Querido amigo y amiga:

Nuestro diario local relata la horrible historia de un desencuentro matrimonial en el que el marido (y padre de una niña de 8 años) procuraba expulsar a la madre y esposa del círculo familiar. El suegro del marido y abuelo de la niña, envió a ésta una muñeca como regalo. Ella lo recibió con la ilusión y candor propios de cualquier niña de su edad.

El padre entonces, en un ataque de ira, degolló a la muñeca para desolación y quebranto de la pobre niña. Resulta difícil imaginar el impacto de un acto así en la tierna personalidad de una niña en esa fase de su desarrollo.

Nadie te culpará por sentir indignación al saber del hecho. Bien. Ahora considera, por favor, la lección que había de quedar grabada en la mente de todo israelita que siguiera la instrucción divina: Cuando el pecador reconocía su culpabilidad, debía acudir al santuario para ofrecer una víctima inocente, que moriría en su lugar a resultas de su pecado. Cuando el pecador traía el cordero, o la víctima que fuere al sacerdote, éste daba el cuchillo al pecador para que ÉL MISMO lo degollara (Lev. 1:3-5; 3:3; 4:4; 8:14 y 15, etc). No era una acción del sacerdote, sino del pecador arrepentido. ¿Puedes imaginar cómo se sentía, especialmente si la víctima era uno de sus queridos animales de compañía?

Pensemos ahora en nuestro caso. Nuestro arrepentimiento no es completo hasta tanto no hayamos reconocido nuestra implicación en la muerte de Cristo. NOSOTROS degollamos su vida inocente. Fuimos nosotros quienes derramamos su sangre. No lo mataron los judíos ni los romanos. Fue tu pecado y el mío puesto sobre él, el que quebrantó su corazón y le quitó la vida. Pero observa: ningún "pecado" tiene existencia por sí mismo, al margen de la persona que lo alberga. No es posible abstraer el pecado del pecador. Cuando Cristo "llevó nuestros pecados en su cuerpo, sobre el madero", está claro que nos llevó a nosotros. En un sentido corporativo, todo el mundo es culpable de la muerte del Hijo de Dios (Rom. 3:19).

Cuando el pecador oye la verdad y se somete a ella, reconoce su culpabilidad personal. En Zacarías 12:10-13, Dios predice un arrepentimiento profundo y abarcante que está todavía en el futuro. Se trata de "un espíritu de gracia y de oración" que Dios derramará en su pueblo, y que producirá en nosotros la reacción que Jesús describe así: "Mirarán hacia mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por el hijo unigénito". Es entonces cuando se dará una "purificación" (13:1) o limpieza, no tanto por haberse despertado la conciencia a la propia culpabilidad, como a la magnitud y costo del perdón recibido (pero el perdón no puede ser hecho efectivo hasta que la culpabilidad es plenamente reconocida y asumida).

Es el ministerio del genuino y verdadero Espíritu Santo quien cumplirá esa obra bendita y colosal. ¿En qué consistirá primariamente la obra del Espíritu Santo? En convencernos precisamente de aquello que ignoramos: de pecado (Juan 16:8).

R.J.W.-L.B.