SÉ PUES CELOSO

y

ARREPIÉNTETE,

<small>PUEBLO MÍO</small>

(índice)

R.J. Wieland

 

Original: Corporate Repentance

Traducción: http://www.libros1888.com

Índice

 

Centinela nocturno (poema)

Prefacio o

Introducción

1.     Un correo llegado del cielo

2.     ¡Ni una sola expresión de encomio!

3.     La iglesia como cuerpo de Cristo  

4.     Cristo, chasqueado

5.     Un difícil problema para Dios

6.     Arrepentimiento sin precedentes: Día de la Expiación

7.     Arrepentimiento de Jesús por pecados que no cometió 

8.     Cristo llamó al pueblo judío al arrepentimiento nacional

9.     Cómo selló su suerte la antigua nación judía

10.  Urgencia del llamado de Cristo al arrepentimiento

11.  Cómo puede arrepentirse una iglesia

12.  Lección de nuestra historia denominacional

13.  Arrepentimiento corporativo: senda del amor cristiano

  Apéndice A

  Apéndice B

  Apéndice C

  Apéndice D


 


 

Centinela nocturno

(índice)

Señor, esta noche pienso en tu sufrimiento.

Soy hijo privilegiado; duermo seguro, satisfecho.

Nada amenaza; ninguna llaga de doliente abandonado en lecho solitario quiebra mi saludable bienestar.

No respiro la angustia aterradora del corazón herido de muerte.

 

Ningún pobre africano ensucia mi ventana con manos enfangadas,

ni mira al interior con ojos enfermos de hambre y desamor.

¡Pero los hay a miles alrededor de tus ventanas!

Ningún maldito y desheredado de casa y familia me reclama el césped para hacer su cama esta noche.

 

Ningún sollozo desconsolado me estremece desde antros de vicio,

ni me alarma el gélido lamento del suicida en su último gesto.

No me aflige el jadeo del soldado que agoniza lejos de su tierra.

 

No me perturba el ruido del frenazo, el choque, y el silencio que lo sigue en la calle ensangrentada.

¡Ni siquiera llego a imaginar la razón de las lágrimas tras la puerta de enfrente!

 

Pero durante las horas que las estrellas velan, tú no duermes.

Tú no puedes pasar a la otra acera, ni mirar hacia el otro lado.

Recoges cada punzada de dolor y cuentas nuestros suspiros.

Tuya es la agonía torturadora de sentir nuestra tragedia universal.

Señor, esta noche pienso en tu sufrimiento.

¿Qué debo hacer yo? ¿Cuál es mi parte?

 

Robert J. Wieland

 


 

PREFACIO

 (índice)

Este reducido volumen trata del problema fundamental de la motivación del corazón. Escudriña los rincones de la conciencia adventista y destaca el llamamiento final del Testigo fiel. Tras seis mil años de espera el Salvador suplica por última vez. Durante más de un siglo hemos desoído esa súplica.

La verdad que debe probar al mundo en el fin del tiempo no ha sido aún apreciada. El pueblo escogido de Dios tampoco ha sido todavía verdaderamente probado por ella. ¿Durante cuánto tiempo continuaremos como si nada ocurriera?

Algunos en la iglesia dicen que la persecución puede resolver nuestro problema espiritual. Pero ¿es la persecución la causa, o la consecuencia del reavivamiento y reforma entre el pueblo de Dios? ¿De qué manera encaja la persecución en el Día de la expiación, que durante años hemos considerado vital para el ministerio final del Testigo fiel?

Por otra parte, si es el enemigo de Dios el que desencadena la persecución, ¿a qué está esperando?

No somos el primer pueblo en haber malinterpretado el mensaje enviado por Dios. Los judíos de antaño agraviaron al Mesías debido a la seguridad que tenían de comprender, cuando en realidad no comprendían. El rechazo del llamado al arrepentimiento, por parte de la nación judía difícilmente pudo traer mayor quebranto al corazón de nuestro Salvador que la respuesta tibia e indiferente de la última de las “siete iglesias” de la historia.

Los judíos esperaban que el Hijo de David tomase el trono y el cetro de forma esplendorosa. Su rechazo nacional de Cristo va paralelo a nuestro dejarlo fuera de la puerta, llamando todavía para que se le permita entrar. La historia de nuestros padres espirituales demanda una comprensión clara.

¿Qué más podría hacer el Señor del universo en beneficio de su “ángel de la iglesia en Laodicea”?

Que el Señor pueda valerse del mensaje de este libro para ayudarnos a comprender el llamado del Testigo fiel al arrepentimiento de los siglos. El gran Sumo Sacerdote está deseoso de ponerse en pie y proclamar: “Consumado es”. Por entonces el evangelio habrá demostrado ya su poder ampliamente, y la expiación (reconciliación) se habrá manifestado en su plenitud.

 

Donald K. Short

 


 

 INTRODUCCIÓN

(índice)

En los antiguos reinos de Israel y Judá, el problema casi constante del Señor fue qué hacer con los dirigentes humanos. Un rey tras otro llevaban al pueblo a la apostasía, hasta que las dos naciones fueron devastadas y tuvieron que ir en cautividad bajo el mando pagano.

Pero el Señor no ha tenido jamás un problema más difícil de resolver que la tibieza del “ángel de la iglesia en Laodicea”: la dirección humana de su iglesia remanente del último tiempo. La solución que Cristo propone es: “Arrepiéntete”. Nuestra comprensión “histórica” ordinaria ha sido que tal arrepentimiento es meramente personal o individual.

En teoría parece algo fácil, pero nuestra historia de más de ciento cincuenta años demuestra que esa experiencia se nos viene escapando hasta el día de hoy. ¿Podría ser que se estuviese dirigiendo a nosotros como un cuerpo –corporativamente– y por lo tanto, que esté llamando al arrepentimiento corporativo?

Durante décadas se ha evitado la consideración de ese tema, de forma que es algo nuevo para muchos. Pero en la actualidad está comenzando a atraer seriamente la atención.

El presente libro es una revisión profunda del precedente titulado A todos los que amo. El autor dedica este esfuerzo a Aquel que posee todo derecho a llamarnos al arrepentimiento, ya que fue él quien se dio a sí mismo en la cruz para redimirnos, quien murió nuestra segunda muerte y quien nos dio a cambio su vida.

La gran mayoría del mundo todavía no comprende nada o casi nada de ese sacrificio divino ni del amor que lo motivó. Si bien es cierto que hacemos muchas “obras” diligentes, el libro de Apocalipsis revela que el principal obstáculo que impide la terminación de la comisión evangélica mundial es la incredulidad espiritual y la tibieza del “ángel de la iglesia de Laodicea”.

¿Cómo puede el Señor solucionar el problema? ¿Habrán de caer sobre nosotros juicios punitivos y desastres? ¿Más terribles guerras mundiales? ¿Más epidemias letales? ¿Desintegración de las montañas? ¿Más tormentas y terremotos? ¿Incendios, quizá, como los que destruyeron el Sanatorio de Battle Creek y Review and Herald a principios de siglo?

¿O pudiera bastar simplemente que prestemos oído al silbo apacible que nos llama al arrepentimiento corporativo?

Es la esperanza del autor que esta modesta contribución pueda ayudar a comprender que un arrepentimiento tal es algo extraordinariamente pertinente en esta última década del siglo veinte.


 

1. Un correo llegado del cielo

(índice)

¿Llama Jesucristo a la Iglesia Adventista del Séptimo Día al arrepentimiento? ¿O llama solamente a algunos individuos en la Iglesia?

Es difícil imaginar un mensaje venido del cielo más conciso y solemne que la orden de Cristo dada al ángel de la iglesia en Laodicea: “Sé pues celoso, y arrepiéntete”. ¿A quién dice tal cosa? ¿Qué significa eso de “arrepiéntete”?

No debemos confundir “los ángeles de las siete iglesias” con “las siete iglesias”: son cosas distintas. “Los siete candeleros que has visto, son las siete iglesias”. Pero “las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias”, en alusión a sus dirigentes (Apoc 1:20). Puesto que el mensaje se dirige al ángel de la iglesia de Laodicea, debe tratarse de un llamamiento al arrepentimiento más allá de lo meramente individual o personal.

Los ministros de Dios están simbolizados por las siete estrellas, las cuales se hallan bajo el cuidado y protección especiales de Aquel que es el primero y el postrero. Las suaves influencias que han de abundar en la iglesia están ligadas con estos ministros de Dios… Las estrellas del cielo están bajo el gobierno de Dios… Así sucede con sus ministros. No son sino instrumentos en sus manos” (Obreros evangélicos, 13-14)

Ese “ángel” de la iglesia de Laodicea debe incluir a los maestros de Escuela Sabática, profesores de colegios y universidades, ancianos locales, dirigentes de Uniones y Asociaciones, pastores, y desde luego, dirigentes de Asociación General: todos cuantos dirigen la Iglesia.

Por lo tanto, ese cuerpo completo de dirigentes es el centro de especial atención de Jesús en el mensaje a Laodicea. De ninguna manera supone una descortesía hacia los dirigentes humanos de la iglesia, el señalar lo dicho por el Testigo fiel.

Laodicea es la séptima iglesia de la historia, justamente la última antes de la segunda venida de Cristo. Guarda paralelismo con el triple mensaje angélico de Apocalipsis 14. Ninguna octava iglesia puede sucederla. El mensaje no pueden ser malas nuevas, ya que Laodicea no es un mal nombre. Significa “vindicación del pueblo” (también “juicio del pueblo”, o “pueblo del juicio”). 1 Dar oído al llamado al arrepentimiento redime del fracaso a Laodicea y provee su única esperanza.

 

¿Cuánto hace que conocemos el mensaje?

En nuestra temprana historia denominacional se prestó una gran atención al mensaje. En fecha tan temprana como 1856, nuestros pioneros creyeron que desembocaría en la lluvia tardía y el fuerte pregón final en aquella, su generación. Pero tras haber transcurrido más de un siglo de aparente indiferencia por parte del cielo, hemos venido a creer que, o bien el mensaje no es demasiado urgente, o bien quizá cumplió ya su obra. Por la razón que sea, lo hemos “archivado” en el trastero... Nuestra cultura moderna está profundamente obsesionada por la supuesta necesidad de cultivar la autoestima, tanto personal como denominacional, y ese mensaje parece no ser particularmente adecuado a ese fin. De ahí que hablar de él se haya convertido en más bien impopular.

Puesto que hemos asumido que el mensaje se dirige solamente a individuos, su aplicación se ha dispersado hasta el punto de que ha perdido su enfoque original. No hemos sabido muy bien qué hacer con el mensaje. Responsabilidad de todos: responsabilidad de nadie. Pero la posibilidad de que el llamamiento de Cristo lo sea al arrepentimiento corporativo da al mensaje un enfoque enteramente diferente. Si está llamando al arrepentimiento corporativo, se infiere que está también llamando al arrepentimiento denominacional.

 

¿Es así de importante?

¿Por qué le preocupa a Cristo de esa manera? Él no puede olvidar que dio su sangre por el mundo. En Apocalipsis se representa al “ángel de la iglesia de Laodicea” como interponiéndose entre la luz del cielo y un mundo en tinieblas. La resolución del problema presentado en Apocalipsis 3 determina el desenlace de todo el Libro. La derrota en el capítulo 3 detendría, e incluso impediría, la victoria en el capítulo 19. Nosotros, el “ángel”, los dirigentes, hemos retardado durante un siglo el propósito final de Dios de iluminar la tierra con la gloria del “evangelio eterno” en su marco del tiempo del fin. El éxito final del gran plan de la redención requiere que el “ángel” preste oído al mensaje de Cristo y venza. De fracasar Laodicea, todo el plan sufriría una desastrosa derrota final.

La razón es evidente: los adventistas del séptimo día no creemos, a diferencia de los católicos y protestantes, que los salvos vayan al cielo inmediatamente al morir. Creemos que los justos muertos deben permanecer en sus sepulcros hasta una resurrección corporativa. Pero esa “primera resurrección” depende de la venida personal de Jesús, la cual depende a su vez de que un grupo de santos vivos esté preparado para su venida. Eso es así “porque nuestro Dios es fuego consumidor” para el pecado (Heb 12:29). Cristo no quiere regresar hasta poseer un pueblo de cuyos corazones haya sido borrado todo pecado. De otra manera, su venida los consumiría, y él los ama demasiado como para hacer tal cosa. Así, es su amor por ellos la razón de la demora, que se prolonga hasta tener un pueblo preparado. Se deduce que hasta entonces todos los justos muertos están condenados, por así decirlo, a permanecer prisioneros en sus tumbas.

¿Podemos comenzar a comprender cómo un enemigo ha infiltrado en esta Iglesia la mentira de la “nueva teología” según la cual es intrínsecamente imposible que un pueblo sea victorioso sobre el pecado? Puesto que el éxito de todo el plan de la salvación depende de su hora final, Satanás está disputando su última trinchera en ese punto.

Con toda seguridad el interés supremo del cielo no consiste en que perpetuemos un aparato organizativo afirmado en el orgullo denominacional, algo así como la lucha de la General Motors para mantener su imagen, frente a la creciente competencia. Lo que preocupa al cielo es la trágica necesidad que tiene el mundo del mensaje puro del evangelio, como única manera de liberación del pecado para todos los que invocan el nombre del Señor. La humanidad sufriente pesa más en el corazón de Dios, que la preocupación que tenemos por nuestra imagen denominacional. Si el “ángel de la iglesia de Laodicea” se está interponiendo en el camino de Dios, el mensaje del Señor a ese “ángel” tiene que abrirse camino. No hay ningún tipo de indiferencia por parte del cielo; el Señor está haciendo que clamen las mismas piedras:

Todo el cielo está en actividad, y los ángeles de Dios están esperando para cooperar con todos los que quieran idear planes por los cuales las almas para quienes Cristo murió puedan oír las gratas nuevas de la salvación… Hay almas que están pereciendo sin Cristo, y los que profesan ser discípulos de Cristo las dejan morir … ¡Dios quiera presentar este asunto en toda su importancia a las iglesias dormidas! (Joyas de los Testimonios, vol. 3, 66-67).

 

La verdadera cabeza de la Iglesia Adventista

Jesús se presenta a sí mismo como “el Amén, el testigo fiel y verdadero”. ¿Por qué es el auténtico dirigente de la Iglesia Adventista? Porque dio su sangre por su iglesia. Sólo él puede impartirle la verdad. Ningún comité ni institución pueden controlar a Cristo, ni suprimir indefinidamente su mensaje. El término “Amén” denota que sigue estando por la labor, como testigo viviente ante la iglesia. En medio del alboroto ensordecedor de las voces de hoy en día, se nos da la seguridad de que su mensaje va a abrirse camino con poder y claridad:

Entre los clamores de confusión: ‘¡Mirad, he aquí está el Cristo, o mirad, allí está!’, se dará un testimonio especial, un mensaje especial de verdad apropiada para este tiempo (Ellen White, Comentario Bíblico Adventista, vol. 7, 995).

Ellen White deploró nuestra constante tendencia a interponer seres humanos falibles entre Cristo y nosotros. Obsérvese cómo en un solo párrafo se refiere a ese tipo de idolatría en no menos de cinco ocasiones (destacadas en cursivas):

Siempre ha sido el firme propósito de Satanás eclipsar la visión de Jesús e inducir a los hombres a mirar al hombre, a confiar en el hombre, y a esperar ayuda del hombre. Durante años la iglesia ha estado mirando al hombre, y esperando mucho del hombre, en lugar de mirar a Jesús (Testimonios para los ministros, 93).

 

 

Imaginemos a Jesús como huésped invitado

“El Hijo de Dios… tiene sus ojos como llama de fuego” (Apoc 2:18). Su mensaje no es un remiendo provisional a nuestros problemas; no es una estrategia cuyo diseño esté al alcance de ningún comité. Es un mensaje santo y solemne, y traerá sobre nosotros el juicio de los siglos si lo desdeñamos. Si Cristo fuese el orador invitado para hablar a los dirigentes de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, su mensaje sería el de Apocalipsis 3:14-21. Conmovería nuestras almas hasta lo más profundo. ¡Y tiene absolutamente todo el derecho para hablarnos de tal modo!

El tema del arrepentimiento corporativo ha sido intensamente combatido. La oposición en la Asociación General ha sido manifiesta y persistente. 2 Pero en los meses recientes, dos prestigiosos autores de la Asociación General han rescatado el tema de su olvidada situación, y lo han presentado como digno de seria consideración. [Ver The Power of the Spirit, de George E. Rice y Neal C. Wilson (Review and Herald, 1991)]. La Guía de estudio para la Escuela Sabática de principios del 1992 discutió abiertamente la necesidad de él. ¿Pudiera ser que la providencia del Señor nos estuviese abriendo el camino para inquirir más profundamente en el significado de su llamamiento? De alguna manera, su llamado a que nos arrepintamos tiene que ser relevante para nosotros hoy, lo mismo que para nuestra juventud. Todo cuanto podemos hacer es intentar humildemente comprenderlo. En este modesto volumen intentamos estudiar su significado.

 

¿Cuándo responderemos al Señor?

El arrepentimiento no es algo que nosotros obramos. Nunca se cumple mediante los votos de un comité. Es un don del Señor, a recibir con humildad y agradecimiento (Hechos 5:31). Pero ¿cuándo podremos encontrar siquiera el tiempo para recibir tal don? Gravita sobre nosotros la continua presión de “hacer”. ¿Cuándo encontraremos la voluntad para recibirlo? El libro que recientemente han editado dos dirigentes de la Asociación General, plantea la triste cuestión:

¿Nos entregaremos a la obra de preparación espiritual a la que Dios nos llama, permitiéndole que nos use en la terminación de su obra en la tierra? ¿O dejaremos escapar de nuestras manos otra oportunidad, y nos encontraremos junto a nuestros hijos, todavía en este mundo de pecado, durante otros 50 o 60 años más? (Neal C. Wilson y George E. Rice, The Power of the Spirit, 53).

¿Podemos imaginar el chasco que hubiese sentido el antiguo Israel si Josué les hubiese dicho en la ribera del Jordán, tras haber vagado 40 años por el desierto: “Lo siento, tendremos que seguir vagando por el desierto durante otra generación”? Una demora tal se ha producido ya repetidamente en nuestra historia denominacional, y el gran chasco lo ha sido para el Señor mismo.

A medida que nos acercamos al fin vemos actuar en la iglesia fuerzas centrífugas que intentan llevar a la disensión y la desunión. Algunos pueden concluir que esos azotes sin precedentes significan que Jesucristo ha abandonado la iglesia. Pero su llamamiento al “ángel de la iglesia en Laodicea” demuestra que no ha hecho tal cosa. Su magna preocupación, la gran prioridad del cielo, es que se efectúe un reavivamiento, reforma y arrepentimiento en esta iglesia. Cristo está por esa labor.

¿Cuál es su mensaje para nosotros?

 

Notas:

1.      Obsérvese que el Padre ha declinado la tarea de juzgarnos en favor del Hijo, a quien ha encomendado todo el juicio, ya que él es el Hijo del hombre (Juan 5:22 y 27). Ahora bien, Cristo rehusó a su vez juzgar a quienes no creyeran en él. Por lo tanto, aquellos a quienes juzga es precisamente a los que creen en él, y los vindicará (Juan 12:47-48). (Volver al texto)

2.      Ver, por ejemplo: Norval F. Pease, By Faith Alone, con prólogo del presidente de la Asociación General, R.R. Figuhr (1962); A.V. Olson, Through Crisis to Victory, 237-239 (1966); L.E. Froom, Movement of Destiny, 357, 358, 445, 451 y 686 (1971); George R. Knight, From 1888 to Apostasy, 64 (1987); George R. Knight, Angry Saints, 130-131 y 150-151 (1989). (Volver al texto)


 

2. ¡Ni una sola expresión de encomio!

(índice)

Parecemos estar mucho más satisfechos con nosotros mismos, de lo que Cristo lo está. Pero si su verdad hiere, también sanará.

“Escribe al ángel de la iglesia en Laodicea” (Apoc 3:14). Durante décadas hemos venido asumiendo que el mensaje va dirigido a la iglesia en general. Pero sorprendentemente, el mensaje va dirigido a sus líderes. Nosotros, los dirigentes, hemos actuado torpemente al pasar el mensaje a los laicos, regañándolos y culpabilizándolos por retardar la finalización de la obra de Dios.

Si el mensaje va dirigido primariamente a individuos de la iglesia, entonces se plantean importantes problemas. Han estado muriendo Adventistas del Séptimo Día por más de ciento cincuenta años. En la práctica totalidad de sus funerales hemos expresado la esperanza de ver de nuevo a esos fallecidos en ocasión de la primera resurrección, algo que es imposible sin el arrepentimiento personal, individual.

Por lo tanto, si el llamamiento de Cristo al arrepentimiento va dirigido primariamente a individuos, resulta que ya ha sido en gran parte escuchado, pues debemos asumir que muchos de esos santos fieles se arrepintieron, en preparación para la muerte. Si tal es el caso, el mensaje a Laodicea se convierte virtualmente en papel mojado. Podemos esperar poco o ningún resultado más, excepto el continuo arrepentimiento personal, tal como ha prevalecido por más de un siglo. Esa es la forma en la que la mayor parte de nuestro pueblo, especialmente los jóvenes, ve hoy el mensaje.

Si bien cada uno debemos aplicarnos individual y personalmente todo consejo contenido en los mensajes a las siete iglesias, ese llamamiento a arrepentirnos va específicamente dirigido a más que individuos. Y cuando comenzamos a comprender a quién va dirigido, el mensaje mismo toma un significado nuevo y cautivador.

El llamamiento en Apocalipsis 3:20 (“si alguno oyere mi voz”) contiene un significativo término griego: tis, que significa primariamente “cierta persona” o “alguien determinado”, no inespecíficamente “alguien”. Por ejemplo, en Marcos 14:51-52, no era meramente “alguien” quien seguía a Jesús “cubierto solo con una sábana”. La palabra tis se emplea y traduce allí como “un joven”. En el mensaje a Laodicea, el “ángel” debe ser ese “alguien determinado” a quien se refiere el mensaje. Jesús citó el Cantar de Salomón en su llamamiento: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo” (5:2, LXX). Esa “cierta persona” que debe oír es su amada, la Iglesia. El Señor señala dirigentes para desempeñar el papel de modelos y ejemplos. Fue el propio Cristo quien dijo: “Por ellos yo me santifico a mí mismo” (Juan 17:19).

“Conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente … mas porque eres tibio … te vomitaré de mi boca” (Apoc 3:16). Podríamos concluir superficialmente que, puesto que el “ángel” es innegablemente tibio, automáticamente Cristo ha cumplido su promesa y nos ha rechazado. Tal interpretación es favorecida por algunas traducciones de la Biblia, y ha significado un problema para sinceros miembros de iglesia que han visto ahí un motivo para desesperar de que la iglesia organizada se vaya a reconciliar realmente alguna vez con Cristo.

Pero el lenguaje original contiene una expresión clave: mello, que significa: “Estoy por vomitarte de mi boca” (Nueva Reina Valera, 1990). Queda claro en Apocalipsis 10:4, cuando leemos que Juan “estaba a punto de escribir” lo que habían hablado los siete truenos, pero finalmente no lo hizo por instrucción de una voz del cielo. En lenguaje vívido y moderno, podríamos expresarlo así: ‘¡Vuestra actitud me pone enfermo hasta el punto de hacerme sentir nauseas!’

Esa es una reacción humana común en situaciones de extrema contrariedad emocional. Una mujer, en la Alemania del Este, tuvo acceso a los archivos de la policía secreta comunista, recién puestos a la luz, comprobando con horror que durante años de pretendida fidelidad y amor, su marido había estado informando secretamente sobre ella al siniestro cuerpo de policía. Su reacción instantánea e incontrolada consistió en ir al lavabo y vomitar. Por desagradable que nos parezca, Jesús nos dice que es así como se siente: no por nosotros, sino por la tibieza que acariciamos. Eso no significa que no nos ame ni que nos retire su fidelidad (¡la mujer alemana amaba ciertamente a su marido!)

 

¿Por qué se siente Jesús de esa forma?

¿Por qué no dice algo bueno de nosotros? ¿No es demasiado severo? Todo presidente de una compañía, jefe de equipo u oficial del ejército sabe que debe felicitar a sus subordinados a fin de que estos rindan al máximo. La dirección humana de la iglesia remanente debe ser sin duda el grupo más selecto de personas en el mundo. ¿No sería conveniente que Cristo dijese al menos algo bueno sobre nosotros: sobre lo diligentes y sabios que somos, lo que hemos logrado tras ciento cincuenta años de arduo trabajo? Pero no hace nada de eso.

Podemos tener la seguridad de que no está intentando desanimarnos. Quiere simplemente que afrontemos la realidad, de tal manera que podamos corregir el problema y estar dispuestos para oírle decir finalmente: “¡Bien, buen siervo!”, cuando tenga sentido la pronunciación de esa expresión de aprobación.

Su reacción al declarar que siente deseos de vomitarnos, nos ayuda a comprender la realidad de nuestra situación. No nos hemos dado cabal cuenta, pero la implicación es devastadora. La visión que sigue, en Apocalipsis, presenta a Cristo bajo la forma de “un Cordero como inmolado”, ante el cual se inclinan en profunda adoración las huestes del cielo y “los veinticuatro ancianos”, entonando en total devoción ese cántico:

Digno eres … porque tú fuiste inmolado y nos has redimido para Dios con tu sangre, de todo linaje y lengua y pueblo y nación. Y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes (Apoc 5:6-10).

Todo el cielo comprende y aprecia lo que le costó redimirnos; cómo descendió hasta el infierno; la manera en la que gustó el equivalente a nuestra segunda muerte, para salvarnos. Siente “la anchura y la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo … que supera a todo conocimiento”. En contraste, el “ángel de la iglesia en Laodicea”, viviendo en la luz concentrada de seis mil años de revelación de Buenas Nuevas, no se conmueve en lo profundo. Nuestros pobres y decrépitos corazones resultan estar medio congelados, cuando deberíamos mostrar el mismo grado de aprecio. “Eres tibio”, dice Jesús.

No es maravilla que nuestra profesión superficial de amor y devoción le provoque nauseas. ¡Él lo dio todo por nosotros! Cuando compara la dimensión de su sacrificio por nosotros, con la exigüidad de la respuesta de nuestro corazón, se siente profundamente incómodo ante el universo expectante. ¿Podemos imaginar lo doloroso que eso le resulta?

 

Intentemos ver la realidad tal como la ve el cielo

Henos aquí en el umbral de la crisis final, cuando nuestra madurez espiritual debiera ser tanto mayor de lo que es. Sin embargo, nuestra indiferencia infantil hiere a Cristo. Le resultó más fácil sobrellevar la cobardía de la negación de Pedro, que nuestra devoción tibia y calculada, en un tiempo de crisis como el actual.

Arnold Wallenkampf comenta incisivamente los aspectos deplorables de la mentalidad de grupo que fue tan común entre los dirigentes de la Iglesia Adventista del Séptimo Día hace más de un siglo, y también ahora:

La principal responsabilidad por el rechazo del mensaje de 1888 recae, no sobre el grueso del pueblo, sino sobre los pastores. Ese sorprendente descubrimiento merece hoy recibir seria consideración por parte de todo adventista, sea este pastor, maestro o dirigente en cualquier función (What Every Adventist Should Know About 1888, 90).

Muchos de los delegados de la asamblea de Minneapolis fueron cómplices del pecado de rechazar el mensaje de la justicia por la fe, mediante una actuación acorde con las leyes de la dinámica de grupo. Puesto que muchos de sus queridos y respetados dirigentes rechazaron el mensaje en Minneapolis, ellos siguieron a esos dirigentes en su rechazo … lo que hoy llamamos dinámica de grupo … No es un pensamiento agradable, y sin embargo es cierto que en la asamblea de Minneapolis los dirigentes de la Iglesia Adventista del Séptimo Día volvieron a reencarnar el papel de los dirigentes judíos en los días de Jesús. Durante el ministerio de Jesús en la tierra el pueblo judío le era preponderantemente favorable. Fueron los dirigentes judíos quienes más tarde los indujeron a pedir su crucifixión. En la asamblea de Minneapolis, en 1888, fueron los hermanos dirigentes quienes encabezaron la oposición al mensaje (Id. 45-47).

 

¿Qué tiene eso que ver hoy con nosotros?

Jesús no dice que sea el antiguo rechazo y crucifixión, por parte de los judíos, lo que le hace sentir deseos de vomitar. Lo que le produce nauseas es que el “ángel” de la iglesia, en el último acto del gran drama de la historia, conociendo la historia de los judíos, venga a repetirla mientras que profesa amarle ardientemente. Podemos hacernos una idea de sus nauseas al considerar lo penosa que es la contemplación de un adulto que actúa según las fantasías pueriles, que se conduce como un niño.

Decimos: “Soy rico, y estoy enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa” (Apoc 3:17). Verbalmente no decimos tal cosa, pero él discierne claramente el lenguaje oculto del corazón:

Quizá los labios expresen una pobreza de alma que no reconoce el corazón. Mientras se habla a Dios de pobreza de espíritu, el corazón quizá está henchido con la presunción de su humildad superior y justicia exaltada (Palabras de vida del gran Maestro, 159).

Sin embargo, ante la vista del universo entero somos ingenuos en lo que respecta a nuestra auténtica situación. Incluso a la vista de profundos observadores no adventistas ofrecemos un cuadro patético. El idioma original en que se escribió Apocalipsis aguza el impacto del mensaje, al añadir la partícula ho, que significa aquel que, el que: ‘No sabes que de entre las siete iglesias, tú eres la rematadamente cuitada, la miserable, pobre, ciega y desnuda’ (vers. 17).

¡Ninguno de nosotros, como simple individuo, es merecedor de tal “distinción”, frente al mundo y su historia! Cristo debe estar dirigiéndose a nosotros como a un todo corporativo, como a un cuerpo.

 

Hay esperanza

Si es que nos hubiese rechazado de forma irreversible, el Señor no dedicaría el resto del capítulo a instruirnos sobre cómo responder. Le producimos un profundo malestar, pero nos suplica que aliviemos su dolor. Este mensaje a Laodicea es el más agudamente sensible y urgente de toda la Escritura. El éxito de todo el plan de la salvación depende de su hora final, y el problema de Laodicea está ligado a esa crisis.

Jesús dice: “Te amonesto que de mí compres oro afinado en fuego” (vers. 18). Al dirigirse a la denominación adventista del séptimo día, particularmente a sus dirigentes, nos dice que lo primero que necesitamos es… no más obras, más actividad, más estrategias ni mejores programas. En el versículo 15 ya nos ha dicho: “Conozco tus obras”. Nuestras obras son ya febrilmente intensas. Pedro identifica el “oro afinado en fuego” como el ingrediente esencial en la creencia del evangelio: la fe misma, que siempre precede a cualquier obra de genuina justicia (1 Ped 1:7).

En otras palabras: Jesús nos dice que lo primero que necesitamos es aquello que hemos proclamado de forma sonora poseer en abundancia: el conocimiento y la experiencia de la justicia por la fe. Lo que poseemos nos ha llevado solamente a la tibieza. Es el conocimiento verdadero lo que hace que las huestes del cielo sirvan tan ardientemente al “Cordero que fue inmolado”. Son conmovidas hasta lo más profundo por el corazón mismo del mensaje –“Cristo, y éste crucificado”, una motivación que nos avergüenza al contrastarla con la obsesión infantil por nuestra propia seguridad eterna. El diagnóstico de Cristo pone el hacha a la raíz de nuestro orgullo de dirigentes.

 

La sutileza de nuestro orgullo espiritual

Hasta la publicación del libro de Wallenkampf, en 1988, nuestra prensa denominacional mantuvo en general la tesis de que fuimos “enriquecidos” en aquella ocasión en la que nuestros dirigentes aceptaron supuestamente el comienzo del mensaje del fuerte pregón, hace más de cien años. 1 En años recientes hemos comenzado a cambiar radicalmente al respecto, y ahora se reconoce ampliamente la verdad de que “nosotros” no lo aceptamos. 2 Ese nuevo giro hacia la honestidad es maravilloso y refrescante.

Pero ¿acaso Cristo no nos dice todavía ahora a nosotros que necesitamos el “oro” de la fe genuina? Sí: nos dice que a fin de poder quitarle las dolorosas nauseas, necesitamos el “oro” de la fe genuina. Más aún, dice que tenemos que comprarla: esto es, debemos pagar, debemos dejar algo a cambio.

¿Por qué no nos la da? Insiste en que cambiemos la genuina justicia por la fe, en lugar de nuestras estériles comprensiones previas, que han alimentado nuestra tibieza. Estamos atrapados en una contradicción evidente: pretendemos comprender y predicar adecuadamente la justicia por la fe, mientras que sus frutos legítimos están tristemente ausentes. Testimonio de ello es la profunda tibieza de la iglesia. De igual forma en que la tibieza es una mezcla de agua fría con caliente, así también nuestro problema es una mezcla de legalismo y evangelio escasamente comprendido.

Una rica comida se echa totalmente a perder por la mezcla de una muy pequeña proporción de arsénico. Hemos llegado a un punto en la historia del mundo, en el que ha resultado letal incluso una pequeña cantidad de legalismo mezclado con nuestro “evangelio”. La confusión del pasado ha dejado de ser aceptable en nuestros días. Creer el evangelio en su pureza, libre de adulteración (en el sentido bíblico), es incompatible con cualquier grado de tibieza. La presencia de esta, delata la existencia de un legalismo subyacente; evidencia que nosotros, los dirigentes, tenemos considerable dificultad en comprender/reconocer.

Hemos pensado que tenemos lo esencial de ese “preciosísimo mensaje”. Pero lo que en realidad hemos hecho es importar las ideas evangélicas de las iglesias populares que carecen de toda comprensión en cuanto a la singular verdad adventista de la purificación del santuario:

Vi que así como los judíos crucificaron a Jesús, las iglesias nominales han crucificado estos mensajes y por lo tanto no tienen conocimiento del camino que lleva al santísimo, ni pueden ser beneficiados por la intercesión que Jesús realiza allí. Como los judíos, que ofrecieron sus sacrificios inútiles, ofrecen ellos sus oraciones inútiles al departamento que Jesús abandonó; y Satanás, a quien agrada el engaño, asume un carácter religioso y atrae hacia sí la atención de esos cristianos profesos, obrando con su poder, sus señales y prodigios mentirosos, para sujetarlos en su lazo (Primeros Escritos, 260-261).

Ese proceso gradual de absorción ha venido acelerándose por décadas. Nunca podremos obtener lo genuino -dice Jesús- hasta que nos rindamos en actitud humilde y sincera, y abandonemos la falsificación a cambio de ‘comprar’ lo que es genuino.

Es en ese punto donde Cristo sufre nuestra resistencia. Casi invariablemente, nosotros -los pastores, evangelistas, administradores, teólogos, maestros y ministerios independientes- protestamos exclamando que no tenemos una falta de comprensión. Desde posiciones diametralmente opuestas, tanto el adventismo histórico conservador como el ultra-liberal se jactan de algo en común. La dinámica de grupo nos afecta por igual, forzándonos a creer que ya comprendemos, de forma que “no tengo necesidad de ninguna cosa”. Convencidos de nuestra solvencia, no podemos experimentar “hambre y sed de justicia [por la fe]” 3 ya que nos sentimos satisfechos. Parecemos convencidos de que lo que necesitamos es simplemente una voz más potente, métodos más eficaces de “promocionar” aquello cuya comprensión poseemos ya.

 

La esencia del problema

El asunto no es si comprendemos y predicamos la versión popular de la justificación por la fe tal como hacen las iglesias evangélicas guardadoras del domingo. Podemos hacer eso por mil años y continuar sin dar el mensaje singular que el Señor nos encomendó [Testimonios para los ministros, 91-92]. Dios no nos llama al ecumenismo. Por contraste con lo anterior, el asunto importante es: ¿Qué hemos hecho con la luz avanzada que Ellen White calificó como “el comienzo” del fuerte pregón y la lluvia tardía? [Review and Herald, 22 noviembre 1892].

Si es cierto que durante décadas hemos estado proclamando de forma poderosa la justicia por la fe, ¿por qué aún no hemos “alborotado” el mundo tal como hicieron los apóstoles? Si la genuina justicia por la fe es la luz que debe iluminar la tierra con su gloria (Apoc 18:1-4), ¿por qué hasta el día de hoy no la hemos iluminado? ¿Por qué estamos perdiendo una proporción tan grande de nuestra propia juventud en América del Norte?

¿Pudiera ser que hubiésemos estado jactándonos realmente en los términos empleados por Cristo para revelar nuestro estado, al dirigirse a Laodicea? Se cuestiona su diagnóstico. La sierva del Señor dijo en repetidas ocasiones que cuando ‘compremos’ el tipo de justicia por la fe representado por el ‘oro afinado en fuego’, la comisión evangélica hallará rápido cumplimiento, “la obra se propagará como fuego en el rastrojo” [Mensajes selectos vol. 1, 138]. Tal cosa aún no ha sucedido. No todavía, con más de 900 millones de musulmanes y cerca de un billón de hindúes esperando que se les predique el evangelio, así como muchos millones más de pretendidos cristianos, y otros.

Nos enfrentamos aquí al gran punto decisivo del adventismo. O bien estamos de una parte, o de la contraria. O bien Jesús está equivocado al decir que somos “pobres” y “cuitados”, siendo que realmente somos “ricos” como creemos, o bien somos realmente “pobres”, y él ha puesto su dedo en el centro mismo de la llaga de nuestro orgullo denominacional. Sus palabras fueron piedra de tropiezo y roca de ofensa para los dirigentes de los judíos de antaño. ¿Lo son de nuevo para nosotros?

 

No es gratuito

Cristo aclara incluso todavía más que tenemos que entregar algo, pagar algo, al referirse a la segunda ‘compra’ que debemos hacer de él: “Seas vestido de vestiduras blancas, para que no se descubra la vergüenza de tu desnudez” (vers. 18). Dirigiéndose al ángel de la iglesia, pone de manifiesto que es en tanto en cuanto denominación que aparecemos en esa desafortunada condición. El remedio que nos urge a usar implica el principio básico de la culpabilidad y arrepentimiento corporativos:

(a) No podemos “comprar” esas vestiduras de la justicia de Cristo para ponérnoslas al 99% o menos; las necesitamos al 100%. La justicia jamás es de alguna forma innata; jamás es algo nuestro. Todo cuanto poseemos por nosotros mismos es injusticia. En otras palabras: excepto por la gracia de Cristo, no somos mejores que ninguna otra persona. Si no hubiésemos tenido Salvador, estaríamos estrictamente “desnudos”. Los pecados de cualquier otro serían los nuestros, de no ser por su gracia.

(b) El reconocimiento de ese principio humilla nuestro orgullo hasta el polvo. No hay para nosotros ninguna forma en la que podamos obtener esa especial vestidura de justicia a menos que primero tomemos conciencia de nuestra desnudez espiritual y estemos dispuestos a deponer nuestras ideas erróneas a cambio de la verdad: lo único que puede cubrir nuestra vergüenza.

El impacto de su llamado resulta ser por demás sorprendente. ¿No somos acaso una denominación próspera, respetada, de unos seis millones de miembros, y con grandes instituciones? ¿No pretendemos con razón ser una de las denominaciones que están en rápida expansión en el mundo? ¿Por qué no nos felicita Cristo, a la vista de todos esos logros?

(c) Él no está hablando de logros. El problema de nuestra desnudez es nuestra falta de comprensión del evangelio mismo. Es ahí donde el cargo de Cristo golpea la espina dorsal de nuestra autoestima denominacional y despierta nuestra indignación. Si logramos obviar la implicación de las palabras de Cristo, pretendiendo que él se refiere meramente a nosotros como individuos, entonces podemos evadir la acusación. Así, siempre podemos suponer que es algún otro individuo el que está espiritualmente “desnudo”, mientras que corporativamente seguimos bien vestidos. Es solamente al comprender que el “ángel” representa corporativamente a la iglesia en sus dirigentes, cuando comenzamos a sentirnos profundamente inquietados. Nuestra placentera sensación de estar correctamente ataviados como denominación se viene abajo con crudeza.

(d) Considérese, como ejemplo, la pretensión de otro cuerpo de profesos cristianos: los mormones. Sus “vestiduras” teológicas han consistido en su creencia en la inspiración divina de Joseph Smith y la escritura de su libro de Mormón. Pero la evidencia es clara para todo el mundo de que el fundamento de su “fe” es un tremendo fraude. Imagínese cuál sería la magnitud de su vergüenza corporativa si pudiesen manifestar honestidad intelectual y conocer los hechos.

Nuestro problema no son las “28 doctrinas”, ni nuestra historia, cuya validez general es incuestionable. Nuestra desnudez corporativa radica en nuestra carencia de la verdad que solamente puede dar sentido a las 28 doctrinas: el mensaje de la justicia de Cristo, que el Señor quiso darnos hace más de cien años. Ese mensaje habría iluminado la tierra con su gloria, de haberlo poseído:

La justificación por la fe en Cristo se hará manifiesta en la transformación del carácter. Para el mundo, esa es la señal de la verdad de las doctrinas que profesamos (Ellen G. White 1888 Materials, 1532).

Un interés prevalecerá, un tema absorberá a todos los demás: CRISTO, NUESTRA JUSTICIA (Review and Herald Extra, 23 diciembre 1890)

¿En qué consiste la miseria y la desnudez de los que se sienten ricos y enriquecidos? Es la carencia de la justicia de Cristo. Debido a su justicia propia se los representa como cubiertos de andrajos, a pesar de lo cual se vanaglorian de que están ataviados con la justicia de Cristo. ¿Puede haber un engaño más grande? (Cada Día con Dios, 226)*.

¿Por cuánto tiempo continuaremos con la orgullosa pretensión de poseer el artículo genuino?

En el caso de los mormones, en tanto que pueblo, probablemente no se sientan preocupados por su apuro histórico y teológico (y hablamos con todo el respeto), porque no constituyen un pueblo formado a partir de la verdad del mensaje de los tres ángeles. No pretenden presentarse ante el mundo como “los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús”. Tampoco tienen un sentido aguzado de la conciencia espiritual, tal como el que los escritos de Ellen White nos han imbuido a nosotros. Si los mormones pueden sustentar su comunidad desde el punto de vista social y económico, probablemente se sentirán corporativamente satisfechos, incluso desprovistos de esas “vestiduras blancas” de la justicia de Cristo, para cubrir su vergüenza histórica y teológica.

(e) Pero nosotros no podemos hacer tal cosa, ya que poseemos una conciencia corporativa orientada por encima de todo hacia la verdad. Nuestra iglesia se formó por la pura fuerza de la palabra de la verdad. ¡Alabado sea el Señor: nuestra conciencia será siempre inevitablemente despertada por el “testimonio directo” de Cristo! Especialmente en América del Norte, la cuna del adventismo, lugar donde nuestra “desnudez” se está haciendo cada vez más patente, la realidad nos llevará antes o después a afrontar lo dicho por Cristo.

(f) El reconocimiento de esa culpa compartida de forma corporativa nos salva de caer en esa fantasía de ‘yo soy más santo que tú’ [Isa 65:5]. Ninguno de nosotros puede criticar a otro, ya que todos compartimos la falta por la que Cristo nos reprende.

 

Ver nuestra desnudez al recobrar el discernimiento

El tercer punto que Jesús presenta es: “Unge tus ojos con colirio, para que veas” (vers. 18). El Señor nos amonesta a ungir nuestros ojos con el colirio que él ofrece. Una vez ‘comprados’ el “oro” y las “vestiduras blancas”, nuestra visión se hará diáfana. Comenzaremos a vernos de la manera en que nos ve el universo expectante, y de la forma en que nos ven almas atentas y reflexivas (de entre aquellas que decimos que están aún en “Babilonia”). La situación sobrepasa con mucho lo que se refiere meramente a individuos.

Lo que está en juego es la imagen de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en el marco de la historia reciente del mundo. Nuestro divino llamado nos obliga a tener un impacto mucho mayor del que gozamos en el pensar del mundo. En el futuro, nuestra nota distintiva no consistirá en la cantidad de nuestras “obras” de caridad, en las que siempre seremos superados por otros. Tendrá relación con el contenido en buenas nuevas de nuestro mensaje. Será una presentación singular, distinta, de la justicia por la fe, un mensaje que va mucho más allá que el mensaje del mismo nombre propio de las iglesias populares. Una vez hayamos aprendido a “ver”, discerniremos claramente los contrastes entre lo que habíamos asumido que era la justificación por la fe, y lo que es auténticamente el “mensaje del tercer ángel en verdad”, eso que Ellen White relacionó con el mensaje del fuerte pregón.

Cristo nos proporciona ahora la única orden directa en su mensaje: “Reprendo y castigo a todos los que amo: sé pues celoso, y arrepiéntete” (vers. 19). Nuestra naturaleza pecaminosa retrocede casi instintivamente ante un amor tal –el amor que castiga. Por lo tanto, no nos debe sorprender que el solemne llamamiento al arrepentimiento que hace Jesús encuentre resentimiento por parte de aquellos a quien ama, y resistencia por parte de aquellos que no aman la verdad.

Pero él nos asegura que nos ama con esa clase de amor íntimo, familiar (philo) que justifica el reproche y el castigo, y que hace posible nuestra rehabilitación. El ministerio de toda una vida de Ellen White es un vivo ejemplo. ¡El Espíritu de Profecía no nos ha adulado jamás!, como tampoco el ‘testimonio de Jesús’, su autor.

Hay sobrada razón para escudriñar más a fondo el significado de esa invitación del Testigo fiel: “Arrepiéntete”.

 

Notas:

1.      Ejemplos: The Fruitage of Spiritual Gifts, de L.H. Christian, 1947; Captains of the Host, de A.W. Spalding, 1949; Through Crisis to Victory, de A.V. Olson, 1966; Movement of Destiny, de L.E. Froom, 1971; The Lonely Years, de A.L. White, 1984. (Volver al texto)

2.      Ver, por ejemplo, el número de febrero de 1988 de Ministry; Lo que todo adventista debería saber sobre 1888, de Arnold Wallenkampf; From 1888 to Apostasy, de George Knight; Angry Saints, del mismo autor. (Volver al texto)

3.      Obsérvese que sólo hay una clase de justicia que haga benditos a quienes tienen hambre de ella: la justicia que es por la fe (Mat 5:6) (Volver al texto)


 

3. La iglesia como cuerpo de Cristo

(índice)

Nuestras exhortaciones continuadas a ser una “iglesia activa” nos han llevado al agotamiento. Nuestras innumerables conminaciones a “hacer” algo contrastan con la sencilla invitación divina a “ver” algo.

Para comprender lo que implica el llamado de Cristo al arrepentimiento debemos considerar la brillante metáfora de Pablo sobre la iglesia como un “cuerpo”. Mantenemos una relación corporal cada uno con los demás y con Cristo mismo como cabeza. Si bien esa noción es francamente extraña a nuestra mente occidental, resulta bíblicamente esencial.

En Efesios 4:15-16 Pablo da sentido a ese concepto bíblico de lo corporativo –relativo al “cuerpo”-: “Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor”. “De la manera que el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros … así también Cristo” (1 Cor 12:12). Pablo amplía aquí su ilustración.

Hay una unidad corporativa, es ese “un cuerpo” del versículo 13, una diversidad corporativa compuesta por diversos “miembros” (vers. 15-18), una necesidad corporativa percibida por todos (“ni el ojo puede decir a la mano: ‘No te necesito’”, vers. 21-22), un equilibrio corporal entre los varios miembros (vers. 23-24), una preocupación corporativa que cada uno siente por el otro, y por la Cabeza (vers. 25), así como un sufrimiento o un gozo corporativos, compartidos por todos los miembros (vers. 26). Si golpeo mi pie contra una roca puntiaguda, todo mi cuerpo siente el dolor. Si la pierna pudiese hablar, probablemente diría algo así como: “Lo siento, no calculé bien la dirección del pie”. El ojo respondería: “No: es culpa mía, debí prestar mayor atención a esa piedra en el camino”.

 

¿Qué significa “corporativo”?

La palabra “cuerpo” es un sustantivo. “Corporal” significa relativo al cuerpo. Pero en castellano no existe ningún adjetivo que exprese la relación de unos miembros del “cuerpo” con los otros, excepto la palabra “corporativo”, tomada del término latino corpus. El diccionario lo define como “relativo a un todo compuesto por individuos”.

Nuestra propia experiencia lo puede explicar con llaneza. ¿Qué sucede cuando nos herimos en un pie? Nos apercibimos de repente de la estrecha relación corporativa de cada uno de nuestros miembros y órganos. Todo nuestro cuerpo se pone en acción para tratar de aliviar el pie maltrecho. El dolor produce un malestar en todo nuestro ser. El resto de órganos y miembros siente una preocupación corporativa por la parte herida, como si sintiesen ellos el dolor. “Si una parte del cuerpo sufre, todas las demás sufren también” (1 Cor 12:26, DHH).

Todo “cisma” en el cuerpo, viene a resultar en una amputación, a evitar a casi cualquier costo. De igual forma, toda acción de desunión, falsa representación, o falta de compasión en la iglesia, son extrañas a Cristo y a su cuerpo. Tan extrañas como lo son la enfermedad o el accidente a nuestro cuerpo humano. El pecado representa un accidente tal para “el cuerpo de Cristo”, y la culpabilidad es su enfermedad.

Frecuentemente sufrimos la enfermedad, sin saber exactamente cuál es el órgano enfermo, o ni siquiera cuál es la causa. Podemos también sufrir por el pecado sin saber exactamente lo que es. ¿Cómo puede el pecado tener una naturaleza personal, y también corporativa?

En zonas endémicas de malaria, las personas sufren la picadura del mosquito anófeles, y contraen así la infección. Unos diez días después de ser inoculados, la multiplicación de los parásitos en la sangre da lugar a la fiebre propia de la malaria. No solamente enferma el brazo –o miembro– que el mosquito picó, sino que todo el cuerpo comparte la fiebre. El sistema circulatorio llevó los parásitos a todas las partes. Es una enfermedad corporativa.

Cuando recibimos la inyección de un medicamento contra la malaria en uno de nuestros “miembros”, el lugar receptor no es el único miembro beneficiado. La medicina se difunde y comienza su acción en todo el cuerpo, que pronto resulta sanado de la enfermedad. La fiebre desaparece de la totalidad del cuerpo, no meramente del miembro que recibió la inyección del medicamento. Se trata de una curación corporativa.

El poeta John Donne (siglo XVII) captó la idea:

Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; todo hombre es una pieza en el continente, una parte del todo… La muerte de todo hombre me disminuye, ya que estoy implicado en la humanidad; por lo tanto, nunca preguntes por quién repican las campanas: repican por ti (Devotions, XVII).

Un paso más, y Donne hubiese podido decir: “La muerte de todo hombre me disminuye, ya que estoy implicado en la humanidad; por lo tanto, nunca preguntes quién crucificó a Cristo: FUISTE TÚ”.

Los leones pueden ilustrar el principio solidario de la humanidad. Sólo unos pocos leones, en el África, vienen a convertirse en devoradores de hombres. La mayoría de ellos no ha comido jamás un ser humano. ¿Significa eso que algunos leones son malos, y otros buenos? -No. No hay ninguna diferencia en lo concerniente a la naturaleza de cualquier león que sea. Dadas las circunstancias propicias, cualquier león hambriento se convertirá en un devorador de hombres.

¿Dice Cristo, en su mensaje a Laodicea, que nuestro orgullo, nuestra ceguera, nuestra pobreza espiritual, nuestra condición cuitada, sean corporativas? ¿Somos participantes de una enfermedad espiritual compartida que es como la fiebre malárica en el cuerpo humano, o como la naturaleza de un león, algo que afecta al todo? La mente hebrea responde afirmativamente.

 

La noción bíblica de “Adán”

Los escritores bíblicos percibieron la humanidad como un todo, como un hombre corporativo: el “Adán” caído. “En Adán todos mueren” (1 Cor 15:22). En Hebreos encontramos un ejemplo llamativo. Pablo afirma que “el mismo Leví, que recibe los diezmos, pagó el diezmo por medio de Abraham. Porque Leví aún estaba en los lomos de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro” (Heb 7:9-10). Daniel pidió perdón por los pecados de “nuestros padres”, diciendo: “No obedecimos a la voz de Jehová nuestro Dios” (Dan 9:8-11), y eso a pesar de que él, personalmente, había sido obediente.

El pecado del hombre es personal, pero es también corporativo “por cuanto todos pecaron”, y “para que toda boca se cierre, y todo el mundo sienta su culpa ante Dios” (Rom 3:23 y 3:19). La culpa real de Adán fue la de crucificar a Cristo, por más que su pecado tuviera lugar cuatro mil años antes. “En Adán”, ninguno de nosotros queda excusado, incluso hoy. ¿Cuál es nuestra naturaleza humana en su esencia? La respuesta no es grata: estamos, por naturaleza, en enemistad con Dios, y en espera solamente de las circunstancias apropiadas para demostrarlo. Unas pocas personas lo hicieron en nuestro lugar crucificando al Hijo de Dios. Allí nos vemos a nosotros mismos.

El pecado original de la primera pareja fue como la bellota que acabó convirtiéndose en el roble del Calvario. Todo pecado que cometemos hoy nosotros, es otra bellota que requiere únicamente tiempo y circunstancias apropiadas para convertirse en el mismo roble, debido a que “la intención de la carne es enemistad contra Dios”, y el asesinato va siempre implícito en la enemistad, ya que “cualquiera que aborrece a su hermano, es homicida” (Rom 8:7; 1 Juan 3:15).

El pecado que otro ser humano cometió, lo habría podido cometer yo, si Cristo no me hubiera salvado de él. La justicia de Cristo no puede ser una mera adición a mis propias buenas obras, un pequeño empujón para alzarme hasta arriba. O bien toda mi justicia es de Cristo, o bien no lo es en absoluto. “Sé que en mí (es a saber, en mi carne), no mora el bien” (Rom 7:18). Si en mí no mora el bien –como miembro del todo corporativo, en Adán–, está claro que en mí puede morar todo el mal. Nadie es intrínsecamente peor que yo, de no ser por mi Salvador. ¡Cuán molesto nos resulta empezar a comprender y aceptar eso!

No es hasta que aprendamos a ver el pecado de los demás como nuestro propio pecado, que podremos aprender a amar a los demás como Cristo nos amó a nosotros. La razón es que al amarnos de ese modo, tomó nuestro pecado sobre sí mismo. Cuando Cristo murió en la cruz, nosotros morimos con él en principio (ver Rom 6). El amor significa también para nosotros comprender la identidad corporativa. “Sed los unos con los otros benignos, misericordiosos, perdonándoos los unos a los otros, como también Dios os perdonó en Cristo” (Efe 4:32). Pablo ora por nosotros, no para que podamos “hacer” más obras, sino para que podamos ver o “comprender” con todos los santos, cuáles sean las dimensiones de ese amor (Efe 3:14-21).

La realidad que la Escritura quisiera llevar a nuestra conciencia es que estamos en necesidad de ser vestidos al 100% con la justicia imputada de Cristo. Los que crucificaron a Cristo hace dos mil años actuaron como nuestros subrogados. Lutero dijo muy sabiamente que todos estamos hechos de la misma “masa”.

 

La otra cara de la moneda

Si lo anterior pareciesen malas nuevas, también las hay buenas: Cristo perdonó a sus asesinos (Luc 23:34), y eso significa que nos perdonó también a nosotros. Hasta los caídos Adán y Eva en el huerto, fueron perdonados. Pero tú y yo no podremos conocer jamás ese perdón, a menos que “veamos” el pecado que lo hace necesario. Puesto que Dios les dijo que “el día que de él [del fruto prohibido] comieres, morirás”, se infiere que habrían muerto para siempre aquel mismo día, de no ser por el “Cordero, el cual fue muerto desde el principio del mundo” (Apoc 13:8; también 1 Ped 1:19-20). 1

El “juicio” [veredicto: krima] que según Romanos pesa sobre todo el mundo, lo es “en Adán”, y es de carácter legal. Los “pecados” de todo el mundo le fueron imputados a Cristo mientras moría en la cruz, como postrer Adán (2 Cor 5:19). Eso significa que toda la condenación que el primer Adán trajo al mundo fue revocada por el postrer Adán, en virtud de su sacrificio (Rom 5:16-18). (N. del T.): “Estoy perdido en Adán, pero fui restaurado en Cristo” (Hijos e hijas de Dios, 122).

Consideremos la nación judía. Los que crucificaron a Cristo pidieron que “su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mat 27:25). Eso no significa que los judíos sean personalmente más culpables que los gentiles. Estaban evocando una responsabilidad vinculada a la sangre de sus hijos, en un sentido nacional, como pueblo. Tal es la culpa corporativa de los judíos. Pero en realidad, nosotros no somos mejores que ellos. Excepto por el arrepentimiento específico, compartimos la misma implicación en la crucifixión de Cristo:

Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba a todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión del Hijo de Dios. A todos se ofrece libremente el perdón (El Deseado, 694).

Recordemos todos que todavía estamos en un mundo donde Jesús, el Hijo de Dios, fue rechazado y crucificado, un mundo en el que todavía permanece la culpa de despreciar a Cristo y preferir a un ladrón antes que al Cordero inmaculado de Dios. A menos que individualmente nos arrepintamos ante Dios de la transgresión de su ley, y ejerzamos fe en nuestro Señor Jesucristo -a quien el mundo ha rechazado- estaremos bajo la plena condenación merecida por aquellos que eligieron a Barrabás en lugar de Jesús. El mundo entero está acusado hoy del rechazo y asesinato deliberados del Hijo de Dios… –todas las clases y sectas que revelan el mismo espíritu de envidia, odio, prejuicio e incredulidad manifestados por aquellos que entregaron a la muerte al Hijo de Dios– reeditarían la misma actuación si se les presentara la oportunidad que tuvieron los judíos y el pueblo del tiempo de Cristo. Serían participantes del mismo espíritu que exigió la muerte del Hijo de Dios" (Testimonios para los ministros, 38-39).

Tal es la culpabilidad corporativa del mundo. Obsérvese que nadie lleva la condenación a menos que repita el pecado “si se le presentara la oportunidad”. Pero “a menos que individualmente nos arrepintamos”, repetimos y compartimos la condición corporativa implicada “en Adán”.

 

Nuestra particular implicación en la culpa corporativa

Como adventistas del séptimo día compartimos en un sentido especial otro ejemplo de culpabilidad corporativa debido a un pecado muy concreto. No es que seamos personalmente culpables, sino que somos los hijos espirituales de nuestros padres, que de una forma increíblemente vívida repitieron el pecado de los antiguos judíos. Esa culpabilidad corporativa impide el derramamiento de la lluvia tardía tan seguramente como la impenitencia de los judíos impide que les alcancen las bendiciones del ministerio del Mesías. “Nosotros” rechazamos -en gran medida- el “preciosísimo mensaje” que el Señor nos envió, y que lo representaba a él mismo de una forma muy especial. Nuestros padres dijeron algo similar a lo expresado por los antiguos judíos: “¡La responsabilidad por retardar la venida del Señor sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” De hecho, Ellen White declaró que “nosotros” procedimos aun peor que los judíos, ya que “teníamos” mucha mayor luz que ellos. La realidad de lo descrito por estas palabras es digna de atenta consideración:

La luz que debe alumbrar la tierra con su gloria fue resistida, y por la acción de nuestros propios hermanos ha sido en gran medida mantenida apartada del mundo (The Ellen G. White 1888 Materials, 1575).

Esos hombres cuyos corazones debieron haberse abierto para recibir a los mensajeros celestiales, se cerraron a sus ruegos. Ridiculizaron, hicieron mofa y escarnecieron a los siervos de Dios que les habían traído el mensaje de gracia del cielo… ¿No temen esos hombres cometer el pecado de blasfemia? (Id. 1642).

Hombres que profesan piedad han despreciado a Cristo en la persona de sus mensajeros. Como los judíos, rechazan el mensaje de Dios (Id. 1651).

Usted aborreció los mensajes enviados del cielo. Manifestó contra Cristo un prejuicio del mismísimo carácter -y más ofensivo para Dios- que el de la nación judía… Usted, y todos los que como usted tuvieron evidencia suficiente, y no obstante rechazaron la bendición de Dios, persistieron en el rechazo debido a que usted lo había rehusado previamente (Id. 1656).

Podemos replicar que no estamos repitiendo ese pecado de nuestros padres; pero entonces, ¿qué significa el esfuerzo constante por suprimir el mensaje real de 1888, y evitar que llegue a la gente?

Los judíos de antaño continuaron en ese curso de acción hasta que no hubo remedio para su impenitencia. Finalmente, la ira del Señor se despertó contra ellos (2 Crón 36:16). Entonces comenzó la trágica historia de los crueles imperios mundiales: Babilonia, Medo-Persia, Grecia y Roma. En cierto sentido, el antiguo Israel fue culpable del levantamiento de esos imperios. El mundo ha sido embargado por una pena inenarrable, debido a la impenitencia del pueblo de Dios. 2

Judíos incrédulos se reúnen todavía en el muro de las lamentaciones del antiguo Jerusalem para rogar a Dios que les envíe el tan largamente esperado Mesías. ¡Cuánto mejor sería para ellos arrepentirse de haberlo rechazado cuando vino, hace unos dos mil años, y recuperar el mensaje evangélico que perdieron en aquella ocasión! Nosotros oramos al Señor para que nos envíe el don de la lluvia tardía, de manera que el mensaje final pueda alumbrar la tierra con su gloria. En una Guía de estudio reciente (librito) de Escuela Sabática se puede leer:

En la asamblea de la Asociación General de 1990, cientos de creyentes se consagraron a la oración diaria por el derramamiento del Espíritu Santo, tanto en la lluvia temprana como en la tardía. Desde entonces, a todo lo largo y ancho del mundo, miles de personas han estado orando diariamente por la bendición especial del Señor. Una oración tal dará como seguro resultado corazones transformados, iglesias espiritualmente revitalizadas y más fervientes esfuerzos en favor de los no creyentes. Más aún: en respuesta a esa oración unida el Señor promete conceder el mayor derramamiento del Espíritu Santo en la historia humana: la lluvia tardía predicha por Joel y por Pedro (Comentario para los maestros, 9 marzo, 1992).

Orar por la lluvia tardía es bueno. Pero ¿hay algo que estamos olvidando? Hemos estado ya orando fervientemente por ella durante más de cien años, lo mismo que los judíos han estado orando por la venida del Mesías durante miles de años. ¿No sería sensato que nos arrepintiésemos por rechazar “el comienzo” de esa misma bendición que el Señor nos envió hace más de cien años, y demostrar nuestro arrepentimiento recuperando el mensaje que allí perdimos?

¿Es el llamamiento de nuestro Señor a que nos arrepintamos algo tan solemne como eso? ¿Tendrán que sucederse década tras década de sequía espiritual, debido a nuestra negativa a considerar seriamente su llamado? Si está llamándonos al arrepentimiento, debe haber alguna manera en la que podamos responder.

Estudiémoslo más detenidamente.

 

Nota:

1.      (N. del T.): “El castigo por la más mínima transgresión de esa ley es la muerte, y si no fuera por Cristo, el Abogado del pecador, recaería inmediatamente sobre cada ofensa” (Cada Día con Dios, 244). (Volver al texto).

2.      Dios dijo a Abraham: “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gén 12:3). Israel estaba destinado a ser la nación más grande sobre la tierra (Éxodo 19:5-6), “la luz del mundo” (Mat 5:14). Si hubiesen preservado la fe de su padre Abraham y se hubiesen arrepentido, Israel habría permanecido como la nación más grande y poderosa de la tierra. Los cuatro tiranos y crueles imperios mundiales debieron llenar un vacío en la historia que dejó el fracaso de Israel. (Volver al texto).



 

4. Cristo, chasqueado

(índice)

Cantamos, oramos, y decimos que le amamos. Pero él nos dice que lo tenemos por 'persona non grata'.

 Nuestro moderno, pecaminoso y arruinado mundo necesita desesperadamente una Iglesia Adventista del Séptimo Día llena del Espíritu. Abrigamos una profunda convicción: la de que nuestra Iglesia constituye el remanente profético descrito en Apocalipsis 12:17: un pueblo singular con el que está “airado” el dragón, y contra el que hace “guerra”. Nuestra vocación es la de los que “guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesucristo”. Es precisamente el grupo que predica al mundo la verdadera buena nueva del “evangelio eterno” (Apoc 14:6-12): un ingrediente vital en la estabilidad del mundo.

Si bien ese destino profético ha mantenido a nuestra Iglesia durante más de un siglo, las palabras de severa reprensión del Señor en su mensaje a Laodicea no dejan ningún resquicio para el orgullo. Hemos predicado sermones, y hemos publicado artículos sin número sobre el reproche del Testigo fiel, pero en general reconocemos que el problema por él señalado continúa existiendo todavía hoy.

Si hemos superado ya exitosamente esa debilidad espiritual, debería existir alguna evidencia clara que mostrase cuándo y cómo tuvo lugar esa victoria. Es de lógica elemental que cuando la iglesia venza realmente, el retorno de Cristo no puede seguir demorándose. Así lo confirma su parábola sobre el labrador (en representación de Jesús mismo): “Cuando el fruto está maduro, en seguida se pasa la hoz, por haber llegado la siega” (Mar 4:29). “La siega es el fin del mundo” (Mat 13:39; Apoc 14:14-16).

¿Por qué no ha efectuado aún su obra el llamado de Cristo a su pueblo? ¿Cuánto tardará aún su iglesia remanente en comprarle “oro afinado en fuego”, “vestiduras blancas”, y en aplicarse el “colirio”? ¿Hemos de asumir que el mensaje de Cristo va a resultar finalmente en un fracaso? Algunos concluyen que, puesto que el antiguo Israel fracasó repetidamente, el moderno está fatalmente obligado a hacer lo mismo. Pero con seguridad ¡debe haber mejores nuevas que esas!

Estamos viviendo en la gran oportunidad para una victoria cual no se dio jamás en la historia. Se nos dio esta seguridad:

El Espíritu Santo debe animar e impregnar toda la iglesia, purificando los corazones y uniéndolos unos a otros… El propósito de Dios es glorificarse a sí mismo delante del mundo en su pueblo (Joyas de los Testimonios vol. 3, 288-289).

El mensaje de Jesús triunfará por fin, tan seguramente como la Iglesia Adventista del Séptimo Día es ese “remanente” descrito en Apocalipsis.

 

¿Cómo explicar la prolongada demora?

¿Es acaso responsabilidad de Cristo tan dilatada espera? Esa es una forma habitual entre nosotros de comprender la demora. Pero creer eso origina un problema terrible: sin ninguna esperanza para el futuro, excepto continuar repitiendo nuestra historia del pasado, la expectativa del próximo retorno de Cristo se desvanece en la incertidumbre.

Un número especial de la Adventist Review de 1992 dedicado a la segunda venida informaba acerca de la bien conocida incertidumbre al respecto entre muchos de nuestros jóvenes. Cheryl R. Merritt refiere la estremecedora realidad: “Por lo que respecta a la segunda venida constituimos una generación carente de convicción”. “No creo que podamos realmente tener la más mínima idea de cuándo regresará” (Daniel Potter, 21, Union College). “Me resulta imposible imaginarla en mis días” (Shawn Sugars, 22, Andrews University).

Lo anterior revela un terrible problema. Si perdemos nuestra fe en la proximidad de la segunda venida, perdemos la razón para nuestra existencia como iglesia especial. Nuestros pioneros incluyeron en el nombre de la denominación nuestra confianza en el próximo advenimiento de Cristo. El diccionario define la palabra “adventista”, no en términos de cierta esperanza remota en un evento divino alejado en el tiempo, sino como la confianza en el pronto regreso del Señor. Hay una relación estrecha entre el llamado de Cristo al arrepentimiento, dirigido a Laodicea, y nuestra confianza en la proximidad de su venida. Intentaremos explicarlo a medida que avanzamos.

 

La crisis espiritual de la Iglesia adventista

Roland Hegstad, editor durante años de la revista Liberty, dijo que el adventismo “no está atrayendo a nuestra propia juventud debido a que todo cuanto estamos haciendo es pedirles que vengan a jugar a ser iglesia junto con nosotros” (Adventist Review, 27 febrero 1986). El mensaje de Cristo a Laodicea no presenta para ellos aliciente espiritual, puesto que si nos hemos arrepentido con anterioridad se deduce que a estas alturas debemos ser ya ‘ricos, y estar enriquecidos, sin tener necesidad de nada’, excepto continuar obrando como de costumbre y trabajar con más tesón.

¿Podemos albergar una esperanza razonable de ver el retorno del Señor? ¿Acaso engañó a nuestros pioneros diciéndoles que estaba “cerca”, cuando sabía que tardaría aún 140 años y quién sabe cuántos más? ¿Es cierta la tesis calvinista que pretende que el Señor soberano ha predeterminado el tiempo de la segunda venida de Jesús, sin relación con una especial preparación por parte de su pueblo?

De ser así, se suscitan serios problemas que afectan al Señor mismo en el sentido de una dificultad ética. Dios nos ha dicho frecuentemente a través del Espíritu de profecía que el fin está “a las puertas”. Su mensajera repitió con frecuencia: “Vi que casi ha terminado el tiempo que Jesús debe pasar en el lugar santísimo, y que el tiempo sólo puede durar un poquito más” (Primeros Escritos, 58; 1850). “Queda, por así decirlo, solamente un momento de tiempo”. “Pronto se ha de pelear la batalla de Armagedón” (Joyas de los Testimonios vol. 2, 389; vol. 3, 13; 1900). Si advertencias como las citadas no eran más que falsas alarmas (‘¡que viene el lobo!’), ¿qué confianza podemos tener en el Señor? Si nos hubiese estado diciendo continuamente “cerca”, “pronto”, sin que él pretendiese tal cosa, o sin velar por que lo comprendiésemos de una manera adecuada, tendríamos razones para sentirnos agraviados. Pero con total seguridad él no trata de ese modo a su pueblo. Si creemos que la demora es responsabilidad suya, si decimos o sentimos que “mi Señor se tarda en venir”, nos estamos alistando en la compañía del “mal siervo”, según la parábola dedicada a ese tema (Mat 24:48).

Ningún adventista sincero que se entregue a esa duda podrá sobrevivir, ya que es imposible estar reconciliado con Dios en la “expiación final” mientras se alberga el sentimiento de haber sido engañado por él. Incluso si se abriga la simple idea de que Dios ha permitido que su comprensión de la demora haya sido patentemente falsa desde el principio, será muy difícil confiar plenamente en él. 1 Tal podría ciertamente ser el problema que subyace en una gran parte de la apostasía moderna. Existe en algunos una profunda ‘amargura adventista’, debido a que los mensajes inspirados han parecido consistir en una especie de falsa alarma: ‘¡Que viene el lobo, que viene el lobo!’

Pero la Escritura responde claramente a esa perplejidad. Es cierto que Dios es soberano, y en su soberanía ha determinado que el momento de la segunda venida de Cristo dependa de la preparación espiritual de su pueblo viviente. Esa es la esencia del concepto adventista de la purificación del santuario celestial. Los muertos permanecen prisioneros en sus tumbas en espera de ser liberados en la primera resurrección, ocurra esta cuando ocurra. Pero los vivos pueden demorar o apresurar esa resurrección, ya que depende de la segunda venida de Cristo, la cual depende a su vez de que estén preparados para ella (2 Ped 3:12. La mayoría de las versiones traducen speudo como “apresurar”).

En la parábola Jesús se presenta a sí mismo como anhelando fervientemente retornar, esperando solamente ese momento en el que “el fruto está maduro”, ya que entonces “en seguida se pasa la hoz, por haber llegado la siega” (Mar 4:29). En la descripción que hace Apocalipsis de la segunda venida, un ángel dice a Cristo: “Mete tu hoz y siega; porque la hora de segar te es venida, porque la mies de la tierra está madura” (Apoc 14:15). Las largamente demoradas “bodas del Cordero” se producirán rápidamente una vez que “su esposa se ha aparejado” (Apoc 19:7). El arrepentimiento al que Cristo llama a Laodicea está relacionado con la preparación de su Esposa. Si no está “aparejada”, Cristo se siente chasqueado.

Todo cristiano tiene la oportunidad, no sólo de esperar, sino de apresurar la venida de nuestro Señor Jesucristo. Si todos los que profesan el nombre de Cristo llevaran fruto para su gloria, cuán prontamente se sembraría en todo el mundo la semilla del evangelio. Rápidamente maduraría la gran cosecha final y Cristo vendría para recoger el precioso grano (Palabras de vida del gran Maestro, 47-48).

Continuar siendo tibios y muriendo generación tras generación no puede ser la respuesta apropiada de su Esposa al llamamiento de Cristo a la última iglesia.

 

Significado profundo del llamado de Cristo al arrepentimiento

Si, por el contrario, el arrepentimiento al que Cristo invita a Laodicea no ha tenido todavía lugar, ese mismo hecho -aunque triste- nos da esperanza, ya que hay algo que nuestra actitud puede rectificar. Zacarías se refiere a un arrepentimiento que subyugará los corazones de “la casa de David, y… los moradores de Jerusalem”, permitiendo en ellos la obra de purificación que hará que Cristo pueda retornar (Zac 12:10-13:1). El “ángel de la iglesia en Laodicea” es equivalente a la expresión de Zacarías “la casa de David”, en evidente alusión al cuerpo de los dirigentes de la iglesia.

La promesa final de Cristo se dirige al mismo cuerpo; no solamente a individuos: “Al que venciere [al ángel de la iglesia de Laodicea], yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono” (Apoc 3:21). Ese honor final se concederá a una generación, un cuerpo o pueblo de Dios que habrá respondido a su llamado: “¡Arrepiéntete!” 2

Profundizar en el significado del arrepentimiento no tiene nada de “negativo”. Al contrario: lo que es negativo es conformarse con el actual estado de cosas, ya que ese sentimiento de satisfacción pospone indefinidamente la finalización de la comisión evangélica. Es totalmente falsa la idea de que una iglesia que se arrepiente no puede atraer a los jóvenes. La atmósfera de arrepentimiento es precisamente la única que puede atraer y mantener a la juventud.

Muchos miles en la iglesia tienen hambre y sed de una comprensión más clara de la verdad vital para estos últimos días. Sienten que la venida de Jesús ha sufrido una dilatada demora, y que nosotros –no el cielo– somos responsables. Perciben que considerar la razón del arrepentimiento y profundizar en cómo experimentarlo es la actitud más “positiva” que cabe tomar.

El arrepentimiento “del cuerpo” no niega ni desplaza el arrepentimiento personal, individual. Al contrario: lo hace efectivo. El ministerio diario en el sacerdocio levítico proveía para las necesidades individuales; pero el día anual de las expiaciones proveía una purificación corporativa de Israel como pueblo o congregación. Todo arrepentimiento es personal e individual. Pero ningún individuo puede jamás llegar a ser “la Esposa” de Cristo, ya que en tanto en cuanto individuos, el pueblo de Dios lo constituyen meros “invitados” a las bodas. La “Esposa” la constituirá el pueblo corporativo de la iglesia finalmente triunfante.

Algo ha demorado la preparación de la esposa. Es un nivel de pecado oculto bajo la superficie, que según Cristo, “no conoces” (no conocemos) (Apoc 3:17). El arrepentimiento que ese pecado profundo requiere, debe ser igualmente un arrepentimiento profundo. Por más inquietante que nos resulte, debemos afrontar con sinceridad el llamamiento del Señor.

Ciertamente “el arrepentimiento comprende tristeza por el pecado y abandono del mismo” (El camino a Cristo, 23). Pero el arrepentimiento sólo podrá ser superficial, si lo es también nuestra comprensión del pecado. Citamos rápidamente el texto: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados y nos limpie de toda maldad” (1 Juan 1:9), pero debemos recordar el contexto de esa promesa. No está para animarnos a una seguridad superficial según la cual, al pulsar un botón mágico, queda borrado el registro de nuestros pecados. Cuando asumimos descuidadamente que Dios puede perdonarnos pecados sin que nosotros nos demos cuenta de cuáles son estos, Juan nos recuerda cuán fácilmente “nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros”. El patético diagnóstico que Jesús hace de nosotros: “No conoces…”, significa que en realidad “nos engañamos a nosotros mismos”. No podemos ser verdaderamente purificados en lo profundo, de pecados que no confesemos de forma inteligente (1 Juan 1:8 y 10).

Cuando un pecado se oculta a nuestro conocimiento, ¿deja por ello de ser pecado? Uno puede fumar durante toda su vida, ignorando sinceramente la nocividad de su vicio. ¿Dejará por ello de perjudicarle? “La paga del pecado es la muerte”, sea que nos demos cuenta o no de nuestro pecado. Hay algo mucho más importante que nuestra propia seguridad personal: el honor y la vindicación de Cristo. El Señor puede no tenernos en cuenta un pecado del que no somos conscientes, pero ese pecado le produce igualmente afrenta, lo deshonra e impide su obra de expiación final.

El mensaje a Laodicea no es un juego infantil. Es Uno “semejante al Hijo del hombre”, “sus ojos como llama de fuego” y “su voz como ruido de muchas aguas” quien está convocando a su pueblo a la más profunda experiencia de los siglos. Responder con negligencia a su llamado origina confusión y apostasía, y es una bomba de relojería que apunta a la autodestrucción denominacional. Dios nos ha hablado así:

En toda iglesia en nuestra tierra hay necesidad de confesión, arrepentimiento y reconversión. El chasco de Cristo es indescriptible (Review and Herald, 15 diciembre 1904).

El llamado a arrepentirnos que Cristo nos dirige es la mayor evidencia de su amor por nosotros, y constituye nuestra mejor esperanza.

“El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”, ¡especialmente a la última de ellas!

 

Notas:

1.      La evidencia, en el Nuevo Testamento indica que Cristo y sus apóstoles no indujeron a la iglesia primitiva a esperar la segunda venida en su generación. 2 Tesalonicenses 1:10 demuestra que los discípulos tenían, al menos, una noción rudimentaria del tiempo abarcado por las profecías de Daniel. Igualmente, la declaración “he aquí vengo presto” (de Apocalipsis) se ha comprendido casi siempre en una aplicación escatológica, referida a los que viviesen en el tiempo del fin. Con total seguridad el Señor no ha estado engañando a su pueblo por dos mil años, ¡ni su pueblo lo ha creído así! (Volver al texto)

2.      La confusión en este punto ha llevado a algunos a sostener la idea fanática de que los individuos deben abandonar Laodicea para volver a Filadelfia. Pero eso sería tan imposible como retrasar el reloj más de un siglo y colocar los eventos del tiempo del fin en cadencia invertida. En ninguna parte llama Cristo a nadie a que abandone Laodicea; llama “al ángel de la iglesia de Laodicea” a arrepentirse. Ver Apéndice B, en relación con el tema Laodicea-Filadelfia. (Volver al texto)



 

5. Un difícil problema para Dios

(índice)

El éxito definitivo del plan de la salvación depende de su hora final. Nunca, en los pasados seis mil años de historia, ha tenido Dios un problema tan delicado de resolver como el actual.

 ¿Estamos implicados en una verdadera crisis? La mayor crisis de los siglos ocurrió en la crucifixión de Cristo. Pero esa crisis se cierne hoy sobre nosotros.

El pecado del hombre, que comenzó en el Edén, acabó finalmente en el asesinato del Hijo de Dios. Los que lo crucificaron la primera vez fueron perdonados, ya que Jesús oró: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc 23:34). Por sinceros que seamos, ¿podemos repetir ese pecado sin saber lo que hacemos?

Los hay que crucifican “de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios… exponiéndole a vituperio” (Heb 6:6). ¿Tiene relación con eso el pecado de Laodicea? ¿Cuán profundo es el pecado del que se amonesta a arrepentirse al “ángel de la iglesia en Laodicea”?

Laodicea comparte algo con el antiguo Israel: la ignorancia de su verdadero estado. Dice el Señor: “No conoces”. Eso recuerda su oración sobre la cruz: “No saben lo que hacen”. La iglesia remanente es patéticamente inconsciente de su verdadero estado, tal como aparece ante la vista del universo. Estás “desnudo”, nos dice Cristo al oído, en tono de alarma (Apoc 3:17). ¿Pudiera ser más serio de lo que habíamos supuesto?, ¿pudiera consistir en más que una candidez vergonzante, aunque ingenua?, ¿podría derivar de una profunda enemistad del corazón con respecto al Señor mismo, algo que nos pondría al mismo nivel que los judíos de antaño?

La idea de la desnudez surge de nuevo en la parábola del vestido de boda. El huésped que se llamó a engaño, creyendo que ese vestido era opcional, no era solamente ingenuo, sino también irrespetuoso con su anfitrión. Una enemistad más profunda que su comprensión consciente envenenó sus sentimientos hacia su anfitrión (Mat 22:11-13). Laodicea vestida impropiamente, asistiendo orgullosamente a la fiesta, no sólo equivale a ingenuidad. Implica algo más serio: desprecio hacia el Anfitrión. Sólo la “expiación final” puede proporcionar la debida reverencia hacia el Anfitrión y resolver el problema.

Los adventistas del séptimo día somos amigos de Jesús, y de forma alguna osaríamos crucificarlo “de nuevo” conscientemente. Pero que él nos llame sus “amigos” no implica necesariamente la constatación de que lo tratamos bien, ya que dice Jesús: “Fui herido en casa de mis amigos” (Zac 13:6).

Numerosas declaraciones de la mensajera del Señor afirman que la misma enemistad contra Cristo manifestada por los judíos de antaño, es la que han mostrado dirigentes en nuestra historia adventista. Más aún, ese síndrome de “como los judíos” ha constituido la raíz de nuestro problema espiritual de base por más de un siglo.

Es fácil suponer que Laodicea, puesto que es tibia, no es ni muy mala ni muy buena, que nuestro pecado es de carácter leve. Frecuentemente hemos actuado y hablado como si el cielo estuviese orgulloso de nosotros. Pero el problema es grave. Nuestra comprensión espiritual no ha guardado paralelismo con el crecimiento en el saber científico del mundo. En esta era de las computadoras, a nadie le gustaría vivir en una cueva, calculando mediante ábacos a la luz de un candil. Pero espiritualmente hablando, Cristo representa a su iglesia de los últimos días como virtualmente en la mendicidad, satisfecha con recursos espirituales totalmente desfasados para nuestro tiempo. Constituimos un cuadro patético a la vista del cielo. Algún día miraremos hacia atrás, y veremos nuestra era como la edad de las tinieblas. En un momento de explosión en el conocimiento tecnológico, el pueblo de Dios no ha podido romper esa barrera de “no conoces”. El último continente inexplorado no es la Antártida, sino las profundidades interiores del alma de Laodicea. Esa enemistad latente que Cristo dice que no conocemos.

 

La cruz y la patología del pecado

La ciencia está descubriendo la manera en la que bacterias y virus patógenos producen las enfermedades. Mientras que la patología llega normalmente a identificar a esos microorganismos enemigos, nuestra comprensión de lo que es el pecado y su modus operandi, no se ha correspondido con el conocimiento científico secular sobre la enfermedad y sus causas. Sin embargo, estamos cerca del momento en el que debe terminar la intercesión de Cristo como Sumo Sacerdote, cuando el virus del pecado debe haber sido aniquilado por siempre. Si pasado ese tiempo persiste algún alejamiento o enemistad contra Dios en nuestros corazones, esta se desarrollará sin restricción hasta la rebelión total contra Dios. El resultado será el Armagedón: enemistad impenitente y del mayor calibre contra Cristo, libre de la restricción impuesta ahora por el Espíritu Santo. Ningún virus latente de pecado debe sobrevivir a la crisis final.

Todo pecado es en esencia una nueva crucifixión de Cristo, y su manifestación final será el Armagedón. Nadie podrá negar que el pecado ha abundado en nuestra edad moderna; el conocimiento de una gracia sobreabundante es su única solución.

El maestro inventor de todo plan malvado pretende poner a Cristo en una situación embarazosa. Si Satanás logra perpetuar el pecado entre el pueblo de Dios, tiene la victoria asegurada. Es su mejor forma de sabotear el reino de Cristo. Afrontemos la realidad: lo que antes podía calificarse de simple apatía, constituye hoy pecado. Y avanzando el tiempo demostrará ser una nueva crucifixión de Cristo. El enemigo no puede por ahora utilizar la fuerza física. Su estrategia ha sido tomar ventaja de nuestra ignorancia en cuanto a lo que constituye el pecado, llevándonos así a la parálisis espiritual. Nuestra fatal tibieza es un terreno encantado con la magia del letargo, ante las lindes del cielo.

 

El significado de la tibieza

¿Cómo han podido sucesivas generaciones de adventistas reinfectarse con ella? ¿Cómo se ha podido extender, incluso hasta las iglesias del tercer mundo? Tiene que haber sido mediante el virus del pecado. Si es así, ¿cuál es la naturaleza de ese pecado? ¿Por qué no hemos encontrado remedio para el mismo?

El sermón de Pedro en Pentecostés nos da la clave para comprenderlo. Lo que hizo el sermón de Pedro fue conmover a sus oyentes, al desvelarles la forma en la que su enemistad latente contra Dios había desembocado en la crucifixión del Mesías. El Espíritu Santo inspiró ese sermón para traer a los corazones de ellos la convicción de cuán horrendo era ese pecado no advertido hasta entonces. Clamaron compungidos: “Hermanos, ¿qué haremos?”

La respuesta del apóstol fue: “Arrepentíos”. Y ellos respondieron. Recibieron el Espíritu Santo en una medida que no ha sido igualada hasta la fecha. Eso fue posible al darse cuenta de que su pecado era de una dimensión significativamente mayor de lo que habían supuesto. Esa bendición de la lluvia temprana será superada por la recepción final de Espíritu Santo conocida como la lluvia tardía. Lo mismo que en Pentecostés, el don dependerá del completo reconocimiento de nuestra verdadera culpa.

El Señor tiene en reserva un medio plenamente efectivo para motivarnos. Lo sucedido en Pentecostés potenció la iglesia primitiva con energía espiritual desbordante, y fue propiciado por su singular arrepentimiento. Ningún otro pecado, en cualquier otro tiempo, era más horrendo que aquel del que era culpable aquel pueblo: asesinar al Hijo de Dios.

El pecado ha sido siempre “enemistad contra Dios”, pero nadie comprendió jamás plenamente sus dimensiones hasta que el Espíritu Santo impresionó la verdad en los corazones del auditorio de Pedro. La comprensión de su culpabilidad les sobrecogió como un diluvio. Su actitud no era la de procurar escapar al infierno, o conseguir un premio celestial. No era un intento de evadir el castigo, motivado por el miedo. La magnífica cruz se elevaba ante ellos, con su misteriosa Víctima, y sus corazones humanos respondieron sincera y profundamente a su realidad. No era una experiencia impregnada de egoísmo.

Cristo nos llama hoy a un arrepentimiento como aquel de Pentecostés. Tendrá ciertamente lugar, como la veta de oro escondida en tierra que aflora en otro lugar distante del primero. Las ideas vagas e indeterminadas sobre el arrepentimiento pueden solamente generar un tipo de devoción vaga e indeterminada. Igual que la medicina administrada debe serlo en cantidad suficiente para producir concentraciones sanguíneas terapéuticas del principio activo, el arrepentimiento debe ser cabal, abarcante, a fin de que el Espíritu Santo pueda consumar la plenitud de su obra.

 

¿Por qué el arrepentimiento de Laodicea debe ser ahora distinto en alcance y profundidad?

Un arrepentimiento de tal envergadura está incluido en el “evangelio eterno” de Apocalipsis 14. Pero su más clara definición no ha sido posible hasta que la historia alcanzara a la última de las siete iglesias. La palabra original “arrepentimiento” significa una mirada retrospectiva desde la perspectiva del fin: metanoia, de meta (“después”) y nous (“mente”). Así, el arrepentimiento no puede ser completo hasta el final de la historia. Como sucede con el gran Día de la expiación, su expresión plena puede florecer únicamente en la experiencia de los últimos días. Hemos llegado ya a ese momento en el tiempo.

A menos que nuestros ojos velados sean capaces de ver la profundidad de nuestro pecado, como siendo idéntico al de la congregación a la que Pedro se dirigió en el Pentecostés, sólo será posible un arrepentimiento relativo y superficial, que no hará sino perpetuar por generaciones el problema de Dios. No es suficiente que el pecado sea perdonado desde un punto de vista meramente legal; debe ser también borrado.

No es solamente que la larga espera nos produzca frustración; le causa intenso dolor a Cristo mismo. Nosotros podemos apagar el programa de noticias, con sus horribles nuevas, y hallar descanso yéndonos a dormir; pero el Señor no puede hacer eso. “He aquí, no se adormecerá ni dormirá el que guarda a Israel” (Sal 121:4). La agonía de un mundo sufriente y aterrorizado gravita penosamente sobre él. No puede tomarse unas vacaciones en un remoto rincón de su universo y olvidarse de ello. En nuestra debilidad podemos comenzar a sentir un poco de la agonía de los que pasan hambre, los que no tienen casa, de los desesperados, cuando tenemos la ocasión de conocerlos; sin embargo, Jesús es infinitamente más sensible y compasivo que el más bondadoso de nosotros. Se nos dice que “en toda angustia de ellos él fue angustiado” (Isa 63:9), ¿cuál no será su angustia hoy?

Los que piensan en el resultado de apresurar o impedir la proclamación del evangelio, lo hacen con relación a sí mismos y al mundo; pocos lo hacen con relación a Dios. Pocos piensan en el sufrimiento que el pecado causó a nuestro Creador. Todo el cielo sufrió con la agonía de Cristo; pero ese sufrimiento no empezó ni terminó cuando se manifestó en el seno de la humanidad. La cruz es, para nuestros sentidos entorpecidos, una revelación del dolor que, desde su comienzo, produjo el pecado en el corazón de Dios. Le causan pena toda desviación de la justicia, todo acto de crueldad, todo fracaso de la humanidad en cuanto a alcanzar su ideal (La Educación, 263).

Nuestro Dios no es nada parecido a un Buda sumido en un trance de nirvana. Nuestras oraciones no le mueven a una piedad o misericordia que no sienta ya previamente. Cuando le rogamos ‘Señor, haz algo por esta situación’, él nos responde esperanzadamente: ‘¿Por qué no haces algo?’

Cuando la mente y el corazón del “ángel de la iglesia en Laodicea” estén verdaderamente reconciliados (expiación) con Cristo, desaparecerá lo que impide. Entonces usará a su pueblo efectivamente para hacer lo que él desea para el mundo. Es en especial referencia a los adventistas del séptimo día que Ellen White dijo: “El chasco de Cristo es indescriptible”. ¿Cómo podemos subsanar tal condición?

 

El problema del Señor: la crisis de los siglos

La Biblia revela a Dios en una dimensión desconocida para las escrituras del Qur’an, Vedic Hindú, o el Budismo. El dolor de Dios es el dolor del mundo, amplificado. Pensemos en cómo un padre sensible y amante siente el dolor de su hijito malherido; entonces multipliquémoslo por unos ocho millones…

Apocalipsis va un paso más allá y describe a Cristo como a un ferviente Esposo, anhelando que “las bodas del Cordero” se produzcan pronto, pero que está chasqueado al comprobar que su Esposa todavía no “se ha aparejado” (Apoc 19:7-9). Ella ha tenido todo el tiempo esa experiencia al alcance de sus manos. Eso significa que hasta el momento no ha podido ser verdaderamente reconciliada con él. Al llegar a la unidad de corazón y mente con él, las iglesias, desbordantes del amor de Cristo, pulsarán con la vida del Espíritu Santo. Todo miembro estará espiritualmente alerta, radiante de abnegación sobrenatural que lo hará una singular revelación de Cristo.

Ciertas declaraciones inspiradas ponen de relieve que tal reavivamiento no tendrá nunca lugar en “toda la iglesia”, debido a la existencia de cizaña mezclada con el trigo. Pero otras declaraciones igualmente inspiradas afirman que “toda la iglesia” ha de ser animada e impregnada del Espíritu Santo, rebosando de amor cristiano. ¿Cómo entender esa aparente contradicción?

El propósito de Dios será cumplido gloriosamente en su pueblo mediante “un reavivamiento de la verdadera piedad entre nosotros”, “para que pueda ser preparado el camino del Señor”, “un gran movimiento –una obra de reavivamiento– avanzando en muchos lugares. Nuestro pueblo se movía al unísono, en respuesta al llamado de Dios”. “El espíritu de oración obrará en todo creyente, y barrerá de la iglesia el espíritu de discordia y lucha… Todos estarán en armonía con la mente del Espíritu”. “En visiones de la noche pasó delante de mí un gran movimiento de reforma en el seno del pueblo de Dios… espíritu de oración como lo hubo antes del día de Pentecostés… El mundo parecía alumbrado por la influencia divina… Parecía una reforma similar a la del año 1844… Sin embargo, algunos rehusaban convertirse… Esas personas avaras se separaron de la compañía de los creyentes” (Comparar con Joyas de los Testimonios vol. 3, 289-292, 308-309 y 344-345; Mensajes Selectos vol. 1, 136-137 y 141-149).

Esa última frase proporciona una clave para resolver las aparentes contradicciones. Existe una iglesia previa al zarandeo, y una iglesia posterior a él. Ésta última cumplirá lo profetizado.

Ese gran final de la obra del Espíritu de Dios gozará de una extraordinaria belleza y sencillez:

Aquellos que esperan la venida del Esposo han de decir al pueblo: ‘¡Veis aquí el Dios vuestro!’ Los últimos rayos de luz misericordiosa, el último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo, es una revelación de su carácter de amor. Los hijos de Dios han de manifestar su gloria (Palabras de vida del gran Maestro, 342).

Las resoluciones de comités, los programas elaborados, la promoción basada en la presión (así como técnicas profanas de iglecrecimiento y marketing) no pueden jamás motivar realmente. La verdad ha de ser el vehículo que alcance los corazones humanos, ya que solamente ella, “el mensaje del tercer ángel, en verdad”, puede penetrar en los rincones secretos del alma humana.



 

6. Un arrepentimiento sin precedentes: el Día de la expiación

(índice)

La purificación del santuario iniciada en 1844 es una verdad adventista irrenunciable: es el fundamento de nuestra existencia. Tiene también un profundo significado ético.

 ¿Por qué el Día “antitípico” de la expiación en el cielo implica una experiencia especial para el pueblo de Dios de los últimos días en la tierra? ¿Acaso Dios ha negado arbitrariamente esa singular bendición a generaciones precedentes? ¿Sería justo que otorgase a la última generación algo que deliberadamente ha negado a otros en el tiempo pasado?

No es que Dios lo negase, sino que las generaciones anteriores no fueron capaces de aprovechar la plenitud de la gracia que el Cielo anhelaba conceder. No porque Dios rehusase otorgar, sino porque el hombre no estaba dispuesto a recibir en esa medida, se produjo la prolongada demora de miles de años. La historia ha tenido que seguir su curso. No hubo otra manera en la que la raza humana, “Adán”, pudiese aprender.

El antiguo Israel nos ofrece un buen ejemplo de ello. En el monte Sinaí el Señor estaba dispuesto y deseoso de darles la misma justificación por la fe que disfrutó Abraham cuando “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gén 15:6), esa misma experiencia maravillosa que describe la epístola de Pablo a los Romanos. Pero la incredulidad de ellos lo hizo imposible en aquella ocasión, y la ley tendría que ser su “ayo” o “tutor” para guiarlos a través de un gran rodeo en la historia hasta alcanzar la misma situación de Abraham, a fin de que fuesen “justificados por la fe” (Gál 3:24).

La declaración profética “hasta dos mil y trescientos días de tarde y mañana; y el santuario será purificado” (Dan 8:14), predice que durante la última era de la historia humana la fe del pueblo de Dios será madura, haciendo posible que reciban la plenitud de la gracia divina. La profecía de Daniel abarca el desarrollo espiritual de su pueblo hasta “la medida de la edad de la plenitud de Cristo” (Efe 4:13).

Dios no retuvo nada arbitrariamente a Abraham, que le impidiese estar en la compañía de los ciento cuarenta y cuatro mil. Fue su propia falta de madurez espiritual la que hizo imposible que se apropiase de toda la gracia que un Dios infinito le habría otorgado, incluso entonces. Dios hubiese podido purificar su santuario en lo antiguo, si el desarrollo espiritual del hombre lo hubiese permitido. No debemos limitar los recursos infinitos de Dios. La deficiencia ha estado siempre de nuestra parte. Dios llama a cada generación a arrepentirse, “por cuanto todos pecaron” (Rom 3:23). “Por la ley es el conocimiento del pecado” (Rom 3:20). El Espíritu Santo imparte ese saludable conocimiento de su culpa a todo hombre. Su “luz verdadera” no ha pasado de largo a ningún hombre (Juan 1:9). Pero la última generación recibirá el don del arrepentimiento, la metanoia, un cambio de rumbo a la vista de la experiencia en el pasado, una profunda contrición propiciada por el análisis retrospectivo de la historia. Se podrá entonces decir: “Gocémonos, alegrémonos y démosle gloria; porque son venidas las bodas del Cordero y su esposa se ha aparejado”.

 

¿Cómo tiene lugar el arrepentimiento?

El doble crimen del rey David de adulterio y asesinato, ilustra la forma en que el Espíritu Santo convence de pecado. Si el Espíritu Santo hubiera abandonado a David en aquella desesperada situación, eso habría constituido el castigo más cruel que pueda imaginarse. No fue así: Dios le seguía amando. El Espíritu Santo le aguijoneaba con gravosa convicción. “De día y de noche se agravó sobre mí tu mano”, escribió David. Metafóricamente hablando, el Señor “envejeció” sus “huesos”. David dijo entonces: “Mi pecado te declaré y no encubrí mi iniquidad. Confesaré, dije, contra mí mis rebeliones a Jehová. Y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Sal 32:3-5). Eso fue genuino arrepentimiento.

Uno puede no haber oído jamás el nombre de Cristo, pero siente en su corazón que ha pecado y que está destituido de la gloria de Dios. Se produce un despertar, por exiguo que sea, de la perfecta norma de la ley divina tal cual es en Cristo. El Espíritu Santo atraviesa el corazón con la convicción “de pecado y de justicia” (Juan 16:8-10).

 

La culpa, como el dolor, es señal de que algo va mal

Una herida en cualquier parte del cuerpo despierta mensajes de dolor que el cerebro procesa. Si bien un analgésico puede aliviar de forma temporal la molestia, no provee curación para el mal. Una enfermedad más grave, o incluso la muerte, pueden ser el resultado de la negligencia y supresión artificial de la sintomatología. Así, cuando el pecador rechaza el dolor de la misericordiosa convicción de pecado producida por el Espíritu Santo, el resultado es la enfermedad y muerte espiritual. El dolor físico nos lleva a buscar la curación. En África hay leprosos que carecen del sentido del dolor y pierden sus dedos al ser inadvertidamente comidos por las ratas mientras ellos duermen en la noche sin notar nada. Si el sentido del dolor nos es valioso, cuánto más vital es para nosotros la dolorosa convicción de pecado que produce el Espíritu Santo.

El agradecido pecador ora así: ‘Gracias Señor, por amarme tanto como para convencerme de mi pecado. Confieso toda la verdad. Tú has provisto un Sustituto que lleva la penalidad en mi lugar, y su amor me motiva a separarme del pecado que lo crucificó’. Ese milagro se dio en el corazón de David cuando oró: “Confesaré mi maldad y me entristeceré por mi pecado” (Sal 38:18).

Un arrepentimiento tal no solamente demuestra pesar por el pecado y sus resultados, sino un genuino aborrecimiento del propio pecado. Produce un apartamiento efectivo del pecado. La ley no puede obrar eso por nadie. Ese milagro viene solamente por la gracia. “Porque la ley obra ira”, impartiendo solamente terror al juicio, pero cuando la gracia obra el arrepentimiento, “las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (Rom 4:15; 2 Cor 5:17). El pecado que una vez se amó, es ahora aborrecido; y la justicia que se odiaba en el pasado, se ama ahora. “Su benignidad te guía a arrepentimiento” (Rom 2:4).

Un tal arrepentimiento incluye efectivamente “la remisión de pecados” (Luc 24:47). El término empleado en el Nuevo Testamento para “perdón” significa separación del pecado, liberación de su poder. Así, el verdadero arrepentimiento hace imposible para el creyente en Cristo continuar viviendo en el pecado. El amor de Cristo provee la gran motivación, un cambio en la vida (2 Cor 5:15).

Encontramos un gozo inenarrable en esa experiencia:

La tristeza que se soporta de manera agradable a Dios, conduce a una conversión que da por resultado la salvación, y no hay nada que lamentar. ¡La tristeza del mundo es la que produce muerte! Vosotros soportasteis la tristeza como a Dios agrada, ¡y ved ahora los resultados!… Os hizo enojar, y también sentir miedo… (2 Cor 7:10-11. DHH).

Pedro demostró arrepentimiento genuino. Nos podemos identificar con él, ya que él también cayó miserablemente; sin embargo, aceptó el precioso don del arrepentimiento que Judas rehusó. Tras haber negado vilmente a su Señor con maldición, Pedro “lloró amargamente” (Mar 14:71; Luc 22:62). Su arrepentimiento no cesó jamás. Las lágrimas manarían ya por siempre de sus ojos cada vez que recordase su pecado, por contraste con la bondad del Señor hacia él. Pero se trataba de lágrimas de felicidad. La tormenta de la contrición trae siempre el arco iris del perdón divino. Hasta la ciencia médica reconoce el efecto terapéutico de las lágrimas de contrición. Arruinamos nuestra salud y acortamos nuestra vida cuando reprimimos o suprimimos la influencia entrañable y subyugadora del Espíritu de Dios que trata de enternecer nuestros endurecidos corazones.

El Señor mismo, que de tal manera amó “al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” por él, preparó el camino para su evangelio. Dotó a la humanidad con esa capacidad para sentir el dolor personal de la convicción de pecado. ¡Es una clara evidencia de su amor!

Pero el legalismo, o un evangelio “pervertido”, cortocircuita esa obra del Espíritu Santo en los corazones humanos. Como consecuencia millones son incapaces de experimentar el arrepentimiento, que es lo único que puede sanar ese mal que reconocen en el fondo de sí mismos. Pero la Escritura predice un tiempo en el que el evangelio será restaurado a su prístina pureza, y toda la tierra será alumbrada por su gloria (Apoc 18:1-4). Será algo así como restablecer una conexión eléctrica hasta entonces interrumpida. El circuito resultará completado: la convicción del Espíritu Santo será complementada por un evangelio puro, y la corriente del perdón divino fluirá a través de cada alma arrepentida.

 

Se traduce en auténtica felicidad

Lejos de ser una experiencia negativa, un arrepentimiento tal es el fundamento de toda verdadera felicidad. De igual forma en que cada “deber” tiene que corresponderse con un “haber” en el balance de los libros de contabilidad, así las sonrisas de gozo y felicidad por la vida abundante, para poseer significado, deben estar fundadas en las lágrimas de Alguien, de Otro, sobre el que se puso “el castigo de nuestra paz”, por la llaga del cual “fuimos nosotros curados” (Isa 53:5).

No son nuestras lágrimas de arrepentimiento y pesar lo que equilibra el balance del libro de la vida, pero nuestra apreciación de lo que costó a Jesús llevar nuestros dolores y soportar nuestras enfermedades pone a nuestro alcance la salvación.

Cuanto más nos acerquemos a Jesús y cuanto más claramente discernamos la pureza de su carácter, tanto más claramente veremos la extraordinaria gravedad del pecado y tanto menos nos sentiremos tentados a exaltarnos a nosotros mismos. Habrá un continuo esfuerzo del alma para acercarse a Dios; una constante, ferviente y dolorosa confesión del pecado y una humillación del corazón ante él. En cada paso de avance que demos en la experiencia cristiana, nuestro arrepentimiento será más profundo (Los Hechos de los Apóstoles, 448).

En cada paso que demos en la vida cristiana, se ahondará el arrepentimiento. A aquellos a quienes el Señor ha perdonado y a quienes reconoce como su pueblo, él les dice: “Os acordaréis de vuestros malos caminos, y de vuestras obras que no fueron buenas; y os avergonzaréis de vosotros mismos por vuestras iniquidades” [Eze 36:31] (Palabras de vida del gran Maestro, 125).

Producir, inventar o iniciar un arrepentimiento tal está más allá de nuestro alcance; ha de venir como un don de lo alto. Dios exaltó a Cristo “para dar a Israel arrepentimiento y remisión de pecados” (Hechos 5:31). “También a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida” (vers. 11:18). ¿Es hoy menos generoso con nosotros? La capacidad para ese cambio de mente y corazón es un preciado tesoro, más valioso que toda la riqueza del mundo. Incluso la voluntad de arrepentirnos es un don de Dios, ya que en su ausencia estábamos muertos en “delitos y pecados” (Efe 2:1).

Una experiencia como la descrita parece totalmente fuera de lugar en el siglo XXI. ¿Puede una sofisticada iglesia moderna como la nuestra recibir tal experiencia de arrepentimiento?

 

¿Qué hace posible el arrepentimiento?

La Biblia relaciona ambas cosas: el “arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 20:21). El arrepentimiento no es un frío cálculo de opciones y consecuencias. No es la elección egoísta de la recompensa eterna, ni la de escapar a las penas del infierno. Es una profunda experiencia del corazón, consecuencia de apreciar el sacrificio de Cristo. No puede ser impuesta por el miedo o el terror, como tampoco por la esperanza de la inmortalidad. Solamente “su benignidad te guía a arrepentimiento”.

La fuente última de la que mana ese don supremo es la verdad del sacrificio de Cristo en la cruz. Lo mismo que la fe es una apreciación sincera del amor de Dios allí revelado, el arrepentimiento constituye el ejercicio apropiado de esa fe que experimenta el alma del creyente. Iluminados por la cruz, marchamos postrados de rodillas por el camino a donde la fe nos lleva. El llamamiento de Pedro “arrepentíos, y bautícese cada uno” vino a continuación de la más convincente presentación que jamás se haya hecho de la cruz (Hechos 2:16-38). La formidable respuesta de Pentecostés fue un cumplimiento de la promesa de Jesús: “Si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo” (Juan 12:32).

¿Por qué no vemos más de ese don precioso? ¿Acaso es el hombre moderno demasiado sofisticado para responder positivamente? No: la naturaleza humana no está fuera del alcance de la redención, incluso en estos últimos días. El genuino arrepentimiento, seguido de las “obras dignas de arrepentimiento” es un fenómeno escaso, solamente porque la genuina predicación de la cruz es escasa (ver Hechos 26:20 y 2 Cor 5:14). La memorable letra del himno compuesto por Isaac Watts pone de relieve la esencia del poder de la cruz:

Cuando miro a la magna cruz
donde murió el Príncipe de gloria,
cuento por pérdida mis mejores logros
y aborrezco mi orgullo en el polvo

A lo largo de los pasados años desde Pentecostés, los pecadores que creyeron, recibieron individualmente el don. Durmiendo en el polvo de la tierra, esperan todos ellos la “primera resurrección”. La suya ha sido una fase del arrepentimiento. Cristo no puede regresar si falla la preparación por parte de su pueblo en vida. Hasta que eso acontezca, esos santos que yacen en el descanso y que se arrepintieron personalmente están “condenados” a permanecer prisioneros en el polvo de sus sepulcros. El “remanente” debe desbloquear la sucesión de esos eventos de los últimos días mediante un arrepentimiento especial. Un acontecimiento como ese, sin precedente en la historia, es la razón de la existencia de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.

 

¿Qué hace diferente el arrepentimiento de Laodicea?

Laodicea no es inherentemente peor que cualquiera de las otras seis iglesias. Pero dado que vive en los últimos días, que se corresponden con la purificación del santuario -una misión nueva y distinta de nuestro gran Sumo Sacerdote en su ministerio en el Día de la expiación- eso demanda un tipo nuevo y distinto de respuesta. En eso consiste la otra fase del arrepentimiento.

Mientras que Cristo realiza su “expiación final” en el segundo departamento del santuario celestial, ¿podemos continuar viviendo como si él continuase aún en el primero? La brecha existente entre las oportunidades únicas de Laodicea y su verdadero estado, se ha agrandado de tal modo que la patética condición de esta se ha convertido en el mayor problema que se le haya planteado al Señor. A menos que actuemos con diligencia, estamos en el mayor peligro de todas las edades. A Ellen White se le dio una vislumbre del significado del traslado del ministerio de Cristo desde el primer departamento del santuario celestial, al segundo:

Los que se levantaron con Jesús elevaban su fe hacia él en el lugar santísimo, y rogaban: “Padre mío, danos tu Espíritu”. Entonces Jesús soplaba sobre ellos el Espíritu Santo. En ese aliento había luz, poder y mucho amor, gozo y paz.
Me di vuelta para mirar la compañía que seguía postrada delante del trono y no sabía que Jesús la había dejado. Satanás parecía estar al lado del trono, procurando llevar adelante la obra de Dios. Vi a la compañía alzar las miradas al trono y orar: “Padre, danos tu Espíritu”. Satanás soplaba entonces sobre ella una influencia impía; en ella había luz y mucho poder, pero nada de dulce amor, gozo ni paz. El objeto de Satanás era mantenerla engañada, arrastrarla hacia atrás y seducir a los hijos de Dios (Primeros Escritos, 55-56).

En una declaración posterior, la autora se refirió a aquellos “que no tienen conocimiento del camino que lleva al lugar santísimo, y no pueden beneficiarse de la intercesión de Jesús allí”. Hemos supuesto a menudo que “aquellos” eran los guardadores del domingo; pero hoy hay muchos en la iglesia remanente, que carecen de tal “conocimiento del camino que lleva al santísimo”:

Como los judíos, que ofrecieron sus sacrificios inútiles, ofrecen ellos sus oraciones inútiles al departamento que Jesús abandonó; y Satanás, a quien agrada el engaño, asume un carácter religioso y atrae hacia sí la atención de esos cristianos profesos, obrando con su poder, sus señales y prodigios mentirosos para sujetarlos en su lazo… También viene como ángel de luz y difunde su influencia sobre la tierra por medio de falsas reformas. Las iglesias se alegran, y consideran que Dios está obrando en su favor de una manera maravillosa, cuando se trata de los efectos de otro espíritu (Id. 260-261).

La experiencia de Laodicea proveerá el potencial para el Día celestial de la expiación, ya que el mensaje a Laodicea va paralelo a la purificación del santuario. ¿Qué significa eso en términos prácticos, comprensibles?

 

El arrepentimiento y la purificación del santuario

El ministerio “diario” del santuario incluye el perdón de los pecados, pero el “anual” va más lejos. El borramiento de los pecados tiene lugar en “los tiempos del refrigerio”, es decir, en la purificación del santuario (Hechos 3:19). El ministerio del Día de la expiación incluye el borramiento de los pecados, y puede solamente ocurrir al final del tiempo, tras la conclusión de los dos mil trescientos años (ver El Conflicto de los siglos, 473-475 y 537).

En estos últimos días hay algo que Laodicea ‘no conoce’; un nivel de culpabilidad más profundo, que anteriormente no se ha discernido. Es ahí donde entra en juego ese más profundo arrepentimiento.

No nos podemos desentender, diciendo: ‘Dejemos que las computadoras celestiales hagan el trabajo: nuestros pecados serán borrados cuando llegue el momento apropiado, sin necesidad de que sepamos acerca de él’. No existe una cosa tal como un borramiento automático o computarizado de nuestros pecados, sin nuestro conocimiento y participación. A nosotros corresponde arrepentirnos individual e inteligentemente, no a los ordenadores celestiales. “La expulsión del pecado es obra del alma misma” (El Deseado de todas las gentes, 431).

Bastará un poco de reflexión para comprender que ningún pecado puede ser borrado a menos que lo reconozcamos y confesemos inteligentemente. Debemos reconocer nuestro más profundo nivel de pecado y culpa a fin de que podamos apreciar el ministerio completo de nuestro Salvador. Nada menor que eso puede constituir el arrepentimiento apropiado en el Día de la expiación.

Por lo tanto, la experiencia de arrepentimiento de Laodicea es única en la historia del mundo. Todo queda bloqueado si esta fracasa. Nuestro avión lleva la preciosa carga del fuerte pregón del mensaje de las buenas nuevas destinado a alumbrar toda la tierra. No hay tiempo para demorarlo más. Ni siquiera para esperar a la persecución: cuando esta venga, podría ser demasiado tarde.

Numerosas declaraciones inspiradas clarifican el principio de esa capa profunda de culpabilidad, oculta bajo la superficie. Siguen unos pocos ejemplos:

La obra de restauración nunca puede ser completa a menos que se llegue hasta las raíces del mal. Vez tras vez han sido recortadas las ramas, pero ha sido dejada la raíz de amargura para que resurja y contamine a muchos. Pero debe llegarse hasta la profundidad misma del mal oculto. Los sentidos morales deben ser juzgados, y juzgados otra vez a la luz de la presencia divina (Ellen White, Comentario Bíblico Adventista vol. 5, 1125).

El mensaje a Laodicea debe ser proclamado con poder, ya que ahora es especialmente aplicable… No ver nuestra propia deformidad es no ver la belleza del carácter de Cristo. Cuando estemos plenamente despiertos a nuestra propia pecaminosidad, apreciaremos a Cristo… No ver el marcado contraste entre Cristo y nosotros significa no conocernos a nosotros mismos. El que no se aborrece a sí mismo no puede comprender el significado de la redención… Hay muchos que no se ven a sí mismos a la luz de la ley de Dios. No aborrecen el egoísmo, por lo tanto, son egoístas" (Review and Herald, 25 setiembre 1900).

El mensaje a la iglesia de Laodicea revela nuestra condición como pueblo… Los pastores y miembros de iglesia están en peligro de permitir que el yo ocupe el trono… Si pudiesen ver sus caracteres defectuosos y distorsionados tal como están detalladamente reflejados en el espejo de la palabra de Dios, se alarmarían de tal modo que caerían sobre sus rostros ante Dios en contrición de espíritu, y se desprenderían de los trapos de su propia justicia (Id. 15 diciembre 1904).

El Espíritu Santo revelará faltas y defectos de carácter que debieron haberse discernido y corregido… Está próximo el tiempo en el que será plenamente revelada la vida interior. Todos contemplarán, como si fuese en un espejo, la obra de los resortes ocultos de la motivación. Es la voluntad del Señor que examinéis ahora vuestra propia vida y comprobéis cuál es vuestro estado ante él (Id. 10 noviembre 1896).

Si tenemos defectos de carácter de los que no somos conscientes, él nos administra disciplina para que esos defectos vengan a nuestro conocimiento a fin de que podamos vencerlos… Vuestras circunstancias han servido para traer a vuestro conocimiento nuevos defectos en vuestro carácter; pero no se ha revelado ninguna cosa que no estuviese en vosotros (Id. 6 agosto 1889).

No hay nada “negativo” en los párrafos citados. Si estuviésemos afectados de cáncer, agradeceríamos como extraordinarias buenas nuevas las indicaciones del cirujano a propósito del tratamiento necesario para extirpar el tejido canceroso, salvando así la vida.

 

El mayor pecado de todos los tiempos

¿Qué fue lo que trajo la ruina al antiguo Israel? Rehusó aceptar el mensaje del Mesías, que ponía en evidencia un nivel más profundo de culpabilidad que el previamente reconocido. Los judíos de los días de Cristo no eran por naturaleza más malvados que ninguna otra generación anterior; simplemente les correspondió demostrar hasta la plenitud esa misma enemistad contra Dios que comparten todos los hijos e hijas caídos de Adán por naturaleza. “Por cuanto la intención de la carne es enemistad contra Dios” (Rom 8:7). Lo que hicieron fue sencillamente demostrar ese hecho de forma patente, mediante el asesinato de su divino Visitante. Los que crucificaron a Cristo levantaron un inmenso espejo en el que podemos vernos a nosotros mismos.

Horatius Bonar comprendió esa realidad en un sueño en el que le parecía estar contemplando la crucifixión. Con agónico frenesí, en la pesadilla de su lucha, trataba de reconvenir a los crueles soldados que estaban a punto de atravesar con clavos las manos y pies de Cristo. Puso su mano en el hombro de uno de ellos para rogarle que desistiera. Cuando el soldado asesino se giró para mirarle, Bonar reconoció en él su propio rostro.

El arrepentimiento de Laodicea alcanzará hasta las más profundas raíces de esa natural “enemistad contra Dios”. Ese nivel profundo de arrepentimiento es el arrepentimiento de pecados que podemos no haber cometido personalmente, pero que habríamos cometido de haber tenido la oportunidad. La raíz de todo pecado, su común denominador, es la crucifixión de Cristo. Es apropiado un arrepentimiento de ese pecado, ya que los libros del cielo lo registran ya junto a nuestros nombres; y el Espíritu Santo llevará a nuestro conocimiento ese pecado desconocido hasta el presente:

Esa oración de Cristo por sus enemigos abarcaba al mundo. Abarcaba a todo pecador que hubiera vivido desde el principio del mundo o fuese a vivir hasta el fin del tiempo. Sobre todos recae la culpabilidad de la crucifixión del Hijo de Dios (El Deseado de todas las gentes, 694. Ver también Testimonios para los ministros, 38).

La ley de Dios llega hasta los sentimientos y los motivos, tanto como a los actos externos. Revela los secretos del corazón proyectando luz sobre cosas que antes estaban sepultadas en tinieblas. Dios conoce cada pensamiento, cada propósito, cada plan, cada motivo. Los libros del cielo registran los pecados que se hubieran cometido si hubiese habido oportunidad. Dios traerá a juicio toda obra, con toda cosa encubierta… Él revela al hombre los defectos que echan a perder su vida, y lo exhorta a que se arrepienta y se aparte del pecado (Ellen White, Comentario Bíblico Adventista vol. 5, 1061).

A otros les pueden haber sido dadas “oportunidades” en forma de terribles y seductoras tentaciones en circunstancias que nosotros jamás hayamos experimentado. Ninguno de nosotros podría resistir la plena conciencia de aquello que seríamos capaces de hacer bajo suficiente presión (terrorismo, por ejemplo). La imposición de la “marca de la bestia” proveerá la última “oportunidad” al propósito. Pero lo cierto es que nuestro pecado potencial está ya registrado en los “libros del cielo”.

Un judío sobreviviente de un campo de concentración, en el Holocausto, descubrió esa verdad de forma cruda e inesperada. Yehiel Dinur se dirigió a la corte de Nuremberg en 1961 dispuesto a testificar contra el asesino nazi Adolf Eichmann. Pero al ver a Eichmann en su humillante estado, Dinur dio un grito, cayendo después al suelo. No era odio ni temor lo que le sobrecogió. Comprendió de repente que Eichmann no era el superhombre que la gente temía; era un hombre ordinario. Relata Dinur: “Me entró pánico por mí mismo. Me di cuenta de que yo era capaz de lo mismo… ¡Soy… exactamente como él!” Mike Wallace explicó la historia en un programa de TV. Lo resumió con estas palabras: “Eichmann está en todos nosotros”. Sólo la obra completa del Espíritu Santo puede traernos la plena convicción de la realidad del pecado; pero en estos últimos días, cuando el pecado debe ser “borrado” y no sólo perdonado, esa es su especial y bendita obra. Ninguna bacteria o virus oculto de pecado puede ser trasladado al reino eterno de Dios.

El llamamiento de Dios al arrepentimiento dirigido a Laodicea es la esencia del mensaje de la justicia de Cristo. Otros pueden ser culpables de lo que nos parece grandes pecados; evidentemente tuvieron la “oportunidad” de cometerlos y de alguna forma fueron vencidos por la tentación. La visión profunda que el Espíritu Santo nos proporciona es que no somos por naturaleza mejores que ellos. Cuando la Escritura dice “por cuanto todos pecaron”, significa que todos han pecado igualmente (Rom 3:23). Cavar, poner al descubierto las raíces, eso es ahora “verdad actual”.

No hay manera en la que podamos apreciar la altura de la gloriosa justicia de Cristo, a menos que reconozcamos la profundidad de nuestra propia pecaminosidad. Por esa razón, reconocer nuestro propio potencial de pecado significa ciertamente buenas nuevas.

 

Excelsa cruz, hago de tu sombra mi morada y cobijo por siempre;
Sólo busco la gloria del rostro divino coronado de espinas;
Soy feliz por morir al mundo, sin reparar en pérdidas ni ganancias,
El yo pecaminoso, mi única vergüenza. La cruz, mi única gloria.

                                                            Elizabeth Clephane

 

¿Cuáles son los aspectos prácticos de esa exposición final de nuestra verdadera culpa, y de la sobreabundante gracia de Dios que nos purifica de ella?

Avancemos en su estudio.


 

7. Arrepentimiento de Jesús por pecados que no cometió

(índice)

¿Cómo pudo Cristo recibir el “bautismo de arrepentimiento” de parte de Juan, sin haber conocido jamás una experiencia de arrepentimiento? ¿Podría una Persona impecable experimentar el arrepentimiento?

 Tanto la Biblia como el Espíritu de profecía dejan claro que Jesucristo experimentó el arrepentimiento. Pero parece casi disparatado considerar cómo o por qué puede una persona sin pecado experimentar el arrepentimiento.

Desde luego, no significa que él cometiera pecado, ya que no cedió jamás a él en pensamiento, palabra ni acción. Pedro afirma que “no hizo pecado; ni fue hallado engaño en su boca” (1 Ped 2:22).

Ahora bien, “Juan [Bautista] bautizó con bautismo de arrepentimiento” (Hechos 19:4). Ese era el único bautismo que él conocía, y el único que pudo administrar a Jesús. Tal bautismo implicaba, de la parte del impecable Candidato, una experiencia de arrepentimiento. De otra forma, tal bautismo habría constituido una farsa, y tanto Juan como Jesús habrían podido ser acusados de hipocresía. Nada más lejos de la realidad.

¿Cómo pudo Cristo experimentar arrepentimiento sin haber pecado nunca? Asumimos de forma natural que solamente los malos necesitan –o pueden– arrepentirse. Al hombre natural le resulta sorprendente la idea de que alguien bondadoso pueda arrepentirse, e inconcebible el que lo pueda hacer alguien Perfecto.

Pero si Jesús fue bautizado “con bautismo de arrepentimiento” es porque experimentó tal cosa. Ahora bien, la única clase de arrepentimiento que una Persona inmaculada puede experimentar es el arrepentimiento corporativo. Así, el arrepentimiento de Jesús constituye un modelo o ejemplo del arrepentimiento que él espera de Laodicea. Tiene especial significado para nosotros que vivimos hoy, porque su ministerio en el Día de la expiación ha de preparar a un pueblo que reciba la semejanza de su carácter.

 

¿Por qué bautizó Juan al inmaculado Jesús?

Ocasionalmente sucede que personas como el buen ladrón sobre la cruz no pueden bautizarse por imperativos de tipo físico. ¿Fue el bautismo de Jesús una provisión legal, un depósito de mérito dispuesto para ser administrado sustitutoriamente en situaciones de emergencia como la citada? Así lo hemos creído, en general, en virtud de la siguiente teoría: (a) uno debe haber sido bautizado para poder entrar en el Paraíso; (b) el pobre ladrón clavado en la cruz no podía recibir el bautismo; (c) el bautismo de Jesús le fue entonces acreditado, como el beneficio de un crédito en una operación bancaria; (d) fue colocado el “depósito” apropiado en la cuenta del ladrón no bautizado; (e) pudo así ser salvo. ¿Es tal el propósito del bautismo de Cristo? Muchos lo han creído así, pero tales subterfugios legales son ajenos al plan de la salvación.

Si es que hay algún elemento válido en esa treta legal, la idea nos deja fríos, ya que la mayor parte de la gente ha tenido oportunidad de bautizarse, y los que han creído así lo han hecho. Podría ser motivo de ánimo para los pocos que no pueden bautizarse, pero ¿qué significaría entonces el bautismo de Jesús para todos los demás?

Otra teoría pretende que Juan bautizó a Jesús para demostrar el método físico apropiado de administrar la ordenanza: un ejemplo físico aplicado por el Maestro. Tampoco eso es motivo de especial entusiasmo, no más del que producen las formas.

Jesús fue sincero al pedir a Juan ser bautizado de él. Juan fue igualmente sincero al resistirse a hacerlo. Pero Jesús le explicó por qué quería ser bautizado de él. Ante la objeción del profeta, Jesús respondió: “Porque así nos conviene cumplir toda justicia” (Mat 3:15).

Jesús no estaba sugiriendo a Juan la conveniencia de llevar a cabo una representación. La esencia de la “justicia” es la sinceridad y la honestidad. Nuestro Ejemplo divino jamás podría haber consentido en la práctica de una ceremonia hueca sin la correspondiente experiencia del corazón. Una representación teatral no puede jamás “cumplir toda justicia”. Si Cristo se hubiese sometido al bautismo sin la experiencia correspondiente, en realidad habría sido como dar un ejemplo de hipocresía, ¡lo último que Jesús quiere de nosotros! Él jamás espera de nadie que experimente el acto del bautismo sin verdadero arrepentimiento.

Evidentemente, Juan Bautista no había comprendido el principio de la culpabilidad y arrepentimiento corporativos. Al comprender esa verdad, el bautismo de Jesús cobra significado.

 

¿Cuán cerca de nosotros vino Jesús?

Jesús pidió el bautismo porque se identificó genuinamente con los pecadores. Si Adán representa a la totalidad de la raza humana, Jesús se constituyó en el “postrer Adán”, tomando sobre sí la culpabilidad del pecado de la humanidad (ver 1 Cor 15:45). No que él hubiese pecado, pero sintió como siente el pecador culpable. Se puso a sí mismo enteramente en nuestro lugar. Nos rodeó con sus brazos al arrodillarse junto a nosotros con sus ropas aún empapadas, en la ribera del Jordán, rogando a su Padre que pudiese ser el Cordero de Dios. Su sumisión al bautismo da fe de que “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Su bautismo significa así una inyección de arrepentimiento salvífico en beneficio del cuerpo de la humanidad. Pedro afirma que su identidad con nuestros pecados fue profunda, no superficial, ya que “llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (Isa 53:6; 1 Ped 2:24). 1

Cristo no llevó nuestros pecados de la manera en la que alguien carga con una mochila en su espalda. Los llevó “en su cuerpo”, en su alma, en su sistema nervioso, en su conciencia. Sintió el peso aplastante de nuestra culpa. Vino tan cerca de nosotros, que sintió como si nuestros pecados fueran los suyos. Su agonía en Getsemaní y en Calvario fue auténtica.

Ellen White describe el profundo arrepentimiento de Cristo en estas esclarecedoras declaraciones:

Después que Cristo hubo dado los pasos necesarios de arrepentimiento, conversión y fe en beneficio de la raza humana, fue a Juan para ser bautizado por él en el Jordán (General Conference Bulletin, 1901, 36).

Juan había oído acerca del carácter impecable y la pureza inmaculada de Cristo… [Juan] no podía entender por qué el único ser sin pecado en la tierra querría solicitar una ordenanza que implicaba culpabilidad, confesando virtualmente, mediante el símbolo del bautismo, polución de la que ser lavado…
Cristo vino, no confesando sus propios pecados; sino que la culpabilidad le fue imputada como sustituto del pecador. Vino, no a arrepentirse por sí mismo, sino en favor del pecador … Como su sustituto, toma sobre sí sus pecados, contándose con los transgresores, dando los pasos que le son requeridos al pecador; y haciendo la obra que el pecador debe hacer (Review and Herald, 21 enero 1873).

Hay aquí profunda verdad:

(a) Aunque sin pecado, Cristo experimentó el arrepentimiento en su propia alma. Existe apoyo bíblico para esas repetidas declaraciones.

(b) Su bautismo demuestra que él conoce la forma en la que se siente todo pecador arrepentido. En nuestra propia justicia, somos incapaces de sentir tal simpatía por “todo pecador arrepentido”. ¡Esa es una de las razones principales por las que ganamos tan pocas almas! Solo Uno perfecto puede experimentar un arrepentimiento perfecto y completo como ese. Pero nos es dado ser participantes de la naturaleza divina.

(c) Su dar “los pasos que le son requeridos al pecador” subraya su identidad con nosotros. Verdaderamente, no podemos contemplar “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” sin experimentar unión con él. Por eso es vital contemplar a Jesús. La tibieza inveterada se origina, o bien por no verlo claramente, o por rechazarlo. Una visión más de cerca del “Cordero de Dios” nos capacita para identificar nuestro pecado profundo, en necesidad de ser quitado por el Cordero de Dios.

Jesús poseía en su ministerio un extraordinario poder para ganar los corazones humanos. ¿Por qué? En el “arrepentimiento, conversión y fe” que precedieron a su bautismo, conoció “lo que había en el hombre”, de forma que “no tenía necesidad que alguien le diese testimonio del hombre” (Juan 2:25). Eso le permitió hablar como “jamás hombre alguno habló” (Juan 7:46). Sólo mediante esas experiencias pudo romper el hechizo del encantamiento mundanal en las personas, diciéndoles: “Sígueme”, no despreciando a nadie como estando desprovisto de valor, e infundiendo “esperanza en los más rudos y en los que menos prometían”. “A cualquiera de ellos, desanimado, enfermo, tentado, caído, Jesús le dirigía las palabras de la más tierna compasión, las palabras que necesitaba y que podía entender” (El ministerio de curación, 16). Podemos comenzar a comprender que no podremos manifestar ese poder de atracción hacia los demás hasta que participemos de ese tipo de arrepentimiento que Cristo experimentó en nuestro beneficio.

La perfecta compasión de Jesús hacia toda alma humana tenía origen en su perfecto arrepentimiento en favor de él, o de ella. Vino como postrer Adán, participando del cuerpo, haciéndose uno con nosotros, aceptándonos sin avergonzarse de nosotros, habiéndose hecho “en todo semejante a los hermanos” (Heb 2:17).

 

Una iglesia eficaz para el necesitado

En nuestro papel de iglesia comprometida, reconocemos nuestra necesidad de ese amor semejante al de Cristo, genuino, sin sombra de variación. Pero podemos estar mil años predicando sobre él y no ir nunca más allá de lo que las técnicas psicológicas pueden ofrecer, a menos que desarrollemos la fe madura que caracterizará el arrepentimiento final de Laodicea. Una fe tal, valora positivamente el carácter de Cristo, contemplándolo con más nitidez a través de ojos arrepentidos. El arrepentimiento de Cristo representa un aspecto vital del carácter inmaculado de Emmanuel.

Uniéndonos con él por la fe, venimos a formar parte corporativa de la humanidad en él. ¿No sería egoísmo descarado el querer apropiarnos de Cristo, sin apropiarnos de su amor por los pecadores? ¿Cómo podemos recibirle, sin recibir ese amor que está “en él”?

En verdad, tenemos mucha más razón para sentirnos identificados con los pecadores de la que tenía nuestro inmaculado Señor, ya que nosotros mismos somos pecadores; pero nuestro orgullo humano nos mantiene alejados de la cálida empatía de la que Cristo estaba lleno. ¿Cómo experimentar esa proximidad? Tal es el propósito del verdadero arrepentimiento.

El primer paso debe ser reconocer nuestra implicación corporativa en el pecado de todo el mundo. Aunque no estuvimos físicamente presentes en los eventos del Calvario hace dos mil años, la totalidad de la raza humana estaba allí “en Adán”. Todos estamos implicados en el pecado de Adán.

Supongamos que no hubiésemos tenido un Salvador. Si a cualquiera de nosotros se nos permitiera desarrollar hasta su clímax la plenitud de la maldad de la que es capaz nuestra alma, si fuésemos tentados hasta el máximo, como otros lo han sido, acabaríamos cometiendo con toda seguridad el mismo pecado que ellos, con sólo disponer del tiempo y las circunstancias adecuadas. Eso, suponiendo que no hubiese Salvador para salvarnos de nosotros mismos.

Supongamos que Hitler hubiese vivido tantos años como Matusalem. Nadie se atreverá a decir que ‘yo nunca hubiese podido hacer lo que otros han hecho’.

El apóstol Juan dice que es solamente confesando nuestro pecado como podemos experimentar el “fiel” perdón de Cristo, y ser limpios “de toda maldad” (1 Juan 1:9). Pero confesar un pecado sin sentir su realidad es un acto formalista, peligrosamente próximo a la hipocresía. La confesión y arrepentimiento profundos y sinceros traen el amor y la devoción profundos y sinceros. Jesús enseña el principio de que debemos comprender que se nos ha perdonado mucho, antes de poder aprender a ‘amar mucho’. A María Magdalena le fue perdonado mucho, ya que había sido poseída por siete demonios (ver Luc 7:47 y 8:2). ¿Debemos llegar también nosotros a la posesión diabólica, para ‘amar mucho’, tras haber sido perdonados? No necesariamente; hay otra forma mejor: ¡reconocer que estaríamos poseídos por siete demonios, de no ser por la gracia del Salvador!

Cuando Pablo dijo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado” (Gál 2:20), significaba que él se identificaba a sí mismo con Cristo. De la misma manera nos identificamos con el arrepentimiento de Cristo en favor de la raza humana. Las huellas de Cristo son el camino al arrepentimiento corporativo.

A la luz de la cruz de Cristo comienzan a tomar contornos definidos las verdaderas dimensiones de nuestro pecado. Obsérvese la forma en la que un comentario inspirado revela la realidad de nuestro pecado último, del que debemos arrepentirnos individualmente:

En el día del juicio final, cada alma perdida comprenderá la naturaleza de su propio rechazamiento de la verdad. Se presentará la cruz y toda mente que fue cegada por la transgresión verá su verdadero significado. Ante la visión del Calvario con su Víctima misteriosa, los pecadores quedarán condenados. Toda excusa mentirosa quedará anulada. La apostasía humana aparecerá en su odioso carácter (El Deseado de todas las gentes, 40).

Recordemos todos que todavía estamos en un mundo donde Jesús, el Hijo de Dios, fue rechazado y crucificado… A menos que individualmente nos arrepintamos ante Dios de la transgresión de su ley y ejerzamos fe en nuestro Señor Jesucristo, a quien el mundo ha rechazado, estaremos bajo la plena condenación merecida por aquellos que eligieron a Barrabás en lugar de Jesús. El mundo entero está acusado hoy de rechazo y asesinato deliberados del Hijo de Dios. La Palabra guarda registro de que judíos y gentiles, reyes, gobernadores, ministros, sacerdotes y pueblo –todas las clases y sectas que revelan el mismo espíritu de envidia, odio, prejuicio, odio e incredulidad manifestados por aquellos que entregaron a la muerte al Hijo de Dios– reeditarían la misma actuación si se les presentara la oportunidad que tuvieron los judíos y el pueblo del tiempo de Cristo. Serían participantes del mismo espíritu que exigió la muerte del Hijo de Dios (Testimonios para los ministros, 38-39).

Observemos:

(a) También “ministros” y miembros de iglesia comparten la culpa de crucificar a Cristo. Excepto por gracia de Dios, manifestada en el arrepentimiento personal, todo pecador la comparte.

(b) Sin esa gracia, todo pecador repetiría el pecado de los asesinos de Cristo, con tal que tuviera el tiempo y oportunidad propicios.

(c) El pecado del Calvario es la manifestación de esa enemistad del hombre hacia Dios de la que no somos conscientes excepto que nos ilumine el Espíritu Santo. En el Calvario caen todas las máscaras.

(d) En un sentido real todos estuvimos en el Calvario, no mediante preexistencia o pre-encarnación, sino por identidad corporativa “en Adán”. Adán comparte hoy esa culpabilidad con nosotros.

(e) Los justos en sus propios ojos, incluidos “ministros” y “sacerdotes” de “todas las clases y sectas”, debe incluir a los de nuestra denominación, excepto por la gracia del arrepentimiento.

La lección de la historia es que la diminuta bellota de nuestra “mente carnal” necesita sólo tiempo suficiente y adecuada oportunidad para convertirse en el inmenso roble del pecado del Calvario. Pero aquel que recibe “la mente de Cristo” debe necesariamente recibir también el arrepentimiento de Cristo, el amor de Cristo. Por lo tanto, cuanto más se acerque a Cristo, más se identificará con cada pecador que pueble la tierra, mediante la actitud de arrepentimiento corporativo.

El apóstol Pablo articuló esa brillante idea por primera vez. Cuando la reconocemos, comenzamos a comprender que nosotros también somos deudores “a griegos y a bárbaros, a sabios y a no sabios” (Rom 1:14). Puesto que venimos a unirnos orgánicamente con Cristo por la fe, sus preocupaciones vienen a ser las nuestras, lo mismo que los problemas de un órgano del cuerpo vienen a ser preocupación común de todo el resto de los miembros. Cada miembro creyente del cuerpo anhela cumplir el designio de la Cabeza, del mismo modo que los dedos del violinista “desean” ejecutar con maestría la melodía de la mente que los dirige. En el corazón y en la vida de aquel que cree el evangelio tiene lugar el milagro de los milagros: ¡comienza a amar como Cristo ama!

 

¿Por qué es “fácil” el yugo de Cristo, y “ligera” su carga?

Esa experiencia resuelve mil penosas batallas con la tentación. Mediante la unión corporativa con Cristo, sentimos sinceramente que no poseemos nada por derecho propio. Todas nuestras luchas con el materialismo, amor al mundo, obsesión por el dinero y demás objetos mundanos, sensualidad e indulgencia del yo, son superadas finalmente por la nueva compulsión de esa liberadora unión de mente con Cristo. La idea paulina de “ser deudor”, abre el camino a ese nuevo amor por los demás.

En el terreno de lo práctico podemos preguntarnos: ¿cómo amó Cristo a los pecadores? Si él viniese personalmente hoy a nuestras iglesias, fácilmente nos escandalizaríamos, teniendo en cuenta que “no admitía distinción alguna de nacionalidad, jerarquía social, ni credo”, y que “vino para derribar toda valla divisoria”.

La vida de Cristo fundó una religión sin castas; en la que judíos y gentiles, libres y esclavos, unidos por los lazos de fraternidad, son iguales ante Dios. Nada hubo de artificioso en sus movimientos. Ninguna diferencia hacía entre vecinos y extraños, amigos y enemigos… Nunca despreció a nadie por inútil, sino que procuraba aplicar a toda alma su remedio curativo… Cada descuido o insulto del hombre para con el hombre le hacía sentir tanto más la necesidad que la humanidad tenía de su simpatía divina y humana. Procuraba infundir esperanza en los más rudos y en los que menos prometían (El ministerio de curación, 15-16).

El arrepentimiento produce ese amor práctico en los corazones humanos. No tiene por qué continuar nuestra ineficacia en ganar a otros cuyas malas acciones no comprendemos, ni enorgullecernos por no haberlas cometido nosotros. Queda establecido el puente que elimina esa brecha que nos aislaba de ellos.

Cristo no puede ejercer su ministerio sanador entre aquellos cuyo corazón está congelado en la insensibilidad impenitente. Aunque jamás pecó, no obstante, conoció el arrepentimiento. Por lo tanto, nosotros podemos también sentir una genuina compasión en favor de otros cuyos pecados podemos no haber cometido personalmente, ya que ahora comprendemos que nuestra pretendida bondad no era en realidad más que una falta de “oportunidad”, o una falta de tentación de la misma intensidad. Nuestra obra por ellos resulta ahora algo sincero y vívido; nuestros esfuerzos se vuelven efectivos.

Al ver la desgracia ajena, sentimos de corazón que tal sería nuestro caso, de no ser por la gracia de Dios. Nuestro prójimo no tardará en percibir la realidad de nuestra identidad con él, de la misma forma en que los pecadores sentían la identidad de Cristo con ellos. Comenzarán a oír en nuestra voz los ecos de la voz de Jesús.

 

Solamente alguien perfecto puede experimentar el perfecto arrepentimiento

Cuanto más cristiana es una persona, más fuertes son sus tentaciones y más profundo su arrepentimiento. Así, Cristo es el perfecto Ejemplo de arrepentimiento corporativo. Nunca antes en la historia humana, y nunca después de entonces ha ofrecido nadie a Dios una ofrenda tal de contrición por el pecado humano. Merced a su perfecta inocencia e impecabilidad, sólo Cristo puede sentir perfectamente el peso de toda la culpabilidad humana.

Leemos aquí una bella expresión de esa verdad:

El hombre se había distanciado tanto de Dios al transgredir su ley, que no podía humillarse a sí mismo ante Dios de una manera proporcional a la gravedad de su pecado. El Hijo de Dios podía entender plenamente los provocativos pecados del transgresor, y sólo él, en su carácter impecable, podía efectuar una expiación aceptable para el hombre al sentir la sensación angustiosa del desagrado de su Padre. El dolor y la angustia del Hijo de Dios por los pecados del mundo estuvieron en proporción con su excelsitud y pureza divinas, tanto como con la magnitud de la falta (Mensajes selectos vol. 1, 333).

Dios se goza sabiendo que tendrá un pueblo del que se podrá decir que es “sin mácula delante del trono de Dios” (Apoc 14:5). Aunque pecadores por naturaleza, se aferrarán por fin al perfecto ejemplo de arrepentimiento de Cristo.

En cada paso que demos en la vida cristiana, se ahondará nuestro arrepentimiento. A aquellos a quienes el Señor ha perdonado y a quienes reconoce como su pueblo, él les dice: “Os acordaréis de vuestros malos caminos, y de vuestras obras que no fueron buenas; y os avergonzaréis de vosotros mismos por vuestras iniquidades” [Eze 36:31] (Palabras de vida del gran Maestro, 125).

Ellen White reconoció las profundas implicaciones de una experiencia como esa:

Cuando vemos almas alejadas de Cristo debemos ponernos en su lugar y sentir arrepentimiento en su favor delante de Dios, y no descansar hasta que las llevemos al arrepentimiento. Si hacemos todo lo que podamos y sin embargo no se arrepienten, el pecado está a la puerta de ellas; pero todavía debemos sentir dolor de corazón debido a su condición, mostrándoles cómo arrepentirse y tratando de guiarlas paso a paso a Jesucristo (Ellen White, Comentario bíblico adventista vol. 7, 971).

Aunque sea solamente un débil reflejo, nuestro arrepentimiento en favor de los demás debe estar basado en el arrepentimiento de Cristo “en beneficio de la raza humana”. Sería imposible para cualquiera de nosotros sentir tal preocupación y pesar en favor de otros, si él no las hubiese sentido primero en favor nuestro.

Si “nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”, podemos arrepentirnos, solamente porque él se arrepintió primero en favor nuestro. Porque uno es nuestro Maestro: el Cristo.

Nota:

(N. del T.): Material complementario sobre el particular en: La maravillosa gracia, 164; A fin de conocerle, 33; Exaltad a Jesús, 73; El Deseado de todas las gentes, 85-87 y 91; Mensajes selectos vol. 1, 314, 318 y 320; Youth Instructor, febrero 1874; marzo 1874 54-55. (Volver al texto)


 

8. Cristo llamó al pueblo judío al
arrepentimiento nacional

(índice)

Jesús quedó profundamente chasqueado por la forma en que los judíos respondieron a su llamado al arrepentimiento nacional. Nos dice que está igualmente chasqueado por la respuesta del pueblo adventista.

Tras pasar por la experiencia de arrepentimiento corporativo y bautismo “en beneficio de la raza humana”, Jesús demandó eso mismo de la nación judía: “Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado” (Mat 4:17). También sus discípulos “saliendo, predicaban que los hombres se arrepintiesen” (Mar 6:12).

El mayor chasco de Cristo se debió a que la nación no respondió. “Entonces comenzó a reconvenir a las ciudades en las cuales habían sido hechas muy muchas de sus maravillas, porque no se habían arrepentido” (Mat 11:20). Comparó la nación con aquella higuera que sólo tenía hojas: “Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro (Luc 13:6-9).

La higuera estéril que Jesús maldijo vino a ser un símbolo, no solamente de la gran masa de los judíos, individualmente faltos de arrepentimiento, sino del cuerpo o pueblo corporativo que rechazó a Cristo como nación:

La maldición de la higuera era una parábola llevada a los hechos. Ese árbol estéril, que desplegaba su follaje ostentoso a la vista de Cristo, era un símbolo de la nación judía. El Salvador deseaba presentar claramente a sus discípulos la causa y la certidumbre de la suerte [condenación] de Israel (El Deseado de todas las gentes, 535).

Nuestro Señor había mandado a los doce y después a los setenta, para que proclamaran que el reino de Dios estaba cerca, e invitasen a los hombres a arrepentirse y creer en el evangelio… Tal fue el mensaje dado a la nación judía después de la crucifixión de Cristo, pero la nación que aseveraba ser el pueblo peculiar de Dios rechazó el evangelio que se le traía con el poder del Espíritu Santo (Palabras de vida del gran Maestro, 250).

Nótese cómo el pecado personal había crecido hasta convertirse en pecado nacional. Lo cometieron los dirigentes de la nación, y llevó a la nación a la ruina corporativa:

Cuando Cristo vino, presentando a la nación las demandas de Dios, los sacerdotes y ancianos le negaron su derecho a interponerse entre ellos y el pueblo… se propusieron incitar a la gente a que se volviese contra él, para destruirlo de esa forma (Id. 246, traducción revisada).

 

La impenitencia nacional condujo a la ruina nacional

Solamente el arrepentimiento nacional habría podido salvar a la nación judía de la amenaza de ruina que su pecado nacional le trajo:

Ellos fueron responsables del rechazo a Cristo, y de los resultados que le siguieron. El pecado de una nación y la ruina de esta se debieron a los dirigentes religiosos (Id. traducción revisada).

Pablo señaló que Cristo había venido a ofrecer la salvación primero a la nación que aguardaba la venida del Mesías como la consumación y gloria de su existencia nacional. Pero esa nación había rechazado a Aquel que le hubiera dado vida, y había escogido otro guía cuyo reino acabaría en la muerte. Se esforzó por presentar a sus oyentes el hecho de que sólo el arrepentimiento podía salvar a la nación de la ruina inminente" (Los Hechos de los Apóstoles, 201).

En su última predicación pública, Jesús hizo un llamado final al arrepentimiento a aquellos dirigentes asentados en Jerusalem. El rechazo de estos quebrantó su corazón. Derramando lágrimas de pena, predijo la ruina inminente de la nación: “De cierto os digo que todo esto vendrá sobre esta generación. ¡Jerusalem, Jerusalem…!” (Mat 23:13-37).

Cristo llamó ciertamente a los individuos al arrepentimiento, ya que dijo: “Habrá más gozo en el cielo de un pecador que se arrepiente” (Luc 15:7). Pero hay una marcada diferencia entre el arrepentimiento nacional y el individual. Llamó también a “esta generación mala”, es decir, a la nación. “Los hombres de Nínive se levantarán en juicio con esta generación y la condenarán, porque a la predicación de Jonás se arrepintieron” (Luc 11:32). El destino de la nación, no solamente el de los individuos, pendía en la balanza. 1 Como resplandor de relámpago en noche de tinieblas, esa referencia a Nínive arroja luz sobre la idea que Jesús presenta. El arrepentimiento nacional es algo tan desconocido, que pocos creen que pueda darse realmente. Jesús empleó la historia de Nínive como un ejemplo para probar que aquello a lo que estaba llamando no era ningún imposible. ¡Si una nación pagana puede arrepentirse, la nación que pretende ser el pueblo escogido de Dios debe poder hacer lo mismo!

Como Jonás fue señal para los ninivitas, así será el Hijo del hombre para esta generación… Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán, porque a la predicación de Jonás se arrepintieron. Y aquí hay uno mayor que Jonás (Luc 11:30 y 32).

¿Cómo se arrepintió la pagana Nínive?

Si una imagen vale más que mil palabras, el arrepentimiento de Nínive ilustra vívidamente la respuesta de una nación al llamamiento de Dios. Se arrepintió una nación; no simplemente un grupo disperso de individuos. Encontramos más fácil creer que “un gran pez” engulló y mantuvo vivo a Jonás tres días dentro de sí, que aceptar que un gobierno y una nación pueda arrepentirse ante la predicación de la Palabra de Dios. “Los hombres de Nínive creyeron a Dios y pregonaron ayuno, y se vistieron de sacos desde el mayor de ellos hasta el menor de ellos” (Jonás 3:5). Desde luego, no hay ninguna razón para dudar de la autenticidad de ese relato sagrado.

Ese arrepentimiento comenzó por “el mayor”, y se extendió en sentido descendente según el orden usual en la historia, “hasta el menor de ellos". “Llegó el negocio hasta el rey de Nínive, y se levantó de su silla y echó de sí su vestido, se cubrió de saco y se sentó sobre ceniza. E hizo pregonar y anunciar en Nínive, por mandato del rey y de sus grandes" (Jonás 3:6-7).

Es cierto que el llamado al arrepentimiento no se había originado en el palacio real. Pero el gobierno de Nínive lo apoyó plena y decididamente. La “ciudad” se arrepintió de la cabeza a los pies. ¡Extraordinario! El arrepentimiento fue recibido, tanto a nivel nacional (“hizo pregonar y anunciar en Nínive, por mandato del rey y de sus grandes”) como individual. La advertencia divina había predicho la ruina nacional de Nínive; sus dirigentes condujeron al pueblo al arrepentimiento: un arrepentimiento nacional.

La enseñanza de Jesús fue esta: si eso ocurrió una vez en la historia, ¿por qué no podría suceder lo mismo con los judíos? Podían haber experimentado un arrepentimiento nacional de forma fácil y práctica (¿por qué no podríamos experimentarlo nosotros?). Caifás, el sumo sacerdote, podía haber hecho la proclamación que hizo el rey de Nínive. Lo único que necesitaba era aceptar el principio de la cruz tal como Jesús lo enseñó.

 

Caifás hubiese podido llevar a Israel al arrepentimiento

Concedamos a Caifás el beneficio de la duda. Se podría disculpar que al principio de su ministerio hubiese estado razonable y sinceramente perplejo en cuanto a cómo relacionarse con Jesús. Pero cuando llegó el desenlace de la crisis debió haber tomado firme posición en favor de la Verdad. Podría haber bastado su testimonio ante el sanedrín, en términos parecidos a estos: ‘Por un tiempo no comprendí la obra de Jesús. Vosotros, hermanos, habéis compartido conmigo esa falta de comprensión. Entre nosotros ha sucedido algo que nos ha superado ampliamente. Pero últimamente he investigado fervientemente las Escrituras; he comprendido que bajo su humilde apariencia exterior, Jesús de Nazaret es ciertamente el Mesías verdadero. Cumple los detalles proféticos. Y ahora, hermanos, lo reconozco humildemente como tal y desciendo sin ninguna dilación de mi elevada posición, y soy el primero en reconocerlo como el verdadero Sumo Sacerdote de Israel’.

Si Caifás hubiese pronunciado palabras como esas, se habrían extendido por las cámaras del sanedrín indescriptibles expresiones de sorpresa. Hoy sería honrado en todo el mundo como el dirigente más noble en toda la historia del pueblo de Dios. Pudo haber hecho lo que Moisés quiso hacer (de hecho, Moisés rehusó el trono de Faraón). Los judíos, o muchos de ellos, habrían seguido sin duda las directrices de Caifás. Hemos visto ya cómo los dirigentes religiosos contribuyeron decisivamente a que el pueblo incurriera en culpabilidad nacional. Con igual facilidad habrían podido esos mismos dirigentes conducirlos al arrepentimiento nacional. Cristo hubiese podido morir de alguna otra manera que no fuese perseguido por su propio pueblo, y Jerusalem podría ser hoy “el gozo de toda la tierra”, en lugar de ser una de sus más dolorosas úlceras.

Si la iglesia remanente eligiese por fin seguir al antiguo Israel en su impenitencia, Cristo sufriría en manos de ella la humillación más espantosa que jamás haya experimentado. Sería crucificado de nuevo, herido nuevamente “en casa de [sus] amigos” (Zac 13:6). La indignidad final de la humanidad se acumularía entonces sobre su sacrificio.

Pero la Palabra de Dios debe proclamar buenas nuevas. Cristo no se ofreció a sí mismo en sacrificio para cosechar una derrota. El Día real –o antitípico– de la expiación despeja toda duda. A la luz de la cruz obtenemos la seguridad de que la iglesia vencerá por fin su antiguo y trágico patrón de incredulidad. La iglesia es su posesión adquirida, “la cual ganó por su sangre” (Hechos 20:28). Su pueblo no le privará al fin del galardón que él ganó y merece.

Por una vez la historia no se volverá a repetir. Cristo será plenamente vindicado por su iglesia. Jesús verá que valió la pena el precio infinito que pagó para redimirla. Un sacrificio infinito redimirá y sanará plenamente esa inmensa medida de pecado humano.

Aunque Cristo era “mayor que Jonás” y “mayor que Salomón”, sin embargo, no se mostró en la gloriosa apariencia y pompa de este último, ni hizo “oír su voz en las plazas” como Jonás (Mat 12:42; Isa 42:2). No obstante, los dirigentes judíos tenían sobrada evidencia de su divina autoridad. La cualidad de su solemne llamado al arrepentimiento les convencía de aquello que su orgullo les impedía confesar. Ninguna otra “señal” se le daría a aquella “generación mala y adúltera”. Tras haberse negado a reconocer el último llamado divino al arrepentimiento, nada podía detener la pavorosa suerte de Israel.

Y la firme evidencia de la obra del Espíritu Santo hoy reside en el solemne llamado del Testigo fiel a que nos arrepintamos.

 

La restauración de judíos arrepentidos

En nuestros días persiste una luminosa esperanza para los descendientes del Israel literal:

El endurecimiento en parte ha acontecido en Israel, hasta que haya entrado la plenitud de los Gentiles; y luego todo Israel será salvo… porque sin arrepentimiento son las mercedes y la vocación de Dios… para que, por la misericordia para con vosotros, ellos también alcancen misericordia (Rom 11:25-31).

Obsérvese que el cumplimiento de la profecía gravita sobre una iglesia cristiana arrepentida. En un futuro próximo hemos de asistir al desarrollo de ciertos eventos sorprendentes protagonizados por judíos arrepentidos:

Cuando este Evangelio se presente en su plenitud a los judíos, muchos aceptarán a Cristo como el Mesías… En la proclamación final del evangelio, cuando una obra especial deberá hacerse en favor de las clases descuidadas hasta entonces, Dios espera que sus mensajeros manifiesten particular interés en el pueblo judío que se halla en todas partes de la tierra… eso será para muchos judíos como la aurora de una nueva creación, la resurrección del alma… reconocerán a Cristo como el Salvador del mundo. Muchos recibirán por la fe a Cristo como su Redentor… El Dios de Israel hará que esto suceda en nuestros días. No se ha acortado su brazo para salvar. Cuando sus siervos trabajen con fe por aquellos que han sido mucho tiempo descuidados y despreciados, su salvación se revelará (Los Hechos de los apóstoles, 305-306).

¿Cómo podemos llamar a los judíos a un arrepentimiento tal, a menos que nosotros mismos lo experimentemos? El gran corazón de Dios se mueve a misericordia por ese pueblo sufriente al que aguarda una gran bendición, cuando nosotros estemos preparados como agentes ministradores:

No obstante la terrible sentencia pronunciada sobre los judíos como nación en ocasión de su rechazamiento de Jesús de Nazaret, han vivido de siglo en siglo muchos judíos nobles y temerosos de Dios, tanto hombres como mujeres, que sufrieron en silencio. Dios consoló sus corazones en la aflicción, y contempló con piedad su terrible suerte. Oyó las agonizantes oraciones de aquellos que le buscaban de todo corazón en procura de un correcto entendimiento de su Palabra (Id. 304-305).

A uno se le acelera el pulso al leer esas palabras tan impregnadas de maravillosa esperanza. ¡Qué gozo será poder presenciar el cumplimiento de las brillantes predicciones de Pablo sobre la futura restauración del verdadero Israel! Millones de cristianos miran al Israel literal, ubicado en Palestina, como el cumplimiento. Sin embargo, la sierva del Señor, en armonía con el concepto paulino de la justificación por la fe, predijo el genuino cumplimiento en términos de arrepentimiento de muchos judíos individualmente, que aprenderán de la iglesia remanente el principio de la culpabilidad y arrepentimiento corporativos.

¿Puede suceder en nuestros días?

Sí, si lo deseamos realmente. Los judíos habrán de aprender de nosotros lo que no pudieron aprender hace dos mil años: cómo arrepentirse.

 

Nota:

(N. del T.): Compárese con: “La Iglesia Adventista del Séptimo Día debe ser pesada en la balanza del santuario. Será juzgada conforme a las ventajas que haya recibido. Si su experiencia espiritual no corresponde a los privilegios que el sacrificio de Cristo le tiene asegurados; si las bendiciones conferidas no la capacitaron para cumplir la obra que se le confió, se pronunciará contra ella la sentencia: “Hallada falta” (Joyas de los Testimonios vol. 3, 251). (Volver al texto)



 

9. Cómo selló su suerte la antigua nación judía

(índice)

La historia de su rebelión, desde la A hasta la Z, es estremecedora. La Escritura nos advierte de estar al borde de un desastre similar.

¿Pudo Jesús acusar de un crimen a alguien que era inocente? Si se me acusase hoy de haber iniciado la Primera Guerra Mundial, mi reacción automática sería protestar exponiendo lo absurdo de la acusación: ¡ni siquiera había nacido cuando la contienda comenzó! Sin embargo, Jesús acusó a los dirigentes judíos de su época de culpabilidad por crímenes cometidos antes que cualquiera de ellos hubiese nacido. A primera vista esa acusación contra ellos nos parece injusta.

Encontramos el relato en Mateo 23. Jesús acaba de reconvenir a los escribas i fariseos con una serie de “ayes” acompañados de vívidos destellos de ironía e indignación. Concluye implicándolos en el asesinato de un tal Zacarías: “Para que venga sobre vosotros toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías, hijo de Barachías, al cual matasteis entre el templo y el altar” (vers. 35).

Durante años pensé que ese Zacarías era una víctima a la que habían dado muerte personalmente en el templo contemporáneos de Cristo, no más de 30 o 40 años antes.

 

La culpabilidad humana, de la A a la Z

Me sorprendió descubrir que Zacarías había sido asesinado unos 800 años antes (2 Crón 24:20-21). ¿Por qué hizo Jesús esa acusación a los judíos que le eran contemporáneos?

No era una acusación injustificada. La situación se clarifica cuando comprendemos el principio de la culpabilidad corporativa. Rechazando a Cristo, los dirigentes judíos se hicieron reos de toda la culpabilidad humana, desde la A (Abel) hasta la Z (Zacarías), incluso en el caso de que ninguno de ellos hubiese cometido personalmente un sólo acto de homicidio. Eran uno en espíritu con sus predecesores, que de hecho habían derramado la sangre del inocente Zacarías en el patio del templo (entre el templo y el altar). En otras palabras: lo habrían repetido de nuevo, como efectivamente hicieron con el mismo Jesús.

Al rechazar el llamado al arrepentimiento que Juan Bautista y Jesús proclamaron, estaban asumiendo la culpabilidad de todos los asesinos de víctimas inocentes desde los días de Abel. Uno que no puede errar los estaba atando en una gran gavilla.

Supongamos que los dirigentes judíos se hubiesen arrepentido. De ser así, se hubiesen arrepentido de “la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la fundación del mundo” (Luc 11:59). Y entonces no habrían continuado hasta crucificar a Cristo.

Para comprender el pensamiento de Jesús tenemos que considerar la idea hebrea de la personalidad corporativa. La iglesia es el “Isaac” fruto de la fe, el verdadero descendiente de Abraham, “un cuerpo” con él y con todos los verdaderos creyentes de todas las edades. Pablo dice que Abraham “es padre de todos nosotros”, de todos los creyentes, tanto judíos como gentiles (Rom 4:1-16). Dice incluso de creyentes gentiles. “Nuestros padres… en Moisés fueron bautizados”. “Por un espíritu somos todos bautizados en un cuerpo, ora Judíos o Griegos” (1 Cor 10:1-2 y 12:13). “Todos” significa las generaciones pasadas y la actual.

Así, el cuerpo de Cristo comprende a todos los que han creído en él, desde Adán hasta el último remanente que le dé la bienvenida a su regreso. Según el patrón de pensamiento de Pablo, todos somos como un individuo. Hasta un niñito puede comprender ese principio. Aunque es su mano la que alcanza las golosinas guardadas en aquella bombonera, cuando su madre descubre lo ocurrido, son sus partes posteriores las que reciben el merecido. Para él, eso es perfectamente lógico.

 

El Antiguo Testamento lo expone claramente

(a) Oseas describe a las muchas generaciones de Israel como a un individuo progresando desde la juventud hasta la madurez. Personifica a Israel como a una doncella prometida al Señor. Israel “cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto” (Oseas 11:1 y 2:15).

(b) Ezequiel define la historia de Jerusalem como la biografía de un individuo:

Así ha dicho el Señor Jehová sobre Jerusalem: Tu habitación y tu raza fue de la tierra de Canaán; tu padre Amorreo, y tu madre Hetea… y yo pasé junto a ti, y te miré, y he aquí que tu tiempo era tiempo de amores… y fuiste hermoseada en extremo, y has prosperado hasta reinar (Eze 16:3-13).

Llegaron y pasaron diferentes generaciones de israelitas, pero su identidad personal corporativa permaneció. La nación arrastró la culpabilidad de su “juventud” hasta la madurez, de la manera en que un adulto sigue siendo culpable de los errores cometidos en su juventud, y eso aunque la fisiología nos diga que por entonces han sido renovadas la práctica totalidad de las células de su cuerpo. La identidad moral de una persona permanece, al margen de la composición molecular de su cuerpo.

(c) Moisés enseñó ese mismo principio. Se dirigió a su generación como al mismo “vosotros” que debería sufrir la cautividad en Babilonia unos mil años más tarde (Lev 26:3-40). Llamó así mismo a las sucesivas generaciones a reconocer su culpabilidad corporativa, junto a “sus padres”:

Confesarán su iniquidad y la de sus padres, por su traición y oposición contra mí, por eso yo también me pondré contra ellos y los llevaré al país de sus enemigos. Entonces se humillará su corazón incircunciso y reconocerán su pecado… Antes me acordaré del pacto que concerté con sus padres de ser su Dios, cuando los saqué de Egipto (Lev 26:40-45).

(d) Las sucesivas generaciones reconocieron algunas veces ese principio. El rey Josías confesó: “Grande ira de Jehová es la que ha sido encendida contra nosotros, por cuanto nuestros padres no escucharon las palabras de este libro, para hacer conforme a todo lo que nos fue escrito” (2 Reyes 22:13). No dijo nada sobre la culpabilidad de sus contemporáneos: así de obvio le parecía que la culpabilidad de su generación era compartida con la de las precedentes.

(e) Esdras identifica la culpabilidad de su generación con la de sus padres: “Desde los días de nuestros padres hasta este día estamos en grande culpa; y por nuestras iniquidades nosotros, nuestros reyes, y nuestros sacerdotes, hemos sido entregados en manos de los reyes de las tierras” (Esdras 9:7). “Nuestros reyes” ha de referirse a generaciones previas, ya que en los días de Esdras no había rey en Israel.

(f) Es muy significativa la relación entre David y Cristo. Los salmos de David expresan tan perfectamente lo que Cristo experimentó posteriormente, que el Salvador usó las palabras de David para dar expresión a los sentimientos de su propio corazón quebrantado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Sal 22:1; Mat 27:46). Cristo es el Verbo hecho carne. En ningún otro lugar aparece tan claramente reflejada la perfecta relación corporativa entre la “Cabeza” y los “miembros”, como en la relación entre David y Cristo. Cristo se denominó a sí mismo “Hijo de David”. Se alimentó de las palabras escritas por David y vivió las experiencias de él. La perfecta descripción que hizo de sí mismo en el Antiguo Testamento, mediante las palabras y experiencia de los profetas, las vivió en su propia carne mediante la fe.

(g) Esa idea de identidad alcanza su Zenit en El Cantar de Salomón, la historia de amor de los siglos. Cristo ama a una “mujer”, su iglesia. Israel, la doncella alocada que es rescatada de Egipto, la voluble joven en su tiempo “de amores”, la mujer infiel en los días del reinado, “abandonada y triste de espíritu” en cautividad, se convierte por fin en la penitente y madura esposa de Cristo. Finalmente, mediante el arrepentimiento corporativo, está madura para ser su compañera.

 

¿Lo habríamos hecho nosotros mejor?

Imaginémonos a nosotros mismos en aquel fatídico viernes por la mañana entre la multitud reunida ante Pilato. El extraño prisionero está atado. Está bien visto sumarse en expresiones de condenación. Ni una sola voz se levanta en su defensa.

Supongamos, apreciado lector, que estás relacionado con el gobierno de Pilato, o que formas parte del equipo de trabajo de Caifás, el sumo sacerdote. Mantienes a tu familia con tu sueldo. ¿Tendrías el valor de levantarte solo y clamar así?: ‘¡Estamos cometiendo un tremendo error! Este hombre es inocente de las acusaciones hechas en su contra. Él es lo que dice ser: el divino Hijo de Dios. ¡Apelo a vosotros, Pilato y Caifás: ¡aceptadlo como al Mesías!’

Supón que tu círculo íntimo de amigos se ha entregado ya a la burla y al escarnio de Jesús. ¿Tendrías (y tendría yo) el valor de enfrentarte solo a ellos y reprenderlos por su conducta?

Comprendiendo cuán fácilmente podría llevarte a la cruz también a ti un intento de defender a Jesús, ¿te atreverías (o me atrevería) a levantar la voz? La respuesta es bastante obvia. Decir que la iglesia –como cuerpo mundial– no puede conocer ese arrepentimiento, ante la visión de aquella magna cruz donde agonizó el Príncipe de gloria, es equivalente a despreciar su amante sacrificio, pretendiendo que fue en vano.

 

Pentecostés: la historia de Israel no fue en vano

El llamamiento de Jesús a los judíos no logró conmoverlos. Sin embargo, en Pentecostés ocurrió una gloriosa demostración de arrepentimiento corporativo. Su llamamiento había dado finalmente fruto.

Las tres mil almas convertidas en aquel día, probablemente no habían gritado personalmente “¡Crucifícale, crucifícale!” en las escenas de la pasión de Jesús, ni se habían burlado personalmente de él cuando pendía de la cruz. Sin embargo, reconocieron que compartían la culpabilidad con aquellos que sí lo habían hecho.

Los dirigentes judíos, por el contrario, continuaban obstinadamente rehusando hacer tal cosa: “¿No os denunciamos estrechamente que no enseñaseis en ese nombre?… queréis echar sobre nosotros la sangre de este hombre” (Hechos 5:28). ¡De ninguna manera aceptaban la culpabilidad corporativa! Nosotros, los adventistas del séptimo día, hemos negado también la nuestra por décadas. Los judíos cerraban así la puerta a su única esperanza de salvación.

Pentecostés ha inspirado al pueblo de Dios durante unos dos mil años. ¿Qué hizo posible ese extraordinario acontecimiento? El pueblo aceptó la realidad de su propia culpabilidad corporativa y confesó sinceramente su participación en el mayor pecado de todos los tiempos: aquel del que sus dirigentes habían rehusado arrepentirse. Pentecostés fue un ejemplo del laicado elevándose por encima del nivel espiritual de sus dirigentes. El derramamiento final del Espíritu Santo en la lluvia tardía será una expansión de la experiencia de Pentecostés.

Unos pocos meses después tuvo lugar una reacción de los dirigentes contra Pentecostés. El sanedrín rehusó aceptar la exposición hecha por Esteban, a propósito de su culpabilidad corporativa demostrada en su historia nacional: “Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros resistís siempre al Espíritu Santo: como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? y mataron a los que antes anunciaron la venida del Justo, del cual vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores” (Hechos 7:51-52). “Entonces dando grandes voces, se taparon sus oídos, y arremetieron unánimes contra él; y echándolo fuera de la ciudad, le apedreaban” (vers. 57-58).

¿Comprendemos cuál es el patrón de actuación? Comenzó con Caín. Una generación tras otra rehusó reconocer su culpabilidad corporativa. Finalmente el impenitente Israel demostró por siempre al mundo cuál es el final trágico de la impenitencia nacional. “Y estas cosas les acontecieron en figura, y son escritas para nuestra admonición, en quienes los fines de los siglos han parado” (1 Cor 10:11).

Pero en aquella hora trágica en la que Israel sellaba su destino asesinando a Esteban, la verdad comenzaba a desarrollar su bendita obra en el corazón de un alma sincera. Conduciría finalmente a la corrección del pecado de Israel. “Los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un mancebo que se llamaba Saulo”. La conciencia despertada de aquel joven concibió la gran idea de un “cuerpo de Cristo” mundial que demostraría finalmente el fruto pleno y cabal de las bendiciones del arrepentimiento que los judíos rechazaron.


 

10. Urgencia del llamado de Cristo al arrepentimiento

(índice)

Tras haber presenciado más de ciento cincuenta años de paciente espera por su parte, podemos estar tentados a tomar con ligereza la urgencia con la que nos amonesta. Pero no hay lugar para el descuido irreverente. Cristo espera una acción decidida.

La denominación conocida como Iglesia Adventista del Séptimo Día está reconocida en los escritos de Ellen White como la iglesia “remanente” de la profecía. Desde los inicios nuestros pioneros la creyeron el cumplimiento de la profecía de Apocalipsis. Siendo eso cierto, poseemos una auténtica identidad denominacional. Si no lo fuese, entonces no habría razón válida para nuestra existencia:

En un sentido muy especial, los adventistas del séptimo día han sido colocados en el mundo como centinelas y transmisores de luz. A ellos ha sido confiada la tarea de dirigir la última amonestación a un mundo que perece… Una obra de la mayor importancia les ha sido confiada: proclamar los mensajes del primero, segundo y tercer ángeles.
Las verdades que debemos proclamar al mundo son las más solemnes que jamás hayan sido confiadas a seres mortales. Nuestra tarea consiste en proclamarlas. El mundo debe ser amonestado, y el pueblo de Dios tiene que ser fiel a su cometido (Joyas de los Testimonios vol. 3, 288; Ver también Joyas de los Testimonios vol. 1, 65-66; Mensajes selectos vol. 1, 106-109; Ellen White, Comentario bíblico adventista vol. 7, 970-974).

Hoy en día hay quienes ponen en duda nuestro destino profético desde posiciones muy diferentes, suponiendo que la iglesia organizada ha fracasado tan estrepitosamente que ha dejado de ser la iglesia remanente de la profecía. Esa mentalidad separatista se origina en una carencia de las verdades contenidas en el mensaje de 1888. Las buenas nuevas del mensaje de 1888 son como vitaminas esenciales para el organismo humano; su ausencia prepara el terreno para la enfermedad.

No hemos captado las grandes dimensiones de la gracia de Dios, una de las cuales es el concepto de 1888 de la justificación por la fe. No solamente lo hemos dejado de comprender, sino que lo hemos negado. Se ha creado así un vacío, a donde se han precipitado innumerables herejías legalistas causantes de confusión y desánimo. Al suprimir por décadas el “preciosísimo mensaje” se ha desarrollado un espíritu rígido, y en ocasiones implacable y desprovisto de caridad, basado en nuestra preocupación egocéntrica. Nuestra preocupación suprema se ha centrado en nuestra propia seguridad: la salvación de nuestras pobres almas. Ese temor religioso despierta la peor respuesta en la naturaleza humana. La preocupación por Cristo mismo es una motivación de orden muy superior. La presencia en la iglesia de “santos airados” debe ser causa de grave quebranto para el Señor. Si bien la justa indignación puede ser encomiable, la ira y la aspereza están totalmente fuera de lugar en la iglesia remanente. Algunas voces estridentes en la iglesia muestran una increíble falta de amor cristiano y de la debida cortesía. Es un grave error suponer que Elías no estaba lleno de simpatía y caballerosidad cristianas. El reproche santificado va siempre acompañado de las lágrimas en la voz y en la pluma. 1 Durante décadas hemos privado sistemáticamente a nuestro pueblo de la gracia sobreabundante de ese mensaje de 1888 que cambia los corazones. Afirma un viejo refrán inglés que son los animales hambrientos los que se vuelven agresivos.

 

La fuente secreta del veneno separatista

Es grave no comprender la verdadera naturaleza del agape. Algunos en posturas de crítica, perdida ya la esperanza, son incapaces de concebir que el amor de Dios pueda ser fiel a una iglesia infiel, descarriada. Dan por hecho que el amor de Dios es como el del hombre: condicionado al valor o bondad del objeto amado y dependiente de él. (Nos enamoramos de lo bello; no concebimos enamorarnos de lo feo). Miran, pues, la condición debilitada y defectuosa de la iglesia y se preguntan si puede continuar el amor de Dios por ella. Se dicen: ‘La iglesia ha fracasado; por lo tanto, el paciente amor de Dios por ella debe haber llegado a su fin’.

Pero el amor de Dios (agape), siendo soberano e independiente, crea valor y bondad en el objeto amado. Es su cualidad creadora lo que garantiza el éxito del mensaje al ángel de la iglesia en Laodicea.

Los partidarios de la disidencia o separación conciben ese paciente y perseverante amor como impropio de Cristo; demasiado contemporizador como para ser verdadero. Pero no comprenden el agape. Les parece “blando”, cuando en realidad es tan duro como el acero. No comprenden su poder, no comprenden que es soberano e independiente, y por lo tanto, libre para amar aquello que no es “amable”. Tan fuerte es, que convertirá una iglesia tibia en una iglesia arrepentida. Es capaz de triunfar al fin, convirtiendo almas sinceras desde posiciones tanto liberales como conservadoras, llevando a hermanos distanciados a la armonía de mente y corazón.

La mentalidad separatista no considera que el honor y la vindicación de Cristo mismo están íntimamente subordinados al arrepentimiento de la iglesia denominacional. Ven los pecados de la iglesia como imperdonables, o al menos irreversibles, y por lo tanto no creen posible el arrepentimiento denominacional. De otro lado, los dirigentes exacerbamos a menudo el problema al pretender que “todo está bien”, y que por lo tanto es innecesario el arrepentimiento denominacional. Algunas personas sinceras que desconocen el mensaje de la justicia de Cristo se entregan a la articulación de agudos reproches que conciben como “testimonio directo”, separándose de la congregación de la iglesia organizada.

Eso no es sabio; es innecesario, y es erróneo. Cristo jamás nos llama a abandonar la iglesia. Nos llama a arrepentirnos con la iglesia, a ‘gemir y clamar’ positiva y efectivamente, en lugar de negativamente. Una voz inspirada nos da seguridad del arrepentimiento denominacional final. El concepto está implícito en mensajes como los siguientes:

Se me ha instruido que diga a los adventistas de todo el mundo que Dios nos ha llamado como un pueblo que ha de constituir un tesoro especial para él. Él ha dispuesto que su iglesia en la tierra permanezca perfectamente unida en el Espíritu y el consejo del Señor de los ejércitos hasta el fin del tiempo (Carta 54, 1908; Mensajes Selectos vol. 2, 458).

Confiad en la vigilancia de Dios. Su iglesia debe ser enseñada. Aunque es débil y defectuosa, constituye el objeto de su consideración suprema (Carta 279, 1904; Id. 457).

Si bien ha habido disputados esfuerzos por mantener nuestro carácter distintivo, como cristianos bíblicos siempre hemos estado ganando terreno (Carta 170, 1907; 396-397).

La evidencia que hemos tenido durante los pasados cincuenta años [ahora más de 150] de la presencia del Espíritu de Dios con nosotros como pueblo, será la prueba para aquellos que se están poniendo del lado del enemigo, y disponiéndose contra el mensaje de Dios (Carta 356, 1907; 397).

Puede parecer que la iglesia está por caer, pero no caerá. Permanece en pie, mientras los pecadores que hay en Sión son tamizados, mientras la paja es separada del trigo precioso. Es una prueba terrible, y sin embargo tiene que ocurrir (Id. 380).

Me siento animada y bendecida al reconocer que el Dios de Israel está guiando todavía a su pueblo, y que continuará estando con él hasta el fin.
He sido instruida para que diga a mis hermanos en el ministerio: Que los mensajes que provengan de vuestros labios estén llenos del poder del Espíritu de Dios… Ha llegado ya la plenitud del tiempo para dar al mundo una demostración del poder de Dios en nuestras propias vidas y en nuestro ministerio (Id. 406-407).

El mensaje de Cristo a Laodicea, su propio carácter de agape, está en juego ante el universo celestial. ¿Producirá su efecto? ¿O seguirá pasando un siglo tras otro, dejando sin cumplir la gran obra que el mensaje amonesta a realizar?

 

Hechos establecidos

(a) Es evidente que los dirigentes humanos de su iglesia constituyen la gran preocupación del Señor. “Los ministros de Dios están simbolizados por las siete estrellas… Los ministros de Cristo son los guardianes espirituales de la gente confiada a su cuidado” (Obreros Evangélicos, 13-14). “El que tiene las siete estrellas en su diestra… dice estas cosas” (Apoc 2:1). “Estas palabras son dirigidas a los maestros de la iglesia, a aquellos a quienes Dios confió pesadas responsabilidades” (Los Hechos de los apóstoles, 468). Son “aquellos que ocupan los puestos que Dios ha señalado para la dirección de su pueblo” (Id. 133). Si rehúsan el llamamiento especial de Cristo al arrepentimiento, la organización de la iglesia se desintegrará finalmente. Pero los dirigentes pueden responder al llamamiento de Cristo, y Apocalipsis indica que antes del fin lo harán.

(b) Cristo respeta la organización de la iglesia. Su plan es que “el ángel de la iglesia” se arrepienta primeramente, y que ministre luego la experiencia a la iglesia mundial. 2 Cuando los dirigentes de la iglesia rechazaron “en gran medida” el mensaje en 1888, Dios no los desechó; permitió que la incredulidad de ellos detuviese su obra durante al menos un siglo. Verdaderamente, si esa incredulidad persistiese siglo tras siglo, habría que evocar una extraña inmunidad por la que Dios permitiese que un impenitente “ángel de la iglesia” frustrase indefinidamente su propósito.

(c) Sin embargo, tenemos una animadora promesa a la que aferrarnos. Llegará el tiempo en el que el Señor pondrá de lado a los dirigentes impenitentes. En 1885, tres años antes del “comienzo” del mensaje del fuerte pregón en 1888, Ellen White escribió lo que sigue al presidente de la Asociación General, un hombre que posteriormente eligió rechazar el “preciosísimo mensaje” cuando este llegó:

A menos que los que puedan ayudar en ––– despierten y comprendan cuál es su deber, no reconocerán la obra de Dios cuando se oiga el fuerte clamor [o pregón] del tercer ángel. Cuando resplandezca la luz para iluminar la tierra, en lugar de venir en ayuda del Señor, desearán frenar la obra para que se conforme a sus propias ideas estrechas. Permítame decirle que el Señor actuará en esa etapa final de la obra en una forma muy diferente de la acostumbrada, contraria a todos los planes humanos. Habrá entre nosotros personas que siempre querrán controlar la obra de Dios y dictar hasta los movimientos que deberán hacerse cuando la obra avance bajo la dirección de ese ángel que se une al tercero para dar el mensaje que ha de ser comunicado al mundo. Dios empleará formas y medios que nos permitirán ver que él está tomando las riendas en sus propias manos. Los obreros se sorprenderán por los medios sencillos que utilizará para realizar y perfeccionar su obra en justicia (Testimonios para los ministros, 300. Carta a G.I. Butler, 1 octubre 1885, original sin cursivas).

Nadie conoce la forma precisa en la que Dios tomará “las riendas en sus propias manos”. Si bien su amor es infinito, su paciencia tiene un límite. Su amor por un mundo perdido resultará ser mayor que su paciente tolerancia con la continua tibieza adventista. Cristo murió por el mundo. Llegará el momento en el que no tolerará más la impenitencia voluntaria y persistente. Es muy capaz de manifestar su justa indignación, y cuando llegue el día de su indignación, “¿quién podrá estar firme?”

Cuando el llamado de Cristo al arrepentimiento sea escuchado por “el ángel de la iglesia en Laodicea”, la contrición y reconciliación se extenderán al cuerpo mundial de la iglesia más rápidamente de lo que creemos posible. Los corazones se humillarán y finalmente habrá un pueblo preparado para proclamar el mensaje del fuerte pregón al mundo por el que Cristo murió. No hay razón por la que esta gran obra no hubiese de cumplirse en nuestros días.

 

¿Rechazará Cristo a Laodicea?

“El Padre a nadie juzga, mas todo el juicio dio al Hijo” (Juan 5:22). A su vez, Cristo dice del que no cree en él: “No le juzgo” (Juan 12:47). Según eso, los únicos a quienes “juzga” es aquellos a quienes vindica. De hecho, “Laodicea” significa “vindicación del pueblo” del pueblo de Dios.

El mensaje reconoce a la iglesia como el objeto supremo de la atención de Cristo. Su llamamiento final denota que él tiene esperanza de éxito, que espera plenamente la respuesta de su iglesia; de otra forma no malgastaría su divino esfuerzo. Su llamamiento expresa su confianza en el agape como poder motivador.

Por otra parte, el lapso de tiempo de más de un siglo indica que su paciencia y longanimidad tienen el definido propósito de triunfar. No prestaría esa atención a algo que supiese que finalmente tendría que abandonar. Por lo tanto, el mensaje a Laodicea está lleno de esperanza. “Laodicea” no significa fracaso. Lo que falla en Laodicea no es su nombre, sino su tibieza, su ceguera, su pobreza. Pero no está en duda su identidad como la última de las siete iglesias.

Es cierto que ciertos individuos no se arrepentirán nunca. Leemos a propósito de ellos,

La imagen de vomitar de su boca significa que no puede ofrecer vuestras oraciones o vuestras expresiones de amor a Dios. No puede aprobar vuestra enseñanza de su palabra ni vuestra obra espiritual de ninguna manera. No puede presentar vuestros ejercicios espirituales pidiendo que se os conceda su gracia (Testimonies vol. 6, 408).

Para algunos, quizá para muchos, ese rechazo personal puede haberse dado ya en nuestros días. Dirigentes que han rechazado el llamado de Cristo pueden continuar en puestos de dirección y seguir dando mensajes contemporizadores:

La gloria del Señor se ha apartado de Israel; aunque muchos perseveraban en las formas de la religión, faltaban el poder y la presencia de Dios… Así el clamor de paz y seguridad es dado por hombres que no volverán a elevar la voz como trompeta para mostrar al pueblo de Dios sus transgresiones y a la casa de Jacob sus pecados. Estos perros mudos que no querían ladrar son los que sienten la justa venganza de un Dios ofendido (Joyas de los Testimonios vol. 2, 65-66; 1882).

Dios ha prometido que allí donde los pastores no sean fieles, él mismo tomará a cargo el rebaño. Dios no ha hecho jamás al rebaño enteramente dependiente de los instrumentos humanos. Pero los días de la purificación de la iglesia se están acercando rápidamente. Dios tendrá un pueblo puro y verdadero… A los que han demostrado ser infieles no se les confiará entonces el rebaño (Testimonies vol. 5, 80).

Hay alarmante evidencia de que en cierto sentido el Señor “vomitó” a aquellos que inicialmente rechazaron el comienzo del mensaje del fuerte pregón en la era de 1888:

Si hombres tales como el pastor Smith, Van Horn y Butler quieren permanecen al margen, no fundiéndose con los elementos que Dios ve como esenciales para llevar adelante la obra en estos tiempos peligrosos, serán dejados atrás… Esos hermanos… encontrarán una pérdida eterna; ya que aun en el caso de que se arrepientan y se salven finalmente, no podrán jamás recuperar aquello que perdieron mediante su curso de acción equivocado (Carta, 9 enero 1893; The Ellen G. White 1888 Materials, 1128).

La asamblea de Minneapolis fue la oportunidad de oro para todos los presentes, para humillar el corazón ante Dios y dar la bienvenida a Jesús como el gran Instructor, pero la posición tomada por algunos en esa reunión resultó ser su ruina. Desde entonces nunca han visto ya claramente, ni volverán a ver, puesto que acarician persistentemente el espíritu que allí prevaleció, un espíritu inicuo, criticador, denunciatorio (Id. 1125-1126).

Obsérvese no obstante: Ellen White no afirma en esas declaraciones que esos queridos hermanos se perderán finalmente. Lo que dice es que jamás recobrarían el mensaje o la experiencia que rechazaron.

La historia ha demostrado la certeza de esas predicciones. Incluso aunque los hermanos dirigentes que ella cita confesaron finalmente su error, jamás recuperaron el mensaje ni conocieron el gozo de proclamarlo. Sus libros, sermones y artículos permanecen archivados a disposición de quien quiera inspeccionarlos: los elementos que hicieron del mensaje de 1888 el “comienzo” del fuerte pregón, brillan allí tristemente por su ausencia. En By Faith Alone, Norval F. Pease reconoce que hacia el cambio de siglo, ninguno de aquellos que inicialmente rechazó el mensaje lo estaba proclamando (ver p. 164).

En ese sentido, los hombres en cuestión se encontraron con una “pérdida eterna”. En ese particular sentido –el referido por Ellen White en la declaración de Testimonies vol. 6, 408–, fueron “vomitados” de la boca del Señor como dirigentes de la iglesia, a pesar de seguir ocupando puestos de responsabilidad hasta su muerte.

¡Qué lección para nosotros! El llamamiento de Cristo al “ángel de la iglesia en Laodicea” no es para tomárselo a la ligera. No se trata de ningún tipo de broma o juego. Es algo solemne. ¡Qué penoso espectáculo, el de uno que actúa arrogantemente como dirigente, pastor, responsable de iglesia o anciano, siendo que Cristo no tiene nada que ver con él! Pero las palabras de Cristo están lejos de predecir el total fracaso corporativo de Laodicea.

 

La última gran controversia entre Cristo y Satanás

Ocasionalmente se han producido disidencias bajo la asunción de que Cristo ha rechazado ya a toda la dirección de su iglesia. Su origen radica en una comprensión equivocada del llamamiento de Cristo al arrepentimiento. Se dan como hechos el que (a) el llamamiento es al arrepentimiento individual; (b) se lo ha comprendido debidamente; (c) se lo ha rechazado. La Escritura, por el contrario, revela que (a) el llamamiento es al arrepentimiento corporativo y denominacional; (b) la historia demuestra que no ha sido debidamente comprendido; (c) por lo tanto, no ha sido rechazado; al menos, no final e inteligentemente rechazado.

Si fuese cierto que finalmente el cuerpo de Cristo rechazase su llamamiento, la iglesia verdaderamente se condenaría. Pero ese gran “si” condicional no es cierto. Tal cosa requeriría el fracaso del mensaje a Laodicea y la derrota final del Señor Jesús como fiel y divino Amante. Todo el que se incline por esa derrota final de Jesús está en realidad en el bando del enemigo, ya que es Satanás quien triunfa entonces. Incluso la inclinación a dudar de si ese “si” pudiera ser finalmente cierto parte de una incredulidad pecaminosa desleal a Cristo.

Satanás asaltó constantemente al Hijo de Dios con el “si” capcioso, a fin de torturar su alma. “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras…”, “si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz…”, “confió en Dios, líbrele ahora si le quiere…” Nos ponemos del lado de Satanás si nos entregamos a pensamientos como ‘si la Esposa no se arrepiente y no está preparada’, ‘si la iglesia no responde’, etc. Esas dudas en cuanto a la completa vindicación de Cristo paralizan la devoción, lo mismo que los gases letales lo hacen con la voluntad. Nadie que albergue la secreta duda de que tal cosa sea posible o necesaria, puede trabajar eficazmente en favor del arrepentimiento denominacional. Esa duda está en la base de gran parte de la actual confusión, inercia y desunión. Significa traición a Cristo, tan ciertamente como la traición de Judas o la negación de Pedro.

La medicina debe ser adecuada a la enfermedad. Es el designio de Cristo que ese arrepentimiento sea ministrado por la iglesia en su conjunto.

Es cierto que debemos luchar para dominar el mal genio, para obtener la victoria sobre el apetito pervertido, las diversiones, la ostentación en el vestir, la sensualidad y mil cosas más. Pero lo que el Señor destaca en su llamamiento de Apocalipsis 3 es que como iglesia, y más particularmente como dirigentes de iglesia, somos culpables de pecado denominacional. Específicamente de (a) orgullo denominacional (“tú dices: soy rico y estoy enriquecido”); (b) autosatisfacción denominacional (“tú dices… no tengo necesidad de ninguna cosa”); (c) autoengaño denominacional (“y no conoces…”); (d) alardes de éxito denominacional, que no cuentan con la validación divina (“tú eres un cuitado y miserable y pobre y ciego y desnudo”).

Se proponen remedios específicos: “Oro afinado en fuego”, “vestiduras blancas” y “colirio”. Las mentes de los dirigentes de la iglesia serán vívidamente impresionadas como nunca antes lo fueron, cobrando un sentido de nuestra posición real ante el universo. “La casa de David” se humillará profundamente ante una nueva visión de la crucifixión de Cristo y de su participación en ella, y entonces “habrá manantial abierto… para el pecado y la inmundicia” (Zac 12:10-11 y 13:1 y 6).

 

Podemos y debemos triunfar allí donde fracasaron los judíos

Con el registro sagrado del arrepentimiento de Nínive como modelo, podemos ver el patrón que ha de tener lugar hoy: “Desde el mayor de ellos hasta el menor de ellos”. El arrepentimiento que demanda el mensaje a Laodicea se extenderá de arriba hacia abajo a través de toda la iglesia mundial. A menos que el sacrificio de Cristo haya sido en vano, finalmente llegará, y apresurar ese día es tanto el privilegio del escritor como del lector de este libro.

Cuando eso sea comprendido y abrazado por el “ángel” de la iglesia, los métodos serán singularmente efectivos. El Espíritu Santo –no las técnicas promocionales de Madison Avenue– lo hará “pregonar y anunciar” como en los días de Nínive. ‘El rey y sus grandes’ se alistarán decididamente por aquello a lo que Cristo llama (ver Jonás 3:5-9). Ese principio inviste a cada miembro individual de vital importancia. El arrepentimiento corporativo no solamente ‘gime y clama’, sino que obra efectivamente por la fe de Cristo, cooperando con él en su obra final de expiación. “El más débil entre ellos, en aquel tiempo será como David, y la casa de David como Dios, como el ángel del Eterno ante ellos” (Zac 12:8). El Señor puede todavía emplear instrumentos humildes para desempeñar una gran obra. Pero estos habrán de ser diligentes en su preparación, disciplinar su mente e informarse debidamente.

Aunque en el pasado hayan sido rechazados los llamamientos del Señor al arrepentimiento, no debemos atenernos a que su llamado final acabe igualmente en el fracaso. El cuadro profético es claro: al final del tiempo debe suceder algo que nunca antes sucedió. Se debe revertir la larga y triste historia de milenios de tinieblas. La enseñanza bíblica de la purificación del santuario requiere tal cosa. La iglesia remanente glorificará al Señor y lo vindicará en una medida en la que jamás lo ha hecho con anterioridad. El elemento clave será un mensaje verdadero y puro de justicia por la fe: “el mensaje del tercer ángel en verdad”.

 

Una evidencia es más importante que nuestros sentimientos subjetivos

Nuestro intento falible de calibrar la bondad o maldad relativa de la iglesia no es un método válido de juicio. Su identidad no depende de nuestro enjuiciamiento humano subjetivo en relación con sus virtudes y defectos. Depende de los criterios objetivos de la profecía bíblica y de la capacidad creativa del agape. Así, la prueba real de nuestra fe se centra en la Escritura misma.

Las profecías de Daniel y Apocalipsis señalan el surgimiento de una iglesia de los últimos días comisionada para proclamar el evangelio eterno en su marco final. La historia de la formación de nuestra iglesia demuestra que cumple los criterios, aunque hasta el momento haya fracasado en cumplir su propósito.

La solución a su problema de evidente infidelidad es el arrepentimiento denominacional, no la desintegración denominacional. Se trata de la obra que el Sumo Sacerdote ministra en el Día final de la expiación. La profecía de Daniel 8:14 asegura que “el santuario será purificado”, no que quizá lo sea o que podría serlo. Ha llegado el tiempo de creerlo de todo corazón, de forma que podamos soltar el lastre y cooperar unánimes con Cristo y su obra.

 

Lo verdaderamente importante: el honor de Cristo

Vemos que su iglesia “se ha preparado” por fin para ser la Esposa de Cristo. Él anhela ese resultado concreto de su sacrificio. Ha sufrido lo indecible, y finalmente su iglesia se entregará a él totalmente, como una esposa lo hace con su esposo.

Hay miembros de iglesia sinceros que ponen en duda que una vindicación tal pueda producirse algún día. Deberían comprender que tales dudas obstaculizan en verdad la obra de Dios. Motivan la deserción hacia las filas de aquel cuya determinación es que Cristo no sea finalmente honrado. El problema más grave para el Señor no son los enemigos externos de su obra, sino la ceguera e incredulidad entre sus profesos seguidores.

¿Nunca hemos oído de una novia que en plena ceremonia nupcial rehusó aceptar al novio, a pesar del fiel amor que él le profesaba a ella? ¿No se sentiría el novio terriblemente humillado?

¿Podemos imaginar escena más trágica, al final de la historia, que un Cristo chasqueado, llamando en vano “a la puerta”, para volverse finalmente en la humillación de la derrota? ¡Eso es lo que quisiera el diablo! ¿Por qué le habríamos de conceder siquiera esa posibilidad? La imagen que presenta la Biblia es la de un éxito completo. “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal 51:17). En virtud del sacrificio infinito en el Calvario, debemos elegir creer que el mensaje a Laodicea cumplirá finalmente su objetivo:

Lo que Dios quiso hacer en favor del mundo por Israel, la nación escogida, lo realizará finalmente mediante su iglesia que está en la tierra hoy. Ya dio “su viña… a renta a otros labradores”, a saber, a su pueblo guardador del pacto, que le dará fielmente “el fruto a sus tiempos” (Profetas y reyes, 526).

La iglesia de Laodicea es la iglesia del nuevo pacto. No es que el Señor permanezca fiel a causa de la bondad intrínseca de ella, sino porque Jehová es un Dios guardador del pacto. “No por tu justicia, ni por la rectitud de tu corazón entras a poseer la tierra de ellos; mas por… y por confirmar la palabra que Jehová juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob” (Deut 9:5). El carácter de Cristo, su fidelidad al pacto, nos dan seguridad de que el mensaje a Laodicea no fracasará.

No nos corresponde sentarnos a juzgar el llamado del Señor y deliberar sobre él como si se tratase de una mera sugerencia de manufactura humana. ¡Ni en pensamiento hagamos tal cosa! ¿No nos parece suficiente que el Señor nos llame al arrepentimiento? ¿Se atreverá alguien a decir: ‘Está bien; la idea es interesante, pero dudo que funcione’?, ¿o bien: ‘Mi opinión personal es que no estamos tan mal como para necesitar el arrepentimiento denominacional’? Ningún comité ni Asociación deberían osar contradecir el llamamiento de Cristo.

Leemos que

Con infalible exactitud el Infinito sigue llevando cuenta con las naciones. Mientras ofrece su misericordia y llama al arrepentimiento, esta cuenta permanece abierta; pero cuando las cifras llegan a cierta cantidad que Dios ha fijado, el ministerio de su ira comienza. La cuenta se cierra. Cesa la paciencia divina (Profetas y reyes, 269).

Si lleva cuenta con las naciones, ¿no podría también llevar cuenta con las denominaciones?

El universo celestial nos observa atentamente en su equivalente a nuestra televisión. Contempla también la crucifixión del Príncipe de gloria. Sabe que el Señor hace un llamamiento a humillar el corazón, a la contrición, a someter el alma, dirigido a la denominación que se enorgullece de ser la “iglesia remanente”.

¿Qué respuesta va a presenciar por parte de nuestra generación?

 

 Notas:

1.      (N. del T.): Ver un ejemplo en Testimonies for the Church vol. 5, 77: “¿Quién puede saber si los predicadores fieles, firmes y verdaderos hayan de ser los últimos en ofrecer el evangelio de paz a nuestras iglesias desagradecidas? Puede muy bien ser que los destructores estén preparados bajo la mano de Satanás, esperando solamente la partida de algunos pocos más portaestandartes para tomar sus lugares, y clamar con la voz del falso profeta: ‘Paz, paz’, cuando el Señor no ha dicho paz. Muy rara vez lloro, pero mis ojos están ahora llenos de lágrimas que caen sobre el papel mientras escribo…” (Volver al texto).

2.      ¿Y si los dirigentes fallasen o rechazasen el llamamiento del Señor? La historia de Israel demuestra que “el pueblo” puede intervenir, pedir y llevar al arrepentimiento. Ver Jeremías 26. (Volver al texto).



 

11. Cómo puede arrepentirse una iglesia

(índice)

¿Está nuestra maquinaria interfiriendo con la obra del Espíritu Santo? A medida que crecemos y crecemos ¿es inevitable que nos alejemos de Cristo? Tiene que haber una respuesta.

 ¿Cómo puede arrepentirse una gran iglesia organizada? ¿No se puede evitar que se vuelva espiritualmente cada vez más desunida y falta de coordinación, como un paralítico cerebral cuya mente es incapaz de controlar sus gestos espasmódicos y sin propósito?

La cualidad esencial del arrepentimiento sigue siendo la misma en toda edad y circunstancia. Son las personas quienes se arrepienten, no las máquinas ni las organizaciones. Pero el arrepentimiento al que se llama a Laodicea es singular en circunstancias, profundidad y extensión. La iglesia no es una máquina, y su organización tampoco constituye una fuerza impersonal. La iglesia es un “cuerpo”, y su organismo provee su capacidad vital de funcionamiento. Los individuos que forman ese cuerpo pueden arrepentirse como cuerpo, porque cada miembro es una unidad integrada en el conjunto de los miembros restantes.

Como ya hemos visto, metanoia (el término griego para arrepentimiento) significa literalmente algo así como “recapacitación a posteriori”. No puede ser completa hasta llegar al final del tiempo de gracia, momento en el que se discierne por fin la culpabilidad desde una perspectiva histórica. Nuestro arrepentimiento permanece incompleto en la medida en que exista un mañana que haya de proveer posterior reflexión sobre el significado la nuestra “mente” que albergamos hoy, o por tanto tiempo como pecados propios o ajenos nos hayan de revelar aún nuestra culpabilidad más profundamente.

Pero irá en aumento, ya que “en cada paso que demos en la vida cristiana, se ahondará nuestro arrepentimiento” (Palabras de vida del gran Maestro, 125). El Sumo Sacerdote que está purificando el santuario celestial no ha abdicado de su oficio. Su pueblo puede fracasar en aprender sus lecciones, pero él los llevará al mismo terreno para probarlos nuevamente una y otra vez hasta que venzan. La prueba final puede estar ahora mismo en progresión (ver Testimonies vol. 4, 214; Testimonies vol. 5, 623 –traducidos al castellano en el Apéndice D–).

 

Un brillante futuro para la obra de Dios

En el programa de los eventos por ocurrir, nos espera una extraordinaria experiencia que es única en la historia. A menudo hemos dejado de apreciar esa arrobadora profecía de Zacarías: el profeta Cristocéntrico por excelencia de la lluvia tardía. Predice que la iglesia del tiempo del fin y sus dirigentes experimentarán una respuesta tan sincera y profunda al Calvario, que la iglesia resultará completamente transformada. Hablando a su través de los eventos de los últimos días, dice el Señor:

Derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalem espíritu de gracia y de oración, y mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre primogénito.
…en aquel tiempo habrá manantial abierto para la casa de David y para los moradores de Jerusalem, para el pecado y la inmundicia (Zac 12:10-13:1).

¿Qué constituye “la casa de David”? Antiguamente era el gobierno del pueblo establecido de Dios. Zacarías se refiere aquí a los dirigentes de la iglesia de los últimos días, equivalente “al ángel de la iglesia”, o ‘el rey y sus grandes’ de Jonás 3:7. Es “todo hombre de Judá”, que Daniel distingue de “los moradores de Jerusalem” (Dan 9:7). “La casa de David” incluye todos los niveles de liderazgo en la iglesia organizada.

¿Quiénes son “los moradores de Jerusalem”? Jerusalem es una “ciudad” de los descendientes de Abraham: el cuerpo organizado del pueblo de Dios. En los días de Zacarías, Jerusalem era la capital de un grupo singular de gente llamada a representar al verdadero Dios ante las naciones del mundo, un cuerpo establecido, un conjunto corporativo de profesos adoradores.

El “espíritu de gracia y de oración” no va a ser derramado sobre los descendientes de Abraham como individuos esparcidos, sino sobre los habitantes de la “ciudad”, el cuerpo visible del pueblo organizado de Dios en la tierra. Si infiere de ello que ningún descendiente de Abraham que elija morar fuera de “Jerusalem” podrá participar de la bendición. Tras la cautividad babilónica, los judíos que eligieron permanecer en las naciones a donde habían sido esparcidos en la diáspora, rehusando regresar a la nación corporativa y ancestral de Palestina, se perdieron virtualmente para la historia.

¿Parece imposible que pueda derramarse el espíritu de contrición sobre unos dirigentes y una iglesia mundial congestionada por la complejidad organizativa? Cuanto más se implica la iglesia en sus proyectos multitudinarios, mayor es el peligro de que su gran yo colectivo asfixie los impulsos directos y simples del Espíritu Santo. En el seno de ese colectivo, cuando un individuo adquiere cierta visión, se siente inclinado a considerar que sus manos están atadas. ¿Qué puede él hacer? El gran monolito organizativo, impregnado de formalismo y tibieza, parece moverse a ritmo de caracol. De no ser por ese “espíritu de gracia y de oración”, cuanto más nos acercamos al tiempo del fin, y cuanto más crece la iglesia, más complejo y congestionado se vuelve su movimiento, y más remota se hace la previsión de esa experiencia.

Pero no olvidemos lo que dice la Biblia. Estamos en necesidad de recordar que mucho antes de que desarrollásemos nuestros intrincados sistemas de organización eclesial, el Señor había creado sistemas de organización infinitamente más complejos, y no obstante, “el espíritu… estaba en las ruedas” (Eze 1:20). Nuestro problema no es la complejidad de la organización, sino el amor colectivo al yo. ¡Y el mensaje de la cruz se puede encargar de ese problema!

 

¿Nos necesita el mundo como pueblo de Dios?

El mundo necesita a “Jerusalem” como “testimonio a todas las naciones”. No puede realizarse la obra sin ella. La historia del fracaso de la antigua Jerusalem demuestra que sin el “espíritu de gracia y de oración” la organización denominacional se vuelve inevitablemente rígida e incapaz de desarrollar su divina misión. Zacarías afirma que una visión adecuada del Calvario imparte contrición (“mirarán a mí, a quien traspasaron [no los judíos y romanos de hace dos mil años], y harán llanto sobre él”. La visión de la cruz proveerá la solución última al problema humano del “pecado y la inmundicia” (Zac 13:1).

¿Qué significa “inmundicia”? Debe referirse a la capa profunda de motivación egoísta no percibida que subyace en todo pecado. Debe ser purificada en el Día de la expiación, pero eso no ha sido plenamente cumplido en ninguna generación previa. La motivación del miedo a perderse, junto a la otra cara de esa moneda: la esperanza de recompensa eterna, cederán a la constricción pura del amor por Cristo. El amor colectivo al yo será ‘crucificado con Cristo’.

¿Cómo obra ese “espíritu de gracia y de oración”? Dos elementos hacen posible esa maravillosa experiencia: (a) el “espíritu de gracia”: una apreciación de la cruz, una visión del carácter de Dios que demolerá y aniquilará completamente la justicia propia y el orgullo humanos; y (b) el “espíritu de… oración [suplicación o intercesión]”: la oración que brota de un corazón humillado y contrito.

Hay una marcada diferencia entre ese espíritu de suplicación y las cotidianas oraciones formales. La gente comprenderá inmediatamente lo genuino de esas oraciones, ya que provendrán de corazones humillados por el arrepentimiento corporativo. Cuando nuestras oraciones provengan de corazones como esos, dice David que enseñaremos “a los prevaricadores tus caminos; y los pecadores se convertirán a ti” (Sal 51:13). Habrá una exitosa ganancia de almas.

Se reconocerá el Espíritu que impregnará a toda congregación. En el contexto inmediato de la profecía del capítulo 10 de Zacarías, encontramos otra que muestra cuáles serán los frutos de tal arrepentimiento denominacional:

Gente de alrededor del mundo vendrá en peregrinaje a Jerusalem desde muchas ciudades extranjeras para asistir a esa adoración. La gente escribirá a sus amigos de otras ciudades [denominaciones] y dirá: “Vayamos a Jerusalem, a pedirle al Señor que nos bendiga y nos conceda su gracia. ¡Yo voy allí, ven conmigo!” (Zac 8:20-21, Profecías Vivientes, paráfrasis de Kenneth N. Taylor).

 

 

La cruz y el arrepentimiento denominacional

¿Qué podemos hacer cada uno para adelantar ese día? ¿Habremos de reposar en nuestros sepulcros y dejarlo para alguna generación futura?

Si rechazamos el arrepentimiento al que nos llama Cristo, la respuesta debe ser: ‘Sí’. Si nos aferramos a las cosas tal cuales han sido siempre –genio y figura: orgullo y dignidad–, la respuesta ha de ser que sí. Si permitimos que se sigan reproduciendo los patrones de reacción habituales en los dirigentes, la triste respuesta ha de ser afirmativa. Pero la respuesta puede y debe ser un ‘No’ rotundo, cuando el amor al yo personal y colectivo sea crucificado con Cristo. Solamente entonces tendremos la osadía para dar testimonio de la verdad, en santificada contraposición con la dinámica de grupo no santificada.

La respuesta al “¿cómo?” es el mensaje de la cruz. “Mirarán a mí, a quien traspasaron”, dice el Señor. Ahí se expone el pleno reconocimiento de la culpabilidad corporativa, y el otorgamiento de ese “espíritu” puede solamente desembocar en el arrepentimiento cabal y sincero del cuerpo. Todo el pecado del hombre se centra en el asesinato del Hijo de Dios. Por tanto tiempo como deje de percibirse tal cosa, el “espíritu de gracia y de oración” no será bienvenido por los corazones orgullosos, impidiendo así su recepción. Nuestra actitud resulta entonces trágicamente pueril: nos pavoneamos satisfechos ante la mirada estupefacta del universo, no dándonos cuenta de nuestra condición verdaderamente patética. El conocimiento de la verdad plena produce pesar por el pecado, no un egocéntrico temor al castigo, sino una empatía cristocéntrica de identificación con él en sus sufrimientos y un interés sincero por su vindicación.

Esa transferencia del interés desde el yo hacia Cristo será profunda y abarcante. No ha sido nunca comprendida en su plenitud, desde los días de los apóstoles. “Y harán llanto sobre él, afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre primogénito” (Zac 12:10). Gracias a Dios porque aunque la mayoría de nosotros no hemos sentido esa clase particular de pesar, podemos comenzar a apreciarlo. Cantaremos: “De lo profundo, oh Eterno, clamo a ti” (Sal 130:1). Sólo el Espíritu Santo puede cumplir esa bendita obra que desplaza el foco de atención desde la ansiedad por nuestra propia salvación, hasta un tal interés por Cristo.

Nuestra natural preocupación por nuestra propia seguridad personal impregna frecuentemente nuestra experiencia espiritual, nuestros himnos, oraciones y sermones. De no ser por el poder del Espíritu Santo para cumplir el milagro de ese cambio, podrían pasar décadas o quizá siglos antes que se realizara. Pero se nos ha prometido una obra rápida (Rom 9:28). Si el comunismo de la Europa del Este pudo colapsarse de forma tan súbita, ¿no podría “caer” la incredulidad de Laodicea en un período de tiempo sorprendentemente corto?

La última iglesia está compuesta de individuos que, lo mismo que todos los precedentes en la historia humana, desarrollaron una “mente carnal”, el corazón natural e irregenerado propio del pecador. Pero la revelación de la verdad obrará una transformación en su mente. Cuanto más plenamente sea recibida la mente de Cristo, más profundo se hará su sentido de contrición. La visión retrospectiva propia de la mente iluminada por el Espíritu, contemplará el pecado sin ilusión. Éste habrá perdido su poder para engañar: Laodicea, por fin, abrió los ojos.

 

Son buenas nuevas, no tristes nuevas

Ese arrepentimiento es todo lo contrario a la desesperación o el desaliento. Cuando somos capaces de ver nuestro estado pecaminoso con ese arrepentimiento iluminado por la visión retrospectiva, podemos verdaderamente apreciar las buenas nuevas en él contenidas. Quien teme el arrepentimiento, asociándolo a la depresión o al desánimo, no comprende la mente de Cristo, y cierra su corazón al poder sanador del Espíritu Santo. La alegría mundanal es efímera, y se transforma en seguida en desesperación al llegar la prueba. Cristo nos da su gozo y su paz, “no como el mundo la da”. Se trata del gozo de Aquel que es varón de dolores y experimentado en quebrantos (ver Juan 14:27; Isa 53:3). Cuando la iglesia remanente ministre en medio de la trágica desintegración de la vida humana que caracterizará los últimos días, emergerá ese gozo inefable del Señor a partir de una genuina contrición. Andar en estrecho compañerismo con el “varón de dolores” capacitará al pueblo de Dios para auxiliar a los que pasan hambre y carecen de casa, a aquellos que están agonizando enfermos de SIDA y a los que lloran por sus hogares deshechos.

Para el individuo, el arrepentimiento significa una percepción retrospectiva (volver en sí), un cambio de mente que observa su carácter y e historia personal a la luz del Calvario. Se hace evidente aquello que anteriormente no se percibía. El profundo egoísmo del alma, la corrupción de los motivos, todos ellos son vistos a la luz que brilla desde la cruz.

El arrepentimiento del cuerpo de la iglesia es la misma percepción retrospectiva, pero contemplando la historia denominacional según la perspectiva del Calvario. Lo que antes estaba oculto en la historia, se hace ahora manifiesto. Movimientos y hechos que parecían misteriosos en el momento de producirse, comienzan a verse en su verdadero y más abarcante significado. El Pentecostés define por siempre la gloriosa realidad de ese arrepentimiento.

 

La causa del éxito apostólico

El secreto del éxito de la iglesia apostólica fue una comprensión de “este Jesús que vosotros crucificasteis”, a partir de la cual tuvo lugar un verdadero arrepentimiento. Cristo crucificado vino a ser el centro de atención de todo el ministerio apostólico. El libro de los Hechos de los apóstoles nunca se habría escrito si los miembros de la iglesia temprana del Nuevo Testamento no hubiesen reconocido su implicación personal, mediante la feliz experiencia del verdadero arrepentimiento.

A partir del capítulo diez de Hechos leemos la forma en que otros no judíos compartieron la misma experiencia. Los apóstoles se maravillaron de que los gentiles pudiesen experimentar la misma profunda respuesta a la cruz que los judíos creyentes, recibiendo igualmente el Espíritu Santo (Hechos 10:44-47). El Espíritu Santo llevó la convicción de esa verdad a lo profundo de las almas, mucho más abundantemente de lo esperado por los discípulos. Sus contritos oyentes se identificaron a sí mismos con los judíos y reconocieron su culpabilidad compartida. En otras palabras: los gentiles experimentaron un arrepentimiento corporativo.

Nada hay en la Escritura que nos indique que la recepción plena del Espíritu Santo en los últimos días haya de ser en algo diferente.



 

12. Lección de nuestra historia denominacional

(índice)

Malas nuevas: hemos perdido algunas batallas.
Buenas nuevas: la guerra no ha terminado.

¿Cobra significado el llamamiento de Cristo al arrepentimiento del tiempo del fin, a la luz de nuestra historia denominacional? Es posible ver nuestra historia de diferentes maneras:

(1) Podemos contemplar nuestro pasado con orgullo, como el de un equipo deportivo que cuenta sus enfrentamientos por victorias. Esa actitud se considera sinónimo de lealtad, ya que asume que las bendiciones de Dios a la iglesia constituyen la aprobación divina de nuestra condición espiritual. El resultado es la apatía y la tibieza profunda. Es con mucho la posición más popular sobre nuestra historia, pero el orgullo espiritual que conlleva es todo lo opuesto a la fe del Nuevo Testamento, que incluye siempre el elemento de la contrición.

(2) Por contraste, otros ven la historia con desesperación. Hay grandes fracasos en nuestra historia, que algunos interpretan como evidencia de que el Señor ha repudiado esta iglesia. Tal visión ha dado lugar a diversas escisiones, y alimenta continuamente la aparición de nuevos movimientos de crítica infructuosa y destructiva. Frecuentemente dichos movimientos comienzan como una legítima protesta ante el orgullo espiritual o la apostasía, pero rara vez ofrecen una solución práctica al problema.

Hay algo que ambas posiciones tienen en común: las dos se oponen rotundamente al arrepentimiento denominacional. El primer grupo se opone argumentando que es innecesario. Su mera sugerencia es considerada como impertinente y desleal, en reacción similar a la manifestada por los dirigentes judíos frente a los llamamientos de Jeremías al arrepentimiento nacional (ver Jer 26). El segundo grupo lo rechaza argumentando que es imposible, puesto que da por hecho que el Señor ha retirado de la iglesia tanto el privilegio como la posibilidad de un arrepentimiento tal.

Hay una tercera posibilidad:

(3) Podemos contemplar nuestra historia con confianza nacida de la contrición. Se trata de un abordaje realista. Esta iglesia es el verdadero “remanente” profético que Dios mismo suscitó. El mundo realmente todavía no ha oído el mensaje, y su pueblo todavía no está hoy preparado para la venida de Cristo. Esa visión “se alegra de la verdad”. No pretende evadir o suprimir los hechos obvios de la historia denominacional que demandan arrepentimiento y reforma. Nuestro fracaso en honrar a nuestro Señor obliga simplemente a que caigamos sobre nuestras rodillas. No obstante, el realismo ilumina el futuro con esperanza. El gozo del Señor es el seguro resultado del arrepentimiento.

 

Intentos de explicar la gran demora

La verdad siempre abre el camino a la esperanza. La negación o supresión de la verdad lleva a la frustrante desesperación. Eso se debe a que la conciencia humana reconoce la realidad del paso del tiempo, la inercia espiritual reinante y el desolador panorama mundial. Despreciar el llamado de Cristo al arrepentimiento será causa inevitable de desánimo para todo miembro sincero e informado, a todo lo ancho del mundo. Para la iglesia supone una pérdida incalculable.

Estamos obligados a reconocer que la prolongada demora exige una explicación. Alguna cosa, en algún lugar, tiene que estar mal, y en necesidad de cambio. Clásicamente se consideran cuatro explicaciones posibles:

(a) Algunos creen que la integridad de la iglesia misma es lo que hay que revisar. Es decir, sus esperanzas se han visto frustradas debido a que la existencia misma de la iglesia ha perdido su legitimidad. En su opinión esta ha perdido el favor de Dios, y ya no representa más un movimiento válido dirigido por él. Es inevitable que quienes sostienen ese punto de vista asuman una posición de “no te llegues a mí, que soy más santo que tú” (Isa 65:5).

(b) Algunos teólogos opinan que el fallo radica en las doctrinas fundamentales de la iglesia. Según eso, nuestros pioneros eran teológicamente ingenuos. Particularmente la doctrina del santuario, base sobre la que el movimiento adventista se constituyó en denominación singular, carece según ellos de fundamento bíblico. Esa postura es la fatal consecuencia de décadas de privación del “mensaje del tercer ángel, en verdad”: la relación del mensaje de 1888 con la purificación del santuario.

(c) Algunos sugieren que es nuestra comprensión del “Espíritu de profecía” lo que falla. Ellen White no gozó, aducen, del grado de inspiración divina que le habíamos atribuido. Estaba inspirada solamente en el mismo sentido en que lo estuvieron otros escritores religiosos del siglo XIX. Alguna cosa tiene que cambiar, y el corazón carnal, resentido en lo profundo por la elevada norma cristiana que presentan los escritos de Ellen White, está presto a socavar la credibilidad profética de ella. “No queremos que este reine sobre nosotros”, fue el clamor del rebelde Israel con respecto a Jesús. Hoy presenciamos una rebeldía similar contra el “testimonio de Jesús”. Se lo denigra como el eco de una desafortunada resaca del siglo XIX.

(d) Algunos sugieren que el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés fue la auténtica Segunda Venida, en continua progresión desde aquel momento. Cuanto más se va dilatando la gran demora, mayores las tentaciones a reestructurar la doctrina de la segunda venida, en el sentido de abandonar la creencia en el retorno personal, literal e inminente de Jesús.

Las cuatro posturas descritas contienen en común una acusación implícita contra Dios. La idea recurrente es “mi Señor se tarda en venir”. Se asume virtualmente que desde los días de nuestros pioneros, Dios se ha estado mofando de las oraciones de creyentes sinceros que se han mantenido fieles a los mandamientos de Dios y la fe de Jesús frente a la burla y ridículo de otras iglesias cristianas y del mundo. Nos obliga a creer que el Señor chasqueó a su pueblo, no solamente el 22 de octubre de 1844, sino de forma ininterrumpida a partir de esa fecha. ¡Lo que se cuestiona, en el fondo, es la fidelidad de Dios!

 

La solución histórica a nuestra incómoda situación

Si comprendemos el llamado de Cristo “al ángel de la iglesia en Laodicea” como una invitación al arrepentimiento denominacional, entonces podemos ver la solución que se infiere en una luz diferente:

(a) Permanece intacta la integridad de la iglesia como verdadero “remanente” profético.

(b) Nuestras doctrinas fundamentales conservan su plena validez, por ser cabalmente bíblicas.

(c) Ellen White triunfa por encima de toda crítica o ataque, en el más puro, verdadero y honesto ejercicio del don profético, descrito como “el testimonio de Jesús” en Apocalipsis 19:10.

(d) El derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés no se confunde con la segunda venida personal, literal y futura de Cristo. El Señor no ha demorado su venida, ni se ha mofado de las oraciones sinceras de su pueblo desde 1844. Los pioneros fueron verdaderamente dirigidos por el Espíritu Santo en su comprensión de las profecías, la segunda venida y el santuario. Lo único entonces que se debe “revisar” es nuestra pecaminosa incredulidad corporativa laodicense, que es la que ha malogrado todos los intentos del Señor por traer curación, unidad y reforma.

Por otra parte, la alternativa es estremecedora: si es nuestro Señor quien ha retardado su venida, ¿qué confianza podemos tener en que no lo siga haciendo en el futuro? Ahora bien, si somos nosotros los responsables de la demora, entonces hay esperanza. Algo podemos hacer, ya que nuestra incredulidad impenitente se puede remediar. Insistir en que es el Señor quien ha demorado su venida, destruye virtualmente la esperanza adventista. En contraste, reconocer que somos nosotros quienes la hemos retardado, afirma y valida nuestra esperanza.

 

“Como los judíos”

Nuestro paralelismo histórico con el de la antigua nación judía es ya un hecho innegable. Los judíos eran el verdadero pueblo establecido de Dios, gozando, lo mismo que nosotros, de la mayor evidencia imaginable de su amor. El orgullo de su organización y estructura denominacional queda resumido en su pretensiosa actitud: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste” (Jer 7:4). Para nosotros, ese “templo” consiste en nuestra organización mundial, y es tanto una causa de orgullo, como lo era el templo literal para los judíos de antaño. El Señor mismo había establecido y bendecido aquel templo, pero el rechazo judío al arrepentimiento nacional anuló su significado:

La misma desobediencia y el fracaso que se vieron en la iglesia judaica han caracterizado en mayor grado al pueblo que ha tenido la gran luz celestial de los últimos mensajes de amonestación. ¿Desperdiciaremos como él nuestras oportunidades y privilegios hasta que Dios permita que nos sobrecojan la opresión y la persecución? ¿Dejaremos sin hacer la obra que podríamos haber hecho en paz y comparativa prosperidad, hasta que debamos hacerla en días de tinieblas, bajo la presión de las pruebas y persecuciones?
Hay una terrible culpa de la cual la iglesia es responsable (Testimonies vol. 5, 456-457).

Sin la expiación de Cristo, enfrentar la realidad de la culpa personal resulta devastador para el respeto propio de cualquier individuo. Lo mismo sucede con el cuerpo de la iglesia. Afrontar esa “terrible culpa de la cual la iglesia es responsable” sin caer en el desánimo, es posible solamente al considerar que el amor de Dios por su iglesia es inmutable. Sea la que sea esa “terrible culpa”, la iglesia sigue siendo el único objeto de la suprema consideración del Señor. Una vez más, eso implica reconocer el aspecto creador del amor (agape) de Dios.

Aquellos que, entregados a la crítica, están prontos a abandonar toda esperanza para la iglesia, están –sin saberlo– en conflicto con esa verdad fundamental del carácter de Dios. La “expiación final” de la que tanto hemos hablado, debe incluir una reconciliación final con la realidad de su divino carácter, en el marco del Día real (antitípico) de la expiación.

Hay innumerables declaraciones inspiradas que equiparan nuestro fracaso denominacional con el de los judíos:

Desde el tiempo del encuentro de Minneapolis [de 1888], he visto el estado de la iglesia de Laodicea como nunca antes. He oído el reproche de Dios pronunciado sobre aquellos que se encuentran tan satisfechos, aquellos que no conocen su destitución espiritual.
…como los judíos, muchos han cerrado sus ojos para no poder ver (Review and Herald, 26 agosto 1890).

Hay menos excusa hoy para la obcecación e incredulidad, de la que hubo para los judíos en los días de Cristo.
…muchos dicen: ‘Si solamente hubiese podido vivir en los días de Cristo… no lo habría rechazado y crucificado, tal como hicieron los judíos’; pero eso se demostrará por la forma en la que tratáis hoy a su mensaje y a sus mensajeros. El Señor está probando hoy a su pueblo, tanto como probó a los judíos de su día.
Si… vamos al mismo terreno, acariciamos el mismo espíritu, rehusamos recibir el reproche y la advertencia, nuestra culpa aumentará entonces en gran manera, y la condenación que cayó sobre ellos caerá sobre nosotros (Id. 11 abril 1893).

Todo el universo celestial presenció el trato ignominioso dado a Jesucristo, representado por el Espíritu Santo [en la asamblea de 1888]. Si Cristo hubiese estado ante ellos, [“nuestros propios hermanos”] lo habrían tratado de forma similar a como los judíos trataron a Cristo (Special Testimonies Series A, nº 6, 20).

Hombres que hacen profesión de piedad han despreciado a Cristo en la persona de sus mensajeros [1888]. Como los judíos, rechazan el mensaje de Dios (Fundamentals of Christian Education, 472).

La historia de los judíos ilustra su necesidad de arrepentimiento nacional, con la misma fidelidad en que la nuestra de 1888 ilustra nuestra necesidad de arrepentimiento y expiación final. La mensajera inspirada del Señor fue pronta en discernirlo. De acuerdo con Ellen White, la asamblea de 1888 fue una reproducción del Calvario en miniatura, una demostración del mismo espíritu de incredulidad y oposición a la justicia de Dios que inspiró a los judíos de antaño. El espíritu que animó a quienes se opusieron al mensaje no consistió en una discreta falta de comprensión, no consistió en la mera infravaloración temporal de una doctrina sometida a debate. Consistió en una profunda rebelión contra el Señor. La sierva del Señor insiste una y otra vez en que significó, en esencia, una reedición de la crucifixión de Cristo. Esa realidad es nuestra gran piedra de tropiezo y roca de escándalo.

 

Nuestra historia revela la existencia de enemistad contra Dios

Manténgase in mente que esos hechos de ninguna forma merman la verdad de que la Iglesia Adventista del Séptimo Día era entonces, lo mismo que ahora, la “iglesia remanente”. Los hermanos que se opusieron al mensaje de 1888 constituían el verdadero “ángel de la iglesia en Laodicea”, y Dios no desechó a su iglesia. A la luz de nuestra historia, cobra vida al llamado de Cristo al arrepentimiento, y la única razón por la que no ha sido hasta ahora una realidad vibrante es porque no lo hemos comprendido. La iglesia es básicamente sincera en su corazón, y la prolongada demora en arrepentirse no se ha debido a otra cosa que a la falta de comprensión y a la distorsión de esa verdad.

Así como los judíos de antaño rechazaron su tan esperado Mesías, nosotros rechazamos el tan esperado derramamiento del Espíritu Santo. Obsérvense significativos puntos de coincidencia:

(a) El Mesías de los días de los judíos nació en un establo. El comienzo de la lluvia tardía –en 1888– estuvo igualmente rodeado de circunstancias increíblemente humildes. Ambos eventos tomaron por sorpresa a los dirigentes.

(b) Los judíos fracasaron en discernir al Mesías, en la humilde forma en que este vino. Nosotros fracasamos en discernir el comienzo de la oportunidad escatológica de los siglos, en la forma humilde –y en la imperfección humana– de la presentación del mensaje de 1888.

(c) Los judíos estaban temerosos de que Jesús destruyese su estructura denominacional. “Nosotros” temimos que el mensaje de 1888 lesionara la efectividad de la iglesia, al exaltar la fe en lugar de la obediencia a la ley como el medio de salvación.

(d) La oposición de los dirigentes judíos influenció a muchos para que rechazaran a Jesús. La persistente oposición de los hermanos dirigentes, en los años que siguieron a 1888, influyó en que los obreros jóvenes y los laicos menospreciaran el mensaje. El grueso de la iglesia habría aceptado el mensaje, de haberles llegado sin la oposición de los dirigentes.

(e) La nación judía nunca se arrepintió de su pecado, hasta el día de hoy. Así, jamás recuperó la bendición que el señorío de Jesús les habría traído. De igual manera, como denominación, nunca hemos afrontado nuestra culpabilidad corporativa. Jamás nos hemos arrepentido de nuestro rechazo del comienzo del derramamiento del Espíritu Santo, ni hemos recuperado el mensaje. Es la razón por la que todavía no hemos disfrutado nunca de la plena bendición de su renovación. La cruda y obvia realidad de un siglo de historia así lo demuestra.

Obsérvese la forma en la que habría podido consumarse la comisión evangélica, hace ya aproximadamente un siglo:

La influencia creada a partir de la resistencia a la luz y la verdad en Minneapolis tendió a dejar sin efecto la luz que Dios había dado a su pueblo a través de los Testimonios…
Si todo soldado de Cristo hubiese hecho su deber, si todo centinela de los muros de Sión hubiese dado un sonido certero a la trompeta, el mundo habría oído ya el mensaje de advertencia. Pero la obra lleva años de retraso. ¿Qué informe podremos ofrecer a Dios por retardar la obra de esa manera? (General Conference Bulletin, 1893, 419).

Fue resistida la luz que ha de alumbrar a toda la tierra con su gloria, y en gran medida ha sido mantenida lejos del mundo por el proceder de nuestros propios hermanos (Mensajes Selectos vol. 1, 276).

Esa humilde mensajera mantuvo hasta su muerte la firme convicción de que la Iglesia Adventista del Séptimo Día es el verdadero “remanente” de la profecía bíblica, al que se ha encomendado el último mensaje de gracia del evangelio divino. Ella fue leal a la iglesia hasta el fin, sosteniendo que humillar el corazón ante Dios es la única respuesta de nuestra parte que puede permitir al cielo renovarnos su don del Espíritu Santo.

 

La plena verdad es elevadora, no deprimente

La verdad es siempre elevadora, animadora, positiva. Alguien podría intentar distorsionar el sermón de Pedro en Pentecostés, aduciendo que era “negativo” o “acusatorio”, ya que señalaba claramente la culpabilidad de la nación y llamaba al arrepentimiento. Pero tras el arrepentimiento pentecostal vino el poder pentecostal para testificar. Nos espera una repetición de ese glorioso fenómeno, condicionada a nuestro arrepentimiento y reconciliación con Dios.

El amor de Dios por el mundo demanda que su mensaje de buenas nuevas se difunda por doquiera con poder. No es injusto por parte del Señor, el que retenga de nosotros los aguaceros de la lluvia tardía hasta que nos arrepintamos de la manera en la que el Señor requirió al antiguo Israel que se arrepintiese. Se puede decir verdaderamente de nosotros: “Grande ira de Jehová es la que ha sido encendida contra nosotros, por cuanto nuestros padres no escucharon las palabras de este libro, para hacer conforme a todo lo que nos fue escrito” (2 Reyes 22:13). Podemos orar como lo hizo Esdras: “Desde los días de nuestros padres hasta este día estamos en grande culpa” (Esdras 9:7).

La razón es que los pecados de nuestros padres espirituales nos alcanzan, excepto que medien reconocimiento y arrepentimiento específicos. A pesar de que en 1888 éramos muy pocos en número, el carácter de aquella incredulidad impenitente se ha propagado mundialmente, como sucede con los virus causantes de enfermedades físicas. La dolencia no puede sino seguir su curso, hasta que sea curada mediante el arrepentimiento. Hasta ese momento, cada generación sucesiva se impregna de la misma tibieza. Eso no tiene nada que ver con la doctrina agustiniana del pecado original. No existe tal cosa como transmisión genética de la culpabilidad. Es simplemente la constatación de cómo se ha venido propagando el pecado, desde el mismo Edén, “por medio de la influencia, aprovechándose de la acción de una mente sobre la otra, …propagándose de mente a mente” (Review and Herald, 16 abril 1901).

 

El arrepentimiento corporativo de Daniel

Nuestra posición remeda la de Judá en los días de Daniel. Él podría haber argumentado ante el Señor: ‘Algunos de nosotros y algunos de nuestros padres nos hemos mantenido fieles, Señor. Mira la forma en la que te he sido fiel. También lo han sido Sadrach, Mesach y Abed-nego. Hemos abrazado la reforma pro-salud. Recuerda cómo algunos de nuestros padres, tales como Jeremías, Baruc y otros, se mantuvieron noblemente por la verdad en tiempo de crisis. ¡No todos somos culpables, Señor!’

En contraste, ¿cuál fue la oración de Daniel? Obsérvese su empleo del “nosotros” corporativo:

Todo Israel traspasó tu ley apartándose para no oír tu voz… porque a causa de nuestros pecados, y por la maldad de nuestros padres, Jerusalem y tu pueblo dados son en oprobio a todos en derredor nuestro… Aún estaba… confesando mi pecado y el pecado de mi pueblo Israel (Dan 9:11, 16 y 20).

El hecho de que Daniel no estuviese personalmente presente en los días del rey Manasés, no le impidió confesar los pecados de este, como si fuesen los suyos propios. El hecho de que no estuviésemos personalmente presentes en 1888, en nada se diferencia del hecho de la ausencia física de Daniel en los días de sus padres. Cristo, en su propia carne, nos mostró cómo experimentar arrepentimiento por pecados en los que nunca hemos creído haber estado personalmente implicados. Si él, el Ser impecable, pudo arrepentirse “en favor de” los pecados del mundo entero, seguramente nosotros podemos arrepentirnos por los pecados de nuestros padres, de los cuales somos hoy hijos espirituales. La verdad esencial que clama por reconocimiento es que el pecado de ellos es el nuestro, en virtud de la realidad del principio bíblico de la culpabilidad corporativa.

 

 

¿Revirtió 1901 la incredulidad de 1888?

Debemos considerar brevemente un argumento que ha pretendido oponerse a la necesidad de arrepentimiento denominacional. Algunos han asumido que la asamblea de la Asociación General de 1901 fue un giro de 180 diametral, una reforma que rectificó el rechazo al mensaje de 1888, anulando así las consecuencias de aquel rechazo. La implicación entonces, es que la lluvia tardía y el fuerte pregón han estado progresando desde entonces. Se citan frecuentemente estadísticas de bautismos, así como crecimiento financiero e institucional en supuesta evidencia de ello, a pesar de que los mormones y los Testigos de Jehová pueden perfectamente hacer otro tanto.

Es cierto que la asamblea de 1901 trajo considerables bendiciones organizativas que habrían podido mantener funcionando con suavidad los “engranajes” por siglos. Es igual de evidente que no ocurrió ninguna reforma espiritual profunda. Unos pocos meses después de aquella asamblea, Ellen White escribía en estos términos a un amigo personal:

El resultado de la última asamblea de la Asociación General [1901] ha sido la pena mayor y más terrible de mi vida. No se hizo cambio alguno. El espíritu que se debió imprimir a toda la obra como resultado del encuentro, no lo fue, debido a que los hombres no recibieron los testimonios del Espíritu de Dios. Al dirigirse hacia sus diferentes campos de labor, no anduvieron en la luz que el Señor había puesto en su camino, sino que introdujeron en su obra los principios equivocados que han estado prevaleciendo en la obra, en Battle Creek (Carta al juez Jesse Arthur, Elmshaven, 14 enero 1903).

Como resultado de esa impenitencia, la finalización de la obra de Dios sufrió una indefinida demora:

Podemos tener que estar aquí en este mundo muchos años más debido a la insubordinación, como sucedió a los hijos de Israel; pero por causa de Cristo, su pueblo no debiera añadir un pecado sobre otro, responsabilizando a Dios por la consecuencia de su propio curso de acción erróneo (Carta, 7 diciembre 1901; M-184, 1901).

A pesar de eso, no era todavía entonces demasiado tarde para empeñarse en una experiencia de arrepentimiento. La sierva del Señor no empleó la frase “arrepentimiento denominacional”, sin embargo, expresó ese principio. “Todos” estaban en necesidad de participar:

Si solamente pudiesen todos ver, confesar y arrepentirse de su propio curso de acción al desviarse de la verdad de Dios para seguir los designios humanos, el Señor perdonaría (Id.) 1

Juan Bautista habría podido dedicar siete vidas al intento de abarcar todas las necesidades de reforma de su día. Podríamos también nosotros dedicar décadas a cada desviación del plan de Dios para nosotros. Pero Juan prefirió poner “el hacha… a la raíz de los árboles” (Ma. 3:10). 2 El arrepentimiento por el rechazo a la lluvia tardía, ¿pondría el hacha a la raíz de nuestro problema espiritual actual? Sí, ya que tal es verdaderamente nuestra raíz.

Pero las raíces tienen su modo particular de ocultarse bajo la superficie visible.

 

Notas:

1.      Ver “It Didn’t Happen in 1901! Will It Happen Now?” (No ocurrió en 1901 ¿Sucederá hoy?). Es un capítulo del libro The Power of the Spirit, de George E. Rice y Neal C. Wilson (Review and Herald, 1991), 100-105. Es reconfortante constatar que la postura tomada en ese libro es la diametralmente opuesta a la pretensión de ‘ser ricos y estar enriquecidos’, que es la posición que durante décadas había defendido el White Estate en relación con esa asamblea de 1901. Esa es una evidencia muy animadora de que el Espíritu Santo está comenzando a conceder el don de la fidelidad a la verdad. La tan esperada bendición no puede ya estar muy lejos. (Volver al texto).

2.      Si estuviera a nuestro alcance confeccionar una lista de todas las actuales y multiformes desviaciones del plan de Dios, aburriríamos al lector e incluso a los ángeles. Ocuparía una estantería de libros mayor que la dedicada a la Enciclopedia Británica la enumeración crítica de cada desviación de los “principios correctos” en las funciones de nuestra práctica y organización eclesiástica, en lo referente a la educación, obra médica, reforma pro-salud, obra evangelística y administrativa, etc. Se ha escrito y hablado de ellas durante generaciones. No hay fin para los gemidos y clamores, para los rasgamientos de vestiduras. Es fácil decir que la “conversión” solucionará ese problema. Lo hemos estado diciendo también durante generaciones. El “hacha” que Cristo empuña es diferente de la que empuñan los falsos cristos. El “dragón” que está “airado contra la mujer” rara vez se manifiesta como tal. Puede incluso disfrazarse de “reformador” y comenzar a asestar hachazos a toda clase de “ramas” con singular celo, teniendo cuidado de dejar intacta “la raíz”: el amor al yo. (Volver al texto).



 

13. Arrepentimiento corporativo, la
senda del amor cristiano

(índice)

 

“El último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo es una revelación de su carácter de amor” (Ellen White). ¿Conducirá el arrepentimiento corporativo a una iglesia eficazmente comprometida?

“Dios es amor”, por lo tanto, amor es poder. Si es que la manifestación final del Espíritu Santo ha de demostrar al mundo el poder del amor de Dios, primero debe darse en la iglesia una nueva comprensión del mismo:

El mundo está envuelto por las tinieblas de la falsa concepción de Dios. Los hombres están perdiendo el conocimiento de su carácter, el cual ha sido mal entendido y mal interpretado. En este tiempo, ha de proclamarse un mensaje de Dios, un mensaje que ilumine con su influencia y salve con su poder. Su carácter ha de ser dado a conocer…
Los últimos rayos de luz misericordiosa, el último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo, es una revelación de su carácter de amor. Los hijos de Dios han de manifestar su gloria. En su vida y carácter han de revelar lo que la gracia de Dios ha hecho por ellos (Palabras de vida del gran Maestro, 342).

La mayoría de nosotros estamos de acuerdo en que el cumplimiento de lo anterior está situado en el futuro. ¡Ojalá lo veamos pronto finalmente realizado!

 

El amor como fuego consumidor y purificador

El amor agape nada tiene que ver con el frágil sentimentalismo. El mismo Dios que es agape, es también “fuego consumidor” (Heb 12:29). Ese fuego significa muerte al egoísmo, sensualidad, amor al mundo, orgullo y arrogancia. Significa también muerte a la tibieza. Por extraño que pueda sonar a oídos legalistas, es imposible que una iglesia permanezca débil y enfermiza, cuando ese amor es comprendido y aceptado.

Cuando inflame a la iglesia, tal como el fuego hace entrar en combustión al carbón, esta se volverá súper-eficiente en la ganancia de almas. Cada congregación vendrá a ser lo que Cristo la haría ser si se encontrara en la carne en medio de ella. Purificada en el fuego consumidor (que consume el pecado), purificada en ese fuego que es el amor agape, la iglesia vendrá a ser la extensión del poder de Cristo para redimir a los perdidos. 1

Entonces el Espíritu Santo hará por fin su obra culminante en los corazones humanos. La razón es que los miembros del cuerpo habrán recibido “la mente de Cristo”. A uno se le acelera el pulso con sólo pensar en ello:

Se realizarán milagros, los enfermos sanarán y signos y prodigios seguirán a los creyentes… los rayos de luz penetrarán por todas partes, la verdad aparecerá en toda su claridad y los sinceros hijos de Dios romperán las ligaduras que los tenían sujetos… un sinnúmero de personas se alistará en las filas del Señor (El Conflicto de los siglos, 670).

¿Qué otra cosa podrían ser esos “rayos de luz”, excepto el amor de Dios manifestado en su pueblo? Imaginemos el gozo desbordante que fluirá como río saliendo de su cauce, cuando las buenas nuevas del Señor avancen en su pureza, gloria y poder. ¡Cuántos corazones que están ahora en tinieblas encontrarán a Cristo y saciarán en él los anhelos de su alma!

Muchas congregaciones pueden dar con demasiada facilidad la impresión de ser un club religioso confortable, exclusivo. No obstante, el Señor ha declarado: “Casa de oración será llamada de todos los pueblos”. Eso debe incluir a “pecadores” en los que no habíamos pensado mucho hasta ahora. El Señor se dirige a su verdadero pueblo esparcido todavía en “Babilonia”, en términos de “pueblo mío” (Apoc 18:4). Pero pueden resultar no ser el tipo de gente refinada que esperábamos que se uniese a nuestro club. ¿Estamos deseosos de que gente “mala” salga de Babilonia para unirse a nosotros?

¡El Señor sí lo está! ¿Por qué hace brillar el sol, y caer la lluvia “sobre justos e injustos”, incluso sobre sus enemigos? La respuesta: su amor no es el tipo de amor que poseemos de forma natural. Si estuviese en nuestro poder manipular las fuerzas de la naturaleza, ¿nos parece que sería nuestra discriminación entre gente buena y mala más eficiente en persuadir a los malos a que se hicieran buenos, que el proceder de Dios al otorgar bendiciones a ambas partes?

Dios considera como suyos a muchos de los que hoy tenemos por casos perdidos. Hay María Magdalenas y buenos ladrones en la cruz. En el momento en el que comenzamos a ser selectivos en nuestro amor, perdemos el vínculo con el Espíritu Santo. Tenemos la misma facilidad para murmurar, que la demostrada por los fariseos y escribas. Nos escandalizamos rápidamente al ver que Cristo “recibe a los pecadores” (Luc 15:1-2). Pero cuanto mayor es la maldad del pecador, mayor la gloria de Dios al redimirlo:

El Maestro divino soporta a los que yerran, a pesar de toda su perversidad. Su amor no se enfría; sus esfuerzos por conquistarlos no cesan. Espera con los brazos abiertos para dar repetidas veces la bienvenida al extraviado, al rebelde y hasta al apóstata… Aunque todos son preciosos a su vista, los caracteres toscos, sombríos, testarudos, atraen más fuertemente su amor y simpatía, porque ve de la causa al efecto. Aquel que es más fácilmente tentado y más inclinado a errar es objeto especial de su solicitud (La Educación, 294).

 

El arrepentimiento pone en marcha el proceso

¿Cómo podemos aprender un amor así? Hay un solo método que funciona: ver a Cristo tal como él es. Era perfectamente inmaculado; sin embargo, amaba a los pecadores. Su arrepentimiento “en favor de los pecados del mundo” le enseñó cuán débil era, de no contar con la fuerza de su Padre. Sabía que podía caer. Nació en el mismo río que nos arrastra al pecado con la fuerza de su corriente, pero se mantuvo firme en la roca de la fe en su Padre. Resistió exitosamente esa corriente, incluso cuando todas las evidencias le indicaban que había sido abandonado.

El Padre envió a su Hijo “en semejanza de carne de pecado”. Es verdaderamente nuestro “hermano”. Llevó la culpabilidad de todo pecador. Cuando aprendamos a mirarle a él en esa luz, experimentaremos un sentimiento de unidad con él. Sentiremos hacia él una atracción del corazón que barrerá las seducciones del mundo y la preocupación por el yo.

La profecía de Zacarías sobre la “casa de David” que mira a Cristo “a quien traspasaron”, es una promesa explícita del don del arrepentimiento. El arrepentimiento corporativo pertinente a la culpabilidad corporativa hará posible la recepción y el ejercicio de ese amor desbordante. La habilidad para sentir y amar a todo pecador es la única forma en la que el agape de Cristo pudo ser fiel a sí mismo. Su expresión fue el resultado directo de su experiencia de arrepentimiento corporativo en nuestra carne. Se colocó verdaderamente en el lugar de “todo hombre” por el que “gustó la muerte”. Nos invita a que también nosotros aprendamos a amar como él nos amó y nos ama.

 

La justicia por la fe lleva al arrepentimiento

Solamente un arrepentimiento así puede dar significado a la expresión “Jehová, justicia nuestra” (Jer 23:6). Aquel que siente que tiene por naturaleza al menos una cierta justicia procedente de sí mismo, lógicamente percibirá que en esa misma medida es mejor que algún otro. Sintiendo de esa manera, Cristo será un extraño para él. En consecuencia, el pecador le resultará también un extraño.

A la naturaleza humana le resulta muy natural aborrecer la genuina verdad de la justicia de Cristo. Nos resulta hostil la contrición que implica ver en Cristo la totalidad de nuestra justicia. Retrocedemos ante la idea de ponernos en el lugar del alcohólico, el drogadicto, el criminal, la prostituta, el rebelde, el indigente. Nuestro corazón se inclina muy fácilmente a pensar ‘sería incapaz de hundirme hasta ese punto’.

Mientras ese siga siendo nuestro sentimiento, aquejaremos una incapacidad para pronunciar palabras de auténtica ayuda, como lo fueron las de Cristo. El amor por las almas está congelado. Restringido y conducido de forma egoísta, deja de ser agape. Es una desgracia fatal que rehusemos entrar en el reino de los cielos por no permitir que el Espíritu Santo subyugue nuestros corazones profundamente endurecidos. Pero es aún peor que cerremos materialmente las puertas del reino, de forma que las María Magdalenas o los buenos ladrones en la cruz no puedan entrar.

‘Mejor le fuera atarse una piedra de molino al cuello, y arrojarse a lo profundo de la mar’, dijo Jesús, que afrontar en el juicio los resultados de una vida desprovista de amor. “Mejor sería no existir, que vivir cada día vacíos de ese amor que Cristo demanda de sus hijos” (Counsels to Teachers, 266). Ha llegado el tiempo de que comprendamos que la culpabilidad de los pecados de todo el mundo, la frustrada enemistad hacia Dios, la desesperación, la rebelión, serían mi parte, de no ser por la gracia de Dios. Si Cristo retirase de mí esa gracia, encarnaría la plenitud de la maldad, ya que “en mí (es a saber, en mi carne) no mora el bien” (Rom 7:18). Hasta que apreciemos plenamente esa verdad, no podremos comprender plenamente la justicia impartida de Cristo.

Es por ello que el arrepentimiento que Cristo nos ruega que aceptemos nos lleva hasta el Calvario. Es imposible arrepentirse verdaderamente de pecados menores, sin arrepentirse del pecado mayor que está en la base de todo otro pecado. Es por ello que tiene que darse un borramiento del pecado, tanto como un perdón del mismo. El Sumo Sacerdote celestial no está entregado a la obra de podar ramitas de los árboles malos. En el Día de la expiación, pondrá su hacha a la raíz, o bien dejará el árbol. Una conversión superficial que quizá pueda haber sido aceptable en épocas pasadas, no lo es hoy en absoluto. El concepto que está en la base del mensaje de la justicia de Cristo es que no poseo ni una sola fibra de justicia propia, y es solamente reconociendo eso como puedo apreciar el don de la justicia de Cristo.

La medida de nuestra receptividad es: “Conforme a vuestra fe os sea hecho” (Mat 9:29). Mediante el verdadero arrepentimiento aceptamos el don de la contrición y el perdón de todo pecado del que seamos potencialmente capaces, no meramente de los pocos pecados que creemos haber cometido personalmente. Cristo puede entonces imputar e impartir justicia igual a su propia perfección, mucho más allá de nuestra capacidad. Mucho más abundante que la potencial culpabilidad que podamos sentir en favor de los pecados del mundo.

 

El poder del amor que obra milagros

Compartiendo la naturaleza divina del mismo Señor, el penitente se deleita en la misericordia. Descubre su mayor placer en encontrar material aparentemente inservible, y ayudar a que pueda beneficiarse de la gracia de Dios:

Decid a los pobres desalentados y descarriados que no necesitan desesperar. Aunque han errado y no han edificado un carácter recto, Dios puede devolverles el gozo, aun el gozo de su salvación. Se deleita en tomar material aparentemente sin esperanza, aquellos por quienes Satanás ha obrado, y hacerlos objeto de su gracia… Decidles que hay sanidad y limpieza para cada alma. Hay lugar para ellos en la mesa del Señor (Palabras de vida del gran Maestro, 234).

La doctrina que Pablo enunció debe encontrar amplia expresión al fin. La semilla sembrada hace casi dos mil años debe comenzar a rendir ese bendito fruto por el que toda la creación ha estado gimiendo con angustias de parto en espera de verlo al fin.

 

El Espíritu Santo está a la obra

El arrepentimiento al que Cristo llama está comenzando a ser comprendido. Cuando un miembro de una congregación cae en el pecado, un poco de reflexión puede convencer a muchos otros miembros de que compartimos con él la culpa. Si hubiésemos estado más alerta, si le hubiésemos dedicado mayor y más tierna atención, si hubiésemos sido más solícitos en “saber hablar en sazón palabra al cansado”, si hubiésemos sido más eficaces en comunicar la pura y poderosa verdad del evangelio, podríamos haber salvado de su caída al miembro errado. Con la debida atención pastoral, está al alcance de toda iglesia sentir al menos un cierto grado de esa preocupación corporativa.

Por lo tanto, es animador creer que en esta, nuestra generación, podemos esperar que se despierte un profundo sentimiento de amante preocupación solidaria a escala mundial. Cuando eso se produzca (y se producirá si no lo impedimos), habrá una unidad de corazón entre razas, nacionalidades y culturas económicas y sociales, como nunca hemos visto hasta ahora. Grupos con tendencias teológicas divergentes se humillarán a los pies de la cruz. El cumplimiento del ideal de Cristo se verá realizado a todos los niveles. El invierno de las heladas inhibiciones y temores dará paso a la gloriosa primavera en donde el amor y simpatía que Dios ha implantado en nuestras almas encontrarán la más verdadera y pura expresión de corazón a corazón.

Resultará imposible el sentimiento de superioridad o afán de dominio hacia aquellos cuya raza, nacionalidad, cultura o teología sean diferentes a la nuestra. “La mente de Cristo” establece lazos de simpatía y compañerismo “en él”. La gracia va a obrar esos milagros.

 

Eso requerirá del pueblo de Dios que dé un paso más

No estará limitado a un arrepentimiento compartido en favor de nuestra generación de vivientes contemporáneos, sino que alcanzará igualmente a las generaciones pasadas. La idea que expresó Pablo “de la manera que el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros… así también Cristo”, se comprenderá abarcando también al cuerpo de Cristo en el pasado. Así, cobrará significado el mandato de Moisés de arrepentirse por los pecados de generaciones previas (Lev 26:40). La “expiación final” se convierte en una realidad, y el juicio previo al advenimiento puede entonces concluir.

Si bien habrá un zarandeo, y algunos –quizá muchos– que rehúsen la bendición abandonarán la iglesia, la palabra inspirada implica que quedará un verdadero remanente de creyentes en Cristo. No todo son malas nuevas en el zarandeo del árbol o de sus ramas. Nos ofrece las buenas nuevas de que “quedarán en él rebuscos, como cuando sacuden el aceituno, dos o tres granos en la punta del ramo, cuatro o cinco en sus ramas fructíferas” (ver Isa 17:6 y 24:13). Los que permanezcan “alzarán su voz, cantarán gozosos en la grandeza de Jehová” (vers. 14). Los que caigan en el zarandeo, no harán sino manifestar la realidad de “que todos no son de nosotros” (1 Juan 2:19). La obra de Dios avanzará imperturbable de fortaleza en fortaleza.

En esa hora de acontecimientos sin precedente, la iglesia estará unida y coordinada como un cuerpo humano que recuperó la salud. Las calumnias, las malas sospechas, los chismes, hasta incluso la negligencia del deber ante las necesidades de otros, serán vencidos. El oído atento, sintonizado para escuchar el llamado del Espíritu Santo, se pondrá a la obra bajo la convicción del deber.

Cuando el Espíritu diga –como dijo a Felipe– “Llégate, y júntate a este carro”, la obediente respuesta será inmediata. Se ganarán las almas, tal como sucedió con el diácono y con aquel eunuco de la corte real de Candace. La “Cabeza” habrá encontrado por fin la respuesta perfecta de un “cuerpo” junto al que morar, y alegrándose con cantos sobre su pueblo, el Señor añadirá gozoso a la membresía de su iglesia todo ese pueblo que se encuentra aún disperso en Babilonia. Desde el momento en que atraviesen la puerta, esas almas de corazón sincero sentirán la presencia del agape de Cristo; ese amor que conmueve el corazón, que es “fuego consumidor”. ¡Ojalá pudiésemos imaginar los goces que esa contrición va a posibilitar!

Se producirán milagros de restauración del corazón como si Cristo mismo estuviese presente en la carne. Se construirán puentes sobre las simas de separación. Las disensiones matrimoniales encontrarán la solución que había escapado a los mejores esfuerzos de consejeros y psicólogos. Hogares que se habían roto se cementarán en lazos de amor, fruto de la profunda contrición de corazones creyentes. Arpas que ahora guardan silencio, vibrarán entonces melodiosamente cuando aquellas manos que llevan aún las cicatrices del Calvario pulsen sus cuerdas.

Jóvenes confundidos y frustrados verán una revelación de Cristo como nunca antes percibieron. La fascinación satánica de las drogas, el alcohol, la inmoralidad y la rebelión perderá todo su poder, y en su lugar se verá una pura y santa manifestación de devoción juvenil por Cristo para gloria de su gracia. “Sobre ti nacerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las gentes a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento” (Isa 60:2-3).

Los resultados serán maravillosos, una vez que la iglesia haya aprendido a sentir por el mundo de la forma como lo hace Cristo. La “Cabeza” no puede decir a los pies “no tengo necesidad de vosotros” (1 Cor 12:21). Esa es la razón por la que “puso Dios en la iglesia” los diversos dones de su Espíritu. La iglesia viene a ser un “cuerpo” eficiente en manifestar a Dios al mundo, de la misma manera en que una persona sana expresa mediante sus miembros físicos los pensamientos e intenciones de la mente. Todos los dones conducirán al “camino más excelente” que es el agape.

El mundo y el vasto universo del más allá contemplarán estupefactos. La demostración final de los frutos del sacrificio de Cristo llevará el conflicto de los siglos a una gloriosa y triunfante culminación. En el sentido más profundo, acariciado, soñado, pero difícilmente imaginado por nuestros pioneros, se efectuará en los corazones del pueblo de Dios una obra paralela y consistente con la purificación del santuario celestial. Será así “purificado”, justificado, vindicado o restaurado ante el universo.

 

La certeza del triunfo de Cristo

Esa experiencia transformará a la iglesia en un manantial de amor. El plan de Dios es que no haya suficientes bancos en ninguna iglesia para todos los pecadores que, convertidos, acudan a ellas. Arrepentimiento corporativo y denominacional significa toda la iglesia experimentando el amor y la empatía de Cristo hacia todos aquellos por quienes él murió. Desde luego, no todos en el mundo responderán. De hecho, muchos rechazarán su proclamación final. Pero responderán gozosos muchos más de los que habíamos imaginado.

Guardémonos de la pecaminosa incredulidad implicada en poner en duda la bondad de las buenas nuevas. Los que piensan que es demasiado bueno para ser cierto, deberían prestar atención a una lección poco conocida de las Escrituras. En los días de Eliseo, Samaria fue azotada por un hambre terrible, al ser sitiada por la armada Siria:

Y hubo grande hambre en Samaria, teniendo ellos cerco sobre ella; tanto, que la cabeza de un asno era vendida por ochocientas piezas de plata, y la cuarta de un cabo de estiércol de palomas por cinco piezas de plata… y él [el rey de Israel] dijo: “Así me haga Dios, y así me añada, si la cabeza de Eliseo hijo de Saphat quedare sobre él hoy”.
Dijo entonces Eliseo: … “Mañana a estas horas valdrá el seah de flor de harina un siclo, y dos seah de cebada un siclo [una pieza de plata]”.
Y un príncipe sobre cuya mano el rey se apoyaba, respondió al varón de Dios y dijo: “Si Jehová hiciese ahora ventanas en el cielo, ¿sería esto así?”
Y él [Eliseo] dijo: “He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello” (2 Reyes 6:25-7:20).

Todos hemos sido educados en una incredulidad que hace que para nosotros sea fácil simpatizar con la visión “realista” de aquel príncipe. ¿Cómo podía aliviarse aquella terrible hambre en tan sólo 24 horas? El mensaje de Eliseo constituía el Espíritu de profecía contemporáneo, y el príncipe, sencillamente, no creía en el don.

El Señor aterrorizó a los invasores Sirios, y estos abandonaron sus colosales acopios de víveres, que quedaron a la libre disposición de los exhaustos Israelitas:

El rey había puesto a la puerta a aquel príncipe sobre cuyo brazo él se apoyaba, pero el pueblo lo atropelló a la entrada, y murió, conforme a lo que había dicho el varón de Dios… Y así le sucedió, porque el pueblo lo atropelló a la entrada, y murió (2 Reyes 7:17 y 20).

La incredulidad en este “tiempo de la lluvia tardía”, hará que quedemos excluidos de la gloriosa experiencia que el Señor anuncia para su pueblo. Declaraciones inspiradas confirman la visión de “toda la iglesia” en la historia experimentando una bendición tal, sin duda alguna tras haber sido purificada:

El Espíritu Santo debe animar e impregnar toda la iglesia, purificando los corazones y uniéndolos unos a otros (Joyas de los Testimonios vol. 3, 289).

Ha llegado la hora de hacer una reforma completa. Cuando ella principie, el espíritu de oración animará a cada creyente, y el espíritu de discordia y de revolución será desterrado de la iglesia… todos estarán en armonía con el pensamiento del Espíritu (Id. 254-255).

En visiones de la noche pasó delante de mí un gran movimiento de reforma en el seno del pueblo de Dios … Se advertía un espíritu de intercesión como lo hubo antes del gran día de Pentecostés… Los corazones eran convencidos por el poder del Espíritu Santo, y se manifestaba un espíritu de sincera conversión. En todos los sitios las puertas se abrían de par en par para la proclamación de la verdad. El mundo parecía iluminado por la influencia divina… parecía una reforma análoga a la del año 1844.
Sin embargo, algunos rehusaban convertirse… Esas personas avarientas se separaron de la compañía de los creyentes (Id. 345, traducción revisada).

Es aquí donde quitamos las sandalias de nuestros pies, ya que estamos pisando sobre terreno sagrado. Este modesto volumen ha intentado explorar el solemne llamado al arrepentimiento que Cristo presenta al ángel de su iglesia. Oremos para que el Espíritu de Dios pueda emplear muchas voces que se hagan eco de ese llamado. La “Cabeza” ha puesto su dependencia en nosotros como miembros de su “cuerpo” para expresar su voluntad. Que ningún cristiano humilde menosprecie la importancia de su respuesta individual. Quizá todo cuanto necesita el Señor es encontrar una persona en algún lugar, que haya sido bautizada, crucificada y resucitada “con Cristo”, y que comparta entonces su experiencia de arrepentimiento.

Que la preciosa levadura de la verdad pueda leudar todo el cuerpo.

 

Notas:

1.      (N. del T.): “El amor que Jesús manifestó por las almas de los hombres en el sacrificio que hizo por su redención, impulsará a todos los que le sigan” (Testimonios vol. 5, 431). (Volver al texto)


 

Apéndice A

(índice)

El arrepentimiento de los pastores y sus familias

 

El fragmento de un escrito de Ellen White, reproducido a continuación, indica la profundidad de la respuesta que se producirá por parte de los pastores, sus esposas e hijos, cuando el Espíritu Santo conceda el don del arrepentimiento:

En la noche, me encontré en sueños en una gran reunión con pastores, sus esposas y sus hijos. Me sorprendió que la compañía congregada se componía principalmente de pastores y sus familias. Les fue presentada la profecía de Malaquías, en relación con Daniel, Sofonías, Ageo y Zacarías… Hubo un profundo escudriñamiento de las Escrituras en relación con el carácter sagrado de todo lo perteneciente al servicio del templo…

Tras un diligente escudriñamiento de las Escrituras, hubo un período de silencio. Las personas fueron solemnemente impresionadas. Se manifestó entre nosotros conmoción profunda por la acción del Espíritu Santo. Todos fueron perturbados, todos parecían sentirse bajo la convicción, pesadumbre y congoja, vieron su propia vida y carácter retratados en la Palabra de Dios, y el Espíritu Santo hizo la aplicación a sus corazones.

La conciencia se avivó. La crónica de tiempos pasados puso al descubierto la vanidad de las falsedades humanas. El Espíritu Santo trajo todas las cosas a su memoria. Al revisar su historia pasada fueron revelados defectos de carácter que se habrían debido discernir y corregir. Vieron cómo, por la gracia de Cristo, el carácter debió haber sido transformado. Los obreros habían conocido la amargura de la derrota en la tarea que se había encomendado a sus manos, cuando debieron haber experimentado la victoria.

El Espíritu Santo presentó ante ellos Aquel a quien habían ofendido. Vieron que Dios no solamente se revelará como un Dios de misericordia, perdón y benignidad, sino que mediante actos terribles de justicia pondrá de manifiesto que él no es un hombre para que mienta.

Hubo Uno que pronunció estas palabras: “La vida interior, escondida, será revelada. Como si fuese reflejada en un espejo, se manifestará toda la obra interna del carácter. El Señor quiere que examinéis vuestras propias vidas, y que veáis cuán vana es la gloria del hombre. ‘Un abismo llama a otro a la voz de tus canales: Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí. De día mandará Jehová su misericordia, y de noche su canción será conmigo, y oración al Dios de mi vida,” [Sal 42:8] (Review and Herald, 4 febrero 1902).


 

Apéndice B

 (índice)

Laodicea no está condenada

 

No han faltado esfuerzos notables por convencer a los miembros de que abandonen la Iglesia Adventista del Séptimo Día organizada, o al menos, para que le retiren su favor y membresía. El argumento consiste en que es Filadelfia, y no Laodicea, la que representaría la verdadera iglesia que estará preparada para la venida de Cristo. Se evoca la venerada autoridad de Joseph Bates, quien sostuvo tal posición. Pero ese apreciado pionero estaba equivocado en eso, como también en algunos otros puntos. Ellen White nunca apoyó esa idea de Bates. Sus testimonios tempranos a propósito del mensaje a Laodicea contradicen manifiestamente esa postura (ver Testimonies vol. 1, 185-189; Joyas de los Testimonios vol. 1, 327-330).

La idea de que es Filadelfia y no Laodicea la iglesia de la traslación, está en conflicto con el patrón profético general presentado en el Apocalipsis. El número siete denota que las siete iglesias representan a la verdadera iglesia en los sucesivos períodos de la historia durante la dispensación cristiana, desde los días de los apóstoles hasta el final del tiempo de prueba (Los Hechos de los apóstoles, 464, y 466-467). El mensaje a Laodicea es “la advertencia para la última iglesia”, ¡no para la penúltima! (Testimonies vol. 6, 77). No se aplica a los apóstatas, sino al verdadero pueblo de Dios de los últimos días (Ellen White, Comentario bíblico adventista vol. 7, 970-971; Joyas de los Testimonios vol. 1, 327-328).

La voluntad del Señor ha sido siempre que el mensaje a Laodicea llevase al arrepentimiento y a la victoria de su verdadero pueblo, y a prepararlos para recibir la lluvia tardía (Testimonies vol. 1, 186-187; parcialmente traducido en Joyas de los Testimonios vol. 1, 65-66). No hay ningún indicio en la Escritura o en el Espíritu de profecía que sugiera que el mensaje haya de fracasar finalmente. Los miembros del genuino pueblo de Dios habrán “escuchado el consejo del Testigo fiel y recibirán la lluvia tardía, y estarán preparados para la traslación” (Joyas de los Testimonios vol. 1, 66). Ellen White nunca sugirió que el pueblo de Dios deba abandonar Laodicea para regresar a Filadelfia.

Por descontado, es cierto que podemos y debemos hacer aplicaciones espirituales de los mensajes a cada una de las siete iglesias; esos mensajes son apropiados para el pueblo de Dios en todas las generaciones. La naturaleza humana es la misma a lo ancho de todo el mundo y a lo largo de todas las generaciones, de manera que los principios espirituales son aplicables a todos. Pero los mensajes a las siete iglesias representan una progresión hacia la victoria que permitirá a la última generación alcanzar finalmente una madurez de fe y discernimiento. “La mies de la tierra está [por fin!] madura” (Apoc 14:12-15). La sincera aceptación de los llamamientos a “los ángeles de las siete iglesias” será necesaria para que se produzca esa maduración final del fruto descrita en Marcos 4:28-29. Pretender que la iglesia de los últimos días retorne a Filadelfia sería como atrasar el reloj en varias generaciones, violando el simbolismo profético. Los mensajes a las seis iglesias precedentes han preparado infinidad de creyentes para la muerte; el arrepentimiento por parte de Laodicea prepara un pueblo para la traslación.

El mensaje a Laodicea discurre paralelo al tiempo de la purificación del santuario y la obra de Cristo en el lugar santísimo. La intención obvia del simbolismo de Apocalipsis es relacionar Laodicea con el toque de trompeta del “séptimo ángel” en “el tiempo de los muertos, para que sean juzgados”, cuando “el templo de Dios fue abierto en el cielo” y la atención fue dirigida al lugar santísimo del santuario celestial (Apoc 11:15-19).

El mensaje a Filadelfia precede obviamente al día antitípico de la expiación, guardando un paralelismo con el “otro ángel fuerte” de Apocalipsis 10, que a su vez precede al mensaje final de los tres ángeles (vers. 11) presentado en el capítulo 12. El cambio en el orden de las siete iglesias lleva a una confusión comparable a la que resultaría del cambio de los siete sellos o las siete trompetas. Dios sabía lo que hacía al dar las visiones a Juan, en Patmos, y jamás nos atreveremos a cambiar el orden inspirado de esos mensajes.

Las citas del mensaje a Filadelfia que Ellen White aplica al pueblo de los últimos días no implican que Laodicea deba ser eliminada de la sucesión profética más de lo que sus frecuentes alusiones a otros de los mensajes de las anteriores cinco iglesias habrían de implicar la necesidad de “unirnos” a Éfeso, Smirna, Pérgamo, Tiatira o Sardis.

El problema de Laodicea no consiste en su identidad o en su nombre. Laodicea no es un nombre indigno: significa simplemente “juicio, vindicación, justificación del pueblo”. Es un nombre apropiado a la realidad del juicio investigador que precede a la segunda venida. La connotación no es la derrota, sino la victoria.

El nombre de Filadelfia es también significativo. Se compone de fileo, que significa afecto, y adelfos, o hermano. El término fileo denota un nivel inferior de amor que agape. Y “siguiendo la verdad en agape” y creciendo “en todas cosas en aquel que es la cabeza, a saber, Cristo” es la experiencia que caracterizará al pueblo de Dios, cuando este madure plenamente, en preparación para la venida de Cristo. “Todo el cuerpo” de la iglesia, el todo corporativo del pueblo de Dios de todas las edades, habrá tomado finalmente “aumento de cuerpo edificándose en agape” (Ver Efe 3:14-19 y 4:13-16; Primeros Escritos, 55-56; Palabras de vida del gran Maestro, 342).

Como ya se ha visto anteriormente, la expresión “te vomitaré de mi boca” no es una buena traducción del original griego. Cristo no está diciendo que Laodicea vaya a sufrir irremediablemente su rechazo final. En griego es mello emesai, que significa virtualmente algo así como ‘me pones enfermo, me produces nauseas’, o ‘me produces tales nauseas que estoy a punto de vomitar’. El verbo mello no requiere necesariamente una acción final. Las náuseas de Cristo pueden ser remediadas; es posible el arrepentimiento de Laodicea, lo que comporta vencer su fatal tibieza.

Al leer de corrido las cartas de Cristo a las siete iglesias, resulta muy evidente que muestran una directriz histórica orientada hacia el retorno de Cristo. A Tiatira se la emplaza “hasta que yo venga”. A Sardis se la dirige hacia el juicio previo al advenimiento. A Filadelfia se le dice: “He aquí, yo vengo presto”. Pero Laodicea se encuentra con Cristo “a la puerta”, y a ella se ofrece el honor final de compartir con Cristo su autoridad real.

Otra evidencia interna de que Laodicea es la última iglesia, es la presentación que hace Cristo de sí mismo como “el Amén”. Ese es precisamente el término que a lo largo del Nuevo Testamento expresa por excelencia finalidad.

El mensaje de Cristo a Laodicea está estrechamente relacionado con El Cantar de los Cantares de Salomón. Cristo cita el pasaje de Cantares 5:2 (de la Septuaginta) en Apocalipsis 3:20. Esa poco conocida circunstancia establece el llamado a la iglesia de Laodicea como el del Esposo hacia su amada. La respuesta final de esta no es el rechazo al amor de su Esposo, sino el arrepentimiento y preparación para las “bodas del Cordero” (Apoc 19:6-9). Así, la promesa hecha a ese “alguien” en Apocalipsis 3:21 (en griego tis), es la invitación a una intimidad en la relación con Cristo, sin precedentes en ninguna de las invitaciones a los seis “ángeles de las siete iglesias” precedentes. El “ángel de la séptima iglesia” es claramente aquel cuyo arrepentimiento es único, y cuya victoria presupone en definitiva un triunfo y un honor singulares: el de compartir la autoridad ejecutiva con Cristo mismo. A la Esposa le aguarda un destino más elevado que el de aquellos que son meramente “invitados” a las bodas. Es difícil dejar de reconocer la relación entre Apocalipsis 3:21 y la gloriosa victoria de los ciento cuarenta y cuatro mil (Apoc 7:1-4; 14:1-5 y 15:2-4).

Así, resulta evidente que excluir a Laodicea del cuadro profético, considerar el llamamiento del Testigo verdadero como algo abocado al fracaso, equivale a robar a Cristo el honor y vindicación que tanto merece. Viola el cumplimiento de las profecías de Apocalipsis. Cancelar a Laodicea y sustituirla por Filadelfia requeriría la derrota del Testigo fiel y verdadero, y la humillación final del paciente Esposo que está todavía hoy llamando a la puerta.



 

Apéndice C

 (índice)

Ezequiel 18 y la culpabilidad corporativa

 

¿Niega Ezequiel el principio de la culpabilidad corporativa?

¿Qué pensáis vosotros, vosotros que usáis este refrán sobre la tierra de Israel, diciendo: Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos tienen la dentera?… He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá… el hijo no llevará por el pecado del padre, ni el padre llevará por el pecado del hijo: la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él (Eze 18:2, 4 y 20; Jer 31:29-30).

Ezequiel considera el caso de un hombre recto que lo hace todo bien, pero que tiene un hijo que se entrega al mal. Este a su vez tiene un hijo. Entonces argumenta que si el hijo del hombre malvado “viere todos los pecados que su padre hizo, y viéndolos no hiciere según ellos… este no morirá por la maldad de su padre” (vers. 14-17). El pecado y la culpa no se transmiten genéticamente. La enseñanza del profeta consiste en reconocer el principio de la responsabilidad individual. El hijo no tiene por qué repetir los pecados de su padre a menos que escoja hacerlo así. Puede romper el círculo de la culpabilidad corporativa mediante el arrepentimiento (“y viéndolos, no hiciere según ellos”).

Pero Ezequiel no sugiere que el hombre justo lo sea por sí mismo, ni niega la verdad bíblica de la justificación por la fe. Todo hombre justo lo es siempre por la fe. Sin Cristo, carecería de toda justicia en sí mismo. El hombre malvado es aquel que rechaza tal justicia por la fe. El profeta no niega que “todos pecaron”, y que “todo el mundo aparezca culpable ante el juicio de Dios” (Rom 3:23 y 19 Cantera-Iglesias). De no ser por la justicia imputada de Cristo, todo el mundo sería igualmente culpable ante Dios.

El hijo que vio los pecados de su padre y se arrepintió, queda liberado de la culpa de esos pecados en virtud de la justicia de Cristo que le es imputada, pero no porque él sea intrínsecamente mejor que su padre. En cierto sentido, el arrepentimiento del hijo es corporativo: reconoce que de haberse encontrado en el lugar de su padre, podría haber sido igual de culpable. No piensa que nunca hubiera sido capaz de cometer esos pecados. Confiesa humildemente: ‘Ese sería yo, de no ser por la gracia de Dios’. Escoge entonces el camino de la justicia. Ezequiel no niega la verdad del arrepentimiento corporativo, sino que expone, en positivo, cuál es su resultado (comparar con el resultado de su rechazo, en negativo, en Luc 11:50, Mat 23:35, etc.).


 

Apéndice D

(índice

 

Testimonies for the Church vol. 4, 214

Usted ha estado dispuesto a dar sus medios, pero no se ha dado a sí mismo. No se ha sentido llamado a hacer sacrificios que impliquen esfuerzo; no ha manifestado la voluntad de hacer ninguna obra por Cristo que tenga tan humilde carácter. Dios lo llevará al mismo terreno una vez tras otra hasta que con corazón humillado y mente sumisa supere la prueba que él le presenta, y sea totalmente santificado a su servicio y obra. Entonces alcanzará vida inmortal. Puede ser un hombre plenamente desarrollado en Cristo Jesús, o puede ser un enano espiritual, no ganando victorias. Mi hermano, ¿cuál de las dos cosas escogerá? ¿Vivirá una vida de negación del yo y de sacrificio propio, haciendo su obra con ánimo y gozo, perfeccionando el carácter cristiano y avanzando hacia la recompensa eterna?, ¿o vivirá para usted mismo, perdiendo el cielo? Dios no será burlado; Cristo no acepta el servicio dividido. Él lo pide todo. Si retiene algo, acabará mal. Cristo lo compró por un precio infinito, y requiere que todo lo que tiene le sea entregado en ofrenda voluntaria. Si se consagra plenamente a él de corazón y vida, la fe tomará el lugar de las dudas, y la confianza el lugar de la desconfianza e incredulidad.

  

 

Testimonies for the Church vol. 5, 623

Asistí a esa reunión campestre en ––––, y usted estaba presente. Tuvo allí una experiencia que le habría sido de valor duradero, en el caso de que hubiese permanecido en humildad ante Dios, como lo estuvo en aquella ocasión. Usted humilló allí su corazón y sobre sus rodillas me pidió que le perdonase por las cosas que había dicho a propósito de mí y de mi obra. Me dijo: ‘No tiene idea de las vilezas que he llegado a hablar sobre usted’. Yo le aseguré entonces que estaba tan dispuesta a perdonarle libremente, como esperaba que Jesús me perdonase a mí por mis pecados y errores. Entonces dijo usted, en presencia de varias personas, que había dicho muchas cosas para dañarme; sobre todas ellas le aseguré mi total perdón, ya que no fue contra mí. Ninguna de aquellas cosas fue contra mí; yo era solamente una sierva que llevaba el mensaje que Dios me dio. No fue personalmente contra mí contra quien usted se alistó; se alistó contra el mensaje que el Señor le envió a través del humilde instrumento. Fue a Cristo a quien hirió, no a mí. ‘No quiero –le dije– que me lo confiese a mí. Arregle las cosas entre su alma y Dios, y todo estará bien entre nosotros dos’. Algunas expresiones que le fueron escritas, las tomó demasiado fuertemente. Tras leerlas de nuevo más cuidadosamente, usted manifestó que ya no las veía como antes, y todo quedó reconciliado. Tras esa entrevista usted declaró que sentía no haber conocido nunca antes en qué consistía la conversión, que había nacido de nuevo, que se había convertido por primera vez. Usted podía decir que amaba a sus hermanos, su corazón se sentía libre y feliz; comprendió lo sagrado de la obra como nunca antes lo hiciera, y sus cartas expresaron el profundo cambio que el Espíritu Santo obró en usted.

Sin embargo, yo sabía que usted sería llevado al mismo terreno otra vez, para ser probado en aquellos puntos en los que había fracasado previamente. Así hizo el Señor con los hijos de Israel; así ha obrado por su pueblo en todas las edades. Él los probará allí donde antes fallaron; los probará, y si fracasan en la prueba por segunda vez, los llevará de nuevo a la misma prueba.

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(índice)

 

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