El santuario y su servicio
M.L. Andreasen
(últimos tres capítulos de libro)

 

EL ÚLTIMO CONFLICTO     

En Daniel 8:14 se presenta una declaración que requiere ahora nuestra atención:

Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado”.

Cualquier declaración concerniente al santuario es im­portante. El texto citado lo es particularmente. Declara que en cierto momento el santuario será purificado. Esto es más bien insólito, porque el terrenal era purificado cada año, en el día de las expiaciones. ¿Por qué, entonces, debe transcurrir cierto tiempo, dos mil trescientos días, antes que se realice esta purificación particular?

El octavo capítulo de Daniel contiene una profecía im­portante. Describe una visión de Daniel concerniente a un carnero y un macho cabrío:

En el año tercero del reinado del rey Belsasar me apareció una visión a mí, Daniel, después de aquella que me había aparecido antes. Vi en visión; y cuando la vi, yo estaba en Susa, que es la capital del reino en la provincia de Elam; vi, pues, en visión, estando junto al río Ulai. Alcé los ojos y miré, y he aquí un carnero que estaba delante del río, y tenía dos cuernos; y aunque los cuernos eran altos, uno era más alto que el otro; y el más alto creció después.

Vi que el carnero hería con los cuernos al poniente, al norte y al sur, y que ninguna bestia podía parar delante de él, ni había quien escapase de su poder; y hacía conforme a su voluntad, y se engrandecía. Mientras yo consideraba esto, he aquí un macho cabrío venía del lado del poniente sobre la faz de toda la tierra, sin tocar tierra; y aquel macho cabrío tenía un cuerno notable entre sus ojos. Y vino hasta el carnero de dos cuernos, que yo había visto en la ribera del río, y corrió contra él con la furia de su fuerza. Y lo vi que llegó junto al carnero, y se levantó contra él y lo hirió, y le quebró sus dos cuernos, y el carnero no tenía fuerzas para pararse delante de él; lo derribó, por tanto, en tierra, y lo pisoteó, y no hubo quien librase al carnero de su poder. Y el macho cabrío se engrandeció sobremanera; pero estando en su mayor fuerza, aquel gran cuerno fue quebrado, y en su lugar salieron otros cuatro cuernos notables hacia los cuatro vientos del cielo” (Dan 8:1-8).

La interpretación se da en los versículos 20 y 21:

En cuanto al carnero que viste, que tenía dos cuernos, éstos son los reyes de Media y de Persia. El macho cabrío es el rey de Grecia, y el cuerno grande que tenía entre sus ojos es el rey primero”.

Los comentadores creen unánimemente que “aquel gran cuerno” es Alejandro Magno. Mientras era aún fuerte, el “gran cuerno fue quebrado” (v. 8). En su lugar surgieron otros cuatro, que representan las cuatro divisiones del Imperio griego a la muerte de Alejandro (v. 22).

La parte de la profecía en la cual nos interesamos especialmente empieza con el versículo 9:

De uno de ellos salió un cuerno pequeño que creció mucho al sur y al oriente, y hacia la tierra gloriosa. Y se engrandeció hasta el ejército del cielo; y parte del ejército y de las estrellas echó por tierra, y las pisoteó. Aun se engrandeció contra el príncipe de los ejércitos, y por él fue quitado el continuo sacrificio, y el lugar de su santuario fue echado por tierra. Y a causa de la prevaricación le fue entregado el ejército junto con el continuo sacrificio; y echó por tierra la verdad, e hizo cuanto quiso, y prosperó. Entonces oí a un santo que hablaba; y otro de los santos preguntó a aquel que hablaba: ¿Hasta cuándo durará la visión del continuo sacrificio y la prevaricación asoladora entregando el santuario y el ejército para ser pisoteados? Y él dijo: Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; luego el santuario será purificado” (Dan 8:9-14).

Es evidente que la profecía gira en derredor del “cuerno pequeño” que “creció mucho”.  Alejandro es “el cuerno grande” (Dan 8:21). El poder simbolizado por el cuerno pequeño se inició de una manera poco notable, pero “creció mucho”. Veamos lo que hace este cuerno: “Destruirá a los fuertes y al pueblo de los santos” (v. 24). Esto lo ejecuta no tanto por la guerra como por la “paz” (v. 25). Es sabio y astuto, y tiene una “sagacidad” proverbial (v. 25). Es poderoso, “mas no con fuerza propia”, “e hizo cuanto quiso y prosperó” (v. 24 y 12). Es un poder orgulloso, porque “en su corazón se engrandecerá”, “aun se engran­deció contra el príncipe de los ejércitos” (v. 25 y 11). Es un poder perseguidor, porque destruye “fuertes y al pueblo de los santos”, y le es dado un “ejército” para ser “hollado” (v. 24, 10 y 13). Enseña doctrinas falsas y echa “por tierra la verdad” (v. 12). Hace la guerra contra la verdad; el santuario “fue echado por tierra” y pisoteado, y esto por “causa de la prevaricación” (v. 11-13). Se llega a la culminación cuando este poder se levanta “contra el príncipe de los príncipes”. Es entonces “quebrantado, aunque no por mano humana” (v. 25). Cuando Daniel vio todo esto en visión, quedó tan afectado que desfalleció y estuvo “en­fermo algunos días”. Se asombró “a causa de la visión”, pero ni él ni nadie pudo comprenderla (v. 27).

Tenemos especial interés en el tiempo mencionado en el versículo 14. La conversación sostenida entre dos ángeles se destinaba evidentemente a los oídos de Daniel. La visión del carnero y del macho cabrío parece relatada simplemente para conducirnos a la historia del cuerno pequeño que “creció mucho”. Cuando Daniel vio las persecuciones realizadas por este poder, y cómo iba a prosperar con astucia, engrandecerse y “destruir maravillosamente”, se preguntó, como es natural, cuánto tiempo continuaría esto. En la conversación de los ángeles, se le dice que iba a haber un período de 2.300 días durante los cuales “el santuario y el ejército” iban a “ser pisoteados”, y esta potencia perversa prosperaría.

¿Cómo podía esta potencia fortalecerse, “mas no con fuerza propia”? Esto parece una contradicción de términos. ¿Cómo podría echar por tierra “parte del ejército y de las estrellas”, y pisotearlos? ¿Cómo podría derribar y pisotear el santuario? ¿Cómo podría derribar “por tierra la verdad” y prosperar? Sin embargo, realizaría todo esto (v. 24, 10-12 y 25). Daniel quedó asombrado y no comprendía la visión.

Pero quedó aun más que maravillado cuando vio lo que este poder iba a hacer al santuario, a la religión, al pueblo de Dios y a la verdad. Le afectó de tal manera, que estuvo “enfermo algunos días” (v. 27). Un poder blasfemo iba a perseguir al pueblo de Dios e intentar destruir la verdad, y pros­peraría al hacerlo. Aun el santuario sería derribado y pisoteado. El único rayo de esperanza en toda la visión se refería al tiempo. El santuario y la verdad no iban a ser pisoteados para siempre. La verdad sería reivindicada. Al fin de los dos mil trescientos días, el santuario sería purificado.

Pero esto en sí no podía ser de mucho consuelo para Daniel. ¿Qué significaban los dos mil trescientos días? ¿Cuándo empezaban? ¿Cuándo terminaban? No lo enten­día. Empezó a estudiar más fervientemente que nunca antes. Su estudio lo indujo a comprender por “los libros el número de los años de que habló Jehová al profeta Jeremías, que habían de cumplirse las desolaciones de Jerusalén en setenta años” (Dan 9:2). Pero hasta ahora nada se le revelaba acerca de los dos mil trescientos días. ¿Tenían estos algo que ver con el fin de los setenta años? ¿Quizá empezaban cuando terminaba ese período? Él no lo sabía. Así que se dedicó a orar. Debía ser iluminado respecto a esa cuestión.

Algunos comentadores sostienen que el cuerno pequeño que se engrandeció enormemente representa el reino de los seléucidas, especialmente bajo los reyes Antíoco Epifanio y Antíoco el Grande. Esta opinión merece serias objeciones. Estos reyes fueron perseguidores. Fueron astutos, impíos y orgullosos. Sin embargo, difícilmente puede decirse que lo fueran más que muchos otros, antes y después de ellos. No puede decirse que fueron mayores que Alejandro Magno. Sin embargo, la visión lo exige. Antíoco Epifanio, que muchos creen que es el personaje al cual se refiere especialmente, fue un perseguidor; estorbó el servicio del santuario; pero no es tan destacado como para merecer la atención dada al cuerno pequeño en la visión. Desempeñó su pequeño papel en el drama durante algunos años y desapareció, sin dejar un rastro como el que había dejado Alejandro, y hace mucho que habría pasado a ocupar su lugar entre los reyes insignificantes del período, de no haber sido por el esfuerzo persistente de los comentadores por darle una prominencia que no merece.

La visión del capítulo 8 de Daniel no es una visión aislada. No es la primera vez que se habla de Medo Persia y Grecia. El capítulo 7 trata de un tema afín y menciona las bestias que representan a Medo Persia y a Grecia, y también se refiere a un “cuerno pequeño”. El profeta dice:

Mientras yo contemplaba los cuernos, he aquí que otro cuerno pe­queño salía entre ellos, y delante de él fueron arrancados tres cuernos de los primeros; y he aquí que este cuerno tenía ojos como de hombre, y una boca que hablaba grandes cosas” (Dan 7:8).

Este cuerno pequeño dejó perplejo a Daniel (v. 19-20). Había visto que “hacía guerra contra los santos, y los vencía” (v. 21). Vio, además, que iba a hablar “palabras contra el Altísimo, y a los santos del Altísimo quebrantará, y pensará en cambiar los tiempos y la ley; y serán entregados en su mano hasta tiempo, y tiempos, y medio tiempo” (v. 25). Al fin, sin embargo, “se sentará el Juez, y le quitarán su dominio para que sea destruido y arruinado hasta el fin” (v. 26). El capítulo termina así: “Aquí fue el fin de sus palabras. En cuanto a mí, Daniel, mis pensamientos me turbaron y mi rostro se demudó; pero guardé el asunto en mi corazón” (v. 28). Es fácil ver que esta profecía trata en forma general de los mismos acon­tecimientos mencionados en la profecía del capítulo 8.

Daniel quedó perturbado por lo que había visto. En el capítulo siete le había sido presentado un poder perseguidor que maltrataba a los santos del Altísimo, que hablaba grandes cosas contra Dios, que iba a pensar cambiar los tiempos y la ley, que era diferente de los demás reyes (v. 24), y que al fin sería destruido. Esta potencia era el “cuerno pequeño” que tenía ojos como ojos de hombre, y una boca que hablaba grandes cosas. ¿Quién podía ser esta potencia? Daniel pensó mucho y tuvo mucha perplejidad. “Mis pensamientos me turbaron”, confiesa él (v. 28). Pero guardó el asunto en su corazón. Estaba seguro de que Dios podía hacer revelaciones adicionales. “Aquí fue el fin de sus palabras”, dice. Las palabras “aquí fue el fin” son significativas. Daniel no dice: ‘Este es el fin del asunto’, sino, “aquí fue el fin”. Es decir: ‘Es el fin hasta aquí. Algo más ha de venir. Nos detenemos ahora, pero va a venir algo más’. Tal es el significado de “aquí fue el fin”. Y en efecto, vino algo más. El capítulo ocho vuelve a tratar de esta potencia, y el capítulo nueve contiene una explicación adicional.

Es imposible que el cuerno pequeño de Daniel 7 sea Antíoco Epifanio o cualquier otro Antíoco. Casi todos los comentadores protestantes de la antigua escuela concuerdan en ver en él al papado, la potencia que le da su cumpli­miento completo. ¿Cómo podía decirse de cualquier Antíoco que “hacía guerra contra los santos y los vencía, hasta que vino el Anciano de días y se dio el juicio a los santos del Altísimo, y llegó el tiempo y los santos recibieron el reino”? (v. 21-22). Antíoco murió hace mucho. Reinó tan sólo un corto tiempo.

Evidentemente, no puede tratarse de él, sino de un poder religioso que pretende ejercer el dominio de la conciencia, hasta con la persecución y la muerte, y que obrará hasta la misma venida de Cristo, por las siguientes razones:

·       hablará palabras contra el Altísimo

·       a los santos del Altísimo quebrantará

·       pensará en cambiar los tiempos y la ley” (v. 25)

Es un poder apóstata que ha abandonado el verdadero culto e intenta suplantar a Dios. Según lo describe el apóstol Pablo:

·       no vendrá [Cristo en su segunda venida] sin que antes venga la apostasía

·       se manifieste el hombre de pecado

·       el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto

·       se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios”

·       Es “el misterio de iniquidad

·       aquel inicuo... cuyo advenimiento es por obra de Satanás

·       a quien el Señor... destruirá con el resplandor de su venida” (2 Tes 2:3-9)

Antíoco ya estaba muerto cuando el apóstol escribió estas palabras. En los días de Pablo el poder apóstata aludido recién estaba en sus comienzos. No se había manifestado total­mente. Y es indudable, por lo que se predice al respecto, que los mayores despliegues de sus maquinaciones engañosas pertenecen al futuro.

Ya está en acción el misterio de iniquidad, sólo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en medio” (v. 8).

De manera que este poder está presente en el mundo y estará hasta que el Señor lo destruya “con el resplandor de su venida”.

Estas consideraciones nos ayudarán en nuestra tentativa de establecer el significado de los 2.300 días de Daniel 8:14. Se presentan en medio de una profecía relativa a una potencia que existió durante más tiempo que cualquier otra potencia terrenal. Puesto que forman parte de una profecía, el tiempo mencionado aquí es indu­dablemente un tiempo profético. En tal caso, los 2.300 días representan 2.300 años, según la bien establecida interpretación profética. “Día por año, día por año te lo he dado” (Eze 4:6) [y Núm 14:34].

Echar por tierra la verdad” significa una tentativa para oscurecer la verdadera obra de Cristo en el santuario ce­lestial. Cuando se clausuró el período del Antiguo Tes­tamento, cuando Cristo inició su obra en el santuario ce­lestial, era el propósito de Dios que cesaran los servicios del santuario terrenal. El velo del templo se rasgó en dos, y más tarde el templo quedó enteramente destruido, con lo cual se significaba la cesación del servicio terrenal y la inauguración del servicio celestial. Cristo entró en un templo que no fue construido por manos humanas. Entró en el cielo mismo, para ministrar allí en nuestro favor. Los hombres están invitados a acudir a él con sus pecados y a recibir perdón. El servicio del santuario terrenal había preparado a los hombres para esperar el santuario verdadero del cielo. Había llegado el tiempo para que se realizara el traslado.

Por obra de este poder apóstata, los hombres perdieron el conocimiento del santuario celestial y de la tarea realizada allí por Cristo.

Mientras Cristo en el cielo perdona el pecado, un sacerdote pretende hacer lo mismo en la tierra. Mientras que Cristo intercede por el pecador, también lo hace un sacerdote. Y las condiciones del sacerdote para perdonar el pecado son mucho más fáciles de satisfacer que las condiciones de Cristo. Los hombres se olvidaron completamente de que había un santuario en el cielo. Esta verdad fue derribada por tierra. Es obra dada por Dios a la iglesia llamar la atención de los hombres a Cristo y a la verdad. Es el único medio que Dios tiene para instruir a los hombres. Cuando Cristo ascendió al cielo a iniciar su ministerio en el santuario celestial, fue deber y privilegio de la iglesia proclamar estas nuevas hasta los confines del mundo. Desde entonces no debían realizarse más sacrificios en la tierra. Eso pertenecía a la antigua dispensación. También había cesado el sacerdocio levítico. El velo se había rasgado y se abría para el hombre un camino nuevo y vivo. Los hombres tenían libre acceso a Dios y podían presentarse confiadamente ante el trono de la gracia sin ningún intercesor humano. Todo el pueblo de Dios había llegado a ser un sacerdocio real, y desde entonces ningún hombre intervendría ni se interpondría entre un alma y su Hacedor. El camino de acceso estaba abierto a todos.

Cristo es nuestro Sumo Sacerdote. En el Calvario murió como Cordero de Dios. Derramó su sangre en nuestro favor. Los sacrificios mosaicos lo habían profetizado durante siglos. Ahora había llegado la realidad, aquello de lo cual lo demás había sido tan sólo una sombra. En el Antiguo Testamento no bastaba con la muerte del cordero. Debía ser complementada por el ministerio del sacerdote al rociar la sangre sobre el altar, o bien en el lugar santo. Eso también ocurre con la muerte y la sangre de Cristo. Habiendo sido provista la sangre, Cristo iba a ser “ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Heb 8:2). Así “estando ya presente Cristo, pontífice de los bienes que habían de venir, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es a saber, no de esta creación; y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, mas por su propia sangre, entró una sola vez en el santuario, habiendo obtenido eterna redención” (Heb 9:11-12).

El santuario mencionado aquí no es el tabernáculo terrenal.

Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Heb 9:24).

Ante la presencia de Dios, Cristo intercede y presenta su sangre que no santifica simplemente “para la purificación de la carne” como lo hacía antaño la sangre de los becerros y machos cabríos.

¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb 9:13-14).

Por lo tanto, cualquiera que desee sentir su conciencia purificada, puede confiadamente “entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, por el camino que él nos consagró nuevo y vivo, por el velo, esto es, por su carne; y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, lleguémonos con corazón verdadero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua limpia” (Heb 10:19-22). En el Antiguo Testamento sólo el sacerdote podía entrar en el santuario. Ahora todos pueden entrar. Es “el camino nuevo y vivo que él nos abrió”.

Es deber y privilegio de la iglesia proclamar este camino nuevo, vivo y bienaventurado. Cada uno puede llegar directamente a Cristo. No necesita la intercesión de un sacerdote como en el santuario terrenal. Esto ha sido eliminado. Cada hombre puede presentarse ante su Hacedor directamente sin intervención humana. Puede entrar confiadamente a través del velo. Esta es la verdad que debe ser restaurada.

No es necesaria la interposición de ninguna persona, de ningún ser creado para allegarnos a Dios. La Escritura enseña claramente que hay un solo “mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim 2:5). La Biblia no reconoce otro mediador. Al enseñarse otra cosa se atenta contra la verdad de Dios.

No necesitamos entrar en detalles acerca de las matemáticas de los 2.300 días. Referimos al lector a El Conflicto de los Siglos, de Elena G. de White, y otras obras destacadas de los adventistas. Basta decir que esos días, o más bien dicho, esos años, empezaron en el año 457 AC y terminaron en el 1844 de nuestra era. En esta última fecha debía ser purificado el santuario.

Es evidente que dicha purificación no puede referirse al santuario terrenal. Este había sido destruido hacía mucho tiempo, y su servicio suspendido. Debe referirse, por lo tanto, al santuario celestial, del cual se dice que debía ser purificado “con mejores sacrificios que” los del Antiguo Testamento (Heb 9:23).

Ya hemos considerado en detalle el asunto de la purificación del santuario terrenal. Esta purificación era una figura de la purificación del santuario celestial. Así como los sacerdotes servían en el primer departamento del tabernáculo cada día del año hasta el gran día de las expiaciones, también Cristo entró en el primer departamento del santuario celestial hasta el tiempo de su purificación. Esa fecha era 1844. Entonces Cristo comenzó la parte final de su ministerio. Entonces entró en el segundo departamento o lugar santísimo. Entonces se inició la hora del juicio, que llamamos el juicio investigador. Cuando esa obra esté hecha, cesará el tiempo de gracia y Cristo vendrá.

Al llegar aquí quisiéramos llamar la atención a la palabra “purificado”, que se usa en Daniel 8:14. En hebreo es tsadaq, y es traducida “justificado”, llegar a ser justo. Algunos traducen: “Entonces el santuario será justificado”. Otros: “Entonces será reivindicado el santuario”. Y aún otros: “Entonces el santuario recibirá el reconocimiento que merece”. La palabra encierra la idea de restauración así como de purificación.

Estos significados de la palabra son importantes en vista del hecho de que el santuario ha sido pisoteado y la verdad derribada por tierra. ¿Llegará alguna vez el tiempo en que el tema del santuario recibirá su lugar legítimo, en que Dios vindicará su verdad, y será desenmascarado el error? Sí, contesta la profecía; llegará ese tiempo: se levantará un poder malo que perseguirá al pueblo de Dios, obscurecerá la cuestión del santuario, derribará la verdad por tierra, y prosperará en hacerlo. Levantará su propio sistema en competencia con el sistema de Dios, intentará cambiar la ley, y por su política astuta engañará a muchos. Pero será desenmascarado. Al fin de los 2.300 días, se levantará un pueblo que tendrá entendimiento respecto a las cuestiones del santuario, un pueblo que por la fe seguirá a Cristo en el lugar santísimo, que tendrá la solución que quebrantará el poder del misterio de iniquidad, y saldrá a proclamar la verdad de Dios. Un pueblo tal es invencible. Proclamará intrépidamente la verdad. Hará la contribución suprema en defensa de la verdad del santuario.

Los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación levantarás, y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas para habitar” (Isa 58:12).

Las controversias finales serán bien definidas. Todos comprenderán lo que está en juego y sus consecuencias. El punto principal será la adoración de la “bestia”, o bien la adoración de Dios. En esta controversia se abrirá el templo de Dios en el cielo, y los hombres verán “el arca de su pacto” (Apoc 11:19). El pueblo de Dios en la tierra desempeñará una parte en revelar a los hombres el templo abierto.

Es privilegio especial poder tener una parte en una obra tal. Pero si queremos vencer, debemos saber dónde estamos y por qué. Que Dios nos conceda la gracia de ser hallados fieles.         

 


LA ÚLTIMA GENERACIÓN

La demostración final de lo que el Evangelio puede hacer por la humanidad todavía está en el futuro. Cristo mostró el camino. Tomó un cuerpo humano, y en ese cuerpo demostró el poder de Dios. Los hombres han de seguir su ejemplo y probar que lo que Dios hizo en Cristo, puede hacerlo en todo ser humano que se somete a él. El mundo aguarda esa demostración (Rom 8:19). Cuando se haya realizado, vendrá el fin. Dios habrá cumplido su plan; habrá demostrado que él es veraz y Satanás mentiroso. Su gobierno estará reivindicado [Eze 36:23].

Hoy se enseñan muchas doctrinas falsas acerca de la santidad. Por un lado, hay quienes niegan el poder de Dios para salvar del pecado; por otro, están los que se jactan de su santidad delante de los hombres y quisieran hacernos creer que están sin pecado. Entre la primera clase hay no sola­mente incrédulos y escépticos, sino creyentes cuya visión no incluye la victoria sobre el pecado, sino una transigencia con él. En la otra, están los que no tienen un concepto justo ni del pecado ni de la santidad de Dios, cuya visión espiritual está tan dañada que no puede percibir sus propias faltas y por lo tanto, se creen perfectos, y cuyo concepto de la verdad y la justicia lo estiman superior al que se revela en la Palabra. No es fácil decidir cuál es el mayor error.

Que la Biblia enseña la santidad es indiscutible.

El mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irrepren­sible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes 5:23).

Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb 12:14).

La voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tes 4:3).

La palabra griega hagios con sus diversas formas se traduce “santificar”, “santo”, “santidad”, “santificado”, “santificación”. Es la misma palabra que se usa para designar los dos departamentos del santuario, y significa aquello que ha sido puesto aparte para Dios. Una persona santificada es una persona cuya vida entera está dedicada a él.

El plan de la salvación debe necesariamente incluir, no sólo el perdón del pecado, sino la restauración completa. La salvación del pecado es más que el perdón del pecado. Lógicamente, el perdón presupone el pecado, y se lo da a condición de que rompamos con él. La santificación es apartarse del pecado e indica la liberación de su poder y la victoria sobre él. El primero es un medio de neutralizar el efecto del pecado; la segunda es una restauración del poder para obtener la victoria completa.

El pecado, como algunas enfermedades, deja al hombre en una condición deplorable: abatido, descorazonado. Por causa de él tiene poco control de su mente, la voluntad le falla, y no puede hacer lo que sabe que es correcto, ni aun con las mejores intenciones. Siente que no hay esperanza, que la culpa pesa sobre él y el remordimiento llena su alma. A sus males corporales se añade la tortura de la conciencia. ¿No se compadecerá alguien de él?

Entonces llega el Evangelio. Se le predican las buenas nuevas. Aunque sus pecados sean rojos como escarlata, serán emblanquecidos como nieve; aunque fueren rojos como carmesí, serán como blanca lana. Todo está perdonado. Está “salvo”. ¡Qué liberación maravillosa! Su ánimo descansa. Ya no lo atormenta su conciencia. Ha sido perdonado. Su corazón rebosa de alabanza a Dios por su misericordia y bondad hacia él.

Así como el barco averiado que es remolcado al puerto está salvo pero no sano, también el hombre está “salvo” pero no sano. Es necesario hacer reparaciones en el barco antes que pueda navegar, y el hombre necesita estar plenamente restaurado antes que pueda gozar de salud. Este proceso de la restauración se llama santificación, e incluye el cuerpo, el alma y el espíritu. Cuando la obra está acabada, el hombre es “santo”, está completamente santificado, y restaurado a la imagen de Dios. Esta demostración de lo que el Evangelio puede hacer en favor de un hombre es lo que el mundo necesita ver.

En la Biblia, tanto el proceso como la obra terminada son llamados santificación. Por esta razón los “hermanos” son llamados santos y santificados, aunque no hayan alcanzado la perfección (1 Cor 1:2; 2 Cor 1:1; Heb 2:1). Quien recorra las epístolas a los Corintios se convence pronto de que los santos mencionados tenían sus faltas. A pesar de esto, se dice que son “santificados” y “llamados a ser santos”. La razón consiste en que la santificación completa no es obra de un día o un año, sino de una vida entera.  Se inicia en el momento en que una persona se convierte, y continúa toda la vida. Cada victoria apresura el proceso. Pocos cristianos hay que no hayan obtenido la victoria sobre algún pecado que antes los molestaba grandemente y los vencía. Más de un hombre que era esclavo del tabaco ha obtenido la victoria sobre el hábito y se alegra en su victoria. El tabaco ha dejado de ser una tentación. Ya no lo atrae más. Tiene la victoria. En ese punto está santificado. Así como ha sido victorioso sobre una tentación, puede llegar a serlo sobre todo pecado. Cuando la obra haya sido terminada, cuando haya adquirido la victoria sobre el orgullo, la ambición, el amor al mundo, la victoria sobre todo mal, estará listo para la traslación. Habrá sido probado en todos los puntos. El maligno habrá venido y no habrá hallado nada. Satanás no tendrá más tentaciones para él. Las habrá vencido todas. Se destacará sin falta aun delante del trono de Dios. Esto pondrá su sello sobre él. Estará salvo y sano. Dios habrá terminado su obra en él. La demostración de lo que Dios puede hacer con la humanidad estará completa. Así sucederá con la última generación de hombres que vivan en la tierra. Por su medio, Dios hará la demostración final de lo que puede hacer con la humanidad. Tomará a los más débiles de los débiles, a aquellos que llevan todos los pecados de sus antepasados, y en ellos mostrará su poder. Estarán sujetos a toda tentación, pero no cederán. Demostrarán que es posible vivir sin pecar: harán la demostración que el mundo ha estado esperando y para la cual Dios ha estado haciendo los preparativos. Será evidente para todos que el evangelio puede realmente salvar hasta lo sumo. Dios será hallado veraz en sus dichos. El último año traerá la prueba final; pero ésta tan sólo demostrará a los ángeles y al mundo que nada de lo que el maligno haga puede conmover a los escogidos de Dios. Caerán las plagas, se verá destrucción por todos lados, se hallarán frente a la muerte, pero como Job, se mantendrán firmes en su integridad. Nada podrá hacerlos pecar. Guardarán “los man­damientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc 14:12).

En toda la historia del mundo, Dios ha tenido sus fieles. Estos han soportado la aflicción aun en medio de gran tribulación. Y aun bajo los ataques de Satanás, como dice el apóstol Pablo, por la fe han logrado obrar “justicia”.

Fue­ron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra” (Heb 11:37-38).

Y en adición a esta lista de testigos fieles, muchos de los cuales fueron mártires por su fe, Dios tendrá en los últimos días un remanente, un “rebaño pequeño”, por así decirlo, en el cual y por medio del cual dará al universo una demos­tración de su amor, su poder, su justicia que, con excepción de la vida piadosa de Cristo en la tierra y su sacrificio supremo en el Calvario, será la demostración más abarcante y concluyente de todas las edades.

En la última generación de hombres fieles que vivan en la tierra quedará plenamente revelado el poder de Dios para la santificación. La demostración de ese poder es la vindicación de Dios. Eliminará cualquier acusación que Satanás haya presentado contra él. En la última generación Dios queda vindicado y Satanás derrotado. Tal vez esto necesite ampliar­se un poco más.

La rebelión que se produjo en el cielo e introdujo el pecado en el universo de Dios, debe haber sido algo terrible para Dios y para los ángeles. Hasta cierto momento, todo había sido paz y armonía. La discordia era desconocida, solamente el amor prevalecía. Luego, ambiciones profanas corrompieron el corazón de Lucifer. Este decidió que quería ser igual al Altísimo. Iba a ensalzar su solio sobre las estrellas de Dios. No sólo esto, sino que se proponía sentarse “en el monte del testimonio”, “a los lados del norte” (Isa 14:12-14). Esta declaración equivale a intentar deponer a Dios y ocupar su lugar. Es una declaración de guerra. Satanás quería sentarse allá donde Dios se sentaba. Dios hizo frente al desafío.

No tenemos declaración bíblica en cuanto a los medios empleados por Satanás para ganar una multitud de ángeles en su bando. Es muy claro que mintió. También es indisputable que desde el principio fue homicida (Juan 8:44). Como el homicidio tiene su comienzo en el odio, y como este odio culminó en la muerte del Hijo de Dios en el Calvario, podemos creer que el odio de Satanás no se dirigía solamente contra Dios el Padre, sino también, y tal vez especialmente, contra Dios el Hijo. En su rebelión, Satanás fue más lejos que una simple amenaza. Levantó realmente su trono dicien­do: “Yo soy un dios, en el trono de Dios estoy sentado” (Eze 28:2).

Cuando Satanás presentó así su gobierno en el cielo, quedó bien definido lo que estaba en disputa. Ninguno de los ángeles podía ya estar en duda. Todos debían decidirse en favor o en contra de Satanás. En caso de rebelión hay siempre algún agravio, real o imaginario, que se presenta como pretexto. Se suscita descontento en algunos, y al no conseguir que se remedien las cosas, recurren a la rebelión. Los que simpatizan con la causa rebelde se unen a ella, los demás permanecen leales al gobierno, y deben correr riesgos en relación con su capacidad de sobrevivir.

Aparentemente en el cielo se llegó a una situación como la descrita. El resultado fue la guerra.

Hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles” (Apoc 12:7).

El resultado era predecible: Satanás y sus ángeles “no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él” (v. 8-9).

Satanás fue derrotado, pero no destruido. Por su acto de rebelión, había declarado que el gobierno de Dios tenía faltas. Por el establecimiento de su propio trono había pretendido tener mayor sabiduría o justicia que Dios. Estas pretensiones son inherentes a la rebelión y al establecimiento de otro gobierno. Para quitar toda duda de la mente de los ángeles, y más tarde del hombre, Dios debía dejar a Satanás seguir con su obra. Durante los últimos seis mil años ha estado demostrando al universo lo que es capaz de hacer cuando se le da la oportunidad.

Desde el tiempo en que Caín mató a Abel, ha existido odio, derramamiento de sangre, crueldad y opresión en la tierra. La virtud, la bondad y la justicia han sufrido; el vicio, la vileza y la corrupción han triunfado. El justo ha sido presa del malo; los mensajeros de Dios, torturados y muertos; la ley divina, hollada en el polvo. Cuando Dios envió a su Hijo, en vez de honrarlo, los hombres perversos, bajo la instigación de Satanás, lo colgaron de un madero. Aun entonces no destruyó Dios a Satanás. La demostración debía ser completa. Únicamente cuando ocurran los últimos acon­tecimientos y los hombres estén a punto de exterminarse unos a otros, intervendrá Dios para salvar a los suyos. Entonces no quedará duda en la mente de nadie de que si Satanás hubiera tenido el poder habría destruido todo vestigio de bondad, habría arrojado a Dios del trono, dado muerte al Hijo de Dios, y establecido un reino de violencia fundado en el egoísmo y la ambición cruel.

Lo que Satanás ha estado demostrando es realmente su carácter, y hasta dónde puede llevar la ambición egoísta. En el principio quiso ser como Dios. No estaba conforme con su posición como el más alto de los seres creados. Quería ser Dios. Con frecuencia se ha revelado que cuando una persona se fija un blanco egoísta, no se detendrá ante nada para alcanzarlo. Quienquiera que se le oponga será quitado del camino. Aun cuando fuera Dios mismo, deberá ser eliminado.

La demostración de Satanás enseña también que la alta posición no es satisfactoria para el individuo ambicioso. Debe tener la más alta, y aun así no se queda satisfecho.

En este aspecto, el contraste entre Cristo y Satanás es muy pronunciado. Satanás quería ser Dios. Y lo deseaba tanto que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para alcanzar su blanco. Cristo, por otro lado, no consideró como algo a retener el ser igual a Dios. Se humilló voluntariamente y vino a ser obediente hasta la muerte, aun hasta la muerte de cruz. Era Dios, y se hizo hombre. Y que esto no era un arreglo temporal tan sólo con el propósito de mostrar su buena voluntad, queda evidenciado por el hecho de que seguirá siendo hombre para siempre. Satanás se exaltó a sí mismo; Cristo se humilló. Satanás quiso ser Dios; Cristo se hizo hombre. Satanás quiso sentarse como Dios sobre un trono; Cristo, como siervo, se humilló a lavar los pies de los discípulos. El contraste es completo.

En el cielo, Lucifer había sido uno de los querubines cubridores (Eze 28:14). Esto parece referirse a los dos ángeles que en el lugar santísimo del santuario estaban sobre el arca, cubriendo el propiciatorio. Este era indudablemente el cargo más alto que un ángel podía ocupar, porque el arca y el propiciatorio estaban en la presencia inmediata de Dios. Estos ángeles eran los guardianes especiales de la ley. Velaban sobre ella, por así decirlo. Lucifer era uno de ellos.

En Ezequiel 28:12 hay una interesante declaración acerca de Lucifer:

Tú eras el sello de la perfección, lleno de sabiduría, y acabado de hermosura”.

La expresión a la cual quisiéramos llamar la atención es: “Tú eras el sello de la perfección”. El significado de esto no es muy claro. La traducción puede interpretarse de diversas maneras. Parece evidente, sin embargo, que se propone demostrar la alta posición y el exaltado privilegio que tenía Satanás antes de caer. Era una especie de primer ministro, un guardián del sello.

Como en un gobierno terrenal un documento o una ley debe tener su sello para ser válido, así también en el gobierno de Dios se usa un sello. Dios parece haber encomendado a los ángeles su obra, así como la ha dado a los hombres. Un ángel está encargado del fuego (Apoc 14:18); otro, de las aguas (Apoc 16:5); otro, del “sello del Dios vivo” (Apoc 7:2). Aunque, como se ha dicho ya, la expresión de Ezequiel 28:12 no es muy clara, algunos creen correcto traducirla así: “Tú aplicabas el sello al mandamiento”. Si esto es sostenible, y Lucifer era el primer ministro y guardián del sello, nos da una razón adicional por la cual deseó colocar su propia marca en lugar del sello de Dios cuando abandonó su primera morada.

Que Satanás se ha opuesto constantemente a la ley, es evidente. Si la ley de Dios es su carácter, y si el carácter de Dios es opuesto del de Satanás, este queda condenado por ella. Cristo y la ley son una misma cosa. Cristo es la ley vivida, la ley hecha carne. Por esta razón, su vida constituye una condenación. Cuando Satanás hizo guerra contra Cristo, la hizo también contra la ley. Cuando odió la ley, odió también a Cristo. Cristo y la ley son inseparables.

En el Salmo 40 se halla una declaración interesante. Cristo dice:

Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón” (v. 8, VM).

Aunque es indudablemente una expresión poética y no debe llevársela demasiado lejos, es interesante, sin embargo, como indicación de la posición exaltada de la ley. “Tu ley está en medio de mi corazón”. Apuñalar la ley es apuñalar el corazón de Cristo. Apuñalar el corazón de Cristo es apuñalar la ley. Satanás intentó hacer eso en la cruz. Pero Dios dispuso otra cosa. La muerte de Cristo era un tributo a la ley. La engrandecía inconmensurablemente y la hacía honorable. Dio a los hombres una nueva visión de su carácter sagrado y de su valor. Si Dios dejó morir a su Hijo, si Cristo estuvo dispuesto a entregarse voluntariamente antes que abrogar la ley, si es más fácil que el cielo y la tierra pasen antes que se pierda una jota o una tilde de la ley, ¡cuán sagrada y honorable debe ser!

Cuando Cristo murió en la cruz había demostrado en su vida la posibilidad de guardar la ley. Satanás fracasó en inducirle a pecar. Posiblemente no creía poder hacerlo. Pero si hubiera podido inducir a Jesús a emplear su poder divino para salvarse, habría logrado mucho. Satanás, entonces podría haber sostenido que esto invalidaba la demostración que Dios se proponía hacer, a saber, que era posible para el hombre guardar la ley. En la forma como sucedió, Satanás quedó derrotado. Pero hasta el mismo fin, continuó la misma táctica. Satanás esperaba que Cristo se librara, usando su poder divino. En la cruz, Cristo fue tentado así: “A otros salvó, a sí mismo no puede salvar”. Pero el Señor no vaciló. Hubiera podido salvarse, pero no lo hizo. Satanás fue derrotado nuevamente. No podía comprender esto. Pero sabía que con la muerte victoriosa del Señor se sellaba su propia condenación. Al morir, Cristo vencía.

Pero Satanás no renunció a la lucha. Había fracasado en su conflicto con Cristo, pero todavía podía tener éxito con los hombres. Así que fue a “hacer guerra contra el resto de la descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo” (Apoc 12:17). Si podía vencerlos, tal vez no quedaría derrotado del todo.

La demostración que Dios se propone hacer con la última generación en la tierra significa mucho, tanto para el pueblo como para Dios. ¿Puede realmente observarse la ley de Dios? Esta es una cuestión vital. Muchos negarán que se pueda hacer; otros dudarán. Cuando se considera toda la cuestión de la observancia de los mandamientos, el problema asume grandes proporciones. La ley de Dios es “excesivamente amplia; abarca los pensamientos y los intentos del corazón. Juzga los motivos tanto como los hechos, los pensamientos, así como las palabras. La observancia de los mandamientos significa completa santificación, una vida santa, una inquebrantable fidelidad a lo recto, una completa separación del pecado y la victoria sobre él. Bien puede el hombre mortal exclamar: ¡Quién es suficiente para esas cosas!” (5 CBA, 1061).

Sin embargo, es la tarea que Dios se ha propuesto y que él espera realizar. Cuando Satanás lance la declaración y el desafío: ‘Nadie puede guardar la ley. Es imposible. Si hay alguno que pueda hacerlo o que lo haya hecho, muéstramelo. ¿Dónde están los que guardan los mandamientos?’ Dios contestará tranquilamente:

Aquí está la paciencia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc 14:12).

Digámoslo reverentemente: Dios debe hacer frente al desafío de Satanás. No es el plan de Dios, ni parte de su propósito, someter a los hombres a pruebas en que únicamente puedan sobrevivir unos pocos escogidos. En el huerto de Edén, Dios no pudo idear una prueba más fácil que la que ideó. Nadie tendrá jamás razón de decir que nuestros primeros padres cayeron porque la prueba era demasiado difícil para ellos. Era la más ligera que se podía concebir. Si cayeron, no fue porque no se les había suministrado fuerza con que resistir. La tentación no estaba constantemente delante de ellos. No se permitía a Satanás que los molestara en cualquier parte. Podía tener comunicación con ellos solamente en un lugar, a saber, en el árbol de la ciencia del bien y del mal. Ellos conocían este lugar. Podían mantenerse alejados de él si querían. Satanás no podía seguirlos. Si ellos iban adonde él estaba, era porque querían. Pero aun cuando fueran a examinar el árbol, no necesitaban permanecer allí. Podían apartarse. Aun si Satanás les ofrecía la fruta, no necesitaban tomarla. Pero la tomaron y comieron. Y la comieron porque quisieron, no porque fueron obligados. Transgredieron deliberadamente la orden de Dios.

Cuando Dios ordena a los hombres que guarden su ley, no es su propósito tener tan sólo a unos pocos hombres que la observen, precisamente los suficientes para demostrar que puede hacerse. No está de acuerdo con el carácter de Dios elegir hombres destacados, de propósitos firmes y magnífica preparación, y demostrar por ellos lo que puede hacer. Está mucho más en armonía con su plan hacer requerimientos tales que aun los más débiles no necesiten fracasar, de manera que nadie pueda decir jamás que él pide lo que solamente unos pocos pueden hacer. Por esta razón, Dios ha reservado su mayor demostración para la última generación. Esta generación lleva los resultados de pecados acumulados. Si los hay débiles, son los miembros de esta generación. Si hay quienes sufren de las tendencias heredadas, son ellos. Si algunos tienen excusa por cualquier debilidad, son ellos. Si, por lo tanto, éstos pueden guardar los mandamientos, nadie de ninguna otra generación tiene excusa por no haberlo hecho.

Pero esto no basta. Dios se propone revelar en su demostración, no solamente que los hombres comunes de la última generación pueden soportar con éxito una prueba como la que dio a Adán y Eva, sino que pueden sobrevivir a una prueba mucho más difícil de la que toca en suerte a los hombres comunes. Será una prueba comparable a la que Job soportó; se acercará a la que el Maestro soportó. Los probará hasta lo sumo.

Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo” (Sant 5:11). Job pasó por algunas de las cosas que se repetirán en la vida de los escogidos de la última generación. Tal vez sea bueno considerarlas.

Job era un hombre bueno. Dios confiaba en él. Día tras día ofrecía sacrificios por sus hijos. “Quizá habrán pecado mis hijos”, decía (Job 1:5). Era próspero y disfrutaba de la bendición de Dios.

Entonces “un día vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás” (v. 6). Se registra una conversación que hubo entre Dios y Satanás acerca de Job. El Señor dice que Job es un hombre bueno, lo cual Satanás no niega, pero insiste en que Job teme a Dios simplemente porque ello lo beneficia. Afirma que si Dios le quita sus misericordias, Job maldecirá a Dios. Hace esta declaración en forma de desafío, y Dios lo acepta. Le da permiso a Satanás para quitarle la propiedad de Job y afligirlo de otras maneras, pero sin tocar su persona.

Satanás procede inmediatamente a hacer lo que se le ha permitido. La propiedad de Job desaparece, y sus hijos mueren. Cuando esto sucedió, “Job se levantó, y rasgó su manto, y rasuró su cabeza, y se postró en tierra y adoró, y dijo: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito. En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despropósito alguno” (Job 1:20-22).

Satanás está derrotado, pero hace otra tentativa. La siguiente vez que se encuentra con Dios, sin admitir su derrota, alega que no se le ha permitido tocar a Job mismo. De lo contrario Job habría pecado, sostiene. La declaración es otra vez un desafío, y Dios lo acepta. Le da permiso a Satanás para atormentar a Job, pero sin quitarle la vida. Inmediatamente Satanás parte para cumplir su misión.

Todo lo que el maligno puede hacer, lo hace a Job. Pero Job permanece firme. Su esposa le aconseja que renuncie a su fidelidad, pero él no vacila. Bajo el intenso dolor físico y la angustia mental, permanece firme. Nuevamente se dice que Job soportó la prueba. “En todo esto no pecó Job con sus labios” (Job 2:10). Satanás queda derrotado y no aparece más en el cielo.

En los capítulos sucesivos del libro de Job, se nos da una pequeña vislumbre de la lucha que se riñe en la mente de Job. Está muy perplejo. ¿Por qué ha caído toda esta calamidad sobre él? No tiene conocimiento de ningún pecado. Por lo tanto, ¿por qué lo aflige Dios? Por supuesto no sabe nada del desafío de Satanás. Ni tampoco sabe que Dios depende de él en la crisis por la cual está pasando. Todo lo que sabe es que de un cielo despejado, ha caído sobre él el desastre hasta que ha quedado sin familia, sin propiedades, y con una terrible enfermedad que casi lo aplasta. No lo entiende, pero conserva su integridad y fe en Dios. Dios sabía que haría esto. Pero Satanás había dicho que no. Dios triunfó en el desafío.

Hablando humanamente, Job no había merecido el castigo que cayó sobre él. Dios mismo dice que era sin causa: “Aun cuando tú me incitaste contra él para que lo arruinara sin causa” (Job 2:3). Por lo tanto, toda la situación se justifica únicamente si se considera como una prueba específica ideada con un propósito específico. Dios quería acallar la acusación de Satanás de que Job servía a Dios únicamente por provecho propio. Quería demostrar que había por lo menos un hombre a quien Satanás no podía dominar. Job sufrió como resultado de ello, pero no parecía haber otro camino. Más tarde se lo recompensó.

El caso de Job está registrado con un propósito. Además de su historicidad, creemos que tiene también un significado más amplio. Los hijos de Dios que vivan en los últimos días; pasarán por una experiencia similar a la de Job. Serán probados como él lo fue, serán privados de todo apoyo humano; Satanás tendrá permiso para atormentarlos. Además de esto, el Espíritu de Dios se retirará de la tierra y desaparecerá la protección de los gobiernos terrenales. El pueblo de Dios quedará solo para pelear contra las potestades de las tinieblas. Estará perplejo, como Job. Pero, como él, se mantendrá firme en su integridad.

En la última generación Dios quedará vindicado. En el remanente, Satanás encontrará su derrota. La acusación de que la ley no puede ser observada quedará plenamente refutada. Dios tendrá, no solamente una o dos personas que observen sus mandamientos, sino un grupo entero, el de los 144.000. Ellos reflejarán plenamente la imagen de Dios. Desmentirán la acusación de Satanás contra el gobierno del cielo.

En el cielo se produjo una grave situación cuando Satanás hizo sus acusaciones contra Dios. Estas constituían en realidad una imputación de incapacidad para gobernar. Muchos de los ángeles creyeron las acusaciones. Se colocaron del lado del acusador. Una tercera parte de los ángeles, y éstos deben haber sido millones, se enfrentó a Dios juntamente con su caudillo, el más alto de entre los ángeles, Lucifer. No era una crisis menor. Amenazaba la misma existencia del gobierno de Dios. ¿Cómo debía Dios tratarla?

La única forma en que el asunto podía arreglarse satisfactoriamente, de manera que nunca más se levantara una duda, consistía en que Dios sometiera su caso a las reglas comunes de la evidencia. ¿Era, o no era justo su gobierno? Dios decía que sí; Satanás decía que no. El Creador podía haber destruido a Satanás. Pero esto no habría sido un argumento a favor, sino más bien habría ido en contra de Dios. No había otra manera de dilucidar el pleito, sino por las evidencias que cada lado presentara según los testigos habidos, y juzgarlo por los testimonios presentados.

Tenemos, pues, una escena de juicio. Satanás es el acusador. Está en juego el gobierno de Dios. Dios ha sido acusado de injusticia, de requerir que sus criaturas hagan lo que no son capaces de hacer, y de castigarlas por no hacerlo. La ley es el punto específico de ataque; pero siendo la ley simplemente un trasunto del carácter de Dios, son Dios y su carácter los que están en tela de juicio.

A fin de que Dios sostenga su aserto, es necesario demostrar que no ha sido arbitrario en sus requerimientos, que la ley no es dura ni cruel en sus exigencias, sino que por el contrario, es santa, justa y buena, y que los hombres pueden guardarla. Todo lo que Dios necesita, es contar con un hombre que haya guardado la ley, y su causa estará ganada. En ausencia de un caso tal, Dios perdería y Satanás ganaría. El resultado depende, por lo tanto, de uno o más seres que guarden los mandamientos de Dios. Dios ha puesto así en juego su gobierno.

Aunque es verdad que de vez en cuando muchos han dedicado su vida a Dios y vivido sin pecado durante ciertos períodos de tiempo, Satanás sostiene que éstos son casos especiales, como lo era el de Job, y no caen bajo las reglas ordinarias. Exige un caso bien definido en que no pueda haber duda, y en el cual Dios no haya intervenido. ¿Puede presentarse un caso tal?

Dios está listo para el desafío. Ha estado aguardando su tiempo. El Hijo de Dios, en su propia persona, hizo frente a las acusaciones de Satanás, y ha demostrado que eran falsas. La manifestación suprema ha sido reservada hasta la contienda final. De la última generación Dios elegirá a sus escogidos. No a los fuertes o poderosos, no a los que gozan de honores y riquezas, no a los sabios ni encumbrados, sino tan sólo a personas comunes, y por su medio hará su demostración. Satanás ha sostenido que los que en lo pasado sirvieron a Dios lo hicieron por motivos mercenarios, que Dios los ha mimado, y que él, Satanás, no ha tenido libre acceso a ellos. Si se le hubiese dado pleno permiso para presentar su causa, ellos también habrían sido ganados a ella. Acusa a Dios de haber tenido miedo de permitirle que lo hiciera. Dame una oportunidad justa, dice Satanás, y yo ganaré.

Y así, a fin de acallar para siempre las acusaciones de Satanás, para hacer evidente que el pueblo de Dios le sirve por motivos de lealtad y derecho sin relación con la recompensa, para limpiar su propio nombre y carácter de las acusaciones de injusticia y arbitrariedad, para demostrar a los ángeles y a los hombres que su ley puede ser observada por los hombres más débiles en las circunstancias más desalentadoras y difíciles, Dios permite a Satanás que pruebe a su pueblo hasta lo sumo. Serán amenazados, torturados, perseguidos. Estarán frente a frente con la muerte cuando se promulgue el decreto de adorar a la bestia y a su imagen (Apoc 13:15). Pero no cederán. Estarán dispuestos a morir antes que a pecar.

Dios retira su Espíritu de la tierra. Satanás tendrá mayor dominio que nunca antes. Es cierto que no podrá matar al pueblo de Dios, pero ésta será casi la única limitación. Empleará todo permiso a su disposición. Sabe cuánto está en juego. Es ahora o nunca.

Dios hace una cosa más. Aparentemente se oculta. El santuario celestial se cerrará. Los santos claman a Dios día y noche por liberación, pero él aparenta no oír. Los escogidos de Dios están pasando por el Getsemaní. Prueban un poco de lo que experimentó Cristo durante aquellas tres horas en la cruz. Aparentemente deben pelear su batalla solos. Deben vivir sin intercesor a la vista de un Dios santo. Pero aunque Cristo ha terminado su intercesión, de manera que ya nadie puede obtener perdón del pecado por su ministerio sacerdotal en el santuario celestial, los santos son objeto del amor y el cuidado de Dios. Los ángeles santos velan sobre ellos. Dios les provee refugio de sus enemigos; les suministra alimento; los escuda de la destrucción, y les proporciona gracia y poder para vivir santamente (véase el Salmo 91). Sin embargo, están todavía en el mundo, tentados, afligidos y atormentados.

¿Resistirán la prueba? A los ojos humanos parece imposible. Si tan sólo Dios acudiera en su ayuda, todo iría bien. Están resueltos a resistir al maligno. Si es necesario pueden morir; pero no necesitan pecar. Satanás no tiene poder, ni lo ha tenido jamás, para obligar a un hombre a pecar. Puede tentarlo, destruirlo, amenazarlo; pero no puede obligarlo.

Y ahora Dios demuestra por los más débiles de entre los débiles que no hay excusa, ni la ha habido jamás, para pecar. Si los hombres de la última generación pueden repeler con éxito el ataque de Satanás: si pueden hacerlo teniendo todas las desventajas contra sí y el santuario cerrado, ¿qué excusa hay para que los hombres hayan pecado alguna vez?

En la última generación Dios da la demostración final de que los hombres, por su gracia, pueden observar su ley y vivir sin pecar. Dios no deja nada sin hacer para completar la demostración. La única limitación que impone a Satanás es no matar a los santos de Dios. Puede tentarlos, acosarlos y amenazarlos; y lo hace. Pero fracasa. No puede hacerlos pecar. Resisten la prueba, y Dios pone su sello sobre ellos.

Mediante la última generación de santos, Dios queda finalmente vindicado. Por ellos derrota a Satanás y gana el pleito. Forman una parte vital del plan de Dios. Pasan por luchas terribles; pelean con potestades invisibles en lugares altos. Pero han puesto su confianza en el Altísimo y no serán avergonzados. Han pasado por el hambre y la sed, pero llegará el tiempo en que “no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos, ni calor alguno; porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará, y los guiará a fuentes de aguas de vida; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” (Apoc 7:16-17).

Estos... siguen al Cordero por dondequiera que va” (Apoc 14:4). Cuando por fin las puertas del templo se abran, se oirá una voz que dirá: “Únicamente los 144.000 entran en este lugar” (PE, 19). Por la fe habrán seguido al Cordero hasta allí. Han penetrado con él en el lugar santo, lo han seguido hasta el lugar santísimo. Y en el más allá únicamente los que lo han seguido aquí, lo seguirán allí. Serán reyes y sacerdotes. Lo seguirán hasta adentro del santísimo donde únicamente puede entrar el Sumo Sacerdote. Estarán en la presencia de Dios, sin velo. Le seguirán “por dondequiera que va”. No sólo estarán “delante del trono de Dios” y le servirán “día y noche en su templo”, sino que se sentarán “conmigo en mi trono; así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Apoc 7:15; 3:21).

El asunto de mayor importancia del universo no es la salvación de los hombres, por importante que parezca. Lo más importante es que el nombre de Dios quede limpio de las falsas acusaciones hechas por Satanás. La controversia se está acercando a su fin. Dios está preparando a su pueblo para el último gran conflicto. Satanás se está preparando también. La crisis nos espera y se decidirá en la vida del pueblo de Dios. Dios depende de nosotros como dependió de Job. ¿Está bien depositada su confianza?

Es un admirable privilegio el que se nos concede como pueblo, el de vindicar el nombre de Dios por nuestro testimonio. Es maravilloso que se nos permita testificar por él. Nunca debe olvidarse, sin embargo, que este testimonio es un testimonio de la vida; no simplemente de las palabras. “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan 1:4). “La vida era la luz”. Así era en el caso de Cristo, y debe ser en el nuestro. Nuestra vida debe ser una luz como lo era la suya. Dar luz a la gente es más que entregarle un folleto. Nuestra vida es la luz. Mientras vivimos, damos luz a los demás. Sin vida, sin vivir la luz, nuestras palabras carecen de valor. Pero al llegar nuestra vida a ser luz, nuestras palabras se hacen eficaces. Es nuestra vida la que debe testificar por Dios.

¡Ojalá la iglesia aprecie el excelso privilegio que se le da! “Vosotros sois mis testigos, dice Jehová” (Isa 43:10). No debe haber “dios extraño entre vosotros: ¡Vosotros pues sois mis testigos, dice Jehová, y yo soy Dios!” (v. 12). ¡Ojalá seamos de veras testigos, y testifiquemos lo que Dios ha hecho por nosotros!

Todo esto está íntimamente relacionado con la obra del día de las expiaciones. En aquel día, los hijos de Israel, habiendo confesado sus pecados, quedaban completamente limpios. Habían sido perdonados, y ahora el pecado era separado de ellos. Quedaban sin culpa y santos. El campamento de Israel estaba limpio.

Ahora estamos viviendo en el gran día real de la purificación del santuario. Todo pecado debe ser confesado, y por la fe enviado de antemano al juicio. Mientras el Sumo Sacerdote entra en el santísimo, el pueblo de Dios tiene ahora que encontrarse cara a cara con Dios. Debe saber que todo pecado ha sido confesado, y que no queda mancha alguna de pecado. La purificación del santuario celestial depende de la purificación del pueblo de Dios en la tierra. ¡Cuán importante es, pues, que éste sea santo y sin culpa a fin de subsistir a la vista de un Dios santo, a pesar del fuego devorador.

Oíd, los que estáis lejos, lo que he hecho; y vosotros los que estáis cerca, conoced mi poder. Los pecadores se asombraron en Sión, espanto sobrecogió a los hipócritas. ¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las llamas eternas? El que camina en justicia y habla lo recto; el que aborrece la ganancia de violencias, el que sacude sus manos para no recibir cohecho, el que tapa sus oídos para no oír propuestas sanguinarias; que cierra sus ojos para no ver cosa mala; éste habitará en las alturas; fortaleza de rocas será su lugar de refugio; se le dará su pan, y sus aguas serán seguras” (Isa 33:13-16). 


 

 


EL JUICIO

Hay una tendencia creciente a no creer en una resurrección corporal. Los partidarios de la alta crítica han descartado esta idea hace tiempo, y muchos cristianos propenden a hacer lo mismo. No pueden ver ninguna necesidad de la resurrección del cuerpo; para ellos la existencia futura es completamente espiritual.

Por la misma razón, consideran innecesario un juicio futuro. Si el alma está ya disfrutando de la felicidad de una existencia etérea, o si ya está experimentando las torturas de los réprobos, parecería absurdo interponer un juicio. Este debe haberse realizado antes que se haya decidido el estado futuro, y no después. La creencia en la recompensa o condenación inmediata después de la muerte hace que un juicio futuro, al fin del mundo, no sea solamente innecesario, sino inconsecuente.

La Biblia es muy clara en sus declaraciones acerca de estos dos temas. Hay una resurrección corporal, y hay un juicio. Como aquí nos preocupa mayormente el juicio, le dedicaremos ahora nuestro estudio, observando tan sólo, de paso, que parece mucho más satisfactoria la idea de que la existencia de los salvos se ajuste al plan original del huerto de Edén. Parece razonable pensar que Dios no lo ha abandonado. Y si no lo ha hecho, deberá haber una resurrección del cuerpo.

La idea de un juicio al fin del mundo presupone que los hombres no reciben su castigo o recompensa al morir. Esto parece lógico. Además está apoyado por evidencias bíblicas. Consideremos el asunto un poco más en detalle.

Dando por sentado la creencia en el castigo y la recompensa, observemos primero que el registro del hombre no puede completarse al morir. Su vida terminó, pero su influencia continúa, “sus obras con ellos siguen”. Si somos responsables de nuestra influencia, y creemos que así debe ser, el registro no puede ser completado hasta el fin del tiempo.

Al decir esto no deseamos dar a entender que un hombre no haya sellado su destino cuando muere. Creemos que sí. Todo lo que queremos afirmar es que a menos que el juicio presuponga el mismo castigo o recompensa para todos, el registro no puede cerrarse al morir. Puede argüirse que se sabe si una persona está salva o perdida, y que por lo tanto, es admitida provisionalmente en un lugar u otro. Pero esto no resuelve la dificultad. Aun en los tribunales terrenales, el resultado de un crimen cometido debe aguardar antes que se pronuncie el juicio. Si en una pelea a tiros un hombre queda herido, el juicio no se basa en el efecto inmediato, sino en el resultado final de los tiros. El herido quizá muera al cabo de una o dos semanas. El heridor no puede exigir un juicio inmediato, basado en el hecho de que el herido vive aún, y que, por lo tanto, no es culpable de homicidio en caso de producirse con posterioridad la muerte de su víctima.

El hombre es responsable de más que el efecto inmediato de sus actos. Por consiguiente, parece lógico que el juicio se postergue hasta que todos los hechos queden reunidos, y llegar así a una apreciación justa. Si admitimos que algunos serán castigados de muchos azotes y otros con pocos (Luc 12:48), el juicio no puede realizarse hasta que todos los factores puedan ser considerados. Esto será hecho únicamente en el tiempo designado por Dios: el fin del mundo, lo cual armoniza con la declaración de que Dios reserva a los injustos para ser castigados en el día del juicio” (2 Ped 2:9).

Los impíos han de ser juzgados por los justos. “Los santos han de juzgar al mundo” (1 Cor 6:2). Así como los ángeles tienen su obra que hacer en el cielo, los redimidos tendrán la suya. Dios revela sus planes a los redimidos, y les confía responsabilidades. A los santos se les da el privilegio de juzgar. Hablando humanamente, Dios no quiere correr ningún riesgo de descontento o dudas. Es concebible que se perderán algunas personas a quienes otras consideraban dignas de salvarse. Al echárselas de menos en el cielo, podría surgir en la mente de los que las conocieron alguna duda acerca de por qué faltan. Quizá se trate de una persona muy querida para nosotros, una persona a quien amamos, y por quien hemos orado. Ahora está perdida. No conocemos las circunstancias; no sabemos por qué. Si tenemos parte en el juicio; si nosotros mismos examinamos el caso y las pruebas; si después de pesar todos los factores, llegamos por fin a la conclusión de que esa persona no quiso ser salva y no se hallaría feliz en el cielo, ninguna duda se levantará jamás en nuestra mente en cuanto a la justicia de lo que se hizo. Además, ese procedimiento asegura un juicio justo y misericordioso. Habremos amado a algunos de los que se perderán. Habremos orado por ellos. Seremos bondadosos para con ellos hasta el fin. Ninguno será castigado más de lo que merece. El plan de Dios nos asegura esto.

Debe notarse también este hecho: puesto que parte del propósito de Dios al darnos participación en el juicio consiste en asegurarse de que no se levantará duda jamás en nuestra mente, los santos tienen que juzgar a su propia generación y a sus propios conocidos. Esto es a la vez terrible y bueno. Dios no debe correr el riesgo de que alguien diga o piense: ‘Algunos de mis amigos se han perdido, y nunca tuve oportunidad de averiguar exactamente lo que sucedió. Pensaba que debían salvarse. Los comprendía mejor que cualquier otra persona. Me gustaría haber conocido algo más de su caso’. Eso no podrá suceder nunca. Dios cuidará de ello. Todos quedarán convencidos de la justicia y misericordia de Dios. El plan divino está sabiamente trazado. Sabremos por qué ciertas personas se pierden, pues tendremos parte en su juicio.

Si lo dicho es correcto, no puede haber juicio al morir. Un grupo de cristianos ora por un joven extraviado. Día tras día, año tras año, pero sin resultado. Luego el joven muere repentinamente. ¿Qué diremos de su juicio? Los que lo conocen, los que han orado por él, están todavía vivos. Si el joven ha de ser juzgado por los santos inmediatamente, tendrían que morir todos enseguida también para tener parte en su juicio. De otra manera, tendría que ser juzgado por otros que no lo conocieron. Esto se aplica a todos los impíos que vivieron alguna vez. No podrían ser sometidos a juicio ordinariamente hasta una generación después de su muerte, si es que han de ser juzgados por los santos. Pero, si no son juzgados por los santos, o lo son por otras personas desconocidas de ellos, frustraría el plan de Dios. Por lo tanto, sostenemos que el juicio de los impíos no ocurre al morir. Dios dice que están reservados para el juicio al fin del mundo.                                                                          

Aunque es verdad que cada generación comprende mejor a la suya y tiene que ser juzgada a la luz de sus propios conocimientos, de manera que un pecador del Antiguo Testamento no debe ser medido por las normas del Nuevo, es también verdad que antes de que pueda realizarse cualquier juicio justo es necesario que haya cierto conocimiento de las reglas y los principios generales rectores de la conducta. La muerte de Cristo debe ser tenida en cuenta, como también su expiación y enseñanza. En vista de esto, ¿cómo podrían los santos de las primeras generaciones que vivieron en la tierra haber juzgado a los impíos de su generación?

La idea de que los santos tengan parte en el juicio debe ser abandonada si el juicio se realiza al morir. Es un plan admirable el que Dios ha concebido. Hace del cielo un lugar seguro y levanta una barrera eficaz contra cualesquiera dudas ulteriores.

¿Y qué diremos del juicio de los justos? Es evidente que tiene que realizarse alguna investigación antes de que se les permita entrar en la bienaventuranza eterna. Debe decidirse si su vida y actitud justifican que se les confíe la vida inmortal; y ha de llegarse a esta decisión antes que venga el Señor para llevarlos al cielo. No es más razonable salvar a los justos y tener luego el juicio, que condenar a los impíos y emplazarlos luego ante el tribunal. Pero hay una diferencia. Los impíos no son destruidos hasta el fin de los mil años (Apoc 20:4-5). Eso da abundante tiempo para juzgarlos después que el Señor venga. Pero no sucede así con los que profesan servir a Dios. Sus casos deben ser decididos antes que venga el Señor, para saber si merecen recibir el galardón, o no (Apoc 22:12). De ahí que su condición deba ser determinada de antemano.

Algunos se han opuesto a esta enseñanza. No creen que habrá un juicio de los justos antes que venga el Señor. Sin embargo, esto parece ser lo único consecuente. Sus casos tienen que ser decididos antes del regreso de Jesús; de lo contrario, ¿cómo se puede saber quién se ha de salvar? Si se objeta la expresión ‘juicio investigador’, debe proponerse otra mejor. Estamos dispuestos a aceptarla. No es un juicio ejecutivo. La Biblia lo llama “la hora de su juicio” en contraste con el “día en el cual juzgará al mundo” (Apoc 14:7; Hechos 17:31). Creemos que la expresión ‘juicio investigador’ se adapta mejor al caso del juicio de los justos.

Parece perfectamente lógico que cuando se presenta la cuestión de quiénes han de salvarse, los ángeles estén presentes para dar su testimonio y seguir los procesos (Dan 7:9-10). Han estado vitalmente preocupados por nuestro bienestar; han sido espíritus ministradores. Vamos a asociarnos con ellos y estar con ellos, y tienen derecho a saber quiénes han de ser admitidos en las moradas celestiales. Esto también forma parte del plan de Dios. Los ángeles han experimentado algunos de los resultados del pecado. Han visto apostatar a Lucifer, y a millones de ángeles irse con él. Han visto al Salvador sufrir y morir, y conocen la miseria que el pecado ha causado. Están vitalmente interesados en saber quiénes han de recibir la vida eterna. No tienen intención de repetir el experimento con el pecado por el cual han pasado. Es, por lo tanto, un plan sabio de Dios que tengan parte en los procesos.

El día de las expiaciones es una figura adecuada del día del juicio. Sería bueno que el lector repasara el capítulo que lo trata a la luz de estas consideraciones. En ese día se hacía separación entre los justos y los impíos. La decisión dependía enteramente de quiénes habían confesado sus pecados y quiénes no. Eran borrados los pecados de los que habían traído sus ofrendas y cumplido el ritual. Los otros eran “cortados”.

No sabemos si en el santuario terrenal se llevaba un registro de los que se presentaban con un sacrificio durante el año. Aunque es posible, no es probable. Sabemos, sin embargo, que la sangre asperjada constituía en sí misma un registro. Dios había ordenado que se trajeran sacrificios. Creemos que él respetaba su propia orden y tomaba nota de que le servían en verdad, justicia e integridad. En su libro eran registrados como fieles.

Acerca del juicio del último día, está escrito: “El que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apoc 20:15). Este texto habla definidamente del libro de la vida, y dice, en efecto, que únicamente aquellos cuyos nombres sean hallados en él serán salvos. Notemos lo que dice: “El que no se halló inscrito en el libro de la vida”. Esto significa un examen del libro para descubrir cuáles son los nombres registrados en él. ¿No es esto una investigación? Es como si se diera la orden: ‘Mirad si este nombre se encuentra en el libro’. La expresión “el que no se halló inscrito” justifica el argumento de que hay un examen del registro, que tiene como resultado la decisión para salvación o condenación.

Es tan claro que debe haber una investigación del registro llevado en el cielo antes que venga el Señor, que parece extraño que alguien pueda dudar seria o sinceramente de ello. Es cierto que si Dios lo deseara podría decidir en un momento todas las cuestiones acerca del destino futuro de cada uno con exactitud infalible. Pero entonces, ni los ángeles ni los hombres participarían en el juicio. Y es vital que participen. Dios debe proteger en lo posible la existencia futura. Los hombres, por su propia investigación, tienen que estar seguros de la justicia del castigo impuesto. Los ángeles que han sido espíritus ministradores, deben estar presentes como testigos cuando los santos sean juzgados. Por esta razón se abren los libros. Por esta razón están presentes en el juicio millones de ángeles (Dan 7:10). Dios da todos los pasos necesarios para asegurar el futuro. El cielo y la tierra deben ser protegidos. Dios no admitirá repentinamente a millones de seres humanos a la felicidad del cielo y el privilegio de la vida eterna sin el conocimiento de los ángeles.

Volvemos a recalcar este pensamiento con reverencia: Los ángeles han pasado por tristes vicisitudes a causa del pecado. Han visto a millones de sus compañeros perderse. Han visto a Cristo morir en la cruz. Han conocido algo del pesar del Padre por causa del pecado. Lloraron de tristeza cuando un hijo de Dios pecaba, y de alegría cuando un pecador se arrepentía. ¿No estarán, entonces, interesados en la concesión de la vida eterna a millones de pecadores salvados? ¿No deben tener alguna seguridad de que admitir a los hombres en el cielo -su morada- no significa introducir el pecado? Hablamos lenguaje humano. Creemos que deben tener tal seguridad. Y creemos que Dios se la da. Por eso están presentes cuando los casos de los justos se deciden. Así como los santos participan en el juicio de los impíos, los ángeles participan en el juicio de los justos. Esto constituye una seguridad para lo futuro. Ninguna duda se levantará ni podrá jamás levantarse en la mente de nadie. Dios cuida de que esto sea así.

Durante el milenio los ángeles tendrán oportunidad de conocernos mejor, y nosotros a ellos. Trabajaremos junto con ellos en el juicio. Durante ese tiempo serán juzgados los hombres y los ángeles malos. Nosotros participaremos en el juicio. Los ángeles también. Los hombres y los ángeles tienen compañeros que se perderán y en quienes tienen interés. Dios protege todos los intereses de manera que el pecado no se levante por segunda vez. Los ángeles han llevado el registro. Lo que está escrito en los libros ha sido escrito por ellos. ¿No han de participar en el examen del registro cuando se hacen las decisiones finales? Tendrán una parte en la ejecución del juicio (Apoc 20:1-3; 18:21; Eze 9:1-11). Al concluir este, darán su testimonio en cuanto a la justicia de las decisiones hechas (Apoc 16:5 y 7). Podrán hacerlo porque conocen los factores implicados.

El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (Juan 3:35). Tal vez no estemos seguros de por qué el Padre ha puesto todas las cosas en las manos del Hijo. Pero se lo repite tantas veces, que es claro que Dios desea que lo sepamos. Además de la declaración ya citada, notemos lo siguiente: “Todo lo sujetaste bajo sus pies” (Heb 2:8). “Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre” (Mat 11:27; Luc 10:22). “Le has dado potestad sobre toda carne” (Juan 17:2). Este poder incluye el de juzgar. “El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo” (Juan 5:22). Cristo es “puesto por Juez de vivos y muertos” (Hechos 10:42). Dios “juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó” (Hechos 17:31). Esto incluye la ejecución del juicio, porque el Padre “le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (Juan 5:27). De hecho, la concesión de la autoridad al Hijo puede resumirse en la declaración abarcante de Cristo mismo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mat 28:18). Esto no deja duda alguna en cuanto al alcance del poder que se ha dado: consiste en toda potestad en el cielo y en la tierra.

Estas declaraciones resultan muy interesantes en vista de las palabras usadas. El Padre tenía todas estas potestades, pero por alguna razón las legó al Hijo. Notemos cómo Dios ha “dado”, “sujetado”, “entregado”, “puesto”, “designado”. En algún tiempo pasado, Dios puso todas las cosas bajo Cristo, le dijo que reinase, que ejecutase el juicio y le dio toda potestad en el cielo y en la tierra.

Toda la controversia revela un rasgo muy consolador del carácter del Padre. Podría haber tratado a los rebeldes en forma diferente. No necesitaba haber escuchado las acusaciones hechas contra él por Satanás. Pero sometió su caso para que fuera decidido de acuerdo con las evidencias presentadas. Podía aguardar y dejar que los seres creados decidieran por su cuenta. Sabía que su caso era justo y que podía resistir la investigación. Fue estrictamente recto en todo.

Esto nos induce a creer que el juicio venidero se realizará de acuerdo con nuestros más altos conceptos de justicia y rectitud, por no mencionar la misericordia. Dios no es vengativo. No aguarda una oportunidad para darnos el ‘merecido’. Él quiere que todos los hombres se arrepientan y se salven. No se deleita en la muerte del impío.

Hay, sin embargo, algunas cosas que Dios no puede hacer. Se sentiría feliz de salvar a todos, pero no sería lo mejor hacerlo. Hay varias razones para ello. Muchos no desean ser salvos en las únicas condiciones que pueden asegurar la vida. Las reglas que Dios ha trazado para nuestra dirección son las reglas de la vida, y no decretos arbitrarios. La sociedad no puede existir ni aquí ni en el cielo, si los hombres no dejan de matarse unos a otros. Esto parece tan evidente que nadie intentaría discutirlo.

El homicidio tiene sus raíces en el odio. No sería seguro permitir a quién odia a su hermano u odia a cualquier otro, vivir en el cielo con otras personas. Sería una insensatez esperar paz y armonía en tales condiciones. Los hombres han demostrado abundantemente que el odio conduce al homicidio. Ello no necesita ya demostración. Si Dios espera tener un cielo pacífico, debe excluir a los homicidas. Eso significa que debe excluir a todos los que odian.

Pero significa más. El amor es el único antídoto eficaz contra el odio. Únicamente el que ama está seguro. La ausencia de amor significa odio tarde o temprano. De ahí que el amor venga a ser una de las leyes de la vida. Únicamente el que ama cumple la ley, y de ahí se desprende que sea el único que tiene derecho a vivir. Ese derecho no debe ser puesto en peligro permitiendo que florezca el odio. Los que lo acarician en su vida, violan la ley de la vida. No sería seguro salvar a los tales, aun cuando quisieran ser salvos. No debe haber homicidas en el cielo, ni violadores del mandamiento que dice: “No matarás”. El mismo argumento se aplica con respecto a todos los demás mandamientos.

Por lo tanto, cuando Dios admite a los hombres y a los ángeles a sentarse en el juicio, hace algo más que simplemente permitir que participen. Es necesaria la seguridad que dará una implicación personal en el juicio. Pero este asunto implica mucho más. Cuando Dios admite a los santos y a los ángeles a participar en él, en realidad están dictando sentencia acerca de la obra de Dios. Las reglas, los principios, las leyes que gobiernan a hombres y ángeles, caen bajo su escrutinio. En cierto sentido, están juzgando a Dios (Rom 3:4).

A la luz de estas declaraciones, el hecho de que los hombres y los ángeles expresan al fin de la controversia su creencia en la justicia y rectitud de Dios, cobra un significado adicional. La gran cuestión ha sido siempre: ¿es Dios justo, o son veraces las acusaciones de Satanás? Al fin del conflicto, el ángel dice: “Justo eres tú, oh Señor”. Otro ángel exclama: “Ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos”. La “gran multitud en el cielo” alaba con estas palabras:

¡Aleluya! Salvación y honra y gloria y poder son del Señor Dios nuestro; porque sus juicios son verdaderos y justos”.

Los que han vencido sobre la bestia y la imagen, declaran: “Justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos”. Y al reasumir Dios el gobierno en el trono, “una gran multitud”, “como la voz de grandes truenos” exclama: “¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina!” Pero Dios no quiere reinar solo. Cuando hayan “venido la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo” a “los reinos del mundo”; cuando el acusador quede finalmente derribado, entonces se establecerá el trono de Dios y del Cordero.

¡Gloriosa consumación de nuestra esperanza! (Apoc 16:5-6; 19:1-2; 15:3; 19:6; 11:15; 12:10; 22:5).