “acuerdo” entre Dios y el hombre. Si nuestra falta de
fe o nuestra desobediencia pudiesen anular el pacto eterno (de la gracia, o
nuevo pacto), no habría esperanza para nosotros. Afortunadamente, tenemos un
terreno más sólido en el que basar nuestra esperanza:
“Porque yo Jehová, no me mudo; y así vosotros, hijos de
Jacob, no habéis sido consumidos” (Mal 3:6).
LB, 11 enero 2003
Migajas de Vida (selección relativa a los pactos)
Los niños de mi pequeña iglesia están aprendiendo los diez
mandamientos para poder recitarlos en una próxima reunión especial. Es bien
sabido que los niños son capaces de casi todo.
Comienzan con el tercer versículo de Éxodo 20, convencidos
de que es ahí donde empiezan los diez mandamientos:
“No tendrás dioses ajenos delante de mí”.
Yo les digo: ‘¡No! No es ahí donde empiezan’. Empiezan con
maravillosas buenas nuevas. No comienzan con una orden severa: ‘Haz esto’, o
‘no hagas aquello’. No. Comienzan con las buenas nuevas de que nuestro Padre
celestial es tan poderoso, tan amante, que nos ha librado ya de la terrible
esclavitud de las tinieblas de “Egipto”:
“Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de
la tierra de Egipto, de casa de servidumbre”.
¡Esas buenas nuevas de salvación encabezan los diez mandamientos,
forman parte de ellos e identifican a su Autor!
Creer esas buenas nuevas hace que la ley de Dios deje de ser un
conjunto de reglas del antiguo pacto imposibles de obedecer, y la transforma en
un don maravilloso, en diez grandes promesas del nuevo pacto. Dios no te está
exigiendo el cumplimiento de órdenes. Te pide que lo aceptes, que lo reconozcas
como tu Salvador y Señor. El cumplimiento de su ley no es lo que te exige, sino
precisamente lo que TE PROMETE. No consiste en lo que tú tienes que hacer, sino en lo que él
hizo, hace y hará.
“¡Si me oyeras, Israel! No habrá en ti
dios ajeno ni te inclinarás a dios extraño. Yo soy Jehová tu Dios, que te hice
subir de la tierra de Egipto; abre tu boca y yo la llenaré” (Sal
81:8-10).
No consiste en que ‘tienes que hacer esta y aquella cosa, y
abstenerte de otras tantas, y entonces te libraré de la esclavitud del pecado’.
Dios no se rebaja a entrar en componendas con nosotros, del tipo: ‘Si haces
esto, te daré aquello...’ Él sabe que tenemos una mente o naturaleza carnal que
“es enemistad contra Dios”, que no se sujeta a
la ley de Dios ni puede hacerlo (Rom 8:7). El antiguo pacto dice lo que
debes HACER si esperas ser salvo. El nuevo pacto te dice lo que has de CREER, en vista de
que el Salvador se ha dado ya a sí mismo por tu salvación. Él murió ya la
segunda muerte que te correspondía. Ha pagado toda la deuda de tus pecados.
¿Te preguntas cómo puedes estar seguro de ello? —Efectúa una inspiración: la
vida que ahora gozas es prueba de que él quiere que disfrutes de la vida eterna
en Cristo. Si no hubiera muerto por ti, estarías ya eternamente muerto. Junto
con la vida, te ha dado la libertad para aceptar la plenitud de ese don.
Agradécele por ello y emplea para vida eterna el poder de elección que te ha
dado. Hoy, ahora, es el momento propicio para hacer ambas cosas. El mañana no te
pertenece. ¡Ni siquiera el después!
R.J. Wieland-LB,
9/10/2002
Alguien nos pide que expliquemos en qué consiste el nuevo
pacto
Es un mensaje de eternas buenas nuevas tan claro, tan exento de
legalismo, con tal capacidad de cambiar el corazón, tan lleno de poder, tan
motivador, que está destinado a “alumbrar la tierra
con su gloria” (Apoc 18:1-4).
Es el mensaje que Pedro predicó en Pentecostés, renovado y
proclamado en una madurez de conceptos que superará la seducción del moderno
intelectualismo. Paralelamente con ese incremento del conocimiento profético
anunciado por Daniel (12:4) habrá en los últimos días una comprensión
del evangelio mucho más profunda, según el mensaje del nuevo pacto o pacto
eterno.
No es un “nuevo” evangelio, ni es “otro” evangelio, sino una
comprensión más profunda del “evangelio eterno”. Se edifica en el Fundamento
sobre el que construyeron Pablo y los reformadores del siglo 16. No niega
verdad ninguna que el Señor haya revelado a su pueblo en edades pasadas. Es “como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día
es perfecto”. Los “justos” encuentran su
alegría en esa senda (Prov 4:18). A lo largo de toda la historia,
personas sinceras han abandonado el error en favor de la verdad, tal como hizo
Abraham al cambiar la adoración de la luna y el sol por la adoración al único
Dios verdadero (Josué 24:2). Pero el pueblo de Dios nunca ha estado más
necesitado que ahora de una comprensión clara del evangelio, y de corazones
humildes para aceptar que aún no posee esa comprensión. Seguir a Cristo es un
proceso dinámico en el que uno descubre siempre nueva verdad, mientras que va
desechando viejo error; todo ello a medida que el Señor nos revela mayores
profundidades de su bondad y misericordia infinitas.
El nuevo pacto es la promesa hecha por Dios y cumplida en Cristo;
son las diez palabras convertidas por el evangelio en diez promesas.
El viejo pacto es la promesa (vana) hecha por el hombre, de obedecer la ley de
Dios. Puedes ver buenos ejemplos de la vanidad de las promesas hechas por el
hombre en Éxodo 19:8 y en Mat 26:33 y 35, y también en las
promesas que probablemente hiciste algún año nuevo...
Alguien escribió:
“Vuestras promesas y resoluciones son tan
débiles como cuerdas de arena... El conocimiento de vuestras promesas no
cumplidas y de vuestros votos quebrantados debilita la confianza que tuvisteis
en vuestra propia sinceridad, y os induce a sentir que Dios no puede aceptaros”
(CC, 47).
El viejo pacto, tal como escribió Pablo, “produce servidumbre”.
Puedes leer la Biblia de principio a final y observarás que Dios nunca te pide
que le hagas promesas a él. Sin embargo, espera que creas en las promesas que
él te hace a ti. Lee Jer 31:31-34; Eze 36:23-27; Heb 8:8-13
y 10:16, y hazte esta pregunta: ¿Quién es el que promete? Si es el Señor
quien promete, y tú lo crees, ¡son muy buenas nuevas! Es el nuevo pacto en la
sangre de Cristo, derramada para el perdón de tus pecados (Mat 26:28).
Pero sólo si no decidas “comprar” el don y pienses que puedes pagarle su perdón
con alguna promesa tuya.
R.J. Wieland-LB
En mi Biblia, 977 páginas constituyen el “Antiguo Testamento”, y
otras 300 el “Nuevo”. La misma palabra se traduce en ocasiones como
“testamento”, y otras como “pacto”. Así, al 77% de la Biblia se la llama
Antiguo Testamento, y al 23% Nuevo. ¿Por qué esa diferencia? ¿Se trata de dos
dispensaciones separadas en el tiempo, debido a que Dios ha tenido planes de
salvación diferenciados para el mundo en una y otra época? Muchos aceptan esa
proposición. Creen que el nuevo pacto comenzó con la crucifixión del Hijo de
Dios.
Pero ¿tiene algún sentido plantearse que Dios haya podido estar
experimentando, que durante cuatro mil años probara con el método del antiguo
pacto, hasta decidir finalmente que no funcionaba, y comenzara ahora con un
nuevo método? De ser así, ¿podríamos realmente poner en él nuestra confianza?
La Biblia es categórica: Dios ha tenido siempre un solo y único
método para salvar. Se lo llama precisamente “evangelio
eterno” o “pacto eterno”, en alusión a
su permanencia e inmutabilidad (Apoc 14:6; Heb 13:20; 6:14-18).
Dios es infinitamente sabio. No precisa, como nosotros, seguir el método del
experimento según el modelo de prueba-error. Desde el mismo jardín del Edén
estableció su plan único y eterno para la salvación:
“Por gracia sois salvos por medio de la
fe” (Efe 2:9).
Cristo es “el Cordero inmolado desde el
principio del mundo” (Apoc 13:8). La suposición de que en algún
momento Dios hubiera empleado un método distinto para la salvación del hombre —como
por ejemplo la obediencia a la ley— niega la verdad de la Biblia resumida en Hechos
4:12:
“En ningún otro hay salvación, porque no
hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”.
La sangre de Cristo es igualmente útil “para
la remisión de los pecados cometidos bajo el primer pacto” (Heb 9:15).
¿Por qué, entonces, los dos pactos?
No hay dos métodos de salvación, pero hay dos formas diferentes en
las que la humanidad, en cualquier época desde el principio hasta el final, ha
comprendido el plan de la salvación (plan que es tan invariable como su propio
Autor). No es una división en el tiempo, sino dos concepciones o mentalidades
irremediablemente opuestas sobre la salvación. El “defecto”
(Heb 8:7) del antiguo pacto no consistió en un plan defectuoso dado por
Dios en Sinaí, sino en una comprensión defectuosa por parte de su pueblo, del
glorioso “nuevo pacto”, o “pacto eterno” al que Dios intentaba llevarle, tal
como lo comprendió Abraham cuando fue “justificado por
la fe”. Dios quería darles su pacto eterno, “mi
pacto” (Éxodo 19:5). En Gálatas 3:15-17 es fácil ver que “pacto” es equivalente a “promesa”.
En la Biblia, “pacto eterno” tiene el sentido
de promesa, de testamento (Heb 9:15-16); es un concepto asimétrico en el
que Uno da y otro recibe. El problema viene cuando pensamos que podemos tratar con
Dios de igual a igual, y transformamos SU pacto en NUESTRO pacto, en el
sentido de contrato:
“Todo el pueblo respondió a una, y
dijeron: ‘Todo lo que Jehová ha dicho haremos’” (Éxodo 19:8).
No suena mal... parecían resueltos a cumplir ‘su parte en el
contrato’. Pero ya no se trataba del “pacto eterno”
en el que Dios promete. Ya no era el pacto de Dios, “mi
pacto” (Gén 9:9; Jer 33:21, Mat 26:28; Heb
8:8-10). Ahora se trataba de otro pacto en el que es el hombre quien
promete. ¿Cuál fue el resultado?
“No permanecieron en MI pacto” (Heb 8:9).
No funcionó. ¡Cuánto mejor si hubieran dicho de corazón: ‘Todo lo
que Jehová ha dicho, ¡ÉL LO CUMPLIRÁ EN NOSOTROS!’ Pero prefirieron su propio pacto de ellos, el pacto del hombre,
antes que el pacto de Dios, “mi pacto”. Crearon
el “viejo pacto”, el que los llevó a la “esclavitud” (Gál 4:24) y a crucificar a su
Señor y Mesías.
Afortunadamente, ese pacto no es “eterno”. Es sólo tan permanente
como la obstinación humana, y hasta un niño comprende que no puede traer nada
bueno.
“Este es el pacto que haré con ellos
después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y
en sus mentes las escribiré” (Heb 10:16).
Lo hace mientras lees estas líneas, si la respuesta de tu corazón
es como la de Abraham, quien “creyó a Dios, y le fue
atribuido a justicia” (Rom 4:3). Es nuevo pacto, y son buenas
nuevas.
R.J. Wieland-LB
Todo lo que hace el Señor es grandioso e inconmensurable, y cuanto
antes lo apreciemos, tanto mejor. Cierto día hizo lo que parecen promesas increíbles
al solitario patriarca que estuvo dispuesto a dejar su casa en la gran ciudad
de Ur de los Caldeos, para vivir en tiendas por el resto de sus días (digno
precursor de los que den oído al mensaje del segundo ángel de Apocalipsis 14,
y salgan de Babilonia). Dios prometió dar a Abraham “el mundo” en herencia como
posesión permanente, ¡no meramente un pequeño territorio en Palestina! (Rom
4:13), así como la vida eterna necesaria para poder disfrutar esa posesión,
y por supuesto, la justicia que corresponde a una herencia como esa (2 Ped
3:13). Todo eso lo prometió Dios a Abraham y a sus descendientes
enteramente como un don. Te incluye a ti, si tienes fe como Abraham la tuvo (Gál
3:29).
Pero muchos cristianos se adhieren a la idea de que 430 años más
tarde Dios revisó su promesa y la sustituyó por un acuerdo contractual mutuo,
algo así como un arreglo legal. Según su comprensión, el don quedaba ahora
reducido a una “oferta” hecha a Israel, a condición de que este obedeciera
primero. La “promesa” iría entonces acompañada de numerosas “maldiciones” que
amenazaban toda desobediencia, materializándose en las múltiples destrucciones
de Jerusalem, en algunas de las cuales las madres israelitas llegaban en su
desesperación a comer a sus propios hijos. ¿Puedes pensar que ese fuera el plan
de Dios para salvar a las personas en aquella época?
La comprensión popular sobre los pactos requiere un cambio por
parte del Dios que no cambia, en el sentido de convertir su increíble promesa
en una mera “oferta” que coloca la salvación después de la iniciativa de las
personas. “Obedece y vivirás” es la idea fundamental, o desobedece y morirás.
El problema: si Dios podía salvar a las personas mediante la obediencia en
aquella “dispensación”, ¿qué necesidad había de establecer otro plan?, ¿qué
necesidad de Jesucristo, de la gracia y de la fe?
Pero hay otro gran problema: cuando Dios hizo sus “increíbles”
promesas a Abraham, no sólo prometió, sino que juró DARLE todo a él y
a sus descendientes. Puso su propio trono, su existencia, como prenda de la
inmutabilidad de su promesa relativa al DON gratuito (Heb 6:17). La
proclamación de la ley en Sinaí no pudo introducir cambio alguno en su “pacto”,
ya que de haberlo cambiado en lo más mínimo, habría quedado anulado el
testamento que se había establecido eternamente mediante la “muerte del testador” (Heb 9:16-17), del
Cordero inmolado “desde el principio del mundo”
(Apoc 13:8; Rom 4:14). ‘No’ —dice Pablo—, ‘la salvación queda
establecida por la eternidad: es por gracia, por medio de la fe’. Y la propia
fe es una parte del DON de Dios.
La creencia popular supone irreflexivamente que el nuevo pacto es
aplicable a un nuevo período o dispensación, inaugurado por la muerte de Cristo
y caracterizado por la “abolición” de la ley. No hay en la Biblia base alguna
para esa suposición. La ley, proclamada 430 años después de la promesa, no
cambia el pacto, la promesa o juramento, por la razón de que la ley ya
estaba incluida en ese pacto eterno.
“Consumaré para con la casa de Israel y
para con la casa de Judá un nuevo pacto... Daré mis leyes en el alma de ellos,
y sobre el corazón de ellos las escribiré” (Heb 8:8-13; 10:16;
Jer 31:33).
Observa que en el nuevo pacto, la obediencia NO es la
condición previa, sino precisamente la promesa, el don —la justicia de Cristo
recibida por la fe—. Es una justicia que no nos viene por la ley, pero es una
justicia que la ley aprobará:
“Ahora, aparte de la ley, se ha
manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley” (Rom
3:21).
Dios declaró de Abraham, quien vivió bajo el pacto de la gracia (Rom
4):
“Oyó Abraham mi voz y guardó mi precepto,
mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes” (Gén 26:3-4).
Significa que la fe no invalida, sino confirma la
ley (Rom 3:31).
Es evidente que el nuevo pacto —pacto de la gracia o pacto eterno—,
existía ya, al menos, desde los días de Abraham (Gál 4:21-31), puesto
que entonces fue confirmado tanto por la promesa como por el juramento de Dios,
“dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que
Dios mienta” (Heb 6:18). Pero si es cierto lo anterior, no lo es
menos que en nuestros días infinidad de personas están reincidiendo en la
esclavitud del viejo pacto. No es, pues, un asunto de tiempo, sino de elección.
Y la elección es tuya.
(a) El viejo pacto es una oferta imaginada por el
hombre, que satisface la necesidad de exaltación de su naturaleza carnal. El
viejo pacto fue para Israel una patética necesidad: la del que sólo sabe
aprender equivocándose.
(b) El nuevo pacto abate el orgullo humano hasta el
polvo (Rom 3:27), y quien se adhiere a él acepta que Dios amó de tal
manera al mundo, que le ha DADO a su Hijo amado para que sea
salvo creyendo en él.
(a) La respuesta para obtener lo que OFRECE el viejo
pacto es siempre “haremos”.
(b) En el nuevo pacto, la respuesta de Abraham al DON, fue “Amén”.
Si crees que Dios te está haciendo sólo una oferta, responderás PARA obtener lo
ofrecido. Si crees que Cristo es el don eterno a todo ser humano,
responderás PORQUE “el amor de Cristo nos constriñe”
(2 Cor 5:14-15).
“Y a vosotros [a ti], estando muertos en pecados y en la incircuncisión de
vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados”
(Col 2:13).
“Vuélvete a mí, PORQUE yo te redimí” (Isa 44:22).
Créelo de todo corazón, y tu fe obrará por el amor. Es nuestro
sincero deseo para el año que comienza.
R.J. Wieland-LB
No importa quién seas o dónde estés, el sábado es una bendición
que Dios no solamente te ofrece, sino que te HA DADO. Puedes
estar enfermo en el hospital, puedes ser prisionero en el pasillo de la muerte,
o bien puedes encontrarte en una situación personal, laboral o familiar
angustiosa, pero nadie puede privarte de las horas santas del verdadero Día del
Señor, el sábado (Mar 2:28).
Ese don viene a ti antes de que te conviertas, antes de que creas.
Viene sobre todo ser humano, lo mismo que el don del eterno Hijo de Dios, de
quien es recordatorio y símbolo, tanto en su obra creadora, como redentora. Es
sólo tras haber recibido ese don, como podemos creer, arrepentirnos y
entregarnos a él.
“Yo, si fuere levantado de la tierra, a
todos traeré a mí mismo. Esto decía dando a entender de qué muerte había de
morir” (Juan 12:32).
Puedes haber pasado toda tu vida ignorando o no apreciando ese don
del sábado. Si es así, te has estado privando de una gran bendición que era ya
tuya. Quien desprecia el santo sábado, hace como Esaú, a quien Dios dio el
inestimable don de la primogenitura, pero que Esaú “menospreció” y “vendió” a
cambio de la irreflexiva satisfacción de un deseo secular (Gén 25:34; Heb
12:16-17).
La observancia del sábado es la señal y sello de la salvación por
la fe. Al reposar en ese día conforme
a la enseñanza bíblica, no estás haciendo ninguna obra. Al contrario, estás REPOSANDO de tus
obras; estás reconociendo que no hay ninguna justicia en ti mismo, que no
tienes puesta tu confianza en ninguna obra tuya, sino que descansas en la obra
y en la perfecta justicia de Cristo. No contribuimos más a nuestra salvación de
lo que contribuimos a nuestra creación. El sábado nos recuerda semanalmente
nuestra dependencia de Cristo, nuestro Creador y Redentor. Es por ello que es
señal del nuevo pacto, del pacto eterno, de la salvación por la gracia recibida
por la fe.
Muchos han creído equivocadamente que Dios dio el sábado al pueblo
judío. No es así. El sábado fue instituido en el Edén, y no fue por causa del judío,
sino “por causa del hombre” (Mar 2:27).
¡Por tu causa!
Isaías, uno de los profetas que más claramente anunció el evangelio,
escribió:
“Inclinad vuestro oído y venid a mí;
escuchad y vivirá vuestra alma. Haré con vosotros un pacto eterno, las
misericordias firmes a David... Llamarás a gente que no conociste y gentes que
no te conocieron correrán a ti por causa de Jehová tu Dios...” (55:3).
Ahí encontramos el nuevo pacto. ¿Sólo para los judíos? Observa
cómo continúa:
“Que el extranjero que sigue a Jehová no
hable diciendo: ‘Me apartará totalmente Jehová de su pueblo’, ni diga el
eunuco: ‘He aquí, yo soy un árbol seco’. Porque así dijo Jehová: ‘A los eunucos
que guarden mis sábados, que escojan lo que yo quiero y abracen mi
pacto, yo les daré lugar en mi casa... y a los hijos de los extranjeros que
sigan a Jehová para servirle... a todos los que guarden el sábado para
no profanarlo, y abracen mi pacto, yo los llevaré a mi santo monte...
porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (56:3-7).
Cuando comienza el sábado al ponerse el sol el viernes, das la
bienvenida a sus horas sagradas. Te arrodillas en agradecimiento a tu Creador y
Redentor. Apagas las voces del mundo para prestar especial atención al silbo
apacible del Espíritu Santo. No porque hacer así sea una obra justa: el
sábado no es una obra, sino un reposo. Nunca hagas como Esaú. Nunca vendas,
nunca menosprecies el don de Cristo ni por unos minutos, perdiendo el espíritu
del sábado y cambiándolo por la indulgencia en la diversión secular, la TV, la
radio, las novelas, la conversación frívola o cualquier otro plato de lentejas.
Demuestra que cuidas, que aprecias el tesoro del don de Cristo, que es lo que
significa la observancia del sábado. Él te dice con amor:
“Guardaréis mis sábados, porque es
una señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones, para que sepáis que yo
soy Jehová que os santifico... como un pacto perpetuo. Para siempre
será una señal entre mí y los hijos de Israel, porque en seis días hizo Jehová
los cielos y la tierra, y en el séptimo descansó” (Éxodo 32:13-17).
Si crees que Jehová hizo los cielos y la tierra en seis días y el
séptimo descansó, y si crees que es Jehová (y no tus obras) quien te santifica,
es porque estás recibiendo con provecho al Señor del sábado, y es porque estás
abrazando su pacto. ¡Inmejorables Nuevas!
R.J. Wieland-LB
Cada una de las preciosas verdades que Dios nos enseña en la
Biblia ha sido objeto de distorsión y adulteración por parte del gran enemigo,
Satanás. Sus engaños más y menos sutiles han alcanzado al corazón del
evangelio: a la enseñanza del nuevo pacto o testamento de Dios.
La verdad, tal como la enseña la Biblia, es tan sencilla que hasta
un niño puede entenderla. Cuando Dios hace un “pacto”, es siempre la promesa
simple y directa de su parte. No hay “peros”, no hay letra pequeña, no hay
rebajas ni regateos, no hay condiciones que le permitan desentenderse de
cumplir su promesa.
“Así ha dicho Jehová: Si pudiera
invalidarse mi pacto con el día y mi pacto con la noche, de tal manera que no
hubiera día ni noche a su debido tiempo, podría también invalidarse mi pacto
con mi siervo David...” (Jer 33:20-21).
Aunque podemos rechazar y desaprovechar personalmente las
bendiciones de Dios, el ser humano no puede jamás quebrantar LAS
PROMESAS DE DIOS, por eso su pacto es el pacto ETERNO. El nuevo
pacto —pacto eterno o pacto de la gracia— no ha sido nunca invalidado. Sigue
vigente a pesar de la incredulidad, indiferencia o desobediencia humana, y está
al alcance de todo el que lo reciba con auténtica fe.
“Porque yo, Jehová, no me mudo; y así
vosotros, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos” (Mal 3:6).
En contraste, el viejo pacto, las promesas del hombre de obedecer
la ley de Dios, fueron quebrantadas muy pronto (Éxodo 19:8; 24:3 y 7;
32:7-8).
Cuando Dios hace un “pacto”, camina la segunda milla y añade su
juramento. No pudiendo jurar por otro mayor que él, se pone a sí mismo por
prenda del cumplimiento de su pacto o promesa (Gén 15:7-18; 22:14-18; Heb 6:13-20). Esa promesa fue hecha por Dios a Abraham, y
la confirmó con su juramento solemne
cuando Abraham estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo en Moria. Dios le habría
de dar toda la tierra como posesión eterna, junto con la eternidad y la
justicia necesaria para heredarla.
Cuando el Señor prometió a Abraham, no estipuló ningún término de
transacción o acuerdo mutuo. Fue una relación de dar (Dios) y recibir (Abraham):
Dios sería quien lo diera todo, y Abraham quien todo lo recibiera. ¿Cómo
recibió la bendición? Enteramente por la fe.
“Abraham creyó a Jehová y le fue contado
por justicia” (Gén 15:6).
Recuerda,
“si vosotros sois de Cristo, ciertamente
descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gál
3:29).
Pero por más de cuatro mil años, tanto Abraham como sus
descendientes desvirtuaron la pureza de esas buenas nuevas. Abraham propuso a
Dios ayudarlo en su difícil cumplimiento de la promesa mediante la adopción de
Eliezer, un esclavo, para que fuese su heredero (15:2-4). Dios dijo:
‘¡No!’ Entonces Sara, frustrada por su esterilidad, propuso a Abraham ayudar a
Dios adoptando el hijo que Abraham tuvo con la esclava Agar (16:1-4).
Una vez más, Dios dijo: ‘¡No!’ (17:1-19). El Señor remarcó el hecho de
que se trataría enteramente de SU acción. O es todo de Cristo, o
nada de él.
Y aquí es donde se ha peleado esa batalla durante los pasados
milenios. Todos hemos heredado una naturaleza pecaminosa. Para nosotros, lo
fácil es NO
creer. La fe significa humillación para nuestros corazones, orgullosos por
naturaleza como son. ¿El resultado? —Hemos inventado el viejo pacto: nuestras
promesas a Dios. ¡De alguna forma, hemos de contribuir a nuestra salvación!
Cuando prometemos obedecer a Dios, no estamos permaneciendo en SU pacto, sino
que estamos sustituyéndolo por NUESTRO pacto. Al
pie del Sinaí el pueblo de Israel prometió a Dios:
“Todo lo que Jehová ha dicho haremos”
(Éxodo 19:8).
En ello, “no permanecieron en MI pacto” (Heb 8:9), sino que establecieron el suyo (viejo pacto).
Pero Cristo es el
“mediador de un mejor pacto, el cual ha
sido formado sobre mejores promesas. Porque si aquel primero [del Sinaí] fuera sin falta, cierto no se hubiera procurado lugar de
segundo [el eterno]” (Heb 8:6-7).
¿Qué significa que el nuevo pacto se haya formado sobre mejores
promesas? ¿Acaso Dios nos hace promesas mejores y peores? ¿Acaso Dios hace con
nosotros pactos con “falta”? ¿Por qué son
mejores unas promesas que otras, y dónde está la falta?
Las promesas que Dios nos hace son siempre “mejores” que las que
nosotros pretendemos hacerle a él. Estas siempre tienen “falta”. Pero “si te abstienes de prometer, no habrá en ti pecado” (Deut
23:22).
R.J. Wieland-LB
¿Cómo comprender y creer el nuevo pacto? Tu felicidad presente y
futura depende de ello. Jesús dijo:
“De tal manera amó Dios al mundo... para
que todo aquel que en él cree no se pierda” (Juan 3:16).
Creer en él significa creer que él mismo es la buena nueva, la
esencia del nuevo pacto.
La confusión en cuanto a los dos pactos desaparece como la bruma
de un día nublado cuando sale el sol, al prestar atención a esto: ¿QUIÉN
HACE LA PROMESA?
(1) Si tú o yo hacemos la promesa a Dios, inmediatamente es
viejo pacto. Es Pedro prometiendo que nunca negará a Cristo, y negándolo sin
dar tiempo a que el gallo cante tres veces. Es “todo
el pueblo” prometiendo en Sinaí “Haremos todas
las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos” (Éxodo 24:7), para
postrarse a los pocos días a adorar el becerro de oro. El problema es así de
simple: nosotros, los humanos, no cumplimos nuestras promesas. De hecho, no
podemos cumplirlas, puesto que no tenemos ninguna justicia por nosotros mismos.
No podemos pretender que el Señor acuda en ayuda de nuestras resoluciones del viejo
pacto, por la misma razón por la que Abraham no podía ayudar mediante Ismael,
el hijo de la carne, en el cumplimiento de la promesa del nuevo pacto que Dios
le hiciera mediante Isaac.
Sólo podemos tratar con el Señor aceptando la premisa de que él es
quien lo tiene todo y quien lo da todo. Jamás es un trato entre iguales. Jamás
le podemos pagar o devolver. Cuando nos entregamos enteramente a él, hemos de
tener la clara conciencia de que no somos nada y de que no le damos NADA; y al
contemplar cómo él se nos dio a nosotros, hemos de reconocer igualmente que él
lo es todo, y que él nos lo da TODO. El que sabe que por sí mismo no
es nada ni posee nada, no puede prometer NADA y está en la situación de poder
recibirlo TODO.
Algunos se preguntan: ‘¿Qué hay de malo en hacerle promesas a
Dios, incluso si no podemos cumplirlas?’ —Algunas cosas: primeramente, que Dios
jamás nos ha pedido que se las hagamos. Pablo declara que el viejo pacto, en
contraste con la promesa hecha por Dios, “engendró
para servidumbre” (Gál 4:21-31). Fue el principio de una triste
historia prolongada por siglos, en la que el Israel antiguo sirvió en la
cautividad, acabando por crucificar al Mesías. El que piensa que el viejo pacto
y el nuevo son lo mismo, ¡confunde la libertad con la esclavitud!
(2) Cuando es Dios quien hace la promesa, estás ante el nuevo
pacto. En creerlo hay libertad; no esclavitud. Es el evangelio, es la buena nueva.
Puesto que no es una lista de deberes ni de obligaciones o prohibiciones, sino
una promesa (SU
promesa), sólo hay una forma de “obedecerla”, que es CREERLA. ¡No puedes HACERLA!
“Mas al que no obra, pero cree en aquél
que justifica al impío, la fe le es contada por justicia” (Rom 4:5).
Esa comprensión es contraria a la inclinación de nuestra carne,
porque abate el orgullo humano hasta el polvo, y despierta ciertamente la
enemistad del “mundo” —de nuestra carne— (Gál 4:28-29). Alguien preguntó
a Jesús:
“Qué haremos para que obremos las obras
de Dios?” (Juan 6:28).
Observa su respuesta en el versículo 29. Lee atentamente Hebreos
13:21 y observa quién es el que OBRA:
“Os haga aptos en toda obra buena para
que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de
él por Jesucristo”.
“Dios es el que en vosotros obra así el
querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil 2:12).
Él es quien promete y él es quien cumple, quien hace, quien obra.
¡Créelo!
R.J. Wieland-LB
¿Te causan perplejidad el viejo y el nuevo pacto? ¿Cuál es cuál?
Quizá te hayas sentido inclinado a pensar que, puesto que los ministros del
evangelio y los teólogos mantienen posiciones divergentes sobre ellos, lo mejor
que puedes hacer es dejar de pensar en eso y vegetar ante el televisor. ¿Es el
evangelio, el plan de la salvación, digno de tu atención?
Hasta el propio apóstol Pedro resultó confundido con respecto al
tema. Los cristianos tuvieron una gran asamblea en Antioquía (Hechos 15).
Antes que llegaran los que “parecían ser algo”
de la oficina central, Pedro había estado felizmente demostrando el amor del
nuevo pacto entre los gentiles conversos a Cristo. Había derribado las barreras
espirituales entre judíos y gentiles, y estaba comiendo con estos últimos. Pero
al llegar los importantes de Jerusalem dio un paso atrás y volvió a edificar
las barreras que había destruido (Gál 2:11-18).
Pablo fue constreñido por el Espíritu a resistirle en la cara. ¡Y
lo hizo en el comedor! Pedro había retirado discretamente su bandeja, y se
sentaba ahora bien lejos de la mesa de los gentiles. Estaba adhiriéndose a la
postura de los ancianos de Galacia, según la cual, tenemos alguna contribución
en ese asunto del pacto. ‘La fe está bien, pero hay que circuncidarse, o
judaizar, o añadirle algo más. No puedes esperar que el Señor Jesús sea
enteramente tu Salvador; tienes que contribuir con tu porcentaje. El pacto de
Dios puede ser una promesa, pero es también un acuerdo, un convenio negociado
entre los dos: Dios y tú mismo. Has de hacer un pacto con él. Has de encontrar
el equilibrio entre la justicia por la fe y tus buenas obras. Con un remo has
de creer, y con el otro has de obrar...’
Pablo fue franco con Pedro: “No desecho
la gracia de Dios”, dijo, “pues si por la ley
viniera la justicia [¿ni en un 1%?], entonces
en vano murió Cristo” (Gál 2:11-21).
Hoy no se cuestiona la necesidad de la circuncisión, pero ¿tenemos
el mismo problema que los gálatas? ¿Nos sentimos aún en necesidad de añadirle algo
nuestro a la gracia de Dios? ¿Está Cristo esperando “nuestra parte en el
trato”, para arrojarnos su salvavidas?
“Cree en el Señor Jesucristo, y serás
salvo” (Hechos 16:31).
¿Estaría Pablo engañando al carcelero de Filipos? ¿Exageró? La
salvación es totalmente por gracia, y la fe mediante la cual la recibimos es
también un don de Dios.
“No por obras, para que nadie se gloríe”
(Efe 2:8-9).
Lee la Biblia con atención y comprobarás que Dios no nos preguntó
si queríamos ser salvos, de igual forma en que no nos preguntó si queríamos ser
creados.
“Vuélvete a mí, porque yo te redimí”,
leemos en Isa 44:22. Tras ser creado, el hombre podía rechazar a Dios y
perder la vida, pero si no lo hacía, la aceptación del Creador NO
ERA SU PARTE EN LA CREACIÓN, porque la creación es un acto puramente divino, y es anterior al
hombre. Como Dios nos ha creado libres, podemos rechazar la salvación, pero
aceptarla NO
es nuestra contribución a la salvación, ya que nuestra salvación es
puramente la obra de la gracia de Dios, y nos precede. Aceptar, creer, es por
nuestra parte la condición necesaria, pero no es nuestra contribución. La fe no
es nuestra salvadora: sólo Cristo lo es.
¿Se te ocurriría alguna vez entrar en tratos y convenios con un
difunto?
“Aún estando nosotros muertos en pecados,
nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)” (Efe 2:5).
Sin preguntarnos, sin nuestro permiso, sin nuestra firma en su
pacto, Jesús se sumergió literalmente en las aguas tormentosas donde estábamos
ahogándonos, y nos dio su vida eterna a un precio infinito para él. En
respuesta a ese amor surge nuestro humilde agradecimiento, nuestra decisión y
deseo de recibirlo en su plenitud como nuestro Salvador y Señor. Nos entregamos
y sometemos a él, quien vive en nosotros y obra en nosotros (Juan 5:30; 14:10
y 12). Nunca temas a la gracia que “sobreabundó”,
porque no existe verdadera obediencia a la ley que no sea fruto de la gracia
recibida por la fe (Rom 13:10; Gál 5:6).
R.J. Wieland-LB
La Biblia es clara: el nuevo pacto de Dios es su promesa.
Jeremías afirma que en el nuevo pacto, Dios escribe su santa ley en el
corazón humano (31:31-34). Ahora viene la pregunta capital: cuando Dios
hace una promesa, ¿hay poder en la promesa misma?, ¿o acaso el poder está en tu
realización de lo que él promete? Dicho de otro modo: ¿está el poder en el
evangelio mismo, entendiendo el evangelio como buenas nuevas (Rom 1:16)?,
¿o bien el poder está en tu propia obediencia a lo que requiere el evangelio?
Es la antigua controversia entre justificación por la fe,
versus justificación por las obras (en su versión moderna “justificación
por la fe y las obras”), pretendiendo que al añadir fe, queda “purificada” la
salvación por las obras. Si lees el libro de Gálatas comprenderás que no puede
haber tema de mayor importancia y actualidad.
Sarai era esposa de Abram. Su nombre significa “contienda”, algo
así como disputa o pelea. Hace honor al carácter de ella. Cuando Dios declaró
que no aceptaba a Ismael (el hijo de Agar) como heredero de la promesa, Sarai
volvió a desarrollar amargura por su problema de esterilidad. Culpó a Dios por
ello. Según el mejor pensar del viejo pacto, había practicado la negación de sí
misma al entregar a su sierva Agar a Abraham, algo difícil para cualquier
mujer. Sin embargo, tal como es el invariable resultado en todo lo que se hace
según el viejo pacto, lamentó posteriormente haber hecho aquel sacrificio.
Las cosas empeoraron y Agar llegó a despreciar a Sarai. Agar era
la nueva reina de la casa. ¿Y Sarai? ¿Dónde queda? Haciendo honor a su nombre,
Sarai echó la culpa a su afligido esposo.
“¡Mi agravio sea sobre ti! ... ¡juzgue
Jehová entre tú y yo!” (Gén 16:5).
Todo cuanto Abraham había hecho era seguir al pie de la letra las
sugerencias de Sarai, pero aun así esta había encontrado a quién echar la
culpa. Tenía amargura contra Dios y contra cualquier otra persona. ¿Qué podía
hacer Dios en esa situación?
Lo que Dios hizo fue darle las buenas nuevas del pacto eterno.
Siendo todavía Sarai la misma persona contenciosa, Dios le cambió el nombre,
introduciendo en él la letra que lo caracteriza a él mismo (hizo lo mismo con
el nombre de Abram). El significado es ahora “princesa”. Sí, Dios tiene más
grandeza de la que nuestra mente del viejo pacto puede imaginar: antes de que
ella crea en él, Dios cree en ella. Todas las promesas a Abraham lo son
también a Sara. Y ahora esa sencilla Palabra, esa buena nueva del nuevo pacto,
funde su pétreo y airado corazón, de forma que
“por la fe también la misma Sara, siendo
estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz fuera del tiempo de la edad,
porque creyó que era fiel quien lo había prometido” (Heb 11:11).
¿No te parece que debe haber un tremendo poder en esa Palabra o
promesa de Dios? Todo cuanto se necesita es que haya alguien que la crea.
¿Habías reparado en que a ti te da las mismas buenas nuevas que a Abraham y
Sara?
“Y si vosotros sois de Cristo,
ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa”
(Gál 3:29).
R.J. Wieland