Querido amigo y amiga:

Una de las cosas que más lamenta un predicador es la apatía en su auditorio. ¿Afectaba ese mal a los que oían a Pablo, o a los que oyeron al propio Jesús?

La carta de Pablo a los Gálatas contiene una expresión que abre una gran ventana al cielo: "el oír de la fe" (3:2, 5). Eran personas mundanas, difíciles de alcanzar, materialistas, probablemente dadas a la sensualidad; eran Gentiles. Pero el ministerio de Pablo -no sólo sus palabras, ya que "el reino de Dios no consiste en palabras sino en virtud" (1 Cor. 4:20)- les causó tan honda impresión, cautivó de tal forma su atención, que experimentaron una genuina conversión, recibiendo el Espíritu Santo (versículo 2 de Gál. 3). Estuvieron prestos a sufrir persecución con buen ánimo por su fe. Tal era la magnitud de su agradecimiento a Pablo, que él mismo les recuerda que habrían estado dispuestos a sacarse los ojos, si con ello hubieran podido aliviar el sufrimiento de Pablo (4:14 y 15). ¿Qué tesoro debió descubrirles el apóstol? ¿Su propia sabiduría, su erudición, su conocimiento de la ley?

Imposible, ya que en Fil. 3:5-9 leemos que todo eso lo tenía ahora por "estiércol". ¿Qué significa esa expresión aparentemente exagerada? -Que para aquel que ha descubierto a Cristo, toda exaltación propia huele mal. Hiede. Y no sólo el mundo, sino los púlpitos están perfumados por ella!

¿Qué tipo de presentación de la verdad logró la maravilla descrita en Gálatas? El versículo 1 del capítulo 3 nos da una vislumbre: El Espíritu Santo los capacitó para captar el relato de la cruz tan vívidamente que sus oídos se transformaron en ojos, por así decirlo. Olvidaron quiénes eran y de dónde habían venido. Pablo presentó ante sus ojos a Cristo de tal forma, que lo vieron "como crucificado entre vosotros".

Toda esa tremenda respuesta estaba encerrada en la sencilla expresión: "el oír de la fe". Pablo les preguntó: ‘¿Experimentasteis eso por el legalismo ("las obras de la ley"), o por oír con fe, por escuchar con un profundo aprecio surgido del corazón?’ Esa pregunta es muy importante para nosotros hoy, pues la luz que ha de "alumbrar toda la tierra con su gloria" (Apoc. 18:1) no puede ser un evangelio diferente al que Pablo predicó.

La palabra "oír" se tradujo del vocablo griego del que derivamos nuestra palabra "acústica". Cuando se combina con el prefijo "hupo" (que significa "bajo"), obtenemos "hupakoe", que es precisamente la palabra griega que significa "obedecer", u "obediencia". Eso significa que la auténtica obediencia nunca viene producida por un frío interés egocéntrico, sea el temor a perderse, o sea el deseo de recompensa. ¡Ninguna de esas dos cosas formaron parte del oír de la fe mediante el que los Gálatas recibieron el Espíritu Santo!

Y tenemos aquí un enigma resuelto: Esa deseada obediencia que se nos ha ido escapando por décadas, viene sencillamente por "el oír de la fe", por escuchar con el corazón abierto lo que sucedió en la cruz de Cristo. Pero Jesucristo tiene que ser presentado "como crucificado entre vosotros".

Si cuando predicas observas que no te están escuchando, nunca eches toda la culpa al auditorio. Quizá estés en necesidad de arrepentirte. Quizá tu sentirte "rico y estar enriquecido" te impidió, e impide a tus oyentes apreciar el olor grato de la belleza incomparable de Cristo.

Pablo no fue grande por todo lo que sabía, sino por todo lo que olvidó "para ganar a Cristo". "No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio: no en sabiduría de palabras, porque no sea hecha vana la cruz de Cristo" (1 Cor. 1:17). "No me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a este crucificado" (2:2). "No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo el Señor" (2 Cor. 4:5).

R.J.W.-L.B.