R.J. Wieland
El eterno plan de salvación suscitará siempre profundos
interrogantes. ¿Contiene el mensaje de 1888 verdades singulares que lo
diferencian de la comprensión propia de las iglesias populares, guardadoras del
domingo pagano-papal? ¿Cumplió Cristo realmente alguna cosa en favor de toda la
raza humana? ¿Dio algo a “todo hombre”? Si es así, ¿qué le dio? ¿O bien le hizo
meramente una oferta, dejándonos a nosotros la iniciativa en la salvación?
Si hay realmente mayor luz en el “preciosísimo mensaje” que el
Señor nos dio en la era de 1888, ¿cómo se materializa en la vida práctica
cotidiana del cristiano? En otras palabras: ¿es un mensaje para hoy?
P:
¿Nacen perdidos, los bebés?
R: La Biblia es clara: “en Adán” se perdió la totalidad de la raza
humana, ya que él nos pasó lo único que poseía: una naturaleza humana caída,
pecaminosa, separada de Dios. Además, “todos pecaron, y están destituidos de la
gloria de Dios” (Rom 3:23). Ninguno de nosotros nace equipado con la fe.
Habiendo nacido separados de Dios, “cada cual se apartó por su camino” (Isa
53:6). Nadie es, por naturaleza, más justo que otro. “Se apartaron los
impíos desde la matriz; se descarriaron hablando mentira desde que nacieron” (Sal
58:3). Si Cristo no hubiera venido a salvar al mundo, este se habría
perdido por la eternidad. Pero Jesús dijo: “No he venido a juzgar el mundo,
sino a salvar el mundo” (Juan 12:47).
P:
Entonces, ¿nacen los bebés salvos?
R: La Biblia es clara como la luz del sol. Cristo revirtió el mal
que vino a la raza humana en Adán. Por eso se lo llama el “postrer Adán” (1
Cor 15:45). No es sólo que vino “a salvar el mundo”, sino que dijo al Padre
antes de su muerte: “He acabado la obra que me diste que hiciera” (Juan 17:4).
Los samaritanos lo comprendieron: “Verdaderamente este es el Salvador del
mundo, el Cristo” (Juan 4:42). Se afirma que “es el Salvador de todos
los hombres, mayormente de los que creen” (1 Tim 4:10). El texto no dice
que quizá lo sea, ni que quisiera serlo, sino que lo es. Cristo “redimió la vergonzosa
caída de Adán y salvó al mundo” (La maravillosa gracia de Dios, 42).
Todo bebé nace teniendo un Salvador, aunque por supuesto, lo ignora, por lo
tanto es egoísta y pecaminoso. Ha de oír las buenas nuevas, elegir creerlas y
ser reconciliado con Dios.
Hay que
introducir aquí otro aspecto de la escena: cuando Cristo murió en la Cruz,
murió la muerte segunda de cada ser humano, siendo cierto que “por la
gracia de Dios experimentara la muerte por todos”, ya que “Jehová cargó en él
el pecado de todos nosotros” (Heb 2:9; Isa 53:6). “No
hay pecado que el hombre pueda cometer que no haya sido pagado en el Calvario”
(EGW, 6 CBA, 1071).
Cristo es el “Cordero
que fue muerto desde la fundación del mundo” (Apoc 13:8). “Siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros”, por lo tanto, es en la cruz donde fuimos
ya “justificados en su sangre”. “Siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios
por la muerte de su Hijo” (Rom 5:8-10). “De tal manera amó Dios al mundo
que ha dado a su Hijo unigénito” (Juan 3:16). El Don fue dado
antes incluso de que naciéramos. Por lo tanto, todo ser humano en el mundo
puede creer en aquello que fue realizado entonces en favor de él. El “creer”
es el acto de un corazón quebrantado, una apreciación personal profunda de lo
que costó al Hijo de Dios nuestra salvación. Una fe como esa, “constriñe” al
creyente a partir de entonces a vivir por Cristo. Someter el yo se convierte
entonces en una experiencia gozosa, pues sentimos la unidad con él. “Con Cristo
estoy juntamente crucificado” (Gál 2:20). La obsoleta motivación del miedo
queda superada por la nueva que impone la gracia: el corazón ha sido
conquistado.
P: Si Cristo “salvó el mundo” con su sacrificio, ¿por qué hemos de “nacer
de nuevo”?
R: Nacemos separados de Dios. “Los designios de la carne son
enemistad contra Dios” (Rom 8:7). Tal es la mente con la que todos
nacemos. Nuestra separación de Dios habría sido eterna de no ser porque Cristo “tomó sobre su naturaleza sin pecado nuestra naturaleza
pecaminosa” (El ministerio médico, 238), aquella que heredamos de
Adán. Él vino a ser nuestra humanidad, vino a ser el Hijo del hombre, la nueva
Cabeza de la raza humana; y por su encarnación y su sacrificio tendió el puente
que salva la separación en favor de la raza humana.
Así, debido a
la gracia, Dios trata a toda la raza humana como si no estuviera separada de
él aunque en realidad lo esté desde el punto de vista de la experiencia
personal de cada uno, antes de que crea (Mat 5:45). El pecador merece
condenación y muerte eternas, pero debido a lo realizado por Cristo, el Padre
puede tratar a cada pecador como si nunca hubiera pecado. Estoy reconciliado
contigo en mi Hijo –te dice el Padre–; ahora reconcíliate conmigo “en él” (ver 2
Cor 5:19-20). Esa es la razón por la que Jesús pudo decir de su Padre “que
hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos”. Dios
adoptó a la raza humana “en Cristo”. “Las palabras
dichas a Jesús a orillas del Jordán: ‘Este es mi Hijo amado, en el cual tengo
contentamiento’, abarcan a toda la humanidad. Dios habló a Jesús como a nuestro
representante. No obstante todos nuestros pecados y debilidades, no somos
desechados como inútiles. Él ‘nos hizo aceptos en el Amado’” Efe 1:3-6 (DTG,
87).
P: ¿Significa eso que todos irán finalmente al cielo?
R: La Biblia nos dice que Dios “quiere que todos los hombres sean
salvos”, pues Jesucristo “se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Tim
2:3-6). Tanto el Padre como el Hijo aman personalmente a cada ser humano en
el mundo, al margen de cuánto haya podido pecar. El Espíritu Santo dice a todos
y cada uno: “Ven” (Apoc 22:17).
Si cada uno
permitiera que Cristo fuera para él aquello que es ya -su Salvador- y
permitiera que el Espíritu Santo lo atraiga a él, dejando de resistir su
bendita obra, eso sería exactamente lo que Dios haría. “El
pecador puede resistir a ese amor, puede rehusar ser atraído a Cristo; pero si
no se resiste, será atraído a Jesús; el conocimiento del plan de la salvación
le guiará al pie de la cruz arrepentido de sus pecados, los cuales causaron los
sufrimientos del amado Hijo de Dios” (CC, 27). “Haya, pues, en
vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil 2:5).
P: ¿Por qué, entonces, se perderán muchos finalmente?
R: Porque “resisten”, porque “rehúsan”. ¡No permiten que Cristo
cambie su corazón! “Todos los que me aborrecen aman la muerte”, dice Cristo en Proverbios
8:36. La historia sagrada nos ofrece una clara ilustración de lo anterior
en la vida de Esaú. Como hijo mayor poseía ya la primogenitura, pero la
despreció, la vendió por un plato de comida (Gén 25:30-34; Heb
12:15-17).
Obsérvese la
siguiente comparación:
ESAÚ COMO EJEMPLO |
EL PECADOR INCRÉDULO |
Dios le dio la primogenitura: era su posesión. |
Cristo lo compró con su sangre, y le ha dado la “primogenitura”
de la salvación. |
Tenía en sus manos la bendición. |
Cristo es ya el Salvador del pecador. |
Todo cuanto debía hacer era reconocer lo que Dios le había dado,
y cuidarlo. |
Ha de reconocer, guardar, atesorar, aquello que Cristo le ha
dado. |
Despreció la primogenitura. |
Desprecia la bendición, al rechazarla. |
La vendió por un plato de comida. |
Muchos “venden” a Jesús por el efímero placer del mundo. |
No pudo recuperar aquello que había vendido. |
¡Nunca repitas la insensata conducta de Esaú! |
Leemos que
Esaú procuró “con lágrimas” recuperar su primogenitura (Heb 12:17). En
el juicio final, los perdidos se darán cuenta de que Cristo murió ya su segunda
muerte (la paga de todos sus pecados), comprenderán que les dio ya el
don de la vida eterna, que su lugar en el cielo estaba asegurado, y que fueron
ellos quienes despreciaron, quienes “vendieron” aquello que les había sido
dado. El horror de un fuego físico no puede ser más doloroso que esa
constatación final.
P: A la luz de la cruz, ¿estamos redimidos o perdidos?
R: No hay duda: fuimos perdidos “en Adán” en un sentido legal, y si
nunca supiéramos de Cristo y no fuésemos nunca alumbrados por esa “luz
verdadera que alumbra a todo hombre” (Juan 1:9) sería una perdición para
siempre, tal como lo habría sido para Adán. Si creemos a la Escritura y al
Espíritu de profecía manifestado en Elle White, hemos de confesar que en un
sentido legal u objetivo todos los hombres han sido redimidos en Cristo. Cristo
es realmente la “luz verdadera que alumbra a todo hombre”. Pero eso no es universalismo.
La Biblia presenta el pecado de la incredulidad como de la mayor gravedad, de
hecho, como la causa última de la condenación: Mar 16:16; Juan 3:18.
Muchos desprecian o rechazan esa Luz que de una u otra forma “alumbra a todo
hombre”. “Nada, a no ser su propia elección, puede
impedir a algún hombre que llegue a tener parte en la promesa hecha en Cristo
por el evangelio” (DTG, 369).
P: ¿Enseña Romanos 5 que somos pecadores sólo por elección, de forma
que sólo por elección podemos ser justificados?
R: Romanos 5:15-18 presenta el contraste entre la situación “en
Adán” y “en Cristo”. Nuestra “condenación” nos vino por nuestra situación “en
Adán”, no por nuestra elección personal. Así, estamos “en Adán” de una forma
corporativa. “Por la transgresión de uno solo reinó la muerte” (v. 17)
Ningún bebé puede elegir escapar a esa identidad hereditaria antes de nacer.
De igual
forma, Dios amó de tal manera al mundo, que dio a su Hijo unigénito para que
muriera por nosotros. No fue tampoco según nuestra elección. Lo hizo antes
de que pudiéramos elegir. En ese sentido, fuimos redimidos por su sacrificio
desde antes de nacer. “Como por la transgresión de uno vino la condenación a
todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los
hombres la justificación que produce vida” (Rom 5:18). Romanos 5 habla
insistentemente del don, nunca de una supuesta oferta.
Pero tras oír
el evangelio, sólo podemos seguir en pecado por nuestra propia elección. Hasta
que conocemos y rechazamos el evangelio, Dios demuestra su clemencia
tratándonos como si fuéramos justos, no tomándonos en cuenta nuestros pecados (2
Cor 5:19). “Nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras
obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo
Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2 Tim 1:9). ¡Maravillosa
gracia!