Querido amigo y amiga:

Supón que has dicho o hecho algo equivocado, y te diste cuenta de ello. Sientes pesar y desolación. Se esfumó la alegría de vivir. El día se ha convertido en sombras y nubes. ¿Qué puedes hacer?

Antes que nada, sé bienvenido al club mundial de los que se saben pecadores. Quizá necesitabas comprender tu capacidad de decir o hacer lo que ahora sabes que es equivocado. Quizá esa es la única forma en la que el Señor ha logrado que veas que no hay límite para nuestra capacidad de pecar. Un sabio escritor afirmó que, cuando Jesús estaba colgando de la cruz, comprendió lo malvada que puede venir a ser una persona. Esa es la razón por la que clamó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Si nuestro Salvador nos hubiera dejado de la mano, no haríamos otra cosa que caer, caer. No hay límite a la profundidad de la depravación a la que somos capaces de llegar, sin él. Recuerda: tu salvación no depende de que te aferres de su mano; depende de que creas que él te toma a ti de la mano (Isa. 41:13; 42:6). Así pues, ¿qué haces?

(1) Buscas lo antes posible la ocasión para postrarte de rodillas ante el Salvador (no ante un ministro terrenal, psiquiatra, o cualquier otro ser pecador y necesitado de perdón, tanto o más que tú), y confiesas al Señor tu pecado. Lo confiesas enteramente. No intentas engañar al que lee perfectamente tu corazón; no acompañas tu confesión de disculpas, y aún menos de acusaciones. Le dices que tú eres Pedro hundiéndose entre las olas gigantes del mar de Galilea, y te unes con él en su clamor: "¡Señor: sálvame, que perezco!" El Señor jamás ha dejado de escuchar el clamor de un corazón penitente que siente su indignidad, y su necesidad de Cristo.

(2) Le pides que te perdone por tu pecado.

(3) Crees sus palabras en 1 Juan 1:9: "Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados..."

(4) Crees sus siguientes palabras: "...y limpiarnos de toda maldad". El verdadero "paquete" del perdón incluye algo muy importante, sin lo cual no está completo: el aborrecimiento hacia el pecado mismo.

Ese don presente en el perdón, no está basado en el miedo, sino que es un profundo lamento por haber herido al Salvador. Significa para ti la evidencia de un nuevo milagro, de forma que en adelante queda despejada toda duda al respecto de si Dios te ama personalmente. En ese milagro, se produce lo que era imposible a tu "yo" pecaminoso, atestiguando la obra del Espíritu Santo en tu corazón. De forma natural no aborreces al pecado; al contrario, lo amas. Así, ese recién implantado aborrecimiento hacia el pecado es la evidencia personal de que Cristo resucitó de los muertos, de que está vivo, y de que está en el verdadero santuario celestial, intercediendo en favor tuyo, como Sumo Sacerdote. ¡Buenas nuevas!

"Pacientemente esperé a Jehová, y se inclinó a mí y oyó mi clamor, y me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña y enderezó mis pasos. Puso luego en mi boca cántico nuevo, alabanza a nuestro Dios. Verán esto muchos y temerán, y confiarán en Jehová" (Sal. 40:1-3)

R.J.W.