Querido amigo y amiga:

En apariencia son malas nuevas, pero ahí están: Según la epístola a los Gálatas, la vida eterna se le ha asegurado a un solo ser humano, y ese es Cristo mismo. Pablo especifica enfáticamente que el destinatario de la herencia no es un sujeto plural, sino singular: "No dice: 'Y a sus descendientes', como si hablara de muchos, sino de uno solo: 'A tu Descendiente', que es Cristo" (3:16).

Toda otra persona que cruce algún día las puertas de perla, lo hará solamente "en Cristo". En un sentido puramente legal, toda la raza humana fue puesta "en él". Pero nadie podría sentirse feliz en el cielo entrando en esa sola condición. Se sentiría "el más miserable de la tierra" (nueva), se sentiría totalmente fuera de lugar. Correría a escapar por la primera puerta, si la hubiera. Es por la fe, de una forma personal, por nuestra propia experiencia, como hemos de estar "en Cristo" a fin de ser felices en ese ambiente de amor, pureza y santidad desinteresados que caracteriza el reino de Dios.

Pero ¿cómo podemos experimentar esa unidad con Cristo, ese estar "en él"? Jesús nos dice: "Permaneced en mí..." (Juan 15:4). Nos ha incorporado "en él" en virtud de su identidad con nosotros, en virtud de su sacrificio. '¡Permaneced en esa situación en la que os he puesto!', nos dice. 'Os he puesto en las manos de mi Padre, y nadie os puede arrebatar de la mano de mi Padre' (Juan 10:29).

Pero no nos engañemos: La teoría calvinista de "una vez salvos, siempre salvos" es una distorsión burda de la verdad. Nadie te puede arrebatar de las manos del Padre, pero siempre podrás salir de ellas por ti mismo, si esa fuera tu decisión. Esaú era legítimo poseedor del derecho de primogenitura, pero nada le impidió desprenderse del mismo, despreciándolo a cambio de un "guiso de lentejas".

Nos identificamos con Cristo al "contemplarlo" con nuestro corazón, al entronizarnos en la experiencia de su vida hasta la cruz. Y en ese punto final de identidad, tu alma se fusiona con la suya como por una llama de experiencia compartida. "Con Cristo estoy juntamente crucificado", dijo Pablo. Y, "lejos esté de mí el gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo" (Gál. 2:20; 6:14). Te identificas con esa humillación a la que Cristo condescendió. Te postras de rodillas con él en el Getsemaní. Te unes a su plegaria: "No sea como yo quiero, sino como tú". Entregas tus brazos para ser clavados con los suyos en el madero. Sufres la burla y sarcasmo de los dirigentes religiosos y el pueblo, "en él". Derramas lágrimas con él. "¿Por qué me has abandonado?" Quedó atrás la infancia irreflexiva y despreocupada. Ahora puedes beber de la copa con él, y apreciar la profunda amargura de la misma.

En la cruz, Cristo murió la muerte del pecador, la de una víctima del SIDA, la de una víctima del cáncer, la de un condenado a muerte en el patíbulo. Mientras el Salvador colgaba de la cruz no hubo mano compasiva que enjugase el rocío de muerte de su rostro, ni se oyeron palabras de simpatía y fidelidad inquebrantable que sostuviesen su corazón humano. El que no conoció pecado, fue hecho pecado por nosotros. Identificándote con él, eres 'bautizado en Cristo; de Cristo estás revestido'. Entonces cae toda barrera entre hermanos. Y 'dado que eres de Cristo, de cierto eres descendiente de Abraham, y conforme a la promesa, heredero' (Gál. 3:27-29).

R.J.W.-L.B.