Querido amigo y amiga:

Sucedió un sábado antes de ponerse el sol, cuando se esperaba que la sagrada calma del Día del Señor llenara el alma. No hubo tal cosa. Me vi envuelto en una insana e insensata disputa con mi querida esposa, que me dejó lleno de vergüenza y con el ánimo abatido. Hizo falta esa amarga experiencia para que me diera cuenta de que quedaba aún aquel "demonio" agazapado en lo profundo de mi alma. Me sentí con toda franqueza y sinceridad tal como dijo Pablo: como "el principal" de los pecadores, como menor que "el más pequeño de todos los santos", "como... un abortivo" (1 Tim. 1:15; Efe. 3:8; 1 Cor. 15:8) y como un "siervo" peor que "inútil" (Luc. 17:10). Ahora no sólo me sentía como un marido indigno de la esposa que el amante Señor me había dado: además, ¡yo era pastor, era ministro de un Dios santo! De hecho, era el pastor decano de la gran Iglesia Central de Nairobi, y para empeorar las cosas la mañana siguiente tenía a mi cargo la predicación... Me sentía manchado por aquella disputa. Me había podido el "ego"; había caído derrotado bajo su dominio. Tomar el púlpito me parecía ahora un acto de hipocresía.

Caí sobre mis rodillas, y ciertamente fue "de lo profundo" como clamé al Señor, rogándole que oyera mi súplica (Sal. 130:1). Me sentí tan "perdido" como el que más en la tierra, contaminado con el feo pecado del amor al yo -eso que inventó Lucifer. Estaba en el fondo del pozo: "¡Ay de mí que soy muerto!... siendo hombre de labios inmundos" (Isa. 6:5).

Pero no podía escapar y salir de allí. Estaba aprisionado. ¡No podía desatender aquella cita! Ningún otro podía tomar mi lugar en el púlpito en aquella ocasión. Por más abatido que me sintiera, no valía quedarse en la cama alegando enfermedad. Tenía que oficiar en aquel "lugar santísimo", y eso me hacía estremecer. Tenía que anunciar "justicia en la gran congregación" (Sal. 40:9) sintiéndome un indigno pecador...

"Si perezco, que perezca", fue mi resolución (Esther 4:16). ¿Qué tipo de rayo airado no podría fulminar al hipócrita que se atreviera a ocupar indignamente el púlpito de un Dios digno de ser reverenciado? Si quieres saber quién y cómo me sacó del pozo, lee el Salmo 130. Si es posible, sin prisa y de rodillas.

R.J.W.