El
santuario y su servicio
M.L.
Andreasen
(últimos tres capítulos de libro)
EL ÚLTIMO CONFLICTO
En Daniel
8:14 se presenta una declaración que requiere ahora nuestra atención:
“Hasta dos
mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado”.
Cualquier
declaración concerniente al santuario es importante. El texto citado lo es
particularmente. Declara que en cierto momento el santuario será purificado.
Esto es más bien insólito, porque el terrenal era purificado cada año, en el
día de las expiaciones. ¿Por qué, entonces, debe transcurrir cierto tiempo, dos
mil trescientos días, antes que se realice esta purificación particular?
El
octavo capítulo de Daniel contiene una profecía importante. Describe una
visión de Daniel concerniente a un carnero y un macho cabrío:
“En el año
tercero del reinado del rey Belsasar me apareció una visión a mí, Daniel,
después de aquella que me había aparecido antes. Vi en visión; y cuando la vi,
yo estaba en Susa, que es la capital del reino en la provincia de Elam; vi,
pues, en visión, estando junto al río Ulai. Alcé los ojos y miré, y he aquí un
carnero que estaba delante del río, y tenía dos cuernos; y aunque los cuernos
eran altos, uno era más alto que el otro; y el más alto creció después.
Vi que el carnero hería
con los cuernos al poniente, al norte y al sur, y que ninguna bestia podía
parar delante de él, ni había quien escapase de su poder; y hacía conforme a su
voluntad, y se engrandecía. Mientras yo consideraba esto, he aquí un macho cabrío
venía del lado del poniente sobre la faz de toda la tierra, sin tocar tierra; y
aquel macho cabrío tenía un cuerno notable entre sus ojos. Y vino hasta el
carnero de dos cuernos, que yo había visto en la ribera del río, y corrió
contra él con la furia de su fuerza. Y lo vi que llegó junto al carnero, y se
levantó contra él y lo hirió, y le quebró sus dos cuernos, y el carnero no
tenía fuerzas para pararse delante de él; lo derribó, por tanto, en tierra, y
lo pisoteó, y no hubo quien librase al carnero de su poder. Y el macho cabrío
se engrandeció sobremanera; pero estando en su mayor fuerza, aquel gran cuerno
fue quebrado, y en su lugar salieron otros cuatro cuernos notables hacia los
cuatro vientos del cielo” (Dan
8:1-8).
La
interpretación se da en los versículos 20 y 21:
“En cuanto
al carnero que viste, que tenía dos cuernos, éstos son los reyes de Media y de
Persia. El macho cabrío es el rey de Grecia, y el cuerno grande que tenía entre
sus ojos es el rey primero”.
Los
comentadores creen unánimemente que “aquel gran
cuerno” es Alejandro Magno. Mientras era aún fuerte, el “gran cuerno fue quebrado” (v. 8). En su
lugar surgieron otros cuatro, que representan las cuatro divisiones del Imperio
griego a la muerte de Alejandro (v. 22).
La parte
de la profecía en la cual nos interesamos especialmente empieza con el
versículo 9:
“De uno de
ellos salió un cuerno pequeño que creció mucho al sur y al oriente, y hacia la
tierra gloriosa. Y se engrandeció hasta el ejército del cielo; y parte del
ejército y de las estrellas echó por tierra, y las pisoteó. Aun se engrandeció
contra el príncipe de los ejércitos, y por él fue quitado el continuo
sacrificio, y el lugar de su santuario fue echado por tierra. Y a causa de la
prevaricación le fue entregado el ejército junto con el continuo sacrificio; y
echó por tierra la verdad, e hizo cuanto quiso, y prosperó. Entonces oí a un
santo que hablaba; y otro de los santos preguntó a aquel que hablaba: ¿Hasta
cuándo durará la visión del continuo sacrificio y la prevaricación asoladora
entregando el santuario y el ejército para ser pisoteados? Y él dijo: Hasta dos
mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado” (Dan
8:9-14).
Es
evidente que la profecía gira en derredor del “cuerno
pequeño” que “creció mucho”. Alejandro es “el
cuerno grande” (Dan 8:21). El poder simbolizado por el cuerno
pequeño se inició de una manera poco notable, pero “creció
mucho”. Veamos lo que hace este cuerno: “Destruirá
a los fuertes y al pueblo de los santos” (v. 24). Esto lo ejecuta
no tanto por la guerra como por la “paz” (v.
25). Es sabio y astuto, y tiene una “sagacidad”
proverbial (v. 25). Es poderoso, “mas no con
fuerza propia”, “e hizo cuanto quiso y
prosperó” (v. 24 y 12). Es un poder orgulloso, porque “en su corazón se engrandecerá”, “aun se engrandeció contra el príncipe de los ejércitos”
(v. 25 y 11). Es un poder perseguidor, porque destruye “fuertes y al pueblo de los santos”, y le es dado
un “ejército” para ser “hollado” (v. 24, 10 y 13).
Enseña doctrinas falsas y echa “por tierra la verdad” (v. 12). Hace la
guerra contra la verdad; el santuario “fue echado
por tierra” y pisoteado, y esto por “causa de la prevaricación” (v. 11-13).
Se llega a la culminación cuando este poder se levanta “contra el príncipe de los príncipes”. Es entonces “quebrantado,
aunque no por mano humana” (v. 25). Cuando Daniel vio todo esto en
visión, quedó tan afectado que desfalleció y estuvo “enfermo
algunos días”. Se asombró “a causa de la
visión”, pero ni él ni nadie pudo comprenderla (v. 27).
Tenemos
especial interés en el tiempo mencionado en el versículo 14. La conversación
sostenida entre dos ángeles se destinaba evidentemente a los oídos de Daniel.
La visión del carnero y del macho cabrío parece relatada simplemente para
conducirnos a la historia del cuerno pequeño que “creció mucho”. Cuando Daniel
vio las persecuciones realizadas por este poder, y cómo iba a prosperar con
astucia, engrandecerse y “destruir maravillosamente”, se preguntó, como es
natural, cuánto tiempo continuaría esto. En la conversación de los ángeles, se
le dice que iba a haber un período de 2.300 días durante los cuales “el
santuario y el ejército” iban a “ser pisoteados”, y esta potencia perversa
prosperaría.
¿Cómo
podía esta potencia fortalecerse, “mas no con fuerza propia”? Esto parece una
contradicción de términos. ¿Cómo podría echar por tierra “parte del ejército y
de las estrellas”, y pisotearlos? ¿Cómo podría derribar y pisotear el
santuario? ¿Cómo podría derribar “por tierra la verdad” y prosperar? Sin
embargo, realizaría todo esto (v. 24, 10-12 y 25). Daniel
quedó asombrado y no comprendía la visión.
Pero
quedó aun más que maravillado cuando vio lo que este poder iba a hacer al
santuario, a la religión, al pueblo de Dios y a la verdad. Le afectó de tal
manera, que estuvo “enfermo algunos días” (v. 27). Un poder blasfemo iba
a perseguir al pueblo de Dios e intentar destruir la verdad, y prosperaría al
hacerlo. Aun el santuario sería derribado y pisoteado. El único rayo de
esperanza en toda la visión se refería al tiempo. El santuario y la verdad no
iban a ser pisoteados para siempre. La verdad sería reivindicada. Al fin de los
dos mil trescientos días, el santuario sería purificado.
Pero
esto en sí no podía ser de mucho consuelo para Daniel. ¿Qué significaban los
dos mil trescientos días? ¿Cuándo empezaban? ¿Cuándo terminaban? No lo entendía.
Empezó a estudiar más fervientemente que nunca antes. Su estudio lo indujo a
comprender por “los libros el número de los años de que habló Jehová al profeta
Jeremías, que habían de cumplirse las desolaciones de Jerusalén en setenta años”
(Dan 9:2). Pero hasta ahora nada se le revelaba acerca de los dos mil
trescientos días. ¿Tenían estos algo que ver con el fin de los setenta años?
¿Quizá empezaban cuando terminaba ese período? Él no lo sabía. Así que se
dedicó a orar. Debía ser iluminado respecto a esa cuestión.
Algunos
comentadores sostienen que el cuerno pequeño que se engrandeció enormemente
representa el reino de los seléucidas, especialmente bajo los reyes Antíoco
Epifanio y Antíoco el Grande. Esta opinión merece serias objeciones. Estos
reyes fueron perseguidores. Fueron astutos, impíos y orgullosos. Sin embargo,
difícilmente puede decirse que lo fueran más que muchos otros, antes y después
de ellos. No puede decirse que fueron mayores que Alejandro Magno. Sin embargo,
la visión lo exige. Antíoco Epifanio, que muchos creen que es el personaje al
cual se refiere especialmente, fue un perseguidor; estorbó el servicio del
santuario; pero no es tan destacado como para merecer la atención dada al
cuerno pequeño en la visión. Desempeñó su pequeño papel en el drama durante
algunos años y desapareció, sin dejar un rastro como el que había dejado
Alejandro, y hace mucho que habría pasado a ocupar su lugar entre los reyes
insignificantes del período, de no haber sido por el esfuerzo persistente de
los comentadores por darle una prominencia que no merece.
La
visión del capítulo 8 de Daniel no es una visión aislada. No es la primera vez
que se habla de Medo Persia y Grecia. El capítulo 7 trata de un tema afín y
menciona las bestias que representan a Medo Persia y a Grecia, y también se
refiere a un “cuerno pequeño”. El profeta dice:
“Mientras yo
contemplaba los cuernos, he aquí que otro cuerno pequeño salía entre ellos, y
delante de él fueron arrancados tres cuernos de los primeros; y he aquí que
este cuerno tenía ojos como de hombre, y una boca que hablaba grandes cosas”
(Dan 7:8).
Este
cuerno pequeño dejó perplejo a Daniel (v. 19-20). Había visto que “hacía guerra contra los santos, y los vencía” (v. 21).
Vio, además, que iba a hablar “palabras contra el
Altísimo, y a los santos del Altísimo quebrantará, y pensará en cambiar los
tiempos y la ley; y serán entregados en su mano hasta tiempo, y tiempos, y
medio tiempo” (v. 25). Al fin, sin embargo, “se sentará el Juez, y le quitarán su dominio para que sea
destruido y arruinado hasta el fin” (v. 26). El capítulo termina
así: “Aquí fue el fin de sus palabras. En cuanto a
mí, Daniel, mis pensamientos me turbaron y mi rostro se demudó; pero guardé el
asunto en mi corazón” (v. 28). Es fácil ver que esta profecía
trata en forma general de los mismos acontecimientos mencionados en la
profecía del capítulo 8.
Daniel
quedó perturbado por lo que había visto. En el capítulo siete le había sido
presentado un poder perseguidor que maltrataba a los santos del Altísimo, que
hablaba grandes cosas contra Dios, que iba a pensar cambiar los tiempos y la
ley, que era diferente de los demás reyes (v. 24), y que al fin sería
destruido. Esta potencia era el “cuerno pequeño”
que tenía ojos como ojos de hombre, y una boca que hablaba grandes cosas.
¿Quién podía ser esta potencia? Daniel pensó mucho y tuvo mucha perplejidad. “Mis pensamientos me turbaron”, confiesa él (v. 28).
Pero guardó el asunto en su corazón. Estaba seguro de que Dios podía hacer
revelaciones adicionales. “Aquí fue el fin de sus
palabras”, dice. Las palabras “aquí fue el
fin” son significativas. Daniel no dice: ‘Este es el fin del asunto’,
sino, “aquí fue el fin”. Es decir: ‘Es el
fin hasta aquí. Algo más ha de venir. Nos detenemos ahora, pero va a venir algo
más’. Tal es el significado de “aquí fue el fin”.
Y en efecto, vino algo más. El capítulo ocho vuelve a tratar de esta potencia,
y el capítulo nueve contiene una explicación adicional.
Es
imposible que el cuerno pequeño de Daniel 7 sea Antíoco Epifanio o cualquier
otro Antíoco. Casi todos los comentadores protestantes de la antigua escuela
concuerdan en ver en él al papado, la potencia que le da su cumplimiento
completo. ¿Cómo podía decirse de cualquier Antíoco que “hacía guerra contra los santos y los vencía, hasta que vino el Anciano de días y se dio el juicio a los santos del Altísimo, y
llegó el tiempo y los santos recibieron el reino”? (v. 21-22). Antíoco murió hace mucho.
Reinó tan sólo un corto tiempo.
Evidentemente,
no puede tratarse de él, sino de un poder religioso que pretende ejercer el
dominio de la conciencia, hasta con la persecución y la muerte, y que obrará
hasta la misma venida de Cristo, por las siguientes razones:
· “hablará
palabras contra el Altísimo”
· “a los
santos del Altísimo quebrantará”
· “pensará en
cambiar los tiempos y la ley” (v. 25)
Es un
poder apóstata que ha abandonado el verdadero culto e intenta suplantar a Dios.
Según lo describe el apóstol Pablo:
· “no vendrá
[Cristo en su segunda venida] sin que antes venga
la apostasía”
· “se
manifieste el hombre de pecado”
· “el hijo de
perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es
objeto de culto”
· “se sienta
en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios”
· Es “el misterio de
iniquidad”
· “aquel
inicuo... cuyo advenimiento es por obra de Satanás”
· “a quien el Señor... destruirá con el resplandor de su venida” (2 Tes 2:3-9)
Antíoco
ya estaba muerto cuando el apóstol escribió estas palabras. En los días de
Pablo el poder apóstata aludido recién estaba en sus comienzos. No se había
manifestado totalmente. Y es indudable, por lo que se predice al respecto, que
los mayores despliegues de sus maquinaciones engañosas pertenecen al futuro.
“Ya está en
acción el misterio de iniquidad, sólo que hay quien al presente lo detiene,
hasta que él a su vez sea quitado de en medio” (v. 8).
De
manera que este poder está presente en el mundo y estará hasta que el Señor lo
destruya “con el resplandor de su venida”.
Estas consideraciones
nos ayudarán en nuestra tentativa de establecer el significado de los 2.300
días de Daniel 8:14. Se presentan en medio de una profecía relativa a una
potencia que existió durante más tiempo que cualquier otra potencia terrenal.
Puesto que forman parte de una profecía, el tiempo mencionado aquí es indudablemente
un tiempo profético. En tal caso, los 2.300 días representan 2.300 años, según
la bien establecida interpretación profética. “Día
por año, día por año te lo he dado” (Eze 4:6) [y Núm 14:34].
“Echar por tierra la verdad” significa una
tentativa para oscurecer la verdadera obra de Cristo en el santuario celestial.
Cuando se clausuró el período del Antiguo Testamento, cuando Cristo inició su
obra en el santuario celestial, era el propósito de Dios que cesaran los
servicios del santuario terrenal. El velo del templo se rasgó en dos, y más
tarde el templo quedó enteramente destruido, con lo cual se significaba la
cesación del servicio terrenal y la inauguración del servicio celestial. Cristo
entró en un templo que no fue construido por manos humanas. Entró en el cielo
mismo, para ministrar allí en nuestro favor. Los hombres están invitados a
acudir a él con sus pecados y a recibir perdón. El servicio del santuario
terrenal había preparado a los hombres para esperar el santuario verdadero del
cielo. Había llegado el tiempo para que se realizara el traslado.
Por obra
de este poder apóstata, los hombres perdieron el conocimiento del santuario
celestial y de la tarea realizada allí por Cristo.
Mientras
Cristo en el cielo perdona el pecado, un sacerdote pretende hacer lo mismo en la tierra.
Mientras que Cristo intercede por el pecador, también lo hace un sacerdote. Y las
condiciones del sacerdote para perdonar el pecado son mucho más fáciles de
satisfacer que las condiciones de Cristo. Los hombres se olvidaron
completamente de que había un santuario en el cielo. Esta verdad fue derribada
por tierra. Es obra dada por Dios a la iglesia llamar la atención de los
hombres a Cristo y a la verdad. Es el único medio que Dios tiene para instruir
a los hombres. Cuando Cristo ascendió al cielo a iniciar su ministerio en el
santuario celestial, fue deber y privilegio de la iglesia proclamar estas
nuevas hasta los confines del mundo. Desde entonces no debían realizarse más
sacrificios en la tierra. Eso pertenecía a la antigua dispensación. También
había cesado el sacerdocio levítico. El velo se había rasgado y se abría para
el hombre un camino nuevo y vivo. Los hombres tenían libre acceso a Dios y
podían presentarse confiadamente ante el trono de la gracia sin ningún
intercesor humano. Todo el pueblo de Dios había llegado a ser un sacerdocio
real, y desde entonces ningún hombre intervendría ni se interpondría entre un
alma y su Hacedor. El camino de acceso estaba abierto a todos.
Cristo
es nuestro Sumo Sacerdote. En el Calvario murió como Cordero de Dios. Derramó
su sangre en nuestro favor. Los sacrificios mosaicos lo habían profetizado
durante siglos. Ahora había llegado la realidad, aquello de lo cual lo demás
había sido tan sólo una sombra. En el Antiguo Testamento no bastaba con la
muerte del cordero. Debía ser complementada por el ministerio del sacerdote al
rociar la sangre sobre el altar, o bien en el lugar santo. Eso también ocurre
con la muerte y la sangre de Cristo. Habiendo sido provista la sangre, Cristo
iba a ser “ministro del santuario, y de aquel
verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Heb 8:2).
Así “estando ya presente Cristo, pontífice de los
bienes que habían de venir, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no
hecho de manos, es a saber, no de esta creación; y no por sangre de machos
cabríos ni de becerros, mas por su propia sangre, entró una sola vez en el
santuario, habiendo obtenido eterna redención” (Heb 9:11-12).
El santuario
mencionado aquí no es el tabernáculo terrenal.
“Porque no
entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el
cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Heb 9:24).
Ante la
presencia de Dios, Cristo intercede y presenta su sangre que no santifica
simplemente “para la purificación de la carne”
como lo hacía antaño la sangre de los becerros y machos cabríos.
“¿Cuánto más
la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo
sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que
sirváis al Dios vivo?” (Heb 9:13-14).
Por lo
tanto, cualquiera que desee sentir su conciencia purificada, puede confiadamente
“entrar en el santuario por la sangre de
Jesucristo, por el camino que él nos consagró nuevo y vivo, por el velo, esto
es, por su carne; y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios,
lleguémonos con corazón verdadero, en plena certidumbre de fe, purificados los
corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua limpia” (Heb
10:19-22). En el Antiguo Testamento sólo el sacerdote podía entrar en el
santuario. Ahora todos pueden entrar. Es “el camino
nuevo y vivo que él nos abrió”.
Es deber
y privilegio de la iglesia proclamar este camino nuevo, vivo y bienaventurado.
Cada uno puede llegar directamente a Cristo. No necesita la intercesión de un
sacerdote como en el santuario terrenal. Esto ha sido eliminado. Cada hombre
puede presentarse ante su Hacedor directamente sin intervención humana. Puede
entrar confiadamente a través del velo. Esta es la verdad que debe ser
restaurada.
No es
necesaria la interposición de ninguna persona, de ningún ser creado para
allegarnos a Dios. La Escritura enseña claramente que hay un solo “mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre”
(1 Tim 2:5). La Biblia no reconoce otro mediador. Al enseñarse otra cosa
se atenta contra la verdad de Dios.
No
necesitamos entrar en detalles acerca de las matemáticas de los 2.300 días.
Referimos al lector a El Conflicto de los
Siglos, de Elena G. de White, y otras obras destacadas de los adventistas.
Basta decir que esos días, o más bien dicho, esos años, empezaron en el año 457
AC y terminaron en el 1844 de nuestra era. En esta última fecha debía ser
purificado el santuario.
Es
evidente que dicha purificación no puede referirse al santuario terrenal. Este
había sido destruido hacía mucho tiempo, y su servicio suspendido. Debe
referirse, por lo tanto, al santuario celestial, del cual se dice que debía ser
purificado “con mejores sacrificios que” los
del Antiguo Testamento (Heb 9:23).
Ya hemos
considerado en detalle el asunto de la purificación del santuario terrenal.
Esta purificación era una figura de la purificación del santuario celestial.
Así como los sacerdotes servían en el primer departamento del tabernáculo cada
día del año hasta el gran día de las expiaciones, también Cristo entró en el
primer departamento del santuario celestial hasta el tiempo de su purificación.
Esa fecha era 1844. Entonces Cristo comenzó la parte final de su ministerio.
Entonces entró en el segundo departamento o lugar santísimo. Entonces se inició
la hora del juicio, que llamamos el juicio investigador. Cuando esa obra esté
hecha, cesará el tiempo de gracia y Cristo vendrá.
Al
llegar aquí quisiéramos llamar la atención a la palabra “purificado”, que se usa en Daniel 8:14. En
hebreo es tsadaq, y es traducida “justificado”, llegar a ser justo.
Algunos traducen: “Entonces el santuario será justificado”. Otros: “Entonces
será reivindicado el santuario”. Y aún otros: “Entonces el santuario recibirá
el reconocimiento que merece”. La palabra encierra la idea de restauración así
como de purificación.
Estos
significados de la palabra son importantes en vista del hecho de que el
santuario ha sido pisoteado y la verdad derribada por tierra. ¿Llegará alguna
vez el tiempo en que el tema del santuario recibirá su lugar legítimo, en que
Dios vindicará su verdad, y será desenmascarado el error? Sí, contesta la
profecía; llegará ese tiempo: se levantará un poder malo que perseguirá al
pueblo de Dios, obscurecerá la cuestión del santuario, derribará la verdad por
tierra, y prosperará en hacerlo. Levantará su propio sistema en competencia con
el sistema de Dios, intentará cambiar la ley, y por su política astuta engañará
a muchos. Pero será desenmascarado. Al fin de los 2.300 días, se levantará un
pueblo que tendrá entendimiento respecto a las cuestiones del santuario, un
pueblo que por la fe seguirá a Cristo en el lugar santísimo, que tendrá la
solución que quebrantará el poder del misterio de iniquidad, y saldrá a
proclamar la verdad de Dios. Un pueblo tal es invencible. Proclamará
intrépidamente la verdad. Hará la contribución suprema en defensa de la verdad del
santuario.
“Los tuyos
edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación
levantarás, y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas
para habitar” (Isa 58:12).
Las
controversias finales serán bien definidas. Todos comprenderán lo que está en
juego y sus consecuencias. El punto principal será la adoración de la “bestia”, o bien la adoración de Dios. En esta
controversia se abrirá el templo de Dios en el cielo, y los hombres verán “el
arca de su pacto” (Apoc 11:19). El pueblo de Dios en la tierra
desempeñará una parte en revelar a los hombres el templo abierto.
Es
privilegio especial poder tener una parte en una obra tal. Pero si queremos
vencer, debemos saber dónde estamos y por qué. Que Dios nos conceda la gracia
de ser hallados fieles.
LA ÚLTIMA GENERACIÓN
La
demostración final de lo que el Evangelio puede hacer por la humanidad todavía
está en el futuro. Cristo mostró el camino. Tomó un cuerpo humano, y en ese
cuerpo demostró el poder de Dios. Los hombres han de seguir su ejemplo y probar
que lo que Dios hizo en Cristo, puede hacerlo en todo ser humano que se somete
a él. El mundo aguarda esa demostración (Rom 8:19). Cuando se haya
realizado, vendrá el fin. Dios habrá cumplido su plan; habrá demostrado que él
es veraz y Satanás mentiroso. Su gobierno estará reivindicado [Eze
36:23].
Hoy se
enseñan muchas doctrinas falsas acerca de la santidad. Por un lado, hay quienes
niegan el poder de Dios para salvar
del pecado; por otro, están los que se jactan de su santidad delante de los
hombres y quisieran hacernos creer que están sin pecado. Entre la primera clase
hay no solamente incrédulos y escépticos, sino creyentes cuya visión no
incluye la victoria sobre el pecado, sino una transigencia con él. En la otra,
están los que no tienen un concepto justo ni del pecado ni de la santidad de
Dios, cuya visión espiritual está tan dañada que no puede percibir sus propias
faltas y por lo tanto, se creen perfectos, y cuyo concepto de la verdad y la
justicia lo estiman superior al que se revela en la Palabra. No es fácil
decidir cuál es el mayor error.
Que la
Biblia enseña la santidad es indiscutible.
“El mismo
Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y
cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo”
(1 Tes 5:23).
“Seguid la
paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb
12:14).
“La voluntad
de Dios es vuestra santificación” (1 Tes 4:3).
La
palabra griega hagios con sus diversas formas se traduce “santificar”, “santo”,
“santidad”, “santificado”, “santificación”. Es la misma palabra que se usa para
designar los dos departamentos del santuario, y significa aquello que ha sido
puesto aparte para Dios. Una persona santificada es una persona cuya vida
entera está dedicada a él.
El plan
de la salvación debe necesariamente incluir, no sólo el perdón del pecado, sino
la restauración completa. La salvación del pecado es más que el perdón del pecado. Lógicamente, el perdón presupone el pecado, y se lo
da a condición de que rompamos con él. La santificación es apartarse del pecado
e indica la liberación de su poder y la victoria sobre él. El primero es un
medio de neutralizar el efecto del pecado; la segunda es una restauración del
poder para obtener la victoria completa.
El
pecado, como algunas enfermedades, deja al hombre en una condición deplorable:
abatido, descorazonado. Por causa de él tiene poco control de su mente, la
voluntad le falla, y no puede hacer lo que sabe que es correcto, ni aun con las
mejores intenciones. Siente que no hay esperanza, que la culpa pesa sobre él y
el remordimiento llena su alma. A sus males corporales se añade la tortura de
la conciencia. ¿No se compadecerá alguien de él?
Entonces
llega el Evangelio. Se le predican las buenas nuevas. Aunque sus pecados sean
rojos como escarlata, serán emblanquecidos como nieve; aunque fueren rojos como
carmesí, serán como blanca lana. Todo está perdonado. Está “salvo”. ¡Qué
liberación maravillosa! Su ánimo descansa. Ya no lo atormenta su conciencia. Ha
sido perdonado. Su corazón rebosa de alabanza a Dios por su misericordia y
bondad hacia él.
Así como
el barco averiado que es remolcado al puerto está salvo pero no sano, también el hombre
está “salvo” pero no sano. Es necesario hacer reparaciones en el barco antes
que pueda navegar, y el hombre necesita estar plenamente restaurado antes que
pueda gozar de salud. Este proceso de la restauración se llama santificación, e
incluye el cuerpo, el alma y el espíritu. Cuando la obra está acabada, el
hombre es “santo”, está completamente santificado, y restaurado a la imagen de
Dios. Esta demostración de lo que el Evangelio puede hacer en favor de
un hombre es lo que el
mundo necesita ver.
En la
Biblia, tanto el proceso como la obra terminada son llamados santificación. Por
esta razón los “hermanos” son llamados santos y santificados, aunque no hayan
alcanzado la perfección (1 Cor 1:2; 2 Cor 1:1; Heb 2:1).
Quien recorra las epístolas a los Corintios se convence pronto de que los
santos mencionados tenían sus faltas. A pesar de esto, se dice que son “santificados” y “llamados
a ser santos”. La razón consiste en que la santificación completa no es
obra de un día o un año, sino de una vida entera. Se inicia en el momento en que una persona se
convierte, y continúa toda la vida. Cada victoria apresura el proceso. Pocos
cristianos hay que no hayan obtenido la victoria sobre algún pecado que antes
los molestaba grandemente y los vencía. Más de un hombre que era esclavo del
tabaco ha obtenido la victoria sobre el hábito y se alegra en su victoria. El
tabaco ha dejado de ser una tentación. Ya no lo atrae más. Tiene la victoria.
En ese punto está santificado. Así como ha sido victorioso sobre una tentación,
puede llegar a serlo sobre todo pecado. Cuando la obra haya sido terminada,
cuando haya adquirido la victoria sobre el orgullo, la ambición, el amor al
mundo, la victoria sobre todo mal, estará listo para la traslación. Habrá sido
probado en todos los puntos. El maligno habrá venido y no habrá hallado nada.
Satanás no tendrá más tentaciones para él. Las habrá vencido todas. Se
destacará sin falta aun delante del trono de Dios. Esto pondrá su sello sobre
él. Estará salvo y sano. Dios habrá terminado su obra en él. La demostración de
lo que Dios puede hacer con la humanidad estará completa. Así sucederá con la
última generación de hombres que vivan en la tierra. Por su medio, Dios hará la
demostración final de lo que puede
hacer con la humanidad. Tomará a los más débiles de los débiles, a aquellos
que llevan todos los pecados de sus antepasados, y en ellos mostrará
su poder. Estarán sujetos a toda tentación, pero no cederán. Demostrarán que es
posible vivir sin pecar: harán la demostración que el mundo ha estado esperando
y para la cual Dios ha estado haciendo los preparativos. Será evidente para
todos que el evangelio puede realmente salvar hasta lo sumo. Dios será hallado
veraz en sus dichos. El último año traerá la prueba final; pero ésta tan sólo
demostrará a los ángeles y al mundo que nada de lo que el maligno haga puede
conmover a los escogidos de Dios. Caerán las plagas, se verá destrucción por
todos lados, se hallarán frente a la muerte, pero como Job, se mantendrán
firmes en su integridad. Nada podrá hacerlos pecar. Guardarán “los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc
14:12).
En toda
la historia del mundo, Dios ha tenido sus fieles. Estos han soportado la
aflicción aun en medio de gran tribulación. Y aun bajo los ataques de Satanás,
como dice el apóstol Pablo, por la fe han logrado obrar “justicia”.
“Fueron
apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron
de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres,
angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los
desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra”
(Heb 11:37-38).
Y en
adición a esta lista de testigos fieles, muchos de los cuales fueron mártires
por su fe, Dios tendrá en los últimos días un remanente, un “rebaño pequeño”,
por así decirlo, en el cual y por medio del cual dará al universo una demostración
de su amor, su poder, su justicia que, con excepción de la vida piadosa de
Cristo en la tierra y su sacrificio supremo en el Calvario, será la
demostración más abarcante y concluyente de todas las edades.
En la
última generación de hombres fieles que vivan en la tierra quedará plenamente
revelado el poder de Dios para la santificación. La demostración de ese poder
es la vindicación de Dios. Eliminará cualquier acusación que Satanás haya
presentado contra él. En la última generación Dios queda vindicado y Satanás
derrotado. Tal vez esto necesite ampliarse un poco más.
La
rebelión que se produjo en el cielo e introdujo el pecado en el universo de
Dios, debe haber sido algo terrible para Dios y para los ángeles. Hasta cierto
momento, todo había sido paz y armonía. La discordia era desconocida, solamente
el amor prevalecía. Luego, ambiciones profanas corrompieron el corazón de
Lucifer. Este decidió que quería ser igual al Altísimo. Iba a ensalzar su solio
sobre las estrellas de Dios. No sólo esto, sino que se proponía sentarse “en el monte del testimonio”, “a los lados del norte” (Isa 14:12-14). Esta
declaración equivale a intentar deponer a Dios y ocupar su lugar. Es una
declaración de guerra. Satanás quería sentarse allá donde Dios se sentaba. Dios
hizo frente al desafío.
No
tenemos declaración bíblica en cuanto a los medios empleados por Satanás para
ganar una multitud de ángeles en su bando. Es muy claro que mintió. También es
indisputable que desde el principio fue homicida (Juan 8:44). Como el
homicidio tiene su comienzo en el odio, y como este odio culminó en la muerte
del Hijo de Dios en el Calvario, podemos creer que el odio de Satanás no se
dirigía solamente contra Dios el Padre, sino también, y tal vez especialmente,
contra Dios el Hijo. En su rebelión, Satanás fue más lejos que una simple
amenaza. Levantó realmente su trono diciendo: “Yo
soy un dios, en el trono de Dios estoy sentado” (Eze 28:2).
Cuando
Satanás presentó así su gobierno en el cielo, quedó bien definido lo que estaba
en disputa. Ninguno de los ángeles podía ya estar en duda. Todos debían
decidirse en favor o en contra de Satanás. En caso de rebelión hay siempre
algún agravio, real o imaginario, que se presenta como pretexto. Se suscita
descontento en algunos, y al no conseguir que se remedien las cosas, recurren a
la rebelión. Los que
simpatizan con la causa rebelde se unen a ella, los demás permanecen leales al
gobierno, y deben correr riesgos en relación con su capacidad de sobrevivir.
Aparentemente
en el cielo se llegó a una situación como la descrita. El resultado fue la
guerra.
“Hubo una
gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y
luchaban el dragón y sus ángeles” (Apoc 12:7).
El
resultado era predecible: Satanás y sus ángeles “no
prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera
el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual
engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron
arrojados con él” (v. 8-9).
Satanás
fue derrotado, pero no destruido. Por su acto de rebelión, había declarado que
el gobierno de Dios tenía faltas. Por el establecimiento de su propio trono
había pretendido tener mayor sabiduría o justicia que Dios. Estas pretensiones
son inherentes a la rebelión y al establecimiento de otro gobierno. Para quitar
toda duda de la mente de los ángeles, y más tarde del hombre, Dios debía dejar
a Satanás seguir con su obra. Durante los últimos seis mil años ha estado
demostrando al universo lo que es capaz de hacer cuando se le da la
oportunidad.
Desde el
tiempo en que Caín mató a Abel, ha existido odio, derramamiento de sangre,
crueldad y opresión en la tierra. La virtud, la bondad y la justicia han
sufrido; el vicio, la vileza y la corrupción han triunfado. El justo ha sido
presa del malo; los mensajeros de Dios, torturados y muertos; la ley divina,
hollada en el polvo. Cuando Dios envió a su Hijo, en vez de honrarlo, los
hombres perversos, bajo la instigación de Satanás, lo colgaron de un madero.
Aun entonces no destruyó Dios a Satanás. La demostración debía ser completa.
Únicamente cuando ocurran los últimos acontecimientos y los hombres estén a
punto de exterminarse unos a otros, intervendrá Dios para salvar a los suyos.
Entonces no quedará duda en la mente de nadie de que si Satanás hubiera tenido
el poder habría destruido todo vestigio de bondad, habría arrojado a Dios del
trono, dado muerte al Hijo de Dios, y establecido un reino de violencia fundado
en el egoísmo y la ambición cruel.
Lo que
Satanás ha estado demostrando es realmente su carácter, y hasta dónde puede
llevar la ambición egoísta. En el principio quiso ser como Dios. No estaba
conforme con su posición como el más alto de los seres creados. Quería ser
Dios. Con frecuencia se ha revelado que cuando una persona se fija un blanco
egoísta, no se detendrá ante nada para alcanzarlo. Quienquiera que se le oponga
será quitado del camino. Aun cuando fuera Dios mismo, deberá ser eliminado.
La
demostración de Satanás enseña también que la alta posición no es satisfactoria
para el individuo ambicioso. Debe tener la más alta, y aun así no se queda
satisfecho.
En este
aspecto, el contraste entre Cristo y Satanás es muy pronunciado. Satanás quería
ser Dios. Y lo deseaba tanto que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para
alcanzar su blanco. Cristo, por otro lado, no consideró como algo a retener el
ser igual a Dios. Se humilló voluntariamente y vino a ser obediente hasta la
muerte, aun hasta la muerte de cruz. Era Dios, y se hizo hombre. Y que esto no
era un arreglo temporal tan sólo con el propósito de mostrar su buena voluntad,
queda evidenciado por el hecho de que seguirá siendo hombre para siempre. Satanás se
exaltó a sí mismo; Cristo se humilló. Satanás quiso ser Dios; Cristo se hizo hombre. Satanás quiso
sentarse como Dios sobre un trono; Cristo, como siervo, se humilló a lavar los
pies de los discípulos. El contraste es completo.
En el
cielo, Lucifer había sido uno de los querubines cubridores (Eze 28:14).
Esto parece referirse a los dos ángeles que en el lugar santísimo del santuario
estaban sobre el arca, cubriendo el propiciatorio. Este era indudablemente el
cargo más alto que un ángel podía ocupar, porque el arca y el propiciatorio
estaban en la presencia inmediata de Dios. Estos ángeles eran los guardianes
especiales de la ley. Velaban sobre ella, por así decirlo. Lucifer era uno de
ellos.
En Ezequiel
28:12 hay una interesante declaración acerca de Lucifer:
“Tú eras el
sello de la perfección, lleno de sabiduría, y acabado de hermosura”.
La
expresión a la cual quisiéramos llamar la atención es: “Tú eras el sello de la perfección”. El significado de esto no
es muy claro. La traducción puede interpretarse de diversas maneras. Parece
evidente, sin embargo, que se propone demostrar la alta posición y el exaltado
privilegio que tenía Satanás antes de caer. Era una especie de primer ministro,
un guardián del sello.
Como en
un gobierno terrenal un documento o una ley debe tener su sello para ser
válido, así también en el gobierno de Dios se usa un sello. Dios parece haber encomendado
a los ángeles su obra, así como la ha dado a los hombres. Un ángel está
encargado del fuego (Apoc 14:18); otro, de las aguas (Apoc 16:5);
otro, del “sello del Dios vivo” (Apoc 7:2). Aunque, como se ha dicho ya,
la expresión de Ezequiel 28:12 no es muy clara, algunos creen correcto
traducirla así: “Tú aplicabas el sello al
mandamiento”. Si esto es sostenible, y Lucifer era el primer ministro y
guardián del sello, nos da una razón adicional por la cual deseó colocar su
propia marca en lugar del sello de Dios cuando abandonó su primera morada.
Que
Satanás se ha opuesto constantemente a la ley, es evidente. Si la ley de Dios
es su carácter, y si el carácter de Dios es opuesto del de Satanás, este queda
condenado por ella. Cristo y la ley son una misma cosa. Cristo es la ley
vivida, la ley hecha carne. Por esta razón, su vida constituye una condenación.
Cuando Satanás hizo guerra contra Cristo, la hizo también contra la ley. Cuando
odió la ley, odió también a Cristo. Cristo y la ley son inseparables.
En el Salmo
40 se halla una declaración interesante. Cristo dice:
“Me
complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón” (v. 8, VM).
Aunque
es indudablemente una expresión poética y no debe llevársela demasiado lejos,
es interesante, sin embargo, como indicación de la posición exaltada de la ley.
“Tu ley está en medio de mi corazón”.
Apuñalar la ley es apuñalar el corazón de Cristo. Apuñalar el corazón de Cristo
es apuñalar la ley. Satanás intentó hacer eso en la cruz. Pero Dios dispuso
otra cosa. La muerte de Cristo era un tributo a la ley. La engrandecía
inconmensurablemente y la hacía honorable. Dio a los hombres una nueva visión
de su carácter sagrado y de su valor. Si Dios dejó morir a su Hijo, si Cristo
estuvo dispuesto a entregarse voluntariamente antes que abrogar la ley, si es
más fácil que el cielo y la tierra pasen antes que se pierda una jota o una
tilde de la ley, ¡cuán sagrada y honorable debe ser!
Cuando
Cristo murió en la cruz había demostrado en su vida la posibilidad de guardar la ley. Satanás
fracasó en inducirle a pecar. Posiblemente no creía poder hacerlo. Pero
si hubiera podido inducir a Jesús a emplear su poder divino para salvarse,
habría logrado mucho. Satanás, entonces podría haber sostenido que esto
invalidaba la demostración que Dios se proponía hacer, a saber, que era posible
para el hombre guardar la ley. En la forma como sucedió, Satanás quedó
derrotado. Pero hasta el mismo fin, continuó la misma táctica. Satanás esperaba
que Cristo se librara, usando su poder divino. En la cruz, Cristo fue tentado
así: “A otros salvó, a sí mismo no puede salvar”.
Pero el Señor no vaciló. Hubiera podido salvarse, pero no lo hizo. Satanás fue
derrotado nuevamente. No podía comprender esto. Pero sabía que con la muerte
victoriosa del Señor se sellaba su propia condenación. Al morir, Cristo vencía.
Pero
Satanás no renunció a la lucha. Había fracasado en su conflicto con Cristo,
pero todavía podía tener éxito con los hombres. Así que fue a “hacer guerra contra el resto de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” (Apoc 12:17). Si podía vencerlos, tal vez
no quedaría derrotado del todo.
La
demostración que Dios se propone hacer con la última generación en la tierra
significa mucho, tanto para el pueblo como para Dios. ¿Puede realmente
observarse la ley de Dios? Esta es una cuestión vital. Muchos negarán que se
pueda hacer; otros dudarán. Cuando se considera toda la cuestión de la
observancia de los mandamientos, el problema asume grandes proporciones. La ley
de Dios es “excesivamente amplia; abarca los
pensamientos y los intentos del corazón. Juzga los motivos tanto como los
hechos, los pensamientos, así como las palabras. La observancia de los
mandamientos significa completa santificación, una vida santa, una
inquebrantable fidelidad a lo recto, una completa separación del pecado y la
victoria sobre él. Bien puede el hombre mortal exclamar: ¡Quién es suficiente
para esas cosas!” (5 CBA, 1061).
Sin
embargo, es la tarea que Dios se ha propuesto y que él espera realizar. Cuando
Satanás lance la declaración y el desafío: ‘Nadie puede guardar la ley. Es
imposible. Si hay alguno que pueda hacerlo o que lo haya hecho, muéstramelo.
¿Dónde están los que guardan los mandamientos?’ Dios contestará tranquilamente:
“Aquí está
la paciencia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de
Jesús” (Apoc 14:12).
Digámoslo
reverentemente: Dios debe hacer frente al desafío de Satanás. No es el plan de
Dios, ni parte de su propósito, someter a los hombres a pruebas en que
únicamente puedan sobrevivir unos pocos escogidos. En el huerto de Edén, Dios
no pudo idear una prueba más fácil que la que ideó. Nadie tendrá jamás razón de
decir que nuestros primeros padres cayeron porque la prueba era demasiado
difícil para ellos. Era la más ligera que se podía concebir. Si cayeron, no fue
porque no se les había suministrado fuerza con que resistir. La tentación no
estaba constantemente delante de ellos. No se permitía a Satanás que los
molestara en cualquier parte. Podía tener comunicación con ellos solamente en
un lugar, a saber, en el árbol de la ciencia del bien y del mal. Ellos conocían
este lugar. Podían mantenerse alejados de él si querían. Satanás no podía
seguirlos. Si ellos iban adonde él estaba, era porque querían. Pero aun cuando
fueran a examinar el árbol, no necesitaban permanecer allí. Podían apartarse.
Aun si Satanás les ofrecía la fruta, no necesitaban tomarla. Pero la tomaron y
comieron. Y la comieron porque quisieron, no porque fueron obligados.
Transgredieron deliberadamente la orden de Dios.
Cuando
Dios ordena a los hombres que guarden su ley, no es su propósito tener tan sólo
a unos pocos hombres que la observen, precisamente los suficientes para
demostrar que puede hacerse. No está de acuerdo con el carácter de Dios elegir
hombres destacados, de propósitos firmes y magnífica preparación, y demostrar
por ellos lo que puede hacer. Está mucho más en armonía con su plan hacer
requerimientos tales que aun los más débiles no necesiten fracasar, de manera
que nadie pueda decir jamás que él pide lo que solamente unos pocos pueden
hacer. Por esta razón, Dios ha reservado su mayor demostración para la última
generación. Esta generación lleva los resultados de pecados acumulados. Si los hay
débiles, son los miembros de esta generación. Si hay quienes sufren de
las tendencias heredadas, son
ellos. Si algunos tienen excusa por cualquier debilidad, son ellos. Si, por lo
tanto, éstos pueden guardar los mandamientos, nadie de ninguna otra generación tiene excusa
por no haberlo hecho.
Pero
esto no basta. Dios se propone revelar en su demostración, no solamente que los
hombres comunes de la última generación pueden soportar con éxito una prueba
como la que dio a Adán y Eva, sino que pueden sobrevivir a una prueba mucho más
difícil de la que toca en suerte a los hombres comunes. Será una prueba
comparable a la que Job soportó; se acercará a la que el Maestro soportó. Los
probará hasta lo sumo.
“Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin
del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo” (Sant 5:11).
Job pasó por algunas de las cosas que se repetirán en la vida de los escogidos
de la última generación. Tal vez sea bueno considerarlas.
Job era
un hombre bueno. Dios confiaba en él. Día tras día ofrecía sacrificios por sus
hijos. “Quizá habrán pecado mis hijos”,
decía (Job 1:5). Era próspero y disfrutaba de la bendición de Dios.
Entonces
“un día vinieron a presentarse delante de Jehová
los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás” (v. 6).
Se registra una conversación que hubo entre Dios y Satanás acerca de Job. El
Señor dice que Job es un hombre bueno, lo cual Satanás no niega, pero insiste
en que Job teme a Dios simplemente porque ello lo beneficia. Afirma que si Dios
le quita sus misericordias, Job maldecirá a Dios. Hace esta declaración en
forma de desafío, y Dios lo acepta. Le da permiso a Satanás para quitarle la propiedad
de Job y afligirlo de otras maneras, pero sin tocar su persona.
Satanás
procede inmediatamente a hacer lo que se le ha permitido. La propiedad de Job
desaparece, y sus hijos mueren. Cuando esto sucedió, “Job
se levantó, y rasgó su manto, y rasuró su cabeza, y se postró en tierra y
adoró, y dijo: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá.
Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito. En todo esto no
pecó Job, ni atribuyó a Dios despropósito alguno” (Job 1:20-22).
Satanás
está derrotado, pero hace otra tentativa. La siguiente vez que se encuentra con
Dios, sin admitir su derrota, alega que no se le ha permitido tocar a Job
mismo. De lo contrario Job habría pecado, sostiene. La declaración es otra vez
un desafío, y Dios lo acepta. Le da permiso a Satanás para atormentar a Job,
pero sin quitarle la vida. Inmediatamente Satanás parte para cumplir su misión.
Todo lo
que el maligno puede hacer, lo hace a Job. Pero Job permanece firme. Su esposa
le aconseja que renuncie a su fidelidad, pero él no vacila. Bajo el intenso
dolor físico y la angustia mental, permanece firme. Nuevamente se dice que Job
soportó la prueba. “En todo esto no pecó Job con
sus labios” (Job 2:10). Satanás queda derrotado y no aparece más
en el cielo.
En los
capítulos sucesivos del libro de Job, se nos da una pequeña vislumbre de la
lucha que se riñe en la mente de Job. Está muy perplejo. ¿Por qué ha caído toda esta
calamidad sobre él? No
tiene conocimiento de ningún pecado. Por lo tanto, ¿por qué lo aflige Dios? Por
supuesto no sabe
nada del desafío de Satanás. Ni tampoco sabe que Dios depende de él en la
crisis por la cual está pasando. Todo lo que sabe es que de un cielo despejado,
ha caído sobre él el desastre hasta que ha quedado sin familia, sin propiedades,
y con una terrible enfermedad que casi lo aplasta. No lo entiende, pero conserva su integridad y
fe en Dios. Dios sabía que haría esto. Pero Satanás había dicho que no. Dios
triunfó en el desafío.
Hablando
humanamente, Job no había merecido el castigo que cayó sobre él. Dios mismo
dice que era sin causa: “Aun cuando tú me incitaste
contra él para que lo arruinara sin causa” (Job 2:3). Por lo
tanto, toda la situación se justifica únicamente si se considera como una
prueba específica ideada con un propósito específico. Dios quería acallar la
acusación de Satanás de que Job servía a Dios únicamente por provecho propio.
Quería demostrar que había por lo menos un hombre a quien Satanás no podía
dominar. Job sufrió como resultado de ello, pero no parecía haber otro camino.
Más tarde se lo recompensó.
El caso
de Job está registrado con un propósito. Además de su historicidad, creemos que
tiene también un significado más amplio. Los hijos de Dios que vivan en los
últimos días; pasarán por una experiencia similar a la de Job. Serán probados
como él lo fue,
serán privados de todo apoyo humano; Satanás tendrá permiso
para atormentarlos. Además de esto, el
Espíritu de Dios se retirará de la tierra y desaparecerá la protección de los gobiernos
terrenales. El pueblo de Dios quedará solo para pelear contra las potestades de
las tinieblas. Estará perplejo, como Job. Pero, como él, se mantendrá firme en
su integridad.
En la última
generación Dios quedará vindicado. En el remanente, Satanás encontrará su
derrota. La acusación de que la ley no puede ser observada quedará plenamente
refutada. Dios tendrá, no solamente una o dos personas que observen sus
mandamientos, sino un grupo entero, el de los 144.000. Ellos reflejarán
plenamente la imagen de Dios. Desmentirán la acusación de Satanás contra el
gobierno del cielo.
En el
cielo se produjo una grave situación cuando Satanás hizo sus acusaciones contra
Dios. Estas constituían en realidad una imputación de incapacidad para
gobernar. Muchos de los ángeles creyeron las acusaciones. Se colocaron del lado
del acusador. Una tercera parte de los ángeles, y éstos deben haber sido
millones, se enfrentó a Dios juntamente con su caudillo, el más alto de entre
los ángeles, Lucifer. No era una crisis menor. Amenazaba la misma existencia
del gobierno de Dios. ¿Cómo debía Dios tratarla?
La única
forma en que el asunto podía arreglarse satisfactoriamente, de manera que nunca
más se levantara una duda, consistía en que Dios sometiera su caso a las reglas
comunes de la evidencia. ¿Era, o no era justo su gobierno? Dios decía que sí;
Satanás decía que no. El Creador podía haber destruido a Satanás. Pero esto no
habría sido un argumento a favor, sino más bien habría ido en contra de Dios.
No había otra manera de dilucidar el pleito, sino por las evidencias que cada
lado presentara según los testigos habidos, y juzgarlo por los testimonios presentados.
Tenemos,
pues, una escena de juicio. Satanás es el acusador. Está en juego el gobierno
de Dios. Dios ha sido acusado de injusticia, de requerir que sus criaturas
hagan lo que no son capaces de hacer, y de castigarlas por no hacerlo. La ley
es el punto específico de ataque; pero siendo la ley simplemente un trasunto
del carácter de Dios, son Dios y su carácter los que están en tela de juicio.
A fin de
que Dios sostenga su aserto, es necesario demostrar que no ha sido arbitrario
en sus requerimientos, que la ley no es dura ni cruel en sus exigencias, sino
que por el contrario, es santa, justa y buena, y que los hombres pueden
guardarla. Todo lo que Dios necesita, es contar con un hombre que haya guardado
la ley, y su causa estará ganada. En ausencia de un caso tal, Dios perdería y
Satanás ganaría. El resultado depende, por lo tanto, de uno o más seres que
guarden los mandamientos de Dios. Dios ha puesto así en juego su gobierno.
Aunque
es verdad que de vez en cuando muchos han dedicado su vida a Dios y vivido sin
pecado durante ciertos períodos de tiempo, Satanás sostiene que éstos son casos
especiales, como lo era el de Job, y no caen bajo las reglas ordinarias. Exige
un caso bien definido en que no pueda haber duda, y en el cual Dios no haya
intervenido. ¿Puede presentarse un caso tal?
Dios
está listo para el desafío. Ha estado aguardando su tiempo. El Hijo de Dios, en
su propia persona, hizo frente a las acusaciones de Satanás, y ha demostrado
que eran falsas. La manifestación suprema ha sido reservada hasta la contienda
final. De la última generación Dios elegirá a sus escogidos. No a los fuertes o
poderosos, no a los que gozan de honores y riquezas, no a los sabios ni
encumbrados, sino tan sólo a personas comunes, y por su medio hará su
demostración. Satanás ha sostenido que los que en lo pasado sirvieron a Dios lo
hicieron por motivos mercenarios, que Dios los ha mimado, y que él, Satanás, no
ha tenido libre acceso a ellos. Si se le hubiese dado pleno permiso para
presentar su causa, ellos también habrían sido ganados a ella. Acusa a Dios de
haber tenido miedo de permitirle que lo hiciera. Dame una oportunidad justa,
dice Satanás, y yo ganaré.
Y así, a
fin de acallar para siempre las acusaciones de Satanás, para hacer evidente que
el pueblo de Dios le sirve por motivos de lealtad y derecho sin relación con la
recompensa, para limpiar su propio nombre y carácter de las acusaciones de
injusticia y arbitrariedad, para demostrar a los ángeles y a los hombres que su
ley puede ser observada por los hombres más débiles en las circunstancias más
desalentadoras y difíciles, Dios permite a Satanás que pruebe a su pueblo hasta
lo sumo. Serán amenazados, torturados, perseguidos. Estarán frente a frente con
la muerte cuando se promulgue el decreto de adorar a la bestia y a su imagen (Apoc
13:15). Pero no cederán. Estarán dispuestos a morir antes que a pecar.
Dios
retira su Espíritu de la tierra. Satanás tendrá mayor dominio que nunca antes.
Es cierto que no podrá matar al pueblo de Dios, pero ésta será casi
la única limitación. Empleará todo permiso a su disposición. Sabe cuánto está
en juego. Es ahora o nunca.
Dios
hace una cosa
más. Aparentemente se oculta. El santuario celestial se cerrará. Los santos
claman a Dios día y noche por liberación, pero él aparenta no oír. Los
escogidos de Dios están pasando por el Getsemaní. Prueban un poco de lo que experimentó
Cristo durante aquellas tres horas en la cruz. Aparentemente deben pelear su
batalla solos. Deben vivir sin intercesor a la vista de un Dios santo. Pero
aunque Cristo ha terminado su intercesión, de manera que ya nadie puede obtener
perdón del pecado por su ministerio sacerdotal en el santuario celestial, los
santos son objeto del amor y el cuidado de Dios. Los ángeles santos velan sobre
ellos. Dios les provee refugio de sus enemigos; les suministra alimento;
los escuda de la destrucción, y les proporciona gracia y poder para vivir santamente
(véase el Salmo 91). Sin embargo, están todavía en el mundo, tentados,
afligidos y atormentados.
¿Resistirán
la prueba? A los ojos humanos parece imposible. Si tan sólo Dios acudiera en su
ayuda, todo iría bien. Están resueltos a resistir al maligno. Si es necesario
pueden morir; pero no necesitan pecar. Satanás no tiene poder, ni lo ha tenido
jamás, para obligar a un hombre a pecar. Puede tentarlo, destruirlo,
amenazarlo; pero no puede obligarlo.
Y ahora
Dios demuestra por los más débiles de entre los débiles que no hay excusa, ni
la ha habido jamás, para pecar. Si los hombres de la última generación pueden
repeler con éxito el ataque de Satanás: si pueden hacerlo teniendo todas las
desventajas contra sí y el santuario cerrado, ¿qué excusa hay
para que los hombres hayan pecado alguna vez?
En la
última generación Dios da la demostración final de que los hombres, por su
gracia, pueden observar su ley y vivir sin pecar. Dios no deja nada sin hacer para
completar la demostración. La única limitación que impone a Satanás es no matar
a los santos de Dios. Puede tentarlos, acosarlos y amenazarlos; y lo hace. Pero
fracasa. No puede hacerlos pecar. Resisten la prueba, y Dios pone su sello
sobre ellos.
Mediante
la última generación de santos, Dios queda finalmente vindicado. Por ellos
derrota a Satanás y gana el pleito. Forman una parte vital del plan de Dios.
Pasan por luchas terribles; pelean con potestades invisibles en lugares altos.
Pero han puesto su confianza en el Altísimo y no serán avergonzados. Han pasado
por el hambre y la sed, pero llegará el tiempo en que “no
tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno;
porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a
fuentes de aguas de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos”
(Apoc 7:16-17).
“Estos... siguen al Cordero por dondequiera que va”
(Apoc 14:4). Cuando por fin las puertas del templo se abran, se oirá una
voz que dirá: “Únicamente los 144.000 entran en
este lugar” (PE, 19). Por la fe habrán seguido al Cordero hasta
allí. Han penetrado con él en el lugar santo, lo han seguido hasta el lugar
santísimo. Y en el más allá únicamente los que lo han seguido aquí, lo seguirán
allí. Serán reyes y sacerdotes. Lo seguirán hasta adentro del santísimo donde
únicamente puede entrar el Sumo Sacerdote. Estarán en la presencia de Dios, sin
velo. Le seguirán “por dondequiera que va”.
No sólo estarán “delante del trono de Dios”
y le servirán “día y noche en su templo”,
sino que se sentarán “conmigo en mi trono; así como
yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Apoc 7:15;
3:21).
El
asunto de mayor importancia del universo no es la salvación de los hombres, por
importante que parezca. Lo más importante es que el nombre de Dios quede limpio
de las falsas acusaciones hechas por Satanás. La controversia se está acercando
a su fin. Dios está preparando a su pueblo para el último gran conflicto.
Satanás se está preparando también. La crisis nos espera y se decidirá en la
vida del pueblo de Dios. Dios depende de nosotros como dependió de Job. ¿Está
bien depositada su confianza?
Es un
admirable privilegio el que se nos concede como pueblo, el de vindicar
el nombre de Dios por nuestro testimonio. Es maravilloso que se nos permita
testificar por él. Nunca debe olvidarse, sin embargo, que este testimonio es un
testimonio de la vida; no simplemente de las palabras. “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan
1:4). “La vida era la luz”. Así era en
el caso de Cristo, y debe ser en el nuestro. Nuestra vida debe ser una luz como
lo era la suya. Dar luz a la gente es más que entregarle un folleto. Nuestra
vida es la luz.
Mientras vivimos, damos luz a los demás. Sin vida, sin vivir la luz, nuestras
palabras carecen de valor. Pero al llegar nuestra vida a ser luz, nuestras
palabras se hacen eficaces. Es nuestra vida la que debe testificar por Dios.
¡Ojalá
la iglesia aprecie el excelso privilegio que se le da! “Vosotros sois mis testigos, dice Jehová” (Isa 43:10). No
debe haber “dios extraño entre vosotros: ¡Vosotros pues sois mis testigos, dice Jehová, y yo soy Dios!” (v. 12). ¡Ojalá seamos de veras
testigos, y testifiquemos lo que Dios ha hecho por nosotros!
Todo
esto está íntimamente relacionado con la obra del día de las expiaciones. En
aquel día, los hijos de Israel, habiendo confesado sus pecados, quedaban
completamente limpios. Habían sido perdonados, y ahora el pecado era separado
de ellos. Quedaban sin culpa y santos. El campamento de Israel estaba limpio.
Ahora
estamos viviendo en el gran día real de la purificación del santuario. Todo
pecado debe ser confesado, y por la fe enviado de antemano al juicio. Mientras
el Sumo Sacerdote entra en el santísimo, el pueblo de Dios tiene ahora que encontrarse
cara a cara con Dios. Debe saber que todo pecado ha sido confesado, y que no
queda mancha alguna de pecado. La purificación del santuario celestial depende
de la purificación del pueblo de Dios en la tierra. ¡Cuán importante es, pues,
que éste sea santo y sin culpa a fin de subsistir a la vista de un Dios santo,
a pesar del fuego devorador.
“Oíd, los
que estáis lejos, lo que he hecho; y vosotros los que estáis cerca, conoced mi
poder. Los pecadores se asombraron en Sión, espanto sobrecogió a los
hipócritas. ¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de
nosotros habitará con las llamas eternas? El que camina en justicia y habla lo
recto; el que aborrece la ganancia de violencias, el que sacude sus manos para
no recibir cohecho, el que tapa sus oídos para no oír propuestas sanguinarias;
que cierra sus ojos para no ver cosa mala; éste habitará en las alturas;
fortaleza de rocas será su lugar de refugio; se le dará su pan, y sus aguas
serán seguras” (Isa 33:13-16).
EL JUICIO
Hay una
tendencia creciente a no creer en una resurrección corporal. Los partidarios de
la alta crítica han descartado esta idea hace tiempo, y muchos cristianos
propenden a hacer lo mismo. No pueden ver ninguna necesidad de la resurrección
del cuerpo; para ellos la existencia futura es completamente espiritual.
Por la
misma razón, consideran innecesario un juicio futuro. Si el alma está ya
disfrutando de la felicidad de una existencia etérea, o si ya está
experimentando las torturas de los réprobos, parecería absurdo interponer un
juicio. Este debe haberse realizado antes que se haya decidido el estado
futuro, y no después. La creencia en la recompensa o condenación inmediata
después de la muerte hace que un juicio futuro, al fin del mundo, no sea solamente
innecesario, sino inconsecuente.
La
Biblia es muy clara en sus declaraciones acerca de estos dos temas. Hay una
resurrección corporal, y hay un juicio. Como aquí nos preocupa mayormente el
juicio, le dedicaremos ahora nuestro estudio, observando tan sólo, de paso, que
parece mucho más satisfactoria la idea de que la existencia de los salvos se
ajuste al plan original del huerto de Edén. Parece razonable pensar que Dios no
lo ha abandonado. Y si no lo ha hecho, deberá haber una resurrección del
cuerpo.
La idea
de un juicio al fin del mundo presupone que los hombres no reciben su castigo o
recompensa al morir. Esto parece lógico. Además está apoyado por evidencias
bíblicas. Consideremos el asunto un poco más en detalle.
Dando
por sentado la creencia en el castigo y la recompensa, observemos primero que
el registro del hombre no puede completarse al morir. Su vida terminó, pero su
influencia continúa, “sus obras con ellos siguen”.
Si somos responsables de nuestra influencia, y creemos que así debe ser, el
registro no puede ser completado hasta el fin del tiempo.
Al decir
esto no deseamos dar a entender que un hombre no haya sellado su destino cuando
muere. Creemos que sí. Todo lo que queremos afirmar es que a menos que el
juicio presuponga el mismo castigo o recompensa para todos, el registro no
puede cerrarse al morir. Puede argüirse que se sabe si una persona está salva o
perdida, y que por lo tanto, es admitida provisionalmente en un lugar u otro.
Pero esto no resuelve la dificultad. Aun en los tribunales terrenales, el
resultado de un crimen cometido debe aguardar antes que se pronuncie el juicio.
Si en una pelea a tiros un hombre queda herido, el juicio no se basa en el
efecto inmediato, sino en el resultado final de los tiros. El herido quizá
muera al cabo de una o dos semanas. El heridor no puede exigir un juicio
inmediato, basado en el hecho de que el herido vive aún, y que, por lo tanto,
no es culpable de homicidio en caso de producirse con posterioridad la muerte
de su víctima.
El
hombre es responsable de más que
el efecto inmediato de sus actos. Por
consiguiente, parece lógico que el juicio se postergue hasta que todos los
hechos queden reunidos, y llegar así a una apreciación justa. Si admitimos que
algunos serán castigados de muchos azotes y otros con pocos (Luc 12:48),
el juicio no puede realizarse hasta que todos los factores puedan ser
considerados. Esto será hecho únicamente en el tiempo designado por Dios: el
fin del mundo, lo cual armoniza con la declaración de que Dios reserva “a los injustos para ser castigados en el día del juicio” (2 Ped 2:9).
Los
impíos han de ser juzgados por los justos. “Los santos han de juzgar al mundo”
(1 Cor 6:2). Así como los ángeles tienen su obra que hacer en el cielo,
los redimidos tendrán la suya. Dios revela sus planes a los redimidos, y les
confía responsabilidades. A los santos se les da el privilegio de juzgar.
Hablando humanamente, Dios no quiere correr ningún riesgo de descontento o
dudas. Es concebible que se perderán algunas personas a quienes otras
consideraban dignas de salvarse. Al echárselas de menos en el cielo, podría
surgir en la mente de los que las conocieron alguna duda acerca de por qué
faltan. Quizá se trate de una persona muy querida para nosotros, una persona a
quien amamos, y por quien hemos orado. Ahora está perdida. No conocemos las
circunstancias; no sabemos por qué. Si tenemos parte en el juicio; si nosotros
mismos examinamos el caso y las pruebas; si después de pesar todos los
factores, llegamos por fin a la conclusión de que esa persona no quiso ser
salva y no se hallaría feliz en el cielo, ninguna duda se levantará jamás en
nuestra mente en cuanto a la justicia de lo que se hizo. Además, ese
procedimiento asegura un juicio justo y misericordioso. Habremos amado a
algunos de los que se perderán. Habremos orado por ellos. Seremos bondadosos
para con ellos hasta el fin. Ninguno será castigado más de lo que merece. El
plan de Dios nos asegura esto.
Debe
notarse también este hecho: puesto que parte del propósito de Dios al darnos
participación en el juicio consiste en asegurarse de que no se levantará duda
jamás en nuestra mente, los santos tienen que juzgar a su propia generación y a
sus propios conocidos. Esto es a la vez terrible y bueno. Dios no debe correr
el riesgo de que alguien diga o piense: ‘Algunos de mis amigos se han perdido,
y nunca tuve oportunidad de averiguar exactamente lo que sucedió. Pensaba que
debían salvarse. Los comprendía mejor que cualquier otra persona. Me gustaría
haber conocido algo más de su caso’. Eso no podrá suceder nunca. Dios cuidará
de ello. Todos quedarán convencidos de la justicia y misericordia de Dios. El
plan divino está sabiamente trazado. Sabremos por qué ciertas personas se
pierden, pues tendremos parte en su juicio.
Si lo
dicho es correcto, no puede haber juicio al morir. Un grupo de cristianos ora
por un joven extraviado. Día tras día, año tras año, pero sin resultado. Luego
el joven muere repentinamente. ¿Qué diremos de su juicio? Los que lo conocen,
los que han orado por él, están todavía vivos. Si el joven ha de ser juzgado
por los santos inmediatamente, tendrían que morir todos enseguida también para
tener parte en su juicio. De otra manera, tendría que ser juzgado por otros que
no lo conocieron. Esto se aplica a todos los impíos que vivieron alguna vez. No
podrían ser sometidos a juicio ordinariamente hasta una generación después de
su muerte, si es que han de ser juzgados por los santos. Pero, si no son
juzgados por los santos, o lo son por otras personas desconocidas de ellos,
frustraría el plan de Dios. Por lo tanto, sostenemos que el juicio de los
impíos no ocurre al morir. Dios dice que están reservados para el juicio al fin
del mundo.
Aunque
es verdad que cada generación comprende mejor a la suya y tiene que ser juzgada
a la luz de sus propios conocimientos, de manera que un pecador del Antiguo
Testamento no debe ser medido por las normas del Nuevo, es también verdad que
antes de que pueda realizarse cualquier juicio justo es necesario que haya
cierto conocimiento de las reglas y los principios generales rectores de la
conducta. La muerte de Cristo debe ser tenida en cuenta, como también su
expiación y enseñanza. En vista de esto, ¿cómo podrían los santos de las
primeras generaciones que vivieron en la tierra haber juzgado a los impíos de
su generación?
La idea
de que los santos tengan parte en el juicio debe ser abandonada si el juicio se
realiza al morir. Es un plan admirable el que Dios ha concebido. Hace del cielo
un lugar seguro y levanta una barrera eficaz contra cualesquiera dudas
ulteriores.
¿Y qué
diremos del juicio de los justos? Es evidente que tiene que realizarse alguna
investigación antes de que se les permita entrar en la bienaventuranza eterna.
Debe decidirse si su vida y actitud justifican que se les confíe la vida
inmortal; y ha de llegarse a esta decisión antes que venga el Señor para llevarlos al
cielo. No es más razonable salvar a los justos y tener luego el juicio, que
condenar a los impíos y emplazarlos luego ante el tribunal. Pero hay una
diferencia. Los impíos no son destruidos hasta el fin de los mil años (Apoc
20:4-5). Eso da abundante tiempo para juzgarlos después que el Señor venga.
Pero no sucede así con los que profesan servir a Dios. Sus casos deben ser
decididos antes que venga el Señor, para saber si merecen recibir el galardón,
o no (Apoc 22:12). De ahí que su condición deba ser determinada de
antemano.
Algunos
se han opuesto a esta enseñanza. No creen que habrá un juicio de los justos
antes que venga el Señor. Sin embargo, esto parece ser lo único consecuente.
Sus casos tienen que ser decididos antes del regreso de Jesús; de lo contrario,
¿cómo se puede saber quién se ha de salvar? Si se objeta la expresión ‘juicio
investigador’, debe proponerse otra mejor. Estamos dispuestos a aceptarla. No
es un juicio ejecutivo. La Biblia lo llama “la hora
de su juicio” en contraste con el “día en el cual juzgará al mundo” (Apoc
14:7; Hechos 17:31). Creemos que la expresión ‘juicio investigador’
se adapta mejor al caso del juicio de los justos.
Parece
perfectamente lógico que cuando se presenta la cuestión de quiénes han de
salvarse, los ángeles estén presentes para dar su testimonio y seguir los
procesos (Dan 7:9-10). Han estado vitalmente preocupados por nuestro bienestar;
han sido espíritus ministradores. Vamos a asociarnos con ellos y estar con
ellos, y tienen derecho a saber quiénes han de ser admitidos en las moradas
celestiales. Esto también forma parte del plan de Dios. Los ángeles han
experimentado algunos de los resultados del pecado. Han visto apostatar a
Lucifer, y a millones de ángeles irse con él. Han visto al Salvador sufrir y
morir, y conocen la miseria que el pecado ha causado. Están vitalmente interesados
en saber quiénes han de recibir la vida eterna. No tienen intención de repetir
el experimento con el pecado por el cual han pasado. Es, por lo tanto, un plan
sabio de Dios que tengan parte en los procesos.
El día
de las expiaciones es una figura adecuada del día del juicio. Sería bueno que
el lector repasara el capítulo que lo trata a la luz de estas consideraciones.
En ese día se hacía separación entre los justos y los impíos. La decisión
dependía enteramente de quiénes habían confesado sus pecados y quiénes no. Eran
borrados los pecados de los que habían traído sus ofrendas y cumplido el
ritual. Los otros eran “cortados”.
No
sabemos si en el santuario terrenal se llevaba un registro de los que se
presentaban con un sacrificio durante el año. Aunque es posible, no es
probable. Sabemos, sin embargo, que la sangre asperjada constituía en sí misma
un registro. Dios había ordenado que se trajeran sacrificios. Creemos que él
respetaba su propia orden y tomaba nota de que le servían en verdad, justicia e
integridad. En su libro eran registrados como fieles.
Acerca
del juicio del último día, está escrito: “El que no
se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apoc
20:15). Este texto habla definidamente del libro de la vida, y dice, en
efecto, que únicamente aquellos cuyos nombres sean hallados en él serán salvos.
Notemos lo que dice: “El que no se halló inscrito
en el libro de la vida”. Esto significa un examen del libro para
descubrir cuáles son los nombres registrados en él. ¿No es esto una
investigación? Es como si se diera la orden: ‘Mirad si este nombre se encuentra
en el libro’. La expresión “el que no se halló
inscrito” justifica el argumento de que hay un examen del registro, que
tiene como resultado la decisión para salvación o condenación.
Es tan
claro que debe haber una investigación del registro llevado en el cielo antes
que venga el Señor, que parece extraño que alguien pueda dudar seria o
sinceramente de ello. Es cierto que si Dios lo deseara podría decidir en un
momento todas las cuestiones acerca del destino futuro de cada uno con
exactitud infalible. Pero entonces, ni los ángeles ni los hombres participarían
en el juicio. Y es vital que participen. Dios debe proteger en lo posible la
existencia futura. Los hombres, por su propia investigación, tienen que estar
seguros de la justicia del castigo impuesto. Los ángeles que han sido espíritus
ministradores, deben estar presentes como testigos cuando los santos sean
juzgados. Por esta razón se abren los libros. Por esta razón están presentes en
el juicio millones de ángeles (Dan 7:10). Dios da todos los pasos
necesarios para asegurar el futuro. El cielo y la tierra deben ser protegidos.
Dios no admitirá repentinamente a millones de seres humanos a la felicidad del
cielo y el privilegio de la vida eterna sin el conocimiento de los ángeles.
Volvemos
a recalcar este pensamiento con reverencia: Los ángeles han pasado por tristes
vicisitudes a causa del pecado. Han visto a millones de sus compañeros
perderse. Han visto a Cristo morir en la cruz. Han conocido algo del pesar del
Padre por causa del pecado. Lloraron de tristeza cuando un hijo de Dios pecaba,
y de alegría cuando un pecador se arrepentía. ¿No estarán, entonces,
interesados en la concesión de la vida eterna a millones de pecadores salvados?
¿No deben tener alguna seguridad de que admitir a los hombres en el cielo -su
morada- no significa introducir el pecado? Hablamos lenguaje humano. Creemos
que deben tener tal seguridad. Y creemos que Dios se la da. Por eso están
presentes cuando los casos de los justos se deciden. Así como los santos
participan en el juicio de los impíos, los ángeles participan en el juicio
de los justos. Esto constituye una seguridad para lo futuro. Ninguna duda se
levantará ni podrá jamás levantarse en la mente de nadie. Dios cuida de que
esto sea así.
Durante
el milenio los ángeles tendrán oportunidad de conocernos mejor, y nosotros a
ellos. Trabajaremos junto con ellos en el juicio. Durante ese tiempo serán
juzgados los hombres y los ángeles malos. Nosotros participaremos en el juicio.
Los ángeles también. Los hombres y los ángeles tienen compañeros que se
perderán y en quienes tienen interés. Dios protege todos los intereses de
manera que el pecado no se levante por segunda vez. Los ángeles han llevado el
registro. Lo que está escrito en los libros ha sido escrito por ellos. ¿No han
de participar en el examen del registro cuando se hacen las decisiones finales?
Tendrán una parte en la ejecución del juicio (Apoc 20:1-3; 18:21;
Eze 9:1-11). Al concluir este, darán su testimonio en cuanto a la
justicia de las decisiones hechas (Apoc 16:5 y 7). Podrán hacerlo
porque conocen los factores implicados.
“El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en
su mano” (Juan 3:35). Tal vez no estemos seguros de por qué el
Padre ha puesto todas las cosas en las manos del Hijo. Pero se lo repite tantas
veces, que es claro que Dios desea que lo sepamos. Además de la declaración ya
citada, notemos lo siguiente: “Todo lo sujetaste
bajo sus pies” (Heb 2:8). “Todas las
cosas me fueron entregadas por mi Padre” (Mat 11:27; Luc 10:22).
“Le has dado potestad sobre toda carne” (Juan
17:2). Este poder incluye el de juzgar. “El
Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo” (Juan 5:22).
Cristo es “puesto por Juez de vivos y muertos”
(Hechos 10:42). Dios “juzgará al mundo con
justicia, por aquel varón a quien designó” (Hechos 17:31). Esto
incluye la ejecución del juicio, porque el Padre “le
dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (Juan
5:27). De hecho, la concesión de la autoridad al Hijo puede resumirse en la
declaración abarcante de Cristo mismo: “Toda
potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mat 28:18). Esto
no deja duda alguna en cuanto al alcance del poder que se ha dado: consiste en
toda potestad en el cielo y en la tierra.
Estas
declaraciones resultan muy interesantes en vista de las palabras usadas. El
Padre tenía todas estas potestades, pero por alguna razón las legó al Hijo.
Notemos cómo Dios ha “dado”, “sujetado”, “entregado”,
“puesto”, “designado”.
En algún tiempo pasado, Dios puso todas las cosas bajo Cristo, le dijo que
reinase, que ejecutase el juicio y le dio toda potestad en el cielo y en la
tierra.
Toda la
controversia revela un rasgo muy consolador del carácter del Padre. Podría
haber tratado a los rebeldes en forma diferente. No necesitaba haber escuchado
las acusaciones hechas contra él por Satanás. Pero sometió su caso para que
fuera decidido de acuerdo con las evidencias presentadas. Podía aguardar y
dejar que los seres creados decidieran por su cuenta. Sabía que su caso era
justo y que podía resistir la investigación. Fue estrictamente recto en todo.
Esto nos
induce a creer que el juicio venidero se realizará de acuerdo con nuestros más
altos conceptos de justicia y rectitud, por no mencionar la misericordia. Dios
no es vengativo. No aguarda una oportunidad para darnos el ‘merecido’. Él
quiere que todos los hombres se arrepientan y se salven. No se deleita en la
muerte del impío.
Hay, sin
embargo, algunas cosas que Dios no puede hacer. Se sentiría feliz de salvar a
todos, pero no sería lo mejor hacerlo. Hay varias razones para ello. Muchos no
desean ser salvos en las únicas condiciones que pueden asegurar la vida. Las
reglas que Dios ha trazado para nuestra dirección son las reglas de la vida, y
no decretos arbitrarios. La sociedad no puede existir ni aquí ni en el cielo,
si los hombres no dejan de matarse unos a otros. Esto parece tan evidente que
nadie intentaría discutirlo.
El
homicidio tiene sus raíces en el odio. No sería seguro permitir a quién odia a
su hermano u odia a cualquier otro, vivir en el cielo con otras personas. Sería
una insensatez esperar paz y armonía en tales condiciones. Los hombres han
demostrado abundantemente que el odio conduce al homicidio. Ello no necesita ya
demostración. Si Dios espera tener un cielo pacífico, debe excluir a los
homicidas. Eso significa que debe excluir a todos los que odian.
Pero
significa más. El amor es el único antídoto eficaz contra el odio. Únicamente
el que ama está seguro. La ausencia de amor significa odio tarde o temprano. De
ahí que el amor venga a ser una de las leyes de la vida. Únicamente el que ama
cumple la ley, y de ahí se desprende que sea
el único que tiene derecho a vivir. Ese
derecho no debe ser puesto en peligro permitiendo que florezca el odio. Los que
lo acarician en su vida, violan la ley de la vida. No sería seguro salvar a los
tales, aun cuando quisieran ser salvos. No debe haber homicidas en el cielo, ni
violadores del mandamiento que dice: “No matarás”.
El mismo argumento se aplica con respecto a todos los demás mandamientos.
Por lo
tanto, cuando Dios admite a los hombres y a los ángeles a sentarse en el
juicio, hace algo más que simplemente permitir que participen. Es necesaria la
seguridad que dará una implicación personal en el juicio. Pero este asunto
implica mucho más. Cuando Dios admite a los santos y a los ángeles a participar
en él, en realidad están dictando sentencia acerca de la obra de Dios. Las
reglas, los principios, las leyes que gobiernan a hombres y ángeles, caen bajo
su escrutinio. En cierto sentido, están juzgando a Dios (Rom 3:4).
A la luz
de estas declaraciones, el hecho de que los hombres y los ángeles expresan al
fin de la controversia su creencia en la justicia y rectitud de Dios, cobra un
significado adicional. La gran cuestión ha sido siempre: ¿es Dios justo, o son
veraces las acusaciones de Satanás? Al fin del conflicto, el ángel dice: “Justo eres tú, oh Señor”. Otro ángel exclama: “Ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son
verdaderos y justos”. La “gran multitud en
el cielo” alaba con estas palabras:
“¡Aleluya!
Salvación y honra y gloria y poder son del Señor Dios nuestro; porque sus
juicios son verdaderos y justos”.
Los que
han vencido sobre la bestia y la imagen, declaran: “Justos
y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos”. Y al reasumir Dios el
gobierno en el trono, “una gran multitud”, “como la voz de grandes truenos” exclama: “¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso
reina!” Pero Dios no quiere reinar solo. Cuando hayan “venido la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y
la autoridad de su Cristo” a “los reinos del
mundo”; cuando el acusador quede finalmente derribado, entonces se
establecerá el trono de Dios y del Cordero.
¡Gloriosa
consumación de nuestra esperanza! (Apoc 16:5-6; 19:1-2; 15:3;
19:6; 11:15; 12:10; 22:5).