La Cruz de Cristo
Jack Sequeira
Índice
Prólogo
¡Crucifícale!
Abandonado de Dios
Crucificado desde su nacimiento
Resucitado
Traducción: www.libros1888.com
(índice)
Esta es la versión en castellano de The Cross of Christ, cuyo autor es el pastor Jack Sequeira.
Al recorrer estas páginas uno cree encontrarse, más que ante un
libro, ante una vibrante predicación que sale del corazón y va al corazón.
El primer capítulo nos sitúa en el escenario del Gran Conflicto.
Al avanzar en la lectura, uno se encuentra casi sin darse cuenta con el aliento
contenido y la cabeza inclinada en reverencia y humildad, perdiéndose de vista
ante la inmensidad de ese amor, de la revelación de la grandeza de la gracia,
brotando a raudales en la Cruz. Sólo hacia el capítulo cuarto comienza uno a
levantar la cabeza. Los restos de Confucio, de Buda y de Mahoma yacen en sus
tumbas respectivas, pero la de Cristo está vacía. ¡Resucitó! Venció a la muerte
y ascendió a la diestra del Padre, donde vive siempre para interceder por ti y
por mí. ¡Qué poderoso y amante Salvador tenemos!
Es nuestro deseo que La Cruz
de Cristo una nuestras mentes y corazones en la alabanza y gloria de su
Nombre, “porque ha llegado la hora de su juicio”.
LB,
10 abril 1999
El mayor evento que jamás haya tenido lugar
en la historia de la raza humana es la muerte, entierro y resurrección de
nuestro Señor Jesucristo. Como bien dijo una conocida escritora:
El sacrificio de Cristo como expiación del pecado es la gran verdad en
derredor de la cual se agrupan todas las otras verdades. A fin de ser
comprendida y apreciada debidamente, cada verdad de la Palabra de Dios, desde
el Génesis al Apocalipsis, debe ser estudiada a la luz que fluye de la Cruz del
Calvario (Ellen White, Obreros evangélicos, 315).
Encontramos el relato de la cruz de Cristo y los acontecimientos
con ella relacionados en los primeros cuatro libros del Nuevo Testamento, conocidos
como los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Aproximadamente una tercera
parte de ellos está dedicada a lo que conocemos como la semana de la pasión.
La predicación de la cruz fue el mensaje central del Nuevo
Testamento. Observa lo que el gran apóstol Pablo dijo acerca de la cruz de
Cristo:
No me envió Cristo a
bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para no
anular la eficacia de la cruz de Cristo. Porque el mensaje de la cruz es locura
para los que se están perdiendo; pero para los que estamos siendo salvos, es
poder de Dios (1 Cor 1:17-18; ver también 2:2).
Para Pablo, predicar el evangelio era sinónimo de predicar la
cruz; y es la cruz de Cristo la que es poder de Dios para salvación. Nada tiene
de extraño que Pablo se negara a gloriarse o enorgullecerse de algo que no
fuera la cruz de Cristo (Gál 6:14). Para nosotros ha de ocupar el mismo
lugar central que tuvo para él.
Desde los mismos orígenes de la iglesia cristiana se han propuesto
diferentes posiciones o teorías en relación con la expiación, o la cruz de
Cristo. Sabemos de la existencia de la teoría de la sustitución, de la
satisfacción, del rescate, de la influencia moral, etc. Cada una de ellas
pretende enseñar “la verdad” sobre la cruz de Cristo. Pero el tema es demasiado
grandioso como para poder limitarlo a una o alguna de esas teorías. Hay
elementos de verdad en cada una de ellas. No obstante, algunas teorías resultan
ser heréticas, no por lo que enseñan sino por lo que niegan. Un buen ejemplo lo
constituye la teoría de la influencia moral, cuando niega la necesidad de
expiación legal o judicial.
A fin de apreciar el significado pleno de la cruz de Cristo,
dividiremos en cuatro capítulos este tema tan vital, contemplándolo desde
diferentes puntos de vista, cada uno de ellos de importancia crucial para todo
cristiano. En este primer capítulo veremos cómo la crucifixión de Cristo expuso
a Satanás como a un asesino y cómo nos revela el verdadero carácter del pecado.
Veremos cómo hasta el más insignificante de los pecados lleva implícita la
crucifixión de Cristo.
En el segundo capítulo consideraremos la cruz en términos de lo
escrito por Pablo en Romanos 5:8, demostrando el amor incondicional y
exento de egoísmo que es propio de Dios. El tercer capítulo está dedicado a la
cruz de Cristo como el poder de Dios para salvación: cómo redimió la humanidad,
no sólo de nuestros pecados (nuestros actos, lo que nos condena), sino también
de ceder a la ley o principio del pecado que actúa en nuestros miembros.
Por último, consideraremos la resurrección. No sólo juega un papel
importante en nuestra redención, sino que es también la razón de nuestra
gloriosa esperanza como cristianos. Es la prueba de las pruebas de que Cristo venció
el pecado y la muerte, algo esencial para nuestra salvación.
En este primer capítulo consideraremos cómo la cruz de Cristo
demuestra, revela y expone a Satanás como al asesino que es, a la vez que nos
revela la naturaleza del pecado. En Juan 8:40-44, Jesús dijo a los
judíos:
Vosotros sois de
vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis cumplir
Con ello quería decirles: ‘Estáis controlados por el diablo y
ejecutáis sus deseos’. Entonces añadió Jesús:
Él ha sido homicida
desde el principio.
¿Qué quiso decir Jesús? A fin de comprender mejor la implicación
de esa última frase, hemos de responder primeramente a dos preguntas:
1.
¿A quién asesinó Satanás?
2.
¿Qué quiso decir Jesús en la expresión “el principio”? ¿Se refirió
al tiempo en el que Lucifer fue creado, o bien al tiempo en el que Lucifer se
convirtió en Satanás?
Antes de responder a esas dos preguntas, hemos de definir qué es
asesinar. Para los seres humanos, asesinar es el acto de matar a alguien. Pero
a los ojos de Dios el asesinato comienza al acariciar el sentimiento de odio,
como es fácil ver en el sermón del monte. Jesús dejó claro que si nos enojamos
locamente con alguien, si odiamos a alguien, hemos cometido ya el asesinato en
nuestro corazón (Mat 5:21-22). Por lo tanto, según la ley de Dios, el
asesinato no tiene por qué ser un acto externo. Consiste en acariciar el
sentimiento de odio contra algún otro.
Teniendo eso in mente,
vayamos a Ezequiel 28:15. En el versículo 14 se describe a
Lucifer como al “querubín ungido”. En ese capítulo se relaciona la caída de
Satanás con la de Babilonia, puesto que esta última representa a su reino. En
el versículo 15 se dice de Lucifer:
Perfecto eras en
todos tus caminos desde el día en que fuiste creado, hasta que se halló en ti
maldad
El término hebreo del que se ha traducido “maldad”, significa
‘torcido’ o ‘curvado’. Al aplicarlo espiritualmente, significa ‘torcido o
incurvado hacia el yo’. En algún momento de la existencia de Lucifer su
mente se pervirtió. En lugar de dirigir su amor hacia Dios y hacia sus
compañeros los ángeles, le dio un giro de 180 grados y lo dirigió hacia sí
mismo.
En Isaías 14:12-14, el profeta describe la esencia de esa
maldad. Resumiendo esos versículos, esto es lo que vino a decir Lucifer en su
corazón: ‘Voy a deshacerme de Dios y voy a tomar su lugar’.
Es imposible ocupar el lugar de Dios sin deshacerse primero de él.
Es en ese sentido como Lucifer —convertido en Satanás— fue un asesino desde
el principio. Aún recuerdo la increíble experiencia que representaba ir en
taxi, cuando estaba en el campo misionero. En el mundo desarrollado concebimos
siempre un taxi como un servicio individual, pero en algunos países se aproxima
más al concepto de minibús, y uno de esos vehículos puede “acomodar” una
ingente cantidad de personas.
Por ejemplo, si un asiento puede acomodar a tres personas, se hace
que quepan nueve. El método consiste en hacer sentar a tres personas en el
asiento, a otras tres encima de ellas, y aun otras tres más encima de las
últimas. Sólo entonces se considera por fin que aquel asiento está “completo”.
Recuerdo uno de mis viajes, empaquetado en un taxi como los descritos. Dado que
ocupaba uno de los puestos en la “fila superior”, no podía quejarme en lo que
se refiere a carga soportada, pero no encontraba una forma de sentarme que me
resultara medianamente cómoda debido al acúmulo de gente, y a que la cabeza me
golpeaba sin remedio contra el techo cada vez que pasábamos sobre un bache. En
el trayecto alguien solicitó los servicios del taxi, y el conductor se paró.
Dije al taxista: ‘No hay más sitio’. Él respondió: ‘Vamos a caber:
¡Apriétense!’
Satanás no le dijo a Dios: ‘Apriétate. Quiero un sitio a tu lado’.
Ese no era el deseo de Satanás. Quería deshacerse de Dios a fin de ocupar su
lugar. Lucifer convertido en Satanás codició el lugar de Dios, y es por eso que
deseaba asesinarlo.
Dirigiéndose a los judíos, quienes eran víctimas de Satanás, Jesús
relató un día una parábola que encontramos en Mateo 21. Un hombre que
poseía una viña se fue de viaje a un país lejano. Dejó el viñedo bajo el
cuidado de sus siervos. Cada año enviaría a alguien para recoger los
beneficios. Pero una vez tras otra el mensajero resultaba apedreado o
despachado, de forma que el patrón no obtenía nada.
El dueño se dijo finalmente: ‘Enviaré a mi hijo. Seguramente a él
lo respetarán’. Sin embargo, hicieron precisamente lo contrario. Dijeron:
Este es el heredero; venid, matémoslo y apoderémonos de su heredad (vers. 38).
De forma que decidieron matar al hijo. Jesús se estaba refiriendo
a él mismo y a los judíos. Recuerda que los judíos querían cumplir los deseos
de Satanás. Este codiciaba el lugar de Dios. Nunca se lo había dicho a nadie, ¡confesarlo
habría sido una locura! Esto fue probablemente lo que dijo a los ángeles: ‘Si
yo estuviese en el lugar de Dios, vuestra vida sería maravillosa. Podríais
tener todo lo que quisierais, disfrutar de todo cuanto deseáis sin
restricciones. Podríais comer, beber y divertiros’.
Desafortunadamente, una tercera parte de los ángeles creyó sus
mentiras. Satanás lo consideró suficiente como para iniciar una revolución. La
primera guerra tuvo lugar en el cielo, y está descrita en Apocalipsis 12:7-9.
Lee el capítulo 12 y comprobarás que Lucifer —Satanás— fue derrotado.
Pero Dios no lo destruyó en ese momento, por la sencilla razón de que nadie
sabía lo que había en el corazón de Satanás. La única manera en la que Dios
podía revelar a Satanás era permitiéndole seguir su propio camino.
Lo que hizo fue arrojarlo del cielo. Después de ese incidente,
Satanás vino a este mundo y engañó a la mujer, y mediante ella logró la caída
de Adán. Puesto que Dios dio a nuestros primeros padres el dominio del mundo (Sal
8:4-8), al derrotar a Adán y Eva, Satanás obtuvo el control del mundo.
Estableció entonces su reino aquí, en la tierra, bajo su propio sistema: el
sistema del yo.
Desde entonces todo en este mundo caído pivota sobre los tres
pilares fundamentales que describe 1 Juan 2: 15-16:
1.
Los malos deseos de la carne
2.
La codicia de los ojos
3.
La soberbia de la vida
En la base de esos tres motores del hombre pecaminoso está el
principio del yo: la esencia misma
del reino de Satanás.
Cierto día, muchos siglos después, Satanás oyó un cántico
arrobador:
Gloria a Dios en las
alturas, y en la tierra paz, entre los hombres de buena voluntad
(Luc 2:14).
El Hijo de Dios, su peor enemigo, había venido a este mundo a
redimir de sus manos a la raza humana. En respuesta, Satanás se dijo: ‘No
esperaré hasta que crezcas’. Satanás nada sabe de jugar limpio. ‘Te voy a dar
muerte en la primera ocasión que tenga’.
El Nuevo Testamento nos da cumplida información de cuántas veces
Satanás fracasó en sus atentados contra la vida de Cristo. La primera ocasión
de que tengamos constancia fue la matanza de los bebés en Belén, perpetrada por
el ejército de Herodes “el grande”. Este no era más que una víctima de Satanás,
una herramienta en sus manos. Como es bien conocido, en ese triste suceso el
propósito de Satanás resultó frustrado por lo que respecta a deshacerse de
Cristo. Incidentalmente, todos los agentes de Satanás son “grandes”. Esto es lo
que promete: ‘Si me sigues, haré de ti alguien grande’. Pero recuerda: es
mentiroso. Lo que realmente busca es que siguiéndole a él te encuentres algún
día a su lado en el lago de fuego.
Lo leemos en Mateo 25:41. Cristo dirá a los que eligieron
el bando de Satanás, a los incrédulos:
Apartaos de mí,
malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles.
El fuego eterno no fue preparado para los hombres, pero Satanás ha
engañado a muchos de ellos. Lo creyeron, escogieron su camino y ahora tienen
que compartir su suerte. Deseo que ningún lector se encuentre en esa condición.
En Lucas 4:9-17 tenemos el relato de otro intento de
Satanás por asesinar a Cristo. Fue en ocasión de las tentaciones en el
desierto. En una de ellas Satanás llevó a Cristo a la zona más elevada de la
torre del templo y lo desafió a que se arrojara. Era una forma de deshacerse de
él. Así lo había planeado Satanás, pero volvió a fracasar.
Leemos en Juan 10:31-39 cómo el diablo empleó a los judíos
para apedrear a Jesús hasta la muerte. La expresión “volvieron
a tomar piedras para apedrearlo” indica que no se trataba de la primera
vez que lo intentaban, pero una vez más Satanás fracasó. No podemos por menos
que preguntarnos por qué fracasó. Dos textos nos ayudarán a comprender el
porqué del fracaso de Satanás. El primero se encuentra en Juan 7:30, que
recoge una de las ocasiones en que Satanás intentó destruir a Jesús mediante
seres humanos:
Entonces procuraron
prenderlo. Pero ninguno le echó mano, porque aún no había llegado su hora.
Recuerda bien eso, porque Dios es soberano y nadie puede tocarnos
hasta que no haya llegado nuestra hora. El segundo texto lo encontramos en Juan
8:20:
Estas palabras habló
Jesús en el lugar de las ofrendas, enseñando en el templo. Y nadie lo prendió,
porque aún no había llegado su hora.
En otras palabras: Dios no permitiría que nadie lo tocara hasta
que no hubiese llegado su hora. Esa hora llegó por fin en Getsemaní.
En Lucas 22:53, estando Jesús en Getsemaní, los sacerdotes
enviaron a los soldados y tomaron cautivo a Jesús como si fuera un criminal.
Observa lo que él les dijo:
Cada día estuve con
vosotros en el templo, y no extendisteis la mano contra mí [ya
sabemos por qué: porque su hora todavía no había llegado]. Pero esta es vuestra hora, en que reinan las tinieblas.
Ese reino de “tinieblas” se refiere a Satanás. En otras palabras,
esto es lo que Dios dijo a su Hijo en Getsemaní: ‘Hijo mío, voy a retirar de ti
mi protección y a permitir que Satanás te haga lo que nos ha querido hacer
desde el principio’. Sólo de esa forma podía Dios exponer ante el universo los
secretos que escondía el corazón de Satanás.
En cierta ocasión tuvimos un problema en la misión, que ilustra la
forma en la que quedó expuesto el corazón de Satanás. Unos pocos de nuestros
obreros se habían vuelto contra la denominación. Nos habían acusado
judicialmente, causándonos grave quebranto. Dos de ellos eran pastores, y les
fueron retiradas sus credenciales. Naturalmente, perdieron sus trabajos.
Regresaron a su tierra natal, y uno de ellos dijo a los miembros de su iglesia
local que los hermanos en la obra lo habían maltratado.
Esparció toda clase de terribles mentiras con respecto a los
hermanos. Habiendo convencido a los miembros de la iglesia, los indispuso
contra los dirigentes, de forma que dejaron de enviar sus diezmos y ofrendas.
Dijeron: ‘Ahora vamos a ser una iglesia independiente’.
Pero algunos de los ancianos y dirigentes de esa iglesia
insistieron: ‘Antes de tomar esa determinación, seamos justos y demos una
oportunidad a los hermanos’, de forma que escribieron a la oficina de la Unión
y dijeron: ‘Queremos que el presidente nos explique la razón por la que se
privó de sus credenciales a este hermano’.
El presidente vino a verme y me dijo: ‘Usted conoce a este pueblo
y conoce su lengua. ¿Puede acompañarme?’. —‘Sí’, le dije. Lo que no sabíamos es
que algunos de los miembros cuyas simpatías estaban de parte del mencionado
ex-pastor, habían hecho provisión de piedras para lapidarnos, tras incitar al
resto de los miembros. Sin embargo, nuestro presidente había determinado
exponer con claridad y franqueza todo lo sucedido. Algunos agitadores situados
en las filas traseras intentaron inquietar los ánimos de los miembros, pero el
modo desapasionado y sincero de la exposición del presidente hizo que quedara
frustrado su plan de incitarlos a que nos apedreasen. En lugar de eso, dijeron:
‘Evaluaremos lo que nos ha dicho y tomaremos una decisión’.
Así, regresamos vivos a casa. Pronto se reunió la junta de aquella
iglesia y decidió que nos debía como mínimo una carta de agradecimiento por
haberles visitado. Efectivamente, nos escribieron una maravillosa carta de
reconocimiento y aprecio por nuestra visita. Se la entregaron al pastor local y
le dijeron: ‘Por favor, lleve esta carta al presidente de la Unión’. Estaban
situados a unos 240 kilómetros de la sede de la Unión, y por entonces el
sistema postal no era digno de confianza.
Dicho pastor era amigo de aquel a quien le fueron retiradas las
credenciales, y le habló acerca de la carta. Este le preguntó: ‘¿Qué dice la
carta?’ Pero él, no habiendo asistido a aquella reunión de la junta de iglesia,
desconocía cuál era el contenido de la carta. Ayudándose del vapor desprendido
por una olla hirviendo, abrieron la carta para ver su contenido. Se sintieron contrariados
al descubrir el carácter de la carta. Escribieron entonces otra carta en lugar
de la original, en la que expresaron sentimientos terribles acerca de los
hermanos, y falsificaron las seis firmas de los responsables de aquella
iglesia. La sellaron, y el pastor la llevó al presidente.
El presidente se sintió consternado al leer aquella injuriosa
misiva, como respuesta a sus esfuerzos por explicarles el problema. Mostró la
carta a uno de los empleados de la Unión que pertenecía al área de aquella
iglesia, quien se sorprendió de que su gente fuera capaz de escribir una carta
como aquella, hasta el punto de que tomó su vehículo y recorrió los 240
kilómetros que lo separaban de la casa del primer anciano de la iglesia que se
suponía autor de la carta. Tras ser recibido puso la carta sobre la mesa y le
preguntó qué significaba aquel escrito.
La pregunta dejó perplejo al anciano. ‘Creemos haber escrito una
carta amable’, dijo. El delegado de la unión replicó: ‘¿A esto le llama usted
amable?’ El anciano leyó la carta, con el horror que cabe imaginar. Exclamó:
‘Esos hombres son del diablo. Son mentirosos. Han re-escrito la carta y
falsificado nuestras firmas’. Por fin habían quedado expuestos aquel pastor y
el ex-pastor. El presidente de la Unión no necesitó hacer nada más para
convencer a la asamblea del porqué de la destitución de aquel pastor.
De igual manera, la cruz expuso a Satanás. Nunca más nadie en el
universo, ángeles celestiales o moradores de los mundos no caídos, albergaría
la menor simpatía hacia Satanás. La cruz reveló la realidad de su corazón como
asesino de Dios. Satanás había guardado ese odio hacia Dios escondido en su
corazón por tanto tiempo, que cuando se le dio la oportunidad no pudo hacer
otra cosa excepto llevar a cabo —mediante los judíos— aquello que realmente
deseaba desde que su mente se entregó a la iniquidad. Lo que había estado
oculto en su corazón, quedó ahora abiertamente expuesto.
1 Juan 5:19 expresa una importante verdad
digna de ser recordada a propósito del uso que hizo Satanás de los judíos. Juan
presenta a la humanidad dividida en dos grupos. Los creyentes pertenecen a
Dios, pero el resto del mundo, de la raza humana, “está
bajo el poder del maligno”. De acuerdo con ello no existe ningún ser
humano que sea auténticamente independiente. O estamos bajo el control de Dios,
o bien bajo el de Satanás. Son las dos fuerzas que podemos encontrar en nuestro
mundo.
Al rechazar a Cristo, los judíos cayeron bajo el poder de Satanás.
Dieron oído a los engaños y mentiras del maligno, y rechazaron al Mesías.
Satanás podía ahora utilizarlos.
Cuando descubrió que el Padre había retirado la protección a su
Hijo (tras oír el clamor de Cristo registrado en Lucas 22:53), se dijo:
‘No sólo voy a matarte, sino que te voy a infligir el más cruel martirio que
jamás haya conocido este mundo: la crucifixión’.
Vale la pena conocer alguna de las descripciones de la cruz que
hicieron los historiadores romanos. Se trata del peor tipo de muerte que el
hombre haya podido inventar. No es sólo vergonzosa en extremo, sino por demás
lenta y agonizantemente dolorosa. Hace algunos años, un comentarista de la BBC
escribió un libro sobre la cruz de Cristo desde el punto de vista romano. El
libro, titulado Watch With Me,
describía gráficamente la crucifixión romana. Se hace difícil creer que el
hombre haya podido caer tan bajo en su inhumanidad hacia semejantes suyos.
Libros históricos escritos por Cicerón y Celso describen también
la cruz. Sus relatos lo dejan a uno sin aliento. Se tarda entre tres y siete
días en morir sobre la cruz. Ese período permite que se desarrolle la gangrena
en las manos y pies que los clavos oxidados han atravesado. Se producen agudos
dolores de tipo migrañoso, que parecen partir en dos la cabeza. Las principales
articulaciones parecen dislocarse en medio de un dolor lancinante. Se presentan
contracturas dolorosas por doquier. El crucificado queda expuesto al frío de la
larga noche y a la insolación sofocadora del día. Los crucificados siempre
pendían de la cruz desnudos. Cuando los artistas colocan un lienzo cubriendo la
desnudez del Crucificado, manifiestan un loable sentimiento de reverencia que
sin embargo no se corresponde con la realidad de la cruz. Pues bien, detrás de
todo ello estaba Satanás.
Como cristianos hemos de recordar que pertenecemos a Cristo.
Somos ciudadanos del cielo, pero vivimos aún en territorio
enemigo, un territorio en el que Satanás tiene notable control a pesar de ser
ya un enemigo derrotado. Hay cinco importantes lecciones que como cristianos
podemos aprender de esta verdad que expuso a Satanás y al pecado:
(1) El odio que Satanás y el mundo demostró contra Cristo en la
cruz volverá a repetirse cuando el mundo vea a Cristo manifestado en
nosotros. Ese odio, instigado por Satanás, será dirigido contra el creyente que
viva para Cristo. En Juan 15:18-19, Jesús dijo a sus discípulos:
Si el mundo os
aborrece, sabed que a mí me aborreció antes que a vosotros
Los cristianos forman parte de Cristo. Si el mundo aborrece a
Cristo, nos aborrecerá a nosotros. El versículo 19 continúa diciendo:
Si fuerais del
mundo, el mundo amaría lo suyo. Pero como no sois del mundo, antes yo os elegí
del mundo, por eso el mundo os aborrece.
Recuerda que Cristo anduvo haciendo bienes. No había razón alguna
por la que hubieran de aborrecerlo. Sin embargo, el odio que manifestaron hacia
él en la cruz fue increíble. Lo mismo sucederá a todo cristiano genuino.
Quizá te estés diciendo: ‘Pero por ahora el mundo no nos
aborrece’. Es cierto. En América y gran parte de Europa no sufrimos
persecución. El mundo que nos rodea —los incrédulos—, no nos odia. ¿Te has
preguntado alguna vez por qué? ¿Es porque Satanás o el mundo se han hecho
buenos? —No. Permite que la Biblia te diga por qué. El mundo nos aborrecerá
sólo si ve a Cristo en nosotros. Mientras no vea tal cosa, seguimos aún siendo
uno de ellos.
Todos los que
quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, serán perseguidos
[no puede que sean, sino que serán] (2 Tim 3:12).
En Juan 7:7 Jesús explicó a los judíos la razón de su odio
hacia él. Sus obras demostraban que las de ellos eran inicuas. Cuando permites
que Cristo viva en ti, él hará en ti algo que el mundo jamás puede hacer. Ahí
radica el problema. Por tanto tiempo como hagas cosas buenas que el mundo puede
realizar, no va a haber problema. Pero en el momento en que ames a tus enemigos
y reveles en tu vida el amor incondicional de Cristo, algo que el mundo es
absolutamente incapaz de generar, te habrás ganado su furia, pues eso lo
avergüenza, lo pone en evidencia. De ahí que Pablo diga: ‘El costo de vivir
piadosamente en Cristo es ser perseguido’.
No te sorprenda tener que sufrir la persecución. No te lamentes
así: ‘¿Por qué me persiguen? ¡He actuado con bondad!’. Te persiguen porque eres
cristiano.
No os extrañéis,
hermanos, si el mundo os aborrece (1 Juan 3:13).
Resulta terrible comprender la realidad de esto. Cuando ves a
padres y madres denunciar a sus propios hijos y entregarlos a gobiernos
marxistas porque se han hecho cristianos o viceversa, constatas que al diablo
le resulta posible dividir una familia entre creyentes y no creyentes hasta el
punto de hacer que unos lleven a otros a la cruz de Cristo.
Pablo lo llama “el escándalo de la
cruz” (Gál 5:11). Lo que Satanás y el mundo hicieron a Cristo, te
lo harán a ti; y a eso se lo llama el escándalo (u ofensa) de la cruz. En otras
palabras: si predicas a Cristo, si lo sigues, si le permites que viva en ti,
disponte a enfrentar el escándalo de la cruz. Los discípulos consideraron un
privilegio sufrir por Cristo (Hechos 5:41). Que eso mismo pueda ser
cierto de nosotros.
(2) Como hijos de Dios, ni Satanás ni el mundo pueden tocarnos sin
que Dios lo permita. A Cristo le ha sido dado todo el poder:
El que está en
vosotros es mayor que el que está en el mundo (1 Juan
4:4).
Si Dios dice ‘No’, nadie puede tocarte. Nadie lo consiguió con
Cristo hasta que llegó su hora.
Digo esto porque Dios ha dispuesto una obra para cada uno de
nosotros. Esa obra puede llevarte a lugares peligrosos. Recuerda esto: si no es
la voluntad de Dios que perezcas, nadie puede tocarte. Si es su voluntad que
perezcas, dale gracias porque así sea, pues cesarán todas tus fatigas.
Descansarás hasta que él venga. Por lo tanto, podemos decir con Pablo:
Para mí, el vivir es
Cristo, y el morir es ganancia (Fil 1:21).
Estando en Etiopía durante la revolución marxista, uno de los
oficiales revolucionarios me dijo: ‘Saldrá de este país antes de cuatro días,
despojado de sus hijos’.
¿No era para asustar a cualquiera? Me estaba anunciando que iba a
dar muerte a mis hijos. Por aquel entonces no eran más que criaturas
indefensas.
Le dije: ‘Guarde sus amenazas para otro. Si no es la voluntad de
Dios que yo o mis hijos perezcamos, ni usted ni su gobierno podrá tocarnos’.
Me respondió: ‘Pronto lo va a ver’.
Efectivamente, lo vi. Abandoné el país cinco años más tarde junto
a todos mis hijos. Parece evidente que no fue la voluntad de Dios que
ninguno de nosotros pereciera entonces. Nunca olvides esto: nadie podrá tocarte
hasta que haya llegado tu hora. Esa es nuestra victoria: nuestra fe, pues Jesús
dice:
En el mundo tendréis
aflicción. Pero tened buen ánimo, yo he vencido al mundo
(Juan 16:33).
Habéis vencido al
maligno (1 Juan 2:13).
(3) La cruz reveló algo que hablando en términos humanos parecía
imposible: Satanás fue capaz de unir a los judíos que estaban hasta entonces
profundamente divididos en dos facciones: fariseos y saduceos. Reunió entonces
a los judíos con sus encarnizados enemigos, los romanos, para dirigirlos contra
Cristo. Si hubiésemos vivido en aquellos días, jamás habríamos soñado con ver
en un frente común a judíos y romanos, o con oír decir a los judíos:
No tenemos más rey
que César (Juan 19:15).
La ONU se ha demostrado incapaz de unir este mundo nuestro, y
ningún esfuerzo humano lo logrará. El mundo que conocemos hoy está dividido en
todo aspecto imaginable, mediante toda clase de barreras raciales y políticas.
Pero Satanás tiene el poder necesario para unir este mundo contra los escogidos
de Dios cuando así lo decida y Dios se lo permita. Apocalipsis 13:2-3
nos informa de que todo el mundo se unirá en pos de la bestia que recibió su
poder del dragón, que es Satanás. La cruz demuestra que Satanás es capaz de
ello. ¿Qué vas a hacer cuando todo el mundo se una contra ti? Apréndelo ahora,
y recuerda en ese día que eres de Cristo, que le perteneces y que él ha vencido
a Satanás.
(4) Si ha de elegir entre el peor criminal y el más insignificante
cristiano, el mundo preferirá siempre al criminal. Recuerda lo relatado en Mateo
27:21. Pilato echó mano del peor criminal que albergaban sus cárceles: Barrabás,
y dijo a los judíos: ‘Es nuestra costumbre dejar libre un preso. Aquí tenéis a
Barrabás, el peor de los criminales encarcelados, y a Cristo, el Rey de los
judíos, que no es culpable de ningún crimen. ¿A quién queréis que deje libre?’
Los judíos no necesitaron convocar ninguna junta. No dijeron:
‘Tenemos que considerar la decisión’. El pueblo que hacía profesión de ser
hijos de Dios estaba entonces bajo el control de Satanás, y su decisión fue
inmediata: ‘Suéltanos a Barrabás. Es uno de nosotros. Es cierto que es un
terrible criminal, pero es de los nuestros. Por el contrario, este hombre
[Cristo] no es de los nuestros’.
Eso es exactamente lo que ha de suceder en los últimos días. No es
porque hayas hecho alguna cosa mal, sino por ser cristiano, que el mundo
soltará a los criminales y te pondrá a ti en su lugar. ¿Estás dispuesto a morir
por Cristo? Ese es el escándalo de la cruz. Lee Marcos 15:6-15 y analiza
la elección que hizo el pueblo. Pedro, predicando en el nombre de Cristo, dijo
de su propia nación:
El Dios de Abrahán,
de Isaac y de Jacob, Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Siervo Jesús.
Pero vosotros lo entregasteis y negasteis ante Pilato, aun cuando este había
decidido soltarlo. Vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se
os diera un asesino. Matasteis al Autor de la vida, a quien Dios resucitó de
los muertos, de lo cual nosotros somos testigos (Hechos
3:13-15).
Eso volverá a suceder en la gran tribulación que está por venir,
pero Jesús dice:
Yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mat
28:20).
(5) La conclusión es que el pecado inconsciente que encierra todo
pecado, es crucificar a Cristo. Hay que aclarar esto. 1 Juan 3:4 define
así el pecado:
El pecado es la
transgresión de la Ley.
Pero podemos quedarnos en la letra y cometer el mismo error de los
judíos. Podemos ver en la ley sólo un código o conjunto de reglas, de forma que
al quebrantar una de ellas, a eso le llamamos pecado. Pero hemos de ir más allá
y comprender el espíritu de ese texto, porque Jesús no definió la ley en
términos de reglas o estatutos. Definió la ley en términos de actitud o
principio; se refirió al espíritu de la ley. Dijo: ‘Amarás a tu Dios sobre
todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo. En eso consiste la ley’. El
principio fundamental de la ley de Dios es el amor.
1 Juan 4:8 y 16 nos dice que Dios es amor. Por lo
tanto, el pecado es la transgresión contra Dios, quien es amor. Así, el pecado implica
crucificar a Cristo. En Romanos 8:7 Pablo declara que la mente carnal,
la mente controlada por nuestra naturaleza pecaminosa, por la carne, es
enemistad contra Dios; por lo tanto, no se sujeta a la ley de Dios, que es
amor. ¿Cuál es tu actitud hacia tu enemigo? Si aborreces a alguien, ¿qué le
estás haciendo? Lo estás matando (N. de
T. 1 Juan 2:9-11 y 3:15).
Entonces, ¿cómo es que cada pecado viene a ser una crucifixión de
Cristo? ¿Cuántos pecados has de cometer para que la ley te condene? —Basta uno
sólo. Y no hace falta que sea un gran
pecado. Para que Cristo pueda salvarnos, ha de llevar cada uno de los pecados
que hayamos cometido o vayamos a cometer, por pequeños que puedan parecer. De
no ser por la cruz, hasta el más insignificante pecado nos condenaría. En otras
palabras, estando bajo la ley, la ley condena al pecador. Pero los cristianos
no vivimos bajo la ley sino bajo la gracia. La gracia tomó sobre sí el castigo
de nuestros pecados. No nos paremos ante un pecado pequeño, y digamos: ‘¿Qué tiene de malo?’ Si se permite a ese
pecado desarrollarse hasta su plenitud, resultará en crucificar a Cristo. En el
centro de todo pecado está el yo.
¿Cuándo queda el yo satisfecho? Es
insaciable; no se detiene hasta haber llegado a lo más alto, precisamente el
lugar que Dios ocupa.
Antes de entrar en el ministerio, trabajé en la construcción para
un profesional italiano, en una de las plantas de un gran edificio público en
Nairobi, capital de Kenia. En la entrada de la construcción había siempre un
leproso. Vestido de harapos, pedía limosna día y noche. Su familia lo traía
temprano en la mañana, y se lo llevaba al atardecer. Su trabajo consistía en
pedir.
El mío, en estrenarme como arquitecto. Uno no recibe un gran
salario al principio. Ganaba unos doscientos dólares al mes cuando comencé, que
en aquel tiempo no estaba mal. Me dije: ‘Cuando sea rico, le compraré un
traje’. Como cabe suponer, mi idea de ser rico consistía en ganar unos,
digamos... quinientos dólares al mes. Sólo tres meses después, estaba ganando
quinientos dólares al mes. ¿Le compré el traje? —No.
No es que hubiese quebrantado mi promesa. Es que mi concepción de
la riqueza consistía ahora en ganar mil dólares al mes. Pero unos pocos meses
después estaba cobrando ya esos mil dólares al mes. ¿Le compré entonces el
traje? —Tampoco. Dos meses después estaba ganando dos mil dólares mensuales.
Ahora sí que era rico por fin. ¿Le compré el traje? —No. No es que quebrantase
voluntariamente mi promesa, sino que aún entonces había vuelto a cambiar mi
definición de la riqueza. Pregúntale a Rockefeller si está satisfecho con todo
el dinero que posee, o si sigue en procura de más.
El hombre nunca tiene bastante. Siempre quiere más, siempre quiere
trepar a lo más alto. Si Dios no hubiese puesto restricciones al pecado, el
hombre le habría disputado su lugar a Dios, pues sólo ahí se encuentra lo más
alto. Para llegar allí te has de deshacer de todo lo que se interponga en tu
camino. Hasta el más insignificante de los pecados, si se le da la ocasión de
desarrollarse, termina en la crucifixión de Cristo. Eso es lo que Dios reveló
en la cruz. Si caes, no cedas a la desesperación, pero recuerda que ese pecado
clavó a Cristo en la cruz. Por lo tanto, hemos de odiar el pecado, no por lo
que nos hace a nosotros, sino por lo que hizo a nuestro Salvador.
Si te digo que el pecado es incumplir una regla, eso no parece tan
malo. Pero observa lo que el santuario enseñaba a los judíos en el Antiguo
Testamento: que el pecado es degollar a Cristo, el Cordero. Significa asesinar
a Dios. En el Antiguo Testamento, cada vez que el pecador llevaba el cordero al
santuario, el sacerdote le proporcionaba un cuchillo. ¡Era el pecador el que
tenía que degollar al cordero! Cada vez que tú y yo pecamos, tiene una
implicación en la cruz de Cristo. Por lo tanto, debemos odiar el pecado por lo
que hizo y hace a nuestro Salvador.
El pecado clama: “¡Crucifícale!”.
Así lo reveló la cruz. Por eso odio al pecado. No porque Dios me abandone si
peco. La Biblia no enseña tal cosa. Odio al pecado porque crucificó a mi
Salvador. Y si peco deliberadamente, hago lo que Hebreos 6:4-6 dice: ‘Si
tú, cristiano, dejas a Cristo y te vuelves al mundo, estás haciendo dos cosas: estás
crucificando de nuevo a Cristo de forma deliberada, y lo estás exponiendo
voluntariamente a la pública vergüenza’. Dios nos libre por siempre de algo
así.
Mi oración es que conozcas la cruz en lo que respecta a Satanás y
al pecado, y que eso te lleve a dos cosas:
(1) A que comprendas que Satanás es un homicida desde el
principio. No sólo asesinó a Cristo en la cruz, sino que quiere que acabes
junto a él en el lago de fuego. La miseria siempre procura compañía. Nunca
creas sus mentiras cuando te ofrece la quincalla de este mundo.
(2) A que nunca consideres el pecado con ligereza. Nunca creas que
existe tal cosa como un pecado menor. No los hay grandes y pequeños. La quimera
de los pecados veniales y mortales es teología católico romana. Todo pecado,
hasta el más “pequeño” de ellos, está esperando solamente la ocasión para
desarrollarse hasta la crucifixión de Cristo.
Ojalá que Dios nos bendiga con una clarificación de lo que
significa Satanás y el pecado a la luz de la cruz, y que eso nos lleve a ser
fieles a Jesucristo, quien nos amó y sufrió la cruz por nosotros (Heb 12:2-3).
Abandonado de Dios
(índice)
¿Qué es lo que hace de la muerte de Cristo el sacrificio supremo? ¿Qué
lo hace superior a la muerte de cualquier otro ser humano? Incontables mártires
han sufrido muertes espantosas, algunos de ellos mediante tormentos que
externamente parecen tanto o más crueles que la muerte de cruz. ¿Te has
preguntado por qué significó la cruz un impacto tan tremendo en los discípulos
y los primeros cristianos? Los discípulos habían pasado al menos tres años
junto a Cristo. Viajaron con él, durmieron donde él dormía y le oyeron
predicar. Él mismo los instruyó, y presenciaron sus impresionantes milagros. A
pesar de todo ello, tres años después, en la cena del Señor, eran todavía un
grupo de hombres entregados a la codicia y el egoísmo.
Vino entonces la cruz y los transformó completamente. Depusieron
todo interés egoísta. Estaban dispuestos a consumirse y morir por Jesucristo.
¿Por qué? Observa la iglesia primitiva. Revolucionó el mundo por lo que la cruz
significaba para ella. ¿Por qué hizo Pablo declaraciones como las que siguen?
Lejos esté de mí
gloriarme, sino en la cruz de nuestro señor Jesucristo
(Gál 6:14)
Me propuse no saber
nada entre vosotros, sino a Jesucristo, y a este crucificado
(1 Cor 2:2)
¿Qué es lo que hizo de la cruz el tema central de la predicación
en el Nuevo Testamento?
Es mi convicción que si encontramos la respuesta a esa cuestión,
la iglesia ya no volverá nunca a ser la misma. El problema es que el diablo lo
sabe también, y ha hecho todo lo posible por envolver en tinieblas la verdad de
la cruz. Se siente satisfecho al ver nuestras iglesias, nuestros libros,
incluso nuestros cuerpos, decorados con cruces. Hasta le complace que pasemos
horas discutiendo qué día murió Cristo, si fue un miércoles o un viernes. En
nada le preocupa que discutamos si se trataba de una cruz formada por dos
travesaños, o de un mástil o estaca. Tampoco le inquieta que prediquemos sobre
la cruz, con tal que nuestros ojos permanezcan cerrados a la verdad que
encierra. Si es que hemos de experimentar un reavivamiento como el de
Pentecostés, es imperativo eliminar las tinieblas que envuelven a la cruz de
Cristo desde la Edad Media. Hemos de mirar a la cruz tal como lo hicieron los
discípulos, como lo hicieron los cristianos primitivos, y también los
escritores del Nuevo Testamento. ¿Cómo la vieron ellos? —No con ojos romanos,
sino desde la óptica judía. La cruz significaba algo muy diferente para unos y
otros. El diablo ha hecho que la iglesia cristiana gentil observe la cruz desde
la perspectiva romana, privándo así a la cruz de Cristo de su verdadera gloria.
Pongámonos en la piel de los discípulos y contemplemos la cruz, no
como hoy la vemos, sino como ellos la vieron en su día. Eso implica que hemos
de pensar como ellos. En nosotros no es algo natural, pues no somos judíos. Consideremos
primeramente algunos hechos acerca de la cruz romana.
Los fenicios (precursores de los habitantes del actual Líbano)
inventaron la cruz hacia el año 600 AC. Ellos creían en una multitud de
divinidades, y uno de sus dioses era la tierra. Cuando ejecutaban a un criminal
no querían que su cuerpo profanase la tierra entrando en contacto con ella al
morir. Inventaron la cruz a fin de que el criminal muriese elevado de la
tierra.
Los egipcios tomaron de los fenicios la idea de la cruz, y los
romanos de los egipcios. Los romanos la refinaron y la emplearon para ejecutar
a los esclavos que se daban a la fuga, que en los días de Jesús abundaban. La
empleaban también para ejecutar a sus peores criminales. Se trataba de una
muerte muy lenta, penosa y agonizante. Como ya se ha mencionado, los
historiadores romanos Cicerón y Celso describen frecuentemente la muerte de
cruz.
Cierto día, de regreso del ministerio en la prisión, oí a un bien
conocido teólogo dar un sermón radiado sobre la cruz. Hacía una descripción
precisa y vívida del terrible padecimiento físico que implicaba, y recordaba
cómo el crucificado tardaba entre tres y siete días en morir. La asfixia es la
que finalmente ocasiona la muerte. Termina por resultar imposible expulsar el
aire sin levantar el cuerpo, debido a que los brazos tiran e impiden el vaciado
del tórax. Era una narración verdadera y conmovedora de la cruz, sin embargo,
no era diferente de lo que estaba sucediendo a los dos ladrones crucificados
junto a Cristo. ¿Qué fue lo que hizo de la muerte de Cristo sobre la cruz —que
no duró más de seis horas— el sacrificio supremo?
¿Por qué estamos dando tanta importancia a esto? Porque el diablo
ha envuelto en tinieblas la verdad de la cruz, de forma que nos quedemos sólo
con la agonía física que no es exclusiva de Cristo. De hecho, los ladrones
sufrieron en la cruz por más tiempo que Cristo, con el dolor añadido de serles
rotas las piernas por métodos violentos mientras estaban aún en vida. Durante
la revuelta judía del año 70 DC, los romanos crucificaban de cincuenta a
setenta judíos por día. Así pues, ¿qué hace de la crucifixión de Cristo algo
único?
Vayamos a la Biblia y observemos cómo veían la cruz los judíos.
Ello nos ayudará a comprender por qué fue diferente la muerte que Cristo sufrió
en la cruz. Regresando al relato que hace Juan de la crucifixión en el
capítulo 19 de su evangelio, descubrimos que Pilato, quien representaba
a Roma, se dio cuenta de que por lo referente a la ley romana, Cristo no era
reo de crucifixión. No era un esclavo fugado ni tampoco un criminal.
No obstante, para complacer a los judíos, lo mandó azotar.
Jesús salió fuera,
llevando la corona de espinas [que le pusieron los soldados
romanos en son de burla] y la ropa de grana.
Pilato dijo entonces a los judíos: “¡Aquí
está el hombre!” que equivale a decir: ‘Eso es todo cuanto merece’.
Cuando los
principales sacerdotes y los servidores lo vieron, gritaron: “¡Crucifícalo!
¡Crucifícalo!” Pilato respondió: “Tomadlo vosotros, y crucificadlo, porque yo
no hallo delito en él” (Juan 19:5-6).
Es decir: de acuerdo con la ley romana no merecía la crucifixión.
Pero los judíos tenían que aportar una razón, así que respondieron:
Nosotros tenemos
Ley. Según nuestra Ley debe morir, porque se hizo Hijo de Dios
(vers. 7).
Se referían a la ley sobre la blasfemia. Dios se la había dado
mediante Moisés. Si Pilato hubiese conocido esa ley, Cristo no habría podido
ser crucificado. La ley no sólo condenaba a muerte al blasfemo, sino que
estipulaba también cómo debía morir. Veámosla en Levítico, tal cual le fue dada
a Moisés. Recordemos que Jesús se había declarado Hijo de Dios. Los judíos lo
rechazaban como Mesías. Por lo tanto, cuando se dijo Hijo de Dios, para ellos
era blasfemia. Esto es lo que dice la ley referente a la blasfemia:
El que blasfeme el
nombre de Jehová, ha de ser muerto; toda la congregación lo apedreará (Lev
24:16).
La crucifixión no era un método judío de ejecución. Los judíos no
la practicaban. Al contrario, la detestaban. El libro de la ley estipulaba que
la congregación tenía que apedrear al blasfemo hasta su muerte.
¿Conocían los judíos esa parte de la ley? —La conocían muy bien. Siendo así,
¿por qué insistieron en crucificarlo? ¿Temerían acaso que Pilato les dijese:
‘Podéis crucificarlo, pero no apedrearlo’? No fue esa la razón, puesto que la
crucifixión es una forma mucho peor de muerte. De hecho, es la forma más cruel,
más indigna y vergonzosa que el hombre haya podido jamás inventar y practicar.
Pilato se habría sentido aliviado de poderles decir: ‘Podéis tomarlo y
apedrearlo’. ¿Por qué pues, insistieron los judíos en la crucifixión?
Es preciso aclarar que los judíos conocían perfectamente la ley en
lo referente a la forma en la que debía darse muerte al blasfemo. En Juan
10:30 Jesús hizo una declaración que para los judíos incrédulos era
blasfema:
Yo y el Padre somos
uno.
Observa cómo reaccionaron:
Entonces los judíos
volvieron a tomar piedras para apedrearlo (vers. 31).
No era la primera vez que intentaban apedrearlo. ¿Por qué? Porque
según ellos, al apedrearlo estarían obedeciendo la ley dada por Dios.
Creían que lo dicho por Jesús era una blasfemia. ¿Por qué, entonces, exigieron
a Pilato la crucifixión? ¿Por qué precisamente la cruz, en vista de que
no era un método judío de ejecución? Había una razón, y es importante que la
conozcamos.
La encontramos en Deuteronomio. Los judíos no querían simplemente
la muerte de Jesús. Le tenían reservado algo peor que la simple muerte en una
cruz romana. Cuando gritaron: “¡Crucifícale!”,
lo hicieron teniendo presente Deuteronomio 21:22-23. ¿Qué dice ese
texto?
Si alguno comete
algún pecado digno de muerte y es muerto colgado de un madero, no se dejará su
cuerpo por la noche en el madero. Sin falta lo enterrarás el mismo día, porque
un hombre colgado es maldición de Dios.
¿Sabes lo que significaba para el judío la última frase del
versículo? Si un judío había cometido un crimen digno de muerte y el juez lo
sentenciaba a la pena capital, podía todavía postrarse de rodillas antes de
morir y orar: ‘Señor, perdóname por lo que he hecho’. Había para él perdón y
esperanza. Pero si el juez decía: ‘Que sea colgado en un madero’, eso
significaba para el judío la maldición irrevocable de Dios, a lo que ahora nos
referimos como el pecado imperdonable, a la muerte segunda. Significaba adiós a
la vida para siempre.
Recuerda: los judíos sabían que el alma no es inmortal. La
inmortalidad natural del alma es un concepto griego que se introdujo en la
iglesia cristiana, y que desgraciadamente ha despojado a la cruz de su gloria.
Para el que cree en el alma inmortal, la muerte significa simplemente la
separación del cuerpo y el alma. Eso es todo. Pero para los judíos la muerte
era el fin de la vida. El pecado imperdonable, o la maldición de Dios, era una
despedida eterna de la vida, porque en la maldición uno es abandonado de
Dios, y cuando te abandona Dios desaparece la Fuente de la vida, de la
esperanza y de la seguridad. En eso consiste la maldición, y los judíos lo
sabían.
Cuando clamaron “¡Crucifícale!”,
no sólo estaban pidiendo la muerte de Cristo, sino también traer sobre él la
maldición irrevocable de Dios. Podemos pensar en un texto de Isaías 53,
el capítulo de la cruz en el Antiguo Testamento:
Él llevó nuestras
enfermedades, y soportó nuestros dolores. Y nosotros le tuvimos por azotado,
por herido de Dios y abatido (vers. 4).
Sí, Dios quebrantó a Cristo en la cruz. El versículo 10 del
mismo capítulo, dice:
Con todo eso, Jehová
quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento.
Eso no tiene nada que ver con lo que le hicieron los romanos ni
tampoco con lo que le hicieron los judíos. Ni siquiera tiene que ver con lo que
el diablo le hizo. Ya vimos la forma en que la cruz expuso a Satanás como
asesino. Expuso que el pecado, en su misma esencia, es crucificar a Cristo.
Miremos ahora la cruz desde un ángulo diferente. En Romanos 5:8
leemos:
Dios demuestra su
amor hacia nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.
Muchos textos bíblicos nos proporcionan ejemplos de la maldición
de Dios mencionada en Deuteronomio. Uno de ellos está en Josué 10. Lee
todo el capítulo para tener una idea de conjunto. Es necesario leer ese
capítulo en el contexto de Génesis 15:13-16, ya que es así como
descubrimos la auténtica razón de Dios para destruir a los cananeos. De ignorar
el contexto, se cae fácilmente en la falsa impresión de un Dios vengador e
inmisericorde.
Dios llamó a Abraham de Ur de los Caldeos, y le dijo: ‘Quiero que
dejes a tu país y a tu gente; y quiero llevarte a la tierra que te doy como
posesión, a ti y a tu familia, a tus hijos después de ti’. Consistía en Canaán,
la tierra del Israel moderno.
Pero no hay que olvidar que Canaán estaba ya ocupada por los
cananeos. Por aquellos días se los conocía como amorreos (la forma arcaica de
denominarlos). ¿Qué iba a hacer Dios con los amorreos? ¿Los iba a destruir a
fin de poder dar aquella tierra a los judíos? —No. No era ese el plan de Dios.
La voluntad de Dios era que Abraham pudiese dar testimonio a los amorreos, de
manera que también estos formasen parte del reino de Dios.
En Génesis 15, Dios dijo a Abrahán: ‘Abrahán, sacaré a tus hijos
de Canaán después que hayas testificado de mí —el verdadero
Creador y Dios de toda la tierra— a los amorreos, y llevaré a tus hijos a
Egipto, donde serán esclavos. Voy a dar a los amorreos cuatrocientos años de
tiempo de gracia. Durante ese tiempo tendrán la ocasión de aceptarme o
rechazarme’.
En Génesis 15:16 leemos:
En la cuarta
generación [al final de los 400 años] volverán
acá [regresarán a Canaán], porque la maldad
del amorreo aún no ha llegado al colmo.
Dicho de otro modo: ‘Cuando regreses y suceda que todas las tribus
cananeas me rechacen voluntaria y deliberadamente, entonces se habrá terminado
para ellas el tiempo de prueba. Habrán alcanzado el punto sin retorno’.
Cuando los judíos regresaron dirigidos por Josué (dado que Moisés
había muerto justo antes de entrar en la tierra prometida), toda tribu de
amorreos que atacase a Israel, combatiendo en el nombre de sus dioses, estaba
de hecho diciendo: ‘Rechazamos a vuestro Dios’. Recuerda que la nación más
grande por entonces era Egipto. Dios había liberado a los israelitas de Egipto.
La victoria de ellos sobre Faraón y su ejército constituía la mayor evidencia
que cupiera dar al resto de las naciones de que Dios estaba por encima de los
dioses de cualquier otra nación.
En Josué 10 se nos informa que cuando Israel entró en la tierra
prometida, el rey de los gabaonitas reconoció que el Dios de Israel es el
verdadero Dios, y dio su mano a Josué y a los judíos. Pero otros cinco reyes se
resistieron y se dijeron: ‘Si nos unimos, somos más fuertes que esas dos
naciones, los gabaonitas y los israelitas’. En consecuencia, atacaron a Israel
y a Gabaón. Dado que Dios estaba con ellos, los judíos ganaron esa guerra.
Observa lo que hizo Josué a los cinco reyes a quienes capturó. Los
tomó y los presentó ante la congregación, ante los judíos y los gabaonitas. Lo
que hizo está en plena armonía con lo que Dios había dicho a Abraham, en el
sentido de que el tiempo de prueba de los amorreos habría terminado cuando sus
descendientes volviesen, como en efecto sucedió. Esos cinco reyes habían
sobrepasado el punto sin retorno. Habían vuelto la espalda a Dios de forma
voluntaria y persistente, y Josué dijo a la congregación:
No temáis ni os
atemoricéis. Sed fuertes y valientes, que así hará el Eterno a todos vuestros
enemigos contra los cuales peleáis (Josué 10:25).
Los que atacaron a Israel estaban luchando contra Jehová. Eso es
lo que Jehová les haría.
En seguida Josué los
mató, y los hizo colgar en cinco árboles, donde quedaron hasta la tarde
(vers. 26).
Se trata de la maldición irrevocable de Dios referida en Deuteronomio
21:23.
¿Qué estaba diciendo Josué al pueblo? ‘Todo aquel que ataque ahora
a Israel manifiesta un rechazo voluntario y final hacia el Dios del cielo,
habiendo sobrepasado por su impenitencia el punto sin retorno. La maldición de
Dios pesa sobre el que así procede’.
Los judíos querían ahora que esa misma maldición cayera sobre
Cristo. Esta es la razón por la que clamaron: “¡Crucifícale!”
En los días de Cristo la crucifixión era sinónimo de colgar de un madero, el
equivalente a la muerte segunda, eterna o definitiva.
La cuestión importante es: ¿Accedió Dios? ¿Satisfizo el deseo de
ellos? ¿Puso su maldición sobre su Hijo? La respuesta es: —Sí. En Romanos
8:32 leemos que Dios “no eximió ni a su propio
Hijo”. Ahora bien, Dios no puso su “ira” o maldición sobre Cristo por
ninguna blasfemia, sino por otra razón bien distinta.
En Gálatas 3 encontramos la interpretación neotestamentaria
de la cruz. Recuerda que con excepción de Lucas, los escritores del Nuevo
Testamento eran judíos. Observa cómo define Pablo la cruz: no bajo una óptica
romana —a pesar de tener él mismo ciudadanía romana—, sino desde una
perspectiva judía.
Todos los que
dependen de las obras de la Ley están bajo maldición
(Gál 3:10).
La expresión “las obras de la ley”
equivale a lo que hoy conocemos por “legalismo”. No hay ningún término griego específico
para referirse a lo que entendemos por legalismo, salvo precisamente esa
expresión, “las obras de la ley”: pretender
guardar la ley con el fin de ser salvo; no como evidencia de la salvación o
como los frutos de la salvación, sino como el medio para conseguirla. Es
importante recordar este punto.
Por lo tanto, Pablo estaba virtualmente diciendo a los gálatas:
‘Todo el que intenta llegar al cielo a base de guardar la ley, está bajo
maldición’. ¿Por qué? Porque la ley dice:
Maldito todo el que
no permanece en todo lo que está escrito en el libro de la Ley
(Gál 3:10).
Dicho de otro modo: si pretendes llegar al cielo mediante la ley,
estás obligado a guardarla hasta en su más mínimo detalle, y además sin
interrupción o pausa alguna. En el momento en que ofendas en un punto, quedaste
bajo la maldición.
Ahora bien, el hecho es que “todos
pecaron” (Rom 3:23). Ni una sola persona ha guardado
perfectamente la ley. Absolutamente nadie, con la excepción de Cristo. Todos
los cristianos son pecadores, siendo salvos por la gracia. ¿Cómo es que pueden
ser salvos? Porque
Cristo nos redimió
de la maldición de la Ley al hacerse maldición por nosotros
(Gál 3:13).
¿Quién lo hizo maldición por nosotros? El diablo no fue, puesto
que él no puede castigar los pecados, siendo que él mismo es el pecador de los
pecadores. No fueron los judíos, a pesar de que pretendieron que Dios lo
maldijera. ¿Quién, pues, lo hizo maldición por nosotros? —Fue el Padre.
No eximió ni a su
propio Hijo (Rom 8:32).
Jesús rogó al Padre tres veces:
Padre, si quieres, pasa de mí esta copa (Luc 22:42).
¿A qué copa se estaba Jesús refiriendo? Ciertamente no se trataba
de la cruz romana: a duras penas notaba ese dolor. No porque no fuese real,
sino porque había otro dolor mucho más profundo que el producido por la cruz.
Era la maldición de Dios por tus pecados y los míos. Por eso es por lo que
Jesús clamó a su Padre. Sabía lo que significaba ser maldito por Dios.
Y el Padre dijo: ‘No. No te puedo retirar mi maldición’.
¿Sabes por qué? —Porque nos amó.
No eximió ni aun a
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Rom 8:32).
Cristo nos redimió
de la maldición de la Ley, al hacerse maldición por nosotros, porque escrito
está [cita ahora Deut 21:23]: “Maldito
todo el que es colgado de un madero” (Gál 3:13).
Cuando leas en el Nuevo Testamento sobre la cruz siendo
equivalente a ser colgado de un madero, recuerda que los judíos no pensaban en
una estaca. Poco se les daba que fuese una estaca, o dos tablones de madera. No
era esa su preocupación. Una sola cosa ocupaba su mente: la maldición eterna de
Deuteronomio 21:23. Para ellos, colgar de una cruz era equivalente a
colgar de un árbol o un madero: significaba la maldición de Dios.
Hechos 5 relata que los discípulos fueron llevados ante el sanedrín. Se
los castigó, azotó, y se los intimidó a que cesaran de predicar en nombre de
Cristo. Observa su respuesta:
Es preciso obedecer
a Dios antes que a los hombres (vers. 29).
Encontramos aquí a los discípulos dispuestos a morir por Cristo.
El mismo Pedro que negara a Jesús ante la cruz, estaba ahora presto a morir por
él si fuera necesario. Hasta ese punto llegó a transformarlo la cruz. Leemos
ahora el versículo 30:
El Dios de vuestros
padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándolo en un madero.
¿Qué quiso decir Pedro con esa frase? Se estaba refiriendo a Deuteronomio
21:23. Estaba virtualmente diciendo: ‘Trajisteis la maldición de Dios sobre
él, pero Dios lo resucitó, puesto que ninguna blasfemia había dicho;
experimentó la maldición por nuestros pecados. Cristo murió a fin de poder
salvarnos de nuestros pecados. Resucitó para poder justificarnos’. Encontramos
un buen ejemplo en Romanos 4:25:
Fue entregado por
nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación.
El propio Pedro nos explica en su epístola lo que encerraban sus
palabras “colgándolo en un madero”:
Él mismo llevó
nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero (1 Ped
2:24).
¿Por qué empleó el término “madero” (xilon)
en lugar de “cruz” (stauros)?
Porque estaba pensando en la maldición de nuestros pecados, y no simplemente en
el sueño de la muerte primera que afecta a todos por igual.
Pero algunos dirán: ‘¿Cómo pudo Cristo morir la segunda muerte?
Predijo su resurrección, y efectivamente, resucitó al tercer día. ¿Cómo pudo
experimentarla?’ La Biblia lo afirma. Hebreos 2:9:
Para que por gracia
de Dios gustase la muerte por todos.
No pudo tratarse de la muerte primera, ya que los creyentes que
aceptan a Cristo tienen que seguir muriendo la primera muerte. En 2 Timoteo
1:7-10 Pablo declara que Cristo, mediante la cruz, “abolió la muerte”. Si abolió la muerte, ¿por qué siguen
muriendo los cristianos? Porque abolió la segunda muerte, no la primera. Apocalipsis
20:6 afirma de los que participen de la primera resurrección —la de los
creyentes—, que la segunda muerte no tiene potestad sobre ellos. ¿Por qué?
Porque hubo Uno que estuvo dispuesto a experimentarla, Uno que la “gustó” en su lugar.
Necesitamos comprender lo que en términos teológicos se conoce
como ‘la doctrina de la kenosis’,
expuesta en Filipenses 2:6-8. Cuando Cristo se hizo hombre en su
encarnación, hubo de despojarse, no de su
divinidad, sino de sus prerrogativas divinas. En otras palabras, del empleo
independiente de su divinidad. Hasta incluso hubo de despojarse de su
conciencia de Dios. Sólo por revelación descubrió Jesús que era Dios. No tenía
conciencia de Dios mientras era un bebé. Tuvo que crecer en conocimiento y sabiduría.
Tuvo que crecer en todo, pues había depuesto el uso independiente de su
divinidad y fue hecho en todas las cosas tal como nosotros (Heb 2:17).
Las mismas palabras
que él había hablado a Israel por medio de Moisés, le fueron enseñadas sobre
las rodillas de su madre (Ellen White, El Deseado de todas las gentes, 50; N. T.).
Durante todo su ministerio terrenal, Jesús se hizo totalmente
dependiente de Dios Padre. Juan 5:30 dice:
De mí mismo nada
puedo hacer.
Leemos en Juan 6:57:
Yo vivo por el
Padre.
También en Juan 8:28:
Nada hago por mí
mismo.
Y en Juan 14:10:
Las palabras que os
hablo, no las hablo de mí mismo; sino que el Padre que mora en mí, él hace las
obras.
La Escritura no deja dudas en cuanto a la total dependencia de
Cristo hacia Dios Padre. Si lees Romanos 6:4, Hechos 2:24 y 32 y Efesios
1:20 comprobarás que fue el Padre quien resucitó de la muerte al Hijo.
Graba estas dos cosas en la memoria:
(1) Cristo dependía de Dios el
Padre [en su vida en esta tierra].
(2) Dependía de Dios el Padre para
resucitar.
No me preguntes qué sucedió con su divina conciencia mientras
estuvo en la tumba. ¿Dónde quedó su vida divina? —No lo sé. Es un misterio.
Pasaremos la eternidad estudiando esos temas, pero una cosa podemos saber: es
del Padre de quién dependía para su resurrección, lo mismo que todos los demás
que hayan de resucitar.
¿Sabes qué hizo el Padre en la cruz? Cristo clamó
Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
No le estaba preguntando: ‘¿Por qué me abandonas por tres días?’,
sino “¿Por qué me has abandonado?” ¿Sabes lo
que eso significaba para Cristo? Significaba la renuncia a la esperanza de
resucitar. En términos de lo que percibía Cristo, cuando el Padre lo abandonó,
la esperanza de la resurrección lo abandonó igualmente. Jesús estaba ahora
‘pisando sólo el lagar’. No podía ya mirar al Padre con sentimientos de
esperanza y seguridad. Sintió la agonía del abandono de Dios, sintió tal como
sentirán los malvados cuando la misericordia no interceda más por la raza
culpable.
En El Deseado de todas las
gentes, de Ellen White, 701, encontramos un pasaje clave al respecto:
El Salvador no podía
ver a través de los portales de la tumba. La esperanza no le presentaba su
salida del sepulcro como vencedor ni le hablaba de la aceptación de su
sacrificio por el Padre. Temía que el pecado fuese tan ofensivo para Dios que
su separación resultase eterna.
¿Comprendes a lo que fue tentado Cristo cuando colgaba de la cruz?
Sentía que el Padre lo había abandonado. Pero recuerda: SEGUÍA SIENDO DIOS.
Podía haberse aferrado a su divinidad con independencia del Padre, contra la
voluntad del Padre, y haber descendido de la cruz para salvarse y regresar al
cielo.
Eso es exactamente lo que el diablo intentaba empujarlo a que
hiciera. Según el relato de Lucas (23:35-39), al menos en tres
ocasiones el diablo incitó así a Cristo: una vez mediante los soldados romanos,
otra mediante los sacerdotes, y aun otra a través del ladrón crucificado a su
izquierda. Según Mateo 27:35-46, también el pueblo participó en esa
tentación, que fue insistentemente la misma: ‘Desciende de la cruz y sálvate a
ti mismo’. ¿Puedes comprender la magnitud de esa tentación? Ninguno de nosotros
puede. El Deseado de todas las gentes
explica que la tentación que Cristo experimentó no la puede comprender
plenamente el hombre.
Al sentir el
Salvador que de él se retraía el semblante divino en esta hora de suprema
angustia, atravesó su corazón un pesar que nunca podrá comprender plenamente el
hombre (Id.)
¿Sabes por qué? Porque ningún otro ser humano en este mundo ha
experimentado la “ira” de Dios en su plenitud, tal como sucedió con Cristo. Él
es el único que ha experimentado la plenitud del abandono de Dios, que es el
equivalente a la muerte segunda. Cristo fue tentado a descender de la cruz y
salvarse a sí mismo. ¿Puedes comprender esa tentación? No se trataba de armarse
de valor y decir: ‘Resistiré durante unas horas, o durante tres días’. Eso no
hubiese sido ningún sacrificio para el Dios que vive en la eternidad. Se
trataba de un adiós a la vida para siempre: no ver nunca más al Padre, no
volver jamás al cielo. Significaba entregar su gloria, entregar su vida. En eso
consistía la maldición de Dios.
Mientras colgaba de la cruz, experimentando la maldición de Dios
por nuestros pecados, Jesús tuvo que tomar una decisión. No podía salvarse a sí
mismo y a la vez salvarte a ti, salvar al mundo. Él hizo la suprema elección.
Escogió morir por la eternidad a fin de que tú y yo pudiéramos vivir en su
lugar. Eso fue lo que transformó a los discípulos. Significó en ellos una
revolución. Jamás habían concebido un amor de esa magnitud. Es ese concepto del
amor ágape lo que hizo que conmovieran el
mundo: el que Dios no sólo vino a hacerse carne por treinta y tres años y
medio, sino que Jesús, su Salvador, estuvo dispuesto a decir adiós a la vida
para siempre, a fin de que ellos pudieran vivir en su lugar.
Dios demuestra su
amor hacia nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros
(Rom 5:8).
Expresado de otra manera: el sacrificio supremo consistió en que
Jesús estuvo dispuesto a aceptar nuestra maldición, y a darnos su vida a
cambio. No consistió en un acto heroico por el que se salvó a sí mismo y al
mundo. No podía hacer ambas cosas. Tenía que decidirse por el mundo, o por sí
mismo. ¿Comprendes el clamor de Cristo en la cruz?
Contémplalo muriendo
en la cruz, en medio de las más profundas tinieblas. Los cielos fueron
entenebrecidos y la tierra sacudida. Las rocas hendidas no eran más que una
débil representación del estado de su mente cuando exclamó: “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?” (Ellen White, Review and Herald, 23 junio 1896; N.T.).
Espero que nunca olvides esto: la cruz te dice que Dios te ama más
que a sí mismo. Ese es el ágape
de Dios.
Cuando comprendes hasta qué punto te ama Dios, ¿puedes seguir
siendo el mismo?
Hablamos de dar alguna exigua cantidad para las necesidades de los
otros, ¡pero Dios vació el Cielo en beneficio nuestro! ¿Cómo podemos
detenernos? Observa la iglesia cristiana primitiva: no retuvo nada, ni tierras,
ni casas. Todo lo dio al cuerpo de Cristo, a la iglesia. Eso es lo que sucederá
en esta iglesia cuando veamos a Cristo crucificado de la forma en que lo vieron
los primeros cristianos; entonces no necesitaremos ningún otro plan de
promoción. Personalmente me cansan los programas promocionales. Lamento que los
hayamos de tener, debido a que nada parece funcionar, excepto si es objeto de
alguna promoción. Es terrible que tengamos que continuar en esa línea de
orientación egocéntrica a fin de recaudar fondos. ¿Por qué no nos constriñe el
amor de Dios? En 2 Corintios 5:14 Pablo expone lo que la cruz hizo por
él y por la iglesia cristiana, y lo que debería hacer por nosotros. Cuando
lleguemos a esa condición, cuando la iglesia manifieste el amor de Cristo
debido a lo que la cruz signifique para ella, entonces conmoveremos igualmente
al “mundo entero” (Hechos 17:6).
En 2 Corintios 5:14-15 leemos:
El amor de Cristo
nos apremia, al pensar que si uno murió por todos, luego todos han muerto. Y
por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel
que murió, y resucitó por ellos.
En Hebreos 2:9 leemos que Jesús, por gracia de Dios, gustó “la muerte por todos”. El original griego no dice
exactamente “por todos” (antropos). Va más allá de eso. En
realidad, dice “por todo” (pantos). Jesús gustó la muerte por todo.
Cuando Adán pecó, la maldición vino, no sólo sobre la raza humana, sino sobre
las plantas, los animales, sobre todo.
Al hombre le dijo
[Dios]: ...”Maldita será la tierra por tu causa...
espinos y cardos te producirá” (Gén 3:17-18).
Cuando los soldados romanos pusieron esa corona de espinas en la
cabeza de Cristo, lo hicieron en son de burla. Pero Dios transforma la locura
de los hombres en verdad. Dios dijo a Adán, tras la caída, “maldita será la tierra”. Aquellos cardos y espinos
de la corona que llevaba nuestro Salvador simbolizaban la maldición del pecado
sobre el mundo.
“Y por todos murió [dice Pablo], para que los que viven [gracias a la cruz], ya no vivan para sí, sino para aquel que murió, y
resucitó por ellos”.
En 1961 visité Scotland, lugar donde nació David Livigstone, el
misionero más emblemático que ha conocido África. Allí le habían construido a
modo de memorial una capilla en forma de choza africana. En su interior
llamaban inmediatamente la atención dos inscripciones destacadas sobre las
paredes lisas. En una se leían las palabras de Pablo: “El
amor de Cristo nos constriñe”. En la otra, las propias palabras del
misionero: “El amor de Cristo me constriñó”.
Habiendo captado un destello del amor divino que se vacía de sí mismo
(kenosis),
Livingstone renunció a su lucrativa profesión como doctor, en Blantyre,
Scotland. Lo dio todo a cambio de ser misionero en África. Y en sus días no
había facilidad para el transporte, no existían organizaciones misioneras,
tampoco licencias ni permisos. Fue allí como misionero dispuesto a morir por su
Salvador. Y allí murió. El gobierno inglés lo trató con dureza mientras estuvo
vivo, pero al descubrir que había muerto, dijo: ‘Merece un funeral digno’ (casi
siempre alabamos a las personas después de su muerte). Decidieron enterrarlo en
la catedral de Westminster junto a otros ingleses ilustres.
Pero había muerto a 250 km en el interior de África. El problema
era cómo llevar su cuerpo hasta la costa a través de esa distancia. Por
supuesto no existían aviones, trenes ni automóviles. El único medio de
transporte era la camilla de vigas y travesaños. No la podían transportar los
británicos, así que pidieron a los africanos si lo podían hacer ellos. Estos
respondieron: ‘Sí. Merece un gran funeral. Ahora bien: no podrán tener su
corazón’. Efectivamente, lo abrieron, le extrajeron el corazón y lo enterraron
en África a quien lo había dado. A continuación, tras haberlo embalsamado, lo
transportaron en la camilla los doscientos cincuenta kilómetros a través de
pantanos, entre animales salvajes, peligros de enfermedades y tribus hostiles.
Lo llevaron hasta la costa, donde pudo ser embarcado hacia Inglaterra para
recibir allí los honores póstumos. Hasta ese punto apreciaban al mayor
misionero que África ha conocido. Mi oración es que tú y yo apreciemos a
Jesucristo hasta el punto de darlo todo por él. Dios nos empleará entonces para
conmover este mundo con la gloria de la cruz de Cristo.
Como ya se ha comentado, la cruz era el centro de la predicación
en el Nuevo Testamento. Eso es especialmente cierto con el más destacado
predicador, evangelista y teólogo: el apóstol Pablo. Como introducción a este
capítulo, analicemos una de esas sublimes declaraciones sobre la cruz:
No me envió Cristo a
bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para no
anular la eficacia de la cruz de Cristo. Porque el mensaje de la cruz es locura
para los que se están perdiendo; pero para los que estamos siendo salvos es poder
de Dios (1 Cor 1:17-18).
Permite que destaque dos hechos que Pablo afirma en el pasaje:
(1) Predicar la cruz y predicar el evangelio son sinónimos.
Es preciso recordarlo, puesto que solemos predicar muchas cosas en el nombre
del evangelio, que son en realidad los frutos, o bien la esperanza del
evangelio, pero no el evangelio mismo. Por importantes que sean esas cosas, el
evangelio es Jesucristo y este crucificado.
Cristo colgando de
la cruz, era el evangelio (Ellen White, Comentario bíblico adventista vol. 7, 1113; N. del T.)
(2) El poder de Dios está en la cruz. Leemos en Romanos
1:16:
No me avergüenzo del
evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo el que cree.
El poder está en la cruz:
Predicamos a Cristo
crucificado, para los judíos tropiezo, y para los gentiles necedad, pero para
los llamados [los que han aceptado a Cristo,
los que están siendo salvos por él], así judíos como
griegos, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios
(1 Cor 1:23-24).
Me propuse no saber
nada entre vosotros, sino a Jesucristo y a este crucificado
(1 Cor 2:2).
Lejos esté de mí
gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo
(Gál 6:14).
Hasta aquí hemos prestado atención a dos verdades vitales
relativas a la cruz de Cristo. En el primer capítulo hemos visto cómo la cruz
expuso a Satanás como asesino. Es imprescindible que todo cristiano lo
comprenda a fin de no resultar engañado por él, pues es mentiroso y asesino.
Hemos visto también que el pecado, todo pecado —hasta el que parece más pequeño—
conlleva en esencia la crucifixión de Cristo. Eso significa que hemos de odiar
al pecado por lo que es: crucificar a Cristo.
En el segundo capítulo hemos contemplado la cruz como demostración
del amor abnegado de Dios, un amor que se da en sacrificio.
Dios demuestra su
amor hacia nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros
(Rom 5:8).
Nunca olvides eso. Antes o después llegarán momentos en los que te
sientas desanimado, especialmente cuanto Satanás haya podido golpearte y te
diga que Dios no te ama debido a que eres un pecador, y tu vida un aparente
fracaso. Recuerda entonces lo que tuvo lugar en la cruz “siendo aún pecadores”.
Respóndele con las palabras de Pablo en Romanos 8:35 y siguientes
versículos: ‘Estoy seguro de que nada en el cielo, en el mundo, ni en el reino
del diablo podrá jamás separarme del amor de Dios que se demostró en Cristo
Jesús y en este crucificado’.
Dirigiremos ahora la atención a la tercera verdad importante en
torno a la cruz. Hemos leído en Corintios que la cruz de Cristo es el poder de
Dios para salvarnos del pecado. El Nuevo Testamento enseña que es en la cruz
donde Dios nos salva del pecado. Es en ella donde tenemos redención del pecado.
Pero a fin de apreciar esa verdad debemos analizar el problema del pecado.
Para muchos, el pecado es “transgresión de la ley” entendida como
un código o conjunto de reglas. Sin embargo, en la Escritura el pecado es más
que eso. De hecho, se presenta como un problema dual.
(1) El sentido primario de pecado es que se trata de un acto. Se
puede asimilar a “errar el tiro” (hamartia), que es el significado del
término que en el Nuevo Testamento se traduce por pecado. Cabe definirlo en
términos de violación de la ley de Dios, o transgresión, como dice la Biblia:
la violación deliberada y voluntaria de una ley. El pecado comienza con el
consentimiento mental a un deseo pecaminoso, que puede seguirse del acto
externo. El diablo o la carne te asaltan en términos de tentación, y si tu
mente consiente, si dice ‘sí’, ese es el pecado “concebido” en la mente. Luego
será “cumplido” en el acto visible (Sant 1:14-15). El pecado como acto,
a la luz de la ley de Dios, resulta en culpa y condenación.
(2) El Nuevo Testamento presenta también un poder, una fuerza o
principio que mora en tu naturaleza y la mía. Nacimos con él y lo arrastramos
hasta la muerte. En Romanos 7, Pablo lo llama “la
ley del pecado” [N. del T.: “Ley”
no debe aquí entenderse tampoco como un código a conjunto de reglas, sino como
entendemos la “ley” de la gravedad: como un principio o fuerza. Hay que
observar que “la ley del pecado” no es
“pecado”, sino “ley” o tendencia al pecado]. Eso es lo que muchos
cristianos ignoran. Debido a ello, al sentir la presión de esa ley, se
desaniman, exclamando: ‘Quizá sea porque al fin y al cabo no soy cristiano’.
Veamos dos declaraciones que nos ayudarán a comprender ese
problema. Una fue pronunciada por el Señor Jesús, y la otra por el apóstol
Pablo. En Juan 8:32 Jesús hablaba a los judíos, quienes no habían
comprendido la realidad de ese poder, de esa fuerza que los tenía esclavizados.
Así es como Jesús lo explicó a los judíos:
Conoceréis la
verdad, y la verdad os libertará (Juan 8:32).
Si tienes dudas en cuanto al significado de la palabra “verdad”,
continúa hasta el versículo 36. Por “verdad” quería decir Cristo mismo,
puesto que afirmó:
Si el Hijo os
liberta, seréis realmente libres.
¿De qué clase de libertad estaba hablando Cristo? Los judíos no lo
comprendieron. En el versículo 33 le respondieron ofendidos:
Descendientes de
Abrahán somos, y jamás hemos sido esclavos.
Interpretaron que Cristo se estaba refiriendo a libertad política,
pero aun en ese caso mentían, pues sabían bien que estaban bajo el yugo de
Roma. Dijeron:
Descendientes de
Abrahán somos y jamás hemos sido esclavos. ¿Cómo dices: “Seréis libres”?
Jesús respondió:
Os aseguro que todo
el que comete pecado [acto, transgresión], es esclavo del pecado.
Un esclavo está totalmente privado de libertad. Tal es la
situación que Pablo expone en Romanos 7.
El objeto de la discusión en Romanos 7 es la incompatibilidad
entre la carne, o naturaleza pecaminosa, y la ley de Dios. Por supuesto, la
naturaleza del creyente y del incrédulo son idénticas, de forma que la cuestión
clave no es si Pablo está refiriéndose aquí al convertido o al inconverso. Al
aceptar a Cristo no cambia tu naturaleza. Sigue siendo pecaminosa y sujeta al
pecado. En Romanos 7:14, afirma:
Sabemos que la Ley
es espiritual, pero yo soy carnal, vendido al poder del pecado.
En los versículos 15-23 lo explica así:
Si hago lo que no
quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí... veo en mis miembros
otra ley [se refiere aquí a la ley del
pecado, o tendencia a pecar], que lucha contra
la ley de mi mente, y me somete a la ley del pecado que está en mis miembros.
[N. del T.: En ninguno de esos dos textos Pablo se está
refiriendo primariamente a la naturaleza caída, a la “carne”, sino a la experiencia,
a las decisiones de quien cedió a los clamores de la carne, tal como había sido
su caso y el de todos antes de la entrega a Cristo].
Cada uno de nosotros, creyente o incrédulo, tiene en sus miembros
la ley del pecado. Eso es lo que hace imposible que vivamos por nosotros mismos
la vida que quisiéramos. Pablo dice:
No hago el bien que
quiero, sino el mal que no quiero.
En la primera parte del versículo 25, Pablo emplea una
expresión clave —en el original griego autos ego—,
que por desgracia pocas traducciones vierten fielmente al castellano:
Así, dejado a mí mismo, con la mente sirvo a
la ley de Dios, pero con la carne a la ley del pecado (NRV 90).
Equivale a decir: ‘Abandonado a mí mismo —sin Cristo, sin
la gracia, sin Dios, sin el Espíritu Santo, yo sólo—, lo mejor que puedo hacer
es servir a Dios y a su ley con la mente [desear hacerlo], pero con mi
naturaleza me resulta imposible. Tratando de obedecer sin Cristo, no logro
salir de la más abyecta esclavitud al pecado’.
En esa situación, bien cabe clamar:
¡Miserable de mí!
¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?
Y la respuesta es:
¡Gracias doy a Dios
por nuestro Señor Jesucristo!
Dios no te culpabiliza por la ley del pecado que está en tus
miembros. Naciste con ella. No eres culpable por ella. Por lo tanto, la ley —fuerza
o principio— del pecado no conlleva culpabilidad, si bien nos descalifica para
el cielo. En 1 Corintios 15:50 leemos
que
la carne y la sangre [la naturaleza humana pecaminosa] no pueden heredar el reino de Dios.
¿Por qué? Porque la corrupción no “hereda
la incorrupción”.
¿Cuál es, pues, la doble solución que Dios da al problema dual del
pecado: el pecado cometido, y la tendencia a cometer el pecado?
¿Soluciona acaso sólo una de las partes? —No, ciertamente. ¿Cuál es la solución
para nuestro pecado, para nuestras decisiones voluntarias pecaminosas que
implican culpabilidad y castigo? —La sangre de Cristo. Leemos en Hebreos
9:22 que
sin derramamiento de
sangre no hay perdón de pecados.
En Mateo 26:28 vemos a Jesús en el aposento alto, donde
instituyó la cena del Señor. Tomó allí la copa y dijo a los discípulos:
Esto
es mi sangre del nuevo pacto, que va a ser vertida a favor de muchos para el
perdón de los pecados.
En otras palabras: ‘Mi muerte en la cruz va a pagar el precio por
vuestros pecados, y se constituye en el fundamento del perdón que la ley
aceptará’.
¿Qué implica el término “sangre” en el Nuevo Testamento? Recuerda
que con la excepción de Lucas todos los escritores del Nuevo Testamento fueron
judíos. Ellos comprendían la sangre como simbolizando la vida. La sangre
derramada es la vida entregada hasta la muerte por nuestros pecados, ya que la
sangre de Cristo representa la justicia de la ley establecida en la cruz, en la
muerte de Cristo. En 1 Juan 1:7-9 leemos:
Si andamos en la
luz... la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado.
¡Buenas nuevas, en verdad! Pero si bien Dios puede perdonarnos por
nuestros actos, transgresiones o pecados, en virtud de la sangre de Cristo, la
naturaleza pecaminosa, el principio o
ley del pecado, la tendencia a pecar que tiene nuestra naturaleza caída, no
puede ser perdonada. No es posible perdonar la pecaminosidad. Dios puede
perdonarnos por lo que hemos hecho, no por lo que cargamos desde el nacimiento.
Para ello hay otro remedio, que es la cruz de Cristo.
Permíteme explicar la diferencia mediante una ilustración. En el
patio de mi jardín hay un manzano. Ya estaba allí cuando llegué. Al dar las
primeras manzanas probé una de ellas. Era agria e incomestible, así que las
recogí todas ellas y las arrojé a un arroyo cercano. ¿Había solucionado con
ello el problema? —Sí… por el momento. Pero ¿qué clase de manzanas volvería a
dar el año siguiente? Mientras no se interviene en el manzano mismo, persiste
el problema de la insalubridad del fruto. Si anticipándome a la próxima
estación de producción cavo zanjas alrededor del árbol y deposito allí varios
kilos de azúcar, ¿habré logrado que en lo sucesivo la cosecha sean manzanas
comestibles? Bien sabemos que no. ¿Por qué no? ¿Dónde radica el problema? ¿En
el suelo? —No. No está en la calidad de los nutrientes, sino en la calidad del
árbol mismo.
Necesitamos comprender el auténtico problema del pecado en el
hombre. El crimen y el pecado van en aumento en nuestro mundo. ¿Cuál es la
solución a los problemas? Si el evangelio sólo puede solucionar los frutos de
nuestro problema del pecado, en el sentido de perdonar nuestras transgresiones,
se trata de una solución meramente temporal. Mi naturaleza pecaminosa producirá
con seguridad nuevamente frutos amargos: pecados. El perdón de los pecados
pasados, por maravilloso que sea, no constituye la solución completa al
problema de mi pecado. El perdón de los pecados pasados es maravilloso. Agradezco
a Dios por él, pues me da paz. Pero no me siento para nada feliz con el círculo
vicioso de pecar y ser perdonado, volver a pecar y volver a ser perdonado...
¿Es ese tipo de perdón la única esperanza del evangelio? ¿Está ahí el límite
del poder del evangelio?
El hombre moderno ha ensayado toda clase de remedios para nuestro
problema del pecado. La educación, las leyes restrictivas, los incentivos. Ninguno
de ellos ha logrado contener el pecado y el crimen. No hay solución en las
ideas humanísticas. Consideremos, por ejemplo, el marxismo. Pretendía ser una
solución científica al problema del pecado del hombre. Parecía bueno y
maravilloso, pero aquella hipótesis necesitaba confirmación. Rusia lo intentó
durante unos 75 años y fracasó estrepitosamente lo mismo que China. No hay
ninguna solución humana capaz de resolver nuestro problema de la pecaminosidad.
Así pues, permanece la cuestión: ¿Cuál es la solución a nuestro
problema de la tendencia al pecado? ¿Es cambiar el entorno político y
económico? Si arranco el manzano y lo sitúo en un campo de naranjos, ¿comenzará
entonces a producir naranjas? —No. Hace algunos años cierto movimiento
pretendió hacer eso mismo. Se denominaba “The Moral Re-armament” (el rearme
moral), pretendiendo que si uno se “arma” con amor, pureza y honestidad, el
mundo cambiará a mejor. Prometía evitar cualquier otra guerra. Ese movimiento
agoniza hoy, sin haber conseguido para nada su objeto.
La razón por la que la iglesia cristiana languidece, es por no
haber reconocido la respuesta dual del evangelio al problema del pecado. El
poder del evangelio no está sólo en la sangre de Cristo, sino también en la
cruz de Cristo. En virtud de la sangre de Cristo derramada Dios puede perdonar
los pecados, pero la pecaminosidad no puede ser perdonada. Es necesario que
continúe. Uno de los errores que solemos cometer al hacernos cristianos es que
pensamos que, con la ayuda de Dios, podemos cambiar nuestras naturalezas
pecaminosas. Pero no hay tal. En Juan 3:6, Jesús dijo a Nicodemo:
Lo que nace de la
carne, es [siempre] carne; y lo que nace del
Espíritu, es espíritu.
La solución divina al problema de la “carne” [o naturaleza]
pecaminosa no es el mejoramiento o conversión de esta.
¿Sabes cuál es la respuesta de Dios, en lo referente a la carne?
¿Sabes cuál es su veredicto?
¡Crucifixión! La carne ha de morir. Esa es la receta.
[N. del T.: La carne ha de morir “cada
día” (1 Cor 15:31): no se trata de una desaparición o un cambio de
la naturaleza pecaminosa, sino de la necesidad y posibilidad de someterla,
de crucificarla]. Dios te perdona los pecados mediante la sangre de
Cristo, pero no te perdona por la pecaminosidad. Lo que hace es poner el hacha
al árbol. El manzano que da manzanas amargas debe ser arrancado, y hay que
plantar uno nuevo en su lugar. 2 Corintios 5:17 nos dice lo que hace la
cruz:
Si alguno está en
Cristo, es una nueva creación. Las cosas viejas pasaron, todo es nuevo.
La fórmula del evangelio no consiste en cambiar el entorno.
Tampoco consiste en mejorar tu yo.
Esta es la fórmula: ‘NO YO, SINO CRISTO’.
Eso es lo que llevó a un sabio francés del siglo XIX a hacer la
declaración: “Todo cristiano nace crucificado”. Dietrich Bonhoeffer, el mártir
moderno que murió en Alemania a la edad de 39 años, dijo: “Cuando Dios te
llama, te llama a morir”. Si no has muerto, si fuiste enterrado vivo cuando tu
pastor te bautizó, no eres aún cristiano, ya que el evangelio requiere la
entrega de tu vida a cambio de la vida de Cristo. Tal es el remedio divino al
problema de la tendencia al pecado que hay en nuestra naturaleza.
La muerte de Cristo no significa que un hombre murió en lugar de
todos los hombres. La Biblia no enseña tal cosa. Cierto, Cristo murió por
nosotros en el sentido de que gustó la muerte en lugar de todos los hombres. Tú
y yo, como cristianos, nunca habremos de experimentar la segunda muerte que
Cristo “gustó” en la cruz. Gracias a Dios porque así sea. Pero cuando murió no
se trataba simplemente de que un Hombre muriera en lugar de todos los hombres.
Eso no sería legalmente aceptable. Ninguna ley, divina o humana, permite tal
cosa. De acuerdo con la enseñanza del Nuevo Testamento, fueron todos los
hombres los que murieron en un Hombre. La muerte de Cristo fue una
muerte corporativa.
¿Quién se alegra cuando un equipo americano gana un trofeo mundial?
No sólo el equipo ganador, sino toda la nación, pues se siente representada en
él. Cuando Cristo murió, lo hizo como “NOSOTROS”.
Si uno murió por
todos, luego todos han muerto (2 Cor 5:14).
De igual forma en que la humanidad pecó en Adán, también la
humanidad murió en Cristo, el postrer
Adán.
¿Qué declaró Cristo en relación con la cruz, en Juan 12:31?
Ahora es el juicio
de este mundo.
Cuando Adán pecó, su condenación se extendió a todos los hombres (Rom
5:12 y 18). Puesto que la raza humana es la multiplicación de la vida de
Adán, todos estábamos en él cuando pecó. De igual manera, esa misma raza humana
fue incorporada en Cristo en su encarnación, de forma que cuando él murió,
nosotros morimos en él. Esa es la verdad de la cruz según la cual, todo el
mundo fue juzgado en Cristo.
Por lo tanto, cuando aceptas esa verdad por la fe, la cruz de
Cristo resulta ser tu cruz. Jesús dijo: ‘Si decides seguirme, has de negar
el yo y tomar diariamente tu cruz’ (Luc 9:23). Puesto que Jesús
habló de llevar nuestra cruz, muchos suponen que la cruz del cristiano debe
consistir en una cruz individual, distinta de la cruz de Cristo. Así, es común
oír que Dios ha dado a cada uno su propia e intransferible cruz.
Y dado que solemos identificar la cruz del creyente con las
penurias de la vida, se concluye que cada uno tiene una cruz distinta a la del
resto. Algunos tienen cruces pesadas, y otros livianas. Algunos las tienen
grandes, y otros pequeñas. Las dificultades nos hacen a menudo exclamar: ‘El
Señor me ha asignado una cruz muy pesada’.
La Biblia no enseña eso en ninguna parte. Dios no da a las
personas cruces individuales. Sólo una cruz puede salvar, que es la cruz de
Cristo, y se trata de una cruz corporativa. Al hacerte cristiano, la cruz de
Cristo se convierte en tu cruz. Las congojas de la vida no constituyen la cruz,
puesto que afligen igualmente a los incrédulos. Los cristianos no son los
únicos que deben enfrentarse a problemas en esta vida. La cruz de Cristo es la
que recibes como tu cruz, cuando
aceptas a Cristo y a este crucificado. La cruz de Cristo viene a ser tu cruz y
la mía, desde el momento en que nos unimos a él por la fe.
Aquel ladrón en la cruz que estará con Cristo en el paraíso
llevaba literalmente una cruz propia, pero no es esa cruz la que lo salvó, sino
la cruz de Cristo. Recuerda que la cruz del creyente es la cruz de Cristo, que
significa que su muerte es tu muerte, y él murió al pecado (Rom 6:10 y 11).
Después de ilustrar el problema ocasionado por la ley del pecado,
en Romanos 7:24 el apóstol exclama: ‘¿Quién me librará de esta ley de
pecado y muerte, de este cuerpo que me arrastra a la tumba, debido a la ley del
pecado que mora en mí?’ Su respuesta triunfal es:
¡Gracias doy a Dios,
por nuestro Señor Jesucristo!
Dos versículos más adelante, dice:
Mediante Cristo
Jesús, la ley del Espíritu que da vida, me ha librado de la ley del pecado y de
la muerte.
En Cristo
tengo libertad, no sólo de la condenación del pecado, sino también del poder
del pecado. Así lo afirma Pablo en Romanos 8:2. En el versículo
siguiente explica cómo se cumple lo anterior:
Lo que era imposible
a la Ley, por cuanto era débil por la carne; Dios, al enviar a su propio Hijo
en semejanza de carne de pecado y como sacrificio por el pecado, condenó al
pecado en la carne.
Observa dos cosas en el versículo. Primero, Cristo se identificó a
sí mismo con nuestro problema del pecado haciéndose en todo como nosotros (ver
también Hebreos 2:14-18). Segundo, resolvió el problema del pecado
condenándolo: venciendo al poder de la carne. Venció el principio o ley del
pecado que mora en nuestros miembros, en nuestra carne. En Juan 1:29
vemos a Juan Bautista presentando a Jesús en estos términos:
¡Este es el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo!
Jesús no vino solamente a perdonarte, sino a quitar el pecado del
mundo. En la cruz, según Romanos 8:3, Cristo “condenó al pecado en la
carne”. Condenó la ley del pecado. No disculpó, consintió ni excusó, sino que
condenó, venció la ley del pecado, a fin de que la justicia de la ley pudiera
cumplirse en ti y en mí, que no andamos según los deseos de la carne, sino del
Espíritu (Rom 8:4).
Dicho de otro modo: la solución que Dios tiene para nosotros en el
doble problema del pecado se encuentra en
Cristo, y en este crucificado. Dado que aceptó la paga del pecado, de cada
uno de nuestros pecados, su sangre nos limpia de todo pecado. Pero nosotros
fuimos muertos con él: Dios aplicó el bisturí a la raíz misma, al origen del
problema del pecado, que es el poder o tendencia al pecado. De acuerdo con 1
Pedro 2:24, Cristo
llevó nuestros
pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros podamos morir a los
pecados y vivir a la justicia.
Repitamos esta gloriosa verdad de la cruz: nuestra muerte en Cristo es esencial por dos motivos,
si analizamos el pecado en sus dos aspectos. En primer lugar, nuestra muerte en Cristo es imprescindible para que la
justificación sea aceptable desde el punto de vista legal. Ciertamente todos
los hombres murieron objetivamente en
Cristo, pero si rechazas esa muerte como la tuya propia, si rehúsas
identificarte con la cruz de Cristo, estás rechazando tu muerte en Cristo, lo que impide que su sangre
pueda perdonarte legítimamente. Es por ello que 1 Juan 1:7-9 dice:
Si andamos en la luz
[que es la luz de la verdad de la cruz]... la
sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado.
En segundo lugar, nuestra muerte en Cristo se dirige a la raíz
misma de nuestro problema con la naturaleza pecaminosa. Pone coto a la
ley de pecado que está en mis miembros.
Si algún día tienes que asistir al funeral de un alcohólico, nunca
se te ocurra llevar una botella de licor y ofrecérsela al difunto. ¡No te la
aceptará! Terminó con la bebida. Se acabó para él el problema del alcohol. La
solución de Dios al problema del pecado no es mejorarte. Su antídoto contra el
poder del pecado es atacar a sus mismas raíces mediante la cruz de Cristo
[mediante la muerte al pecado]. La cruz de Cristo viene a ser entonces el poder
de Dios para salvación.
En Gálatas 5:24 leemos:
Los que son de
Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos.
Crucificada: así es como debe estar la carne con todos sus deseos.
Dice Romanos 13:14:
Vestíos del Señor Jesucristo, y no fomentéis los
malos deseos de la carne.
Vivid según el Espíritu, y no satisfaréis los deseos
malos de la carne (Gál 5:16).
¿Quieres obtener la victoria sobre el poder de la carne? La
encontrarás en la cruz de Cristo, no en tus promesas y resoluciones. Estas son
como cuerdas de arena. En Juan 12:24, Cristo dijo:
Os aseguro que si el
grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo. Pero al morir, lleva mucho
fruto.
El versículo expresa el mensaje de la cruz en terminología
agrícola. Me encanta la jardinería, pero sé que guardando el paquete de
semillas en la estantería no puedo obtener ningún resultado. La semilla ha de
llegar al suelo y morir. Cuando germina, no lo hace como semilla sino como
brote que crece y produce vida. Al arrancar el manzano silvestre y plantar otro
provechoso en su lugar, he de esperar unos cinco años hasta ver manzanas, pero
cuando las vea, si el árbol es el bueno, podré deleitarme comiendo sus frutos.
Cuando tú y yo morimos en
Cristo y aceptamos su vida de justicia en lugar de la nuestra de pecado,
llevamos buen fruto. Como dice la parábola, unos granos dan cien, otros
sesenta, y otros treinta. Lo importante no es la cantidad. Tal es el mensaje de
la cruz para hoy. Es el poder de Dios para la salvación del pecado.
Terminamos este capítulo citando Juan 12:25:
El que ama su vida [de
pecado], la perderá; y el que aborrece su vida en
este mundo [la vida de la carne], para vida
eterna la guardará.
Si te aferras a tu vida en Adán, un día la perderás para siempre
sin obtener nada a cambio.
La gran verdad que el mundo necesita conocer es que Cristo derramó
su sangre por sus pecados. Eso es lo que el incrédulo está en necesidad de
saber. La gran necesidad del cristiano que ha sido ya perdonado, justificado y
obtuvo la paz, que aparece ante Dios como si nunca hubiera pecado, no es
especialmente que Cristo derramó su sangre por él, puesto que eso lo sabe ya.
Lo que necesita saber es que él murió en
Cristo a fin de poder llevar fruto. El método divino para que llevemos
fruto no es el hacernos mejores, sino el entregar nuestra vida para obtener a
cambio la vida de su Hijo, una vida que complace a Dios.
Mi oración sincera es que aceptes la cruz de Cristo ahora. La cruz
de Cristo te habla así: ‘Estoy crucificado juntamente con Cristo, sin embargo,
vivo. Pero no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí’ (Gál 2:20).
Cristo siempre estuvo dispuesto a ir allí donde el Padre lo envió, a obedecer a
su palabra; estuvo dispuesto a ir hasta la misma cruz para salvarnos. Que su
amor pueda motivarnos, de forma que estemos prestos a morir a nosotros mismos,
a fin de que sea él quien viva, y el mundo no nos vea a nosotros, sino a “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Col
1:27).
Ningún estudio sobre la cruz de Cristo puede considerarse completo
a menos que incluya la resurrección. Para los discípulos lo significaba todo, y
juega un papel vital en nuestra redención. En este último capítulo sobre la
cruz de Cristo analizaremos cuatro razones importantes por las que la
resurrección de nuestro Señor Jesús es esencial para el cristiano en términos
de su salvación.
Veamos primero la resurrección tal como la vieron los discípulos.
Recordemos que todos ellos eran judíos. Eran víctimas del judaísmo. Se los
había educado en la convicción de que el Mesías no había de ser un siervo
sufriente, sino un rey conquistador que destruiría el imperio romano y
establecería su propio reino. Esa era la esperanza que animaba a los discípulos
cuando aceptaron a Jesucristo como a su Salvador.
A pesar de que más de una vez Jesucristo mismo les había
anticipado su muerte y resurrección, sus ideas preconcebidas sobre el Mesías
tenían tal arraigo, que dejaron de apreciar el significado de su muerte y
resurrección cuando estas ocurrieron.
Después que Cristo resucitó, los primeros discípulos en verle —con
excepción de María— fueron aquellos dos varones referidos en Lucas 24. A
partir del versículo 13 leemos cómo los dos discípulos camino de Emaús —a
unos diez kilómetros de Jerusalem— estaban francamente desanimados. Su estado
era tal, que cuando Jesús se juntó a ellos no lo reconocieron. Cuando Jesús les
preguntó: “¿Qué conversáis entre vosotros mientras
andáis?” (‘¿qué significan esas palabras de desaliento que oigo?’). Le
respondieron en estos términos: ‘¿Quieres decirnos que no sabes realmente lo
que ha sucedido? Ese hombre, Jesús de Nazaret, creíamos que era el Mesías de
quien los profetas habían hablado. Pero nuestros dirigentes lo crucificaron y
nuestras esperanzas se han desvanecido, y de eso hace ya tres días’.
Entonces Jesús, mientras caminaban hacia el pueblo, les dijo:
¡Oh simples y lentos
de corazón para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el
Cristo padeciera estas cosas para entrar en su gloria? Y empezando desde Moisés
y todos los profetas, les declaró lo que toda la Escritura decía de él
(vers. 25-27).
Les dijo: ‘¡Estaba todo escrito! ¿Por qué no lo visteis?’ No lo
vieron porque sus ideas preconcebidas los habían cegado: un problema que aún
nos aflige hoy en lo referente a comprender la verdad. Más tarde, en ocasión de
la cena, cuando Jesús levantó las manos para bendecir el pan, se dieron cuenta
de quién estaba hablando con ellos, y la emoción que les embargó fue indescriptible.
En los versículos 23-33 se nos informa de que en aquella
misma hora regresaron a Jerusalem. Recorrieron de nuevo aquellos diez
kilómetros y encontraron a los once apóstoles y a los que estaban reunidos con
ellos, que aseveraban:
El Señor ha
resucitado y se ha aparecido a Simón.
Entonces les relataron lo sucedido en el camino y cómo lo
reconocieron al partir el pan. Imagina a aquellos desanimados y chasqueados
discípulos, con sus esperanzas destruidas por la cruz, cuando de repente la
resurrección cambió radicalmente su estado. Comprendieron que era el Mesías,
que Jesús había venido, no a conquistar a los romanos sino a conquistar el
pecado y a librarlos de las garras de la muerte.
Teniendo presente lo anterior, veamos las cuatro razones por las
que la resurrección tiene una importancia vital para el cristiano.
I. La primera de ellas es que la resurrección vindicó la justicia
que Jesús obtuvo en nuestro beneficio, de forma que pudiésemos ser cualificados
para el cielo. Pablo, tras haberse presentado en Romanos 1 como apóstol
llamado por Dios, separado para predicar el evangelio a los gentiles, en el
versículo 2 afirma que el evangelio había sido prometido mediante los
profetas del Antiguo Testamento, pero ahora ya no era más una promesa, sino una
realidad. Y la realidad consiste en Jesucristo, el Hijo del hombre según la
simiente de David, y el Hijo de Dios según la vida de santidad que vivió. Es
decir, Jesucristo era tanto hombre como Dios, a fin de poder ser el Salvador
del mundo. Mediante su humanidad su unió a nosotros: la raza humana necesitada
de redención, y mediante su divinidad nos unió al Padre celestial.
Habiendo declarado la justicia de Cristo, aporta ahora la prueba
de esa justicia:
Declarado Hijo de
Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de los
muertos (Rom 1:4).
¿Qué quiso decir Pablo? ¿Qué relación tiene la resurrección de
Cristo con el Espíritu de santidad o la justicia que se manifestó en su vida?
Si Jesús hubiese pecado en algún pensamiento, palabra o hecho, el Padre no
habría tenido derecho a resucitarlo de los muertos. El poder último del pecado
es la muerte. En Romanos 6:23, Pablo dice:
La paga del pecado
es la muerte.
La ley dice que el alma que peca ha de morir. Cristo llevó los
pecados del mundo, pero él mismo jamás pecó.
Cuando murió, cuando nuestros pecados lo llevaron hasta el
sepulcro y pagó el precio de nuestros pecados en la cruz, el pecado no pudo
mantenerlo prisionero en la tumba, dado que su vida había estado perfectamente
libre de pecado. Resucitó para demostrar que en su misión terrenal había manifestado
una perfecta justicia. Si hubiera pecado en cualquier manera que fuese, Dios no
habría tenido el derecho legal para resucitarlo. Pero el hecho de que así lo
hiciera prueba que la justicia que Cristo manifestó en esta tierra, en su
humanidad, durante los 33 años anteriores a la cruz, era perfecta.
Como ejemplo, Pablo, refiriéndose a Cristo, escribió en Romanos
4:25, que
fue entregado por
nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación.
En la cruz llevó la culpabilidad y el castigo de nuestros pecados,
y resucitó para nuestra justificación. Es decir, Dios entregó a Cristo para que
llevase la paga de nuestros pecados, de forma que podamos ser justificados de
ellos. Entonces resucitó a Cristo como evidencia de que esa justificación fue perfecta. Fue resucitado “a causa de” nuestra
justificación (F. Lacueva, Nuevo
Testamento Interlineal). El precio del pecado se pagó enteramente en la
cruz, por lo tanto, Dios tenía el perfecto derecho a resucitarlo de los
muertos, siendo que él mismo no tenía pecado.
Resumiendo el primer punto: la resurrección de Cristo vindica su
justicia obtenida a favor de la raza humana pecaminosa.
II. En segundo lugar, la resurrección de Cristo asegura la nuestra.
Es importante que nos quede muy claro que todo cuanto hayamos de experimentar
los cristianos en este mundo y en el venidero, está basado en la obra perfecta
y acabada en Jesucristo. Es decir, nada hay que tú o yo podamos experimentar
como cristianos, bien sea en términos del nuevo nacimiento, o bien de nuestra
situación ante Dios como justificados —que nos trae paz y gozo, esperanza y
seguridad—, que no haya sido ganado ya por Cristo en nuestro favor. Igualmente
sucede si pensamos en términos de vida santa, de la esperanza de la
resurrección y ascensión a los cielos junto a Cristo; todo lo recibimos en
virtud de haber sido ya ganado en la historia sagrada de nuestro Señor
Jesucristo.
Dicho de otro modo: en Jesucristo Dios redimió a la totalidad de
la raza humana. Estuvimos en él en la encarnación. En 1 Corintios 1:30
Pablo afirma que fue por la voluntad de Dios por la que fuimos puestos en
Cristo, y él nos fue hecho sabiduría, justicia, redención, santificación, y
todas las cosas. Por lo tanto, puesto que Cristo es el origen de nuestra
experiencia cristiana, su resurrección garantiza nuestra resurrección. En otras
palabras: resucitaremos debido a que en
Cristo hemos sido ya resucitados de entre los muertos. De hecho, en Efesios
2:6 Pablo declara que “con él nos resucitó, y
nos sentó en el cielo con Cristo Jesús”.
Volvamos ahora a 1 Corintios 15:12 y notemos el argumento
de Pablo en ese pasaje. El contexto es un problema doctrinal que afectaba a
miembros de la iglesia en Corinto. Algunos de ellos ponían en cuestión la
resurrección de los creyentes. Así protestó Pablo:
Si se predica que
Cristo resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay
resurrección de muertos?
¿Puede alguien imaginar a creyentes sin esperanza de resurrección?
Es muy significativo que Pablo no defiende la resurrección del creyente
recurriendo al método del texto probatorio. Su prueba de que el cristiano tiene
la esperanza de la resurrección es la propia resurrección de Cristo.
Leemos a partir del versículo 13:
Si no hay
resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó,
nuestra predicación es vana, y vuestra fe también es vana.
Es decir, si el origen de la resurrección, que es Cristo, no
resucitó de los muertos, entonces no hay esperanza alguna para nosotros. Pero
si Cristo resucitó, entonces tenemos esperanza. Pablo da entonces un paso más,
viniendo a decir: ‘Si Cristo no resucitó, nuestra predicación es una mentira,
pero si Cristo resucitó de los muertos, entonces nuestra predicación es
verdadera, y el cristiano tiene esperanza’.
De hecho, en el versículo 19, Pablo declaró que si nuestra
esperanza en Cristo se refiere sólo a esta vida, somos los más miserables de
todos los hombres. ¿Por qué? Porque la esperanza del cristiano no está en este
mundo, sino en el venidero. Y el comienzo del mundo venidero coincide con la
resurrección de los creyentes.
“Pero lo cierto”, continúa
diciendo Pablo en el siguiente versículo,
es que Cristo
resucitó de los muertos, y fue hecho primicia de los que durmieron.
Y en los versículos 21-22 hace esa magistral afirmación en
relación a los conceptos de en Adán,
y en Cristo:
Así como la muerte
vino por un hombre, también por un Hombre vino la resurrección de los muertos.
Hay que notar que “hombre” figura ambas veces en singular.
¿Quiénes son esos dos hombres, uno de los cuales te trae la muerte, y el otro
la vida?
Porque así como en Adán todos mueren, así en Cristo todos serán vueltos a la vida (vers.
22).
Recuerda bien el contexto. Pablo no está aquí considerando
simplemente a toda la raza humana en
Cristo. Es decir, no está tratando aquí sólo de la verdad del evangelio en
su aspecto objetivo, sino que va hasta la experiencia subjetiva del creyente.
¿Tienen esperanza de resurrección los cristianos que han aceptado la verdad tal
cual es en Cristo? La respuesta es:
‘Sí’. ¿Por qué? ¿Cuál es la garantía de nuestra resurrección? La resurrección
de Cristo.
Pero cada uno en su
orden: Cristo la primicia, después los que son de Cristo, en su venida
(vers. 23).
La resurrección de Cristo es la garantía de la resurrección de
todo creyente. Pablo dirigió a los creyentes en Tesalónica estas palabras:
Creemos que Jesús
murió y resucitó, y que Dios traerá con Jesús a los que durmieron en él
(1 Tes 4:14).
El versículo 15 y sucesivos explica cómo el Señor mismo
descenderá del cielo con aclamación, con voz de arcángel, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego
nosotros, los que vivamos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto
con ellos en las nubes, tras haber sido transformados “en
un abrir de ojo” de la corrupción a la incorrupción, para recibir al
Señor en el aire.
El asunto es, no obstante, que debido a que Jesús conquistó la
tumba, nosotros —los creyentes— tenemos la esperanza de la resurrección. Un
último texto al respecto:
Bendito el Padre y
Dios de nuestro Señor Jesucristo, que según su gran misericordia nos regeneró
en esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos
(1 Ped 1:3).
Dicho de otro modo: nuestra esperanza es la resurrección de
Cristo. Dicha esperanza no está en este mundo, sino en el venidero. Aparecemos
ante él perfectos en Cristo, pero por tener un cuerpo mortal, todos estamos
sujetos a la muerte: la que la Biblia llama primera muerte. Pero para el
cristiano esa muerte no es el segador implacable, sino simplemente sueño, y
sueño significa reposo.
El cristiano que muere está reposando en Cristo, y cuando Cristo
venga y clame poderosamente con trompeta de Dios y diga ‘¡Resucitad, los que
dormís en Cristo!’, todos los creyentes que murieron en Cristo saldrán vencedores de la tumba, siendo su victoria el
resultado de la victoria por la que Jesucristo salió vencedor de su tumba.
Y así, Pedro añade:
Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su gran
misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva por la resurrección de
Jesucristo de los muertos (1 Ped 1:3).
III. Eso nos lleva a la tercera razón por la que eso es importante: la
resurrección de Cristo hace posible su ministerio intercesor en el santuario
celestial. Cuando tú y yo aceptamos a Cristo, seguimos siendo pecadores siendo
salvados por la gracia. El aceptar a Cristo, la experiencia del nuevo
nacimiento, no cambia la naturaleza de nuestra “carne”. Seguimos siendo
potencialmente pecadores al ciento por cien; por consiguiente, necesitamos un
mediador, un Abogado, “a Jesucristo el Justo”
(1 Juan 2:1). Mientras seamos pecadores tenemos un Mediador, puesto que
Jesús venció a la muerte, ascendió al cielo y está ahora sentado a la diestra
de Dios, “viviendo siempre para interceder”
por nosotros (Heb 7:25).
Observa lo que Pablo tiene que decir al respecto en Romanos 8.
En los capítulos precedentes ha venido presentando el evangelio desde todo
punto de vista imaginable. Comienza en 3:21 y prosigue hasta el 8:30,
para concluir su exposición con la siguiente pregunta:
¿Qué diremos? Si
Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? (vers. 31).
¡Maravillosa conclusión! Si Dios está de nuestra parte, poco
importa quién pueda estar contra nosotros.
Cierto, el diablo nos puede acusar día y noche, tal como indica Apoc
12:10, pero tenemos un Abogado: el Justo. Leemos en Rom 8:34:
¿Quién condenará?
Es el diablo quien condena, pero presta oído a las buenas nuevas:
Cristo es el que
murió.
Recuerda: murió para quitar nuestra condenación, y
además está a la
diestra de Dios, e intercede por nosotros.
Jesús resucitó para nuestra justificación (Rom 5:25). Rom
8:34 dice virtualmente: ‘Cristo, quien venció a la muerte, está ahora
sentado a la diestra de Dios intercediendo por nosotros’.
1 Juan 2:1 afirma que el evangelio son
buenas nuevas, pero nunca permitas que las buenas nuevas de salvación: un don
gratuito en favor de los pecadores, se convierta en gracia barata para
favorecer el pecado. El evangelio no nos concede jamás licencia para pecar.
Ahora bien, Juan reconoce que vivimos todavía en un mundo de pecado, poseemos
aún una naturaleza pecaminosa.
Caemos en el pecado porque fallamos en aprender bien la lección de
andar en el Espíritu, y así, en 1 Juan 2:1 leemos:
Hijitos míos, esto
os escribo para que no pequéis [aquí
emplea el tiempo verbal presente]. Pero si alguno
hubiera pecado [esta vez emplea el aoristo, o pasado histórico], Abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo el Justo.
La resurrección de Cristo hace posible que tengamos a la diestra
de Dios un Intercesor en representación de los creyentes: a Jesucristo.
Veamos un texto más en relación con esto. El libro de Hebreos se
dirigía primariamente a los cristianos judíos que estaban en peligro de dar la
espalda a Cristo y volver al judaísmo. El autor de Hebreos, que en mi opinión
es Pablo, aclara en su epístola que Cristo es la realidad de todo cuanto había
sido bosquejado en el Antiguo Testamento. Y por ser la sustancia y realidad de
todo lo prefigurado, es superior a todo cuanto pudiera haberse dado a los
judíos en el Antiguo Testamento [N. del T.: que Pablo identifica en
Hebreos con el viejo pacto debido a la distorsión legalista que hicieron los
judíos de aquella ilustración del evangelio de Cristo].
Leamos ahora Hebreos 7:25 en su contexto:
Como Jesús permanece
para siempre, tiene un sacerdocio inmutable. Por eso puede también salvar
eternamente a los que por medio de él se acercan a Dios, ya que está siempre
vivo para interceder por ellos.
Los sacerdotes levíticos del Antiguo Testamento no podían
interceder por los judíos en el auténtico sentido de la palabra. ¿Por qué?
Primeramente, porque ellos mismos eran pecadores. Sin duda recordarás cómo en
el día de las expiaciones no podían entrar al lugar santísimo sin haber
ofrecido antes un sacrificio por sus propios pecados y por los de sus familias.
Jesús no tuvo que ofrecer sacrificio alguno por sí mismo, pues nunca cedió al
pecado. Ni siquiera en un pensamiento consintió en pecar, y como ya se ha
comentado anteriormente, es por ello que Dios tuvo el derecho legal de
resucitarlo. Jesucristo es un sacerdote que jamás ha pecado, que ha vencido al
pecado y la muerte.
La segunda diferencia es que los sacerdotes levíticos estaban
limitados en su intercesión por ser seres humanos no sólo pecadores, sino
también mortales. Eso significa que su longevidad era comparable a la de
cualquier otro contemporáneo. Pero Cristo, cuando resucitó de los muertos, lo
hizo para no morir ya nunca más. Y por ser Salvador eterno puede interceder por
nosotros desde el momento de su ascensión. Tenemos un Abogado, un Sacerdote que
es capaz de salvarnos plenamente, no porque seamos buenos, sino porque él es
nuestra justicia y está a la diestra de Dios vindicando y defendiendo a sus
creyentes.
Jesucristo es nuestro Abogado, nuestro Salvador, y es poderoso
para salvar plenamente a todo aquel que se allega a Dios mediante él, puesto
que no hay condenación para los que están en
Cristo. Como dijo el mismo Jesús (Juan 5:24), el que está en Cristo “pasó
[ya] de muerte a vida”.
IV. Eso lleva finalmente a la cuarta razón importante por la que la
resurrección es importante para el creyente. La resurrección de Cristo demostró
de una vez y para siempre que el poder de Dios manifestado en Jesucristo es
superior a todo el poder del pecado que Satanás puede alistar mediante la carne
pecaminosa. En Romanos 7:14 encontramos una declaración notable del
apóstol a propósito de nuestro problema con el pecado. Dice allí que la ley es
espiritual, pero que nosotros, en contraste, somos carnales, vendidos como
esclavos al pecado. Debido a ello, al ser humano, abandonado a sí mismo,
le resulta imposible vivir una vida de santidad y rectitud. Cierto, puede
desear la práctica del bien; puede escoger hacer la voluntad de Dios, se puede
deleitar en la ley de Dios, pero ¿cómo cumplir ese deseo?, ¿cómo realizar
aquello que decidió? ‘Dejado a mí mismo’ resulta imposible.
Recuerda que en Romanos 7:14-25, Pablo no está refiriéndose
al cristiano controlado por el Espíritu Santo. Se refiere a quien está
intentando vivir una vida santa en y por
sí mismo. ¿Cómo podemos saberlo? Porque en Romanos 7:25, Pablo
aclara: “Dejado a mí mismo” (autos ego). Significa sin Cristo. ‘Abandonado
a mí mismo, aparte del Espíritu de Dios, puedo servir a la ley de Dios sólo con
mi mente. Puedo escoger obedecer su ley, puedo hacer resoluciones, puedo hacer
promesas, pero mi carne o naturaleza no me permitirá efectuar lo que he
escogido hacer’. Esa es la razón por la cual cada promesa que hacemos a Dios
tiene la fuerza de una cuerda de arena, tal como dice el original de El Camino a Cristo (p. 47). ¿Por qué?
Porque en mis miembros opera la ley del pecado, y yo —por mí mismo— soy un
esclavo de ella.
¿No hay, entonces, esperanza de vencer la carne? Tras haber
clamado lamentando su condición desgraciada, el apóstol dice en la primera
parte del versículo 25:
¡Gracias doy a Dios,
por nuestro Señor Jesucristo!
Alabemos a Dios por el magnífico Salvador que nos ha dado. Tenemos
un Salvador que no sólo nos ha salvado de nuestros pecados, sino también de la
ley del pecado, del poder o la fuerza que nos lleva a pecar. Jesucristo no sólo
llevó los pecados del mundo, sino que además, como dice Pablo en Romanos 8:3,
condenó el pecado en la carne. No lo excusó ni lo disculpó, sino que lo venció,
lo condenó.
¿Qué prueba que condenó al pecado en la carne? —La resurrección.
Cristo demostró al resucitar que su poder sobre el pecado es mayor que el poder
del pecado en nosotros. Intentaré explicarlo en 1 Cor 15. Ya hemos
considerado ese capítulo, pero ahora vamos a dirigir la atención a los
versículos 55 y siguientes.
¿Dónde está, oh
muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la
muerte es el pecado, y el poder del pecado es la Ley. Pero gracias a Dios, que
nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Pablo afirma aquí que el poder último del pecado consiste en
llevarnos al sepulcro. Si podemos vencer al sepulcro, eso demuestra que podemos
vencer el pecado. Y nadie excepto Cristo ha vencido de por sí al sepulcro.
Moisés resucitó de su tumba, y muchos resucitaron de los muertos al resucitar
Cristo. Pero ninguno de ellos lo fue por su propia justicia. Resucitaron porque
eran creyentes en Cristo. Resucitaron por el poder de Cristo, quien venció al
sepulcro. Veámoslo así: el pecado, tus pecados y los míos, hicieron que Jesús
descendiera a la tumba. No fue su pecado el que lo causó, pues jamás cometió
pecado. Fue nuestro pecado el que lo llevó al sepulcro. Pero nuestros
pecados no pudieron retenerlo allí. Y en ello manifestó Jesús su poder
sobre el pecado.
Así, hermanos míos
amados, estad firmes y constantes, abundando en la obra del Señor siempre,
sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano
(vers. 58).
La siguiente ilustración puede ayudar a comprender lo dicho.
Cuando estábamos en el campo misionero hubo ocasiones en las que
mi familia se veía obligada a permanecer aislada de la sociedad. Tenía entonces
que dedicar algún tiempo a mis hijos a fin de que no se sintieran abandonados.
En ocasiones jugábamos de esta manera: me estiraba en el suelo y hacía que mi
hijo me sujetara los pies y mi hija las manos. Entonces los desafiaba así: ‘A
ver quién puede más. Si prevalecéis vosotros, no podré levantarme de aquí. Si
soy yo quien vence, me levantaré’. ‘¿Estáis preparados?’ –¡Sí!, me contestaban.
Hacían toda la fuerza que les era posible, pero siempre acababa levantándome.
De eso hace muchos años. Recientemente mi hijo me dijo: ‘Papá,
¿por qué no repetimos ahora aquel juego?’ Ahora no tendría modo de librarme de
mis hijos. Los dos me han dejado pequeño, así que les respondí: ‘Eso era un
juego para niños. Ahora habéis crecido, y recordad, “cuando
yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Pero
cuando llegué a ser hombre, dejé lo que era de niño”. Naturalmente, se
echaron a reír, sabedores de que esta vez nada podría impedirles retenerme en
el suelo.
Pues bien, nuestros pecados clavaron a Cristo en la tumba, pero no
pudieron retenerlo allí. Mediante el Espíritu fue resucitado de los muertos.
Así, por el Espíritu que mora en Cristo se revela el poder de Dios contra el
poder del pecado. En Romanos 8:2 Pablo nos dice que ‘el Espíritu de vida
en Cristo me ha librado del poder (“la ley”)
del pecado y de la muerte’. En otras palabras: en Cristo confluyeron esas dos
fuerzas: el Espíritu de vida, y el espíritu (“la
ley”) del pecado que residía en nuestra humanidad que él tomó. Cristo
conoció ambas fuerzas, y Dios permitió que nuestros pecados lo llevaran al
sepulcro, pero no pudieron retenerlo allí. El Espíritu de vida lo resucitó de
los muertos.
En vista de lo anterior, Pablo hizo una sorprendente y magnífica
declaración que debemos aplicar a nuestra vida cristiana:
Y si el Espíritu de
Aquel que levantó de los muertos a Jesús habita en vosotros, el que levantó a
Cristo Jesús de entre los muertos, vivificará también vuestro cuerpo mortal por
medio de su Espíritu que habita en vosotros (Rom 8:11).
Esa es precisamente la razón por la que Pablo dice en el versículo
4 del mismo capítulo que cuando andamos conforme al Espíritu se
cumple en nosotros la justicia de la ley, no porque seamos capaces por
nosotros mismos de cumplirla, sino porque mora en nosotros el Espíritu de vida
que demostró su poder contra el pecado al resucitar a Cristo. El Espíritu de
Cristo habitando en ti, es poderoso para mantener en sujeción tu carne
pecaminosa y para reproducir en ti el carácter justo de Cristo.
Siendo así, el cristiano no tiene simplemente la esperanza de la
resurrección junto con una entrada para el cielo, sino que, mediante el
Espíritu que mora en él, tiene la firme esperanza de reproducir en su vida el
carácter justo de nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien, eso sólo sucede cuando
aprendemos a caminar conforme al Espíritu.
Una de las últimas cartas que Pablo escribió fue la destinada a
los Filipenses, y en ella encontramos una importante afirmación concerniente a
sí mismo, que debiera ser la meta de todo creyente que contienda con la carne y
la naturaleza pecaminosa. En Filipenses 3:9 Pablo expone con rotundidad
que su salvación reposa enteramente en la justicia de Cristo, y así debiera ser
para todo creyente. Dice entonces en el versículo 10:
A fin de conocer a
Cristo, conocer la virtud de su resurrección, y participar de sus
padecimientos, hasta llegar a ser semejante a él en su muerte, para llegar de
algún modo a la resurrección de los muertos.
Luego continúa así:
No que lo haya
alcanzado ya, ni que sea perfecto [no pretende haber vencido
totalmente a la carne], sino que prosigo por ver si
alcanzo aquello para lo cual fui también alcanzado por Cristo Jesús.
Es decir, ‘en Cristo soy
victorioso. En él he vencido ya el
pecado’. ‘Ese es mi blanco’.
No considero haberlo
ya alcanzado; pero una cosa hago, olvido lo que queda atrás, me extiendo a lo
que está delante, y prosigo a la meta, al premio al que Dios me ha llamado
desde el cielo en Cristo Jesús.
Uno de esos premios, uno de esos llamados, es la victoria sobre la
carne.
Habiendo dicho lo anterior, es necesario hacer ciertas
aclaraciones. La primera es que la victoria sobre el pecado o sobre la
naturaleza pecaminosa no es lo mismo que perfección impecable. Dios nos concede
la victoria sobre el pecado estando aún en naturaleza pecaminosa. Pero no es
hasta la segunda venida de Cristo cuando experimentaremos la perfección
impecable, cuando esto corruptible sea transformado en incorruptible. En otras
palabras: de este lado de la eternidad continuamos siendo indignos pecadores (1
Tim 1:15). Por lo tanto, nuestra paz y seguridad jamás se basarán en
nuestros sentimientos, en la percepción de nuestra experiencia subjetiva. La
justificación es sólo por la fe en la vida y muerte de Cristo.
El propósito de la victoria sobre la carne es testificar al mundo
del poder del evangelio en nuestras vidas. Cuando el mundo vea en nosotros el
carácter de amor que Jesús manifestó en esta tierra, ese amor que se entrega,
desprovisto de egoísmo, ese amor incondicional; entonces se dará cuenta de que
el evangelio no es sólo una teoría, sino poder de Dios para salvación. El mismo
Jesús dijo en Juan 13:35:
En esto conocerán
todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros
En el versículo que lo precede especifica que se trata del mismo
tipo de amor que él manifestó hacia los hombres.
En segundo lugar, es preciso aclarar que la victoria sobre el
pecado, o la santidad de la vida, no contribuyen en lo más mínimo a nuestra
justificación o a nuestro derecho al cielo. Es sólo y exclusivamente en Cristo que los poseemos. Esa es la
única base de la seguridad para nuestra salvación. Nuestro derecho al cielo o
nuestra justicia jamás proceden de nosotros mismos, de nuestra experiencia, ni
siquiera de nuestra victoria mediante el poder del Espíritu Santo. No es esa la
base de nuestra seguridad y nuestra paz, dado que aun siendo cierto que el
Espíritu Santo nos da la victoria, en esta tierra nunca tendremos plena
conciencia de ello.
Eso nos lleva a la tercera aclaración: la victoria sobre el pecado
es tarea propia de Dios, puesto que tú y yo seguimos teniendo naturalezas
pecaminosas, y abandonados a nosotros mismos, como Pablo explica en Romanos 7,
no podemos vencer a la carne. Cuando Dios nos da la victoria, podemos no saberlo.
Nuestra parte, desde el principio hasta el final, es la fe. Esa es nuestra
batalla. Dijo Pablo a Timoteo hacia el final de sus días:
He peleado la buena
batalla de la fe.
Esa es la lucha que tú y yo hemos de pelear.
En Lucas 18:1-8 leemos sobre una parábola en la que Jesús
describió a los que son débiles en la fe. En su introducción les habló sobre la
necesidad “de orar siempre y no desmayar”.
Les refirió entonces la parábola del juez injusto y la viuda importuna. Y en la
conclusión (vers. 8), planteó la pregunta:
Cuando el Hijo del
hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?
¿Es Dios poderoso para hacer que su pueblo desarrolle una fe
inquebrantable, un pueblo cuya fe en la Palabra de Dios sea inamovible, que no
sea posible hacerlo dudar de Jesucristo aunque el cielo se derrumbe? Cuando
Dios tenga un pueblo que camine sólo por fe, entonces tendrá libre el camino
para hacer que las vidas de ellos reflejen perfectamente el carácter de Cristo.
Por consiguiente, nos gloriamos en la resurrección de Cristo por
el motivo de que reivindica su justicia, la cual nos justifica, garantiza
nuestra resurrección y hace posible que Cristo sea nuestro intercesor, de forma
que, si bien somos pecadores, podemos mirar a los demás y a nosotros mismos sin
vergüenza, sabiendo en Quién hemos creído, sabiendo que es capaz de salvarnos
plenamente.
Por último, la resurrección de Cristo nos da la esperanza de
vencer a la carne y vivir una vida que Dios aprueba. Esa es mi oración para ti.
Amén.