Guía del mensaje de 1888
Robert J. Wieland
Importancia de su comprensión
Hay una
creciente inquietud que asalta a muchos: ‘¿Es tan importante el mensaje de 1888
como para que le dedique mi tiempo?’
Sí. Lo es. Es
aquello por lo que clama el hambriento corazón de todo el que espera la segunda
venida en el mundo entero. ¿Cuál es la razón por la que impacta como el
destello de un relámpago? El mensaje fue “el comienzo” de una explosión
rebosante del Espíritu, sin precedentes desde los días de Pentecostés. Fue
el comienzo de “los aguaceros de la lluvia tardía provenientes del cielo”. Era
el refrigerio de las buenas nuevas que ansiaban por doquier los corazones
enfermos de sequía. “La tierra” iba a ser “alumbrada por su gloria”.
Efectivamente,
una luz ha de alumbrar el islam, el hinduismo, el catolicismo, el
protestantismo y el paganismo. “Otra voz del cielo” debe abrirse paso hasta
cada alma humana: “Salid de ella [Babilonia], pueblo mío”, dando cumplimiento a
la tan esperada profecía de Apocalipsis 18. Nuestro emblema podría
incluir un “poderoso” cuarto ángel, junto a los tres habituales en las fachadas
de iglesias y escuelas.
¿Es tan
importante el mensaje? Desde que los apóstoles del primer siglo revolucionaron “todo
el mundo” (Hech 17:6), ningún mensaje ha cumplido una obra tal, si bien
el “clamor de media noche” de 1844 le estuvo cerca. El Señor tenía la
determinación de preparar un pueblo allí mismo para afrontar los últimos
acontecimientos de la historia. La orden del día no era prepararse para la
muerte, sino para la traslación.
Lo menos que
cabe decir es que resulta inquietante.
Pero el
mensaje del Señor no consistía en una aterradora exigencia: “¡Haced lo
imposible!” No era un viaje hacia el “hágalo usted mismo” bajo la opresión del
temor, sino que era una experiencia de fe. Como el rocío al descender
sobre los campos sedientos, el mensaje fue una refrescante lluvia de gracia que
“sobreabundó” mucho más que todo el abundante pecado que el diablo puede
inventar. Le cautivaba a uno el corazón. Comenzó a propagarse el resplandor de
una gozosa esperanza, porque uno veía el carácter de Dios de una forma
distinta. Ellen White lo describió como si al doblar una esquina uno se
encontrase cara a cara con Jesús sonriéndole, no frunciendo el ceño, “un
Salvador cercano, al alcance de la mano; no alejado”, que nos tomara de la mano
y dijese: “¡Venga!, ¡vamos al cielo!” Las buenas nuevas de la Biblia
encendieron una luz motivadora en los corazones desanimados. ¡Fue sorprendente!
Los adolescentes eran ganados al evangelio. Dios no estaba procurando impedirle
a uno la entrada al cielo, sino preparándolo para ir allí. Cada oscura página
de la Biblia comenzó a iluminarse con la luz de las buenas nuevas.
¿No
debiéramos haber recibido un mensaje tal con alegría desbordante? Ciertamente,
y las nuevas de los pastores sobre el nacimiento del Mesías en Belén deberían
haber hecho venir a los sacerdotes en masa desde Jerusalem para darle la
bienvenida. Pero lo mismo que a ellos, “nos” sucedió algo extraño. Excepción
hecha de una pequeña minoría de oyentes, el mensaje tuvo la misma acogida por “nuestra”
parte hace cien años, que la que tuvo Jesús por parte de los judíos hace dos
milenios. Una pluma inspirada dice que de haberse encontrado entre nosotros físicamente
Cristo, lo “habríamos” tratado como lo hicieron los judíos.
¿En qué consistió el mensaje propiamente dicho?
¿Fue
meramente la enseñanza habitual evangélica que hemos oído durante toda la vida?
‘Jesús me ama, lo sé. Debemos procurar ser buenos. Pecamos, y Jesús nos
perdona, ¿por qué reinventar la rueda?’ Algunos de nuestros propios teólogos
han pensado sinceramente que el mensaje de 1888 no era sino un renovado énfasis
en las enseñanzas de la Reforma del siglo XVI, o de las de los grupos
evangélicos de nuestros días.
Pero tras la
superficie se esconde algo diferente. Ellen White comprendió que el mensaje de
1888 fue mucho más allá que el de las iglesias populares guardadoras del
domingo. Era “el mensaje del tercer ángel en verdad”, “luz acrecentada”, “un
mensaje que es verdad actual para este tiempo”, “luz del cielo”, “la luz que ha
de alumbrar la tierra con su gloria”. No era solamente que Jesús perdona el
pecado; además, él nos salva del poder y esclavitud del pecado, ahora y aquí.
Hay esperanza hasta para los adictos. Era el mensaje del evangelio más
abarcante que el mundo moderno haya oído, ya que estaba basado en la verdad de
la purificación del santuario. Estas son algunas de las ideas prominentes que
recupera el mensaje de 1888:
1. Un enfoque
refrescante de la justificación por la fe
La idea
predominante hace cien años (y también ahora) era que la justificación por la
fe es solamente el perdón por los pecados pasados: una maniobra legal por parte
de Dios, que le quita a uno la culpa, pero que deja al pecador que cree en
punto muerto: hasta la santificación no hay progreso real en cuanto a vencer el
pecado. Pero el mensaje de 1888 vio mucho más. Lo que alegró el corazón de Ellen
White cuando esta oyó el mensaje, es que la justificación hace al creyente
obediente a todos los mandamientos de Dios. Obra lo que muchos creen que es
exclusivo de la santificación. ¡No hace falta esperar a la santificación para
saber lo que es guardar esos mandamientos! En la genuina justificación por la
fe, el corazón es reconciliado con Dios; no es meramente un acto
judicial que declara la absolución de los pecados pasados. Esa mejor
comprensión significa que uno disfruta ya de la victoria sobre el
pecado, ya que es imposible que el corazón sea reconciliado con Dios sin serlo
al mismo tiempo con su santa ley. Esa poderosa verdad de piedad práctica
descansa sobre el firme fundamento de otra verdad no menos refrescante:
2. Una nueva perspectiva de la cruz de Cristo
Comenzó en
1882, en una experiencia en la que el joven E.J. Waggoner tuvo una vislumbre de
la cruz como centro y sustancia del mensaje del tercer ángel. Cuando Cristo dio
su sangre por los pecados del mundo, redimió a la raza humana perdida.
Nadie está exento de una implicación íntima, ya que de otro modo no habría sido
cierto “que por gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Heb 2:9).
En otras palabras, Cristo murió la segunda muerte de toda persona, murió
su castigo final por el pecado.
Y realizó
todo ello antes de que tuviéramos la mínima oportunidad de decir sí o no. Jesús
se implicó a sí mismo con el alma de todo ser humano hasta el nivel más
profundo del ser, hasta esa fuente oculta de su miedo íntimo y personal a la
muerte eterna. El sacrificio de Cristo lo ha librado ya de ese temor, que lo
tenía esclavizado “por toda la vida” (vers. 14-15). El pecador puede
resistirlo y rechazarlo para su propia perdición, ya que Cristo no fuerza a
nadie a ser salvo.
Dice Isaías: “Jehová
cargó en él el pecado de todos nosotros”. Pablo declara que “es Salvador
de todos los hombres, mayormente de los que creen”. Y Juan añade que “él
es la propiciación por nuestros pecados: y no solamente por los nuestros, sino
también por los de todo el mundo” (Isa 53:6; 1 Tim 4:10; 1
Juan 2:2).
¿Acaso Cristo
no hace nada por nosotros hasta que iniciamos el proceso y lo elegimos como
nuestro Salvador personal? ¿Es solamente un Salvador posible, con un
gran SI... condicional? ¿Tiene el pecador que hacer primeramente algo, como
creer u obedecer los mandamientos, a fin de convertir a Cristo en su Salvador?
¿Funcionamos acaso como co-salvadores, ayudando a salvarnos a nosotros mismos?
El mensaje de 1888 responde: ‘No, el sacrificio de Cristo es más que
simplemente provisional. Es efectivo en tanto en cuanto compró
nuestra vida actual y todo cuanto poseemos y somos; todavía más, compró la
salvación eterna en favor nuestro y nos la dio en el don de sí mismo’, (si bien
podemos rechazarla, habiendo Cristo cumplido su parte).
La parálisis
espiritual de la tibieza se origina en lo más hondo de nosotros, al considerar
a Cristo como un banco que no hace nada hasta que ingresamos previamente un
depósito. Entonces lo percibimos como alguien impersonal, distante. A nosotros
toca dar el primer paso. Razonando así, hacemos depender nuestra salvación de
nuestra propia iniciativa. Sin embargo, lo cierto es que Cristo hizo ya el
depósito de vida eterna con todas sus bendiciones, ingresándolo inmerecidamente
en nuestra cuenta bancaria. Sus bendiciones son ya nuestras “en él”. Hagamos
ahora efectivo el cheque y reconozcamos por fe la bendición. Una fe tal,
“obra por el amor” (Gál 5:6) y produce por ella misma obediencia interna
y externa a aquel que lo dio todo por nosotros. Todo lo anterior está incluido
en la experiencia de la justificación por la fe.
La
consecuencia es que la única razón por la que alguien puede finalmente perderse,
es por haber resistido y rechazado lo que Cristo realizó ya en su favor. La
incredulidad puede malograr deliberadamente el don que Dios puso en sus manos.
Esa incredulidad es el pecado de los pecados, y es el pecado universal del
mundo. En otras palabras: si alguien finalmente se salva, será debido a la iniciativa
de Dios; si se pierde, se deberá a su propia iniciativa. ¡Se trata de dejar
de resistir su gracia!
¿Por qué es
tan importante comprender eso? Porque el temor como motivación carece del poder
necesario para preparar a un pueblo para el regreso de Cristo. Puede despertar
temporalmente a algunos, pero poco más. Hay una motivación superior que Ellen
White describió así:
“Se nos
señala la brevedad del tiempo para estimularnos a buscar la justicia y
convertir a Cristo en nuestro amigo. Pero este no es el gran motivo. Tiene
sabor a egoísmo. ¿Es necesario que se nos señalen los terrores del día de Dios
para compelernos por el miedo a obrar correctamente? Esto no debería ser así.
Jesús es atractivo. Está lleno de amor, misericordia y compasión”.
“No es el
temor al castigo o la esperanza de la recompensa eterna, lo que induce a los
discípulos de Cristo a seguirle. Contemplan el amor incomparable del Salvador,
revelado en su peregrinación en la tierra desde el pesebre de Belén hasta la
cruz del Calvario, y la visión del Salvador atrae, enternece y subyuga el alma”.
3.
Más buenas nuevas
El sacrificio
de Cristo revirtió para todos los hombres la “condenación” que pesaba sobre
todos nosotros “en Adán”. Literalmente, salvó al mundo de un suicidio prematuro
que el pecado nos habría deparado. La cruz del Calvario está estampada en cada
pan. “Nadie, santo o pecador, come su alimento diario sin ser nutrido por el
cuerpo y la sangre de Cristo” (El Deseado, 615). Cuando esta gran verdad
se comprende, aparece por doquier en la Biblia:
“El pan de
Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo... y el pan que yo
daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (Juan 6:33 y 51).
“Pero el don
no fue como la transgresión, porque si por la transgresión de aquel uno muchos
murieron, la gracia y el don de Dios abundaron para muchos por la gracia de un
solo hombre, Jesucristo. Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno
que pecó, porque, ciertamente, el juicio vino a causa de un solo pecado para
condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones para
justificación. Si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más
reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la
gracia y del don de la justicia. Así que, como por la transgresión de uno vino
la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno
vino a todos los hombres la justificación que produce vida” (Rom 5:15-18).
Una poderosa motivación
El resultado
práctico de creer esas buenas nuevas es que al experimentar la justificación
por la fe, se produce ya en nosotros un cambio de corazón. Estábamos
alejados de Dios, en enemistad con él; ahora lo vemos como a un Amigo. Dicho de
otra forma, “hemos ahora recibido la reconciliación” (Rom 5:7-11), o “hemos
llegado a tener paz con Dios” (Id., DHH), somos
reconciliados con él, recibimos la expiación. ¡Hemos sido redimidos de la
muerte eterna! Es como si alguien, encontrándose en un pelotón de fusilamiento,
fuese liberado en el último instante. Como dice Pablo, “presentaos a Dios como
vivos de los muertos”. El fatigado corazón se ve libre de la carga, cuando
fluye esa “paz con Dios”. De ahora en adelante no nos parecerá difícil ningún
sacrificio hecho para Aquel que sabemos que nos salvó ya de la destrucción
misma.
Un amor tal
nos constriñe a vivir para él, convirtiendo en realmente fácil ser salvo, y en
difícil perderse. Esa noción impregnada de buenas nuevas constituye una parte
esencial del mensaje de 1888 de la justicia de Cristo (Mat 11:28-30;
Hechos 26:14).
¿Parece
demasiado bueno para ser cierto? Ellen White amaba profundamente esas buenas
nuevas. Su ilustración predilecta era la proclamación de emancipación de los
esclavos en la que, bajo el mandato de Abraham Lincoln –el 1 de enero de 1863–,
se declaró legalmente libres a todos los esclavos de los territorios
confederados. Sin embargo, ninguno de ellos experimentó la libertad
hasta que oyó las buenas nuevas, las creyó y obró en consecuencia. Ellen White
comprendió que ese mensaje del evangelio significaría el fin de la omnipresente
tibieza. El gozo que le produjo le impedía conciliar el sueño en la noche.
4. Una bendición adicional
Observándola
con mayor detenimiento, la justificación por la fe resulta ser mucho más
que una declaración legal de absolución. Siendo que hace al pecador que cree
obediente a todos los mandamientos de Dios, la bendición incluye el cuarto
mandamiento (el sábado). El sello de Dios es el secreto para vencer las
innumerables adicciones de las que la raza humana pecadora está plagada. Para
todo aquel que cree realmente el evangelio, resulta imposible continuar
viviendo en pecado, que es transgresión de la ley de Dios. Muchos sinceros
guardadores del domingo empezarán gozosos a guardar el sábado del séptimo día
cuando lo vean en su relación con la justificación por la fe y la purificación
del santuario que comenzó en 1844. Se nos señaló que la verdad del sábado deja
de traer convicción a los corazones a menos que se la presente relacionada con
la purificación del santuario.
5. Pero existe un problema
Todo lo
anterior deja todavía una percha donde colgar las dudas, hasta que podamos
comprender qué es la fe realmente. ¿Es un deseo egoísta de recompensa
celestial, combinado con el afán por escapar del infierno? Todos admitimos que
el deseo de poseer una magnífica mansión en esta tierra denota una motivación
egocéntrica. Pero cuando uno se hace cristiano, ¿acaso simplemente transfiere
su deseo de vivir en la opulencia y el bienestar a la expectativa de ocupar una
posición todavía mejor en el cielo? De ser así, la motivación sigue estando
basada en el propio interés. El interés propio no es capaz de suscitar más que
una devoción mesurada, cuya mejor expresión cabe definir en una palabra:
tibieza.
El mensaje de
1888 trajo a la luz una motivación nueva y superior: el vivo deseo de honrar y
vindicar a Cristo, tal como ilustra el sentimiento de una novia hacia su
prometido. Va más allá de sus propios deseos egoístas. La fe viene a ser una
apreciación profunda y sincera del gran amor revelado en la cruz, independiente
de nuestro anhelo de recompensa o temor al infierno. Trasciende a toda
motivación centrada en el yo.
Una tal “fe...
obra por el amor”. No hay límite para las buenas obras durante toda una vida y
por la eternidad.
6. Todavía más buenas nuevas
Todos estamos
espiritualmente enfermos y necesitados de un médico para nuestra alma. Jesús
tuvo que someterse a una disciplina especial, a fin de cualificarse para ser
nuestro gran sumo sacerdote (o psiquiatra divino):
Así que, por
cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo
mismo, para destruir por la muerte [la segunda] al que tenía el imperio de la
muerte, es a saber, al diablo, y librar a los que por el temor de la muerte
estaban por toda la vida sujetos a servidumbre... por lo cual, debía ser en
todo semejante a los hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel Pontífice
en lo que es para con Dios, para expiar los pecados del pueblo. Porque en
cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son
tentados... Porque no tenemos un Pontífice que no se pueda compadecer de
nuestras flaquezas; mas tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin
pecado (Heb 2:14-18; 4:15).
El término
traducido “destruir”, significa “paralizar”. Es cierto que Satanás no está
muerto todavía, pero cuando creemos esas buenas nuevas, queda paralizado.
7. Cristo como sumo sacerdote, vino tan cerca de
nosotros al tomar nuestra naturaleza humana, que conoce plenamente la fuerza de
todas nuestras tentaciones
Resistió “hasta
la sangre, combatiendo contra el pecado”. Sea cual fuere nuestra tentación, no
importa lo bajo que hayamos caído en el pecado, por más terrible que parezca
nuestra desesperación, por mucho que nos haya embargado el sentimiento de
culpa, “puede también salvar eternamente a los que por medio de él se acercan a
Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos”. Está ocupado en el
lugar santísimo del santuario celestial veinticuatro horas al día, y no se
duerme jamás (Heb 12:4; 7:25).
Es como si
uno fuese el único paciente de ese Médico, recibiendo atención plena durante
todo el tiempo. ¡Imaginemos ser el único paciente de un hospital, contando con
todo el equipo de médicos y enfermeras a nuestra entera disposición! Eso es lo
que nos sucede en la unidad de cuidados intensivos de Cristo. Creamos lo
maravillosas que son las buenas nuevas, y nuestra vida cambiará desde lo más
profundo.
Este capítulo
es solamente una breve anticipación de las refrescantes buenas nuevas
contenidas en ese “preciosísimo mensaje”. Te sugerimos comenzar con el libro Introducción al mensaje de 1888 para un
examen más profundo del tema.