Bienvenidos,
Priscila y Aquila
LB, 1998
En Hechos
18:24-25 leemos que Apolos era
“varón elocuente, poderoso en las Escrituras… instruido en
el camino del Señor y ferviente de espíritu”, que enseñaba “diligentemente las
cosas que son del Señor”.
¿Te gustaría que
el registro sagrado dijese eso de ti? Si estás leyendo este artículo, puedo
estar seguro de ello. Es como un anticipo de escuchar la voz de Jesús diciendo:
‘Bien, buen siervo… entra en el gozo de tu Señor’. ¡Qué alegría tendremos ese
día! ¿Dónde quedarán entonces los capítulos tristes de nuestra vida pasada?
Pero tal como sucedió con Apolos, Dios ha dispuesto que antes salgamos
vencedores de cierta experiencia.
Hay
más</small>
Permíteme que te
haga una pregunta en este punto. Imagina que Dios declarase de ti que eres “varón
elocuente, poderoso en las Escrituras… instruido en el camino del Señor; y
ferviente de espíritu”, que enseñas “diligentemente las cosas que son del Señor”.
Después de eso, ¿cómo te sentirías si viniese alguien intentando instruirte “más
particularmente en el camino de Dios”?
Apolos era un
auténtico hombre de Dios. No cabe una descripción más positiva de su
ministerio: elocuente, instruido, diligente, poderoso y ferviente. Pero ¿cómo
reaccionará cuando Dios le tenga que proporcionar más luz mediante Priscila y
Aquila (el equivalente a lo que hoy consideraríamos como dos simples laicos
desprovistos de currículo formal)? ¿Cómo reaccionarías tú?
Quizá fuiste ateo
antes de bautizarte. Un día, alguien te mostró las profecías de Daniel 2.
Al ver su increíble cumplimiento en la historia, se despertó en ti la
convicción de que había un Dios en los cielos; tu conciencia comenzó a
despertar. Y no fuiste a consultar a tu profesor de ciencias naturales o de
filosofía para saber qué tenías que hacer con aquel inicio de luz que apareció
en tu corazón bajo el influjo del Espíritu Santo. Tu decisión no estaba bien
vista por la mayoría, pero no te importó convertirte en impopular. Viste a
Cristo crucificado por ti, y eso te hizo fuerte. No consultaste con “sangre y
carne”, y hoy agradeces infinitamente al Señor por haberte llevado al camino de
la fe y la salvación. ¡Magnífico!
Quizá fuiste
católico o evangélico. Descubriste que no es posible pagar la salvación, porque
según la Biblia, es un don gratuito. Viste que no es necesaria la mediación de
los santos, porque Jesús intercede por ti, pudiendo así hablar con Dios sin
intermediarios. Comprendiste que Jesús vendría muy pronto, y que la doctrina y
práctica populares no podrían nunca prepararte para venir al encuentro de tu
Dios. Viste que la ley no está clavada en el madero. Lo viste porque así lo afirma
la Biblia, y porque comprendiste que es la expresión del carácter de Dios, el único
que posee autoridad. Viste que ningún hombre tiene derecho a dirigir tu
conciencia o la de otro. Entonces no fuiste al sacerdote o al pastor, a
preguntar qué tenías que hacer con la verdad del sábado, del estado de los
muertos, etc. Los muchos y los más sabios decían lo contrario. “Siempre había
sido” de otra manera, pero tú preferiste ponerte del lado de Dios y su verdad
desde el mismo instante en que la comprendiste. Ni siquiera el ridículo y el desprecio
pudieron asfixiar en ti la obra de la gracia. Le dijiste que sí al Espíritu
Santo, y aquí estás hoy, agradeciendo al Señor por la forma en que te guió a la
verdad, y deseoso de seguir sirviéndole lo mejor que sabes. ¡Maravilloso!
De eso hace ya algunos
años. Desde entonces has progresado notablemente en madurez y experiencia, y tu
iglesia te ha honrado asignándote responsabilidades. Sí, has llegado a ser un
eficaz siervo de Dios. Subrayo que eres un auténtico siervo del Señor, y quizá
no sea nada exagerado aplicarte las palabras de encomio que recibió Apolos.
Pero ahora llegan
Priscila y Aquila con preciosa verdad bíblica que va más allá de la que
conoces. Te declaran “más particularmente el camino de Dios”. ¿Qué harás ahora?
¿Sigues
conservando esa frescura, esa humildad, esa sencillez, esa libertad, esa
independencia, esos reflejos espirituales, esa entereza que ya demostraste en
aquel momento de tu entrega al Señor, y que tanto te gusta recordar?
La
inercia
Quizá tu caso sea
más complicado que los dos ya citados; quizá no fuiste ateo, católico, ni
evangélico, sino que naciste en el seno de una familia y ambiente adventistas,
en donde nunca tuviste la necesidad de demostrar tu fidelidad a Dios al precio
de ganarte la cruel oposición del “mundo”. En cualquier caso, la verdad, que
está en continua expansión, tendrá que probarte algún día. A José todo le
iba aparentemente bien, hasta que “fue vendido por
siervo. Afligieron sus pies con grillos; en hierro fue puesta su persona. Hasta
la hora que llegó su palabra, el dicho de Jehová le probó” (Sal
105:17-19).
Dios quiere saber
—y quiere que sepas— si sigues teniendo esa saludable disposición que te llevó
a no consultar con tu sacerdote, pastor, o profesor, al serte presentada la
verdad, sino a ser fiel a tu conciencia ante la evidencia bíblica de la verdad.
Quiere saber si sigues teniendo esa maravillosa disposición que te llevó a
decir ¡amén!, y que permitió que recibieses la verdad, y a Cristo en ella.
Quiere saber si las preguntas, reservas y argumentos que ahora controlan tu
abordaje a la verdad, te habrían permitido aceptar al Nazareno en caso de haber
vivido hace dos mil años, o bien si constituyen el tipo de mentalidad que te
habría llevado a quedarte con “la ley” de Moisés según el sanedrín, y a
despreciar al Disidente como buen israelita.
Dios sabe que
necesitas toda la luz que él quiere darte, y no solamente aquella que tuviste.
También sabe si nuestra fe está fundada sobre la sólida Roca, o bien si ha ido,
poco a poco, encontrando sus puntales en opiniones de manufactura humana. Pero
nosotros, a veces, no lo sabemos. ¿Hemos puesto al hombre donde sólo Dios tiene
que estar?
De
toda palabra que sale de la boca de Dios
Efectivamente, la
palabra de Dios nos tiene que probar aún. Antes de oír sus palabras de
aprobación —“Buen siervo”—, hemos de ser
probados por su palabra. Cuando Dios nos da mayor luz y nos otorga una
comprensión más profunda de la verdad, se hace evidente si seguimos estando
decididamente de parte de él, o si hemos desarrollado una facilidad para
imaginar evidencias, recabar opiniones y apoyos humanos a fin de justificar nuestro
rechazo a aquello que nos resulta impopular e inconveniente, a aquello que
rebaja nuestro orgullo hasta el polvo.
Sin quererlo,
acude a la mente la forma en que tan tristemente actuaron los contemporáneos de
Jesús. Es doloroso señalar que los que desarrollaron un espíritu tal eran
dirigentes y miembros legítimos del auténtico pueblo de Dios, todos ellos
devotos creyentes, que estudiaban las Escrituras, que no cesaban de orar, que
hacían obra misionera (Mat 23:15), que iban cada sábado a la iglesia, y
que daban los diezmos y ofrendas. Todo ello, sin embargo, no les impidió unirse
para gritar “¡Crucifícale!”
Imagínate cómo se
sentiría tu Salvador si quisiera proporcionarte más luz, si quisiera prepararte
para un significativo avance en su obra, y tú que lo aceptaste gustoso hace
años, tú que eres su representante, que eres “elocuente, instruido, diligente,
poderoso y ferviente”, decidieses ahora rechazarlo en esa luz que él envía, y
que resulta nueva para ti, por razones similares a las que llevaron a los
Judíos a rechazar al propio Cristo. ¡Tú que te quedas perplejo cuando presentas
la verdad bíblica a otros, y en lugar de aceptarla, manifiestan indiferencia y
rechazo porque su dirigente espiritual les ha advertido contra personas como
tú, y contra verdades como las que presentas!
La verdad del
sábado, el estado de los muertos, el bautismo, la segunda venida del Señor,
piensas, están tan claras en la Biblia, que no comprendes cómo puede ser que
aquel vecino, compañero de trabajo o familiar con el que varias veces has
hablado, no las quiera aceptar. El Espíritu Santo trabaja en su corazón. Jesús
lo está atrayendo. Tú haces tu parte. Sin embargo, él rechaza la verdad porque
otros lo hacen. Y claro, él piensa que no puede ser que tantos estén
equivocados, y tú estés en lo cierto… sobre todo, teniendo en cuenta que los
que lo rechazan son hombres de bien, dirigentes espirituales, respetables e
instruidos, y sobre todo, son mayoría.
Creo que
entiendes la situación. No obstante, tras haberte comparado con Apolos, no
quisiera de ninguna manera que deduzcas que quien escribe se considera una
especie de Priscila y Aquila, un portador de “nueva luz”. Decididamente, ese no
es el caso.
Sin embargo, tras
haber meditado en asuntos referentes a tu relación con Dios, quisiera pedirte
que me acompañes un poco más, y llevemos nuestro pensamiento del terreno de lo
personal, al horizonte más amplio de la relación de Cristo con su iglesia.
El
otro chasco
Ellen White dijo
en una ocasión que “el chasco de Jesús es
indescriptible” (RH, 15
diciembre 1904).
Jesús es experto
en chascos. Es un varón de dolores, experimentado en quebrantos. Lucifer, su
querubín más exaltado, decidió responder con odio, envidia y celos, a ese amor
que él había conocido como ningún otro. Sus amadas criaturas en el Edén: Adán y
Eva, decidieron que Satanás sería su amigo y Dios su enemigo. En los “días de su carne”, cuando se hizo hombre y “vino a los suyos”, sus propios familiares no lo
comprendieron. No fue creído en su tierra. Judas lo traicionó. Pedro lo negó.
Ningún discípulo lo siguió en su hora de prueba. Su pueblo lo rechazó y lo
crucificó. El mundo lo expulsó de la tierra mediante el asesinato. Su propia
iglesia apostató de tal manera, que en la Edad Media llegó a convertirse en el
poder más tirano y opresor del auténtico pueblo remanente de Dios.
Después de todo
eso, ¿qué chasco le pudo resultar de tal magnitud, como para que fuese
imposible su descripción?
El que es todo
amor, todo poder, el Infinito, el que vive y fue muerto, el que dio su sangre
por el mundo y particularmente por la iglesia, experimenta hace unos cien años
otro chasco, un chasco tan grande, que Ellen White lo califica como “indescriptible”.
Su pueblo remanente, el que fuera en otro tiempo objeto de opresión y rechazo,
el que está llamado a recibirle en las nubes de los cielos cuando venga por
segunda vez, un pueblo que cuenta con la experiencia acumulada de todas las
generaciones de creyentes antes de él, procede de tal manera que chasquea
indescriptiblemente a Cristo ante el estupor de todo el universo.
No hace falta
insistir en que se trata de un hecho solemne, que demanda la consideración
reverente y humilde de cada miembro de su pueblo. ¿Por cuánto tiempo seguiremos
como si no hubiera pasado nada?
En efecto, Dios
tenía una preciosa luz para nuestra querida iglesia ¡y para el mundo!, y en un
congreso que tuvo lugar en Minneapolis, en 1888, se dibujan de nuevo las
figuras de Priscila y Aquila. ¿Cómo reaccionará esta vez Apolos?
Nunca fue la
voluntad de Dios que su pueblo remanente del tiempo del fin tuviese por objeto
la preparación de creyentes para la muerte durante una generación tras otra,
sino para la venida de Jesús en gloria. Poco tiempo después de haber estado en
Sinaí, Dios dijo a su pueblo:
“Bastante habéis estado en este monte. Poneos en camino,
id al monte del amorreo… yo os entrego el país. Entrad y poseed la tierra”
(Deut 1:6-8).
Priscila y Aquila
fueron allí Caleb y Josué. Pero no fueron oídos; su propuesta llena de fe, de
subir en nombre de Jehová a vencer los gigantes y poseer la tierra prometida,
casi les costó ser apedreados. Luego siguieron cuarenta tristes años de vagar
por el desierto en los que el Señor estuvo con ellos, pero no en un
esquema de conquista de Canaán.
¿Qué
sucedió en 1888?
“En su gran misericordia el Señor envió un preciosísimo
mensaje a su pueblo por medio de los pastores Waggoner y Jones. Este mensaje
tenía que presentar en forma más destacada ante el mundo al sublime Salvador,
el sacrificio por los pecados del mundo entero. Presentaba la justificación por
la fe en el Garante; invitaba a la gente a recibir la justicia de Cristo, que
se manifiesta en la obediencia a todos los mandamientos de Dios… Es el mensaje
del tercer ángel, que ha de ser proclamado en alta voz y acompañado por el
abundante derramamiento de su Espíritu” (Testimonios para los ministros, 91-92).
Dios nos estaba
virtualmente diciendo: ‘Demasiado tiempo lleváis ya en este mundo. ¡Vamos,
venid a poseer la tierra!’
Y antes de aparecer
Cristo en su segunda venida, quiso venir a su pueblo en forma de mensaje, en el
silbo apacible del Espíritu Santo. Un mensaje que habría de resultar en la
victoria sobre el gigante del pecado, y que habría de llevar en poco tiempo al
pueblo adventista a vivir la gloriosa culminación de su comisión evangélica.
Según Ellen
White, ese mensaje de Cristo y su justicia constituyó “el comienzo de la luz
del ángel cuya gloria llenará toda la tierra”, “el fuerte pregón” (TM 91-93; RH 22 noviembre 1892; Carta
B2A, 1892; MS. 15, 1888, Special Testimonies, Series A, No 6, p.
19, etc). Como ya le sucediera anteriormente en el “clamor de medianoche” de
1844, en 1888, cuando Ellen White oyó a los mensajeros de Minneapolis,
experimentó tal gozo y entusiasmo que le resultaba difícil conciliar el sueño
en la noche. Dos meses después, en el Senado de los Estados Unidos estaba a
punto una enmienda a la Constitución que habría desembocado en una ley
dominical nacional (ya estaba en vigor en varios estados). Se habían dado
previamente las señales en el sol, la luna y las estrellas. Aparentemente, todo
estaba preparado en el mundo. Pero…
¿Estaba
su pueblo preparado?
¿Reaccionamos
nosotros mejor que Israel, al pie del Sinaí? ¿Está hoy, más de cien años
después, alumbrada la tierra con su gloria?
“La falta de voluntad para renunciar a opiniones
preconcebidas y aceptar esta verdad fue la principal base de la oposición
manifestada en Minneapolis contra el mensaje del Señor expuesto por los
hermanos [E.J.] Waggoner y [A.T.] Jones. Suscitando esa oposición, Satanás tuvo
éxito en impedir que fluyera hacia nuestros hermanos, en gran medida, el poder
especial del Espíritu Santo que Dios anhelaba impartirles. El enemigo les
impidió que obtuvieran esa eficacia que pudiera haber sido suya para llevar la
verdad al mundo, tal como los apóstoles la proclamaron después del día de
Pentecostés. Fue resistida la luz que ha de alumbrar a toda la tierra con su
gloria, y en gran medida ha sido mantenida lejos del mundo por el proceder de
nuestros propios hermanos” (1 Mensajes
Selectos, 276).
E.J. Waggoner
relató que “hace muchos años”, mientras se encontraba en una carpa escuchando a
un siervo del Señor predicar la palabra, se sintió súbitamente envuelto en un
gran resplandor y tuvo una vislumbre de Cristo crucificado por él; le fue
revelado de una forma especial el hecho de que Dios lo amaba, y que Cristo se
dio por él personalmente. La luz que en aquel día brilló sobre él, procedente
de la cruz de Cristo, le hizo comprender que toda la Biblia, y particularmente
el mensaje del tercer ángel, tenía por centro a Cristo como un don: el mensaje
de amor de Dios para cada hombre. Decidió dedicar su vida a escudriñar más y
más la Biblia a la luz del Calvario, y a aclararla a otros.
Esta vez,
Priscila y Aquila no eran simples laicos. E.J. Waggoner y A.T. Jones se
encuentran probablemente entre los teólogos adventistas que más artículos y
libros han escrito. Eso sí, no eran los reverenciados y carismáticos dirigentes
a quienes Dios no pudo emplear. Tienen el singular honor de haber recibido más
de trescientas declaraciones de aprobación en la literatura de Ellen White. Los
calificó como “mensajeros delegados del Señor”, en posesión de “credenciales
celestiales”; dijo que rechazarlos equivalía a rechazar a Cristo, quien debía
ser reconocido en sus mensajeros.
Grandes
desconocidos
Siendo así, ¿por
qué conocemos hoy tan poco sobre los escritos de los mensajeros que el Señor
escogió? Hemos leído:
“Suscitando esa oposición, Satanás tuvo éxito en
impedir que fluyera hacia nuestros hermanos, en gran medida, el poder especial
del Espíritu Santo que Dios anhelaba impartirles”.
Si Satanás logró
que el mensaje fuera rechazado a pesar de las repetidas advertencias y ruegos
de una profetisa en vida, ¿qué no lograría más tarde, cuando los dos mensajeros
extraviaron sus pasos?, y ¿qué no lograría más tarde aún, cuando la voz de Ellen
White dejara de oírse? Un tremendo prejuicio se extendió por la iglesia
mundial, en vista del triste camino final emprendido por esos dos hombres de
Dios. Ese triste final parece ser todo lo que muchos quisieran hoy saber
sobre “1888”.
La crítica
severa, el descrédito y olvido de que “disfrutan” en nuestra literatura oficial
los dos mensajeros de Minneapolis —por décadas— me ha hecho pensar más de una
vez en la forma en la que mi libro de historia describía a Martín Lutero: “Lutero
fue un fraile vicioso y ambicioso”. ¡Qué gran diferencia hace quién escribe la
historia! Pero mil opiniones y escritos no pueden cambiar un ápice la verdad de
lo ocurrido.
Con toda
seguridad, debería interesarnos hoy lo que constituyó el comienzo de la
lluvia tardía y el fuerte pregón, así como los hechos históricos que
protagonizamos como pueblo, ya que, como dijo Jorge Santayana, “una nación que
desconoce su historia está condenada a repetirla”.
¿Qué
escribió Ellen White al propósito?
“Si los mensajeros del Señor, tras haberse tenido a favor
de la verdad por un tiempo, cayeran bajo la tentación y deshonrasen a Aquel que
les ha asignado su obra, ¿probaría eso que el mensaje no era verdadero? No, ya
que la Biblia es verdadera” (The
Ellen G. White 1888 Materials, 1025).
Efectivamente,
como todo movimiento genuino de reavivamiento y reforma, el de los mensajeros
de 1888 fue sólidamente bíblico. El mensaje presentaba el perdón de Dios, los
encantos incomparables de un Salvador cercano, la justicia de Cristo “en
semejanza de carne de pecado”, de forma paralela y consistente con la singular
comprensión adventista de la purificación del santuario, constituyendo así “el
mensaje del tercer ángel, en verdad”.
“Es muy posible que el pastor Jones o Waggoner puedan ser
vencidos por las tentaciones del enemigo; pero si sucediera así, eso no
probaría que ellos no hubiesen tenido un mensaje de Dios, o que la obra que
hicieron fuese una equivocación. Si eso ocurriera, cuántos no tomarían esa
posición, entrando en un engaño fatal a causa de no estar bajo el
control del Espíritu de Dios” (The
Ellen G. White 1888 Materials, 1045).
Desde luego, un
engaño fatal es lo último que necesitamos hoy. La Verdad, la verdad tal
cual es en Cristo, es lo único que puede vencer la tibieza, que puede lograr
que se recupere el primer amor, y que Laodicea triunfe.
“El mensaje que nos ha sido dado por A.T. Jones y E.J.
Waggoner es el mensaje de Dios a la iglesia de Laodicea” (The Ellen G. White 1888 Materials, 1052).
Pero a diferencia
de lo que muchos entienden hoy como “mensaje a Laodicea” —o “testimonio
directo”—, las presentaciones y escritos de los “mensajeros delegados de Dios”
no consistieron en nada parecido a una lista de acusaciones condenatorias, sino
que fueron una refrescante revelación del evangelio de Cristo crucificado, como
poder de Dios para salvación a todo aquel que cree. Cuando vayas profundizando
en él, la Biblia será un libro nuevo para ti. Las cosas del mundo dejarán de
serte de valor. Lo que antes te parecían imperativos, vendrán a ser
maravillosas habilitaciones evangélicas. Ese es el humilde testimonio de quien
escribe estas líneas.
Coincidiendo con
el creciente interés mundial en el mensaje de la justificación por la fe tal
como el Señor nos lo envió en aquel congreso de Minneapolis, están siendo
traducidos y reeditados muchos de los libros y artículos de Jones y Waggoner,
conteniendo el mensaje que hizo exclamar a Ellen White: “Cada fibra de mi corazón decía ¡Amén!” Ojalá se
encuentren pronto en las librerías de iglesia. Mientras tanto, están
disponibles en este sitio web para libre descarga.
Oro para que tu
corazón diga también ¡Amén! Demos gracias a Dios porque Priscila y Aquila estén
aún entre nosotros.