Redención II
E. White

Review & Herald, 3 marzo 1874


El hombre caído, debido a su culpabilidad, no podía continuar compareciendo directamente ante Dios con sus súplicas, puesto que su transgresión de la ley divina había erigido una barrera infranqueable entre el Dios santo y el transgresor. Pero se trazó un plan para que la sentencia de muerte recayese sobre un sustituto de valor superior al de la ley de Dios. En el plan de la redención ha de darse el derramamiento de sangre, ya que la muerte es la consecuencia ineludible del pecado del hombre. Los animales de las ofrendas sacrificiales habían de prefigurar a Cristo. En la víctima degollada, el hombre había de ver el futuro cumplimiento de las palabras de Dios, "morirás". Y el derramamiento de la sangre de la víctima representaba asimismo una expiación. No había virtud en la sangre de los animales, sino que el derramamiento de la sangre de estos tenía que señalar al Redentor que un día vendría al mundo y moriría por los pecados de los hombres. Cristo vindicaría así plenamente la ley de su Padre.

Satanás contemplaba con profundo interés todo acontecimiento relacionado con las ofrendas sacrificiales. La devoción y solemnidad que acompañaban el derramamiento de la sangre de la víctima le causaban gran inquietud. Para él, esa ceremonia estaba revestida de misterio. Pero Satanás no era un estudiante torpe, y aprendió pronto que las ofrendas sacrificiales tipificaban cierta expiación que en el futuro tendría lugar para el hombre. Comprendió que esas ofrendas representaban el arrepentimiento por el pecado. Tal cosa no armonizaba con sus propósitos, y comenzó rápidamente la obra en el corazón de Caín a fin de llevarle a rebelarse contra la ofrenda sacrificial que prefiguraba al Redentor que habría de venir.

El arrepentimiento de Adán, evidenciado en su pesar por la transgresión, y la esperanza de salvación mediante Cristo demostrada en sus obras al ofrecer los sacrificios, chasqueaban a Satanás. Él esperaba ganarse a Adán por siempre para que se uniese a él en murmurar contra Dios y rebelarse contra su autoridad. Aquí estaban los representantes de las dos grandes clases. Abel, como sacerdote, ofrecía con solemne fe su sacrificio. Caín decidió ofrecer el fruto de su tierra, pero rehusó incluir en su ofrenda la sangre de los animales. Su corazón se negaba a mostrar su arrepentimiento por el pecado y su fe en un Salvador mediante la ofrenda de la sangre de animales. Se resistió a reconocer la necesidad de un Redentor. Para su orgulloso corazón, tal cosa significaba algo humillante y servil.

Pero Abel, por fe en un Redentor futuro, ofreció a Dios un sacrificio más aceptable que el de Caín. Su ofrenda de la sangre de los animales significaba que él era un pecador, que tenía pecados que lavar, y que era penitente y creía en la eficacia de la futura gran ofrenda. Satanás es el padre de la incredulidad, de la murmuración y la rebelión. Llenó a Caín de duda y de inquina contra su hermano inocente y contra Dios, debido al rechazo de su sacrificio y la aceptación del de Abel. Y en su locura e insensatez, mató a su hermano.

La ofrendas sacrificiales fueron instituidas para que el hombre tuviera una prenda del perdón de Dios por medio de la gran ofrenda que tendría lugar, tipificada por la sangre de los animales. Mediante esa ceremonia el hombre manifestaba arrepentimiento, obediencia y fe en el Redentor que vendría. Lo que hizo de la ofrenda de Caín algo ofensivo ante Dios fue su falta de sumisión y obediencia a la ordenanza que él había señalado. Pensó que su propio plan de ofrecer a Dios simplemente el fruto de la tierra era más noble, y no tan humillante como la ofrenda de la sangre de animales, que implicaba el depender de otro, expresando así la debilidad y pecaminosidad propias. Caín tomó a la ligera la sangre de la expiación.

Adán, al transgredir la ley de Jehová, había abierto la puerta a Satanás, quien plantó su bandera en medio de la propia familia de Adán. Debió realmente sentir que la paga del pecado es la muerte. Satanás planeó ganar el Edén engañando a nuestros primeros padres; pero resultó chasqueado en eso. En lugar de asegurarse el Edén, temió ahora perder todo lo que había pretendido fuera del Edén. Su sagacidad le permitía intuir el significado de esas ofrendas que dirigían la atención del hombre hacia un Redentor, y que tipificaban la futura expiación por el pecado del hombre caído, abriendo una puerta de esperanza para la raza.

La rebelión de Satanás contra Dios tuvo la mayor determinación. Hizo la guerra contra el reino de Dios con perseverancia y firmeza dignas de mejor causa.

En los días de Noé el mundo se había corrompido de tal manera mediante la indulgencia en el apetito y las bajas pasiones, que Dios se vio obligado a destruir a sus habitantes mediante las aguas del diluvio. Cuando los hombres se multiplicaron de nuevo sobre la tierra, la indulgencia en el vino intoxicante pervirtió los sentidos y preparó el camino a la alimentación excesiva con carne y al fortalecimiento de las pasiones animales. Los hombres se alzaron contra el Dios del Cielo, y dedicaron sus facultades y oportunidades a glorificarse a sí mismos más bien que a honrar a su Creador. Satanás encontró fácil acceso a los corazones de los hombres. Él es un diligente estudioso de la Biblia, y está mucho más familiarizado con las profecías que muchos instructores religiosos. Sabe que le interesa estar bien informado sobre los propósitos revelados de Dios, a fin de poder frustrar los planes del Infinito. Así también sucede frecuentemente que los infieles estudian las Escrituras más diligentemente que algunos que profesan ser guiados por ellas. Algunos de los impíos investigan las Escrituras a fin de familiarizarse con la verdad bíblica, y pertrecharse con argumentos para dar la impresión de que la Biblia se contradice. Y muchos profesos cristianos son tan ignorantes de la palabra de Dios, por haber descuidado su estudio, que resultan cegados por el engañoso razonamiento de aquellos que pervierten la verdad sagrada a fin de desviar a las almas del consejo de Dios en su palabra.

Satanás vio en las ofrendas típicas a un Redentor esperado que rescataría al hombre de su control. Trazó cuidadosamente sus planes a fin de gobernar los corazones de los hombres de generación en generación, y de cegar su comprensión de las profecías con el objeto de que al venir Jesús, la gente rehusara aceptarlo como su Salvador.

Dios señaló a Moisés para sacar a su pueblo de la servidumbre en la tierra de Egipto, a fin de que pudiesen consagrarse a servirle a él con corazones perfectos, y serle un tesoro peculiar. Moisés era su dirigente visible, mientras que Cristo se tenía a la cabeza del ejército de Israel como dirigente invisible. Si siempre se hubiesen dado cuenta de ello, no se habrían rebelado ni provocado a Dios en el desierto con sus injustificadas murmuraciones. Dios dijo a Moisés: "He aquí yo envío el ángel delante de ti para que te guarde en el camino, y te introduzca en el lugar que yo he preparado. Guárdate delante de él, y oye su voz; no le seas rebelde; porque él no perdonará vuestra rebelión: porque mi nombre está en él" (Éx. 23:20 y 21). Cuando Cristo, como ángel guía y guardián, condescendió en dirigir el ejército de Israel a través del desierto hasta Canaán, Satanás se encolerizó, pues vio que su poder no los podría controlar tan fácilmente. Pero al comprobar la facilidad con que los ejércitos de Israel eran influenciados e incitados a la rebelión mediante sus sugestiones, abrigó la esperanza de llevarlos a la murmuración y el pecado que traerían la ira de Dios sobre ellos. Y al ver que los hombres se sometían a su poder, redobló sus tentaciones incitando al crimen y la violencia. Mediante las maquinaciones satánicas cada generación fue haciéndose más débil en poder físico, mental y moral. Eso lo animó a creer que podría prevalecer en su lucha contra Cristo en persona, cuando este apareciese. Él tiene el dominio de la muerte.

Unos pocos en cada generación, desde Adán, resistieron todos sus artificios y se tuvieron en pie como nobles representantes de aquello que estaba al alcance del hombre hacer y ser: Cristo obrando con los esfuerzos humanos, ayudando al hombre a vencer el poder de Satanás. Enoc y Elías son dignos representantes de lo que puede ser la raza mediante la fe en Jesucristo, si tal es su decisión. Satanás estaba grandemente perturbado debido a que esos hombres nobles y santos se mantuvieron inmaculados en medio de la polución moral que los rodeaba, perfeccionaron caracteres justos y fueron tenidos por dignos de ser trasladados al Cielo. Puesto que se mantuvieron en poder moral y noble justicia venciendo las tentaciones de Satanás, éste no pudo ponerlos bajo el dominio de la muerte. Tuvo éxito en vencer a Moisés con sus tentaciones y en manchar su insigne carácter, induciéndole al pecado de atribuirse ante el pueblo la gloria que pertenecía a Dios.

Cristo resucitó a Moisés y lo llevó al cielo. Eso encolerizó a Satanás, quien acusó al Hijo de Dios de invadir su dominio al robar de la tumba a su presa legítima. Judas declara a propósito de la resurrección de Moisés: "Pero cuando el arcángel Miguel contendía con el diablo, disputando sobre el cuerpo de Moisés, no se atrevió a usar de juicio de maldición contra él, sino que dijo: 'El Señor te reprenda'" (Judas 9).

Cuando Satanás tiene éxito en tentar a los hombres que Dios ha honrado especialmente a que cometan grandes pecados, triunfa, ya que ha ganado para sí una gran victoria y ha hecho un daño al reino de Cristo.

En el nacimiento de Cristo Satanás vio las llanuras de Belén iluminadas con la brillante gloria de una multitud de ángeles celestiales. Oyó su cántico: "Gloria a Dios en lo alto, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres". El príncipe de las tinieblas vio a los sorprendidos pastores llenos de temor al contemplar las llanuras iluminadas. Temblaban ante el despliegue de la gloria inmarcesible que parecía sobrecoger sus sentidos. El jefe mismo de los rebeldes tembló cuando el ángel proclamó a los pastores: "No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo, el Señor". Tanto éxito había obtenido al diseñar un plan para arruinar al hombre, que Satanás se había envalentonado y fortalecido. Había controlado las mentes y cuerpos de los hombres, desde Adán hasta la primera venida de Cristo. Pero ahora estaba perturbado y alarmado por su reino y por su vida.

Satanás se daba cuenta de que el cántico de los mensajeros celestiales proclamando la venida del Salvador a un mundo caído, y el gozo expresado en ese gran acontecimiento no presagiaban nada bueno para él. En su mente surgieron tenebrosas premoniciones relativas a la influencia que esa venida al mundo tendría para su reino. Se preguntó si no se trataría de la venida de Aquel que le disputaría el poder y vencería su reino. Vio a Cristo, desde su nacimiento, como a su rival. Suscitó la envidia y los celos de Herodes para que destruyese a Cristo mediante la insinuación de que su poder y su reinado serían entregados a ese nuevo rey. Satanás inspiró a Herodes con los mismos sentimientos y temores que perturbaban su propia mente. Instigó a la mente corrupta de Herodes para que ingeniara un plan dirigido a limpiar la tierra del niño-rey, mediante el asesinato de todos los niños menores de dos años en Belén.

Pero Satanás ve que hay un poder superior obrando en contra de sus planes. Ángeles de Dios protegían la vida del niño-Redentor. José fue advertido en sueños a que huyera a Egipto a fin de poder hallar refugio para el Redentor del mundo en tierra pagana. Satanás lo siguió desde la infancia a la adolescencia, y desde esta a la edad varonil, ingeniando formas y maneras de seducirlo a que se apartara de su compromiso con Dios, y de vencerlo con sus sutiles tentaciones. La inmaculada pureza de la infancia, juventud y virilidad de Cristo que Satanás no lograba manchar, le inquietaban extraordinariamente. Todas las flechas y dardos de sus tentaciones resultaban impotentes ante el Hijo de Dios. Y al ver que todas sus tentaciones no lograban apartar un ápice a Cristo de su integridad intachable, ni manchar la pureza inmaculada del joven Galileo, quedó perplejo y airado. Vio en ese joven a un enemigo que le hacía temer y temblar.

Que hubiese uno transitando la tierra con poder moral para resistir todas sus tentaciones, que resistiese a todas sus atractivas seducciones al pecado, no pudiendo obtener ventaja alguna en cuanto a separarlo de Dios, irritaba y encolerizaba a su majestad satánica.

La niñez, juventud y virilidad de Juan, que vino en el espíritu y poder de Elías para hacer una obra especial de preparar el camino para el Redentor del mundo, estuvieron caracterizadas por la firmeza y el poder moral. Satanás no logró moverlo de su integridad. Cuando la voz de ese profeta se oyó en el desierto, "Preparad el camino al Señor, allanad sus veredas", Satanás temió por su reino. Sintió que la voz que sonaba en tonos de trompeta en el desierto hacía temblar a los pecadores que tenía bajo su control. Vio que se quebraba su poder sobre muchos. Se reveló de tal manera la pecaminosidad del pecado que los hombres se alarmaron, y algunos, mediante el arrepentimiento de sus pecados, encontraron el favor de Dios y obtuvieron poder moral para resistir sus tentaciones.

Estuvo allí, sobre el terreno, cuando Cristo se presentó a Juan para ser bautizado. Oyó la voz majestuosa resonando desde el cielo y haciendo eco en la tierra como truenos en sucesión. Vio el fulgor de los relámpagos en el cielo abierto y oyó las sobrecogedoras palabras de Jehová: "Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento". Vio el fulgor de la gloria del Padre rodeando la silueta de Jesús, señalando así de forma inconfundible a Aquel que, de entre la multitud, reconocía como a su Hijo. Las circunstancias relacionadas con esa escena bautismal habían despertado en Satanás el odio más intenso. Supo entonces con certeza que, a menos que lograse vencer a Cristo, su poder resultaría limitado a partir de entonces. Comprendió que la comunicación desde el trono de Dios significaba que el cielo sería más directamente accesible al hombre.

Satanás, tras haber inducido a pecar al hombre, esperaba que el aborrecimiento de Dios hacia el pecado lo separaría para siempre del hombre e interrumpiría la comunicación entre el Cielo y la tierra. Pero el cielo abierto junto a la voz de Dios dirigida a su Hijo, eran como una sentencia de muerte para Satanás. Temió que Dios fuese a unir ahora aún más plenamente al hombre consigo mismo, dándole poder para vencer sus maquinaciones. Y con ese propósito había venido Cristo desde las cortes reales hasta la tierra. Satanás conocía bien la posición de honor que Cristo había ostentado en el cielo, como Hijo de Dios, amado del Padre. Y que dejase el cielo y viniese al mundo como un hombre, le llenaba de aprensión en relación con su propia seguridad. No podía comprender el misterio de ese gran sacrificio en beneficio del hombre caído. Sabía bien que el valor del Cielo excedía en mucho la expectativa y valor del hombre caído. Sabía que los más preciosos tesoros del mundo no podían compararse con su valor. Puesto que había perdido, mediante su rebelión, todas las riquezas y las glorias puras del Cielo, decidió vengarse haciendo que tantos como pudiesen dejaran de valorar el Cielo y pusiesen sus afectos en los tesoros terrenales.

Para el alma egoísta de Satanás resultaba incomprensible que pudiera existir hacia la raza engañada una benevolencia y amor tan grandes como para hacer que el Príncipe del Cielo dejara su hogar y viniera a un mundo arruinado por el pecado y agostado por la maldición. A diferencia del hombre, Satanás tenía conocimiento del inestimable valor de las riquezas eternas. Había experimentado el gozo puro, la paz y la exaltada santidad de la felicidad inmaculada de las moradas celestiales. Antes de su rebelión había conocido la felicidad de saberse plenamente aprobado por Dios. Había apreciado plenamente la gloria que rodeaba al Padre, y sabía que su poder no conocía límites.

Satanás sabía lo que había perdido. Temió ahora que su imperio en el mundo resultase desafiado, su derecho disputado, y quebrantado su poder. Mediante la profecía supo que se había anunciado un Salvador, y que su reino no se establecería basado en el triunfo terrenal y en el honor y pompa mundanos. Sabía que las profecías en lo antiguo predecían que el Príncipe del Cielo establecería un reino en la tierra que él reclamaba como su dominio. Su reino abarcaría a todos los reinos del mundo, y entonces llegarían a su fin su poder y su gloria, y recibiría la retribución por los pecados que había introducido en el mundo y por la miseria que había traído al hombre. Sabía que todo lo relacionado con su prosperidad dependía de su éxito o fracaso en vencer a Cristo con sus tentaciones en el desierto. Empleó contra Cristo todo artificio y poder de sus poderosas tentaciones para seducirlo a apartarse de su fidelidad.

 

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