SÉ PUES CELOSO
y
ARREPIÉNTETE,
<small>PUEBLO MÍO</small>
(índice)
R.J. Wieland
Original: Corporate Repentance
Traducción: http://www.libros1888.com
Centinela
nocturno (poema)
Prefacio o
1. Un correo llegado del cielo
2.
¡Ni una sola
expresión de encomio!
3.
La iglesia como
cuerpo de Cristo
5.
Un difícil
problema para Dios
6.
Arrepentimiento
sin precedentes: Día de la Expiación
7.
Arrepentimiento
de Jesús por pecados que no cometió
8.
Cristo llamó al
pueblo judío al arrepentimiento nacional
9.
Cómo selló su
suerte la antigua nación judía
10. Urgencia del llamado de Cristo al arrepentimiento
11. Cómo puede arrepentirse una
iglesia
12. Lección de nuestra historia denominacional
13. Arrepentimiento corporativo: senda del amor cristiano
(índice)
Señor,
esta noche pienso en tu sufrimiento.
Soy
hijo privilegiado; duermo seguro, satisfecho.
Nada amenaza; ninguna llaga de doliente abandonado en
lecho solitario quiebra mi saludable bienestar.
No respiro la angustia aterradora del corazón herido
de muerte.
Ningún pobre africano ensucia mi ventana con manos
enfangadas,
ni mira al interior con ojos enfermos de hambre y
desamor.
¡Pero los hay a miles alrededor de tus ventanas!
Ningún maldito y
desheredado de casa y familia me reclama el césped para hacer su cama esta
noche.
Ningún sollozo desconsolado me estremece desde
antros de vicio,
ni me alarma el gélido lamento del suicida en su
último gesto.
No me aflige el jadeo del soldado que agoniza lejos
de su tierra.
No me perturba el ruido del frenazo, el choque, y el
silencio que lo sigue en la calle ensangrentada.
¡Ni siquiera llego a imaginar la razón de las
lágrimas tras la puerta de enfrente!
Pero durante las horas que las estrellas velan, tú
no duermes.
Tú no puedes pasar a la otra acera, ni mirar hacia
el otro lado.
Recoges cada punzada de dolor y cuentas nuestros
suspiros.
Tuya es la agonía torturadora de sentir nuestra
tragedia universal.
Señor, esta noche pienso en tu sufrimiento.
¿Qué debo hacer yo? ¿Cuál es mi parte?
–Robert J. Wieland
(índice)
Este reducido
volumen trata del problema fundamental de la motivación del corazón. Escudriña
los rincones de la conciencia adventista y destaca el llamamiento final del
Testigo fiel. Tras seis mil años de espera el Salvador suplica por última vez.
Durante más de un siglo hemos desoído esa súplica.
La verdad que
debe probar al mundo en el fin del tiempo no ha sido aún apreciada. El pueblo
escogido de Dios tampoco ha sido todavía verdaderamente probado por ella.
¿Durante cuánto tiempo continuaremos como si nada ocurriera?
Algunos en la
iglesia dicen que la persecución puede resolver nuestro problema espiritual.
Pero ¿es la persecución la causa, o la consecuencia del reavivamiento y reforma
entre el pueblo de Dios? ¿De qué manera encaja la persecución en el Día de la
expiación, que durante años hemos considerado vital para el ministerio final
del Testigo fiel?
Por otra
parte, si es el enemigo de Dios el que desencadena la persecución, ¿a qué está
esperando?
No somos el
primer pueblo en haber malinterpretado el mensaje enviado por Dios. Los judíos
de antaño agraviaron al Mesías debido a la seguridad que tenían de comprender,
cuando en realidad no comprendían. El rechazo del llamado al
arrepentimiento, por parte de la nación judía difícilmente pudo traer mayor
quebranto al corazón de nuestro Salvador que la respuesta tibia e indiferente
de la última de las “siete iglesias” de la historia.
Los judíos
esperaban que el Hijo de David tomase el trono y el cetro de forma
esplendorosa. Su rechazo nacional de Cristo va paralelo a nuestro dejarlo fuera
de la puerta, llamando todavía para que se le permita entrar. La historia de
nuestros padres espirituales demanda una comprensión clara.
¿Qué más
podría hacer el Señor del universo en beneficio de su “ángel de la iglesia en
Laodicea”?
Que el Señor
pueda valerse del mensaje de este libro para ayudarnos a comprender el llamado
del Testigo fiel al arrepentimiento de los siglos. El gran Sumo Sacerdote está
deseoso de ponerse en pie y proclamar: “Consumado es”. Por entonces el evangelio
habrá demostrado ya su poder ampliamente, y la expiación (reconciliación) se
habrá manifestado en su plenitud.
Donald K.
Short
(índice)
En los
antiguos reinos de Israel y Judá, el problema casi constante del Señor fue qué
hacer con los dirigentes humanos. Un rey tras otro llevaban al pueblo a la
apostasía, hasta que las dos naciones fueron devastadas y tuvieron que ir en
cautividad bajo el mando pagano.
Pero el Señor
no ha tenido jamás un problema más difícil de resolver que la tibieza del “ángel
de la iglesia en Laodicea”: la dirección humana de su iglesia remanente del
último tiempo. La solución que Cristo propone es: “Arrepiéntete”. Nuestra
comprensión “histórica” ordinaria ha sido que tal arrepentimiento es meramente
personal o individual.
En teoría
parece algo fácil, pero nuestra historia de más de ciento cincuenta años
demuestra que esa experiencia se nos viene escapando hasta el día de hoy.
¿Podría ser que se estuviese dirigiendo a nosotros como un cuerpo
–corporativamente– y por lo tanto, que esté llamando al arrepentimiento
corporativo?
Durante
décadas se ha evitado la consideración de ese tema, de forma que es algo nuevo
para muchos. Pero en la actualidad está comenzando a atraer seriamente la
atención.
El presente
libro es una revisión profunda del precedente titulado A todos los que amo.
El autor dedica este esfuerzo a Aquel que posee todo derecho a llamarnos al
arrepentimiento, ya que fue él quien se dio a sí mismo en la cruz para
redimirnos, quien murió nuestra segunda muerte y quien nos dio a cambio su
vida.
La gran
mayoría del mundo todavía no comprende nada o casi nada de ese sacrificio
divino ni del amor que lo motivó. Si bien es cierto que hacemos muchas “obras”
diligentes, el libro de Apocalipsis revela que el principal obstáculo que
impide la terminación de la comisión evangélica mundial es la incredulidad
espiritual y la tibieza del “ángel de la iglesia de Laodicea”.
¿Cómo puede
el Señor solucionar el problema? ¿Habrán de caer sobre nosotros juicios
punitivos y desastres? ¿Más terribles guerras mundiales? ¿Más epidemias
letales? ¿Desintegración de las montañas? ¿Más tormentas y terremotos? ¿Incendios,
quizá, como los que destruyeron el Sanatorio de Battle Creek y Review and
Herald a principios de siglo?
¿O pudiera
bastar simplemente que prestemos oído al silbo apacible que nos llama al
arrepentimiento corporativo?
Es la
esperanza del autor que esta modesta contribución pueda ayudar a comprender que
un arrepentimiento tal es algo extraordinariamente pertinente en esta última
década del siglo veinte.
1. Un correo llegado del
cielo
(índice)
¿Llama
Jesucristo a la Iglesia Adventista del Séptimo Día al arrepentimiento? ¿O llama
solamente a algunos individuos en la Iglesia?
Es difícil
imaginar un mensaje venido del cielo más conciso y solemne que la orden de
Cristo dada al ángel de la iglesia en Laodicea: “Sé pues celoso, y arrepiéntete”.
¿A quién dice tal cosa? ¿Qué significa eso de “arrepiéntete”?
No debemos
confundir “los ángeles de las siete iglesias” con “las siete iglesias”: son
cosas distintas. “Los siete candeleros que has visto, son las siete iglesias”.
Pero “las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias”, en alusión a
sus dirigentes (Apoc 1:20). Puesto que el mensaje se dirige al ángel de
la iglesia de Laodicea, debe tratarse de un llamamiento al arrepentimiento más
allá de lo meramente individual o personal.
Los ministros de Dios están simbolizados por las siete estrellas,
las cuales se hallan bajo el cuidado y protección especiales de Aquel que es el
primero y el postrero. Las suaves influencias que han de abundar en la iglesia
están ligadas con estos ministros de Dios… Las estrellas del cielo están bajo
el gobierno de Dios… Así sucede con sus ministros. No son sino instrumentos en
sus manos” (Obreros evangélicos, 13-14)
Ese “ángel”
de la iglesia de Laodicea debe incluir a los maestros de Escuela Sabática,
profesores de colegios y universidades, ancianos locales, dirigentes de Uniones
y Asociaciones, pastores, y desde luego, dirigentes de Asociación General: todos
cuantos dirigen la Iglesia.
Por lo tanto,
ese cuerpo completo de dirigentes es el centro de especial atención de Jesús en
el mensaje a Laodicea. De ninguna manera supone una descortesía hacia los
dirigentes humanos de la iglesia, el señalar lo dicho por el Testigo fiel.
Laodicea es
la séptima iglesia de la historia, justamente la última antes de la segunda
venida de Cristo. Guarda paralelismo con el triple mensaje angélico de
Apocalipsis 14. Ninguna octava iglesia puede sucederla. El mensaje no pueden
ser malas nuevas, ya que Laodicea no es un mal nombre. Significa “vindicación
del pueblo” (también “juicio del pueblo”, o “pueblo del juicio”). 1 Dar oído al llamado al arrepentimiento redime del fracaso a
Laodicea y provee su única esperanza.
¿Cuánto
hace que conocemos el mensaje?
En nuestra
temprana historia denominacional se prestó una gran atención al mensaje. En
fecha tan temprana como 1856, nuestros pioneros creyeron que desembocaría en la
lluvia tardía y el fuerte pregón final en aquella, su generación. Pero tras
haber transcurrido más de un siglo de aparente indiferencia por parte
del cielo, hemos venido a creer que, o bien el mensaje no es demasiado urgente,
o bien quizá cumplió ya su obra. Por la razón que sea, lo hemos “archivado” en el
trastero... Nuestra cultura moderna está profundamente obsesionada por la
supuesta necesidad de cultivar la autoestima, tanto personal como
denominacional, y ese mensaje parece no ser particularmente adecuado a ese fin.
De ahí que hablar de él se haya convertido en más bien impopular.
Puesto que
hemos asumido que el mensaje se dirige solamente a individuos, su aplicación se
ha dispersado hasta el punto de que ha perdido su enfoque original. No hemos
sabido muy bien qué hacer con el mensaje. Responsabilidad de todos:
responsabilidad de nadie. Pero la posibilidad de que el llamamiento de Cristo
lo sea al arrepentimiento corporativo da al mensaje un enfoque
enteramente diferente. Si está llamando al arrepentimiento corporativo, se
infiere que está también llamando al arrepentimiento denominacional.
¿Es
así de importante?
¿Por qué le
preocupa a Cristo de esa manera? Él no puede olvidar que dio su sangre por
el mundo. En Apocalipsis se representa al “ángel de la iglesia de Laodicea”
como interponiéndose entre la luz del cielo y un mundo en tinieblas. La
resolución del problema presentado en Apocalipsis 3 determina el desenlace de
todo el Libro. La derrota en el capítulo 3 detendría, e incluso impediría, la
victoria en el capítulo 19. Nosotros, el “ángel”, los dirigentes, hemos
retardado durante un siglo el propósito final de Dios de iluminar la tierra con
la gloria del “evangelio eterno” en su marco del tiempo del fin. El éxito final
del gran plan de la redención requiere que el “ángel” preste oído al mensaje de
Cristo y venza. De fracasar Laodicea, todo el plan sufriría una desastrosa
derrota final.
La razón es
evidente: los adventistas del séptimo día no creemos, a diferencia de los católicos
y protestantes, que los salvos vayan al cielo inmediatamente al morir. Creemos
que los justos muertos deben permanecer en sus sepulcros hasta una resurrección
corporativa. Pero esa “primera resurrección” depende de la venida personal de
Jesús, la cual depende a su vez de que un grupo de santos vivos esté preparado
para su venida. Eso es así “porque nuestro Dios es fuego consumidor” para el
pecado (Heb 12:29). Cristo no quiere regresar hasta poseer un pueblo de
cuyos corazones haya sido borrado todo pecado. De otra manera, su venida los
consumiría, y él los ama demasiado como para hacer tal cosa. Así, es su amor
por ellos la razón de la demora, que se prolonga hasta tener un pueblo
preparado. Se deduce que hasta entonces todos los justos muertos están
condenados, por así decirlo, a permanecer prisioneros en sus tumbas.
¿Podemos
comenzar a comprender cómo un enemigo ha infiltrado en esta Iglesia la mentira
de la “nueva teología” según la cual es intrínsecamente imposible que un pueblo
sea victorioso sobre el pecado? Puesto que el éxito de todo el plan de la
salvación depende de su hora final, Satanás está disputando su última trinchera
en ese punto.
Con toda
seguridad el interés supremo del cielo no consiste en que perpetuemos un
aparato organizativo afirmado en el orgullo denominacional, algo así como la
lucha de la General Motors para mantener su imagen, frente a la creciente
competencia. Lo que preocupa al cielo es la trágica necesidad que tiene el
mundo del mensaje puro del evangelio, como única manera de liberación del
pecado para todos los que invocan el nombre del Señor. La humanidad sufriente
pesa más en el corazón de Dios, que la preocupación que tenemos por nuestra
imagen denominacional. Si el “ángel de la iglesia de Laodicea” se está
interponiendo en el camino de Dios, el mensaje del Señor a ese “ángel” tiene
que abrirse camino. No hay ningún tipo de indiferencia por parte del cielo; el
Señor está haciendo que clamen las mismas piedras:
Todo el cielo está en actividad, y los ángeles de Dios están
esperando para cooperar con todos los que quieran idear planes por los cuales
las almas para quienes Cristo murió puedan oír las gratas nuevas de la
salvación… Hay almas que están pereciendo sin Cristo, y los que profesan ser
discípulos de Cristo las dejan morir … ¡Dios quiera presentar este asunto en
toda su importancia a las iglesias dormidas! (Joyas de los Testimonios,
vol. 3, 66-67).
La verdadera cabeza de la Iglesia Adventista
Jesús se
presenta a sí mismo como “el Amén, el testigo fiel y verdadero”. ¿Por qué es el
auténtico dirigente de la Iglesia Adventista? Porque dio su sangre por su
iglesia. Sólo él puede impartirle la verdad. Ningún comité ni institución
pueden controlar a Cristo, ni suprimir indefinidamente su mensaje. El término “Amén”
denota que sigue estando por la labor, como testigo viviente ante la iglesia.
En medio del alboroto ensordecedor de las voces de hoy en día, se nos da la
seguridad de que su mensaje va a abrirse camino con poder y claridad:
Entre los clamores de confusión: ‘¡Mirad, he aquí está el Cristo,
o mirad, allí está!’, se dará un testimonio especial, un mensaje especial de
verdad apropiada para este tiempo (Ellen White, Comentario Bíblico
Adventista, vol. 7, 995).
Ellen White
deploró nuestra constante tendencia a interponer seres humanos falibles entre
Cristo y nosotros. Obsérvese cómo en un solo párrafo se refiere a ese tipo de
idolatría en no menos de cinco ocasiones (destacadas en cursivas):
Siempre ha sido el firme propósito de Satanás eclipsar la visión
de Jesús e inducir a los hombres a mirar al hombre, a confiar en el hombre,
y a esperar ayuda del hombre. Durante años la iglesia ha estado mirando al
hombre, y esperando mucho del hombre, en lugar de mirar a Jesús (Testimonios
para los ministros, 93).
Imaginemos a Jesús como huésped invitado
“El Hijo de
Dios… tiene sus ojos como llama de fuego” (Apoc 2:18). Su mensaje no es un
remiendo provisional a nuestros problemas; no es una estrategia cuyo diseño
esté al alcance de ningún comité. Es un mensaje santo y solemne, y traerá sobre
nosotros el juicio de los siglos si lo desdeñamos. Si Cristo fuese el orador
invitado para hablar a los dirigentes de la Iglesia Adventista del Séptimo Día,
su mensaje sería el de Apocalipsis 3:14-21. Conmovería nuestras almas hasta lo
más profundo. ¡Y tiene absolutamente todo el derecho para hablarnos de tal
modo!
El tema del
arrepentimiento corporativo ha sido intensamente combatido. La oposición en la Asociación General ha sido manifiesta y
persistente. 2 Pero en los
meses recientes, dos prestigiosos autores de la Asociación General han
rescatado el tema de su olvidada situación, y lo han presentado como digno de
seria consideración. [Ver The Power of the Spirit, de
George E. Rice y Neal C. Wilson (Review and Herald, 1991)]. La Guía de
estudio para la Escuela Sabática de principios del 1992 discutió abiertamente
la necesidad de él. ¿Pudiera ser que la providencia del Señor nos estuviese
abriendo el camino para inquirir más profundamente en el significado de su
llamamiento? De alguna manera, su llamado a que nos arrepintamos tiene que ser
relevante para nosotros hoy, lo mismo que para nuestra juventud. Todo cuanto
podemos hacer es intentar humildemente comprenderlo. En este modesto volumen
intentamos estudiar su significado.
¿Cuándo
responderemos al Señor?
El
arrepentimiento no es algo que nosotros obramos. Nunca se cumple
mediante los votos de un comité. Es un don del Señor, a recibir con humildad y
agradecimiento (Hechos 5:31). Pero ¿cuándo podremos encontrar siquiera el
tiempo para recibir tal don? Gravita sobre nosotros la continua presión de “hacer”.
¿Cuándo encontraremos la voluntad para recibirlo? El libro que recientemente
han editado dos dirigentes de la Asociación General, plantea la triste cuestión:
¿Nos entregaremos a la obra de preparación espiritual a la que
Dios nos llama, permitiéndole que nos use en la terminación de su obra en la
tierra? ¿O dejaremos escapar de nuestras manos otra oportunidad, y nos
encontraremos junto a nuestros hijos, todavía en este mundo de pecado, durante
otros 50 o 60 años más? (Neal C.
Wilson y George E. Rice, The Power of the Spirit, 53).
¿Podemos
imaginar el chasco que hubiese sentido el antiguo Israel si Josué les hubiese
dicho en la ribera del Jordán, tras haber vagado 40 años por el desierto: “Lo
siento, tendremos que seguir vagando por el desierto durante otra generación”?
Una demora tal se ha producido ya repetidamente en nuestra historia
denominacional, y el gran chasco lo ha sido para el Señor mismo.
A medida que
nos acercamos al fin vemos actuar en la iglesia fuerzas centrífugas que
intentan llevar a la disensión y la desunión. Algunos pueden concluir que esos
azotes sin precedentes significan que Jesucristo ha abandonado la iglesia. Pero
su llamamiento al “ángel de la iglesia en Laodicea” demuestra que no ha hecho
tal cosa. Su magna preocupación, la gran prioridad del cielo, es que se efectúe
un reavivamiento, reforma y arrepentimiento en esta iglesia. Cristo está
por esa labor.
¿Cuál es su
mensaje para nosotros?
Notas:
1.
Obsérvese que el Padre ha declinado la tarea de juzgarnos en favor del Hijo, a quien ha
encomendado todo el juicio, ya que él es el Hijo del hombre (Juan 5:22 y 27).
Ahora bien, Cristo rehusó a su vez juzgar a quienes no creyeran en él. Por lo
tanto, aquellos a quienes juzga es precisamente a los que creen en él, y los
vindicará (Juan 12:47-48). (Volver al texto)
2.
Ver, por ejemplo: Norval F. Pease, By Faith Alone, con prólogo
del presidente de la Asociación General, R.R. Figuhr (1962); A.V. Olson, Through
Crisis to Victory, 237-239 (1966); L.E. Froom, Movement of Destiny,
357, 358, 445, 451 y 686 (1971); George R. Knight, From 1888 to Apostasy,
64 (1987); George R. Knight, Angry Saints, 130-131 y 150-151 (1989). (Volver
al texto)
2. ¡Ni
una sola expresión de encomio!
(índice)
Parecemos estar mucho más satisfechos con nosotros mismos, de lo
que Cristo lo está. Pero si su verdad hiere, también sanará.
“Escribe al
ángel de la iglesia en Laodicea” (Apoc 3:14). Durante décadas hemos venido
asumiendo que el mensaje va dirigido a la iglesia en general. Pero
sorprendentemente, el mensaje va dirigido a sus líderes. Nosotros, los
dirigentes, hemos actuado torpemente al pasar el mensaje a los laicos, regañándolos
y culpabilizándolos por retardar la finalización de la obra de Dios.
Si el mensaje
va dirigido primariamente a individuos de la iglesia, entonces se plantean
importantes problemas. Han estado muriendo Adventistas del Séptimo Día por más
de ciento cincuenta años. En la práctica totalidad de sus funerales hemos
expresado la esperanza de ver de nuevo a esos fallecidos en ocasión de la
primera resurrección, algo que es imposible sin el arrepentimiento personal,
individual.
Por lo tanto,
si el llamamiento de Cristo al arrepentimiento va dirigido primariamente a
individuos, resulta que ya ha sido en gran parte escuchado, pues debemos asumir
que muchos de esos santos fieles se arrepintieron, en preparación para la
muerte. Si tal es el caso, el mensaje a Laodicea se convierte virtualmente en papel
mojado. Podemos esperar poco o ningún resultado más, excepto el continuo
arrepentimiento personal, tal como ha prevalecido por más de un siglo. Esa es
la forma en la que la mayor parte de nuestro pueblo, especialmente los jóvenes,
ve hoy el mensaje.
Si bien cada
uno debemos aplicarnos individual y personalmente todo consejo contenido en los
mensajes a las siete iglesias, ese llamamiento a arrepentirnos va
específicamente dirigido a más que individuos. Y cuando comenzamos a comprender
a quién va dirigido, el mensaje mismo toma un significado nuevo y cautivador.
El
llamamiento en Apocalipsis 3:20 (“si alguno oyere mi voz”) contiene un
significativo término griego: tis, que significa primariamente “cierta
persona” o “alguien determinado”, no inespecíficamente “alguien”. Por ejemplo,
en Marcos 14:51-52, no era meramente “alguien” quien seguía a Jesús “cubierto
solo con una sábana”. La palabra tis se emplea y traduce allí como “un
joven”. En el mensaje a Laodicea, el “ángel” debe ser ese “alguien determinado”
a quien se refiere el mensaje. Jesús citó el Cantar de Salomón en su
llamamiento: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo” (5:2, LXX). Esa “cierta
persona” que debe oír es su amada, la Iglesia. El Señor señala dirigentes para
desempeñar el papel de modelos y ejemplos. Fue el propio Cristo quien dijo: “Por
ellos yo me santifico a mí mismo” (Juan 17:19).
“Conozco tus
obras, que ni eres frío ni caliente … mas porque eres tibio … te vomitaré de mi
boca” (Apoc 3:16). Podríamos concluir superficialmente que, puesto que el “ángel”
es innegablemente tibio, automáticamente Cristo ha cumplido su promesa y nos ha
rechazado. Tal interpretación es favorecida por algunas traducciones de la
Biblia, y ha significado un problema para sinceros miembros de iglesia que han
visto ahí un motivo para desesperar de que la iglesia organizada se vaya a
reconciliar realmente alguna vez con Cristo.
Pero el
lenguaje original contiene una expresión clave: mello, que significa: “Estoy
por vomitarte de mi boca” (Nueva Reina Valera, 1990). Queda claro en
Apocalipsis 10:4, cuando leemos que Juan “estaba a punto de escribir” lo que
habían hablado los siete truenos, pero finalmente no lo hizo por instrucción de
una voz del cielo. En lenguaje vívido y moderno, podríamos expresarlo así: ‘¡Vuestra
actitud me pone enfermo hasta el punto de hacerme sentir nauseas!’
Esa es una
reacción humana común en situaciones de extrema contrariedad emocional. Una
mujer, en la Alemania del Este, tuvo acceso a los archivos de la policía
secreta comunista, recién puestos a la luz, comprobando con horror que durante
años de pretendida fidelidad y amor, su marido había estado informando
secretamente sobre ella al siniestro cuerpo de policía. Su reacción instantánea
e incontrolada consistió en ir al lavabo y vomitar. Por desagradable que nos
parezca, Jesús nos dice que es así como se siente: no por nosotros, sino por la
tibieza que acariciamos. Eso no significa que no nos ame ni que nos retire su
fidelidad (¡la mujer alemana amaba ciertamente a su marido!)
¿Por
qué se siente Jesús de esa forma?
¿Por qué no
dice algo bueno de nosotros? ¿No es demasiado severo? Todo presidente de una
compañía, jefe de equipo u oficial del ejército sabe que debe felicitar a sus subordinados
a fin de que estos rindan al máximo. La dirección humana de la iglesia
remanente debe ser sin duda el grupo más selecto de personas en el mundo. ¿No
sería conveniente que Cristo dijese al menos algo bueno sobre nosotros: sobre
lo diligentes y sabios que somos, lo que hemos logrado tras ciento cincuenta
años de arduo trabajo? Pero no hace nada de eso.
Podemos tener
la seguridad de que no está intentando desanimarnos. Quiere simplemente que
afrontemos la realidad, de tal manera que podamos corregir el problema y estar
dispuestos para oírle decir finalmente: “¡Bien, buen siervo!”, cuando tenga
sentido la pronunciación de esa expresión de aprobación.
Su reacción
al declarar que siente deseos de vomitarnos, nos ayuda a comprender la realidad
de nuestra situación. No nos hemos dado cabal cuenta, pero la implicación es
devastadora. La visión que sigue, en Apocalipsis, presenta a Cristo bajo la
forma de “un Cordero como inmolado”, ante el cual se inclinan en profunda
adoración las huestes del cielo y “los veinticuatro ancianos”, entonando en
total devoción ese cántico:
Digno eres … porque tú fuiste inmolado y nos has redimido para
Dios con tu sangre, de todo linaje y lengua y pueblo y nación. Y nos has hecho
para nuestro Dios reyes y sacerdotes (Apoc 5:6-10).
Todo el cielo
comprende y aprecia lo que le costó redimirnos; cómo descendió hasta el
infierno; la manera en la que gustó el equivalente a nuestra segunda muerte,
para salvarnos. Siente “la anchura y la longitud, la profundidad y la altura
del amor de Cristo … que supera a todo conocimiento”. En contraste, el “ángel
de la iglesia en Laodicea”, viviendo en la luz concentrada de seis mil años de
revelación de Buenas Nuevas, no se conmueve en lo profundo. Nuestros pobres y
decrépitos corazones resultan estar medio congelados, cuando deberíamos mostrar
el mismo grado de aprecio. “Eres tibio”, dice Jesús.
No es
maravilla que nuestra profesión superficial de amor y devoción le provoque
nauseas. ¡Él lo dio todo por nosotros! Cuando compara la dimensión de su
sacrificio por nosotros, con la exigüidad de la respuesta de nuestro corazón,
se siente profundamente incómodo ante el universo expectante. ¿Podemos imaginar
lo doloroso que eso le resulta?
Intentemos ver la realidad tal como la ve el cielo
Henos aquí en
el umbral de la crisis final, cuando nuestra madurez espiritual debiera ser
tanto mayor de lo que es. Sin embargo, nuestra indiferencia infantil hiere a
Cristo. Le resultó más fácil sobrellevar la cobardía de la negación de Pedro,
que nuestra devoción tibia y calculada, en un tiempo de crisis como el actual.
Arnold
Wallenkampf comenta incisivamente los aspectos deplorables de la mentalidad de
grupo que fue tan común entre los dirigentes de la Iglesia Adventista del
Séptimo Día hace más de un siglo, y también ahora:
La principal responsabilidad por el rechazo del mensaje de 1888
recae, no sobre el grueso del pueblo, sino sobre los pastores. Ese sorprendente
descubrimiento merece hoy recibir seria consideración por parte de todo adventista,
sea este pastor, maestro o dirigente en cualquier función (What Every
Adventist Should Know About 1888, 90).
Muchos de los delegados de la asamblea de Minneapolis fueron
cómplices del pecado de rechazar el mensaje de la justicia por la fe, mediante
una actuación acorde con las leyes de la dinámica de grupo. Puesto que muchos
de sus queridos y respetados dirigentes rechazaron el mensaje en Minneapolis,
ellos siguieron a esos dirigentes en su rechazo … lo que hoy llamamos dinámica
de grupo … No es un pensamiento agradable, y sin embargo es cierto que en la asamblea
de Minneapolis los dirigentes de la Iglesia Adventista del Séptimo Día
volvieron a reencarnar el papel de los dirigentes judíos en los días de Jesús.
Durante el ministerio de Jesús en la tierra el pueblo judío le era
preponderantemente favorable. Fueron los dirigentes judíos quienes más tarde
los indujeron a pedir su crucifixión. En la asamblea de Minneapolis, en 1888,
fueron los hermanos dirigentes quienes encabezaron la oposición al mensaje (Id.
45-47).
¿Qué tiene eso que ver hoy con nosotros?
Jesús no dice
que sea el antiguo rechazo y crucifixión, por parte de los judíos, lo que le
hace sentir deseos de vomitar. Lo que le produce nauseas es que el “ángel” de
la iglesia, en el último acto del gran drama de la historia, conociendo
la historia de los judíos, venga a repetirla mientras que profesa amarle
ardientemente. Podemos hacernos una idea de sus nauseas al considerar lo penosa
que es la contemplación de un adulto que actúa según las fantasías pueriles,
que se conduce como un niño.
Decimos: “Soy
rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa” (Apoc 3:17).
Verbalmente no decimos tal cosa, pero él discierne claramente el lenguaje
oculto del corazón:
Quizá los labios expresen una pobreza de alma que no reconoce el
corazón. Mientras se habla a Dios de pobreza de espíritu, el corazón quizá está
henchido con la presunción de su humildad superior y justicia exaltada (Palabras
de vida del gran Maestro, 159).
Sin embargo, ante
la vista del universo entero somos ingenuos en lo que respecta a nuestra
auténtica situación. Incluso a la vista de profundos observadores no
adventistas ofrecemos un cuadro patético. El idioma original en que se escribió
Apocalipsis aguza el impacto del mensaje, al añadir la partícula ho, que
significa aquel que, el que: ‘No sabes que de entre las siete
iglesias, tú eres la rematadamente cuitada, la miserable, pobre,
ciega y desnuda’ (vers. 17).
¡Ninguno de
nosotros, como simple individuo, es merecedor de tal “distinción”, frente al
mundo y su historia! Cristo debe estar dirigiéndose a nosotros como a un todo
corporativo, como a un cuerpo.
Hay esperanza
Si es que nos
hubiese rechazado de forma irreversible, el Señor no dedicaría el resto del
capítulo a instruirnos sobre cómo responder. Le producimos un profundo malestar,
pero nos suplica que aliviemos su dolor. Este mensaje a Laodicea es el más
agudamente sensible y urgente de toda la Escritura. El éxito de todo el plan de
la salvación depende de su hora final, y el problema de Laodicea está ligado a
esa crisis.
Jesús dice:
“Te amonesto que de mí compres oro afinado en fuego” (vers. 18). Al dirigirse a
la denominación adventista del séptimo día, particularmente a sus dirigentes,
nos dice que lo primero que necesitamos es… no más obras, más actividad, más
estrategias ni mejores programas. En el versículo 15 ya nos ha dicho: “Conozco
tus obras”. Nuestras obras son ya febrilmente intensas. Pedro identifica el “oro
afinado en fuego” como el ingrediente esencial en la creencia del evangelio: la
fe misma, que siempre precede a cualquier obra de genuina justicia
(1 Ped 1:7).
En otras
palabras: Jesús nos dice que lo primero que necesitamos es aquello que hemos
proclamado de forma sonora poseer en abundancia: el conocimiento y la
experiencia de la justicia por la fe. Lo que poseemos nos ha llevado solamente
a la tibieza. Es el conocimiento verdadero lo que hace que las huestes del
cielo sirvan tan ardientemente al “Cordero que fue inmolado”. Son conmovidas
hasta lo más profundo por el corazón mismo del mensaje –“Cristo, y éste
crucificado”, una motivación que nos avergüenza al contrastarla con la obsesión
infantil por nuestra propia seguridad eterna. El diagnóstico de Cristo pone el
hacha a la raíz de nuestro orgullo de dirigentes.
La sutileza de nuestro orgullo espiritual
Hasta la
publicación del libro de Wallenkampf, en 1988, nuestra prensa denominacional
mantuvo en general la tesis de que fuimos “enriquecidos” en aquella ocasión en
la que nuestros dirigentes aceptaron supuestamente el comienzo del mensaje del
fuerte pregón, hace más de cien años. 1 En años
recientes hemos comenzado a cambiar radicalmente al respecto, y ahora se
reconoce ampliamente la verdad de que “nosotros” no lo aceptamos. 2 Ese nuevo
giro hacia la honestidad es maravilloso y refrescante.
Pero ¿acaso
Cristo no nos dice todavía ahora a nosotros que necesitamos el “oro” de la fe
genuina? Sí: nos dice que a fin de poder quitarle las dolorosas nauseas,
necesitamos el “oro” de la fe genuina. Más aún, dice que tenemos que comprarla:
esto es, debemos pagar, debemos dejar algo a cambio.
¿Por qué no
nos la da? Insiste en que cambiemos la genuina justicia por la fe, en
lugar de nuestras estériles comprensiones previas, que han alimentado
nuestra tibieza. Estamos atrapados en una contradicción evidente: pretendemos
comprender y predicar adecuadamente la justicia por la fe, mientras que sus
frutos legítimos están tristemente ausentes. Testimonio de ello es la profunda
tibieza de la iglesia. De igual forma en que la tibieza es una mezcla de agua
fría con caliente, así también nuestro problema es una mezcla de legalismo y
evangelio escasamente comprendido.
Una rica
comida se echa totalmente a perder por la mezcla de una muy pequeña proporción
de arsénico. Hemos llegado a un punto en la historia del mundo, en el que ha
resultado letal incluso una pequeña cantidad de legalismo mezclado con nuestro “evangelio”.
La confusión del pasado ha dejado de ser aceptable en nuestros días. Creer el
evangelio en su pureza, libre de adulteración (en el sentido bíblico), es
incompatible con cualquier grado de tibieza. La presencia de esta, delata la
existencia de un legalismo subyacente; evidencia que nosotros, los dirigentes,
tenemos considerable dificultad en comprender/reconocer.
Hemos pensado
que tenemos lo esencial de ese “preciosísimo mensaje”. Pero lo que en realidad
hemos hecho es importar las ideas evangélicas de las iglesias populares que
carecen de toda comprensión en cuanto a la singular verdad adventista de la
purificación del santuario:
Vi que así como los judíos crucificaron a Jesús, las iglesias
nominales han crucificado estos mensajes y por lo tanto no tienen conocimiento
del camino que lleva al santísimo, ni pueden ser beneficiados por la
intercesión que Jesús realiza allí. Como los judíos, que ofrecieron sus
sacrificios inútiles, ofrecen ellos sus oraciones inútiles al departamento que
Jesús abandonó; y Satanás, a quien agrada el engaño, asume un carácter
religioso y atrae hacia sí la atención de esos cristianos profesos, obrando con
su poder, sus señales y prodigios mentirosos, para sujetarlos en su lazo (Primeros
Escritos, 260-261).
Ese proceso
gradual de absorción ha venido acelerándose por décadas. Nunca podremos obtener
lo genuino -dice Jesús- hasta que nos rindamos en actitud humilde y sincera, y abandonemos
la falsificación a cambio de ‘comprar’ lo que es genuino.
Es en ese
punto donde Cristo sufre nuestra resistencia. Casi invariablemente, nosotros -los
pastores, evangelistas, administradores, teólogos, maestros y ministerios
independientes- protestamos exclamando que no tenemos una falta de
comprensión. Desde posiciones diametralmente opuestas, tanto el adventismo
histórico conservador como el ultra-liberal se jactan de algo en común. La
dinámica de grupo nos afecta por igual, forzándonos a creer que ya
comprendemos, de forma que “no tengo necesidad de ninguna cosa”.
Convencidos de nuestra solvencia, no podemos experimentar “hambre
y sed de justicia [por la fe]” 3 ya que nos
sentimos satisfechos. Parecemos convencidos de que lo que necesitamos es
simplemente una voz más potente, métodos más eficaces de “promocionar” aquello
cuya comprensión poseemos ya.
La esencia del problema
El asunto no
es si comprendemos y predicamos la versión popular de la justificación por la
fe tal como hacen las iglesias evangélicas guardadoras del domingo.
Podemos hacer eso por mil años y continuar sin dar el mensaje singular que el
Señor nos encomendó [Testimonios para los ministros, 91-92]. Dios no nos
llama al ecumenismo. Por contraste con lo anterior, el asunto importante es: ¿Qué
hemos hecho con la luz avanzada que Ellen White calificó como “el comienzo” del
fuerte pregón y la lluvia tardía? [Review and Herald, 22 noviembre 1892].
Si es cierto
que durante décadas hemos estado proclamando de forma poderosa la justicia por
la fe, ¿por qué aún no hemos “alborotado” el mundo tal como hicieron los
apóstoles? Si la genuina justicia por la fe es la luz que debe iluminar la
tierra con su gloria (Apoc 18:1-4), ¿por qué hasta el día de hoy no la
hemos iluminado? ¿Por qué estamos perdiendo una proporción tan grande de
nuestra propia juventud en América del Norte?
¿Pudiera ser
que hubiésemos estado jactándonos realmente en los términos empleados por
Cristo para revelar nuestro estado, al dirigirse a Laodicea? Se cuestiona su
diagnóstico. La sierva del Señor dijo en repetidas ocasiones que cuando
‘compremos’ el tipo de justicia por la fe representado por el ‘oro afinado en
fuego’, la comisión evangélica hallará rápido cumplimiento, “la obra se
propagará como fuego en el rastrojo” [Mensajes selectos vol. 1, 138].
Tal cosa aún no ha sucedido. No todavía, con más de 900 millones de musulmanes
y cerca de un billón de hindúes esperando que se les predique el evangelio, así
como muchos millones más de pretendidos cristianos, y otros.
Nos
enfrentamos aquí al gran punto decisivo del adventismo. O bien estamos de una
parte, o de la contraria. O bien Jesús está equivocado al decir que somos “pobres”
y “cuitados”, siendo que realmente somos “ricos” como creemos, o bien somos
realmente “pobres”, y él ha puesto su dedo en el centro mismo de la llaga de
nuestro orgullo denominacional. Sus palabras fueron piedra de tropiezo y roca
de ofensa para los dirigentes de los judíos de antaño. ¿Lo son de nuevo para
nosotros?
No es gratuito
Cristo aclara
incluso todavía más que tenemos que entregar algo, pagar algo, al referirse a
la segunda ‘compra’ que debemos hacer de él: “Seas vestido de vestiduras
blancas, para que no se descubra la vergüenza de tu desnudez” (vers. 18).
Dirigiéndose al ángel de la iglesia, pone de manifiesto que es en tanto en
cuanto denominación que aparecemos en esa desafortunada condición. El
remedio que nos urge a usar implica el principio básico de la culpabilidad y
arrepentimiento corporativos:
(a) No
podemos “comprar” esas vestiduras de la justicia de Cristo para ponérnoslas al
99% o menos; las necesitamos al 100%. La justicia jamás es de alguna forma
innata; jamás es algo nuestro. Todo cuanto poseemos por nosotros mismos es
injusticia. En otras palabras: excepto por la gracia de Cristo, no somos
mejores que ninguna otra persona. Si no hubiésemos tenido Salvador, estaríamos
estrictamente “desnudos”. Los pecados de cualquier otro serían los nuestros, de
no ser por su gracia.
(b) El
reconocimiento de ese principio humilla nuestro orgullo hasta el polvo. No hay
para nosotros ninguna forma en la que podamos obtener esa especial vestidura de
justicia a menos que primero tomemos conciencia de nuestra desnudez espiritual
y estemos dispuestos a deponer nuestras ideas erróneas a cambio de la verdad:
lo único que puede cubrir nuestra vergüenza.
El impacto de
su llamado resulta ser por demás sorprendente. ¿No somos acaso una denominación
próspera, respetada, de unos seis millones de miembros, y con grandes
instituciones? ¿No pretendemos con razón ser una de las denominaciones que
están en rápida expansión en el mundo? ¿Por qué no nos felicita Cristo, a la
vista de todos esos logros?
(c) Él no
está hablando de logros. El problema de nuestra desnudez es nuestra falta de
comprensión del evangelio mismo. Es ahí donde el cargo de Cristo golpea la
espina dorsal de nuestra autoestima denominacional y despierta nuestra
indignación. Si logramos obviar la implicación de las palabras de Cristo,
pretendiendo que él se refiere meramente a nosotros como individuos, entonces
podemos evadir la acusación. Así, siempre podemos suponer que es algún otro
individuo el que está espiritualmente “desnudo”, mientras que corporativamente
seguimos bien vestidos. Es solamente al comprender que el “ángel” representa
corporativamente a la iglesia en sus dirigentes, cuando comenzamos a sentirnos
profundamente inquietados. Nuestra placentera sensación de estar correctamente
ataviados como denominación se viene abajo con crudeza.
(d)
Considérese, como ejemplo, la pretensión de otro cuerpo de profesos cristianos:
los mormones. Sus “vestiduras” teológicas han consistido en su creencia en la
inspiración divina de Joseph Smith y la escritura de su libro de Mormón. Pero
la evidencia es clara para todo el mundo de que el fundamento de su “fe” es un
tremendo fraude. Imagínese cuál sería la magnitud de su vergüenza corporativa
si pudiesen manifestar honestidad intelectual y conocer los hechos.
Nuestro
problema no son las “28 doctrinas”, ni nuestra historia, cuya validez general
es incuestionable. Nuestra desnudez corporativa radica en nuestra carencia de
la verdad que solamente puede dar sentido a las 28 doctrinas: el mensaje de la
justicia de Cristo, que el Señor quiso darnos hace más de cien años. Ese
mensaje habría iluminado la tierra con su gloria, de haberlo poseído:
La justificación por la fe en Cristo se hará manifiesta en la
transformación del carácter. Para el mundo, esa es la señal de la verdad de las
doctrinas que profesamos (Ellen G. White 1888 Materials, 1532).
Un interés prevalecerá, un tema absorberá a todos los demás: CRISTO, NUESTRA JUSTICIA
(Review and Herald Extra, 23 diciembre 1890)
¿En qué consiste la miseria y la desnudez de los que se sienten
ricos y enriquecidos? Es la carencia de la justicia de Cristo. Debido a su
justicia propia se los representa como cubiertos de andrajos, a pesar de lo
cual se vanaglorian de que están ataviados con la justicia de Cristo. ¿Puede
haber un engaño más grande? (Cada Día con Dios, 226)*.
¿Por cuánto
tiempo continuaremos con la orgullosa pretensión de poseer el artículo genuino?
En el caso de
los mormones, en tanto que pueblo, probablemente no se sientan preocupados por
su apuro histórico y teológico (y hablamos con todo el respeto), porque no
constituyen un pueblo formado a partir de la verdad del mensaje de los tres
ángeles. No pretenden presentarse ante el mundo como “los que guardan los
mandamientos de Dios y la fe de Jesús”. Tampoco tienen un sentido aguzado de la
conciencia espiritual, tal como el que los escritos de Ellen White nos han
imbuido a nosotros. Si los mormones pueden sustentar su comunidad desde el
punto de vista social y económico, probablemente se sentirán corporativamente
satisfechos, incluso desprovistos de esas “vestiduras blancas” de la justicia
de Cristo, para cubrir su vergüenza histórica y teológica.
(e) Pero
nosotros no podemos hacer tal cosa, ya que poseemos una conciencia corporativa
orientada por encima de todo hacia la verdad. Nuestra iglesia se formó
por la pura fuerza de la palabra de la verdad. ¡Alabado sea el Señor: nuestra
conciencia será siempre inevitablemente despertada por el “testimonio directo”
de Cristo! Especialmente en América del Norte, la cuna del adventismo, lugar
donde nuestra “desnudez” se está haciendo cada vez más patente, la realidad nos
llevará antes o después a afrontar lo dicho por Cristo.
(f) El
reconocimiento de esa culpa compartida de forma corporativa nos salva de caer
en esa fantasía de ‘yo soy más santo que tú’ [Isa 65:5]. Ninguno de nosotros
puede criticar a otro, ya que todos compartimos la falta por la que Cristo nos
reprende.
Ver nuestra desnudez al recobrar el discernimiento
El tercer
punto que Jesús presenta es: “Unge tus ojos con colirio, para que veas” (vers.
18). El Señor nos amonesta a ungir nuestros ojos con el colirio que él ofrece.
Una vez ‘comprados’ el “oro” y las “vestiduras blancas”, nuestra visión se hará
diáfana. Comenzaremos a vernos de la manera en que nos ve el universo
expectante, y de la forma en que nos ven almas atentas y reflexivas (de entre
aquellas que decimos que están aún en “Babilonia”). La situación sobrepasa con
mucho lo que se refiere meramente a individuos.
Lo que está
en juego es la imagen de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en el marco de
la historia reciente del mundo. Nuestro divino llamado nos obliga a tener un
impacto mucho mayor del que gozamos en el pensar del mundo. En el futuro,
nuestra nota distintiva no consistirá en la cantidad de nuestras “obras” de
caridad, en las que siempre seremos superados por otros. Tendrá relación con el
contenido en buenas nuevas de nuestro mensaje. Será una presentación singular,
distinta, de la justicia por la fe, un mensaje que va mucho más allá que el
mensaje del mismo nombre propio de las iglesias populares. Una vez hayamos
aprendido a “ver”, discerniremos claramente los contrastes entre lo que
habíamos asumido que era la justificación por la fe, y lo que es auténticamente
el “mensaje del tercer ángel en verdad”, eso que Ellen White relacionó con el
mensaje del fuerte pregón.
Cristo nos
proporciona ahora la única orden directa en su mensaje: “Reprendo y castigo a
todos los que amo: sé pues celoso, y arrepiéntete” (vers. 19). Nuestra
naturaleza pecaminosa retrocede casi instintivamente ante un amor tal –el amor
que castiga. Por lo tanto, no nos debe sorprender que el solemne llamamiento al
arrepentimiento que hace Jesús encuentre resentimiento por parte de aquellos a
quien ama, y resistencia por parte de aquellos que no aman la verdad.
Pero él nos
asegura que nos ama con esa clase de amor íntimo, familiar (philo) que
justifica el reproche y el castigo, y que hace posible nuestra rehabilitación.
El ministerio de toda una vida de Ellen White es un vivo ejemplo. ¡El Espíritu
de Profecía no nos ha adulado jamás!, como tampoco el ‘testimonio de Jesús’, su
autor.
Hay sobrada
razón para escudriñar más a fondo el significado de esa invitación del Testigo fiel:
“Arrepiéntete”.
Notas:
1.
Ejemplos: The
Fruitage of Spiritual Gifts, de L.H. Christian, 1947; Captains
of the Host, de A.W. Spalding, 1949; Through Crisis to Victory, de
A.V. Olson, 1966; Movement of Destiny, de L.E. Froom, 1971; The
Lonely Years, de A.L. White, 1984. (Volver
al texto)
2.
Ver, por ejemplo, el número de febrero de 1988 de Ministry; Lo
que todo adventista debería saber sobre 1888, de Arnold Wallenkampf; From 1888 to Apostasy, de George
Knight; Angry Saints, del mismo autor. (Volver al texto)
3.
Obsérvese que sólo hay una clase
de justicia que haga benditos a quienes tienen hambre de
ella: la justicia que es por la fe (Mat 5:6) (Volver al texto)
3. La iglesia como cuerpo
de Cristo
(índice)
Nuestras
exhortaciones continuadas a ser una “iglesia activa” nos han llevado al
agotamiento. Nuestras innumerables conminaciones a “hacer” algo contrastan con
la sencilla invitación divina a “ver” algo.
Para
comprender lo que implica el llamado de Cristo al arrepentimiento debemos
considerar la brillante metáfora de Pablo sobre la iglesia como un “cuerpo”.
Mantenemos una relación corporal cada uno con los demás y con Cristo mismo como
cabeza. Si bien esa noción es francamente extraña a nuestra mente occidental,
resulta bíblicamente esencial.
En Efesios
4:15-16 Pablo da sentido a ese concepto bíblico de lo corporativo –relativo al “cuerpo”-:
“Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto
es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas
las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada
miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor”. “De la manera que
el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros … así también Cristo”
(1 Cor 12:12). Pablo amplía aquí su ilustración.
Hay una
unidad corporativa, es ese “un cuerpo” del versículo 13, una diversidad
corporativa compuesta por diversos “miembros” (vers. 15-18), una necesidad
corporativa percibida por todos (“ni el ojo puede decir a la mano: ‘No te necesito’”,
vers. 21-22), un equilibrio corporal entre los varios miembros (vers. 23-24),
una preocupación corporativa que cada uno siente por el otro, y por la Cabeza
(vers. 25), así como un sufrimiento o un gozo corporativos, compartidos por
todos los miembros (vers. 26). Si golpeo mi pie contra una roca puntiaguda,
todo mi cuerpo siente el dolor. Si la pierna pudiese hablar, probablemente
diría algo así como: “Lo siento, no calculé bien la dirección del pie”. El ojo
respondería: “No: es culpa mía, debí prestar mayor atención a esa piedra en el
camino”.
¿Qué
significa “corporativo”?
La palabra “cuerpo”
es un sustantivo. “Corporal” significa relativo al cuerpo. Pero en castellano
no existe ningún adjetivo que exprese la relación de unos miembros del “cuerpo”
con los otros, excepto la palabra “corporativo”, tomada del término latino corpus.
El diccionario lo define como “relativo a un todo compuesto por individuos”.
Nuestra
propia experiencia lo puede explicar con llaneza. ¿Qué sucede cuando nos
herimos en un pie? Nos apercibimos de repente de la estrecha relación
corporativa de cada uno de nuestros miembros y órganos. Todo nuestro cuerpo se
pone en acción para tratar de aliviar el pie maltrecho. El dolor produce un
malestar en todo nuestro ser. El resto de órganos y miembros siente una
preocupación corporativa por la parte herida, como si sintiesen ellos el dolor.
“Si una parte del cuerpo sufre, todas las demás sufren también”
(1 Cor 12:26, DHH).
Todo “cisma”
en el cuerpo, viene a resultar en una amputación, a evitar a casi cualquier
costo. De igual forma, toda acción de desunión, falsa representación, o falta
de compasión en la iglesia, son extrañas a Cristo y a su cuerpo. Tan extrañas
como lo son la enfermedad o el accidente a nuestro cuerpo humano. El pecado
representa un accidente tal para “el cuerpo de Cristo”, y la culpabilidad es su
enfermedad.
Frecuentemente
sufrimos la enfermedad, sin saber exactamente cuál es el órgano enfermo, o ni
siquiera cuál es la causa. Podemos también sufrir por el pecado sin saber
exactamente lo que es. ¿Cómo puede el pecado tener una naturaleza personal, y
también corporativa?
En zonas
endémicas de malaria, las personas sufren la picadura del mosquito anófeles, y
contraen así la infección. Unos diez días después de ser inoculados, la
multiplicación de los parásitos en la sangre da lugar a la fiebre propia de la
malaria. No solamente enferma el brazo –o miembro– que el mosquito picó, sino
que todo el cuerpo comparte la fiebre. El sistema circulatorio llevó los
parásitos a todas las partes. Es una enfermedad corporativa.
Cuando
recibimos la inyección de un medicamento contra la malaria en uno de nuestros “miembros”,
el lugar receptor no es el único miembro beneficiado. La medicina se difunde y
comienza su acción en todo el cuerpo, que pronto resulta sanado de la
enfermedad. La fiebre desaparece de la totalidad del cuerpo, no meramente del
miembro que recibió la inyección del medicamento. Se trata de una curación
corporativa.
El poeta John
Donne (siglo XVII) captó la idea:
Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; todo hombre es
una pieza en el continente, una parte del todo… La muerte de todo hombre me
disminuye, ya que estoy implicado en la humanidad; por lo tanto, nunca
preguntes por quién repican las campanas: repican por ti (Devotions,
XVII).
Un paso más,
y Donne hubiese podido decir: “La muerte de todo hombre me disminuye, ya que
estoy implicado en la humanidad; por lo tanto, nunca preguntes quién crucificó
a Cristo: FUISTE TÚ”.
Los leones
pueden ilustrar el principio solidario de la humanidad. Sólo unos pocos leones,
en el África, vienen a convertirse en devoradores de hombres. La mayoría de
ellos no ha comido jamás un ser humano. ¿Significa eso que algunos leones son
malos, y otros buenos? -No. No hay ninguna diferencia en lo concerniente a la
naturaleza de cualquier león que sea. Dadas las circunstancias propicias,
cualquier león hambriento se convertirá en un devorador de hombres.
¿Dice Cristo,
en su mensaje a Laodicea, que nuestro orgullo, nuestra ceguera, nuestra pobreza
espiritual, nuestra condición cuitada, sean corporativas? ¿Somos participantes
de una enfermedad espiritual compartida que es como la fiebre malárica en el
cuerpo humano, o como la naturaleza de un león, algo que afecta al todo? La
mente hebrea responde afirmativamente.
La noción bíblica de “Adán”
Los
escritores bíblicos percibieron la humanidad como un todo, como un hombre
corporativo: el “Adán” caído. “En Adán todos mueren” (1 Cor 15:22).
En Hebreos encontramos un ejemplo llamativo. Pablo afirma que “el mismo Leví,
que recibe los diezmos, pagó el diezmo por medio de Abraham. Porque Leví aún
estaba en los lomos de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro”
(Heb 7:9-10). Daniel pidió perdón por los pecados de “nuestros padres”,
diciendo: “No obedecimos a la voz de Jehová nuestro Dios” (Dan 9:8-11), y
eso a pesar de que él, personalmente, había sido obediente.
El pecado del
hombre es personal, pero es también corporativo “por cuanto todos pecaron”, y “para
que toda boca se cierre, y todo el mundo sienta su culpa ante Dios” (Rom 3:23 y
3:19). La culpa real de Adán fue la de crucificar a Cristo, por más que su
pecado tuviera lugar cuatro mil años antes. “En Adán”, ninguno de nosotros
queda excusado, incluso hoy. ¿Cuál es nuestra naturaleza humana en su esencia?
La respuesta no es grata: estamos, por naturaleza, en enemistad con Dios, y en
espera solamente de las circunstancias apropiadas para demostrarlo. Unas pocas
personas lo hicieron en nuestro lugar crucificando al Hijo de Dios. Allí nos
vemos a nosotros mismos.
El pecado
original de la primera pareja fue como la bellota que acabó convirtiéndose en
el roble del Calvario. Todo pecado que cometemos hoy nosotros, es otra bellota
que requiere únicamente tiempo y circunstancias apropiadas para convertirse en
el mismo roble, debido a que “la intención de la carne es enemistad contra Dios”,
y el asesinato va siempre implícito en la enemistad, ya que “cualquiera que
aborrece a su hermano, es homicida” (Rom 8:7; 1 Juan 3:15).
El pecado que
otro ser humano cometió, lo habría podido cometer yo, si Cristo no me hubiera
salvado de él. La justicia de Cristo no puede ser una mera adición a mis
propias buenas obras, un pequeño empujón para alzarme hasta arriba. O bien toda
mi justicia es de Cristo, o bien no lo es en absoluto. “Sé que en mí (es a
saber, en mi carne), no mora el bien” (Rom 7:18). Si en mí no mora el bien
–como miembro del todo corporativo, en Adán–, está claro que en mí puede morar
todo el mal. Nadie es intrínsecamente peor que yo, de no ser por
mi Salvador. ¡Cuán molesto nos resulta empezar a comprender y aceptar eso!
No es hasta
que aprendamos a ver el pecado de los demás como nuestro propio pecado, que
podremos aprender a amar a los demás como Cristo nos amó a nosotros. La razón
es que al amarnos de ese modo, tomó nuestro pecado sobre sí mismo. Cuando
Cristo murió en la cruz, nosotros morimos con él en principio (ver Rom 6).
El amor significa también para nosotros comprender la identidad corporativa. “Sed
los unos con los otros benignos, misericordiosos, perdonándoos los unos a los
otros, como también Dios os perdonó en Cristo” (Efe 4:32). Pablo ora por
nosotros, no para que podamos “hacer” más obras, sino para que podamos ver o “comprender”
con todos los santos, cuáles sean las dimensiones de ese amor
(Efe 3:14-21).
La realidad
que la Escritura quisiera llevar a nuestra conciencia es que estamos en
necesidad de ser vestidos al 100% con la justicia imputada de Cristo. Los que
crucificaron a Cristo hace dos mil años actuaron como nuestros subrogados.
Lutero dijo muy sabiamente que todos estamos hechos de la misma “masa”.
La otra cara de la moneda
Si lo
anterior pareciesen malas nuevas, también las hay buenas: Cristo perdonó a sus
asesinos (Luc 23:34), y eso significa que nos perdonó también a nosotros.
Hasta los caídos Adán y Eva en el huerto, fueron perdonados. Pero tú y yo no
podremos conocer jamás ese perdón, a menos que “veamos” el pecado que lo hace
necesario. Puesto que Dios les dijo que “el día que de él [del fruto prohibido]
comieres, morirás”, se infiere que habrían muerto para
siempre aquel mismo día, de no ser por el “Cordero, el cual fue muerto desde el
principio del mundo” (Apoc 13:8; también 1 Ped 1:19-20). 1
El “juicio”
[veredicto: krima] que según
Romanos pesa sobre todo el mundo, lo es “en Adán”, y es de carácter legal. Los “pecados”
de todo el mundo le fueron imputados a Cristo mientras moría en la cruz, como
postrer Adán (2 Cor 5:19). Eso significa que toda la condenación que
el primer Adán trajo al mundo fue revocada por el postrer Adán, en virtud de su
sacrificio (Rom 5:16-18). (N. del T.): “Estoy perdido en Adán, pero
fui restaurado en Cristo” (Hijos e hijas de Dios, 122).
Consideremos
la nación judía. Los que crucificaron a Cristo pidieron que “su sangre sea
sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mat 27:25). Eso no significa que
los judíos sean personalmente más culpables que los gentiles. Estaban evocando
una responsabilidad vinculada a la sangre de sus hijos, en un sentido nacional,
como pueblo. Tal es la culpa corporativa de los judíos. Pero en realidad,
nosotros no somos mejores que ellos. Excepto por el arrepentimiento específico,
compartimos la misma implicación en la crucifixión de Cristo:
Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba
a todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir
hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión
del Hijo de Dios. A todos se ofrece libremente el perdón (El Deseado,
694).
Recordemos todos que todavía estamos en un mundo donde Jesús, el
Hijo de Dios, fue rechazado y crucificado, un mundo en el que todavía permanece
la culpa de despreciar a Cristo y preferir a un ladrón antes que al Cordero
inmaculado de Dios. A menos que individualmente nos arrepintamos ante Dios de
la transgresión de su ley, y ejerzamos fe en nuestro Señor Jesucristo -a quien
el mundo ha rechazado- estaremos bajo la plena condenación merecida por
aquellos que eligieron a Barrabás en lugar de Jesús. El mundo entero está
acusado hoy del rechazo y asesinato deliberados del Hijo de Dios… –todas las
clases y sectas que revelan el mismo espíritu de envidia, odio, prejuicio e
incredulidad manifestados por aquellos que entregaron a la muerte al Hijo de
Dios– reeditarían la misma actuación si se les presentara la oportunidad que
tuvieron los judíos y el pueblo del tiempo de Cristo. Serían participantes del
mismo espíritu que exigió la muerte del Hijo de Dios" (Testimonios para
los ministros, 38-39).
Tal es la
culpabilidad corporativa del mundo. Obsérvese que nadie lleva la condenación
a menos que repita el pecado “si se le presentara la oportunidad”. Pero “a
menos que individualmente nos arrepintamos”, repetimos y compartimos la condición
corporativa implicada “en Adán”.
Nuestra particular implicación en la culpa corporativa
Como adventistas
del séptimo día compartimos en un sentido especial otro ejemplo de culpabilidad
corporativa debido a un pecado muy concreto. No es que seamos personalmente
culpables, sino que somos los hijos espirituales de nuestros padres, que de una
forma increíblemente vívida repitieron el pecado de los antiguos judíos. Esa
culpabilidad corporativa impide el derramamiento de la lluvia tardía tan
seguramente como la impenitencia de los judíos impide que les alcancen las
bendiciones del ministerio del Mesías. “Nosotros” rechazamos -en gran medida-
el “preciosísimo mensaje” que el Señor nos envió, y que lo representaba a él
mismo de una forma muy especial. Nuestros padres dijeron algo similar a lo
expresado por los antiguos judíos: “¡La responsabilidad por retardar la venida
del Señor sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” De hecho, Ellen White declaró
que “nosotros” procedimos aun peor que los judíos, ya que “teníamos” mucha
mayor luz que ellos. La realidad de lo descrito por estas palabras es digna de
atenta consideración:
La luz que debe alumbrar la tierra con su gloria fue resistida, y
por la acción de nuestros propios hermanos ha sido en gran medida mantenida
apartada del mundo (The Ellen G. White 1888 Materials, 1575).
Esos hombres cuyos corazones debieron haberse abierto para recibir
a los mensajeros celestiales, se cerraron a sus ruegos. Ridiculizaron, hicieron
mofa y escarnecieron a los siervos de Dios que les habían traído el mensaje de
gracia del cielo… ¿No temen esos hombres cometer el pecado de blasfemia?
(Id. 1642).
Hombres que profesan piedad han despreciado a Cristo en la persona
de sus mensajeros. Como los judíos, rechazan el mensaje de Dios
(Id. 1651).
Usted aborreció los mensajes enviados del cielo. Manifestó contra
Cristo un prejuicio del mismísimo carácter -y más ofensivo para Dios- que el de
la nación judía… Usted, y todos los que como usted tuvieron evidencia
suficiente, y no obstante rechazaron la bendición de Dios, persistieron en el
rechazo debido a que usted lo había rehusado previamente (Id. 1656).
Podemos
replicar que no estamos repitiendo ese pecado de nuestros padres; pero
entonces, ¿qué significa el esfuerzo constante por suprimir el mensaje real de
1888, y evitar que llegue a la gente?
Los judíos de
antaño continuaron en ese curso de acción hasta que no hubo remedio para su
impenitencia. Finalmente, la ira del Señor se despertó contra ellos (2 Crón
36:16). Entonces comenzó la trágica historia de los crueles imperios mundiales:
Babilonia, Medo-Persia, Grecia y Roma. En cierto sentido, el antiguo Israel fue
culpable del levantamiento de esos imperios. El mundo ha sido embargado por una
pena inenarrable, debido a la impenitencia del pueblo
de Dios. 2
Judíos
incrédulos se reúnen todavía en el muro de las lamentaciones del antiguo
Jerusalem para rogar a Dios que les envíe el tan largamente esperado Mesías.
¡Cuánto mejor sería para ellos arrepentirse de haberlo rechazado cuando vino,
hace unos dos mil años, y recuperar el mensaje evangélico que perdieron en
aquella ocasión! Nosotros oramos al Señor para que nos envíe el don de la
lluvia tardía, de manera que el mensaje final pueda alumbrar la tierra con su
gloria. En una Guía de estudio reciente (librito) de Escuela Sabática se puede
leer:
En la asamblea de la Asociación General de 1990, cientos de
creyentes se consagraron a la oración diaria por el derramamiento del Espíritu
Santo, tanto en la lluvia temprana como en la tardía. Desde entonces, a todo lo
largo y ancho del mundo, miles de personas han estado orando diariamente por la
bendición especial del Señor. Una oración tal dará como seguro resultado
corazones transformados, iglesias espiritualmente revitalizadas y más
fervientes esfuerzos en favor de los no creyentes. Más aún: en respuesta a esa
oración unida el Señor promete conceder el mayor derramamiento del Espíritu
Santo en la historia humana: la lluvia tardía predicha por Joel y por Pedro (Comentario
para los maestros, 9 marzo, 1992).
Orar por la
lluvia tardía es bueno. Pero ¿hay algo que estamos olvidando? Hemos estado ya
orando fervientemente por ella durante más de cien años, lo mismo que los
judíos han estado orando por la venida del Mesías durante miles de años. ¿No
sería sensato que nos arrepintiésemos por rechazar “el comienzo” de esa misma
bendición que el Señor nos envió hace más de cien años, y demostrar nuestro
arrepentimiento recuperando el mensaje que allí perdimos?
¿Es el
llamamiento de nuestro Señor a que nos arrepintamos algo tan solemne como eso?
¿Tendrán que sucederse década tras década de sequía espiritual, debido a
nuestra negativa a considerar seriamente su llamado? Si está llamándonos al
arrepentimiento, debe haber alguna manera en la que podamos responder.
Estudiémoslo
más detenidamente.
Nota:
1.
(N. del T.): “El castigo por la más mínima transgresión
de esa ley es la muerte, y si no fuera por Cristo, el Abogado del pecador,
recaería inmediatamente sobre cada ofensa” (Cada Día con Dios, 244).
(Volver al texto).
2.
Dios dijo a Abraham:
“Serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gén 12:3). Israel
estaba destinado a ser la nación más grande sobre la tierra (Éxodo 19:5-6), “la
luz del mundo” (Mat 5:14). Si hubiesen preservado la fe de su padre
Abraham y se hubiesen arrepentido, Israel habría permanecido como la nación más
grande y poderosa de la tierra. Los cuatro tiranos y crueles imperios mundiales
debieron llenar un vacío en la historia que dejó el fracaso de Israel. (Volver
al texto).
4. Cristo, chasqueado
(índice)
Cantamos, oramos, y decimos que le amamos. Pero él nos dice que lo
tenemos por 'persona non grata'.
Nuestro moderno, pecaminoso y arruinado mundo necesita
desesperadamente una Iglesia Adventista del Séptimo Día llena del Espíritu.
Abrigamos una profunda convicción: la de que nuestra Iglesia constituye el
remanente profético descrito en Apocalipsis 12:17: un pueblo singular con
el que está “airado” el dragón, y contra el que hace “guerra”. Nuestra vocación
es la de los que “guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de
Jesucristo”. Es precisamente el grupo que predica al mundo la verdadera buena
nueva del “evangelio eterno” (Apoc 14:6-12): un ingrediente vital en la
estabilidad del mundo.
Si bien ese
destino profético ha mantenido a nuestra Iglesia durante más de un siglo, las
palabras de severa reprensión del Señor en su mensaje a Laodicea no dejan
ningún resquicio para el orgullo. Hemos predicado sermones, y hemos publicado
artículos sin número sobre el reproche del Testigo fiel, pero en general
reconocemos que el problema por él señalado continúa existiendo todavía hoy.
Si hemos
superado ya exitosamente esa debilidad espiritual, debería existir alguna
evidencia clara que mostrase cuándo y cómo tuvo lugar esa victoria. Es de
lógica elemental que cuando la iglesia venza realmente, el retorno de Cristo no
puede seguir demorándose. Así lo confirma su parábola sobre el labrador (en
representación de Jesús mismo): “Cuando el fruto está maduro, en seguida se
pasa la hoz, por haber llegado la siega” (Mar 4:29). “La siega es el fin
del mundo” (Mat 13:39; Apoc 14:14-16).
¿Por qué no
ha efectuado aún su obra el llamado de Cristo a su pueblo? ¿Cuánto tardará aún
su iglesia remanente en comprarle “oro afinado en fuego”, “vestiduras blancas”,
y en aplicarse el “colirio”? ¿Hemos de asumir que el mensaje de Cristo va a
resultar finalmente en un fracaso? Algunos concluyen que, puesto que el antiguo
Israel fracasó repetidamente, el moderno está fatalmente obligado a hacer lo
mismo. Pero con seguridad ¡debe haber mejores nuevas que esas!
Estamos
viviendo en la gran oportunidad para una victoria cual no se dio jamás en la
historia. Se nos dio esta seguridad:
El Espíritu Santo debe animar e impregnar toda la iglesia,
purificando los corazones y uniéndolos unos a otros… El propósito de Dios es
glorificarse a sí mismo delante del mundo en su pueblo (Joyas de los
Testimonios vol. 3, 288-289).
El mensaje de
Jesús triunfará por fin, tan seguramente como la Iglesia Adventista del Séptimo
Día es ese “remanente” descrito en Apocalipsis.
¿Cómo
explicar la prolongada demora?
¿Es acaso responsabilidad
de Cristo tan dilatada espera? Esa es una forma habitual entre nosotros de
comprender la demora. Pero creer eso origina un problema terrible: sin ninguna
esperanza para el futuro, excepto continuar repitiendo nuestra historia del
pasado, la expectativa del próximo retorno de Cristo se desvanece en la
incertidumbre.
Un número
especial de la Adventist Review de 1992 dedicado a la segunda venida
informaba acerca de la bien conocida incertidumbre al respecto entre muchos de
nuestros jóvenes. Cheryl R. Merritt refiere la estremecedora realidad: “Por lo
que respecta a la segunda venida constituimos una generación carente de
convicción”. “No creo que podamos realmente tener la más mínima idea de cuándo
regresará” (Daniel Potter, 21, Union College). “Me resulta imposible imaginarla
en mis días” (Shawn Sugars, 22, Andrews University).
Lo anterior
revela un terrible problema. Si perdemos nuestra fe en la proximidad de la
segunda venida, perdemos la razón para nuestra existencia como iglesia
especial. Nuestros pioneros incluyeron en el nombre de la denominación nuestra
confianza en el próximo advenimiento de Cristo. El diccionario define la
palabra “adventista”, no en términos de cierta esperanza remota en un evento
divino alejado en el tiempo, sino como la confianza en el pronto regreso
del Señor. Hay una relación estrecha entre el llamado de Cristo al
arrepentimiento, dirigido a Laodicea, y nuestra confianza en la proximidad de
su venida. Intentaremos explicarlo a medida que avanzamos.
La crisis espiritual de la Iglesia adventista
Roland
Hegstad, editor durante años de la revista Liberty, dijo que el
adventismo “no está atrayendo a nuestra propia juventud debido a que todo
cuanto estamos haciendo es pedirles que vengan a jugar a ser iglesia junto con
nosotros” (Adventist Review, 27 febrero 1986). El mensaje de Cristo a
Laodicea no presenta para ellos aliciente espiritual, puesto que si nos hemos
arrepentido con anterioridad se deduce que a estas alturas debemos ser ya
‘ricos, y estar enriquecidos, sin tener necesidad de nada’, excepto continuar
obrando como de costumbre y trabajar con más tesón.
¿Podemos
albergar una esperanza razonable de ver el retorno del Señor? ¿Acaso engañó a
nuestros pioneros diciéndoles que estaba “cerca”, cuando sabía que tardaría aún
140 años y quién sabe cuántos más? ¿Es cierta la tesis calvinista que pretende
que el Señor soberano ha predeterminado el tiempo de la segunda venida de
Jesús, sin relación con una especial preparación por parte de su pueblo?
De ser así,
se suscitan serios problemas que afectan al Señor mismo en el sentido de una
dificultad ética. Dios nos ha dicho frecuentemente a través del Espíritu de profecía
que el fin está “a las puertas”. Su mensajera repitió con frecuencia: “Vi que
casi ha terminado el tiempo que Jesús debe pasar en el lugar santísimo, y que
el tiempo sólo puede durar un poquito más” (Primeros Escritos, 58;
1850). “Queda, por así decirlo, solamente un momento de tiempo”. “Pronto se ha
de pelear la batalla de Armagedón” (Joyas de los Testimonios vol. 2,
389; vol. 3, 13; 1900). Si advertencias como las citadas no eran más que
falsas alarmas (‘¡que viene el lobo!’), ¿qué confianza podemos tener en el
Señor? Si nos hubiese estado diciendo continuamente “cerca”, “pronto”, sin que él
pretendiese tal cosa, o sin velar por que lo comprendiésemos de una manera
adecuada, tendríamos razones para sentirnos agraviados. Pero con total
seguridad él no trata de ese modo a su pueblo. Si creemos que la demora es
responsabilidad suya, si decimos o sentimos que “mi Señor se tarda en venir”,
nos estamos alistando en la compañía del “mal siervo”, según la parábola
dedicada a ese tema (Mat 24:48).
Ningún
adventista sincero que se entregue a esa duda podrá sobrevivir, ya que es
imposible estar reconciliado con Dios en la “expiación final” mientras se
alberga el sentimiento de haber sido engañado por él. Incluso si se abriga la
simple idea de que Dios ha permitido que su comprensión de la demora haya sido
patentemente falsa desde el principio, será muy difícil confiar
plenamente en él. 1 Tal podría
ciertamente ser el problema que subyace en una gran parte de la apostasía
moderna. Existe en algunos una profunda ‘amargura adventista’, debido a que los
mensajes inspirados han parecido consistir en una especie de falsa alarma:
‘¡Que viene el lobo, que viene el lobo!’
Pero la
Escritura responde claramente a esa perplejidad. Es cierto que Dios es
soberano, y en su soberanía ha determinado que el momento de la segunda venida
de Cristo dependa de la preparación espiritual de su pueblo viviente. Esa es la
esencia del concepto adventista de la purificación del santuario celestial. Los
muertos permanecen prisioneros en sus tumbas en espera de ser liberados en la
primera resurrección, ocurra esta cuando ocurra. Pero los vivos pueden demorar
o apresurar esa resurrección, ya que depende de la segunda venida de Cristo, la
cual depende a su vez de que estén preparados para ella (2 Ped 3:12.
La mayoría de las versiones traducen speudo como “apresurar”).
En la
parábola Jesús se presenta a sí mismo como anhelando fervientemente retornar,
esperando solamente ese momento en el que “el fruto está maduro”, ya que
entonces “en seguida se pasa la hoz, por haber llegado la siega”
(Mar 4:29). En la descripción que hace Apocalipsis de la segunda venida,
un ángel dice a Cristo: “Mete tu hoz y siega; porque la hora de segar te es
venida, porque la mies de la tierra está madura” (Apoc 14:15). Las
largamente demoradas “bodas del Cordero” se producirán rápidamente una vez que “su
esposa se ha aparejado” (Apoc 19:7). El arrepentimiento al que Cristo
llama a Laodicea está relacionado con la preparación de su Esposa. Si no está “aparejada”,
Cristo se siente chasqueado.
Todo cristiano tiene la oportunidad, no sólo de esperar, sino de
apresurar la venida de nuestro Señor Jesucristo. Si todos los que profesan el
nombre de Cristo llevaran fruto para su gloria, cuán prontamente se sembraría
en todo el mundo la semilla del evangelio. Rápidamente maduraría la gran
cosecha final y Cristo vendría para recoger el precioso grano (Palabras de
vida del gran Maestro, 47-48).
Continuar
siendo tibios y muriendo generación tras generación no puede ser la respuesta
apropiada de su Esposa al llamamiento de Cristo a la última iglesia.
Significado profundo del llamado de Cristo al arrepentimiento
Si, por el
contrario, el arrepentimiento al que Cristo invita a Laodicea no ha tenido
todavía lugar, ese mismo hecho -aunque triste- nos da esperanza, ya que hay
algo que nuestra actitud puede rectificar. Zacarías se refiere a un
arrepentimiento que subyugará los corazones de “la casa de David, y… los
moradores de Jerusalem”, permitiendo en ellos la obra de purificación que hará
que Cristo pueda retornar (Zac 12:10-13:1). El “ángel de la iglesia en
Laodicea” es equivalente a la expresión de Zacarías “la casa de David”, en
evidente alusión al cuerpo de los dirigentes de la iglesia.
La promesa
final de Cristo se dirige al mismo cuerpo; no solamente a individuos: “Al que
venciere [al ángel de la iglesia de Laodicea], yo le daré que se siente conmigo
en mi trono; así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono”
(Apoc 3:21). Ese honor final se concederá a una generación, un cuerpo o
pueblo de Dios que habrá respondido a su llamado: “¡Arrepiéntete!” 2
Profundizar
en el significado del arrepentimiento no tiene nada de “negativo”. Al contrario:
lo que es negativo es conformarse con el actual estado de cosas, ya que ese
sentimiento de satisfacción pospone indefinidamente la finalización de la
comisión evangélica. Es totalmente falsa la idea de que una iglesia que se
arrepiente no puede atraer a los jóvenes. La atmósfera de arrepentimiento es
precisamente la única que puede atraer y mantener a la juventud.
Muchos miles
en la iglesia tienen hambre y sed de una comprensión más clara de la verdad
vital para estos últimos días. Sienten que la venida de Jesús ha sufrido una
dilatada demora, y que nosotros –no el cielo– somos responsables. Perciben que
considerar la razón del arrepentimiento y profundizar en cómo experimentarlo es
la actitud más “positiva” que cabe tomar.
El
arrepentimiento “del cuerpo” no niega ni desplaza el arrepentimiento personal,
individual. Al contrario: lo hace efectivo. El ministerio diario en el
sacerdocio levítico proveía para las necesidades individuales; pero el día
anual de las expiaciones proveía una purificación corporativa de Israel como
pueblo o congregación. Todo arrepentimiento es personal e individual.
Pero ningún individuo puede jamás llegar a ser “la Esposa” de Cristo, ya que en
tanto en cuanto individuos, el pueblo de Dios lo constituyen meros “invitados”
a las bodas. La “Esposa” la constituirá el pueblo corporativo de la iglesia
finalmente triunfante.
Algo ha
demorado la preparación de la esposa. Es un nivel de pecado oculto bajo la
superficie, que según Cristo, “no conoces” (no conocemos) (Apoc 3:17). El
arrepentimiento que ese pecado profundo requiere, debe ser igualmente un
arrepentimiento profundo. Por más inquietante que nos resulte, debemos afrontar
con sinceridad el llamamiento del Señor.
Ciertamente
“el arrepentimiento comprende tristeza por el pecado y abandono del mismo” (El
camino a Cristo, 23). Pero el arrepentimiento sólo podrá ser superficial,
si lo es también nuestra comprensión del pecado. Citamos rápidamente el texto: “Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros
pecados y nos limpie de toda maldad” (1 Juan 1:9), pero debemos
recordar el contexto de esa promesa. No está para animarnos a una seguridad
superficial según la cual, al pulsar un botón mágico, queda borrado el registro
de nuestros pecados. Cuando asumimos descuidadamente que Dios puede perdonarnos
pecados sin que nosotros nos demos cuenta de cuáles son estos, Juan nos
recuerda cuán fácilmente “nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en
nosotros”. El patético diagnóstico que Jesús hace de nosotros: “No conoces…”,
significa que en realidad “nos engañamos a nosotros mismos”. No podemos ser
verdaderamente purificados en lo profundo, de pecados que no confesemos de
forma inteligente (1 Juan 1:8 y 10).
Cuando un
pecado se oculta a nuestro conocimiento, ¿deja por ello de ser pecado? Uno
puede fumar durante toda su vida, ignorando sinceramente la nocividad de su
vicio. ¿Dejará por ello de perjudicarle? “La paga del pecado es la muerte”, sea
que nos demos cuenta o no de nuestro pecado. Hay algo mucho más importante que
nuestra propia seguridad personal: el honor y la vindicación de Cristo. El
Señor puede no tenernos en cuenta un pecado del que no somos conscientes, pero
ese pecado le produce igualmente afrenta, lo deshonra e impide su obra de
expiación final.
El mensaje a
Laodicea no es un juego infantil. Es Uno “semejante al Hijo del hombre”, “sus
ojos como llama de fuego” y “su voz como ruido de muchas aguas” quien está
convocando a su pueblo a la más profunda experiencia de los siglos. Responder
con negligencia a su llamado origina confusión y apostasía, y es una bomba de
relojería que apunta a la autodestrucción denominacional. Dios nos ha hablado
así:
En toda iglesia en nuestra tierra hay necesidad de confesión,
arrepentimiento y reconversión. El chasco de Cristo es indescriptible (Review
and Herald, 15 diciembre 1904).
El llamado a
arrepentirnos que Cristo nos dirige es la mayor evidencia de su amor por
nosotros, y constituye nuestra mejor esperanza.
“El que tiene
oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”, ¡especialmente a la última
de ellas!
Notas:
1.
La evidencia, en el Nuevo
Testamento indica que Cristo y sus apóstoles no indujeron a la iglesia
primitiva a esperar la segunda venida en su generación.
2 Tesalonicenses 1:10 demuestra que los discípulos tenían, al menos,
una noción rudimentaria del tiempo abarcado por las profecías de Daniel.
Igualmente, la declaración “he aquí vengo presto” (de Apocalipsis) se ha
comprendido casi siempre en una aplicación escatológica, referida a los que
viviesen en el tiempo del fin. Con total seguridad el Señor no ha estado
engañando a su pueblo por dos mil años, ¡ni su pueblo lo ha creído así! (Volver
al texto)
2.
La confusión
en este punto ha llevado a algunos a sostener la idea fanática de que los
individuos deben abandonar Laodicea para volver a Filadelfia. Pero eso sería
tan imposible como retrasar el reloj más de un siglo y colocar los eventos del
tiempo del fin en cadencia invertida. En ninguna parte llama Cristo a nadie a
que abandone Laodicea; llama “al ángel de la iglesia de Laodicea” a
arrepentirse. Ver Apéndice B, en relación con el tema Laodicea-Filadelfia.
(Volver al texto)
5. Un difícil problema
para Dios
(índice)
El éxito definitivo del plan de la salvación depende de su hora
final. Nunca, en los pasados seis mil años de historia, ha tenido Dios un
problema tan delicado de resolver como el actual.
¿Estamos implicados en una verdadera crisis? La mayor crisis de
los siglos ocurrió en la crucifixión de Cristo. Pero esa crisis se cierne hoy
sobre nosotros.
El pecado del
hombre, que comenzó en el Edén, acabó finalmente en el asesinato del Hijo de
Dios. Los que lo crucificaron la primera vez fueron perdonados, ya que Jesús
oró: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc 23:34). Por
sinceros que seamos, ¿podemos repetir ese pecado sin saber lo que hacemos?
Los hay que
crucifican “de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios… exponiéndole a vituperio”
(Heb 6:6). ¿Tiene relación con eso el pecado de Laodicea? ¿Cuán profundo
es el pecado del que se amonesta a arrepentirse al “ángel de la iglesia en
Laodicea”?
Laodicea
comparte algo con el antiguo Israel: la ignorancia de su verdadero estado. Dice
el Señor: “No conoces”. Eso recuerda su oración sobre la cruz: “No saben lo que
hacen”. La iglesia remanente es patéticamente inconsciente de su verdadero
estado, tal como aparece ante la vista del universo. Estás “desnudo”, nos dice
Cristo al oído, en tono de alarma (Apoc 3:17). ¿Pudiera ser más serio de
lo que habíamos supuesto?, ¿pudiera consistir en más que una candidez
vergonzante, aunque ingenua?, ¿podría derivar de una profunda enemistad del
corazón con respecto al Señor mismo, algo que nos pondría al mismo nivel que
los judíos de antaño?
La idea de la
desnudez surge de nuevo en la parábola del vestido de boda. El huésped que se
llamó a engaño, creyendo que ese vestido era opcional, no era solamente
ingenuo, sino también irrespetuoso con su anfitrión. Una enemistad más
profunda que su comprensión consciente envenenó sus sentimientos hacia su
anfitrión (Mat 22:11-13). Laodicea vestida impropiamente, asistiendo
orgullosamente a la fiesta, no sólo equivale a ingenuidad. Implica algo más
serio: desprecio hacia el Anfitrión. Sólo la “expiación final” puede
proporcionar la debida reverencia hacia el Anfitrión y resolver el problema.
Los adventistas
del séptimo día somos amigos de Jesús, y de forma alguna osaríamos crucificarlo
“de nuevo” conscientemente. Pero que él nos llame sus “amigos” no implica
necesariamente la constatación de que lo tratamos bien, ya que dice Jesús: “Fui
herido en casa de mis amigos” (Zac 13:6).
Numerosas
declaraciones de la mensajera del Señor afirman que la misma enemistad contra
Cristo manifestada por los judíos de antaño, es la que han mostrado dirigentes
en nuestra historia adventista. Más aún, ese síndrome de “como los judíos” ha
constituido la raíz de nuestro problema espiritual de base por más de un siglo.
Es fácil
suponer que Laodicea, puesto que es tibia, no es ni muy mala ni muy buena, que
nuestro pecado es de carácter leve. Frecuentemente hemos actuado y hablado como
si el cielo estuviese orgulloso de nosotros. Pero el problema es grave. Nuestra
comprensión espiritual no ha guardado paralelismo con el crecimiento en el
saber científico del mundo. En esta era de las computadoras, a nadie le
gustaría vivir en una cueva, calculando mediante ábacos a la luz de un candil.
Pero espiritualmente hablando, Cristo representa a su iglesia de los últimos
días como virtualmente en la mendicidad, satisfecha con recursos espirituales
totalmente desfasados para nuestro tiempo. Constituimos un cuadro patético a la
vista del cielo. Algún día miraremos hacia atrás, y veremos nuestra era como la
edad de las tinieblas. En un momento de explosión en el conocimiento
tecnológico, el pueblo de Dios no ha podido romper esa barrera de “no conoces”.
El último continente inexplorado no es la Antártida, sino las profundidades
interiores del alma de Laodicea. Esa enemistad latente que Cristo dice que no
conocemos.
La cruz y la patología del pecado
La ciencia
está descubriendo la manera en la que bacterias y virus patógenos producen las
enfermedades. Mientras que la patología llega normalmente a identificar a esos
microorganismos enemigos, nuestra comprensión de lo que es el pecado y su modus
operandi, no se ha correspondido con el conocimiento científico secular
sobre la enfermedad y sus causas. Sin embargo, estamos cerca del momento en el
que debe terminar la intercesión de Cristo como Sumo Sacerdote, cuando el virus
del pecado debe haber sido aniquilado por siempre. Si pasado ese tiempo
persiste algún alejamiento o enemistad contra Dios en nuestros corazones, esta
se desarrollará sin restricción hasta la rebelión total contra Dios. El
resultado será el Armagedón: enemistad impenitente y del mayor calibre contra
Cristo, libre de la restricción impuesta ahora por el Espíritu Santo. Ningún
virus latente de pecado debe sobrevivir a la crisis final.
Todo pecado
es en esencia una nueva crucifixión de Cristo, y su manifestación final será el
Armagedón. Nadie podrá negar que el pecado ha abundado en nuestra edad
moderna; el conocimiento de una gracia sobreabundante es su única
solución.
El maestro
inventor de todo plan malvado pretende poner a Cristo en una situación
embarazosa. Si Satanás logra perpetuar el pecado entre el pueblo de Dios, tiene
la victoria asegurada. Es su mejor forma de sabotear el reino de Cristo.
Afrontemos la realidad: lo que antes podía calificarse de simple apatía,
constituye hoy pecado. Y avanzando el tiempo demostrará ser una nueva crucifixión
de Cristo. El enemigo no puede por ahora utilizar la fuerza física. Su
estrategia ha sido tomar ventaja de nuestra ignorancia en cuanto a lo que
constituye el pecado, llevándonos así a la parálisis espiritual. Nuestra fatal
tibieza es un terreno encantado con la magia del letargo, ante las lindes del
cielo.
El significado de la tibieza
¿Cómo han
podido sucesivas generaciones de adventistas reinfectarse con ella? ¿Cómo se ha
podido extender, incluso hasta las iglesias del tercer mundo? Tiene que haber
sido mediante el virus del pecado. Si es así, ¿cuál es la naturaleza de ese
pecado? ¿Por qué no hemos encontrado remedio para el mismo?
El sermón de
Pedro en Pentecostés nos da la clave para comprenderlo. Lo que hizo el sermón
de Pedro fue conmover a sus oyentes, al desvelarles la forma en la que su
enemistad latente contra Dios había desembocado en la crucifixión del Mesías.
El Espíritu Santo inspiró ese sermón para traer a los corazones de ellos la
convicción de cuán horrendo era ese pecado no advertido hasta entonces.
Clamaron compungidos: “Hermanos, ¿qué haremos?”
La respuesta
del apóstol fue: “Arrepentíos”. Y ellos respondieron. Recibieron el Espíritu
Santo en una medida que no ha sido igualada hasta la fecha. Eso fue posible al
darse cuenta de que su pecado era de una dimensión significativamente mayor de
lo que habían supuesto. Esa bendición de la lluvia temprana será superada por
la recepción final de Espíritu Santo conocida como la lluvia tardía. Lo
mismo que en Pentecostés, el don dependerá del completo reconocimiento de
nuestra verdadera culpa.
El Señor
tiene en reserva un medio plenamente efectivo para motivarnos. Lo sucedido en
Pentecostés potenció la iglesia primitiva con energía espiritual desbordante, y
fue propiciado por su singular arrepentimiento. Ningún otro pecado, en
cualquier otro tiempo, era más horrendo que aquel del que era culpable aquel
pueblo: asesinar al Hijo de Dios.
El pecado ha
sido siempre “enemistad contra Dios”, pero nadie comprendió jamás plenamente
sus dimensiones hasta que el Espíritu Santo impresionó la verdad en los
corazones del auditorio de Pedro. La comprensión de su culpabilidad les
sobrecogió como un diluvio. Su actitud no era la de procurar escapar al
infierno, o conseguir un premio celestial. No era un intento de evadir el
castigo, motivado por el miedo. La magnífica cruz se elevaba ante ellos, con su
misteriosa Víctima, y sus corazones humanos respondieron sincera y
profundamente a su realidad. No era una experiencia impregnada de egoísmo.
Cristo nos
llama hoy a un arrepentimiento como aquel de Pentecostés. Tendrá ciertamente
lugar, como la veta de oro escondida en tierra que aflora en otro lugar
distante del primero. Las ideas vagas e indeterminadas sobre el arrepentimiento
pueden solamente generar un tipo de devoción vaga e indeterminada. Igual que la
medicina administrada debe serlo en cantidad suficiente para producir
concentraciones sanguíneas terapéuticas del principio activo, el
arrepentimiento debe ser cabal, abarcante, a fin de que el Espíritu Santo pueda
consumar la plenitud de su obra.
¿Por
qué el arrepentimiento de Laodicea debe ser ahora distinto en alcance y
profundidad?
Un
arrepentimiento de tal envergadura está incluido en el “evangelio eterno” de
Apocalipsis 14. Pero su más clara definición no ha sido posible hasta que la
historia alcanzara a la última de las siete iglesias. La palabra original “arrepentimiento”
significa una mirada retrospectiva desde la perspectiva del fin: metanoia, de meta (“después”)
y nous (“mente”).
Así, el arrepentimiento no puede ser completo hasta el final de la historia.
Como sucede con el gran Día de la expiación, su expresión plena puede florecer
únicamente en la experiencia de los últimos días. Hemos llegado ya a ese
momento en el tiempo.
A menos que
nuestros ojos velados sean capaces de ver la profundidad de nuestro pecado,
como siendo idéntico al de la congregación a la que Pedro se dirigió en el
Pentecostés, sólo será posible un arrepentimiento relativo y superficial, que
no hará sino perpetuar por generaciones el problema de Dios. No es suficiente
que el pecado sea perdonado desde un punto de vista meramente legal;
debe ser también borrado.
No es
solamente que la larga espera nos produzca frustración; le causa intenso dolor
a Cristo mismo. Nosotros podemos apagar el programa de noticias, con sus
horribles nuevas, y hallar descanso yéndonos a dormir; pero el Señor no puede
hacer eso. “He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel”
(Sal 121:4). La agonía de un mundo sufriente y aterrorizado gravita
penosamente sobre él. No puede tomarse unas vacaciones en un remoto rincón de
su universo y olvidarse de ello. En nuestra debilidad podemos comenzar a sentir
un poco de la agonía de los que pasan hambre, los que no tienen casa, de los
desesperados, cuando tenemos la ocasión de conocerlos; sin embargo, Jesús es
infinitamente más sensible y compasivo que el más bondadoso de nosotros. Se nos
dice que “en toda angustia de ellos él fue angustiado” (Isa 63:9), ¿cuál no
será su angustia hoy?
Los que piensan en el resultado de apresurar o impedir la
proclamación del evangelio, lo hacen con relación a sí mismos y al mundo; pocos
lo hacen con relación a Dios. Pocos piensan en el sufrimiento que el pecado
causó a nuestro Creador. Todo el cielo sufrió con la agonía de Cristo; pero ese
sufrimiento no empezó ni terminó cuando se manifestó en el seno de la
humanidad. La cruz es, para nuestros sentidos entorpecidos, una revelación del
dolor que, desde su comienzo, produjo el pecado en el corazón de Dios. Le
causan pena toda desviación de la justicia, todo acto de crueldad, todo fracaso
de la humanidad en cuanto a alcanzar su ideal (La Educación, 263).
Nuestro Dios
no es nada parecido a un Buda sumido en un trance de nirvana. Nuestras
oraciones no le mueven a una piedad o misericordia que no sienta ya
previamente. Cuando le rogamos ‘Señor, haz algo por esta situación’, él nos
responde esperanzadamente: ‘¿Por qué no haces tú algo?’
Cuando la
mente y el corazón del “ángel de la iglesia en Laodicea” estén verdaderamente
reconciliados (expiación) con Cristo, desaparecerá lo que impide. Entonces
usará a su pueblo efectivamente para hacer lo que él desea para el mundo. Es en
especial referencia a los adventistas del séptimo día que Ellen White dijo: “El
chasco de Cristo es indescriptible”. ¿Cómo podemos subsanar tal condición?
El problema del Señor: la crisis de los siglos
La Biblia
revela a Dios en una dimensión desconocida para las escrituras del Qur’an,
Vedic Hindú, o el Budismo. El dolor de Dios es el dolor del mundo, amplificado.
Pensemos en cómo un padre sensible y amante siente el dolor de su hijito
malherido; entonces multipliquémoslo por unos ocho millones…
Apocalipsis
va un paso más allá y describe a Cristo como a un ferviente Esposo, anhelando
que “las bodas del Cordero” se produzcan pronto, pero que está chasqueado al
comprobar que su Esposa todavía no “se ha aparejado” (Apoc 19:7-9). Ella
ha tenido todo el tiempo esa experiencia al alcance de sus manos. Eso significa
que hasta el momento no ha podido ser verdaderamente reconciliada con él. Al
llegar a la unidad de corazón y mente con él, las iglesias, desbordantes del
amor de Cristo, pulsarán con la vida del Espíritu Santo. Todo miembro estará
espiritualmente alerta, radiante de abnegación sobrenatural que lo hará una
singular revelación de Cristo.
Ciertas
declaraciones inspiradas ponen de relieve que tal reavivamiento no tendrá nunca
lugar en “toda la iglesia”, debido a la existencia de cizaña mezclada con el
trigo. Pero otras declaraciones igualmente inspiradas afirman que “toda la
iglesia” ha de ser animada e impregnada del Espíritu Santo, rebosando de amor
cristiano. ¿Cómo entender esa aparente contradicción?
El propósito
de Dios será cumplido gloriosamente en su pueblo mediante “un reavivamiento de
la verdadera piedad entre nosotros”, “para que pueda ser preparado el camino
del Señor”, “un gran movimiento –una obra de reavivamiento– avanzando en muchos
lugares. Nuestro pueblo se movía al unísono, en respuesta al llamado de Dios”. “El
espíritu de oración obrará en todo creyente, y barrerá de la iglesia el
espíritu de discordia y lucha… Todos estarán en armonía con la mente del
Espíritu”. “En visiones de la noche pasó delante de mí un gran movimiento de
reforma en el seno del pueblo de Dios… espíritu de oración como lo hubo antes
del día de Pentecostés… El mundo parecía alumbrado por la influencia divina…
Parecía una reforma similar a la del año 1844… Sin embargo, algunos rehusaban
convertirse… Esas personas avaras se separaron de la compañía de los creyentes”
(Comparar con Joyas de los Testimonios vol. 3, 289-292, 308-309 y
344-345; Mensajes Selectos vol. 1, 136-137 y 141-149).
Esa última
frase proporciona una clave para resolver las aparentes contradicciones. Existe
una iglesia previa al zarandeo, y una iglesia posterior a él. Ésta
última cumplirá lo profetizado.
Ese gran
final de la obra del Espíritu de Dios gozará de una extraordinaria belleza y
sencillez:
Aquellos que esperan la venida del Esposo han de decir al pueblo:
‘¡Veis aquí el Dios vuestro!’ Los últimos rayos de luz misericordiosa, el
último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo, es una revelación de su
carácter de amor. Los hijos de Dios han de manifestar su gloria (Palabras de
vida del gran Maestro, 342).
Las
resoluciones de comités, los programas elaborados, la promoción basada en la
presión (así como técnicas profanas de iglecrecimiento y marketing)
no pueden jamás motivar realmente. La verdad ha de ser el vehículo que alcance
los corazones humanos, ya que solamente ella, “el mensaje del tercer ángel, en
verdad”, puede penetrar en los rincones secretos del alma humana.
6. Un arrepentimiento
sin precedentes: el Día de la expiación
(índice)
La purificación del santuario iniciada en 1844 es una verdad
adventista irrenunciable: es el fundamento de nuestra existencia. Tiene también
un profundo significado ético.
¿Por qué el Día “antitípico” de la expiación en el cielo
implica una experiencia especial para el pueblo de Dios de los últimos días en
la tierra? ¿Acaso Dios ha negado arbitrariamente esa singular bendición a
generaciones precedentes? ¿Sería justo que otorgase a la última generación algo
que deliberadamente ha negado a otros en el tiempo pasado?
No es que
Dios lo negase, sino que las generaciones anteriores no fueron capaces de
aprovechar la plenitud de la gracia que el Cielo anhelaba conceder. No porque
Dios rehusase otorgar, sino porque el hombre no estaba dispuesto a recibir en
esa medida, se produjo la prolongada demora de miles de años. La historia ha
tenido que seguir su curso. No hubo otra manera en la que la raza humana, “Adán”,
pudiese aprender.
El antiguo
Israel nos ofrece un buen ejemplo de ello. En el monte Sinaí el Señor estaba
dispuesto y deseoso de darles la misma justificación por la fe que disfrutó
Abraham cuando “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gén 15:6),
esa misma experiencia maravillosa que describe la epístola de Pablo a los
Romanos. Pero la incredulidad de ellos lo hizo imposible en aquella ocasión, y
la ley tendría que ser su “ayo” o “tutor” para guiarlos a través de un gran
rodeo en la historia hasta alcanzar la misma situación de Abraham, a fin de que
fuesen “justificados por la fe” (Gál 3:24).
La
declaración profética “hasta dos mil y trescientos días de tarde y mañana; y el
santuario será purificado” (Dan 8:14), predice que durante la última era
de la historia humana la fe del pueblo de Dios será madura, haciendo posible
que reciban la plenitud de la gracia divina. La profecía de Daniel abarca el
desarrollo espiritual de su pueblo hasta “la medida de la edad de la plenitud
de Cristo” (Efe 4:13).
Dios no
retuvo nada arbitrariamente a Abraham, que le impidiese estar en la compañía de
los ciento cuarenta y cuatro mil. Fue su propia falta de madurez espiritual la
que hizo imposible que se apropiase de toda la gracia que un Dios infinito le
habría otorgado, incluso entonces. Dios hubiese podido purificar su santuario
en lo antiguo, si el desarrollo espiritual del hombre lo hubiese permitido. No
debemos limitar los recursos infinitos de Dios. La deficiencia ha estado
siempre de nuestra parte. Dios llama a cada generación a arrepentirse, “por
cuanto todos pecaron” (Rom 3:23). “Por la ley es el conocimiento del
pecado” (Rom 3:20). El Espíritu Santo imparte ese saludable conocimiento
de su culpa a todo hombre. Su “luz verdadera” no ha pasado de largo a ningún
hombre (Juan 1:9). Pero la última generación recibirá el don del
arrepentimiento, la metanoia, un cambio
de rumbo a la vista de la experiencia en el pasado, una profunda contrición
propiciada por el análisis retrospectivo de la historia. Se podrá entonces
decir: “Gocémonos, alegrémonos y démosle gloria; porque son venidas las bodas
del Cordero y su esposa se ha aparejado”.
¿Cómo
tiene lugar el arrepentimiento?
El doble
crimen del rey David de adulterio y asesinato, ilustra la forma en que el
Espíritu Santo convence de pecado. Si el Espíritu Santo hubiera abandonado a
David en aquella desesperada situación, eso habría constituido el castigo más
cruel que pueda imaginarse. No fue así: Dios le seguía amando. El Espíritu
Santo le aguijoneaba con gravosa convicción. “De día y de noche se agravó sobre
mí tu mano”, escribió David. Metafóricamente hablando, el Señor “envejeció” sus
“huesos”. David dijo entonces: “Mi pecado te declaré y no encubrí mi iniquidad.
Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones a Jehová. Y tú perdonaste la maldad
de mi pecado” (Sal 32:3-5). Eso fue genuino arrepentimiento.
Uno puede no
haber oído jamás el nombre de Cristo, pero siente en su corazón que ha pecado y
que está destituido de la gloria de Dios. Se produce un despertar, por exiguo
que sea, de la perfecta norma de la ley divina tal cual es en Cristo. El
Espíritu Santo atraviesa el corazón con la convicción “de pecado y de justicia”
(Juan 16:8-10).
La culpa, como el dolor, es señal de que algo va mal
Una herida en
cualquier parte del cuerpo despierta mensajes de dolor que el cerebro procesa.
Si bien un analgésico puede aliviar de forma temporal la molestia, no provee
curación para el mal. Una enfermedad más grave, o incluso la muerte, pueden ser
el resultado de la negligencia y supresión artificial de la sintomatología.
Así, cuando el pecador rechaza el dolor de la misericordiosa convicción de
pecado producida por el Espíritu Santo, el resultado es la enfermedad y muerte
espiritual. El dolor físico nos lleva a buscar la curación. En África hay
leprosos que carecen del sentido del dolor y pierden sus dedos al ser
inadvertidamente comidos por las ratas mientras ellos duermen en la noche sin
notar nada. Si el sentido del dolor nos es valioso, cuánto más vital es para
nosotros la dolorosa convicción de pecado que produce el Espíritu Santo.
El agradecido
pecador ora así: ‘Gracias Señor, por amarme tanto como para convencerme de mi
pecado. Confieso toda la verdad. Tú has provisto un Sustituto que lleva la
penalidad en mi lugar, y su amor me motiva a separarme del pecado que lo
crucificó’. Ese milagro se dio en el corazón de David cuando oró: “Confesaré mi
maldad y me entristeceré por mi pecado” (Sal 38:18).
Un
arrepentimiento tal no solamente demuestra pesar por el pecado y sus
resultados, sino un genuino aborrecimiento del propio pecado. Produce un
apartamiento efectivo del pecado. La ley no puede obrar eso por nadie. Ese
milagro viene solamente por la gracia. “Porque la ley obra ira”, impartiendo
solamente terror al juicio, pero cuando la gracia obra el arrepentimiento, “las
cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (Rom 4:15;
2 Cor 5:17). El pecado que una vez se amó, es ahora aborrecido; y la
justicia que se odiaba en el pasado, se ama ahora. “Su benignidad te guía a
arrepentimiento” (Rom 2:4).
Un tal
arrepentimiento incluye efectivamente “la remisión de pecados”
(Luc 24:47). El término empleado en el Nuevo Testamento para “perdón”
significa separación del pecado, liberación de su poder. Así, el verdadero
arrepentimiento hace imposible para el creyente en Cristo continuar viviendo en
el pecado. El amor de Cristo provee la gran motivación, un cambio en la vida
(2 Cor 5:15).
Encontramos
un gozo inenarrable en esa experiencia:
La tristeza que se soporta de manera agradable a Dios, conduce a
una conversión que da por resultado la salvación, y no hay nada que lamentar.
¡La tristeza del mundo es la que produce muerte! Vosotros soportasteis la
tristeza como a Dios agrada, ¡y ved ahora los resultados!… Os hizo enojar, y
también sentir miedo… (2 Cor 7:10-11. DHH).
Pedro
demostró arrepentimiento genuino. Nos podemos identificar con él, ya que él
también cayó miserablemente; sin embargo, aceptó el precioso don del
arrepentimiento que Judas rehusó. Tras haber negado vilmente a su Señor con
maldición, Pedro “lloró amargamente” (Mar 14:71; Luc 22:62). Su
arrepentimiento no cesó jamás. Las lágrimas manarían ya por siempre de sus ojos
cada vez que recordase su pecado, por contraste con la bondad del Señor hacia
él. Pero se trataba de lágrimas de felicidad. La tormenta de la contrición trae
siempre el arco iris del perdón divino. Hasta la ciencia médica reconoce el
efecto terapéutico de las lágrimas de contrición. Arruinamos nuestra salud y
acortamos nuestra vida cuando reprimimos o suprimimos la influencia entrañable
y subyugadora del Espíritu de Dios que trata de enternecer nuestros endurecidos
corazones.
El Señor
mismo, que de tal manera amó “al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” por
él, preparó el camino para su evangelio. Dotó a la humanidad con esa capacidad
para sentir el dolor personal de la convicción de pecado. ¡Es una clara
evidencia de su amor!
Pero el
legalismo, o un evangelio “pervertido”, cortocircuita esa obra del Espíritu
Santo en los corazones humanos. Como consecuencia millones son incapaces de
experimentar el arrepentimiento, que es lo único que puede sanar ese mal que
reconocen en el fondo de sí mismos. Pero la Escritura predice un tiempo en el
que el evangelio será restaurado a su prístina pureza, y toda la tierra será
alumbrada por su gloria (Apoc 18:1-4). Será algo así como restablecer una
conexión eléctrica hasta entonces interrumpida. El circuito resultará
completado: la convicción del Espíritu Santo será complementada por un
evangelio puro, y la corriente del perdón divino fluirá a través de cada alma
arrepentida.
Se
traduce en auténtica felicidad
Lejos de ser
una experiencia negativa, un arrepentimiento tal es el fundamento de toda
verdadera felicidad. De igual forma en que cada “deber” tiene que
corresponderse con un “haber” en el balance de los libros de contabilidad, así
las sonrisas de gozo y felicidad por la vida abundante, para poseer
significado, deben estar fundadas en las lágrimas de Alguien, de Otro, sobre el
que se puso “el castigo de nuestra paz”, por la llaga del cual “fuimos nosotros
curados” (Isa 53:5).
No son
nuestras lágrimas de arrepentimiento y pesar lo que equilibra el balance del
libro de la vida, pero nuestra apreciación de lo que costó a Jesús
llevar nuestros dolores y soportar nuestras enfermedades pone a nuestro alcance
la salvación.
Cuanto más nos acerquemos a Jesús y cuanto más claramente
discernamos la pureza de su carácter, tanto más claramente veremos la
extraordinaria gravedad del pecado y tanto menos nos sentiremos tentados a
exaltarnos a nosotros mismos. Habrá un continuo esfuerzo del alma para
acercarse a Dios; una constante, ferviente y dolorosa confesión del pecado y
una humillación del corazón ante él. En cada paso de avance que demos en la
experiencia cristiana, nuestro arrepentimiento será más profundo (Los Hechos
de los Apóstoles, 448).
En cada paso que demos en la vida cristiana, se ahondará el
arrepentimiento. A aquellos a quienes el Señor ha perdonado y a quienes
reconoce como su pueblo, él les dice: “Os acordaréis de vuestros malos caminos,
y de vuestras obras que no fueron buenas; y os avergonzaréis de vosotros mismos
por vuestras iniquidades” [Eze 36:31] (Palabras de vida del gran
Maestro, 125).
Producir,
inventar o iniciar un arrepentimiento tal está más allá de nuestro alcance; ha
de venir como un don de lo alto. Dios exaltó a Cristo “para dar a Israel
arrepentimiento y remisión de pecados” (Hechos 5:31). “También a los
gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida” (vers. 11:18). ¿Es hoy
menos generoso con nosotros? La capacidad para ese cambio de mente y corazón es
un preciado tesoro, más valioso que toda la riqueza del mundo. Incluso la
voluntad de arrepentirnos es un don de Dios, ya que en su ausencia estábamos
muertos en “delitos y pecados” (Efe 2:1).
Una
experiencia como la descrita parece totalmente fuera de lugar en el siglo XXI.
¿Puede una sofisticada iglesia moderna como la nuestra recibir tal experiencia
de arrepentimiento?
¿Qué
hace posible el arrepentimiento?
La Biblia
relaciona ambas cosas: el “arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro
Señor Jesucristo” (Hechos 20:21). El arrepentimiento no es un frío cálculo
de opciones y consecuencias. No es la elección egoísta de la recompensa eterna,
ni la de escapar a las penas del infierno. Es una profunda experiencia del
corazón, consecuencia de apreciar el sacrificio de Cristo. No puede ser
impuesta por el miedo o el terror, como tampoco por la esperanza de la
inmortalidad. Solamente “su benignidad te guía a arrepentimiento”.
La fuente
última de la que mana ese don supremo es la verdad del sacrificio de Cristo en
la cruz. Lo mismo que la fe es una apreciación sincera del amor de Dios allí
revelado, el arrepentimiento constituye el ejercicio apropiado de esa fe que
experimenta el alma del creyente. Iluminados por la cruz, marchamos postrados
de rodillas por el camino a donde la fe nos lleva. El llamamiento de Pedro “arrepentíos,
y bautícese cada uno” vino a continuación de la más convincente presentación
que jamás se haya hecho de la cruz (Hechos 2:16-38). La formidable
respuesta de Pentecostés fue un cumplimiento de la promesa de Jesús: “Si fuere
levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo” (Juan 12:32).
¿Por qué no
vemos más de ese don precioso? ¿Acaso es el hombre moderno demasiado
sofisticado para responder positivamente? No: la naturaleza humana no está
fuera del alcance de la redención, incluso en estos últimos días. El genuino
arrepentimiento, seguido de las “obras dignas de arrepentimiento” es un
fenómeno escaso, solamente porque la genuina predicación de la cruz es escasa
(ver Hechos 26:20 y 2 Cor 5:14). La memorable letra del himno
compuesto por Isaac Watts pone de relieve la esencia del poder de la cruz:
Cuando miro a la magna cruz
donde murió el Príncipe de gloria,
cuento por pérdida mis mejores logros
y aborrezco mi orgullo en el polvo
A lo largo de
los pasados años desde Pentecostés, los pecadores que creyeron, recibieron
individualmente el don. Durmiendo en el polvo de la tierra, esperan todos ellos
la “primera resurrección”. La suya ha sido una fase del arrepentimiento.
Cristo no puede regresar si falla la preparación por parte de su pueblo en
vida. Hasta que eso acontezca, esos santos que yacen en el descanso y que se
arrepintieron personalmente están “condenados” a permanecer prisioneros en el
polvo de sus sepulcros. El “remanente” debe desbloquear la sucesión de esos
eventos de los últimos días mediante un arrepentimiento especial. Un
acontecimiento como ese, sin precedente en la historia, es la razón de la
existencia de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.
¿Qué
hace diferente el arrepentimiento de Laodicea?
Laodicea no
es inherentemente peor que cualquiera de las otras seis iglesias. Pero dado que
vive en los últimos días, que se corresponden con la purificación del santuario
-una misión nueva y distinta de nuestro gran Sumo Sacerdote en su ministerio en
el Día de la expiación- eso demanda un tipo nuevo y distinto de respuesta. En
eso consiste la otra fase del arrepentimiento.
Mientras que
Cristo realiza su “expiación final” en el segundo departamento del santuario
celestial, ¿podemos continuar viviendo como si él continuase aún en el primero?
La brecha existente entre las oportunidades únicas de Laodicea y su verdadero
estado, se ha agrandado de tal modo que la patética condición de esta se ha
convertido en el mayor problema que se le haya planteado al Señor. A menos que
actuemos con diligencia, estamos en el mayor peligro de todas las edades. A Ellen
White se le dio una vislumbre del significado del traslado del ministerio de
Cristo desde el primer departamento del santuario celestial, al segundo:
Los que se levantaron con Jesús elevaban su fe hacia él en el
lugar santísimo, y rogaban: “Padre mío, danos tu Espíritu”. Entonces Jesús
soplaba sobre ellos el Espíritu Santo. En ese aliento había luz, poder y mucho
amor, gozo y paz.
Me di vuelta para mirar la compañía que seguía postrada delante del trono y no
sabía que Jesús la había dejado. Satanás parecía estar al lado del trono,
procurando llevar adelante la obra de Dios. Vi a la compañía alzar las miradas
al trono y orar: “Padre, danos tu Espíritu”. Satanás soplaba entonces sobre
ella una influencia impía; en ella había luz y mucho poder, pero nada de dulce
amor, gozo ni paz. El objeto de Satanás era mantenerla engañada, arrastrarla
hacia atrás y seducir a los hijos de Dios (Primeros Escritos, 55-56).
En una
declaración posterior, la autora se refirió a aquellos “que no tienen
conocimiento del camino que lleva al lugar santísimo, y no pueden beneficiarse
de la intercesión de Jesús allí”. Hemos supuesto a menudo que “aquellos” eran
los guardadores del domingo; pero hoy hay muchos en la iglesia remanente, que
carecen de tal “conocimiento del camino que lleva al santísimo”:
Como los judíos, que ofrecieron sus sacrificios inútiles, ofrecen
ellos sus oraciones inútiles al departamento que Jesús abandonó; y Satanás, a
quien agrada el engaño, asume un carácter religioso y atrae hacia sí la
atención de esos cristianos profesos, obrando con su poder, sus señales y
prodigios mentirosos para sujetarlos en su lazo… También viene como ángel de
luz y difunde su influencia sobre la tierra por medio de falsas reformas. Las
iglesias se alegran, y consideran que Dios está obrando en su favor de una
manera maravillosa, cuando se trata de los efectos de otro espíritu (Id. 260-261).
La
experiencia de Laodicea proveerá el potencial para el Día celestial de la
expiación, ya que el mensaje a Laodicea va paralelo a la purificación del
santuario. ¿Qué significa eso en términos prácticos, comprensibles?
El arrepentimiento y la purificación del santuario
El ministerio
“diario” del santuario incluye el perdón de los pecados, pero el “anual” va más
lejos. El borramiento de los pecados tiene lugar en “los tiempos del refrigerio”,
es decir, en la purificación del santuario (Hechos 3:19). El ministerio
del Día de la expiación incluye el borramiento de los pecados, y puede
solamente ocurrir al final del tiempo, tras la conclusión de los dos mil
trescientos años (ver El Conflicto de los siglos, 473-475 y 537).
En estos
últimos días hay algo que Laodicea ‘no conoce’; un nivel de culpabilidad más
profundo, que anteriormente no se ha discernido. Es ahí donde entra en juego
ese más profundo arrepentimiento.
No nos
podemos desentender, diciendo: ‘Dejemos que las computadoras celestiales hagan
el trabajo: nuestros pecados serán borrados cuando llegue el momento apropiado,
sin necesidad de que sepamos acerca de él’. No existe una cosa tal como un
borramiento automático o computarizado de nuestros pecados, sin nuestro
conocimiento y participación. A nosotros corresponde arrepentirnos individual e
inteligentemente, no a los ordenadores celestiales. “La expulsión del pecado es
obra del alma misma” (El Deseado de todas las gentes, 431).
Bastará un
poco de reflexión para comprender que ningún pecado puede ser borrado a menos
que lo reconozcamos y confesemos inteligentemente. Debemos reconocer nuestro
más profundo nivel de pecado y culpa a fin de que podamos apreciar el
ministerio completo de nuestro Salvador. Nada menor que eso puede constituir el
arrepentimiento apropiado en el Día de la expiación.
Por lo tanto,
la experiencia de arrepentimiento de Laodicea es única en la historia del
mundo. Todo queda bloqueado si esta fracasa. Nuestro avión lleva la preciosa
carga del fuerte pregón del mensaje de las buenas nuevas destinado a alumbrar
toda la tierra. No hay tiempo para demorarlo más. Ni siquiera para esperar a la
persecución: cuando esta venga, podría ser demasiado tarde.
Numerosas
declaraciones inspiradas clarifican el principio de esa capa profunda de
culpabilidad, oculta bajo la superficie. Siguen unos pocos ejemplos:
La obra de restauración nunca puede ser completa a menos que se
llegue hasta las raíces del mal. Vez tras vez han sido recortadas las ramas,
pero ha sido dejada la raíz de amargura para que resurja y contamine a muchos.
Pero debe llegarse hasta la profundidad misma del mal oculto. Los sentidos
morales deben ser juzgados, y juzgados otra vez a la luz de la presencia divina
(Ellen White, Comentario Bíblico Adventista vol. 5, 1125).
El mensaje a Laodicea debe ser proclamado con poder, ya que ahora
es especialmente aplicable… No ver nuestra propia deformidad es no ver la
belleza del carácter de Cristo. Cuando estemos plenamente despiertos a nuestra
propia pecaminosidad, apreciaremos a Cristo… No ver el marcado contraste entre
Cristo y nosotros significa no conocernos a nosotros mismos. El que no se
aborrece a sí mismo no puede comprender el significado de la redención… Hay
muchos que no se ven a sí mismos a la luz de la ley de Dios. No aborrecen el
egoísmo, por lo tanto, son egoístas" (Review and Herald, 25
setiembre 1900).
El mensaje a la iglesia de Laodicea revela nuestra condición como
pueblo… Los pastores y miembros de iglesia están en peligro de permitir que el
yo ocupe el trono… Si pudiesen ver sus caracteres defectuosos y distorsionados
tal como están detalladamente reflejados en el espejo de la palabra de Dios, se
alarmarían de tal modo que caerían sobre sus rostros ante Dios en contrición de
espíritu, y se desprenderían de los trapos de su propia justicia (Id. 15
diciembre 1904).
El Espíritu Santo revelará faltas y defectos de carácter que
debieron haberse discernido y corregido… Está próximo el tiempo en el que será
plenamente revelada la vida interior. Todos contemplarán, como si fuese en un
espejo, la obra de los resortes ocultos de la motivación. Es la voluntad del
Señor que examinéis ahora vuestra propia vida y comprobéis cuál es vuestro
estado ante él (Id. 10 noviembre 1896).
Si tenemos defectos de carácter de los que no somos conscientes, él
nos administra disciplina para que esos defectos vengan a nuestro conocimiento
a fin de que podamos vencerlos… Vuestras circunstancias han servido para traer
a vuestro conocimiento nuevos defectos en vuestro carácter; pero no se ha
revelado ninguna cosa que no estuviese en vosotros (Id. 6 agosto 1889).
No hay nada “negativo”
en los párrafos citados. Si estuviésemos afectados de cáncer, agradeceríamos
como extraordinarias buenas nuevas las indicaciones del cirujano a propósito
del tratamiento necesario para extirpar el tejido canceroso, salvando así la
vida.
El mayor pecado de todos los tiempos
¿Qué fue lo
que trajo la ruina al antiguo Israel? Rehusó aceptar el mensaje del Mesías, que
ponía en evidencia un nivel más profundo de culpabilidad que el previamente
reconocido. Los judíos de los días de Cristo no eran por naturaleza más
malvados que ninguna otra generación anterior; simplemente les correspondió
demostrar hasta la plenitud esa misma enemistad contra Dios que comparten todos
los hijos e hijas caídos de Adán por naturaleza. “Por cuanto la intención de la
carne es enemistad contra Dios” (Rom 8:7). Lo que hicieron fue
sencillamente demostrar ese hecho de forma patente, mediante el asesinato de su
divino Visitante. Los que crucificaron a Cristo levantaron un inmenso espejo en
el que podemos vernos a nosotros mismos.
Horatius
Bonar comprendió esa realidad en un sueño en el que le parecía estar
contemplando la crucifixión. Con agónico frenesí, en la pesadilla de su lucha,
trataba de reconvenir a los crueles soldados que estaban a punto de atravesar
con clavos las manos y pies de Cristo. Puso su mano en el hombro de uno de
ellos para rogarle que desistiera. Cuando el soldado asesino se giró para
mirarle, Bonar reconoció en él su propio rostro.
El
arrepentimiento de Laodicea alcanzará hasta las más profundas raíces de esa
natural “enemistad contra Dios”. Ese nivel profundo de arrepentimiento es el
arrepentimiento de pecados que podemos no haber cometido personalmente, pero
que habríamos cometido de haber tenido la oportunidad. La raíz de todo pecado,
su común denominador, es la crucifixión de Cristo. Es apropiado un
arrepentimiento de ese pecado, ya que los libros del cielo lo registran ya
junto a nuestros nombres; y el Espíritu Santo llevará a nuestro conocimiento
ese pecado desconocido hasta el presente:
Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba
a todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir
hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión
del Hijo de Dios (El Deseado de todas las gentes, 694. Ver también Testimonios
para los ministros, 38).
La ley de Dios llega hasta los sentimientos y los motivos, tanto
como a los actos externos. Revela los secretos del corazón proyectando luz
sobre cosas que antes estaban sepultadas en tinieblas. Dios conoce cada
pensamiento, cada propósito, cada plan, cada motivo. Los libros del cielo
registran los pecados que se hubieran cometido si hubiese habido oportunidad.
Dios traerá a juicio toda obra, con toda cosa encubierta… Él revela al hombre
los defectos que echan a perder su vida, y lo exhorta a que se arrepienta y se
aparte del pecado (Ellen White, Comentario Bíblico Adventista vol. 5,
1061).
A otros les
pueden haber sido dadas “oportunidades” en forma de terribles y seductoras
tentaciones en circunstancias que nosotros jamás hayamos experimentado. Ninguno
de nosotros podría resistir la plena conciencia de aquello que seríamos capaces
de hacer bajo suficiente presión (terrorismo, por ejemplo). La imposición de la
“marca de la bestia” proveerá la última “oportunidad” al propósito. Pero lo
cierto es que nuestro pecado potencial está ya registrado en los “libros del
cielo”.
Un judío
sobreviviente de un campo de concentración, en el Holocausto, descubrió esa
verdad de forma cruda e inesperada. Yehiel Dinur se dirigió a la corte de
Nuremberg en 1961 dispuesto a testificar contra el asesino nazi Adolf Eichmann.
Pero al ver a Eichmann en su humillante estado, Dinur dio un grito, cayendo
después al suelo. No era odio ni temor lo que le sobrecogió. Comprendió de
repente que Eichmann no era el superhombre que la gente temía; era un hombre
ordinario. Relata Dinur: “Me entró pánico por mí mismo. Me di cuenta de que yo
era capaz de lo mismo… ¡Soy… exactamente como él!” Mike Wallace explicó la
historia en un programa de TV. Lo resumió con estas palabras: “Eichmann está en
todos nosotros”. Sólo la obra completa del Espíritu Santo puede traernos la
plena convicción de la realidad del pecado; pero en estos últimos días, cuando
el pecado debe ser “borrado” y no sólo perdonado, esa es su especial y bendita
obra. Ninguna bacteria o virus oculto de pecado puede ser trasladado al reino
eterno de Dios.
El
llamamiento de Dios al arrepentimiento dirigido a Laodicea es la esencia del
mensaje de la justicia de Cristo. Otros pueden ser culpables de lo que nos
parece grandes pecados; evidentemente tuvieron la “oportunidad” de cometerlos y
de alguna forma fueron vencidos por la tentación. La visión profunda que el
Espíritu Santo nos proporciona es que no somos por naturaleza mejores que
ellos. Cuando la Escritura dice “por cuanto todos pecaron”, significa que todos
han pecado igualmente (Rom 3:23). Cavar, poner al descubierto las raíces,
eso es ahora “verdad actual”.
No hay manera
en la que podamos apreciar la altura de la gloriosa justicia de Cristo, a menos
que reconozcamos la profundidad de nuestra propia pecaminosidad. Por esa razón,
reconocer nuestro propio potencial de pecado significa ciertamente buenas nuevas.
Excelsa cruz, hago de tu sombra mi
morada y cobijo por siempre;
Sólo busco la gloria del rostro divino coronado de espinas;
Soy feliz por morir al mundo, sin reparar en pérdidas ni ganancias,
El yo pecaminoso, mi única vergüenza. La cruz, mi única gloria.
Elizabeth
Clephane
¿Cuáles son
los aspectos prácticos de esa exposición final de nuestra verdadera culpa, y de
la sobreabundante gracia de Dios que nos purifica de ella?
Avancemos en
su estudio.
7. Arrepentimiento
de Jesús por pecados que no cometió
(índice)
¿Cómo pudo Cristo recibir el “bautismo de arrepentimiento” de
parte de Juan, sin haber conocido jamás una experiencia de arrepentimiento?
¿Podría una Persona impecable experimentar el arrepentimiento?
Tanto la Biblia como el Espíritu de profecía dejan claro que
Jesucristo experimentó el arrepentimiento. Pero parece casi disparatado
considerar cómo o por qué puede una persona sin pecado experimentar el
arrepentimiento.
Desde luego,
no significa que él cometiera pecado, ya que no cedió jamás a él en
pensamiento, palabra ni acción. Pedro afirma que “no hizo pecado; ni fue
hallado engaño en su boca” (1 Ped 2:22).
Ahora bien, “Juan
[Bautista] bautizó con bautismo de arrepentimiento” (Hechos 19:4). Ese era
el único bautismo que él conocía, y el único que pudo administrar a Jesús. Tal
bautismo implicaba, de la parte del impecable Candidato, una experiencia de
arrepentimiento. De otra forma, tal bautismo habría constituido una farsa, y
tanto Juan como Jesús habrían podido ser acusados de hipocresía. Nada más lejos
de la realidad.
¿Cómo pudo
Cristo experimentar arrepentimiento sin haber pecado nunca? Asumimos de forma
natural que solamente los malos necesitan –o pueden– arrepentirse. Al hombre
natural le resulta sorprendente la idea de que alguien bondadoso pueda
arrepentirse, e inconcebible el que lo pueda hacer alguien Perfecto.
Pero si Jesús
fue bautizado “con bautismo de arrepentimiento” es porque experimentó tal cosa.
Ahora bien, la única clase de arrepentimiento que una Persona inmaculada puede
experimentar es el arrepentimiento corporativo. Así, el arrepentimiento de
Jesús constituye un modelo o ejemplo del arrepentimiento que él espera de
Laodicea. Tiene especial significado para nosotros que vivimos hoy, porque su
ministerio en el Día de la expiación ha de preparar a un pueblo que reciba la
semejanza de su carácter.
¿Por
qué bautizó Juan al inmaculado Jesús?
Ocasionalmente
sucede que personas como el buen ladrón sobre la cruz no pueden bautizarse por
imperativos de tipo físico. ¿Fue el bautismo de Jesús una provisión legal, un
depósito de mérito dispuesto para ser administrado sustitutoriamente en
situaciones de emergencia como la citada? Así lo hemos creído, en general, en
virtud de la siguiente teoría: (a) uno debe haber sido bautizado para poder
entrar en el Paraíso; (b) el pobre ladrón clavado en la cruz no podía recibir
el bautismo; (c) el bautismo de Jesús le fue entonces acreditado, como el
beneficio de un crédito en una operación bancaria; (d) fue colocado el “depósito”
apropiado en la cuenta del ladrón no bautizado; (e) pudo así ser salvo. ¿Es tal
el propósito del bautismo de Cristo? Muchos lo han creído así, pero tales
subterfugios legales son ajenos al plan de la salvación.
Si es que hay
algún elemento válido en esa treta legal, la idea nos deja fríos, ya que la
mayor parte de la gente ha tenido oportunidad de bautizarse, y los que han
creído así lo han hecho. Podría ser motivo de ánimo para los pocos que no
pueden bautizarse, pero ¿qué significaría entonces el bautismo de Jesús para
todos los demás?
Otra teoría
pretende que Juan bautizó a Jesús para demostrar el método físico apropiado de
administrar la ordenanza: un ejemplo físico aplicado por el Maestro. Tampoco
eso es motivo de especial entusiasmo, no más del que producen las formas.
Jesús fue
sincero al pedir a Juan ser bautizado de él. Juan fue igualmente sincero al
resistirse a hacerlo. Pero Jesús le explicó por qué quería ser bautizado de él.
Ante la objeción del profeta, Jesús respondió: “Porque así nos conviene cumplir
toda justicia” (Mat 3:15).
Jesús no
estaba sugiriendo a Juan la conveniencia de llevar a cabo una
representación. La esencia de la “justicia” es la sinceridad y la honestidad.
Nuestro Ejemplo divino jamás podría haber consentido en la práctica de una
ceremonia hueca sin la correspondiente experiencia del corazón. Una
representación teatral no puede jamás “cumplir toda justicia”. Si Cristo se
hubiese sometido al bautismo sin la experiencia correspondiente, en realidad
habría sido como dar un ejemplo de hipocresía, ¡lo último que Jesús quiere de
nosotros! Él jamás espera de nadie que experimente el acto del bautismo sin
verdadero arrepentimiento.
Evidentemente,
Juan Bautista no había comprendido el principio de la culpabilidad y
arrepentimiento corporativos. Al comprender esa verdad, el bautismo de Jesús
cobra significado.
¿Cuán
cerca de nosotros vino Jesús?
Jesús pidió
el bautismo porque se identificó genuinamente con los pecadores. Si Adán
representa a la totalidad de la raza humana, Jesús se constituyó en el “postrer
Adán”, tomando sobre sí la culpabilidad del pecado de la humanidad (ver
1 Cor 15:45). No que él hubiese pecado, pero sintió como siente el
pecador culpable. Se puso a sí mismo enteramente en nuestro lugar. Nos rodeó
con sus brazos al arrodillarse junto a nosotros con sus ropas aún empapadas, en
la ribera del Jordán, rogando a su Padre que pudiese ser el Cordero de Dios. Su
sumisión al bautismo da fe de que “Jehová cargó en él el pecado de todos
nosotros”. Su bautismo significa así una inyección de arrepentimiento salvífico
en beneficio del cuerpo de la humanidad. Pedro afirma que su identidad con
nuestros pecados fue profunda, no superficial, ya que “llevó nuestros pecados
en su cuerpo sobre el madero” (Isa 53:6;
1 Ped 2:24). 1
Cristo no
llevó nuestros pecados de la manera en la que alguien carga con una mochila en
su espalda. Los llevó “en su cuerpo”, en su alma, en su sistema nervioso, en su
conciencia. Sintió el peso aplastante de nuestra culpa. Vino tan cerca de
nosotros, que sintió como si nuestros pecados fueran los suyos. Su agonía en
Getsemaní y en Calvario fue auténtica.
Ellen White
describe el profundo arrepentimiento de Cristo en estas esclarecedoras
declaraciones:
Después que Cristo hubo dado los pasos necesarios de
arrepentimiento, conversión y fe en beneficio de la raza humana, fue a Juan
para ser bautizado por él en el Jordán (General Conference Bulletin,
1901, 36).
Juan había oído acerca del carácter impecable y la pureza
inmaculada de Cristo… [Juan] no podía entender por qué el único ser sin pecado
en la tierra querría solicitar una ordenanza que implicaba culpabilidad,
confesando virtualmente, mediante el símbolo del bautismo, polución de la que
ser lavado…
Cristo vino, no confesando sus propios pecados; sino que la culpabilidad le fue
imputada como sustituto del pecador. Vino, no a arrepentirse por sí mismo, sino
en favor del pecador … Como su sustituto, toma sobre sí sus pecados, contándose
con los transgresores, dando los pasos que le son requeridos al pecador; y
haciendo la obra que el pecador debe hacer (Review and Herald, 21 enero
1873).
Hay aquí
profunda verdad:
(a) Aunque
sin pecado, Cristo experimentó el arrepentimiento en su propia alma. Existe
apoyo bíblico para esas repetidas declaraciones.
(b) Su
bautismo demuestra que él conoce la forma en la que se siente todo pecador
arrepentido. En nuestra propia justicia, somos incapaces de sentir tal simpatía
por “todo pecador arrepentido”. ¡Esa es una de las razones principales por las
que ganamos tan pocas almas! Solo Uno perfecto puede experimentar un
arrepentimiento perfecto y completo como ese. Pero nos es dado ser
participantes de la naturaleza divina.
(c) Su dar “los
pasos que le son requeridos al pecador” subraya su identidad con nosotros.
Verdaderamente, no podemos contemplar “el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo” sin experimentar unión con él. Por eso es vital contemplar a Jesús.
La tibieza inveterada se origina, o bien por no verlo claramente, o por
rechazarlo. Una visión más de cerca del “Cordero de Dios” nos capacita para
identificar nuestro pecado profundo, en necesidad de ser quitado por el Cordero
de Dios.
Jesús poseía
en su ministerio un extraordinario poder para ganar los corazones humanos. ¿Por
qué? En el “arrepentimiento, conversión y fe” que precedieron a su bautismo,
conoció “lo que había en el hombre”, de forma que “no tenía necesidad que
alguien le diese testimonio del hombre” (Juan 2:25). Eso le permitió
hablar como “jamás hombre alguno habló” (Juan 7:46). Sólo mediante esas
experiencias pudo romper el hechizo del encantamiento mundanal en las personas,
diciéndoles: “Sígueme”, no despreciando a nadie como estando desprovisto de
valor, e infundiendo “esperanza en los más rudos y en los que menos prometían”.
“A cualquiera de ellos, desanimado, enfermo, tentado, caído, Jesús le dirigía
las palabras de la más tierna compasión, las palabras que necesitaba y que
podía entender” (El ministerio de curación, 16). Podemos comenzar a
comprender que no podremos manifestar ese poder de atracción hacia los demás
hasta que participemos de ese tipo de arrepentimiento que Cristo experimentó en
nuestro beneficio.
La perfecta
compasión de Jesús hacia toda alma humana tenía origen en su perfecto
arrepentimiento en favor de él, o de ella. Vino como postrer Adán, participando
del cuerpo, haciéndose uno con nosotros, aceptándonos sin avergonzarse de
nosotros, habiéndose hecho “en todo semejante a los hermanos” (Heb 2:17).
Una iglesia eficaz para el necesitado
En nuestro
papel de iglesia comprometida, reconocemos nuestra necesidad de ese amor
semejante al de Cristo, genuino, sin sombra de variación. Pero podemos estar
mil años predicando sobre él y no ir nunca más allá de lo que las técnicas
psicológicas pueden ofrecer, a menos que desarrollemos la fe madura que
caracterizará el arrepentimiento final de Laodicea. Una fe tal, valora
positivamente el carácter de Cristo, contemplándolo con más nitidez a través de
ojos arrepentidos. El arrepentimiento de Cristo representa un aspecto vital del
carácter inmaculado de Emmanuel.
Uniéndonos
con él por la fe, venimos a formar parte corporativa de la humanidad en él. ¿No
sería egoísmo descarado el querer apropiarnos de Cristo, sin apropiarnos de su
amor por los pecadores? ¿Cómo podemos recibirle, sin recibir ese amor que está “en
él”?
En verdad,
tenemos mucha más razón para sentirnos identificados con los pecadores de la
que tenía nuestro inmaculado Señor, ya que nosotros mismos somos pecadores;
pero nuestro orgullo humano nos mantiene alejados de la cálida empatía de la
que Cristo estaba lleno. ¿Cómo experimentar esa proximidad? Tal es el propósito
del verdadero arrepentimiento.
El primer
paso debe ser reconocer nuestra implicación corporativa en el pecado de todo el
mundo. Aunque no estuvimos físicamente presentes en los eventos del Calvario
hace dos mil años, la totalidad de la raza humana estaba allí “en Adán”. Todos
estamos implicados en el pecado de Adán.
Supongamos
que no hubiésemos tenido un Salvador. Si a cualquiera de nosotros se nos
permitiera desarrollar hasta su clímax la plenitud de la maldad de la que es
capaz nuestra alma, si fuésemos tentados hasta el máximo, como otros lo han
sido, acabaríamos cometiendo con toda seguridad el mismo pecado que ellos, con
sólo disponer del tiempo y las circunstancias adecuadas. Eso, suponiendo que no
hubiese Salvador para salvarnos de nosotros mismos.
Supongamos
que Hitler hubiese vivido tantos años como Matusalem. Nadie se atreverá a decir
que ‘yo nunca hubiese podido hacer lo que otros han hecho’.
El apóstol
Juan dice que es solamente confesando nuestro pecado como podemos experimentar
el “fiel” perdón de Cristo, y ser limpios “de toda maldad”
(1 Juan 1:9). Pero confesar un pecado sin sentir su realidad es un
acto formalista, peligrosamente próximo a la hipocresía. La confesión y
arrepentimiento profundos y sinceros traen el amor y la devoción profundos y
sinceros. Jesús enseña el principio de que debemos comprender que se nos ha
perdonado mucho, antes de poder aprender a ‘amar mucho’. A María Magdalena le
fue perdonado mucho, ya que había sido poseída por siete demonios (ver Luc 7:47
y 8:2). ¿Debemos llegar también nosotros a la posesión diabólica, para ‘amar
mucho’, tras haber sido perdonados? No necesariamente; hay otra forma mejor: ¡reconocer
que estaríamos poseídos por siete demonios, de no ser por la gracia del
Salvador!
Cuando Pablo
dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gál 2:20), significaba que él
se identificaba a sí mismo con Cristo. De la misma manera nos identificamos con
el arrepentimiento de Cristo en favor de la raza humana. Las huellas de Cristo
son el camino al arrepentimiento corporativo.
A la luz de
la cruz de Cristo comienzan a tomar contornos definidos las verdaderas
dimensiones de nuestro pecado. Obsérvese la forma en la que un comentario
inspirado revela la realidad de nuestro pecado último, del que debemos
arrepentirnos individualmente:
En el día del juicio final, cada alma perdida comprenderá la
naturaleza de su propio rechazamiento de la verdad. Se presentará la cruz y
toda mente que fue cegada por la transgresión verá su verdadero significado.
Ante la visión del Calvario con su Víctima misteriosa, los pecadores quedarán
condenados. Toda excusa mentirosa quedará anulada. La apostasía humana
aparecerá en su odioso carácter (El Deseado de todas las gentes, 40).
Recordemos todos que todavía estamos en un mundo donde Jesús, el
Hijo de Dios, fue rechazado y crucificado… A menos que individualmente nos
arrepintamos ante Dios de la transgresión de su ley y ejerzamos fe en nuestro
Señor Jesucristo, a quien el mundo ha rechazado, estaremos bajo la plena
condenación merecida por aquellos que eligieron a Barrabás en lugar de Jesús.
El mundo entero está acusado hoy de rechazo y asesinato deliberados del Hijo de
Dios. La Palabra guarda registro de que judíos y gentiles, reyes, gobernadores,
ministros, sacerdotes y pueblo –todas las clases y sectas que revelan el mismo
espíritu de envidia, odio, prejuicio, odio e incredulidad manifestados por
aquellos que entregaron a la muerte al Hijo de Dios– reeditarían la misma
actuación si se les presentara la oportunidad que tuvieron los judíos y el
pueblo del tiempo de Cristo. Serían participantes del mismo espíritu que exigió
la muerte del Hijo de Dios (Testimonios para los ministros, 38-39).
Observemos:
(a) También “ministros”
y miembros de iglesia comparten la culpa de crucificar a Cristo. Excepto por
gracia de Dios, manifestada en el arrepentimiento personal, todo pecador la
comparte.
(b) Sin esa
gracia, todo pecador repetiría el pecado de los asesinos de Cristo, con tal que
tuviera el tiempo y oportunidad propicios.
(c) El pecado
del Calvario es la manifestación de esa enemistad del hombre hacia Dios de la
que no somos conscientes excepto que nos ilumine el Espíritu Santo. En el
Calvario caen todas las máscaras.
(d) En un
sentido real todos estuvimos en el Calvario, no mediante preexistencia o pre-encarnación,
sino por identidad corporativa “en Adán”. Adán comparte hoy esa culpabilidad
con nosotros.
(e) Los
justos en sus propios ojos, incluidos “ministros” y “sacerdotes” de “todas las
clases y sectas”, debe incluir a los de nuestra denominación, excepto por la
gracia del arrepentimiento.
La lección de
la historia es que la diminuta bellota de nuestra “mente carnal” necesita sólo
tiempo suficiente y adecuada oportunidad para convertirse en el inmenso roble
del pecado del Calvario. Pero aquel que recibe “la mente de Cristo” debe
necesariamente recibir también el arrepentimiento de Cristo, el amor de Cristo.
Por lo tanto, cuanto más se acerque a Cristo, más se identificará con cada
pecador que pueble la tierra, mediante la actitud de arrepentimiento
corporativo.
El apóstol
Pablo articuló esa brillante idea por primera vez. Cuando la reconocemos,
comenzamos a comprender que nosotros también somos deudores “a griegos y a
bárbaros, a sabios y a no sabios” (Rom 1:14). Puesto que venimos a unirnos
orgánicamente con Cristo por la fe, sus preocupaciones vienen a ser las
nuestras, lo mismo que los problemas de un órgano del cuerpo vienen a ser
preocupación común de todo el resto de los miembros. Cada miembro creyente del
cuerpo anhela cumplir el designio de la Cabeza, del mismo modo que los dedos
del violinista “desean” ejecutar con maestría la melodía de la mente que los
dirige. En el corazón y en la vida de aquel que cree el evangelio tiene lugar
el milagro de los milagros: ¡comienza a amar como Cristo ama!
¿Por
qué es “fácil” el yugo de Cristo, y “ligera” su carga?
Esa
experiencia resuelve mil penosas batallas con la tentación. Mediante la unión
corporativa con Cristo, sentimos sinceramente que no poseemos nada por derecho
propio. Todas nuestras luchas con el materialismo, amor al mundo, obsesión por
el dinero y demás objetos mundanos, sensualidad e indulgencia del yo, son
superadas finalmente por la nueva compulsión de esa liberadora unión de mente
con Cristo. La idea paulina de “ser deudor”, abre el camino a ese nuevo amor
por los demás.
En el terreno
de lo práctico podemos preguntarnos: ¿cómo amó Cristo a los pecadores? Si él
viniese personalmente hoy a nuestras iglesias, fácilmente nos escandalizaríamos,
teniendo en cuenta que “no admitía distinción alguna de nacionalidad, jerarquía
social, ni credo”, y que “vino para derribar toda valla divisoria”.
La vida de Cristo fundó una religión sin castas; en la que judíos
y gentiles, libres y esclavos, unidos por los lazos de fraternidad, son iguales
ante Dios. Nada hubo de artificioso en sus movimientos. Ninguna diferencia
hacía entre vecinos y extraños, amigos y enemigos… Nunca despreció a nadie por
inútil, sino que procuraba aplicar a toda alma su remedio curativo… Cada
descuido o insulto del hombre para con el hombre le hacía sentir tanto más la
necesidad que la humanidad tenía de su simpatía divina y humana. Procuraba
infundir esperanza en los más rudos y en los que menos prometían (El ministerio
de curación, 15-16).
El
arrepentimiento produce ese amor práctico en los corazones humanos. No tiene
por qué continuar nuestra ineficacia en ganar a otros cuyas malas acciones no
comprendemos, ni enorgullecernos por no haberlas cometido nosotros. Queda
establecido el puente que elimina esa brecha que nos aislaba de ellos.
Cristo no
puede ejercer su ministerio sanador entre aquellos cuyo corazón está congelado
en la insensibilidad impenitente. Aunque jamás pecó, no obstante, conoció el
arrepentimiento. Por lo tanto, nosotros podemos también sentir una genuina
compasión en favor de otros cuyos pecados podemos no haber cometido
personalmente, ya que ahora comprendemos que nuestra pretendida bondad no era
en realidad más que una falta de “oportunidad”, o una falta de tentación de la
misma intensidad. Nuestra obra por ellos resulta ahora algo sincero y vívido;
nuestros esfuerzos se vuelven efectivos.
Al ver la
desgracia ajena, sentimos de corazón que tal sería nuestro caso, de no ser por
la gracia de Dios. Nuestro prójimo no tardará en percibir la realidad de
nuestra identidad con él, de la misma forma en que los pecadores sentían la
identidad de Cristo con ellos. Comenzarán a oír en nuestra voz los ecos de la
voz de Jesús.
Solamente alguien perfecto puede experimentar el perfecto
arrepentimiento
Cuanto más
cristiana es una persona, más fuertes son sus tentaciones y más profundo su
arrepentimiento. Así, Cristo es el perfecto Ejemplo de arrepentimiento
corporativo. Nunca antes en la historia humana, y nunca después de entonces ha
ofrecido nadie a Dios una ofrenda tal de contrición por el pecado humano.
Merced a su perfecta inocencia e impecabilidad, sólo Cristo puede sentir
perfectamente el peso de toda la culpabilidad humana.
Leemos aquí
una bella expresión de esa verdad:
El hombre se había distanciado tanto de Dios al transgredir su
ley, que no podía humillarse a sí mismo ante Dios de una manera proporcional a
la gravedad de su pecado. El Hijo de Dios podía entender plenamente los
provocativos pecados del transgresor, y sólo él, en su carácter impecable,
podía efectuar una expiación aceptable para el hombre al sentir la sensación
angustiosa del desagrado de su Padre. El dolor y la angustia del Hijo de Dios
por los pecados del mundo estuvieron en proporción con su excelsitud y pureza
divinas, tanto como con la magnitud de la falta (Mensajes selectos
vol. 1, 333).
Dios se goza
sabiendo que tendrá un pueblo del que se podrá decir que es “sin mácula delante
del trono de Dios” (Apoc 14:5). Aunque pecadores por naturaleza, se
aferrarán por fin al perfecto ejemplo de arrepentimiento de Cristo.
En cada paso que demos en la vida cristiana, se ahondará nuestro
arrepentimiento. A aquellos a quienes el Señor ha perdonado y a quienes
reconoce como su pueblo, él les dice: “Os acordaréis de vuestros malos caminos,
y de vuestras obras que no fueron buenas; y os avergonzaréis de vosotros mismos
por vuestras iniquidades” [Eze 36:31] (Palabras de vida del gran Maestro,
125).
Ellen White
reconoció las profundas implicaciones de una experiencia como esa:
Cuando vemos almas alejadas de Cristo debemos ponernos en su lugar
y sentir arrepentimiento en su favor delante de Dios, y no descansar hasta que
las llevemos al arrepentimiento. Si hacemos todo lo que podamos y sin embargo
no se arrepienten, el pecado está a la puerta de ellas; pero todavía debemos
sentir dolor de corazón debido a su condición, mostrándoles cómo arrepentirse y
tratando de guiarlas paso a paso a Jesucristo (Ellen White, Comentario bíblico
adventista vol. 7, 971).
Aunque sea
solamente un débil reflejo, nuestro arrepentimiento en favor de los demás debe
estar basado en el arrepentimiento de Cristo “en beneficio de la raza humana”.
Sería imposible para cualquiera de nosotros sentir tal preocupación y pesar en
favor de otros, si él no las hubiese sentido primero en favor nuestro.
Si “nosotros
le amamos a él, porque él nos amó primero”, podemos arrepentirnos, solamente
porque él se arrepintió primero en favor nuestro. Porque uno es nuestro Maestro:
el Cristo.
Nota:
(N.
del T.): Material complementario sobre el particular
en: La maravillosa gracia, 164; A fin de conocerle, 33; Exaltad
a Jesús, 73; El Deseado de todas las gentes, 85-87 y 91; Mensajes
selectos vol. 1, 314, 318 y 320; Youth Instructor, febrero
1874; marzo 1874 54-55. (Volver al texto)
8. Cristo llamó al pueblo judío
al
arrepentimiento nacional
(índice)
Jesús quedó profundamente chasqueado por la forma en que los
judíos respondieron a su llamado al arrepentimiento nacional. Nos dice que está
igualmente chasqueado por la respuesta del pueblo adventista.
Tras pasar
por la experiencia de arrepentimiento corporativo y bautismo “en beneficio de
la raza humana”, Jesús demandó eso mismo de la nación judía: “Desde entonces
comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, que el reino de los cielos se
ha acercado” (Mat 4:17). También sus discípulos “saliendo, predicaban que
los hombres se arrepintiesen” (Mar 6:12).
El mayor
chasco de Cristo se debió a que la nación no respondió. “Entonces comenzó a
reconvenir a las ciudades en las cuales habían sido hechas muy muchas de sus
maravillas, porque no se habían arrepentido” (Mat 11:20). Comparó la
nación con aquella higuera que sólo tenía hojas: “Ya hace tres años que vengo a
buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro”
(Luc 13:6-9).
La higuera
estéril que Jesús maldijo vino a ser un símbolo, no solamente de la gran masa
de los judíos, individualmente faltos de arrepentimiento, sino del cuerpo o
pueblo corporativo que rechazó a Cristo como nación:
La maldición de la higuera era una parábola llevada a los hechos.
Ese árbol estéril, que desplegaba su follaje ostentoso a la vista de Cristo,
era un símbolo de la nación judía. El Salvador deseaba presentar claramente a
sus discípulos la causa y la certidumbre de la suerte [condenación] de Israel (El
Deseado de todas las gentes, 535).
Nuestro Señor había mandado a los doce y después a los setenta,
para que proclamaran que el reino de Dios estaba cerca, e invitasen a los
hombres a arrepentirse y creer en el evangelio… Tal fue el mensaje dado a la nación
judía después de la crucifixión de Cristo, pero la nación que
aseveraba ser el pueblo peculiar de Dios rechazó el evangelio que se le traía
con el poder del Espíritu Santo (Palabras de vida del gran Maestro,
250).
Nótese cómo
el pecado personal había crecido hasta convertirse en pecado nacional. Lo
cometieron los dirigentes de la nación, y llevó a la nación a la ruina
corporativa:
Cuando Cristo vino, presentando a la nación las demandas de Dios,
los sacerdotes y ancianos le negaron su derecho a interponerse entre ellos y el
pueblo… se propusieron incitar a la gente a que se volviese contra él, para
destruirlo de esa forma (Id. 246, traducción revisada).
La impenitencia nacional condujo a la ruina nacional
Solamente el
arrepentimiento nacional habría podido salvar a la nación judía de la amenaza
de ruina que su pecado nacional le trajo:
Ellos fueron responsables del rechazo a Cristo, y de los
resultados que le siguieron. El pecado de una nación y la ruina de esta se
debieron a los dirigentes religiosos (Id. traducción revisada).
Pablo señaló que Cristo había venido a ofrecer la salvación
primero a la nación que aguardaba la venida del Mesías como la consumación y
gloria de su existencia nacional. Pero esa nación había rechazado a Aquel que
le hubiera dado vida, y había escogido otro guía cuyo reino acabaría en la
muerte. Se esforzó por presentar a sus oyentes el hecho de que sólo el
arrepentimiento podía salvar a la nación de la ruina inminente" (Los
Hechos de los Apóstoles, 201).
En su última
predicación pública, Jesús hizo un llamado final al arrepentimiento a aquellos
dirigentes asentados en Jerusalem. El rechazo de estos quebrantó su corazón.
Derramando lágrimas de pena, predijo la ruina inminente de la nación: “De
cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación. ¡Jerusalem,
Jerusalem…!” (Mat 23:13-37).
Cristo llamó
ciertamente a los individuos al arrepentimiento, ya que dijo: “Habrá más gozo
en el cielo de un pecador que se arrepiente” (Luc 15:7). Pero hay una marcada
diferencia entre el arrepentimiento nacional y el individual. Llamó también a “esta
generación mala”, es decir, a la nación. “Los hombres de Nínive se levantarán
en juicio con esta generación y la condenarán, porque a la predicación de Jonás
se arrepintieron” (Luc 11:32). El destino de la nación, no solamente el de
los individuos, pendía en la balanza. 1 Como
resplandor de relámpago en noche de tinieblas, esa referencia a Nínive arroja
luz sobre la idea que Jesús presenta. El arrepentimiento nacional es algo tan
desconocido, que pocos creen que pueda darse realmente. Jesús empleó la
historia de Nínive como un ejemplo para probar que aquello a lo que estaba
llamando no era ningún imposible. ¡Si una nación pagana puede arrepentirse, la
nación que pretende ser el pueblo escogido de Dios debe poder hacer lo mismo!
Como Jonás fue señal para los ninivitas, así será el Hijo del
hombre para esta generación… Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio
con esta generación, y la condenarán, porque a la predicación de Jonás se
arrepintieron. Y aquí hay uno mayor que Jonás (Luc 11:30 y 32).
¿Cómo
se arrepintió la pagana Nínive?
Si una imagen
vale más que mil palabras, el arrepentimiento de Nínive ilustra vívidamente la
respuesta de una nación al llamamiento de Dios. Se arrepintió una nación;
no simplemente un grupo disperso de individuos. Encontramos más fácil creer que
“un gran pez” engulló y mantuvo vivo a Jonás tres días dentro de sí, que
aceptar que un gobierno y una nación pueda arrepentirse ante la predicación de
la Palabra de Dios. “Los hombres de Nínive creyeron a Dios y pregonaron ayuno,
y se vistieron de sacos desde el mayor de ellos hasta el menor de ellos” (Jonás
3:5). Desde luego, no hay ninguna razón para dudar de la autenticidad de ese
relato sagrado.
Ese
arrepentimiento comenzó por “el mayor”, y se extendió en sentido descendente según
el orden usual en la historia, “hasta el menor de ellos". “Llegó el
negocio hasta el rey de Nínive, y se levantó de su silla y echó de sí su
vestido, se cubrió de saco y se sentó sobre ceniza. E hizo pregonar y anunciar
en Nínive, por mandato del rey y de sus grandes" (Jonás 3:6-7).
Es cierto que
el llamado al arrepentimiento no se había originado en el palacio real.
Pero el gobierno de Nínive lo apoyó plena y decididamente. La “ciudad” se
arrepintió de la cabeza a los pies. ¡Extraordinario! El arrepentimiento fue
recibido, tanto a nivel nacional (“hizo pregonar y anunciar en Nínive, por
mandato del rey y de sus grandes”) como individual. La advertencia divina había
predicho la ruina nacional de Nínive; sus dirigentes condujeron al pueblo al
arrepentimiento: un arrepentimiento nacional.
La enseñanza
de Jesús fue esta: si eso ocurrió una vez en la historia, ¿por qué no podría
suceder lo mismo con los judíos? Podían haber experimentado un arrepentimiento
nacional de forma fácil y práctica (¿por qué no podríamos experimentarlo
nosotros?). Caifás, el sumo sacerdote, podía haber hecho la proclamación que
hizo el rey de Nínive. Lo único que necesitaba era aceptar el principio de la
cruz tal como Jesús lo enseñó.
Caifás hubiese podido llevar a Israel al arrepentimiento
Concedamos a
Caifás el beneficio de la duda. Se podría disculpar que al principio de su
ministerio hubiese estado razonable y sinceramente perplejo en cuanto a cómo
relacionarse con Jesús. Pero cuando llegó el desenlace de la crisis debió haber
tomado firme posición en favor de la Verdad. Podría haber bastado su testimonio
ante el sanedrín, en términos parecidos a estos: ‘Por un tiempo no comprendí la
obra de Jesús. Vosotros, hermanos, habéis compartido conmigo esa falta de
comprensión. Entre nosotros ha sucedido algo que nos ha superado ampliamente.
Pero últimamente he investigado fervientemente las Escrituras; he comprendido
que bajo su humilde apariencia exterior, Jesús de Nazaret es ciertamente el
Mesías verdadero. Cumple los detalles proféticos. Y ahora, hermanos, lo
reconozco humildemente como tal y desciendo sin ninguna dilación de mi elevada
posición, y soy el primero en reconocerlo como el verdadero Sumo Sacerdote de
Israel’.
Si Caifás
hubiese pronunciado palabras como esas, se habrían extendido por las cámaras
del sanedrín indescriptibles expresiones de sorpresa. Hoy sería honrado en todo
el mundo como el dirigente más noble en toda la historia del pueblo de Dios.
Pudo haber hecho lo que Moisés quiso hacer (de hecho, Moisés rehusó el trono de
Faraón). Los judíos, o muchos de ellos, habrían seguido sin duda las
directrices de Caifás. Hemos visto ya cómo los dirigentes religiosos contribuyeron
decisivamente a que el pueblo incurriera en culpabilidad nacional. Con igual
facilidad habrían podido esos mismos dirigentes conducirlos al arrepentimiento
nacional. Cristo hubiese podido morir de alguna otra manera que no fuese perseguido
por su propio pueblo, y Jerusalem podría ser hoy “el gozo de toda la tierra”,
en lugar de ser una de sus más dolorosas úlceras.
Si la iglesia
remanente eligiese por fin seguir al antiguo Israel en su impenitencia, Cristo
sufriría en manos de ella la humillación más espantosa que jamás haya
experimentado. Sería crucificado de nuevo, herido nuevamente “en casa de [sus]
amigos” (Zac 13:6). La indignidad final de la humanidad se acumularía
entonces sobre su sacrificio.
Pero la
Palabra de Dios debe proclamar buenas nuevas. Cristo no se ofreció a sí mismo
en sacrificio para cosechar una derrota. El Día real –o antitípico– de la
expiación despeja toda duda. A la luz de la cruz obtenemos la seguridad de que
la iglesia vencerá por fin su antiguo y trágico patrón de incredulidad. La
iglesia es su posesión adquirida, “la cual ganó por su sangre” (Hechos 20:28).
Su pueblo no le privará al fin del galardón que él ganó y merece.
Por una vez
la historia no se volverá a repetir. Cristo será plenamente vindicado por su
iglesia. Jesús verá que valió la pena el precio infinito que pagó para
redimirla. Un sacrificio infinito redimirá y sanará plenamente esa inmensa
medida de pecado humano.
Aunque Cristo
era “mayor que Jonás” y “mayor que Salomón”, sin embargo, no se mostró en la
gloriosa apariencia y pompa de este último, ni hizo “oír su voz en las plazas”
como Jonás (Mat 12:42; Isa 42:2). No obstante, los dirigentes judíos
tenían sobrada evidencia de su divina autoridad. La cualidad de su solemne
llamado al arrepentimiento les convencía de aquello que su orgullo les impedía
confesar. Ninguna otra “señal” se le daría a aquella “generación mala y adúltera”.
Tras haberse negado a reconocer el último llamado divino al arrepentimiento,
nada podía detener la pavorosa suerte de Israel.
Y la firme
evidencia de la obra del Espíritu Santo hoy reside en el solemne llamado del
Testigo fiel a que nos arrepintamos.
La restauración de judíos arrepentidos
En nuestros
días persiste una luminosa esperanza para los descendientes del Israel literal:
El endurecimiento en parte ha acontecido en Israel, hasta que haya
entrado la plenitud de los Gentiles; y luego todo Israel será salvo… porque sin
arrepentimiento son las mercedes y la vocación de Dios… para que, por la misericordia
para con vosotros, ellos también alcancen misericordia (Rom 11:25-31).
Obsérvese que
el cumplimiento de la profecía gravita sobre una iglesia cristiana arrepentida.
En un futuro próximo hemos de asistir al desarrollo de ciertos eventos
sorprendentes protagonizados por judíos arrepentidos:
Cuando este Evangelio se presente en su plenitud a los judíos,
muchos aceptarán a Cristo como el Mesías… En la proclamación final del evangelio,
cuando una obra especial deberá hacerse en favor de las clases descuidadas
hasta entonces, Dios espera que sus mensajeros manifiesten particular interés
en el pueblo judío que se halla en todas partes de la tierra… eso será para
muchos judíos como la aurora de una nueva creación, la resurrección del alma…
reconocerán a Cristo como el Salvador del mundo. Muchos recibirán por la fe a
Cristo como su Redentor… El Dios de Israel hará que esto suceda en nuestros
días. No se ha acortado su brazo para salvar. Cuando sus siervos trabajen con
fe por aquellos que han sido mucho tiempo descuidados y despreciados, su
salvación se revelará (Los Hechos de los apóstoles, 305-306).
¿Cómo podemos
llamar a los judíos a un arrepentimiento tal, a menos que nosotros mismos lo
experimentemos? El gran corazón de Dios se mueve a misericordia por ese pueblo
sufriente al que aguarda una gran bendición, cuando nosotros estemos preparados
como agentes ministradores:
No obstante la terrible sentencia pronunciada sobre los judíos
como nación en ocasión de su rechazamiento de Jesús de Nazaret, han vivido de
siglo en siglo muchos judíos nobles y temerosos de Dios, tanto hombres como
mujeres, que sufrieron en silencio. Dios consoló sus corazones en la aflicción,
y contempló con piedad su terrible suerte. Oyó las agonizantes oraciones de
aquellos que le buscaban de todo corazón en procura de un correcto
entendimiento de su Palabra (Id. 304-305).
A uno se le
acelera el pulso al leer esas palabras tan impregnadas de maravillosa
esperanza. ¡Qué gozo será poder presenciar el cumplimiento de las brillantes
predicciones de Pablo sobre la futura restauración del verdadero Israel!
Millones de cristianos miran al Israel literal, ubicado en Palestina, como el
cumplimiento. Sin embargo, la sierva del Señor, en armonía con el concepto
paulino de la justificación por la fe, predijo el genuino cumplimiento en
términos de arrepentimiento de muchos judíos individualmente, que aprenderán de
la iglesia remanente el principio de la culpabilidad y arrepentimiento
corporativos.
¿Puede
suceder en nuestros días?
Sí, si lo
deseamos realmente. Los judíos habrán de aprender de nosotros lo que no
pudieron aprender hace dos mil años: cómo arrepentirse.
Nota:
(N. del T.): Compárese con: “La Iglesia Adventista
del Séptimo Día debe ser pesada en la balanza del santuario. Será juzgada
conforme a las ventajas que haya recibido. Si su experiencia espiritual no
corresponde a los privilegios que el sacrificio de
Cristo le tiene asegurados; si las bendiciones conferidas no la capacitaron
para cumplir la obra que se le confió, se pronunciará contra ella la sentencia:
“Hallada falta” (Joyas de los Testimonios vol. 3, 251). (Volver al texto)
9. Cómo selló su suerte
la antigua nación judía
(índice)
La historia de su rebelión, desde la A hasta la Z, es
estremecedora. La Escritura nos advierte de estar al borde de un desastre
similar.
¿Pudo Jesús
acusar de un crimen a alguien que era inocente? Si se me acusase hoy de haber
iniciado la Primera Guerra Mundial, mi reacción automática sería protestar
exponiendo lo absurdo de la acusación: ¡ni siquiera había nacido cuando la
contienda comenzó! Sin embargo, Jesús acusó a los dirigentes judíos de su época
de culpabilidad por crímenes cometidos antes que cualquiera de ellos hubiese
nacido. A primera vista esa acusación contra ellos nos parece injusta.
Encontramos
el relato en Mateo 23. Jesús acaba de reconvenir a los escribas i fariseos con
una serie de “ayes” acompañados de vívidos destellos de ironía e indignación.
Concluye implicándolos en el asesinato de un tal Zacarías: “Para que venga
sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde
la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Barachías, al
cual matasteis entre el templo y el altar” (vers. 35).
Durante años
pensé que ese Zacarías era una víctima a la que habían dado muerte
personalmente en el templo contemporáneos de Cristo, no más de 30 o 40 años
antes.
La culpabilidad humana, de la A a la Z
Me sorprendió
descubrir que Zacarías había sido asesinado unos 800 años antes
(2 Crón 24:20-21). ¿Por qué hizo Jesús esa acusación a los judíos que
le eran contemporáneos?
No era una
acusación injustificada. La situación se clarifica cuando comprendemos el
principio de la culpabilidad corporativa. Rechazando a Cristo, los dirigentes
judíos se hicieron reos de toda la culpabilidad humana, desde la A (Abel) hasta
la Z (Zacarías), incluso en el caso de que ninguno de ellos hubiese cometido
personalmente un sólo acto de homicidio. Eran uno en espíritu con sus
predecesores, que de hecho habían derramado la sangre del inocente Zacarías en
el patio del templo (entre el templo y el altar). En otras palabras: lo habrían
repetido de nuevo, como efectivamente hicieron con el mismo Jesús.
Al rechazar
el llamado al arrepentimiento que Juan Bautista y Jesús proclamaron, estaban
asumiendo la culpabilidad de todos los asesinos de víctimas inocentes desde los
días de Abel. Uno que no puede errar los estaba atando en una gran gavilla.
Supongamos
que los dirigentes judíos se hubiesen arrepentido. De ser así, se hubiesen
arrepentido de “la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la
fundación del mundo” (Luc 11:59). Y entonces no habrían continuado hasta
crucificar a Cristo.
Para
comprender el pensamiento de Jesús tenemos que considerar la idea hebrea de la
personalidad corporativa. La iglesia es el “Isaac” fruto de la fe, el verdadero
descendiente de Abraham, “un cuerpo” con él y con todos los verdaderos
creyentes de todas las edades. Pablo dice que Abraham “es padre de todos
nosotros”, de todos los creyentes, tanto judíos como gentiles
(Rom 4:1-16). Dice incluso de creyentes gentiles. “Nuestros padres… en
Moisés fueron bautizados”. “Por un espíritu somos todos bautizados en un
cuerpo, ora Judíos o Griegos” (1 Cor 10:1-2 y 12:13). “Todos”
significa las generaciones pasadas y la actual.
Así, el
cuerpo de Cristo comprende a todos los que han creído en él, desde Adán hasta
el último remanente que le dé la bienvenida a su regreso. Según el patrón de
pensamiento de Pablo, todos somos como un individuo. Hasta un niñito puede
comprender ese principio. Aunque es su mano la que alcanza las golosinas
guardadas en aquella bombonera, cuando su madre descubre lo ocurrido, son sus
partes posteriores las que reciben el merecido. Para él, eso es perfectamente
lógico.
El Antiguo Testamento lo expone claramente
(a) Oseas
describe a las muchas generaciones de Israel como a un individuo progresando
desde la juventud hasta la madurez. Personifica a Israel como a una doncella
prometida al Señor. Israel “cantará como en los tiempos de su juventud, y como
en el día de su subida de la tierra de Egipto” (Oseas 11:1 y 2:15).
(b) Ezequiel
define la historia de Jerusalem como la biografía de un individuo:
Así ha dicho el Señor Jehová sobre Jerusalem: Tu habitación y tu
raza fue de la tierra de Canaán; tu padre Amorreo, y tu madre Hetea… y yo pasé
junto a ti, y te miré, y he aquí que tu tiempo era tiempo de amores… y fuiste
hermoseada en extremo, y has prosperado hasta reinar (Eze 16:3-13).
Llegaron y
pasaron diferentes generaciones de israelitas, pero su identidad personal
corporativa permaneció. La nación arrastró la culpabilidad de su “juventud”
hasta la madurez, de la manera en que un adulto sigue siendo culpable de los
errores cometidos en su juventud, y eso aunque la fisiología nos diga que por
entonces han sido renovadas la práctica totalidad de las células de su cuerpo.
La identidad moral de una persona permanece, al margen de la composición
molecular de su cuerpo.
(c) Moisés
enseñó ese mismo principio. Se dirigió a su generación como al mismo “vosotros”
que debería sufrir la cautividad en Babilonia unos mil años más tarde
(Lev 26:3-40). Llamó así mismo a las sucesivas generaciones a reconocer su
culpabilidad corporativa, junto a “sus padres”:
Confesarán su iniquidad y la de sus padres, por su traición y
oposición contra mí, por eso yo también me pondré contra ellos y los llevaré al
país de sus enemigos. Entonces se humillará su corazón incircunciso y
reconocerán su pecado… Antes me acordaré del pacto que concerté con sus padres
de ser su Dios, cuando los saqué de Egipto (Lev 26:40-45).
(d) Las
sucesivas generaciones reconocieron algunas veces ese principio. El rey Josías
confesó: “Grande ira de Jehová es la que ha sido encendida contra nosotros, por
cuanto nuestros padres no escucharon las palabras de este libro, para hacer
conforme a todo lo que nos fue escrito” (2 Reyes 22:13). No dijo nada
sobre la culpabilidad de sus contemporáneos: así de obvio le parecía que la
culpabilidad de su generación era compartida con la de las precedentes.
(e) Esdras
identifica la culpabilidad de su generación con la de sus padres: “Desde los
días de nuestros padres hasta este día estamos en grande culpa; y por nuestras
iniquidades nosotros, nuestros reyes, y nuestros sacerdotes, hemos sido
entregados en manos de los reyes de las tierras” (Esdras 9:7). “Nuestros reyes”
ha de referirse a generaciones previas, ya que en los días de Esdras no había
rey en Israel.
(f) Es muy
significativa la relación entre David y Cristo. Los salmos de David expresan
tan perfectamente lo que Cristo experimentó posteriormente, que el Salvador usó
las palabras de David para dar expresión a los sentimientos de su propio
corazón quebrantado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
(Sal 22:1; Mat 27:46). Cristo es el Verbo hecho carne. En ningún otro
lugar aparece tan claramente reflejada la perfecta relación corporativa entre
la “Cabeza” y los “miembros”, como en la relación entre David y Cristo. Cristo
se denominó a sí mismo “Hijo de David”. Se alimentó de las palabras escritas
por David y vivió las experiencias de él. La perfecta descripción que hizo de
sí mismo en el Antiguo Testamento, mediante las palabras y experiencia de los
profetas, las vivió en su propia carne mediante la fe.
(g) Esa idea
de identidad alcanza su Zenit en El Cantar de Salomón, la historia de amor de
los siglos. Cristo ama a una “mujer”, su iglesia. Israel, la doncella alocada
que es rescatada de Egipto, la voluble joven en su tiempo “de amores”, la mujer
infiel en los días del reinado, “abandonada y triste de espíritu” en
cautividad, se convierte por fin en la penitente y madura esposa de Cristo.
Finalmente, mediante el arrepentimiento corporativo, está madura para ser su
compañera.
¿Lo
habríamos hecho nosotros mejor?
Imaginémonos
a nosotros mismos en aquel fatídico viernes por la mañana entre la multitud
reunida ante Pilato. El extraño prisionero está atado. Está bien visto sumarse
en expresiones de condenación. Ni una sola voz se levanta en su defensa.
Supongamos,
apreciado lector, que estás relacionado con el gobierno de Pilato, o que formas
parte del equipo de trabajo de Caifás, el sumo sacerdote. Mantienes a tu
familia con tu sueldo. ¿Tendrías el valor de levantarte solo y clamar así?:
‘¡Estamos cometiendo un tremendo error! Este hombre es inocente de las
acusaciones hechas en su contra. Él es lo que dice ser: el divino Hijo de Dios.
¡Apelo a vosotros, Pilato y Caifás: ¡aceptadlo como al Mesías!’
Supón que tu
círculo íntimo de amigos se ha entregado ya a la burla y al escarnio de Jesús.
¿Tendrías (y tendría yo) el valor de enfrentarte solo a ellos y reprenderlos
por su conducta?
Comprendiendo
cuán fácilmente podría llevarte a la cruz también a ti un intento de defender a
Jesús, ¿te atreverías (o me atrevería) a levantar la voz? La respuesta es
bastante obvia. Decir que la iglesia –como cuerpo mundial– no puede conocer ese
arrepentimiento, ante la visión de aquella magna cruz donde agonizó el Príncipe
de gloria, es equivalente a despreciar su amante sacrificio, pretendiendo que
fue en vano.
Pentecostés: la historia de Israel no fue en vano
El
llamamiento de Jesús a los judíos no logró conmoverlos. Sin embargo, en
Pentecostés ocurrió una gloriosa demostración de arrepentimiento corporativo.
Su llamamiento había dado finalmente fruto.
Las tres mil
almas convertidas en aquel día, probablemente no habían gritado personalmente “¡Crucifícale,
crucifícale!” en las escenas de la pasión de Jesús, ni se habían burlado
personalmente de él cuando pendía de la cruz. Sin embargo, reconocieron que
compartían la culpabilidad con aquellos que sí lo habían hecho.
Los
dirigentes judíos, por el contrario, continuaban obstinadamente rehusando hacer
tal cosa: “¿No os denunciamos estrechamente que no enseñaseis en ese nombre?…
queréis echar sobre nosotros la sangre de este hombre” (Hechos 5:28). ¡De
ninguna manera aceptaban la culpabilidad corporativa! Nosotros, los adventistas
del séptimo día, hemos negado también la nuestra por décadas. Los judíos
cerraban así la puerta a su única esperanza de salvación.
Pentecostés
ha inspirado al pueblo de Dios durante unos dos mil años. ¿Qué hizo posible ese
extraordinario acontecimiento? El pueblo aceptó la realidad de su propia
culpabilidad corporativa y confesó sinceramente su participación en el mayor
pecado de todos los tiempos: aquel del que sus dirigentes habían rehusado
arrepentirse. Pentecostés fue un ejemplo del laicado elevándose por encima del
nivel espiritual de sus dirigentes. El derramamiento final del Espíritu Santo
en la lluvia tardía será una expansión de la experiencia de Pentecostés.
Unos pocos
meses después tuvo lugar una reacción de los dirigentes contra Pentecostés. El
sanedrín rehusó aceptar la exposición hecha por Esteban, a propósito de su
culpabilidad corporativa demostrada en su historia nacional: “Duros de cerviz,
e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros resistís siempre al Espíritu
Santo: como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no
persiguieron vuestros padres? y mataron a los que antes anunciaron la venida
del Justo, del cual vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores” (Hechos 7:51-52).
“Entonces dando grandes voces, se taparon sus oídos, y arremetieron unánimes
contra él; y echándolo fuera de la ciudad, le apedreaban” (vers. 57-58).
¿Comprendemos
cuál es el patrón de actuación? Comenzó con Caín. Una generación tras otra
rehusó reconocer su culpabilidad corporativa. Finalmente el impenitente Israel
demostró por siempre al mundo cuál es el final trágico de la impenitencia
nacional. “Y estas cosas les acontecieron en figura, y son escritas para
nuestra admonición, en quienes los fines de los siglos han parado”
(1 Cor 10:11).
Pero en
aquella hora trágica en la que Israel sellaba su destino asesinando a Esteban,
la verdad comenzaba a desarrollar su bendita obra en el corazón de un alma
sincera. Conduciría finalmente a la corrección del pecado de Israel. “Los
testigos pusieron sus vestidos a los pies de un mancebo que se llamaba Saulo”.
La conciencia despertada de aquel joven concibió la gran idea de un “cuerpo de
Cristo” mundial que demostraría finalmente el fruto pleno y cabal de las
bendiciones del arrepentimiento que los judíos rechazaron.
10. Urgencia del llamado de Cristo al arrepentimiento
(índice)
Tras haber presenciado más de ciento cincuenta años de paciente
espera por su parte, podemos estar tentados a tomar con ligereza la urgencia
con la que nos amonesta. Pero no hay lugar para el descuido irreverente. Cristo
espera una acción decidida.
La
denominación conocida como Iglesia Adventista del Séptimo Día está reconocida
en los escritos de Ellen White como la iglesia “remanente” de la profecía.
Desde los inicios nuestros pioneros la creyeron el cumplimiento de la profecía
de Apocalipsis. Siendo eso cierto, poseemos una auténtica identidad
denominacional. Si no lo fuese, entonces no habría razón válida para nuestra
existencia:
En un sentido muy especial, los adventistas del séptimo día han
sido colocados en el mundo como centinelas y transmisores de luz. A ellos ha
sido confiada la tarea de dirigir la última amonestación a un mundo que perece…
Una obra de la mayor importancia les ha sido confiada: proclamar los mensajes
del primero, segundo y tercer ángeles.
Las verdades que debemos proclamar al mundo son las más solemnes que jamás
hayan sido confiadas a seres mortales. Nuestra tarea consiste en proclamarlas.
El mundo debe ser amonestado, y el pueblo de Dios tiene que ser fiel a su
cometido (Joyas de los Testimonios vol. 3, 288; Ver también Joyas
de los Testimonios vol. 1, 65-66; Mensajes selectos vol. 1,
106-109; Ellen White, Comentario bíblico adventista vol. 7,
970-974).
Hoy en día
hay quienes ponen en duda nuestro destino profético desde posiciones muy
diferentes, suponiendo que la iglesia organizada ha fracasado tan
estrepitosamente que ha dejado de ser la iglesia remanente de la profecía. Esa
mentalidad separatista se origina en una carencia de las verdades contenidas en
el mensaje de 1888. Las buenas nuevas del mensaje de 1888 son como vitaminas
esenciales para el organismo humano; su ausencia prepara el terreno para la
enfermedad.
No hemos
captado las grandes dimensiones de la gracia de Dios, una de las cuales es el
concepto de 1888 de la justificación por la fe. No solamente lo hemos dejado de
comprender, sino que lo hemos negado. Se ha creado así un vacío, a donde se han
precipitado innumerables herejías legalistas causantes de confusión y desánimo.
Al suprimir por décadas el “preciosísimo mensaje” se ha desarrollado un
espíritu rígido, y en ocasiones implacable y desprovisto de caridad, basado en
nuestra preocupación egocéntrica. Nuestra preocupación suprema se ha centrado
en nuestra propia seguridad: la salvación de nuestras pobres almas. Ese temor
religioso despierta la peor respuesta en la naturaleza humana. La preocupación
por Cristo mismo es una motivación de orden muy superior. La presencia en la
iglesia de “santos airados” debe ser causa de grave quebranto para el Señor. Si
bien la justa indignación puede ser encomiable, la ira y la aspereza están
totalmente fuera de lugar en la iglesia remanente. Algunas voces estridentes en
la iglesia muestran una increíble falta de amor cristiano y de la debida
cortesía. Es un grave error suponer que Elías no estaba lleno de simpatía y
caballerosidad cristianas. El reproche santificado va siempre acompañado de las
lágrimas en la voz y en la pluma. 1 Durante
décadas hemos privado sistemáticamente a nuestro pueblo de la gracia
sobreabundante de ese mensaje de 1888 que cambia los corazones. Afirma un viejo
refrán inglés que son los animales hambrientos los que se vuelven agresivos.
La fuente secreta del veneno separatista
Es grave no
comprender la verdadera naturaleza del agape. Algunos en posturas de
crítica, perdida ya la esperanza, son incapaces de concebir que el amor de Dios
pueda ser fiel a una iglesia infiel, descarriada. Dan por hecho que el amor de
Dios es como el del hombre: condicionado al valor o bondad del objeto amado y
dependiente de él. (Nos enamoramos de lo bello; no concebimos enamorarnos de lo
feo). Miran, pues, la condición debilitada y defectuosa de la iglesia y se
preguntan si puede continuar el amor de Dios por ella. Se dicen: ‘La iglesia ha
fracasado; por lo tanto, el paciente amor de Dios por ella debe haber llegado a
su fin’.
Pero el amor
de Dios (agape), siendo soberano e independiente, crea valor y
bondad en el objeto amado. Es su cualidad creadora lo que garantiza el éxito
del mensaje al ángel de la iglesia en Laodicea.
Los
partidarios de la disidencia o separación conciben ese paciente y perseverante
amor como impropio de Cristo; demasiado contemporizador como para ser
verdadero. Pero no comprenden el agape. Les parece “blando”, cuando en
realidad es tan duro como el acero. No comprenden su poder, no comprenden que
es soberano e independiente, y por lo tanto, libre para amar aquello que no es “amable”.
Tan fuerte es, que convertirá una iglesia tibia en una iglesia arrepentida. Es
capaz de triunfar al fin, convirtiendo almas sinceras desde posiciones tanto
liberales como conservadoras, llevando a hermanos distanciados a la armonía de
mente y corazón.
La mentalidad
separatista no considera que el honor y la vindicación de Cristo mismo están
íntimamente subordinados al arrepentimiento de la iglesia denominacional. Ven
los pecados de la iglesia como imperdonables, o al menos irreversibles, y por
lo tanto no creen posible el arrepentimiento denominacional. De otro lado, los
dirigentes exacerbamos a menudo el problema al pretender que “todo está bien”,
y que por lo tanto es innecesario el arrepentimiento denominacional. Algunas
personas sinceras que desconocen el mensaje de la justicia de Cristo se
entregan a la articulación de agudos reproches que conciben como “testimonio
directo”, separándose de la congregación de la iglesia organizada.
Eso no es
sabio; es innecesario, y es erróneo. Cristo jamás nos llama a abandonar la
iglesia. Nos llama a arrepentirnos con la iglesia, a ‘gemir y clamar’ positiva
y efectivamente, en lugar de negativamente. Una voz inspirada nos da seguridad
del arrepentimiento denominacional final. El concepto está implícito en
mensajes como los siguientes:
Se me ha instruido que diga a los adventistas de todo el mundo que
Dios nos ha llamado como un pueblo que ha de constituir un tesoro especial para
él. Él ha dispuesto que su iglesia en la tierra permanezca perfectamente unida
en el Espíritu y el consejo del Señor de los ejércitos hasta el fin del tiempo
(Carta 54, 1908; Mensajes Selectos vol. 2, 458).
Confiad en la vigilancia de Dios. Su iglesia debe ser enseñada.
Aunque es débil y defectuosa, constituye el objeto de su consideración suprema
(Carta 279, 1904; Id. 457).
Si bien ha habido disputados esfuerzos por mantener nuestro
carácter distintivo, como cristianos bíblicos siempre hemos estado ganando
terreno (Carta 170, 1907; 396-397).
La evidencia que hemos tenido durante los pasados cincuenta años
[ahora más de 150] de la presencia del Espíritu de Dios con nosotros como
pueblo, será la prueba para aquellos que se están poniendo del lado del
enemigo, y disponiéndose contra el mensaje de Dios (Carta 356,
1907; 397).
Puede parecer que la iglesia está por caer, pero no caerá.
Permanece en pie, mientras los pecadores que hay en Sión son tamizados,
mientras la paja es separada del trigo precioso. Es una prueba terrible, y sin
embargo tiene que ocurrir (Id. 380).
Me siento animada y bendecida al reconocer que el Dios de Israel
está guiando todavía a su pueblo, y que continuará estando con él hasta el fin.
He sido instruida para que diga a mis hermanos en el ministerio: Que los
mensajes que provengan de vuestros labios estén llenos del poder del Espíritu
de Dios… Ha llegado ya la plenitud del tiempo para dar al mundo una
demostración del poder de Dios en nuestras propias vidas y en nuestro
ministerio (Id. 406-407).
El mensaje de
Cristo a Laodicea, su propio carácter de agape, está en juego ante el
universo celestial. ¿Producirá su efecto? ¿O seguirá pasando un siglo tras
otro, dejando sin cumplir la gran obra que el mensaje amonesta a realizar?
Hechos establecidos
(a) Es
evidente que los dirigentes humanos de su iglesia constituyen la gran
preocupación del Señor. “Los ministros de Dios están simbolizados por las siete
estrellas… Los ministros de Cristo son los guardianes espirituales de la gente
confiada a su cuidado” (Obreros Evangélicos, 13-14). “El que tiene las
siete estrellas en su diestra… dice estas cosas” (Apoc 2:1). “Estas palabras
son dirigidas a los maestros de la iglesia, a aquellos a quienes Dios confió
pesadas responsabilidades” (Los Hechos de los apóstoles, 468). Son “aquellos
que ocupan los puestos que Dios ha señalado para la dirección de su pueblo” (Id. 133).
Si rehúsan el llamamiento especial de Cristo al arrepentimiento, la
organización de la iglesia se desintegrará finalmente. Pero los dirigentes pueden
responder al llamamiento de Cristo, y Apocalipsis indica que antes del fin lo
harán.
(b) Cristo
respeta la organización de la iglesia. Su plan es que “el ángel de la iglesia”
se arrepienta primeramente, y que ministre luego la experiencia a la iglesia mundial. 2 Cuando los
dirigentes de la iglesia rechazaron “en gran medida” el mensaje en 1888, Dios
no los desechó; permitió que la incredulidad de ellos detuviese su obra durante
al menos un siglo. Verdaderamente, si esa incredulidad persistiese siglo tras
siglo, habría que evocar una extraña inmunidad por la que Dios permitiese que
un impenitente “ángel de la iglesia” frustrase indefinidamente su propósito.
(c) Sin
embargo, tenemos una animadora promesa a la que aferrarnos. Llegará el
tiempo en el que el Señor pondrá de lado a los dirigentes impenitentes. En
1885, tres años antes del “comienzo” del mensaje del fuerte pregón en 1888, Ellen
White escribió lo que sigue al presidente de la Asociación General, un hombre
que posteriormente eligió rechazar el “preciosísimo mensaje” cuando este llegó:
A menos que los que puedan ayudar en ––– despierten y comprendan
cuál es su deber, no reconocerán la obra de Dios cuando se oiga el fuerte
clamor [o pregón] del tercer ángel. Cuando resplandezca la luz para iluminar la
tierra, en lugar de venir en ayuda del Señor, desearán frenar la obra para que
se conforme a sus propias ideas estrechas. Permítame decirle que el Señor
actuará en esa etapa final de la obra en una forma muy diferente de la
acostumbrada, contraria a todos los planes humanos. Habrá entre nosotros
personas que siempre querrán controlar la obra de Dios y dictar hasta los
movimientos que deberán hacerse cuando la obra avance bajo la dirección de ese
ángel que se une al tercero para dar el mensaje que ha de ser comunicado al
mundo. Dios empleará formas y medios que nos permitirán ver que él está
tomando las riendas en sus propias manos. Los obreros se sorprenderán por
los medios sencillos que utilizará para realizar y perfeccionar su obra en
justicia (Testimonios para los ministros, 300. Carta a G.I. Butler,
1 octubre 1885, original sin cursivas).
Nadie conoce
la forma precisa en la que Dios tomará “las riendas en sus propias manos”. Si
bien su amor es infinito, su paciencia tiene un límite. Su amor por un mundo
perdido resultará ser mayor que su paciente tolerancia con la continua tibieza
adventista. Cristo murió por el mundo. Llegará el momento en el que no
tolerará más la impenitencia voluntaria y persistente. Es muy capaz de
manifestar su justa indignación, y cuando llegue el día de su indignación, “¿quién
podrá estar firme?”
Cuando el
llamado de Cristo al arrepentimiento sea escuchado por “el ángel de la iglesia
en Laodicea”, la contrición y reconciliación se extenderán al cuerpo mundial de
la iglesia más rápidamente de lo que creemos posible. Los corazones se
humillarán y finalmente habrá un pueblo preparado para proclamar el mensaje del
fuerte pregón al mundo por el que Cristo murió. No hay razón por la que esta
gran obra no hubiese de cumplirse en nuestros días.
¿Rechazará
Cristo a Laodicea?
“El Padre a
nadie juzga, mas todo el juicio dio al Hijo” (Juan 5:22). A su vez, Cristo
dice del que no cree en él: “No le juzgo” (Juan 12:47). Según eso, los
únicos a quienes “juzga” es aquellos a quienes vindica. De hecho, “Laodicea”
significa “vindicación del pueblo” del pueblo de Dios.
El mensaje
reconoce a la iglesia como el objeto supremo de la atención de Cristo. Su
llamamiento final denota que él tiene esperanza de éxito, que espera plenamente
la respuesta de su iglesia; de otra forma no malgastaría su divino esfuerzo. Su
llamamiento expresa su confianza en el agape como poder motivador.
Por otra
parte, el lapso de tiempo de más de un siglo indica que su paciencia y
longanimidad tienen el definido propósito de triunfar. No prestaría esa
atención a algo que supiese que finalmente tendría que abandonar. Por lo tanto,
el mensaje a Laodicea está lleno de esperanza. “Laodicea” no significa fracaso.
Lo que falla en Laodicea no es su nombre, sino su tibieza, su ceguera, su
pobreza. Pero no está en duda su identidad como la última de las siete
iglesias.
Es cierto que
ciertos individuos no se arrepentirán nunca. Leemos a propósito de ellos,
La imagen de vomitar de su boca significa que no puede ofrecer
vuestras oraciones o vuestras expresiones de amor a Dios. No puede aprobar
vuestra enseñanza de su palabra ni vuestra obra espiritual de ninguna manera.
No puede presentar vuestros ejercicios espirituales pidiendo que se os conceda
su gracia (Testimonies vol. 6, 408).
Para algunos,
quizá para muchos, ese rechazo personal puede haberse dado ya en nuestros días.
Dirigentes que han rechazado el llamado de Cristo pueden continuar en puestos
de dirección y seguir dando mensajes contemporizadores:
La gloria del Señor se ha apartado de Israel; aunque muchos
perseveraban en las formas de la religión, faltaban el poder y la presencia de
Dios… Así el clamor de paz y seguridad es dado por hombres que no volverán a
elevar la voz como trompeta para mostrar al pueblo de Dios sus transgresiones y
a la casa de Jacob sus pecados. Estos perros mudos que no querían ladrar son
los que sienten la justa venganza de un Dios ofendido (Joyas de los
Testimonios vol. 2, 65-66; 1882).
Dios ha prometido que allí donde los pastores no sean fieles, él
mismo tomará a cargo el rebaño. Dios no ha hecho jamás al rebaño enteramente
dependiente de los instrumentos humanos. Pero los días de la purificación de la
iglesia se están acercando rápidamente. Dios tendrá un pueblo puro y verdadero…
A los que han demostrado ser infieles no se les confiará entonces el rebaño (Testimonies
vol. 5, 80).
Hay alarmante
evidencia de que en cierto sentido el Señor “vomitó” a aquellos que
inicialmente rechazaron el comienzo del mensaje del fuerte pregón en la era de
1888:
Si hombres tales como el pastor Smith, Van Horn y Butler quieren
permanecen al margen, no fundiéndose con los elementos que Dios ve como
esenciales para llevar adelante la obra en estos tiempos peligrosos, serán
dejados atrás… Esos hermanos… encontrarán una pérdida eterna; ya que aun en el
caso de que se arrepientan y se salven finalmente, no podrán jamás recuperar
aquello que perdieron mediante su curso de acción equivocado (Carta, 9
enero 1893; The Ellen G. White 1888 Materials, 1128).
La asamblea de Minneapolis fue la oportunidad de oro para todos
los presentes, para humillar el corazón ante Dios y dar la bienvenida a Jesús
como el gran Instructor, pero la posición tomada por algunos en esa reunión
resultó ser su ruina. Desde entonces nunca han visto ya claramente, ni volverán
a ver, puesto que acarician persistentemente el espíritu que allí prevaleció,
un espíritu inicuo, criticador, denunciatorio (Id. 1125-1126).
Obsérvese no
obstante: Ellen White no afirma en esas declaraciones que esos queridos
hermanos se perderán finalmente. Lo que dice es que jamás recobrarían el
mensaje o la experiencia que rechazaron.
La historia
ha demostrado la certeza de esas predicciones. Incluso aunque los hermanos
dirigentes que ella cita confesaron finalmente su error, jamás recuperaron el
mensaje ni conocieron el gozo de proclamarlo. Sus libros, sermones y artículos
permanecen archivados a disposición de quien quiera inspeccionarlos: los
elementos que hicieron del mensaje de 1888 el “comienzo” del fuerte pregón,
brillan allí tristemente por su ausencia. En By Faith Alone, Norval F.
Pease reconoce que hacia el cambio de siglo, ninguno de aquellos que
inicialmente rechazó el mensaje lo estaba proclamando (ver p. 164).
En ese
sentido, los hombres en cuestión se encontraron con una “pérdida eterna”.
En ese particular sentido –el referido por Ellen White en la declaración de Testimonies
vol. 6, 408–, fueron “vomitados” de la boca del Señor como dirigentes de
la iglesia, a pesar de seguir ocupando puestos de responsabilidad hasta su
muerte.
¡Qué lección
para nosotros! El llamamiento de Cristo al “ángel de la iglesia en Laodicea” no
es para tomárselo a la ligera. No se trata de ningún tipo de broma o juego. Es
algo solemne. ¡Qué penoso espectáculo, el de uno que actúa arrogantemente como
dirigente, pastor, responsable de iglesia o anciano, siendo que Cristo no tiene
nada que ver con él! Pero las palabras de Cristo están lejos de predecir el
total fracaso corporativo de Laodicea.
La última gran controversia entre Cristo y Satanás
Ocasionalmente
se han producido disidencias bajo la asunción de que Cristo ha rechazado ya a
toda la dirección de su iglesia. Su origen radica en una comprensión equivocada
del llamamiento de Cristo al arrepentimiento. Se dan como hechos el que (a) el
llamamiento es al arrepentimiento individual; (b) se lo ha comprendido
debidamente; (c) se lo ha rechazado. La Escritura, por el contrario, revela que
(a) el llamamiento es al arrepentimiento corporativo y denominacional;
(b) la historia demuestra que no ha sido debidamente comprendido; (c) por lo
tanto, no ha sido rechazado; al menos, no final e inteligentemente rechazado.
Si fuese
cierto que finalmente el cuerpo de Cristo rechazase su llamamiento, la iglesia
verdaderamente se condenaría. Pero ese gran “si” condicional no es cierto. Tal
cosa requeriría el fracaso del mensaje a Laodicea y la derrota final del Señor
Jesús como fiel y divino Amante. Todo el que se incline por esa derrota final
de Jesús está en realidad en el bando del enemigo, ya que es Satanás quien
triunfa entonces. Incluso la inclinación a dudar de si ese “si” pudiera ser
finalmente cierto parte de una incredulidad pecaminosa desleal a Cristo.
Satanás
asaltó constantemente al Hijo de Dios con el “si” capcioso, a fin de torturar
su alma. “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras…”, “si es el
Rey de Israel, descienda ahora de la cruz…”, “confió en Dios, líbrele ahora si
le quiere…” Nos ponemos del lado de Satanás si nos entregamos a pensamientos
como ‘si la Esposa no se arrepiente y no está preparada’, ‘si la iglesia no
responde’, etc. Esas dudas en cuanto a la completa vindicación de Cristo
paralizan la devoción, lo mismo que los gases letales lo hacen con la voluntad.
Nadie que albergue la secreta duda de que tal cosa sea posible o necesaria,
puede trabajar eficazmente en favor del arrepentimiento denominacional. Esa
duda está en la base de gran parte de la actual confusión, inercia y desunión.
Significa traición a Cristo, tan ciertamente como la traición de Judas o la
negación de Pedro.
La medicina
debe ser adecuada a la enfermedad. Es el designio de Cristo que ese
arrepentimiento sea ministrado por la iglesia en su conjunto.
Es cierto que
debemos luchar para dominar el mal genio, para obtener la victoria sobre el
apetito pervertido, las diversiones, la ostentación en el vestir, la
sensualidad y mil cosas más. Pero lo que el Señor destaca en su llamamiento de
Apocalipsis 3 es que como iglesia, y más particularmente como
dirigentes de iglesia, somos culpables de pecado denominacional.
Específicamente de (a) orgullo denominacional (“tú dices: soy rico y estoy
enriquecido”); (b) autosatisfacción denominacional (“tú dices… no tengo necesidad
de ninguna cosa”); (c) autoengaño denominacional (“y no conoces…”); (d) alardes
de éxito denominacional, que no cuentan con la validación divina (“tú eres un
cuitado y miserable y pobre y ciego y desnudo”).
Se proponen
remedios específicos: “Oro afinado en fuego”, “vestiduras blancas” y “colirio”.
Las mentes de los dirigentes de la iglesia serán vívidamente impresionadas como
nunca antes lo fueron, cobrando un sentido de nuestra posición real ante el
universo. “La casa de David” se humillará profundamente ante una nueva visión
de la crucifixión de Cristo y de su participación en ella, y entonces “habrá
manantial abierto… para el pecado y la inmundicia” (Zac 12:10-11 y 13:1 y 6).
Podemos y debemos triunfar allí donde fracasaron los judíos
Con el
registro sagrado del arrepentimiento de Nínive como modelo, podemos ver el
patrón que ha de tener lugar hoy: “Desde el mayor de ellos hasta el menor de
ellos”. El arrepentimiento que demanda el mensaje a Laodicea se extenderá de
arriba hacia abajo a través de toda la iglesia mundial. A menos que el
sacrificio de Cristo haya sido en vano, finalmente llegará, y apresurar
ese día es tanto el privilegio del escritor como del lector de este libro.
Cuando eso
sea comprendido y abrazado por el “ángel” de la iglesia, los métodos serán
singularmente efectivos. El Espíritu Santo –no las técnicas promocionales de
Madison Avenue– lo hará “pregonar y anunciar” como en los días de Nínive. ‘El
rey y sus grandes’ se alistarán decididamente por aquello a lo que Cristo llama
(ver Jonás 3:5-9). Ese principio inviste a cada miembro individual de
vital importancia. El arrepentimiento corporativo no solamente ‘gime y clama’,
sino que obra efectivamente por la fe de Cristo, cooperando con él en su
obra final de expiación. “El más débil entre ellos, en aquel tiempo será como
David, y la casa de David como Dios, como el ángel del Eterno ante ellos”
(Zac 12:8). El Señor puede todavía emplear instrumentos humildes para
desempeñar una gran obra. Pero estos habrán de ser diligentes en su
preparación, disciplinar su mente e informarse debidamente.
Aunque en el
pasado hayan sido rechazados los llamamientos del Señor al arrepentimiento, no
debemos atenernos a que su llamado final acabe igualmente en el fracaso. El
cuadro profético es claro: al final del tiempo debe suceder algo que nunca
antes sucedió. Se debe revertir la larga y triste historia de milenios de
tinieblas. La enseñanza bíblica de la purificación del santuario requiere tal
cosa. La iglesia remanente glorificará al Señor y lo vindicará en una medida en
la que jamás lo ha hecho con anterioridad. El elemento clave será un mensaje verdadero
y puro de justicia por la fe: “el mensaje del tercer ángel en verdad”.
Una evidencia es más importante que nuestros sentimientos
subjetivos
Nuestro
intento falible de calibrar la bondad o maldad relativa de la iglesia no es un
método válido de juicio. Su identidad no depende de nuestro enjuiciamiento
humano subjetivo en relación con sus virtudes y defectos. Depende de los
criterios objetivos de la profecía bíblica y de la capacidad creativa del agape.
Así, la prueba real de nuestra fe se centra en la Escritura misma.
Las profecías
de Daniel y Apocalipsis señalan el surgimiento de una iglesia de los últimos
días comisionada para proclamar el evangelio eterno en su marco final. La
historia de la formación de nuestra iglesia demuestra que cumple los criterios,
aunque hasta el momento haya fracasado en cumplir su propósito.
La solución a
su problema de evidente infidelidad es el arrepentimiento denominacional, no la
desintegración denominacional. Se trata de la obra que el Sumo Sacerdote
ministra en el Día final de la expiación. La profecía de Daniel 8:14 asegura
que “el santuario será purificado”, no que quizá lo sea o que podría
serlo. Ha llegado el tiempo de creerlo de todo corazón, de forma que podamos
soltar el lastre y cooperar unánimes con Cristo y su obra.
Lo verdaderamente importante: el honor de Cristo
Vemos que su
iglesia “se ha preparado” por fin para ser la Esposa de Cristo. Él anhela ese
resultado concreto de su sacrificio. Ha sufrido lo indecible, y finalmente su
iglesia se entregará a él totalmente, como una esposa lo hace con su esposo.
Hay miembros
de iglesia sinceros que ponen en duda que una vindicación tal pueda producirse
algún día. Deberían comprender que tales dudas obstaculizan en verdad la obra
de Dios. Motivan la deserción hacia las filas de aquel cuya determinación es
que Cristo no sea finalmente honrado. El problema más grave para el Señor no
son los enemigos externos de su obra, sino la ceguera e incredulidad entre sus
profesos seguidores.
¿Nunca hemos
oído de una novia que en plena ceremonia nupcial rehusó aceptar al novio, a
pesar del fiel amor que él le profesaba a ella? ¿No se sentiría el novio
terriblemente humillado?
¿Podemos
imaginar escena más trágica, al final de la historia, que un Cristo chasqueado,
llamando en vano “a la puerta”, para volverse finalmente en la humillación de
la derrota? ¡Eso es lo que quisiera el diablo! ¿Por qué le habríamos de
conceder siquiera esa posibilidad? La imagen que presenta la Biblia es la de un
éxito completo. “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: Al
corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal 51:17). En
virtud del sacrificio infinito en el Calvario, debemos elegir creer que el
mensaje a Laodicea cumplirá finalmente su objetivo:
Lo que Dios quiso hacer en favor del mundo por Israel, la nación
escogida, lo realizará finalmente mediante su iglesia que está en la tierra
hoy. Ya dio “su viña… a renta a otros labradores”, a saber, a su pueblo
guardador del pacto, que le dará fielmente “el fruto a sus tiempos” (Profetas
y reyes, 526).
La iglesia de
Laodicea es la iglesia del nuevo pacto. No es que el Señor permanezca fiel a
causa de la bondad intrínseca de ella, sino porque Jehová es un Dios guardador
del pacto. “No por tu justicia, ni por la rectitud de tu corazón entras a
poseer la tierra de ellos; mas por… y por confirmar la palabra que Jehová juró
a tus padres Abraham, Isaac y Jacob” (Deut 9:5). El carácter de Cristo, su
fidelidad al pacto, nos dan seguridad de que el mensaje a Laodicea no
fracasará.
No nos
corresponde sentarnos a juzgar el llamado del Señor y deliberar sobre él como
si se tratase de una mera sugerencia de manufactura humana. ¡Ni en pensamiento
hagamos tal cosa! ¿No nos parece suficiente que el Señor nos llame al
arrepentimiento? ¿Se atreverá alguien a decir: ‘Está bien; la idea es
interesante, pero dudo que funcione’?, ¿o bien: ‘Mi opinión personal es que no
estamos tan mal como para necesitar el arrepentimiento denominacional’? Ningún
comité ni Asociación deberían osar contradecir el llamamiento de Cristo.
Leemos que
Con infalible exactitud el Infinito sigue llevando cuenta con las
naciones. Mientras ofrece su misericordia y llama al arrepentimiento, esta
cuenta permanece abierta; pero cuando las cifras llegan a cierta cantidad que
Dios ha fijado, el ministerio de su ira comienza. La cuenta se cierra. Cesa la
paciencia divina (Profetas y reyes, 269).
Si lleva
cuenta con las naciones, ¿no podría también llevar cuenta con las denominaciones?
El universo
celestial nos observa atentamente en su equivalente a nuestra televisión.
Contempla también la crucifixión del Príncipe de gloria. Sabe que el Señor hace
un llamamiento a humillar el corazón, a la contrición, a someter el alma,
dirigido a la denominación que se enorgullece de ser la “iglesia remanente”.
¿Qué
respuesta va a presenciar por parte de nuestra generación?
Notas:
1. (N. del T.): Ver un ejemplo en Testimonies
for the Church vol. 5, 77: “¿Quién puede saber si los
predicadores fieles, firmes y verdaderos hayan de ser los
últimos en ofrecer el evangelio de paz a nuestras iglesias desagradecidas?
Puede muy bien ser que los destructores estén preparados bajo la mano de
Satanás, esperando solamente la partida de algunos pocos más portaestandartes
para tomar sus lugares, y clamar con la voz del falso profeta: ‘Paz, paz’,
cuando el Señor no ha dicho paz. Muy rara vez lloro, pero mis ojos están ahora
llenos de lágrimas que caen sobre el papel mientras escribo…” (Volver al texto).
2. ¿Y si los dirigentes fallasen o rechazasen el llamamiento del
Señor? La historia de Israel demuestra que “el pueblo” puede
intervenir, pedir y llevar al arrepentimiento. Ver Jeremías 26. (Volver al texto).
11. Cómo puede arrepentirse
una iglesia
(índice)
¿Está nuestra maquinaria interfiriendo con la obra del Espíritu
Santo? A medida que crecemos y crecemos ¿es inevitable que nos alejemos de
Cristo? Tiene que haber una respuesta.
¿Cómo puede arrepentirse una gran iglesia organizada? ¿No se puede
evitar que se vuelva espiritualmente cada vez más desunida y falta de
coordinación, como un paralítico cerebral cuya mente es incapaz de controlar
sus gestos espasmódicos y sin propósito?
La cualidad
esencial del arrepentimiento sigue siendo la misma en toda edad y
circunstancia. Son las personas quienes se arrepienten, no las máquinas ni las
organizaciones. Pero el arrepentimiento al que se llama a Laodicea es singular
en circunstancias, profundidad y extensión. La iglesia no es una máquina, y su
organización tampoco constituye una fuerza impersonal. La iglesia es un “cuerpo”,
y su organismo provee su capacidad vital de funcionamiento. Los individuos que
forman ese cuerpo pueden arrepentirse como cuerpo, porque cada miembro es una
unidad integrada en el conjunto de los miembros restantes.
Como ya hemos
visto, metanoia (el término
griego para arrepentimiento) significa literalmente algo así como “recapacitación
a posteriori”. No puede ser completa hasta llegar al final del tiempo de
gracia, momento en el que se discierne por fin la culpabilidad desde una
perspectiva histórica. Nuestro arrepentimiento permanece incompleto en la
medida en que exista un mañana que haya de proveer posterior reflexión sobre el
significado la nuestra “mente” que albergamos hoy, o por tanto tiempo como
pecados propios o ajenos nos hayan de revelar aún nuestra culpabilidad más
profundamente.
Pero irá en
aumento, ya que “en cada paso que demos en la vida cristiana, se ahondará
nuestro arrepentimiento” (Palabras de vida del gran Maestro, 125). El
Sumo Sacerdote que está purificando el santuario celestial no ha abdicado de su
oficio. Su pueblo puede fracasar en aprender sus lecciones, pero él los llevará
al mismo terreno para probarlos nuevamente una y otra vez hasta que venzan. La
prueba final puede estar ahora mismo en progresión (ver Testimonies
vol. 4, 214; Testimonies vol. 5, 623 –traducidos al castellano
en el Apéndice D–).
Un brillante futuro para la obra de Dios
En el
programa de los eventos por ocurrir, nos espera una extraordinaria experiencia
que es única en la historia. A menudo hemos dejado de apreciar esa arrobadora
profecía de Zacarías: el profeta Cristocéntrico por excelencia de la lluvia
tardía. Predice que la iglesia del tiempo del fin y sus dirigentes
experimentarán una respuesta tan sincera y profunda al Calvario, que la iglesia
resultará completamente transformada. Hablando a su través de los eventos de
los últimos días, dice el Señor:
Derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de
Jerusalem espíritu de gracia y de oración, y mirarán a mí, a quien traspasaron,
y harán llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él
como quien se aflige sobre primogénito.
…en aquel tiempo habrá manantial abierto para la casa de David y para los
moradores de Jerusalem, para el pecado y la inmundicia (Zac 12:10-13:1).
¿Qué
constituye “la casa de David”? Antiguamente era el gobierno del pueblo
establecido de Dios. Zacarías se refiere aquí a los dirigentes de la iglesia de
los últimos días, equivalente “al ángel de la iglesia”, o ‘el rey y sus
grandes’ de Jonás 3:7. Es “todo hombre de Judá”, que Daniel distingue de “los
moradores de Jerusalem” (Dan 9:7). “La casa de David” incluye todos los
niveles de liderazgo en la iglesia organizada.
¿Quiénes son “los
moradores de Jerusalem”? Jerusalem es una “ciudad” de los descendientes de
Abraham: el cuerpo organizado del pueblo de Dios. En los días de Zacarías,
Jerusalem era la capital de un grupo singular de gente llamada a representar al
verdadero Dios ante las naciones del mundo, un cuerpo establecido, un conjunto
corporativo de profesos adoradores.
El “espíritu
de gracia y de oración” no va a ser derramado sobre los descendientes de
Abraham como individuos esparcidos, sino sobre los habitantes de la “ciudad”,
el cuerpo visible del pueblo organizado de Dios en la tierra. Si infiere de
ello que ningún descendiente de Abraham que elija morar fuera de “Jerusalem”
podrá participar de la bendición. Tras la cautividad babilónica, los judíos que
eligieron permanecer en las naciones a donde habían sido esparcidos en la
diáspora, rehusando regresar a la nación corporativa y ancestral de Palestina,
se perdieron virtualmente para la historia.
¿Parece
imposible que pueda derramarse el espíritu de contrición sobre unos dirigentes
y una iglesia mundial congestionada por la complejidad organizativa? Cuanto más
se implica la iglesia en sus proyectos multitudinarios, mayor es el peligro de
que su gran yo colectivo asfixie los impulsos directos y simples del Espíritu
Santo. En el seno de ese colectivo, cuando un individuo adquiere cierta visión,
se siente inclinado a considerar que sus manos están atadas. ¿Qué puede él
hacer? El gran monolito organizativo, impregnado de formalismo y tibieza,
parece moverse a ritmo de caracol. De no ser por ese “espíritu de gracia y de
oración”, cuanto más nos acercamos al tiempo del fin, y cuanto más crece la
iglesia, más complejo y congestionado se vuelve su movimiento, y más remota se
hace la previsión de esa experiencia.
Pero no
olvidemos lo que dice la Biblia. Estamos en necesidad de recordar que mucho
antes de que desarrollásemos nuestros intrincados sistemas de organización
eclesial, el Señor había creado sistemas de organización infinitamente más
complejos, y no obstante, “el espíritu… estaba en las ruedas” (Eze 1:20).
Nuestro problema no es la complejidad de la organización, sino el amor
colectivo al yo. ¡Y el mensaje de la cruz se puede encargar de ese problema!
¿Nos
necesita el mundo como pueblo de Dios?
El mundo
necesita a “Jerusalem” como “testimonio a todas las naciones”. No puede
realizarse la obra sin ella. La historia del fracaso de la antigua Jerusalem
demuestra que sin el “espíritu de gracia y de oración” la organización
denominacional se vuelve inevitablemente rígida e incapaz de desarrollar su
divina misión. Zacarías afirma que una visión adecuada del Calvario imparte
contrición (“mirarán a mí, a quien traspasaron [no los judíos y romanos de hace
dos mil años], y harán llanto sobre él”. La visión de la cruz proveerá la
solución última al problema humano del “pecado y la inmundicia”
(Zac 13:1).
¿Qué
significa “inmundicia”? Debe referirse a la capa profunda de motivación egoísta
no percibida que subyace en todo pecado. Debe ser purificada en el Día de la
expiación, pero eso no ha sido plenamente cumplido en ninguna generación
previa. La motivación del miedo a perderse, junto a la otra cara de esa moneda:
la esperanza de recompensa eterna, cederán a la constricción pura del amor por
Cristo. El amor colectivo al yo será ‘crucificado con Cristo’.
¿Cómo obra
ese “espíritu de gracia y de oración”? Dos elementos hacen posible esa
maravillosa experiencia: (a) el “espíritu de gracia”: una apreciación de la
cruz, una visión del carácter de Dios que demolerá y aniquilará completamente
la justicia propia y el orgullo humanos; y (b) el “espíritu de… oración
[suplicación o intercesión]”: la oración que brota de un corazón humillado y
contrito.
Hay una
marcada diferencia entre ese espíritu de suplicación y las cotidianas oraciones
formales. La gente comprenderá inmediatamente lo genuino de esas oraciones, ya
que provendrán de corazones humillados por el arrepentimiento corporativo.
Cuando nuestras oraciones provengan de corazones como esos, dice David que
enseñaremos “a los prevaricadores tus caminos; y los pecadores se convertirán a
ti” (Sal 51:13). Habrá una exitosa ganancia de almas.
Se reconocerá
el Espíritu que impregnará a toda congregación. En el contexto inmediato de la
profecía del capítulo 10 de Zacarías, encontramos otra que muestra cuáles serán
los frutos de tal arrepentimiento denominacional:
Gente de alrededor del mundo vendrá en peregrinaje a Jerusalem
desde muchas ciudades extranjeras para asistir a esa adoración. La gente
escribirá a sus amigos de otras ciudades [denominaciones] y dirá: “Vayamos a
Jerusalem, a pedirle al Señor que nos bendiga y nos conceda su gracia. ¡Yo voy
allí, ven conmigo!” (Zac 8:20-21, Profecías Vivientes, paráfrasis
de Kenneth N. Taylor).
La cruz y el arrepentimiento denominacional
¿Qué podemos
hacer cada uno para adelantar ese día? ¿Habremos de reposar en nuestros
sepulcros y dejarlo para alguna generación futura?
Si rechazamos
el arrepentimiento al que nos llama Cristo, la respuesta debe ser: ‘Sí’. Si nos
aferramos a las cosas tal cuales han sido siempre –genio y figura: orgullo y
dignidad–, la respuesta ha de ser que sí. Si permitimos que se sigan
reproduciendo los patrones de reacción habituales en los dirigentes, la triste
respuesta ha de ser afirmativa. Pero la respuesta puede y debe ser un ‘No’
rotundo, cuando el amor al yo personal y colectivo sea crucificado con Cristo.
Solamente entonces tendremos la osadía para dar testimonio de la verdad, en
santificada contraposición con la dinámica de grupo no santificada.
La respuesta
al “¿cómo?” es el mensaje de la cruz. “Mirarán a mí, a quien traspasaron”, dice
el Señor. Ahí se expone el pleno reconocimiento de la culpabilidad corporativa,
y el otorgamiento de ese “espíritu” puede solamente desembocar en el
arrepentimiento cabal y sincero del cuerpo. Todo el pecado del hombre se centra
en el asesinato del Hijo de Dios. Por tanto tiempo como deje de percibirse tal
cosa, el “espíritu de gracia y de oración” no será bienvenido por los corazones
orgullosos, impidiendo así su recepción. Nuestra actitud resulta entonces
trágicamente pueril: nos pavoneamos satisfechos ante la mirada estupefacta del
universo, no dándonos cuenta de nuestra condición verdaderamente patética. El
conocimiento de la verdad plena produce pesar por el pecado, no un egocéntrico
temor al castigo, sino una empatía cristocéntrica de identificación con él en
sus sufrimientos y un interés sincero por su vindicación.
Esa
transferencia del interés desde el yo hacia Cristo será profunda y abarcante.
No ha sido nunca comprendida en su plenitud, desde los días de los apóstoles. “Y
harán llanto sobre él, afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre
primogénito” (Zac 12:10). Gracias a Dios porque aunque la mayoría de
nosotros no hemos sentido esa clase particular de pesar, podemos comenzar a
apreciarlo. Cantaremos: “De lo profundo, oh Eterno, clamo a ti”
(Sal 130:1). Sólo el Espíritu Santo puede cumplir esa bendita obra que
desplaza el foco de atención desde la ansiedad por nuestra propia salvación,
hasta un tal interés por Cristo.
Nuestra
natural preocupación por nuestra propia seguridad personal impregna
frecuentemente nuestra experiencia espiritual, nuestros himnos, oraciones y
sermones. De no ser por el poder del Espíritu Santo para cumplir el milagro de
ese cambio, podrían pasar décadas o quizá siglos antes que se realizara. Pero
se nos ha prometido una obra rápida (Rom 9:28). Si el comunismo de la
Europa del Este pudo colapsarse de forma tan súbita, ¿no podría “caer” la
incredulidad de Laodicea en un período de tiempo sorprendentemente corto?
La última
iglesia está compuesta de individuos que, lo mismo que todos los precedentes en
la historia humana, desarrollaron una “mente carnal”, el corazón natural e
irregenerado propio del pecador. Pero la revelación de la verdad obrará una
transformación en su mente. Cuanto más plenamente sea recibida la mente de
Cristo, más profundo se hará su sentido de contrición. La visión retrospectiva
propia de la mente iluminada por el Espíritu, contemplará el pecado sin
ilusión. Éste habrá perdido su poder para engañar: Laodicea, por fin, abrió los
ojos.
Son buenas nuevas, no tristes nuevas
Ese
arrepentimiento es todo lo contrario a la desesperación o el desaliento. Cuando
somos capaces de ver nuestro estado pecaminoso con ese arrepentimiento
iluminado por la visión retrospectiva, podemos verdaderamente apreciar las buenas
nuevas en él contenidas. Quien teme el arrepentimiento, asociándolo a la
depresión o al desánimo, no comprende la mente de Cristo, y cierra su corazón
al poder sanador del Espíritu Santo. La alegría mundanal es efímera, y se
transforma en seguida en desesperación al llegar la prueba. Cristo nos da su
gozo y su paz, “no como el mundo la da”. Se trata del gozo de Aquel que es
varón de dolores y experimentado en quebrantos (ver Juan 14:27;
Isa 53:3). Cuando la iglesia remanente ministre en medio de la trágica
desintegración de la vida humana que caracterizará los últimos días, emergerá
ese gozo inefable del Señor a partir de una genuina contrición. Andar en
estrecho compañerismo con el “varón de dolores” capacitará al pueblo de Dios
para auxiliar a los que pasan hambre y carecen de casa, a aquellos que están
agonizando enfermos de SIDA y a los que lloran por sus hogares deshechos.
Para el individuo,
el arrepentimiento significa una percepción retrospectiva (volver en sí), un
cambio de mente que observa su carácter y e historia personal a la luz
del Calvario. Se hace evidente aquello que anteriormente no se percibía. El
profundo egoísmo del alma, la corrupción de los motivos, todos ellos son vistos
a la luz que brilla desde la cruz.
El
arrepentimiento del cuerpo de la iglesia es la misma percepción
retrospectiva, pero contemplando la historia denominacional según la
perspectiva del Calvario. Lo que antes estaba oculto en la historia, se hace
ahora manifiesto. Movimientos y hechos que parecían misteriosos en el momento
de producirse, comienzan a verse en su verdadero y más abarcante significado.
El Pentecostés define por siempre la gloriosa realidad de ese arrepentimiento.
La causa del éxito apostólico
El secreto
del éxito de la iglesia apostólica fue una comprensión de “este Jesús que
vosotros crucificasteis”, a partir de la cual tuvo lugar un verdadero
arrepentimiento. Cristo crucificado vino a ser el centro de atención de todo el
ministerio apostólico. El libro de los Hechos de los apóstoles nunca se habría
escrito si los miembros de la iglesia temprana del Nuevo Testamento no hubiesen
reconocido su implicación personal, mediante la feliz experiencia del verdadero
arrepentimiento.
A partir del
capítulo diez de Hechos leemos la forma en que otros no judíos compartieron la
misma experiencia. Los apóstoles se maravillaron de que los gentiles pudiesen
experimentar la misma profunda respuesta a la cruz que los judíos creyentes,
recibiendo igualmente el Espíritu Santo (Hechos 10:44-47). El Espíritu
Santo llevó la convicción de esa verdad a lo profundo de las almas, mucho más
abundantemente de lo esperado por los discípulos. Sus contritos oyentes se
identificaron a sí mismos con los judíos y reconocieron su culpabilidad
compartida. En otras palabras: los gentiles experimentaron un arrepentimiento
corporativo.
Nada hay en
la Escritura que nos indique que la recepción plena del Espíritu Santo en los
últimos días haya de ser en algo diferente.
12. Lección de nuestra historia
denominacional
(índice)
Malas nuevas: hemos perdido algunas batallas.
Buenas nuevas: la guerra no ha terminado.
¿Cobra
significado el llamamiento de Cristo al arrepentimiento del tiempo del fin, a
la luz de nuestra historia denominacional? Es posible ver nuestra historia de
diferentes maneras:
(1) Podemos
contemplar nuestro pasado con orgullo, como el de un equipo deportivo que
cuenta sus enfrentamientos por victorias. Esa actitud se considera sinónimo
de lealtad, ya que asume que las bendiciones de Dios a la iglesia constituyen
la aprobación divina de nuestra condición espiritual. El resultado es la apatía
y la tibieza profunda. Es con mucho la posición más popular sobre nuestra
historia, pero el orgullo espiritual que conlleva es todo lo opuesto a la fe
del Nuevo Testamento, que incluye siempre el elemento de la contrición.
(2) Por
contraste, otros ven la historia con desesperación. Hay grandes fracasos en
nuestra historia, que algunos interpretan como evidencia de que el Señor ha
repudiado esta iglesia. Tal visión ha dado lugar a diversas escisiones, y
alimenta continuamente la aparición de nuevos movimientos de crítica
infructuosa y destructiva. Frecuentemente dichos movimientos comienzan como una
legítima protesta ante el orgullo espiritual o la apostasía, pero rara vez
ofrecen una solución práctica al problema.
Hay algo que
ambas posiciones tienen en común: las dos se oponen rotundamente al
arrepentimiento denominacional. El primer grupo se opone argumentando que es innecesario.
Su mera sugerencia es considerada como impertinente y desleal, en reacción
similar a la manifestada por los dirigentes judíos frente a los llamamientos de
Jeremías al arrepentimiento nacional (ver Jer 26). El segundo grupo lo
rechaza argumentando que es imposible, puesto que da por hecho que el
Señor ha retirado de la iglesia tanto el privilegio como la posibilidad de un
arrepentimiento tal.
Hay una
tercera posibilidad:
(3) Podemos
contemplar nuestra historia con confianza nacida de la contrición. Se trata
de un abordaje realista. Esta iglesia es el verdadero “remanente” profético que
Dios mismo suscitó. El mundo realmente todavía no ha oído el mensaje, y su
pueblo todavía no está hoy preparado para la venida de Cristo. Esa visión “se
alegra de la verdad”. No pretende evadir o suprimir los hechos obvios de la
historia denominacional que demandan arrepentimiento y reforma. Nuestro fracaso
en honrar a nuestro Señor obliga simplemente a que caigamos sobre nuestras
rodillas. No obstante, el realismo ilumina el futuro con esperanza. El gozo del
Señor es el seguro resultado del arrepentimiento.
Intentos de explicar la gran demora
La verdad
siempre abre el camino a la esperanza. La negación o supresión de la verdad
lleva a la frustrante desesperación. Eso se debe a que la conciencia humana
reconoce la realidad del paso del tiempo, la inercia espiritual reinante y el
desolador panorama mundial. Despreciar el llamado de Cristo al arrepentimiento
será causa inevitable de desánimo para todo miembro sincero e informado, a todo
lo ancho del mundo. Para la iglesia supone una pérdida incalculable.
Estamos
obligados a reconocer que la prolongada demora exige una explicación. Alguna
cosa, en algún lugar, tiene que estar mal, y en necesidad de cambio.
Clásicamente se consideran cuatro explicaciones posibles:
(a) Algunos
creen que la integridad de la iglesia misma es lo que hay que revisar. Es
decir, sus esperanzas se han visto frustradas debido a que la existencia misma
de la iglesia ha perdido su legitimidad. En su opinión esta ha perdido el favor
de Dios, y ya no representa más un movimiento válido dirigido por él. Es
inevitable que quienes sostienen ese punto de vista asuman una posición de “no
te llegues a mí, que soy más santo que tú” (Isa 65:5).
(b) Algunos
teólogos opinan que el fallo radica en las doctrinas fundamentales de la
iglesia. Según eso, nuestros pioneros eran teológicamente ingenuos.
Particularmente la doctrina del santuario, base sobre la que el movimiento adventista
se constituyó en denominación singular, carece según ellos de fundamento
bíblico. Esa postura es la fatal consecuencia de décadas de privación del “mensaje
del tercer ángel, en verdad”: la relación del mensaje de 1888 con la
purificación del santuario.
(c) Algunos
sugieren que es nuestra comprensión del “Espíritu de profecía” lo que falla.
Ellen White no gozó, aducen, del grado de inspiración divina que le habíamos
atribuido. Estaba inspirada solamente en el mismo sentido en que lo estuvieron
otros escritores religiosos del siglo XIX. Alguna cosa tiene que cambiar, y el
corazón carnal, resentido en lo profundo por la elevada norma cristiana que
presentan los escritos de Ellen White, está presto a socavar la credibilidad
profética de ella. “No queremos que este reine sobre nosotros”, fue el clamor
del rebelde Israel con respecto a Jesús. Hoy presenciamos una rebeldía similar
contra el “testimonio de Jesús”. Se lo denigra como el eco de una desafortunada
resaca del siglo XIX.
(d) Algunos
sugieren que el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés fue la
auténtica Segunda Venida, en continua progresión desde aquel momento.
Cuanto más se va dilatando la gran demora, mayores las tentaciones a
reestructurar la doctrina de la segunda venida, en el sentido de abandonar la
creencia en el retorno personal, literal e inminente de Jesús.
Las cuatro
posturas descritas contienen en común una acusación implícita contra Dios. La
idea recurrente es “mi Señor se tarda en venir”. Se asume virtualmente que
desde los días de nuestros pioneros, Dios se ha estado mofando de las oraciones
de creyentes sinceros que se han mantenido fieles a los mandamientos de Dios y
la fe de Jesús frente a la burla y ridículo de otras iglesias cristianas y del
mundo. Nos obliga a creer que el Señor chasqueó a su pueblo, no solamente el 22
de octubre de 1844, sino de forma ininterrumpida a partir de esa fecha. ¡Lo que
se cuestiona, en el fondo, es la fidelidad de Dios!
La solución histórica a nuestra incómoda situación
Si
comprendemos el llamado de Cristo “al ángel de la iglesia en Laodicea” como una
invitación al arrepentimiento denominacional, entonces podemos ver la solución
que se infiere en una luz diferente:
(a) Permanece
intacta la integridad de la iglesia como verdadero “remanente” profético.
(b) Nuestras
doctrinas fundamentales conservan su plena validez, por ser cabalmente
bíblicas.
(c) Ellen
White triunfa por encima de toda crítica o ataque, en el más puro, verdadero y
honesto ejercicio del don profético, descrito como “el testimonio de Jesús” en
Apocalipsis 19:10.
(d) El
derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés no se confunde con la segunda
venida personal, literal y futura de Cristo. El Señor no ha demorado su venida,
ni se ha mofado de las oraciones sinceras de su pueblo desde 1844. Los pioneros
fueron verdaderamente dirigidos por el Espíritu Santo en su comprensión de las
profecías, la segunda venida y el santuario. Lo único entonces que se debe “revisar”
es nuestra pecaminosa incredulidad corporativa laodicense, que es la que ha
malogrado todos los intentos del Señor por traer curación, unidad y reforma.
Por otra
parte, la alternativa es estremecedora: si es nuestro Señor quien ha
retardado su venida, ¿qué confianza podemos tener en que no lo siga haciendo en
el futuro? Ahora bien, si somos nosotros los responsables de la demora,
entonces hay esperanza. Algo podemos hacer, ya que nuestra incredulidad
impenitente se puede remediar. Insistir en que es el Señor quien ha demorado su
venida, destruye virtualmente la esperanza adventista. En contraste, reconocer
que somos nosotros quienes la hemos retardado, afirma y valida nuestra
esperanza.
“Como los judíos”
Nuestro
paralelismo histórico con el de la antigua nación judía es ya un hecho
innegable. Los judíos eran el verdadero pueblo establecido de Dios, gozando, lo
mismo que nosotros, de la mayor evidencia imaginable de su amor. El orgullo de
su organización y estructura denominacional queda resumido en su pretensiosa
actitud: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste”
(Jer 7:4). Para nosotros, ese “templo” consiste en nuestra organización
mundial, y es tanto una causa de orgullo, como lo era el templo literal para
los judíos de antaño. El Señor mismo había establecido y bendecido aquel
templo, pero el rechazo judío al arrepentimiento nacional anuló su significado:
La misma desobediencia y el fracaso que se vieron en la iglesia
judaica han caracterizado en mayor grado al pueblo que ha tenido la gran luz
celestial de los últimos mensajes de amonestación. ¿Desperdiciaremos como él
nuestras oportunidades y privilegios hasta que Dios permita que nos sobrecojan
la opresión y la persecución? ¿Dejaremos sin hacer la obra que podríamos haber
hecho en paz y comparativa prosperidad, hasta que debamos hacerla en días de
tinieblas, bajo la presión de las pruebas y persecuciones?
Hay una terrible culpa de la cual la iglesia es responsable (Testimonies
vol. 5, 456-457).
Sin la
expiación de Cristo, enfrentar la realidad de la culpa personal resulta
devastador para el respeto propio de cualquier individuo. Lo mismo sucede con
el cuerpo de la iglesia. Afrontar esa “terrible culpa de la cual la iglesia es
responsable” sin caer en el desánimo, es posible solamente al considerar que el
amor de Dios por su iglesia es inmutable. Sea la que sea esa “terrible culpa”,
la iglesia sigue siendo el único objeto de la suprema consideración del Señor.
Una vez más, eso implica reconocer el aspecto creador del amor (agape)
de Dios.
Aquellos que,
entregados a la crítica, están prontos a abandonar toda esperanza para la
iglesia, están –sin saberlo– en conflicto con esa verdad fundamental del
carácter de Dios. La “expiación final” de la que tanto hemos hablado, debe
incluir una reconciliación final con la realidad de su divino carácter, en el
marco del Día real (antitípico) de la expiación.
Hay
innumerables declaraciones inspiradas que equiparan nuestro fracaso
denominacional con el de los judíos:
Desde el tiempo del encuentro de Minneapolis [de 1888], he visto
el estado de la iglesia de Laodicea como nunca antes. He oído el reproche de
Dios pronunciado sobre aquellos que se encuentran tan satisfechos, aquellos que
no conocen su destitución espiritual.
…como los judíos, muchos han cerrado sus ojos para no poder ver (Review and
Herald, 26 agosto 1890).
Hay menos excusa hoy para la obcecación e incredulidad, de la que
hubo para los judíos en los días de Cristo.
…muchos dicen: ‘Si solamente hubiese podido vivir en los días de Cristo… no lo
habría rechazado y crucificado, tal como hicieron los judíos’; pero eso se
demostrará por la forma en la que tratáis hoy a su mensaje y a sus mensajeros.
El Señor está probando hoy a su pueblo, tanto como probó a los judíos de su
día.
Si… vamos al mismo terreno, acariciamos el mismo espíritu, rehusamos recibir el
reproche y la advertencia, nuestra culpa aumentará entonces en gran manera, y
la condenación que cayó sobre ellos caerá sobre nosotros (Id. 11 abril
1893).
Todo el universo celestial presenció el trato ignominioso dado a
Jesucristo, representado por el Espíritu Santo [en la asamblea de 1888]. Si
Cristo hubiese estado ante ellos, [“nuestros propios hermanos”] lo habrían
tratado de forma similar a como los judíos trataron a Cristo (Special
Testimonies Series A, nº 6, 20).
Hombres que hacen profesión de piedad han despreciado a Cristo en
la persona de sus mensajeros [1888]. Como los judíos, rechazan el mensaje de
Dios (Fundamentals of Christian Education, 472).
La historia
de los judíos ilustra su necesidad de arrepentimiento nacional, con la misma
fidelidad en que la nuestra de 1888 ilustra nuestra necesidad de
arrepentimiento y expiación final. La mensajera inspirada del Señor fue pronta
en discernirlo. De acuerdo con Ellen White, la asamblea de 1888 fue una
reproducción del Calvario en miniatura, una demostración del mismo espíritu de
incredulidad y oposición a la justicia de Dios que inspiró a los judíos de
antaño. El espíritu que animó a quienes se opusieron al mensaje no consistió en
una discreta falta de comprensión, no consistió en la mera infravaloración
temporal de una doctrina sometida a debate. Consistió en una profunda
rebelión contra el Señor. La sierva del Señor insiste una y otra vez en que
significó, en esencia, una reedición de la crucifixión de Cristo. Esa realidad
es nuestra gran piedra de tropiezo y roca de escándalo.
Nuestra historia revela la existencia de enemistad contra Dios
Manténgase in
mente que esos hechos de ninguna forma merman la verdad de que la Iglesia
Adventista del Séptimo Día era entonces, lo mismo que ahora, la “iglesia
remanente”. Los hermanos que se opusieron al mensaje de 1888 constituían el
verdadero “ángel de la iglesia en Laodicea”, y Dios no desechó a su iglesia. A
la luz de nuestra historia, cobra vida al llamado de Cristo al arrepentimiento,
y la única razón por la que no ha sido hasta ahora una realidad vibrante es
porque no lo hemos comprendido. La iglesia es básicamente sincera en su
corazón, y la prolongada demora en arrepentirse no se ha debido a otra cosa que
a la falta de comprensión y a la distorsión de esa verdad.
Así como los
judíos de antaño rechazaron su tan esperado Mesías, nosotros rechazamos el tan
esperado derramamiento del Espíritu Santo. Obsérvense significativos puntos de
coincidencia:
(a) El Mesías
de los días de los judíos nació en un establo. El comienzo de la lluvia tardía
–en 1888– estuvo igualmente rodeado de circunstancias increíblemente humildes.
Ambos eventos tomaron por sorpresa a los dirigentes.
(b) Los
judíos fracasaron en discernir al Mesías, en la humilde forma en que este vino.
Nosotros fracasamos en discernir el comienzo de la oportunidad escatológica de
los siglos, en la forma humilde –y en la imperfección humana– de la
presentación del mensaje de 1888.
(c) Los
judíos estaban temerosos de que Jesús destruyese su estructura denominacional. “Nosotros”
temimos que el mensaje de 1888 lesionara la efectividad de la iglesia, al
exaltar la fe en lugar de la obediencia a la ley como el medio de salvación.
(d) La
oposición de los dirigentes judíos influenció a muchos para que rechazaran a
Jesús. La persistente oposición de los hermanos dirigentes, en los años que
siguieron a 1888, influyó en que los obreros jóvenes y los laicos
menospreciaran el mensaje. El grueso de la iglesia habría aceptado el mensaje,
de haberles llegado sin la oposición de los dirigentes.
(e) La nación
judía nunca se arrepintió de su pecado, hasta el día de hoy. Así, jamás
recuperó la bendición que el señorío de Jesús les habría traído. De igual
manera, como denominación, nunca hemos afrontado nuestra culpabilidad
corporativa. Jamás nos hemos arrepentido de nuestro rechazo del comienzo del
derramamiento del Espíritu Santo, ni hemos recuperado el mensaje. Es la razón
por la que todavía no hemos disfrutado nunca de la plena bendición de su
renovación. La cruda y obvia realidad de un siglo de historia así lo demuestra.
Obsérvese la
forma en la que habría podido consumarse la comisión evangélica, hace ya
aproximadamente un siglo:
La influencia creada a partir de la resistencia a la luz y la
verdad en Minneapolis tendió a dejar sin efecto la luz que Dios había dado a su
pueblo a través de los Testimonios…
Si todo soldado de Cristo hubiese hecho su deber, si todo centinela de los
muros de Sión hubiese dado un sonido certero a la trompeta, el mundo habría
oído ya el mensaje de advertencia. Pero la obra lleva años de retraso. ¿Qué
informe podremos ofrecer a Dios por retardar la obra de esa manera? (General
Conference Bulletin, 1893, 419).
Fue resistida la luz que ha de alumbrar a toda la tierra con su
gloria, y en gran medida ha sido mantenida lejos del mundo por el proceder de
nuestros propios hermanos (Mensajes Selectos vol. 1, 276).
Esa humilde
mensajera mantuvo hasta su muerte la firme convicción de que la Iglesia
Adventista del Séptimo Día es el verdadero “remanente” de la profecía bíblica,
al que se ha encomendado el último mensaje de gracia del evangelio divino. Ella
fue leal a la iglesia hasta el fin, sosteniendo que humillar el corazón ante
Dios es la única respuesta de nuestra parte que puede permitir al cielo
renovarnos su don del Espíritu Santo.
La plena verdad es elevadora, no deprimente
La verdad es
siempre elevadora, animadora, positiva. Alguien podría intentar distorsionar el
sermón de Pedro en Pentecostés, aduciendo que era “negativo” o “acusatorio”, ya
que señalaba claramente la culpabilidad de la nación y llamaba al
arrepentimiento. Pero tras el arrepentimiento pentecostal vino el poder
pentecostal para testificar. Nos espera una repetición de ese glorioso
fenómeno, condicionada a nuestro arrepentimiento y reconciliación con Dios.
El amor de
Dios por el mundo demanda que su mensaje de buenas nuevas se difunda por
doquiera con poder. No es injusto por parte del Señor, el que retenga de
nosotros los aguaceros de la lluvia tardía hasta que nos arrepintamos de la
manera en la que el Señor requirió al antiguo Israel que se arrepintiese. Se
puede decir verdaderamente de nosotros: “Grande ira de Jehová es la que ha sido
encendida contra nosotros, por cuanto nuestros padres no escucharon las
palabras de este libro, para hacer conforme a todo lo que nos fue escrito”
(2 Reyes 22:13). Podemos orar como lo hizo Esdras: “Desde los días de
nuestros padres hasta este día estamos en grande culpa” (Esdras 9:7).
La razón es
que los pecados de nuestros padres espirituales nos alcanzan, excepto que
medien reconocimiento y arrepentimiento específicos. A pesar de que en 1888
éramos muy pocos en número, el carácter de aquella incredulidad impenitente se
ha propagado mundialmente, como sucede con los virus causantes de enfermedades
físicas. La dolencia no puede sino seguir su curso, hasta que sea curada
mediante el arrepentimiento. Hasta ese momento, cada generación sucesiva se
impregna de la misma tibieza. Eso no tiene nada que ver con la doctrina
agustiniana del pecado original. No existe tal cosa como transmisión
genética de la culpabilidad. Es simplemente la constatación de cómo se ha
venido propagando el pecado, desde el mismo Edén, “por medio de la influencia,
aprovechándose de la acción de una mente sobre la otra, …propagándose de mente
a mente” (Review and Herald, 16 abril 1901).
El arrepentimiento corporativo de Daniel
Nuestra
posición remeda la de Judá en los días de Daniel. Él podría haber argumentado
ante el Señor: ‘Algunos de nosotros y algunos de nuestros padres nos hemos
mantenido fieles, Señor. Mira la forma en la que te he sido fiel. También lo
han sido Sadrach, Mesach y Abed-nego. Hemos abrazado la reforma pro-salud. Recuerda
cómo algunos de nuestros padres, tales como Jeremías, Baruc y otros, se mantuvieron
noblemente por la verdad en tiempo de crisis. ¡No todos somos culpables,
Señor!’
En contraste,
¿cuál fue la oración de Daniel? Obsérvese su empleo del “nosotros” corporativo:
Todo Israel traspasó tu ley apartándose para no oír tu voz… porque
a causa de nuestros pecados, y por la maldad de nuestros padres, Jerusalem y tu
pueblo dados son en oprobio a todos en derredor nuestro… Aún estaba… confesando
mi pecado y el pecado de mi pueblo Israel (Dan 9:11, 16 y 20).
El hecho de
que Daniel no estuviese personalmente presente en los días del rey Manasés, no
le impidió confesar los pecados de este, como si fuesen los suyos propios. El
hecho de que no estuviésemos personalmente presentes en 1888, en nada se
diferencia del hecho de la ausencia física de Daniel en los días de sus padres.
Cristo, en su propia carne, nos mostró cómo experimentar arrepentimiento por
pecados en los que nunca hemos creído haber estado personalmente implicados. Si
él, el Ser impecable, pudo arrepentirse “en favor de” los pecados del mundo
entero, seguramente nosotros podemos arrepentirnos por los pecados de nuestros
padres, de los cuales somos hoy hijos espirituales. La verdad esencial que
clama por reconocimiento es que el pecado de ellos es el nuestro, en virtud de
la realidad del principio bíblico de la culpabilidad corporativa.
¿Revirtió
1901 la incredulidad de 1888?
Debemos
considerar brevemente un argumento que ha pretendido oponerse a la necesidad de
arrepentimiento denominacional. Algunos han asumido que la asamblea de la
Asociación General de 1901 fue un giro de 180 diametral, una reforma que
rectificó el rechazo al mensaje de 1888, anulando así las consecuencias de aquel
rechazo. La implicación entonces, es que la lluvia tardía y el fuerte pregón
han estado progresando desde entonces. Se citan frecuentemente estadísticas de
bautismos, así como crecimiento financiero e institucional en supuesta
evidencia de ello, a pesar de que los mormones y los Testigos de Jehová pueden perfectamente
hacer otro tanto.
Es cierto que
la asamblea de 1901 trajo considerables bendiciones organizativas que habrían
podido mantener funcionando con suavidad los “engranajes” por siglos. Es igual
de evidente que no ocurrió ninguna reforma espiritual profunda. Unos pocos
meses después de aquella asamblea, Ellen White escribía en estos términos a un
amigo personal:
El resultado de la última asamblea de la Asociación General [1901]
ha sido la pena mayor y más terrible de mi vida. No se hizo cambio alguno. El
espíritu que se debió imprimir a toda la obra como resultado del encuentro, no
lo fue, debido a que los hombres no recibieron los testimonios del Espíritu de
Dios. Al dirigirse hacia sus diferentes campos de labor, no anduvieron en la
luz que el Señor había puesto en su camino, sino que introdujeron en su obra
los principios equivocados que han estado prevaleciendo en la obra, en Battle
Creek (Carta al juez Jesse Arthur, Elmshaven, 14 enero 1903).
Como
resultado de esa impenitencia, la finalización de la obra de Dios sufrió una
indefinida demora:
Podemos tener que estar aquí en este mundo muchos años más debido
a la insubordinación, como sucedió a los hijos de Israel; pero por causa de
Cristo, su pueblo no debiera añadir un pecado sobre otro, responsabilizando a
Dios por la consecuencia de su propio curso de acción erróneo (Carta, 7
diciembre 1901; M-184, 1901).
A pesar de
eso, no era todavía entonces demasiado tarde para empeñarse en una experiencia
de arrepentimiento. La sierva del Señor no empleó la frase “arrepentimiento
denominacional”, sin embargo, expresó ese principio. “Todos” estaban en
necesidad de participar:
Si solamente pudiesen todos ver, confesar y arrepentirse de su
propio curso de acción al desviarse de la verdad de Dios para seguir los
designios humanos, el Señor perdonaría (Id.) 1
Juan Bautista
habría podido dedicar siete vidas al intento de abarcar todas las necesidades
de reforma de su día. Podríamos también nosotros dedicar décadas a cada
desviación del plan de Dios para nosotros. Pero Juan prefirió poner “el hacha…
a la raíz de los árboles” (Ma. 3:10). 2 El
arrepentimiento por el rechazo a la lluvia tardía, ¿pondría el hacha a la raíz
de nuestro problema espiritual actual? Sí, ya que tal es verdaderamente nuestra
raíz.
Pero las
raíces tienen su modo particular de ocultarse bajo la superficie visible.
Notas:
1.
Ver “It
Didn’t Happen in 1901! Will It Happen Now?” (No ocurrió en
1901 ¿Sucederá hoy?). Es un capítulo del libro The Power of the Spirit,
de George E. Rice y Neal C. Wilson (Review and Herald, 1991), 100-105. Es reconfortante constatar que la postura tomada en ese libro es
la diametralmente opuesta a la pretensión de ‘ser ricos y estar enriquecidos’,
que es la posición que durante décadas había defendido el White Estate en
relación con esa asamblea de 1901. Esa es una evidencia muy animadora de que el
Espíritu Santo está comenzando a conceder el don de la fidelidad a la verdad.
La tan esperada bendición no puede ya estar muy lejos. (Volver al texto).
2.
Si estuviera a nuestro alcance confeccionar una lista de todas las actuales y
multiformes desviaciones del plan de Dios, aburriríamos al lector e incluso a
los ángeles. Ocuparía una estantería de libros mayor que la dedicada a la
Enciclopedia Británica la enumeración crítica de cada desviación de los “principios
correctos” en las funciones de nuestra práctica y organización eclesiástica, en
lo referente a la educación, obra médica, reforma pro-salud, obra evangelística
y administrativa, etc. Se ha escrito y hablado de ellas durante generaciones.
No hay fin para los gemidos y clamores, para los rasgamientos de vestiduras. Es
fácil decir que la “conversión” solucionará ese problema. Lo hemos estado
diciendo también durante generaciones. El “hacha” que Cristo empuña es
diferente de la que empuñan los falsos cristos. El “dragón” que está “airado
contra la mujer” rara vez se manifiesta como tal. Puede incluso disfrazarse de “reformador”
y comenzar a asestar hachazos a toda clase de “ramas” con singular celo,
teniendo cuidado de dejar intacta “la raíz”: el amor al yo. (Volver al texto).
13. Arrepentimiento
corporativo, la
senda del amor cristiano
(índice)
“El último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo es una
revelación de su carácter de amor” (Ellen White). ¿Conducirá el arrepentimiento
corporativo a una iglesia eficazmente comprometida?
“Dios es amor”,
por lo tanto, amor es poder. Si es que la manifestación final del Espíritu
Santo ha de demostrar al mundo el poder del amor de Dios, primero debe darse en
la iglesia una nueva comprensión del mismo:
El mundo está envuelto por las tinieblas de la falsa concepción de
Dios. Los hombres están perdiendo el conocimiento de su carácter, el cual ha
sido mal entendido y mal interpretado. En este tiempo, ha de proclamarse un
mensaje de Dios, un mensaje que ilumine con su influencia y salve con su poder.
Su carácter ha de ser dado a conocer…
Los últimos rayos de luz misericordiosa, el último mensaje de clemencia que ha
de darse al mundo, es una revelación de su carácter de amor. Los hijos de Dios
han de manifestar su gloria. En su vida y carácter han de revelar lo que la
gracia de Dios ha hecho por ellos (Palabras de vida del gran Maestro,
342).
La mayoría de
nosotros estamos de acuerdo en que el cumplimiento de lo anterior está situado
en el futuro. ¡Ojalá lo veamos pronto finalmente realizado!
El amor como fuego consumidor y purificador
El amor agape
nada tiene que ver con el frágil sentimentalismo. El mismo Dios que es agape,
es también “fuego consumidor” (Heb 12:29). Ese fuego significa muerte al
egoísmo, sensualidad, amor al mundo, orgullo y arrogancia. Significa también
muerte a la tibieza. Por extraño que pueda sonar a oídos legalistas, es
imposible que una iglesia permanezca débil y enfermiza, cuando ese amor es
comprendido y aceptado.
Cuando
inflame a la iglesia, tal como el fuego hace entrar en combustión al carbón, esta
se volverá súper-eficiente en la ganancia de almas. Cada congregación vendrá a
ser lo que Cristo la haría ser si se encontrara en la carne en medio de ella.
Purificada en el fuego consumidor (que consume el pecado), purificada en ese
fuego que es el amor agape, la iglesia vendrá a ser la extensión del
poder de Cristo para redimir a los perdidos. 1
Entonces el
Espíritu Santo hará por fin su obra culminante en los corazones humanos. La
razón es que los miembros del cuerpo habrán recibido “la mente de Cristo”. A
uno se le acelera el pulso con sólo pensar en ello:
Se realizarán milagros, los enfermos sanarán y signos y prodigios
seguirán a los creyentes… los rayos de luz penetrarán por todas partes, la
verdad aparecerá en toda su claridad y los sinceros hijos de Dios romperán las
ligaduras que los tenían sujetos… un sinnúmero de personas se alistará en las
filas del Señor (El Conflicto de los siglos, 670).
¿Qué otra
cosa podrían ser esos “rayos de luz”, excepto el amor de Dios manifestado en su
pueblo? Imaginemos el gozo desbordante que fluirá como río saliendo de su
cauce, cuando las buenas nuevas del Señor avancen en su pureza, gloria y poder.
¡Cuántos corazones que están ahora en tinieblas encontrarán a Cristo y saciarán
en él los anhelos de su alma!
Muchas
congregaciones pueden dar con demasiada facilidad la impresión de ser un club
religioso confortable, exclusivo. No obstante, el Señor ha declarado: “Casa de
oración será llamada de todos los pueblos”. Eso debe incluir a “pecadores” en
los que no habíamos pensado mucho hasta ahora. El Señor se dirige a su
verdadero pueblo esparcido todavía en “Babilonia”, en términos de “pueblo mío”
(Apoc 18:4). Pero pueden resultar no ser el tipo de gente refinada que
esperábamos que se uniese a nuestro club. ¿Estamos deseosos de que gente “mala”
salga de Babilonia para unirse a nosotros?
¡El Señor sí
lo está! ¿Por qué hace brillar el sol, y caer la lluvia “sobre justos e
injustos”, incluso sobre sus enemigos? La respuesta: su amor no es el tipo de
amor que poseemos de forma natural. Si estuviese en nuestro poder manipular las
fuerzas de la naturaleza, ¿nos parece que sería nuestra discriminación entre
gente buena y mala más eficiente en persuadir a los malos a que se hicieran
buenos, que el proceder de Dios al otorgar bendiciones a ambas partes?
Dios
considera como suyos a muchos de los que hoy tenemos por casos perdidos. Hay
María Magdalenas y buenos ladrones en la cruz. En el momento en el que
comenzamos a ser selectivos en nuestro amor, perdemos el vínculo con el
Espíritu Santo. Tenemos la misma facilidad para murmurar, que la demostrada por
los fariseos y escribas. Nos escandalizamos rápidamente al ver que Cristo “recibe
a los pecadores” (Luc 15:1-2). Pero cuanto mayor es la maldad del pecador,
mayor la gloria de Dios al redimirlo:
El Maestro divino soporta a los que yerran, a pesar de toda su
perversidad. Su amor no se enfría; sus esfuerzos por conquistarlos no cesan.
Espera con los brazos abiertos para dar repetidas veces la bienvenida al
extraviado, al rebelde y hasta al apóstata… Aunque todos son preciosos a su
vista, los caracteres toscos, sombríos, testarudos, atraen más fuertemente su
amor y simpatía, porque ve de la causa al efecto. Aquel que es más fácilmente
tentado y más inclinado a errar es objeto especial de su solicitud (La
Educación, 294).
El arrepentimiento pone en marcha el proceso
¿Cómo podemos
aprender un amor así? Hay un solo método que funciona: ver a Cristo tal como él
es. Era perfectamente inmaculado; sin embargo, amaba a los pecadores. Su
arrepentimiento “en favor de los pecados del mundo” le enseñó cuán débil era,
de no contar con la fuerza de su Padre. Sabía que podía caer. Nació en el mismo
río que nos arrastra al pecado con la fuerza de su corriente, pero se mantuvo
firme en la roca de la fe en su Padre. Resistió exitosamente esa corriente,
incluso cuando todas las evidencias le indicaban que había sido abandonado.
El Padre
envió a su Hijo “en semejanza de carne de pecado”. Es verdaderamente nuestro “hermano”.
Llevó la culpabilidad de todo pecador. Cuando aprendamos a mirarle a él en esa
luz, experimentaremos un sentimiento de unidad con él. Sentiremos hacia él una
atracción del corazón que barrerá las seducciones del mundo y la preocupación
por el yo.
La profecía
de Zacarías sobre la “casa de David” que mira a Cristo “a quien traspasaron”,
es una promesa explícita del don del arrepentimiento. El arrepentimiento
corporativo pertinente a la culpabilidad corporativa hará posible la recepción
y el ejercicio de ese amor desbordante. La habilidad para sentir y amar a todo
pecador es la única forma en la que el agape de Cristo pudo ser fiel a
sí mismo. Su expresión fue el resultado directo de su experiencia de
arrepentimiento corporativo en nuestra carne. Se colocó verdaderamente en el
lugar de “todo hombre” por el que “gustó la muerte”. Nos invita a que también
nosotros aprendamos a amar como él nos amó y nos ama.
La justicia por la fe lleva al arrepentimiento
Solamente un
arrepentimiento así puede dar significado a la expresión “Jehová, justicia
nuestra” (Jer 23:6). Aquel que siente que tiene por naturaleza al menos
una cierta justicia procedente de sí mismo, lógicamente percibirá que en esa
misma medida es mejor que algún otro. Sintiendo de esa manera, Cristo será un
extraño para él. En consecuencia, el pecador le resultará también un extraño.
A la
naturaleza humana le resulta muy natural aborrecer la genuina verdad de la
justicia de Cristo. Nos resulta hostil la contrición que implica ver en Cristo
la totalidad de nuestra justicia. Retrocedemos ante la idea de ponernos en el
lugar del alcohólico, el drogadicto, el criminal, la prostituta, el rebelde, el
indigente. Nuestro corazón se inclina muy fácilmente a pensar ‘sería incapaz de
hundirme hasta ese punto’.
Mientras ese
siga siendo nuestro sentimiento, aquejaremos una incapacidad para pronunciar
palabras de auténtica ayuda, como lo fueron las de Cristo. El amor por las
almas está congelado. Restringido y conducido de forma egoísta, deja de ser agape.
Es una desgracia fatal que rehusemos entrar en el reino de los cielos por no
permitir que el Espíritu Santo subyugue nuestros corazones profundamente
endurecidos. Pero es aún peor que cerremos materialmente las puertas del reino,
de forma que las María Magdalenas o los buenos ladrones en la cruz no puedan
entrar.
‘Mejor le
fuera atarse una piedra de molino al cuello, y arrojarse a lo profundo de la
mar’, dijo Jesús, que afrontar en el juicio los resultados de una vida
desprovista de amor. “Mejor sería no existir, que vivir cada día vacíos de ese
amor que Cristo demanda de sus hijos” (Counsels to Teachers, 266). Ha
llegado el tiempo de que comprendamos que la culpabilidad de los pecados de
todo el mundo, la frustrada enemistad hacia Dios, la desesperación, la
rebelión, serían mi parte, de no ser por la gracia de Dios. Si Cristo retirase
de mí esa gracia, encarnaría la plenitud de la maldad, ya que “en mí (es a
saber, en mi carne) no mora el bien” (Rom 7:18). Hasta que apreciemos
plenamente esa verdad, no podremos comprender plenamente la justicia impartida
de Cristo.
Es por ello
que el arrepentimiento que Cristo nos ruega que aceptemos nos lleva hasta el
Calvario. Es imposible arrepentirse verdaderamente de pecados menores, sin
arrepentirse del pecado mayor que está en la base de todo otro pecado. Es
por ello que tiene que darse un borramiento del pecado, tanto como un perdón
del mismo. El Sumo Sacerdote celestial no está entregado a la obra de podar
ramitas de los árboles malos. En el Día de la expiación, pondrá su hacha a la
raíz, o bien dejará el árbol. Una conversión superficial que quizá pueda haber
sido aceptable en épocas pasadas, no lo es hoy en absoluto. El concepto que
está en la base del mensaje de la justicia de Cristo es que no poseo ni una
sola fibra de justicia propia, y es solamente reconociendo eso como puedo
apreciar el don de la justicia de Cristo.
La medida de
nuestra receptividad es: “Conforme a vuestra fe os sea hecho” (Mat 9:29).
Mediante el verdadero arrepentimiento aceptamos el don de la contrición y el
perdón de todo pecado del que seamos potencialmente capaces, no meramente de
los pocos pecados que creemos haber cometido personalmente. Cristo puede
entonces imputar e impartir justicia igual a su propia perfección, mucho más
allá de nuestra capacidad. Mucho más abundante que la potencial culpabilidad
que podamos sentir en favor de los pecados del mundo.
El poder del amor que obra milagros
Compartiendo
la naturaleza divina del mismo Señor, el penitente se deleita en la
misericordia. Descubre su mayor placer en encontrar material aparentemente
inservible, y ayudar a que pueda beneficiarse de la gracia de Dios:
Decid a los pobres desalentados y descarriados que no necesitan
desesperar. Aunque han errado y no han edificado un carácter recto, Dios puede
devolverles el gozo, aun el gozo de su salvación. Se deleita en tomar material
aparentemente sin esperanza, aquellos por quienes Satanás ha obrado, y hacerlos
objeto de su gracia… Decidles que hay sanidad y limpieza para cada alma. Hay
lugar para ellos en la mesa del Señor (Palabras de vida del gran Maestro,
234).
La doctrina
que Pablo enunció debe encontrar amplia expresión al fin. La semilla sembrada
hace casi dos mil años debe comenzar a rendir ese bendito fruto por el que toda
la creación ha estado gimiendo con angustias de parto en espera de verlo al
fin.
El Espíritu Santo está a la obra
El
arrepentimiento al que Cristo llama está comenzando a ser comprendido. Cuando
un miembro de una congregación cae en el pecado, un poco de reflexión puede
convencer a muchos otros miembros de que compartimos con él la culpa. Si
hubiésemos estado más alerta, si le hubiésemos dedicado mayor y más tierna
atención, si hubiésemos sido más solícitos en “saber hablar en sazón palabra al
cansado”, si hubiésemos sido más eficaces en comunicar la pura y poderosa
verdad del evangelio, podríamos haber salvado de su caída al miembro errado.
Con la debida atención pastoral, está al alcance de toda iglesia sentir al
menos un cierto grado de esa preocupación corporativa.
Por lo tanto,
es animador creer que en esta, nuestra generación, podemos esperar que se
despierte un profundo sentimiento de amante preocupación solidaria a escala
mundial. Cuando eso se produzca (y se producirá si no lo impedimos), habrá una
unidad de corazón entre razas, nacionalidades y culturas económicas y sociales,
como nunca hemos visto hasta ahora. Grupos con tendencias teológicas
divergentes se humillarán a los pies de la cruz. El cumplimiento del ideal de
Cristo se verá realizado a todos los niveles. El invierno de las heladas
inhibiciones y temores dará paso a la gloriosa primavera en donde el amor y
simpatía que Dios ha implantado en nuestras almas encontrarán la más verdadera
y pura expresión de corazón a corazón.
Resultará
imposible el sentimiento de superioridad o afán de dominio hacia aquellos cuya
raza, nacionalidad, cultura o teología sean diferentes a la nuestra. “La mente
de Cristo” establece lazos de simpatía y compañerismo “en él”. La gracia va a
obrar esos milagros.
Eso requerirá del pueblo de Dios que dé un paso más
No estará
limitado a un arrepentimiento compartido en favor de nuestra generación de
vivientes contemporáneos, sino que alcanzará igualmente a las generaciones
pasadas. La idea que expresó Pablo “de la manera que el cuerpo es uno, y tiene
muchos miembros… así también Cristo”, se comprenderá abarcando también al
cuerpo de Cristo en el pasado. Así, cobrará significado el mandato de Moisés de
arrepentirse por los pecados de generaciones previas (Lev 26:40). La “expiación
final” se convierte en una realidad, y el juicio previo al advenimiento puede
entonces concluir.
Si bien habrá
un zarandeo, y algunos –quizá muchos– que rehúsen la bendición abandonarán la
iglesia, la palabra inspirada implica que quedará un verdadero remanente de
creyentes en Cristo. No todo son malas nuevas en el zarandeo del árbol o de sus
ramas. Nos ofrece las buenas nuevas de que “quedarán en él rebuscos, como
cuando sacuden el aceituno, dos o tres granos en la punta del ramo, cuatro o
cinco en sus ramas fructíferas” (ver Isa 17:6 y 24:13). Los que
permanezcan “alzarán su voz, cantarán gozosos en la grandeza de Jehová” (vers. 14).
Los que caigan en el zarandeo, no harán sino manifestar la realidad de “que
todos no son de nosotros” (1 Juan 2:19). La obra de Dios avanzará imperturbable
de fortaleza en fortaleza.
En esa hora
de acontecimientos sin precedente, la iglesia estará unida y coordinada como un
cuerpo humano que recuperó la salud. Las calumnias, las malas sospechas, los
chismes, hasta incluso la negligencia del deber ante las necesidades de otros,
serán vencidos. El oído atento, sintonizado para escuchar el llamado del
Espíritu Santo, se pondrá a la obra bajo la convicción del deber.
Cuando el
Espíritu diga –como dijo a Felipe– “Llégate, y júntate a este carro”, la
obediente respuesta será inmediata. Se ganarán las almas, tal como sucedió con
el diácono y con aquel eunuco de la corte real de Candace. La “Cabeza” habrá encontrado
por fin la respuesta perfecta de un “cuerpo” junto al que morar, y alegrándose
con cantos sobre su pueblo, el Señor añadirá gozoso a la membresía de su
iglesia todo ese pueblo que se encuentra aún disperso en Babilonia. Desde el
momento en que atraviesen la puerta, esas almas de corazón sincero sentirán la
presencia del agape de Cristo; ese amor que conmueve el corazón, que es “fuego
consumidor”. ¡Ojalá pudiésemos imaginar los goces que esa contrición va a
posibilitar!
Se producirán
milagros de restauración del corazón como si Cristo mismo estuviese presente en
la carne. Se construirán puentes sobre las simas de separación. Las disensiones
matrimoniales encontrarán la solución que había escapado a los mejores
esfuerzos de consejeros y psicólogos. Hogares que se habían roto se cementarán
en lazos de amor, fruto de la profunda contrición de corazones creyentes. Arpas
que ahora guardan silencio, vibrarán entonces melodiosamente cuando aquellas
manos que llevan aún las cicatrices del Calvario pulsen sus cuerdas.
Jóvenes
confundidos y frustrados verán una revelación de Cristo como nunca antes
percibieron. La fascinación satánica de las drogas, el alcohol, la inmoralidad
y la rebelión perderá todo su poder, y en su lugar se verá una pura y santa
manifestación de devoción juvenil por Cristo para gloria de su gracia. “Sobre
ti nacerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las gentes a tu
luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento” (Isa 60:2-3).
Los
resultados serán maravillosos, una vez que la iglesia haya aprendido a sentir
por el mundo de la forma como lo hace Cristo. La “Cabeza” no puede decir a los
pies “no tengo necesidad de vosotros” (1 Cor 12:21). Esa es la razón
por la que “puso Dios en la iglesia” los diversos dones de su Espíritu. La
iglesia viene a ser un “cuerpo” eficiente en manifestar a Dios al mundo, de la
misma manera en que una persona sana expresa mediante sus miembros físicos los
pensamientos e intenciones de la mente. Todos los dones conducirán al “camino
más excelente” que es el agape.
El mundo y el
vasto universo del más allá contemplarán estupefactos. La demostración final de
los frutos del sacrificio de Cristo llevará el conflicto de los siglos a una
gloriosa y triunfante culminación. En el sentido más profundo, acariciado,
soñado, pero difícilmente imaginado por nuestros pioneros, se efectuará en los
corazones del pueblo de Dios una obra paralela y consistente con la
purificación del santuario celestial. Será así “purificado”, justificado,
vindicado o restaurado ante el universo.
La certeza del triunfo de Cristo
Esa
experiencia transformará a la iglesia en un manantial de amor. El plan de Dios
es que no haya suficientes bancos en ninguna iglesia para todos los pecadores
que, convertidos, acudan a ellas. Arrepentimiento corporativo y
denominacional significa toda la iglesia experimentando el amor y la empatía de
Cristo hacia todos aquellos por quienes él murió. Desde luego, no todos en
el mundo responderán. De hecho, muchos rechazarán su proclamación final. Pero
responderán gozosos muchos más de los que habíamos imaginado.
Guardémonos
de la pecaminosa incredulidad implicada en poner en duda la bondad de las buenas
nuevas. Los que piensan que es demasiado bueno para ser cierto, deberían
prestar atención a una lección poco conocida de las Escrituras. En los días de
Eliseo, Samaria fue azotada por un hambre terrible, al ser sitiada por la
armada Siria:
Y hubo grande hambre en Samaria, teniendo ellos cerco sobre ella;
tanto, que la cabeza de un asno era vendida por ochocientas piezas de plata, y
la cuarta de un cabo de estiércol de palomas por cinco piezas de plata… y él
[el rey de Israel] dijo: “Así me haga Dios, y así me añada, si la cabeza de
Eliseo hijo de Saphat quedare sobre él hoy”.
Dijo entonces Eliseo: … “Mañana a estas horas valdrá el seah de flor de harina
un siclo, y dos seah de cebada un siclo [una pieza de plata]”.
Y un príncipe sobre cuya mano el rey se apoyaba, respondió al varón de Dios y
dijo: “Si Jehová hiciese ahora ventanas en el cielo, ¿sería esto así?”
Y él [Eliseo] dijo: “He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello”
(2 Reyes 6:25-7:20).
Todos hemos
sido educados en una incredulidad que hace que para nosotros sea fácil
simpatizar con la visión “realista” de aquel príncipe. ¿Cómo podía aliviarse
aquella terrible hambre en tan sólo 24 horas? El mensaje de Eliseo constituía
el Espíritu de profecía contemporáneo, y el príncipe, sencillamente, no creía
en el don.
El Señor
aterrorizó a los invasores Sirios, y estos abandonaron sus colosales acopios de
víveres, que quedaron a la libre disposición de los exhaustos Israelitas:
El rey había puesto a la puerta a aquel príncipe sobre cuyo brazo
él se apoyaba, pero el pueblo lo atropelló a la entrada, y murió, conforme a lo
que había dicho el varón de Dios… Y así le sucedió, porque el pueblo lo
atropelló a la entrada, y murió (2 Reyes 7:17 y 20).
La
incredulidad en este “tiempo de la lluvia tardía”, hará que quedemos excluidos
de la gloriosa experiencia que el Señor anuncia para su pueblo. Declaraciones
inspiradas confirman la visión de “toda la iglesia” en la historia
experimentando una bendición tal, sin duda alguna tras haber sido purificada:
El Espíritu Santo debe animar e impregnar toda la iglesia,
purificando los corazones y uniéndolos unos a otros (Joyas de los
Testimonios vol. 3, 289).
Ha llegado la hora de hacer una reforma completa. Cuando ella
principie, el espíritu de oración animará a cada creyente, y el espíritu de
discordia y de revolución será desterrado de la iglesia… todos estarán en
armonía con el pensamiento del Espíritu (Id. 254-255).
En visiones de la noche pasó delante de mí un gran movimiento de
reforma en el seno del pueblo de Dios … Se advertía un espíritu de intercesión
como lo hubo antes del gran día de Pentecostés… Los corazones eran convencidos
por el poder del Espíritu Santo, y se manifestaba un espíritu de sincera
conversión. En todos los sitios las puertas se abrían de par en par para la
proclamación de la verdad. El mundo parecía iluminado por la influencia divina…
parecía una reforma análoga a la del año 1844.
Sin embargo, algunos rehusaban convertirse… Esas personas avarientas se
separaron de la compañía de los creyentes (Id. 345, traducción
revisada).
Es aquí donde
quitamos las sandalias de nuestros pies, ya que estamos pisando sobre terreno
sagrado. Este modesto volumen ha intentado explorar el solemne llamado al
arrepentimiento que Cristo presenta al ángel de su iglesia. Oremos para que el
Espíritu de Dios pueda emplear muchas voces que se hagan eco de ese llamado. La
“Cabeza” ha puesto su dependencia en nosotros como miembros de su “cuerpo” para
expresar su voluntad. Que ningún cristiano humilde menosprecie la importancia
de su respuesta individual. Quizá todo cuanto necesita el Señor es encontrar
una persona en algún lugar, que haya sido bautizada, crucificada y resucitada “con
Cristo”, y que comparta entonces su experiencia de arrepentimiento.
Que la
preciosa levadura de la verdad pueda leudar todo el cuerpo.
Notas:
1.
(N. del T.):
“El amor que Jesús manifestó por las almas de
los hombres en el sacrificio que hizo por su redención, impulsará a todos los
que le sigan” (Testimonios vol. 5, 431). (Volver al texto)
Apéndice A
(índice)
El
arrepentimiento de los pastores y sus familias
El fragmento
de un escrito de Ellen White, reproducido a continuación, indica la profundidad
de la respuesta que se producirá por parte de los pastores, sus esposas e
hijos, cuando el Espíritu Santo conceda el don del arrepentimiento:
En la noche, me encontré en sueños en una gran reunión con
pastores, sus esposas y sus hijos. Me sorprendió que la compañía congregada se
componía principalmente de pastores y sus familias. Les fue presentada la
profecía de Malaquías, en relación con Daniel, Sofonías, Ageo y Zacarías… Hubo
un profundo escudriñamiento de las Escrituras en relación con el carácter
sagrado de todo lo perteneciente al servicio del templo…
Tras un diligente escudriñamiento de las Escrituras, hubo un
período de silencio. Las personas fueron solemnemente impresionadas. Se
manifestó entre nosotros conmoción profunda por la acción del Espíritu Santo.
Todos fueron perturbados, todos parecían sentirse bajo la convicción,
pesadumbre y congoja, vieron su propia vida y carácter retratados en la Palabra
de Dios, y el Espíritu Santo hizo la aplicación a sus corazones.
La conciencia se avivó. La crónica de tiempos pasados puso al
descubierto la vanidad de las falsedades humanas. El Espíritu Santo trajo todas
las cosas a su memoria. Al revisar su historia pasada fueron revelados defectos
de carácter que se habrían debido discernir y corregir. Vieron cómo, por la
gracia de Cristo, el carácter debió haber sido transformado. Los obreros habían
conocido la amargura de la derrota en la tarea que se había encomendado a sus
manos, cuando debieron haber experimentado la victoria.
El Espíritu Santo presentó ante ellos Aquel a quien habían
ofendido. Vieron que Dios no solamente se revelará como un Dios de
misericordia, perdón y benignidad, sino que mediante actos terribles de
justicia pondrá de manifiesto que él no es un hombre para que mienta.
Hubo Uno que pronunció estas palabras: “La vida interior,
escondida, será revelada. Como si fuese reflejada en un espejo, se manifestará
toda la obra interna del carácter. El Señor quiere que examinéis vuestras
propias vidas, y que veáis cuán vana es la gloria del hombre. ‘Un abismo llama
a otro a la voz de tus canales: Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí.
De día mandará Jehová su misericordia, y de noche su canción será conmigo, y
oración al Dios de mi vida,” [Sal 42:8] (Review and Herald, 4 febrero
1902).
Apéndice B
(índice)
Laodicea
no está condenada
No han
faltado esfuerzos notables por convencer a los miembros de que abandonen la
Iglesia Adventista del Séptimo Día organizada, o al menos, para que le retiren
su favor y membresía. El argumento consiste en que es Filadelfia, y no
Laodicea, la que representaría la verdadera iglesia que estará preparada para
la venida de Cristo. Se evoca la venerada autoridad de Joseph Bates, quien
sostuvo tal posición. Pero ese apreciado pionero estaba equivocado en eso, como
también en algunos otros puntos. Ellen White nunca apoyó esa idea de Bates. Sus
testimonios tempranos a propósito del mensaje a Laodicea contradicen
manifiestamente esa postura (ver Testimonies vol. 1, 185-189; Joyas
de los Testimonios vol. 1, 327-330).
La idea de
que es Filadelfia y no Laodicea la iglesia de la traslación, está en conflicto
con el patrón profético general presentado en el Apocalipsis. El número siete
denota que las siete iglesias representan a la verdadera iglesia en los
sucesivos períodos de la historia durante la dispensación cristiana, desde los
días de los apóstoles hasta el final del tiempo de prueba (Los Hechos de los
apóstoles, 464, y 466-467). El mensaje a Laodicea es “la advertencia para
la última iglesia”, ¡no para la penúltima! (Testimonies vol. 6,
77). No se aplica a los apóstatas, sino al verdadero pueblo de Dios de los
últimos días (Ellen White, Comentario bíblico adventista vol. 7,
970-971; Joyas de los Testimonios vol. 1, 327-328).
La voluntad
del Señor ha sido siempre que el mensaje a Laodicea llevase al arrepentimiento
y a la victoria de su verdadero pueblo, y a prepararlos para recibir la lluvia
tardía (Testimonies vol. 1, 186-187; parcialmente traducido en
Joyas de los Testimonios vol. 1, 65-66). No hay ningún indicio en
la Escritura o en el Espíritu de profecía que sugiera que el mensaje haya de
fracasar finalmente. Los miembros del genuino pueblo de Dios habrán “escuchado
el consejo del Testigo fiel y recibirán la lluvia tardía, y estarán preparados
para la traslación” (Joyas de los Testimonios vol. 1, 66). Ellen
White nunca sugirió que el pueblo de Dios deba abandonar Laodicea para regresar
a Filadelfia.
Por
descontado, es cierto que podemos y debemos hacer aplicaciones espirituales de
los mensajes a cada una de las siete iglesias; esos mensajes son apropiados
para el pueblo de Dios en todas las generaciones. La naturaleza humana es la
misma a lo ancho de todo el mundo y a lo largo de todas las generaciones, de
manera que los principios espirituales son aplicables a todos. Pero los
mensajes a las siete iglesias representan una progresión hacia la victoria que
permitirá a la última generación alcanzar finalmente una madurez de fe y
discernimiento. “La mies de la tierra está [por fin!] madura”
(Apoc 14:12-15). La sincera aceptación de los llamamientos a “los ángeles
de las siete iglesias” será necesaria para que se produzca esa maduración final
del fruto descrita en Marcos 4:28-29. Pretender que la iglesia de los últimos
días retorne a Filadelfia sería como atrasar el reloj en varias generaciones, violando
el simbolismo profético. Los mensajes a las seis iglesias precedentes han
preparado infinidad de creyentes para la muerte; el arrepentimiento por parte
de Laodicea prepara un pueblo para la traslación.
El mensaje a
Laodicea discurre paralelo al tiempo de la purificación del santuario y la obra
de Cristo en el lugar santísimo. La intención obvia del simbolismo de
Apocalipsis es relacionar Laodicea con el toque de trompeta del “séptimo ángel”
en “el tiempo de los muertos, para que sean juzgados”, cuando “el templo de
Dios fue abierto en el cielo” y la atención fue dirigida al lugar santísimo del
santuario celestial (Apoc 11:15-19).
El mensaje a
Filadelfia precede obviamente al día antitípico de la expiación, guardando un
paralelismo con el “otro ángel fuerte” de Apocalipsis 10, que a su vez precede
al mensaje final de los tres ángeles (vers. 11) presentado en el capítulo 12.
El cambio en el orden de las siete iglesias lleva a una confusión comparable a
la que resultaría del cambio de los siete sellos o las siete trompetas. Dios
sabía lo que hacía al dar las visiones a Juan, en Patmos, y jamás nos
atreveremos a cambiar el orden inspirado de esos mensajes.
Las citas del
mensaje a Filadelfia que Ellen White aplica al pueblo de los últimos días no
implican que Laodicea deba ser eliminada de la sucesión profética más de lo que
sus frecuentes alusiones a otros de los mensajes de las anteriores cinco
iglesias habrían de implicar la necesidad de “unirnos” a Éfeso, Smirna,
Pérgamo, Tiatira o Sardis.
El problema
de Laodicea no consiste en su identidad o en su nombre. Laodicea no es un
nombre indigno: significa simplemente “juicio, vindicación, justificación del
pueblo”. Es un nombre apropiado a la realidad del juicio investigador que
precede a la segunda venida. La connotación no es la derrota, sino la victoria.
El nombre de
Filadelfia es también significativo. Se compone de fileo, que significa
afecto, y adelfos, o hermano. El término fileo denota un nivel
inferior de amor que agape. Y “siguiendo la verdad en agape” y
creciendo “en todas cosas en aquel que es la cabeza, a saber, Cristo” es la
experiencia que caracterizará al pueblo de Dios, cuando este madure plenamente,
en preparación para la venida de Cristo. “Todo el cuerpo” de la iglesia, el
todo corporativo del pueblo de Dios de todas las edades, habrá tomado
finalmente “aumento de cuerpo edificándose en agape” (Ver Efe 3:14-19 y
4:13-16; Primeros Escritos, 55-56; Palabras de vida del gran Maestro, 342).
Como ya se ha
visto anteriormente, la expresión “te vomitaré de mi boca” no es una buena
traducción del original griego. Cristo no está diciendo que Laodicea vaya a
sufrir irremediablemente su rechazo final. En griego es mello emesai, que
significa virtualmente algo así como ‘me pones enfermo, me produces nauseas’, o
‘me produces tales nauseas que estoy a punto de vomitar’. El verbo mello
no requiere necesariamente una acción final. Las náuseas de Cristo pueden ser remediadas;
es posible el arrepentimiento de Laodicea, lo que comporta vencer su fatal
tibieza.
Al leer de
corrido las cartas de Cristo a las siete iglesias, resulta muy evidente que
muestran una directriz histórica orientada hacia el retorno de Cristo. A
Tiatira se la emplaza “hasta que yo venga”. A Sardis se la dirige hacia el
juicio previo al advenimiento. A Filadelfia se le dice: “He aquí, yo vengo
presto”. Pero Laodicea se encuentra con Cristo “a la puerta”, y a ella se
ofrece el honor final de compartir con Cristo su autoridad real.
Otra
evidencia interna de que Laodicea es la última iglesia, es la presentación que
hace Cristo de sí mismo como “el Amén”. Ese es precisamente el término que a lo
largo del Nuevo Testamento expresa por excelencia finalidad.
El mensaje de
Cristo a Laodicea está estrechamente relacionado con El Cantar de los
Cantares de Salomón. Cristo cita el pasaje de Cantares 5:2 (de la
Septuaginta) en Apocalipsis 3:20. Esa poco conocida circunstancia establece el
llamado a la iglesia de Laodicea como el del Esposo hacia su amada. La
respuesta final de esta no es el rechazo al amor de su Esposo, sino el
arrepentimiento y preparación para las “bodas del Cordero” (Apoc 19:6-9).
Así, la promesa hecha a ese “alguien” en Apocalipsis 3:21 (en griego tis), es la
invitación a una intimidad en la relación con Cristo, sin precedentes en
ninguna de las invitaciones a los seis “ángeles de las siete iglesias”
precedentes. El “ángel de la séptima iglesia” es claramente aquel cuyo
arrepentimiento es único, y cuya victoria presupone en definitiva un triunfo y
un honor singulares: el de compartir la autoridad ejecutiva con Cristo mismo. A
la Esposa le aguarda un destino más elevado que el de aquellos que son
meramente “invitados” a las bodas. Es difícil dejar de reconocer la relación
entre Apocalipsis 3:21 y la gloriosa victoria de los ciento cuarenta y cuatro
mil (Apoc 7:1-4; 14:1-5 y 15:2-4).
Así, resulta
evidente que excluir a Laodicea del cuadro profético, considerar el llamamiento
del Testigo verdadero como algo abocado al fracaso, equivale a robar a Cristo
el honor y vindicación que tanto merece. Viola el cumplimiento de las profecías
de Apocalipsis. Cancelar a Laodicea y sustituirla por Filadelfia requeriría la
derrota del Testigo fiel y verdadero, y la humillación final del paciente
Esposo que está todavía hoy llamando a la puerta.
Apéndice C
(índice)
Ezequiel
18 y la culpabilidad corporativa
¿Niega
Ezequiel el principio de la culpabilidad corporativa?
¿Qué pensáis vosotros, vosotros que usáis este refrán sobre la
tierra de Israel, diciendo: Los padres comieron el agraz, y los dientes de los
hijos tienen la dentera?… He aquí que todas las almas son mías; como el alma
del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá… el hijo
no llevará por el pecado del padre, ni el padre llevará por el pecado del hijo:
la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él
(Eze 18:2, 4 y 20; Jer 31:29-30).
Ezequiel
considera el caso de un hombre recto que lo hace todo bien, pero que tiene un
hijo que se entrega al mal. Este a su vez tiene un hijo. Entonces argumenta que
si el hijo del hombre malvado “viere todos los pecados que su padre
hizo, y viéndolos no hiciere según ellos… este no morirá por la
maldad de su padre” (vers. 14-17). El pecado y la culpa no se transmiten
genéticamente. La enseñanza del profeta consiste en reconocer el principio
de la responsabilidad individual. El hijo no tiene por qué repetir los pecados
de su padre a menos que escoja hacerlo así. Puede romper el círculo de la
culpabilidad corporativa mediante el arrepentimiento (“y viéndolos, no hiciere
según ellos”).
Pero Ezequiel
no sugiere que el hombre justo lo sea por sí mismo, ni niega la verdad bíblica
de la justificación por la fe. Todo hombre justo lo es siempre por la fe. Sin
Cristo, carecería de toda justicia en sí mismo. El hombre malvado es aquel que
rechaza tal justicia por la fe. El profeta no niega que “todos pecaron”, y que “todo
el mundo aparezca culpable ante el juicio de Dios” (Rom 3:23 y 19 Cantera-Iglesias). De no ser por la justicia imputada de Cristo, todo el mundo
sería igualmente culpable ante Dios.
El hijo que vio
los pecados de su padre y se arrepintió, queda liberado de la culpa de esos
pecados en virtud de la justicia de Cristo que le es imputada, pero no porque
él sea intrínsecamente mejor que su padre. En cierto sentido, el
arrepentimiento del hijo es corporativo: reconoce que de haberse encontrado en
el lugar de su padre, podría haber sido igual de culpable. No piensa que nunca
hubiera sido capaz de cometer esos pecados. Confiesa humildemente: ‘Ese sería
yo, de no ser por la gracia de Dios’. Escoge entonces el camino de la justicia.
Ezequiel no niega la verdad del arrepentimiento corporativo, sino que expone,
en positivo, cuál es su resultado (comparar con el resultado de su rechazo, en
negativo, en Luc 11:50, Mat 23:35, etc.).
Apéndice D
(índice)
Testimonies for the Church vol. 4, 214
Usted ha
estado dispuesto a dar sus medios, pero no se ha dado a sí mismo. No se ha
sentido llamado a hacer sacrificios que impliquen esfuerzo; no ha manifestado
la voluntad de hacer ninguna obra por Cristo que tenga tan humilde carácter.
Dios lo llevará al mismo terreno una vez tras otra hasta que con corazón
humillado y mente sumisa supere la prueba que él le presenta, y sea totalmente
santificado a su servicio y obra. Entonces alcanzará vida inmortal. Puede ser
un hombre plenamente desarrollado en Cristo Jesús, o puede ser un enano
espiritual, no ganando victorias. Mi hermano, ¿cuál de las dos cosas escogerá?
¿Vivirá una vida de negación del yo y de sacrificio propio, haciendo su obra
con ánimo y gozo, perfeccionando el carácter cristiano y avanzando hacia la
recompensa eterna?, ¿o vivirá para usted mismo, perdiendo el cielo? Dios no
será burlado; Cristo no acepta el servicio dividido. Él lo pide todo. Si
retiene algo, acabará mal. Cristo lo compró por un precio infinito, y requiere
que todo lo que tiene le sea entregado en ofrenda voluntaria. Si se consagra
plenamente a él de corazón y vida, la fe tomará el lugar de las dudas, y la
confianza el lugar de la desconfianza e incredulidad.
Testimonies for the Church vol. 5, 623
Asistí a esa
reunión campestre en ––––, y usted estaba presente. Tuvo allí una experiencia
que le habría sido de valor duradero, en el caso de que hubiese permanecido en
humildad ante Dios, como lo estuvo en aquella ocasión. Usted humilló allí su
corazón y sobre sus rodillas me pidió que le perdonase por las cosas que había
dicho a propósito de mí y de mi obra. Me dijo: ‘No tiene idea de las vilezas
que he llegado a hablar sobre usted’. Yo le aseguré entonces que estaba tan
dispuesta a perdonarle libremente, como esperaba que Jesús me perdonase a mí por
mis pecados y errores. Entonces dijo usted, en presencia de varias personas,
que había dicho muchas cosas para dañarme; sobre todas ellas le aseguré mi
total perdón, ya que no fue contra mí. Ninguna de aquellas cosas fue contra mí;
yo era solamente una sierva que llevaba el mensaje que Dios me dio. No fue
personalmente contra mí contra quien usted se alistó; se alistó contra el
mensaje que el Señor le envió a través del humilde instrumento. Fue a Cristo a
quien hirió, no a mí. ‘No quiero –le dije– que me lo confiese a mí. Arregle las
cosas entre su alma y Dios, y todo estará bien entre nosotros dos’. Algunas
expresiones que le fueron escritas, las tomó demasiado fuertemente. Tras
leerlas de nuevo más cuidadosamente, usted manifestó que ya no las veía como
antes, y todo quedó reconciliado. Tras esa entrevista usted declaró que sentía
no haber conocido nunca antes en qué consistía la conversión, que había nacido
de nuevo, que se había convertido por primera vez. Usted podía decir que amaba
a sus hermanos, su corazón se sentía libre y feliz; comprendió lo sagrado de la
obra como nunca antes lo hiciera, y sus cartas expresaron el profundo cambio
que el Espíritu Santo obró en usted.
Sin embargo,
yo sabía que usted sería llevado al mismo terreno otra vez, para ser probado en
aquellos puntos en los que había fracasado previamente. Así hizo el Señor con
los hijos de Israel; así ha obrado por su pueblo en todas las edades. Él los
probará allí donde antes fallaron; los probará, y si fracasan en la prueba por
segunda vez, los llevará de nuevo a la misma prueba.
***