Querido amigo y amiga:

¿Te has preguntado alguna vez por qué Jesús pidió a Juan que lo bautizara? ¿No era Jesús impecable? ¿No tenía Juan el mandato de bautizar solamente a quienes se habían arrepentido? (Mat. 3:11). ¿Por qué esa aparente anomalía?

Cierto: -Jesús no pecó jamás.

Cierto también: -Juan fue enviado a bautizar a pecadores, y sólo en el caso de que se hubieran arrepentido (como debiera suceder siempre antes de que tenga lugar el bautismo).

Cuando Jesús hizo a Juan esa petición, éste no consintió en primera instancia, dado que conocía el carácter impecable de Jesús (vers. 13 y 14). ‘Al contrario: soy yo quien debiera ser bautizado por ti’, le dijo Juan.

De lo escrito por Mateo se deduce que Jesús dio a Juan un estudio bíblico. Un estudio profundo y abarcante que convenció al profeta del desierto. Le explicó cómo su Padre lo había enviado para ser el Cordero de Dios. De igual forma en que los pecadores en el santuario ponían sus manos sobre la cabeza del cordero inocente transfiriéndole simbólicamente sus pecados, Jesús estaba tomando sobre sí todos los pecados del mundo entero: "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado" (2 Cor. 5:21), "haciéndose maldición por nosotros" (Gál. 3:13). Se puso en el lugar de cada pecador, tomó la culpabilidad de cada uno sobre su propio corazón (no fueron los clavos en sus pies o sus manos los que produjeron su muerte).

Lastrado con semejante carga, Jesús experimentó el arrepentimiento en favor de cada pecador. Sin participar en nuestro pecado, sintió como siente todo pecador. Oró por todos nosotros: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Luc. 23:34). Tan terrible fue la carga de nuestros pecados que a duras penas sentía la agonía física de la crucifixión. Fue atrozmente tentado a concluir que su Padre lo había abandonado. Su clamor agónico no era nada parecido a la representación teatral de un actor: "Dios mío, Dios mío; ¿por qué me has desamparado?" La muerte de Jesús fue el equivalente a nuestra segunda muerte (obsérvalo en el Salmo 22). No "pasó al descanso" por tres días y tres noches, sino que "Cristo MURIÓ por nuestros pecados" (1 Cor. 15:3 y 4). Resucitó de los MUERTOS, no del mero sueño. Conoció el propio "infierno" a fin de salvarnos de él (Hech. 2:27). Nadie más ha gustado aún esa experiencia, motivo por el que la Biblia presenta a Jesús como al "primogénito de los muertos" (Col. 1:18, Apoc. 1:5).

Todo eso debió explicar Jesús a su amado precursor, hasta que el profeta pudo llegar a contemplar al "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo", tal como él mismo declaró "el siguiente día" (Juan 1:29).

El arrepentimiento que Jesús experimentó en nuestro beneficio no fue de carácter personal, puesto que él jamás cometió pecado. Tuvo que tratarse de un arrepentimiento corporativo. A medida que nos acercamos a él, nos identificamos más y más con el Salvador. Aprendemos que no tenemos ninguna rectitud inherente o meritoria. Los pecados de cualquier otro habrían podido ser perfectamente los nuestros, de no haber mediado la gracia. Al reconocer eso, podemos identificarnos, compadecer, simpatizar y perdonar a otros de la forma en que hemos sido perdonados por el Señor. Llegamos, como él, a experimentar un arrepentimiento corporativo.

R.J.W.