Oseas y Gomer

(Robert J. Wieland)

 

Ninguna novela es tan conmovedora como la vida de Oseas. Una historia trágica, demasiado frecuente en nuestros días, pero con un desenlace final absolutamente diferente del que es habitual.

Oseas se enamora de una joven encantadora, y esta le corresponde con su amor. El amor humano es siempre recíproco. Si tu pretendido amor no es correspondido, se trata de una semilla que no ha germinado: eres libre; no resultas herido (quizá frustrado). Es solamente si el amor halla una respuesta que enraíza en el corazón, cuando este queda herido al arrancar la planta. Entre Oseas y Gomer nace el vínculo del amor. Se unen en matrimonio y vienen a ser “una carne”.

Son felices hasta que un cáncer espiritual empieza a destruir el corazón de Gomer. Empieza a flirtear con otros hombres, en la misma presencia de su marido. Pronto se transforma en un drama obsesivo, y aquella mujer de moral laxa viene a convertirse, de hecho, en una prostituta.

Así transcurre el capítulo 1 y 2 del libro. En el tercero, la tragedia se acentúa y toma un giro casi desconocido en la experiencia humana. Sus amantes abandonan a Gomer —eso es muy habitual—, contrae una gran deuda —lo que también es común—, y acaba siendo vendida como esclava. Llega al conocimiento de Oseas la situación calamitosa de Gomer, quien languidece en el mercado de esclavos vestida de harapos, y la reclama.

Es aquí donde sucede lo inesperado, de forma que el libro de Oseas descubre terrenos inexplorados: no es porque él tenga compasión de ella, de la forma en que un caballero decente suele apiadarse de una criatura herida, sino que, maravilla de maravillas, ¡él la ama todavía! Esa miseria humana no es más que la sombra de aquella preciosa joven de la que se enamoró en su día; no hay ya ninguna belleza ni encanto que la haga atractiva. De hecho, resulta más bien repulsiva. Pero el amor de Oseas, a pesar de todos los desprecios e insultos, no ha decaído jamás. Oseas es cautivo de un amor que le es imposible olvidar. Se ha mantenido esperándola. Para él, el amor es aquello que hizo grabar Abraham Lincoln en el anillo nupcial que entregó a su esposa: “El amor nunca deja de ser”.

¿Qué logró finalmente el amor incesante de Oseas? Hay un final sorprendente, que la Iglesia adventista del séptimo día necesita comprender.

 

Cuando amas verdaderamente a una mujer que te ama y se entrega a ti, para traicionarte después, el corazón queda herido. El sol no puede disipar las tinieblas resultantes, y esa oscuridad es más amarga que la muerte.

Perder a un ser amado por la muerte, es triste; pero el rechazo en el amor es todavía más cruel: es como si nos arrancan un miembro del cuerpo. Los amigos pueden simpatizar en el dolor físico o material, pero el rechazo en el amor tiene un carácter intensamente privado. Mil rostros no pueden reemplazar al de la persona amada.

 

La cuestión es la siguiente: ¿puede Dios sentir un dolor como ese?

El hinduismo, el budismo, el islamismo, y también el cristianismo en general, suponen que la respuesta es ‘No’. Se lo supone impasible, impenetrable a ese tipo de agravio del desamor que nosotros conocemos.

Los horrores de los 1260 años de persecución católico-romana en la Edad Media no podrían jamás haber tenido lugar, de no ser en virtud de esa popular doctrina “cristiana”. Si Dios no puede sentir dolor, ¿por qué habríamos de preocuparnos por el sufrimiento de los demás? ¿Podría suceder que los adventistas estuviésemos en las lindes de esa frontera de la impasibilidad de Cristo? Nos podemos gozar sabiendo que él se puede “compadecer de nuestras flaquezas”, pero ¿podemos nosotros compadecernos en razón de su dolor?

El mensaje de Cristo a Laodicea nos debiera hacer despertar. Hay un Amante divino que sufre el rechazo, a la luz de la escena presentada en los Cantares de Salomón 5:2 (Apoc 3:20 es una cita literal del texto de Cantares 5:2 en la Septuaginta). Pero el Cantar pudo no haber sido comprendido en el tiempo en que se escribió. Oseas (hacia el año 785 AC) lo llena de significado al proveer la primera descripción en la Escritura, de un Esposo divino que sufre el rechazo de la “mujer” objeto de su amor. Como Oseas, el Esposo divino no puede olvidar a la que ama, ni reemplazarla por otra. Su devoción por ella se mantiene inquebrantable.

1.    Dios permitió al desdichado Oseas padecer todo ese intenso dolor humano porque “eso ilustrará la forma en la que mi pueblo me ha sido infiel” (Oseas 1:2 -Living Bible-. Ver también Oseas 3:1, etc.).


 

¿Fue Gomer siempre prostituta?

Cuando leemos que el Señor dijo a Oseas: “Ve, tómate una mujer fornicaria”, no debemos concluir necesariamente que Gomer estaba ya en tal condición. ¿Cómo podría un hombre puro y bueno entregar su amor a una mujer depravada? (Los comentadores se dividen en tres posturas: (a) que Gomer era ya una prostituta conocida cuando Oseas se casó con ella, (b) que toda la historia es imaginaria, y (c) la postura que tomamos aquí). Leemos explícitamente que él la amó en verdad, ya que posteriormente dice: “El Eterno me dijo: ‘Ve, ama a una mujer amada de su compañero, aunque adúltera’” (Oseas 3:1). Uno no “ama” de la forma en que uno elige un vehículo de ocasión, basándose en una lista de características. Uno ama… bueno… porque ama.

El “enamorarse” es una parte de la naturaleza humana que Dios nos ha dado; hay cierta “química” misteriosa en la que un corazón responde a otro y el amor se intercambia y afianza. Seguramente Gomer fue cortejada y conquistada, y la evidencia en la historia indica que en un principio debió haber sido sincera en su amor por Oseas, ya que este fue a partir de entonces “cautivo” de su amor por ella. Lo que hizo posible el dolor que sintió, fue la realidad de que en otro tiempo ella le había querido verdaderamente. Uno no siente dolor cuando el miembro de algún otro le es arrancado de su cuerpo, sino cuando se trata de un miembro propio. Oseas y Gomer se habían casado y se habían unido en una sola carne, en amor. Posteriormente el amor de esta se corrompió. Es por ello que Oseas sufrió tan amargamente.

Dios analiza nuestras almas como si fuese bajo los rayos X. Él vio lo que Oseas no podía ver en la mujer que cortejaba: durmiendo en el corazón de aquella hermosa joven de la que caería enamorado, estaba la prostituta que llegaría a ser después.

Probablemente tampoco ella se apercibió de lo que había en su interior. El pecado que fructifica mañana es hoy una semilla de deseo que todavía no ha “concebido” en nosotros, que permanece oculta a los ojos de los demás, y quizá también a los nuestros, hasta que “una vez cumplido, engendra la muerte” (Sant 1:14-15). Vemos a Oseas amando y casándose con una joven aparentemente pura, para sufrir angustia a medida que presencia cómo se va endureciendo el corazón de ella, convirtiéndose en infiel, algo así como ver enfermar y morir algo que uno aprecia sobremanera. Hasta en la misma presencia de él se permite flirtear con sus amantes. ¡Qué dolor! Pero él no puede encontrar un nuevo “amor”, y aún menos lo busca. Oseas amaba a Gomer con un amor humano que era reflejo del amor divino por Israel.

La vio de nuevo en el mercado de esclavos. Contemplando la desgarbada figura de párpados caídos, sintió algo más que simple compasión humana: descubrió que aún la amaba con el mismo amor que le profesó al principio.

Se trata de algo real. Oseas no nos fuerza a creer en un arrobamiento matrimonial de aparición mágica. “Ni tampoco yo vendré a ti [por ‘muchos días’]” (Oseas 3:3), le dice su marido a Gomer, no porque ella deba expiar sus pecados, sino porque sanar el corazón lleva su tiempo. ‘Te esperaré’, le dice. Las buenas nuevas implícitas en el relato inspirado consisten en que el triunfo se produjo finalmente; tuvo lugar la curación. La Biblia no es tan cruel como para exponer las malas nuevas de un amor que deba permanecer violado por siempre. “Fuerte es como la muerte el amor… Las muchas aguas no podrán apagar el amor” (Cantares 8:6-7).

 

¿Está Cristo cautivo de su amor por su iglesia remanente?

Una iglesia es una “mujer”, buena o mala; una unidad corporativa de creyentes. Si Cristo se ve defraudado por el objeto de su amor, ¿puede limitarse a encoger los hombros y reemplazar a su amada por otro “objeto de esta tierra al cual Cristo concede su consideración suprema”? (Testimonios para los ministros, 49) Oseas no pudo hacer tal cosa, y tampoco Cristo puede. Sólo dejando de comprender ese misterio del amor divino, es como han podido surgir los movimientos disidentes del adventismo. Estos suponen que el ultraje sufrido por Cristo debido a la infidelidad de su iglesia lo empuja a escoger a otra para que ocupe el lugar de esta. Pero no hay tal (Antes de culpar a los movimientos disidentes y a “ministerios independientes”, haremos bien en recordar que somos nosotros quienes los hemos empujado a desarrollar una mentalidad separatista. “En gran medida” hemos privado a la iglesia mundial del amor-ágape inherente al mensaje de 1888, y somos responsables de la “demora” en las bodas, debido a la incredulidad manifestada en 1888. Hemos “insultado” al Espíritu Santo de forma alegre y despreocupada, y no hemos comunicado a la iglesia el dolor que tal cosa ha ocasionado a Cristo. De esa forma la iglesia se ha visto invadida por una mentalidad egocéntrica).

Nos puede resultar difícil imaginar a un marido agraviado que no solamente ama a su esposa infiel, sino que mucho más aún, obra diligentemente para “salvarla”. Así ocurrió con Oseas; y así ocurre con Cristo. No solamente es un “marido” para ella, sino también el “Salvador del cuerpo” (Efe 5:23). Las inmejorables nuevas son que Oseas redimió efectivamente a Gomer a una nueva vida de pureza y fidelidad, y los podemos imaginar entre bastidores caminando de la mano, en un amor que halla finalmente su cumplimiento, cimentado en la mutua fidelidad. Podemos estar seguros de que el Señor no privó a Oseas de la vindicación de ese amor terreno que tan profético fue del amor divino destinado a triunfar finalmente.

Gomer retornó a Oseas temblorosa, contrita, penitente, trayendo gozo al corazón de quien nunca había dejado de quererla, tan ciertamente como Israel se volvería al fin hacia el Señor. Que presten atención todos cuantos dudan de que el amor de un esposo puede triunfar sobre la infidelidad de su esposa.

Jeremías nos da una vislumbre a propósito de un amor recíproco por parte de Israel, que hizo tan real el dolor de Dios. En simpatía con el Señor, Oseas pudo recordar aquella dulce devoción de su esposa Gomer de los primeros días: “Me acuerdo de ti, de la devoción de tu juventud, del amor de tu noviazgo, cuando andabas en pos de mí en el desierto… santo era Israel para el Eterno”. “Allí cantará como en su juventud, como en el día de su salida de Egipto” (Jer 2:2; Oseas 2:15).

 

El "gran chasco" de Cristo: 1888

En sus días tempranos, “en el desierto”, Israel era devota del Señor; y en sus primeros años de existencia, la Iglesia adventista del séptimo día manifestó también una dulce devoción al Señor. Fuimos devotos al Señor, quien nos llevó a través del “desierto” del gran chasco en 1844. Y en los años que siguieron nos dio pruebas de ser el objeto de su amor. Era emocionante. La curación de nuestro gran chasco fue maravillosa, ya que el compañerismo con el Señor se hizo más profundo cuando comprendimos el mensaje del santuario y la “bienaventurada esperanza” que este proveía. Entonces llegó el “gran chasco” de Cristo: 1888. Aún no hemos apreciado debidamente el dolor que él sintió, y que siente aún. “El chasco de Cristo es indescriptible”, escribió Ellen White (Review and Herald, 15 diciembre 1904).

 

Ánimo para adventistas perplejos y cansados

La profecía implícita en el libro de Oseas tiene que significar buenas nuevas para la iglesia remanente que un siglo después se ve atrapada en un letargo de alcance mundial, herida por el desacuerdo, el recelo y las disidencias. Tan seguramente como Gomer respondió finalmente al amor incesante de Oseas, responderá la unidad corporativa de la iglesia, al fin, al incansable amor (ágape) de Cristo. Él se entregó a sí mismo a la muerte por su iglesia; su sacrificio no puede resultar finalmente un fracaso; la humanidad penitente no va a ser más infiel a Dios de lo que fue la arrepentida heroína del libro de Oseas a su esposo terrenal; la fe que Dios ha depositado en nosotros, no puede resultar vana al fin.

¿Cómo podría tener Oseas un mayor éxito que Cristo, siendo que él lo arriesgó todo en su sacrificio? A menos que su iglesia venza al fin, para poder venir a ser su arrepentida y fiel esposa, su sacrificio habría sido en vano. Las razones para estar esperanzados son evidentes:

 

1.    La doctrina adventista del séptimo día da una nueva dimensión a esa crisis. Nosotros no aceptamos la doctrina pagana-papal de la inmortalidad natural del alma. Creemos que los justos no van al cielo al morir, sino que esperan hasta la resurrección. Pero tal cosa no puede suceder antes que Cristo regrese en su gloria; y él no puede regresar mientras su pueblo no esté preparado, ya que en caso contrario sería destruido “con el resplandor de su venida” (2 Tes 2:8). La crisis de la que Oseas es un tipo, está pendiente de resolución. El éxito de la totalidad del plan de la salvación depende, pues, de un hecho de última hora: del arrepentimiento de Laodicea. La alternativa es aceptar la falsa doctrina de Babilonia que envía a todos los “salvos” al cielo en el momento de su muerte.

2.    El arrepentimiento de Gomer predice el de Laodicea. “[Cristo] del trabajo de su alma verá, y será saciado” (Isa 53:11). “Puede parecer que la iglesia está por caer, pero no caerá. Ella permanece en pie, mientras los pecadores que hay en Sión son tamizados, mientras la paja es separada del trigo precioso. Es una prueba terrible, y sin embargo tiene que ocurrir”. “Mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán llanto sobre él”. Habrá una respuesta por parte de “la casa de David, y… los moradores de Jerusalem” (2 Mensajes selectos, 436; Zac 12:10). ¡Ni un sólo adventista podría estar desanimado, si creyese las buenas nuevas en el libro de Oseas!

3.    Hablando a través de Oseas, el Señor asegura al infiel Israel un feliz encuentro. “Después los israelitas volverán y buscarán al Eterno su Dios, y a David su Rey. Vendrán temblando al Señor y a su bondad en los últimos días” (Oseas 4:1-6; 6:4-6; 14:4). Puesto que el amor (ágape) es un tipo de amor que crea valor en el objeto amado, que no depende de las cualidades de este último, creará arrepentimiento en la iglesia allí donde las motivaciones egocéntricas de esperanza de recompensa o de temor al castigo fueron incapaces de crearlo.

4.    Allí donde la infidelidad de Israel abundó, la gracia de Dios sobreabundó. “Israelitas, escuchad lo que dice el Señor. Él ha entablado un pleito contra los que viven en este país… ¡Que nadie acuse ni reprenda a otro! Mi pleito es sólo contra ti, sacerdote… Mi pueblo no tiene conocimiento; por eso ha sido destruido. Y a ti, sacerdote, que rechazaste el conocimiento, yo te rechazo de mi sacerdocio… ¿Qué haré contigo, Efraín? ¿Qué haré contigo, Judá? El amor [conyugal] que vosotros me tenéis es como la niebla de la mañana, como el rocío de madrugada, que temprano desaparece… Lo que quiero de vosotros es que me améis, y no que me hagáis sacrificios; que me reconozcáis como Dios, y no que me ofrezcáis holocaustos… Dice el Señor: ‘Voy a curarlos de su rebeldía; voy a amarlos aunque no lo merezcan’” (Oseas 4:1-6; 6:4-6; 14:4).

5.    Gomer representa a la iglesia remanente. De entre todas las mujeres israelitas que podamos imaginar en aquel mercado de esclavas, seguramente ella —miserable, pobre, ciega y desnuda— debió ser la más patética. Al describir la historia, la Escritura nos sugiere que Oseas provenía de una familia de príncipes (Oseas 1:1; 1 Crón 5:6). Siendo así, la debió colmar de ricos atavíos y joyas, lo mismo que el Señor a Israel: “Te ceñí de lino y te cubrí de seda. Te atavié con adornos, y puse pulseras en tus muñecas, y collares en tu cuello” (Ezeq 16:10-11). Ahora, en contraste, está expuesta en harapos. No queda una triste joya.

6.    En Gomer vemos profetizada la pobreza de Laodicea. ¡Qué contraste con aquello que “el mensaje del tercer ángel en verdad” debió haber significado para nuestro mundo hace ya muchos años! Lo que el Señor tenía previsto es que el mensaje adventista del séptimo día hubiese alumbrado toda la tierra con la gloria del evangelio eterno de las buenas nuevas, la magnífica realización de los sueños de todos los antiguos profetas. En el mensaje de la justicia de Cristo dado en 1888 estaban el lino, la seda y los preciosos adornos de la verdad que habrían refulgido en el glorioso evangelio (Testimonios para los ministros, 63-93: “Lo que podría haber sido”). Pero ese preciosísimo mensaje fue resistido, y “en gran medida ha sido mantenido lejos del mundo por el proceder de nuestros propios hermanos”, de la misma forma en que Gomer despreció los dones que su esposo le concedió (1 Mensajes selectos, 276).

7.    Y no es solamente que hayamos sufrido una trágica pérdida, sino que además hemos agraviado el corazón de Cristo. Oseas descorre la cortina para revelar aquello que nos era oculto: su dolor. Lo tratamos con el mismo desprecio con que lo trataron los judíos, y como Gomer (en tipo) trató a Oseas. “Insultamos” al Espíritu Santo (Testimonios para los ministros, 393; MS 13, 1889 —The Ellen G. White 1888 Materials, 360—). “El curso seguido en Minneapolis fue crueldad hacia el Espíritu Santo”. Y Jesús, siendo aún humano, tanto como divino, siente intensamente esa “crueldad”. Sin embargo, tiene que convertirse en el Esposo de su iglesia corporativa.

 

Oseas añade una nueva dimensión a la conciencia profética

El pecado de Israel fue más que la desobediencia a la ley. Fue el pecado profundo de la enemistad del corazón: el adulterio espiritual. Ocurrió un misterioso olvido del amor mismo, una crueldad del corazón hacia el Esposo divino, un descuido despreocupado de su dolor, un quebranto despectivo de su corazón. Ese es también el oscuro tinte del pecado de Laodicea: el tomarse a la ligera la sublime y abnegada devoción que llevó a Cristo a la cruz. En los días de Oseas el pecado de Israel era la adoración a Baal; en los nuestros, dice Ellen White, “los prejuicios y opiniones que prevalecieron en Minneapolis no han desaparecido de ninguna manera… Baal, Baal, eso han elegido. La religión de muchos será la del apóstata Israel” (Oseas 2:8, 13 y 17; Testimonios para los ministros, 467-468). La adoración a Baal es la adoración del yo bajo el disfraz de adoración a Cristo —la más terrible y sutil infidelidad que pueda haber, ya que pasa tan desapercibida, tan insidiosa y tan extendida en la unidad corporativa.

Han pasado hasta aquí 150 años de las dulces “bodas” de juventud de nuestra denominación. Sí, había amor por Jesús. ¡Fue maravilloso! (Primeros Escritos y el tomo 1 de Testimonios son una clara evidencia). Pero hemos repetido la enajenación de Israel. Nos cuesta comprender la crudeza de su idolatría. Es un espejo de nuestra devoción egolátrica secular, nuestra incapacidad para sentir el dolor que Cristo siente. Gomer se permite flirtear con sus amantes mientras su angustiado esposo espera desolado. No siente ninguna pena por él, ningún sentido íntimo del horror que le está causando.


 

¿Qué puede causar esa infidelidad?

Estaba casada con el único hombre que jamás la amara verdaderamente, y que a su vez despertó un amor verdadero en su corazón. En la futura esposa corporativa de Cristo, ese pecado debe ser más grave aún que el de Lucifer. Renegar del verdadero amor de su fiel Amante al que una vez amó, ¿no hay en eso algo realmente trágico? En seis mil años, el Señor no ha tenido un problema tan grave como el que tiene hoy con Laodicea.

Pero es posible un cambio en el corazón, y a la luz de Oseas, tendrá lugar. A la luz de la purificación del santuario, ha de brillar esa gracia que “sobreabunda”. Las buenas nuevas son que la venida de Cristo depende de ese arrepentimiento. “Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque son venidas las bodas del Cordero, y su esposa se ha aparejado” (Apoc 19:7).

Algunos han concluido, a partir de los dolorosos hechos de nuestra historia pasada y presente, que Dios ha desechado esta iglesia denominada y organizada.

Pero olvidan —¿o quizá no comprendieron nunca?— la clase de amor que el libro de Oseas expone.

 

 

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