Salvador
perfecto: restauración perfecta
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LB, 17 julio 2017
El adventismo tiene algo especial que lo diferencia de cualquier
otra denominación, y es su comprensión del conflicto de los siglos, tal como
ilustra la lección del santuario.
El plan de la redención es mucho más que el intento de Dios por
salvar al ser humano: es su plan para erradicar el pecado —la rebelión—, no
sólo del corazón del pecador, sino del universo.
El pecado no es un problema exclusivo de esta tierra. Es un
problema del universo. Empezó en el cielo y afecta a toda la creación de Dios.
No sólo afecta a nuestro mundo, y aun menos sólo a nuestra alma.
El universo está esperando que se resuelva el conflicto de
los siglos, y esa resolución no depende de que se conviertan más almas, de que
crezca la iglesia numéricamente; tampoco depende primariamente de nuestra
salvación (aunque está relacionada con ella), sino que depende de la
demostración de la justicia, misericordia y poder de Dios para restaurar su
imagen en sus seguidores, recuperando así un universo que responda a su ideal
de perfección y armonía al crearlo.
El conflicto de los siglos es la cosmovisión bajo la cual
comprendemos todo lo que Dios nos ha revelado en su libro sagrado y en la
naturaleza. Es la gran marca distintiva del adventismo. Es la filosofía básica,
fundamental, que recorre toda la Biblia, y que deriva de la correcta
comprensión del carácter de Dios. Es la gran lección del santuario: el poder de
Dios para la creación, que al ser puesto en acción para la restauración,
demuestra ante todo el universo la verdad del amor de Dios y la mentira de las
acusaciones de Lucifer convertido en Satanás.
El mundo protestante nunca ha captado esa cosmovisión. La
rechazó alrededor de 1844, lo que ocasionó que cayera en las tinieblas, y en
consecuencia hay muchos conceptos bíblicos que le resulta imposible comprender,
junto a otros que ve de forma distorsionada o empequeñecida. Entre los últimos
está su concepto de la justificación por la fe, que lógicamente es incapaz de
relacionar con la obra de Cristo en el lugar santísimo, con la vindicación de
su carácter (su ley), ya que la ideología post-protestante (lo que llaman “el
pacto”) contiene un elemento de desprecio hacia la ley de Dios. Esa ley de Dios
fue precisamente el centro de la acusación de Lucifer hacia Dios ante el
universo expectante, y estará en el centro de la resolución del conflicto. De
hecho, en cierto momento, el cielo, el universo, se dividió en dos grupos: uno
creía que la ley de Dios no se puede obedecer, y el otro se mantuvo fiel a Dios
y a su ley. Idéntica división existe hoy en el mundo y en la iglesia, y la
resolución del conflicto de los siglos tendrá que ver con esa misma cuestión.
Entre los conceptos que el evangelicalismo no puede entender
está la demora en la segunda venida de Cristo, la perfección de la iglesia de
Cristo y el juicio. Tiene una visión restringida de los grandes problemas
causados por el pecado en el universo, y de las grandes soluciones aportadas
por Dios. Todo lo ve exclusivamente a través del túnel de la salvación de mi pobre alma, y no ve más allá. Si la
única condición para mi salvación es la entrega —como demuestra el caso del
ladrón arrepentido— ¿para qué preocuparse de más? En la gran ilustración del
plan de la salvación en su plenitud abarcante tal como provee el santuario
terrenal, el protestantismo sólo es capaz de ver lo relativo al sacrificio del
Cordero y la fe del pecador en ese sacrificio. Este es un ejemplo de lo dicho:
en el segundo macho cabrío de Levítico 16:21-22, el macho cabrío por
Azazel (un nombre de Satanás según la tradición rabínica), que sabemos que
representa a Satanás llevando finalmente la responsabilidad de los pecados que
ha hecho cometer a otros, el mundo protestante ve… nuevamente una representación de Cristo. Tomar como un símbolo de
Cristo lo que es un símbolo de Satanás, es el resultado de esa visión de túnel
centrada en el yo y no en Dios.
¿Por qué esa gran limitación? Por su defecto en comprender el
contexto amplio del conflicto de los siglos.
¿Por qué el cristianismo popular no puede comprender
adecuadamente el conflicto de los siglos? En gran parte, porque el conflicto de
los siglos sólo se puede entender al comprender el carácter de Dios, pero el cristianismo
popular está mayoritariamente afectado por una comprensión defectuosa del carácter
de Dios, y eso no sólo es cierto ahora, sino al menos desde los tiempos de
Lutero y Calvino.
Lo anterior no equivale a impugnar la obra de los
reformadores. Lo que Dios les dio fue auténtica verdad, y la aceptaron y
defendieron de forma encomiable, pero sólo pudieron ver una parte de la verdad: la que brilló en su tiempo. No sólo eso: en
una sola generación se produjo una rápida degradación de la verdad que habían comprendido.
Una parte sustancial de lo que se suele considerar “teología de la Reforma” no
corresponde a enseñanzas de Lutero y los primeros reformadores, sino a la
perversión de las enseñanzas de ellos que hicieron sus seguidores. Por ejemplo,
Lutero no presentó la justificación como un intercambio puramente forense, sin
relación con el nuevo nacimiento ni la regeneración, tal como es actualmente el
“dogma” protestante. Esa visión parcial, restringida, junto a esa degradación
(véase el agudo reproche dirigido a la iglesia de Sardis, que representa la
iglesia de la Reforma), es la razón por la que Dios suscitó la Iglesia adventista
del séptimo día, a quien encomendó avanzar hasta la comprensión plena de la
verdad, de forma que pudiera predicar un mensaje de traslación, de resolución
del conflicto de los siglos; no sólo de salvación del pecador.
Debemos en gran parte al don profético manifestado en Ellen
White nuestra comprensión bíblica del conflicto de los siglos. En la
serie de ese mismo nombre que ella escribió, en la primera página del primer
libro —Patriarcas y profetas—, se destaca la frase escrita en referencia a la
perfección de la tierra recién creada: “Dios es amor”. Pero el pecado malogra la
creación. En la resolución del conflicto de los siglos debe quedar demostrado
que Dios es amor a pesar de todo, y efectivamente, va a quedar demostrado con
mayor claridad que si nunca hubiera existido el pecado. En la última página del
último libro de la serie El conflicto de
los siglos, resuelto ya el problema, destruido el pecado y los pecadores, se
vuelve a destacar la frase: “Dios es amor”, pronunciada por todo ser creado en
la nueva y perfecta armonía del universo no caído junto con el redimido. El carácter de amor de Dios es lo que había
quedado en entredicho por la rebelión y acusación de Satanás. Es lo que ha de
quedar vindicado en la resolución del conflicto de los siglos.
Para la mayor parte del mundo protestante (exprotestante en
propia confesión de ellos), el amor no es
la principal característica de Dios, sino su soberanía, su voluntad irresistible. Es la visión calvinista que preside la
corriente mayoritaria del pensar protestante.
Lo anterior origina un problema de dimensiones colosales, ya
que el conflicto de los siglos sólo
se puede comprender en el contexto de un Dios que es amor; no en el contexto de
un Dios cuya característica principal es su voluntad soberana e irresistible.
¿Por qué esa imposibilidad?
Pensemos en el amor. ¿Puede existir amor sin libertad? ¿Puede
amar una máquina? ¿Lograrás que te amen a base de imposiciones, de coerciones,
de órdenes o de amenazas? ¿Se puede conseguir a base de una voluntad
irresistible, a base de actuar como un soberano militar cuyos dictados no hay
más remedio que obedecer? Imposible. Por eso, en un universo creado por el Dios
que es amor, él concedió libre
albedrío a todos los seres inteligentes sujetos a responsabilidad moral.
Significativamente, en el plan de redención, una de las cosas que Cristo
restaura en cada ser humano es la
capacidad de elegir: esa facultad que el pecado amenazó y que sólo por la
gracia podemos volver a disfrutar. Dios la da incondicionalmente a todo ser
humano en virtud del plan de salvación —junto con la vida y la capacidad de
creer— en el don de su Hijo al mundo, a todo ser humano. Eso forma parte de la
“atmósfera de gracia” con la que Dios ha rodeado nuestro planeta.
El amor sólo puede
existir en el contexto de la libertad de elección. No puede existir amor si no hay libertad o libre
albedrío. Pero el predeterminismo calvinista, el concepto de un Dios cuyo rasgo
principal es su soberanía, su voluntad irresistible, es lo opuesto a la
libertad. En un universo en el que lo único que pueden hacer los seres creados
es cumplir inexorablemente el destino que Dios les ha marcado, es mejor no
pensar demasiado en los grandes temas de la Biblia, particularmente en el
origen del pecado, porque según esa “luz”, la rebelión de Lucifer es
inevitablemente culpa de Dios; lo es también que lo hayan seguido la tercera
parte de los ángeles; que se rebelaran Adán y Eva, etc. Así pues, es hasta
cierto punto lógico que el mundo protestante en general no sepa nada y no quiera saber nada o muy poco del
conflicto de los siglos.
Esa visión restringida no implica necesariamente que la
salvación haya quedado impedida. Esperamos ver a Lutero en el cielo, y a miles
de otros creyentes que tuvieron un conocimiento imperfecto de la verdad. Se
entregaron a Cristo de todo corazón según la luz que brilló en su día o la que
fueron capaces de comprender y asimilar. Fueron perfectos en su entrega a
Cristo hasta donde conocieron. No hay un problema con la salvación. El problema es otro, y tiene que ver con la vindicación de Dios.
El conflicto de los siglos sólo se puede resolver cuando el
carácter de Dios (de amor, 1 Juan 4:8) queda vindicado.
¿Puede vindicar su carácter una comprensión defectuosa de
Dios y del evangelio? Veamos la respuesta en un ejemplo: en los días de Lutero
y Calvino, la comprensión habitual consistía en que Dios predestina a algunos
para la perdición y a otros para la salvación (a estos últimos les daría fe,
según la idea predominante). No sólo eso: a los que Dios predestina para la
perdición, los atormenta quemándolos durante toda la eternidad; por siempre,
según la enseñanza anti-bíblica de la inmortalidad natural del alma.
A pesar de esa comprensión aberrante, Dios pudo salvar a
muchos, pero salvar a muchos no es lo mismo que resolver el conflicto de los
siglos. ¿Podía esa comprensión sostenida por los primeros reformadores vindicar
el carácter de amor de Dios ante el mundo o el universo? Es evidente que no
podía: la idea de un Dios que decreta irrenunciablemente la perdición y el
tormento eterno de parte de sus criaturas, ¿acaso no vindica a Satanás?
“La verdad y la gloria de Dios
son inseparables, y nos es imposible honrar a Dios con opiniones erróneas
cuando tenemos la Biblia a nuestro alcance” (CS 655).
Veamos cómo afecta a la doctrina bíblica del juicio esa
comprensión limitada, empequeñecida, propia del mundo evangélico que se mueve
en el entorno predeterminista. Habiéndose alejado del concepto de amor / libertad de elección en favor de la soberanía de Dios, para ellos
el pecado no se puede definir como una elección,
como apartamiento de la voluntad de Dios, como transgresión de la ley. En su
esquema no puede encajar: ¿cómo se podría definir el pecado en términos de una
ley que creen abolida? Para ellos, el pecado es una fatalidad: una naturaleza “depravada” recibida desde el nacimiento.
Así, lo determinante no es la elección
moral de la persona; lo determinante —predeterminante— es cómo nace. ‘Si nació con naturaleza depravada, será pecador y
estará pecando continuamente. Si nació con naturaleza impecable, no pecará’.
Evidentemente, en ese esquema Jesús no pudo nacer tomando una naturaleza como
la nuestra, pero ese no es ahora el punto que quiero destacar. Lo importante es
comprender que en el esquema verdadero del conflicto de los siglos, según el
cual un Dios de amor concede libertad para hacer elecciones a todas sus
criaturas con inteligencia moral, necesariamente aparece otro concepto, que es
el de la responsabilidad.
El amor requiere libertad, y la libertad conlleva
responsabilidad. No sólo es bíblico, sino también lógico que dicha
responsabilidad se dilucide en un examen o juicio.
Así, el amor requiere libertad, la libertad implica
responsabilidad, y la responsabilidad se evalúa en un proceso de juicio.
Lógicamente, lo que se juzga son las elecciones libres. Cámbiese la libertad
humana por la soberanía absoluta de Dios, e inevitablemente desaparece la
responsabilidad (humana) y carece de sentido el juicio. Pecar es entonces todo
cuanto el ser humano puede hacer, y no hay vindicación posible por parte del
creyente, ni consideración alguna hacia el conflicto de los siglos. En ese
paradigma, el ser humano se salvaría en el pecado, y eso es todo cuanto
importa a esa teología que contradice llanamente la enseñanza bíblica (ver, por
ejemplo, Mat 1:21).
Vayamos al esquema predeterminista: ahí no es la elección
humana el factor determinante, pues la voluntad de Dios se considera soberana e
irresistible. Lo que el hombre haga no dependerá de su elección, sino que
vendrá predeterminado por el tipo de naturaleza que recibió al nacer: si es
depravada, pecará continuamente, y en caso contrario no lo hará. El problema es
que todos hemos nacido con esa naturaleza “depravada”. Está claro que ahí no
cabe la responsabilidad humana y menos aún el juicio. ¿Cómo se puede juzgar a
alguien por llevar una vida de pecado, cuando pecar es lo único que puede hacer
por predestinación divina o por la fatalidad de haber nacido en este mundo tras
la caída? En esa mentalidad, el texto: “como el
pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la
muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rom 5:12)
se reinterpreta así: “así la muerte pasó a todos
los hombres, por cuanto todos NACIERON”.
Es evidente que ese esquema colisiona frontalmente con la
enseñanza bíblica. Ya hemos visto que no encaja en la ilustración del
santuario. Citaré sólo un texto, y serán palabras del propio Jesús: “Vendrá hora, cuando todos los que están en los sepulcros
oirán su voz; Y los que hicieron bien,
saldrán a resurrección de vida; mas los
que hicieron mal, a resurrección de condenación” (Juan 5:28-29;
Ver también Ecl 12:13-14; Rom 2:5-6 y 16, y un larguísimo
etc). El juicio, una clara enseñanza bíblica, es un elemento extraño e
incompatible con esa teología. ¿Cómo pueden comprender Apoc 14:7:“Temed a Dios, y dadle
honra; porque la hora de su juicio es
venida”? No pueden asimilar la idea de honrar a Dios en la hora de
su juicio, y en consecuencia la ignoran junto a todo el resto de escrituras que
se refieren al juicio, ¡y son muchas! Esa gran pieza tampoco encaja en su
puzzle. Por esa razón Desmond Ford abandonó la comprensión del santuario y del
juicio investigador, una vez que hubo aceptado las falsas premisas en las que
se basa ese falso evangelio.
De forma evidente, en su versión de la justificación por la
fe que no salva del pecado sino en el pecado, no cabe la victoria sobre
el mismo: pecar hasta que venga Cristo es todo lo que uno puede esperar. Es
preciso comprender esto claramente: para quien piensa que estaremos pecando
hasta que regrese Cristo, no cabe el sellamiento —que fija el carácter
por la eternidad—, pues sellarnos mientras seguimos pecando nos convertiría en
eternamente pecadores, y eso vindicaría a Satanás y no a Dios. Tampoco cabe en
esa teología que Jesús deje de interceder en el santuario para vestirse
de Rey y volver a esta tierra en su segunda venida; eso significa también que no
cabe el fin del tiempo de prueba. Y no cabe la purificación del
santuario: no cabe el borramiento de los pecados en el juicio
investigador.
Es decir: el tipo de evangelio que ignora el conflicto de los
siglos y el verdadero carácter de Dios —el tipo de “evangelio” que se basa en
premisas calvinistas— es incompatible con el corazón y la razón de ser del
adventismo, que es la justificación por la fe según la luz abarcante del
santuario en el contexto de la hora de su juicio, para restauración de la
imagen de Dios en el hombre y resolución del conflicto de los siglos. La
perfección del creyente, que es el objetivo del verdadero evangelio, es una abominación para el falso evangelio. No
sólo eso: es percibida por quienes creen de otra forma como una agresión.
Se suscitan dos cuestiones aquí: (a) ¿Cuál es la
comprensión mayoritaria del evangelio en el seno del adventismo del séptimo día
actualmente? Esa no es fácil de responder, puesto que el significado de
“mayoritario” puede ser muy distinto de un lugar a otro. Tampoco es la pregunta
más importante, puesto que la comprensión mayoritaria, suponiendo que exista,
NO es la medida de la verdad NI será la norma del juicio. Esta es la pregunta
importante: (b) ¿Cuál es TU comprensión del evangelio? Leemos en la
Biblia: “Examinaos a vosotros mismos” (2 Cor 13:5).
1.
¿Sigues
el esquema: libertad -> amor -> responsabilidad -> juicio, que tiene
por objeto la restauración del hombre junto con la vindicación del carácter de
Dios?
2.
¿Sigues
el evangelio de ser salvo mientras sigues pecando, que es incompatible con el
juicio investigador, borramiento del pecado, ministerio de Cristo en el lugar
santísimo, sellamiento y fin del tiempo de prueba, y que ignora o abomina la
vindicación de Dios en sus redimidos?
El primer evangelio (1) es el que el Señor, en su
misericordia, nos envió en 1888 “por medio de los
pastores Waggoner y Jones”. Está en la Biblia y en el Espíritu de
profecía, si bien los mensajeros de 1888 lo aclararon de una forma especial y
lo articularon en su belleza y poder. A diferencia del evangelio popular, ese
verdadero evangelio “se manifiesta en la obediencia
a todos los mandamientos de Dios”, “es el
mensaje que Dios ordenó que fuera dado al mundo. Es el mensaje del tercer
ángel, que ha de ser proclamado en alta voz y acompañado por el abundante
derramamiento de su Espíritu”. Es un evangelio centrado en “el sublime Salvador” (TM 91-92), y es un evangelio paralelo y consistente con la obra
actual del Salvador en el santuario en la preparación de su pueblo para dar el
fuerte pregón y para el momento en el que hayamos de prevalecer sin intercesor.
El segundo (2) es la versión del evangelio popular propio de las
iglesias caídas. Está centrado en mi
salvación, no en mi salvación del pecado, sino en mi salvación del
“infierno”, y en él no hay mayor preocupación por la vindicación del carácter
de Dios ni por la resolución del conflicto de los siglos. No es Cristocéntrico
sino antropocéntrico, y tiene en la autoestima su auténtico dios (ajeno).
Quizá esta pregunta ayude a responder cuál es el tipo de
adventismo “mayoritario” en tu ámbito:
En los últimos años, ¿cuántas predicaciones has oído a
propósito de la lluvia tardía, de la obra de Cristo en el lugar santísimo del
santuario celestial para borramiento del pecado, del sellamiento y fin del
tiempo de prueba en preparación para que el Señor regrese, teniendo una
“esposa” que por fin esté preparada para las bodas del Cordero? ¿Cuántas
predicaciones has oído acerca del mensaje del segundo ángel, que se repite y
amplía en el cuarto: “Salid de Babilonia”? (incluyendo una definición clara y
concreta de en qué consiste “Babilonia” en la Biblia y en la actualidad).
Esta otra pregunta podría ayudar también a analizar cuál es
tu fe: ¿Dónde está tu mente? ¿Está en el santuario? ¿Estás siguiendo por la fe
a tu Sumo Sacerdote en el lugar santísimo
en el que ahora ministra?, ¿o estás regresando al lugar santo en el que están
instaladas las iglesias caídas, donde no hay purificación del pecado ni
victoria sobre él, sino sólo un tipo de perdón que te permite acomodar el
pecado?
Permíteme aun una tercera y última pregunta respecto a cuál
es el tipo de evangelio en el que estás militando. En Judas 1:24 leemos
acerca de
“Aquel que es poderoso para guardaros sin
caída y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría”.
“Con gran alegría” es ahora el objeto de mi consideración. La
idea de que haya Uno capaz de guardarnos de pecar, de presentarnos perfectos —sin
mancha— no ya delante de la visión imperfecta de los demás, sino delante de su
gloria, ¿te produce gran alegría?,
¿o, por el contrario, es un elemento perturbador,
ante el cual te sientes inmediatamente atraído hacia la explicación de
algún teólogo cuyo fin es acomodar la “caída” y la “mancha”, anulando así el
mensaje inspirado?
El mundo protestante en general nunca ha atravesado esa capa
de tinieblas, por haber rechazado la luz del mensaje de los tres ángeles cuando
esta comenzó a brillar alrededor de 1844. Eso se manifiesta en una incapacidad permanente para comprender los grandes
conceptos bíblicos. En lo relativo al conflicto de los siglos, según el cristianismo
genérico popular, nosotros no podemos hacer nada —ni se espera o necesita que
lo hagamos— respecto a vindicar el carácter de Dios. De hecho, no se presta
atención a ese tema. Según los pocos que tienen alguna comprensión al respecto,
Cristo —Dios hecho hombre— hizo la demostración perfecta y última de la bondad
y justicia de Dios.
Pero entonces no tienen ninguna explicación para la
inevitable cuestión: si la demostración culminante y final la hizo Cristo, y posteriormente
ascendió al cielo, ¿por qué no se ha solucionado todavía el problema del pecado
y los pecadores?, ¿por qué sigue habiendo dolor, muerte, miseria, opresión,
guerras, hambre, etc? En vocabulario adventista, ¿por qué no ha regresado ya
Jesús y se ha resuelto el conflicto? No teniendo ninguna explicación plausible
para esa GRAN pregunta, aplican su “gran” remedio, el único que conocen: el
predeterminismo calvinista: ‘Dios es soberano, tiene una fecha para su regreso,
y cuando llegue esa hora, vendrá’. Por cierto, todos los intentos por averiguar o determinar la fecha de su venida
no son más que un simple paso más de esa teología aberrante, un tributo
(involuntario) a ella.
En el contexto de la cosmovisión bíblica hay una respuesta a
la pregunta de por qué no ha regresado Cristo todavía ni se ha resuelto aún el
conflicto de los siglos. Tanto la pregunta como la respuesta están
magistralmente planteadas en el libro de Hebreos. Es significativo que uno de
los temas principales y recurrentes en ese libro sea la perfección. Aparece en once versículos (en la RV 1909). Hebreos es
el libro del Nuevo Testamento en el que más veces aparece “perfección” o alguno
de sus derivados. En toda la Biblia sólo está superado por el libro de Job (doce
versículos), lo que no es sorprendente, pues Job es uno de los libros que más luz
arroja sobre el conflicto de los siglos. Reuniendo las veces que se ha
traducido “perfección”, “perfecto” o alguna de sus variaciones en la RV 1960,
supera las 75 ocurrencias, lo que hace inevitable preguntarse por qué a tantos
cristianos que se llenan la boca de sola
scriptura les choca que un cristiano hable de perfección. Menos aun debiera
chocar a un adventista del séptimo
día:
“Cuando el carácter de Cristo sea
perfectamente reproducido en su
pueblo, entonces vendrá él para
reclamarlos como suyos” (PVGM
47).
¿Qué es lo que falta para que se resuelva el conflicto de los
siglos y regrese Cristo? ¿Tiene la Biblia una respuesta a esa pregunta?
“Este [Cristo], habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio
para siempre, está sentado a la diestra de Dios, esperando lo que resta” (Heb 10:12-13).
Ahí está planteado el problema: “Esperando
lo que resta”. ¿Qué es lo que resta?
En el propio enunciado de la cuestión encontramos una clave:
está sentado a la diestra de Dios. Los adventistas sabemos (al menos, sabíamos)
lo que significa la intercesión de Cristo en el santuario celestial,
primeramente en el lugar santo, y desde 1844 en el santísimo para borramiento
—no sólo perdón— de los pecados, en su obra de purificar el registro del pecado
en los libros del cielo, que no puede avanzar más deprisa que la obra de
purificación del pecado en los corazones de sus seguidores en esta tierra. Pero
dejemos ahí el asunto: es sólo una clave. Volvamos a la pregunta planteada:
¿qué es “lo que resta”, lo que falta para
que se resuelva el gran conflicto?
“Esperando lo que resta, hasta que sus enemigos sean puestos por
estrado de sus pies” (Heb 10:13).
¿Cuáles son sus enemigos? —Ha de ser Satanás y sus huestes.
Sus enemigos son ciertamente nuestros enemigos. ¿Cómo va a ser Satanás
aplastado?, ¿cómo va a ser puesto por estrado de sus pies?
“El Dios de paz quebrantará
presto a Satanás debajo de vuestros pies” (Rom 16:20).
Interesante: Cristo, tras haber ascendido al cielo, está a la
diestra de Dios ministrando en el santuario celestial. Está “esperando lo que
resta”. Lo que resta es que Satanás (el enemigo, el mal, el pecado, la
rebelión) sea puesto por estrado de sus pies. Y Satanás es puesto por estrado
de sus pies al ser quebrantado debajo de
nuestros pies. Es decir, Satanás es aplastado al ser puesto por estrado de
sus pies, con la concurrencia de los nuestros.
“Desechad el pecado; aplastad a
Satanás bajo vuestros pies. Dejad atrás vuestra debilidad, y en la fortaleza de
la gracia de Cristo disponeos a vencer” (RH 27 mayo 1884, par 11).
Así pues, no somos sólo espectadores, sino actores en el
conflicto de los siglos. Es evidente que Dios nos ha concedido un papel en la
resolución del problema de la rebelión, del pecado. Y eso es precisamente “lo que resta”.
¿Dice algo más la Biblia al respecto de esa demostración no
sólo hecha en Cristo, sino en los que se han entregado a Cristo y constituyen
su pueblo remanente? —Muchísimo más, aunque hemos de resumirlo.
“Para que la multiforme sabiduría
de Dios sea ahora notificada por la
iglesia a los principados y potestades en
los cielos” (Efe 3:10).
Así pues, si bien la plena y máxima revelación de Dios al
universo y al mundo tuvo lugar en los días de Dios Hijo en esta tierra, el
universo, “los principados y potestades en los
cielos”, está esperando otra demostración subsidiaria y posterior que tendrá
lugar en los seguidores de Cristo, quienes vindicarán así a Dios. Y eso ocurrirá
“conforme a la determinación eterna que hizo en
Cristo Jesús nuestro Señor” (vers. 11). Es decir: forma parte del
plan de Dios desde la eternidad. Siendo así, sería lógico que encontráramos también
ese concepto en el Antiguo Testamento. Y lo encontramos, pero antes de ir a él,
leamos el último versículo de Efesios 3:
“A él sea gloria en la iglesia por Cristo Jesús, por
todas las edades del siglo de los siglos. Amén” (RV 1909).
“A él sea gloria en
la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los
siglos. Amén” (RV 1995).
Según lo leído, la gloria que el mundo y el universo esperan
que se dé a Dios para vindicación de su carácter y resolución del conflicto de
los siglos, se produce en Cristo (la Cabeza) cuando se reproduce en su
iglesia (en su cuerpo).
Es inevitable preguntar al propio Pablo —y si es posible en
la misma carta a los Efesios— cómo puede la iglesia darle esa gloria.
“Cristo amó a la iglesia y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla limpiándola en el lavacro del agua por la palabra, para
presentársela gloriosa para sí, una iglesia que no tuviese mancha ni arruga
ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Efe
5:25-27).
A algunos les parece pretencioso que podamos jugar un papel
en la resolución del conflicto, pero es Dios quien lo ha dispuesto así en su
perfecto plan desde los días de la eternidad. También ha dispuesto que reinemos
con él, que participemos en el juicio de los seres humanos que fueron rebeldes,
e incluso hasta en el juicio a los ángeles rebeldes. Nos ha hecho embajadores
suyos, nos ha concedido el sacerdocio. No podemos comprender ninguna de esas
cosas, y nos sabemos rematadamente indignos de tales honores, pero lo cierto es
que Dios no sólo nos pide que confiemos en él, sino que increíblemente, él
mismo ha confiado en nosotros. Todo eso que nos parece increíble, forma parte
de su carácter y sabiduría, de su plan de la redención, y demuestra su poder
para salvar y para restaurar. No creerlo es deshonrarlo.
Según 1 Cor 12:21, “la cabeza” no puede decir a los
pies “no tengo necesidad de vosotros”. Eso
está escrito en el contexto de la función necesaria y complementaria de cada
uno de los miembros del cuerpo que compone la iglesia. Ahora bien, ¿quién es la
Cabeza de la iglesia?, ¿acaso no es Cristo? Aquí tenemos una indicación de que
Cristo ha dispuesto no hacer nada sin la cooperación de “los pies”, y de cada
miembro de su cuerpo: su iglesia. Es por eso que es “el
Espíritu y la esposa” quienes
dicen: “Ven”.
Luego veremos la evidencia en el Antiguo Testamento, pero
antes quiero llamar la atención a un hecho de importancia capital:
Pablo habla de una iglesia sin mancha ni arruga, de una
iglesia santa: está claramente hablando de perfección. Espero que hayas
observado algo muy importante: no se trata de que uno haya de hacerse perfecto
para salvarse. De hecho, al hablar de perfección no tenemos puesto nuestro
foco en la salvación. Estamos hablando del conflicto de los siglos, estamos
hablando de dar gloria a Dios, de que su carácter sea vindicado en sus seguidores ante el universo, eso
que ocurre cuando en nosotros es restaurada la imagen de Dios.
Cuando estamos en armonía con Dios, el pensamiento de su honor y gloria viene antes que todo lo demás (6 TI 108.3).
La enseñanza sobre la perfección no es la enseñanza sobre la
salvación de mi pobre alma, sino la enseñanza sobre lo que está implicado en la
victoria de Dios en el conflicto de los siglos. Nos hemos elevado por encima de
ese círculo restringido de mi salvación,
y te pido que sigas pensando en el contexto amplio de la vindicación de Dios, de darle gloria. ¿Por qué insistir en eso? Al
menos, por dos razones:
1.
La
misión de nuestra iglesia está definida en el mensaje de los tres ángeles, y el
primero de ellos, el que lleva realmente el peso del mensaje, que es el
evangelio en el contexto de la hora de su juicio (otra referencia al ministerio
de Jesús en el lugar santísimo), nos amonesta precisamente a dar honra a
Dios, a darle gloria. Ver también Rom 3:4.
2.
Leemos
en Fil 2:5: “Haya pues en vosotros la mente
de Cristo”. ‘¡Quiero salvarme!’ ‘El cristiano ha de tener la seguridad
de ser salvo’, etc, son expresiones que reflejan lo que suele ocupar la mente
centrada en el yo, en el interés propio. En todo caso, es la mente típica del
“protestante” actual. Ahora, ¿fue esa “la mente de
Cristo”? ¿Puedes imaginar a Cristo obsesionado con su salvación?, ¿lo
puedes imaginar procurando estar seguro de que estaba salvo? ¿Cuál fue su
mente? —La vindicación del carácter de su Padre, el cumplimiento de su misión.
Moisés tuvo la mente de Cristo cuando estuvo dispuesto a perder su salvación
eterna si Dios no podía perdonar a su pueblo, pues él sabía que el honor de
Dios, su gloria, dependía de su pueblo. Aparentemente, salvarse o sentir la
seguridad de ser salvo no fue tampoco lo que ocupó la mente de Moisés; eso no
fue lo más importante para él. Es significativo que en Apoc 15:3 se
describe a los que han “alcanzado la victoria sobre
la bestia y su imagen, sobre su marca y el número de su nombre” (sin
duda una alusión a los 144.000) entonando el cántico del Cordero y el
cántico de Moisés.
En este punto es inevitable preguntarse: ¿Qué demostración
podemos hacer nosotros, que no fue
posible que Cristo hiciera cuando estuvo en esta tierra?
En primer lugar se debe reconocer que Cristo no vino
solamente para demostrar cuál es el carácter de Dios. También vino para ser
nuestro sustituto, para morir en nuestro lugar y darnos a cambio su vida
eterna. Vino asimismo para darnos ejemplo, una vez salvos, de cuál es el
perfecto modelo de vida cristiana en la naturaleza caída que aún tenemos en
esta tierra. En nuestra carne de pecado, luchando contra las mismas tendencias
con las que hemos de contender nosotros —con un equipamiento humano como el que
recibimos nosotros por nacimiento— Cristo venció.
Siendo que Cristo nunca pecó a pesar de haber nacido con una
herencia humana como la nuestra, pudo demostrar que el ser humano, nacido como
todos los hijos de Adán, como todos los hijos de Abraham, cuando es guiado por
el Espíritu Santo, puede vencer al pecado y dar gloria a Dios. Ahora, ¿qué sucede
si ese ser humano cae en el pecado? ¿Se podrá sobreponer después de haber caído?
¿Podrá vencer “así como yo
[Cristo] he vencido” y dar gloria a Dios, un
ser humano que ya ha pecado, que ya ha contraído hábitos de pecado? ¿Será
capaz el Señor de reivindicarse en sus seguidores? Esa es la gran pregunta cuya
respuesta resolverá finalmente el último interrogante del conflicto de los
siglos. Cuando eso quede demostrado, Dios habrá demostrado en ello que el amor
es más poderoso que el pecado, que el Espíritu Santo es más poderoso que
Satanás y que Dios vence al diablo incluso en el terreno de la debilidad en
donde él se había hecho fuerte.
La acusación de Satanás contra Dios incluía la pretensión de
que el ser humano, tras la caída, NI
SIQUIERA MEDIANTE LA GRACIA era
capaz de obedecer la ley de Dios, y esa acusación requería una respuesta.
“Satanás declaró que para los hijos e hijas de Adán era imposible guardar la ley de
Dios, y acusó así a Dios de falta de sabiduría y amor. Si no podían guardar la
ley, entonces había un defecto en el Dador de la ley. Los hombres que están
bajo el control de Satanás repiten esas acusaciones contra Dios al aseverar que
el hombre no puede guardar la ley de Dios” (EGW, ST 16 enero
1896).
Nuestra naturaleza y la naturaleza humana de Cristo en la
encarnación, son una misma (Heb 2:11, 14 y 16-17), pues Dios, al disponer
que Jesús naciera de mujer, no hizo ninguna trampa, no transgredió las leyes de
la herencia. Pero si bien su naturaleza
humana fue la nuestra, no sucede así con su experiencia.
Él nunca pecó; en contraste, nuestra vida de pecado, los hábitos pecaminosos
que hemos contraído, debilitan personalmente a quienes hemos caído en ellos.
¿Podía Cristo hacer esa otra demostración? ¿Podía demostrar
en él mismo que alguien que cayó en el pecado, que contrajo hábitos de
pecado, en virtud de la gracia de Dios es capaz de arrepentirse y de dar gloria
a Dios mediante una vida que lo honre? ¿Qué sentido podría tener Juan 14:12?
“El que en mí cree, las obras que
yo hago, también él las hará; y mayores
que estas hará; porque yo voy al Padre”.
¿Qué hace Jesús a la diestra del Padre, que hace posible que
el creyente en Cristo haga las obras de Cristo, y mayores que estas? ¿Qué cosa podemos demostrar, que Cristo no pudo demostrar en él mismo?
La resolución del conflicto de los siglos tiene lugar cuando
el universo conoce a Dios de forma que se haya resuelto el último interrogante.
En el conflicto de los siglos, Dios no va a vencer sin convencer. ¿Qué demostración
está aún pendiente de ver el universo?
En Eze 36:23 leemos:
“Santificaré
mi gran nombre profanado entre las gentes…”
Dios va a santificar su gran nombre ante el universo. El
nombre —el carácter— de Dios ha sido “profanado entre las gentes”. No sólo por
parte de Lucifer y de sus seguidores declarados, sino tristemente y de forma muy especial por parte de su
pueblo:
“Santificaré mi gran nombre
profanado entre las gentes, el cual profanasteis
vosotros en medio de ellas”.
Ahora no estamos hablando de Babilonia; “vosotros” significa nosotros: tú y yo, el pueblo de Dios, su
pueblo remanente. Los que teníamos que ser sus embajadores, hemos profanado su
nombre al representarlo indignamente mediante un carácter defectuoso que lo
deshonra, que no lo glorifica. En ese punto no hay paliativos. Sin embargo, no
es para desesperarse en vista de lo que sigue:
“Sabrán las gentes que yo soy
Jehová, dice Jehová…”
Jehová lo dice: ha dispuesto que sea así, y VA A SER
ASÍ. ¿Cuándo? ¿Cómo?
“Sabrán las gentes que yo soy
Jehová, dice Jehová, cuando fuere
santificado en vosotros delante de sus ojos”.
Parece increíble, pero en su infinita sabiduría, poder y
misericordia, el Señor no sólo nos ha dado la salvación, sino que ha dispuesto
que su carácter sea conocido (“sabrán las gentes”), vindicado más allá de toda
posible discusión ante el mundo y el universo, cuando él sea santificado en nosotros: nosotros que antes lo
habíamos “profanado”.
Observa cuál fue la razón especial por la que ciertos
creyentes pudieron glorificar a Dios:
“Aquel que en otro tiempo nos
perseguía [Saulo], ahora anuncia la fe que en otro tiempo destruía. Y
glorificaban a Dios en mí” (Gál 1:23-24).
Después de haber afirmado que lo hará, especifica cómo
va a lograrlo. Es muy importante saber cómo va a hacer Dios para lograr lo que
ha prometido, y la Biblia lo especifica: es mediante el nuevo pacto. El nuevo pacto no es una orden ni es un consejo; es
una gran promesa. Observa bien quién
lo va a hacer, quién es el que promete.
Ve que la obediencia NO
es lo que Dios demanda, sino
precisamente —junto al perdón—, lo que él promete:
“Esparciré sobre vosotros agua
limpia y seréis purificados de todas vuestras impurezas, y de todos vuestros
ídolos os limpiaré. Os daré un corazón nuevo y pondré un
espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de
piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros
mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis
preceptos y los pongáis por obra. Habitaréis en la tierra que di a vuestros
padres, y vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. Yo os guardaré
de todas vuestras impurezas” (Eze 36:25-29).
Tristemente, quien es incapaz de ver con claridad la
diferencia entre el viejo pacto y el nuevo pacto, en cuanto oye ‘limpiar la
impureza’, ‘guardar los preceptos y ponerlos por obra’, incluye eso
automáticamente en la categoría de “lo que hemos de hacer para ser salvos”. Es
el caso del mundo protestante, con su concepto erróneo dispensacionalista sobre
los pactos. Ellos, y los que tienen una mente como ellos, ven ahí obras, legalismo; pero no es eso lo que dice el nuevo pacto. La
obediencia, la purificación, la victoria, la perfección, no es lo que Dios nos pide / exige, sino lo que nos promete. Dios promete
hacerlo, y espera que nosotros creamos sus promesas, espera que creamos
que él es poderoso para hacer lo que ha prometido: precisamente eso que nos
parece imposible, y que sin Cristo —o sin
fe en Cristo— es realmente imposible.
[Abraham] “Tampoco dudó, por
incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció por la fe, dando
gloria a Dios, plenamente convencido de que [Dios] era también poderoso para hacer todo lo que había
prometido. Por eso, también su fe le fue contada por justicia” (Rom
4:20-22).
Dios va a cumplir en el Israel espiritual, aquello que el
Israel literal no pudo cumplir debido a que en su incredulidad dio la espalda a
Dios y prefirió el tipo de religión de los pueblos que lo rodeaban (“Baal”). En
lugar de responder a Dios: ‘Todo lo que has prometido, creemos que eres
poderoso y lo vas a efectuar en nosotros’, le respondieron: ‘Puedes estar
tranquilo, que todo lo que nos has ordenado, nosotros lo haremos’ (Éxodo 19:8). Y no pudieron entrar en
el reposo de la fe a causa de incredulidad (Heb 3:19 y 4:2),
que como sucede siempre, se manifestó en desobediencia (Heb 3:18
y 4:6).
Cuando suceda lo anunciado en el nuevo pacto, no nos
jactaremos de ser un pueblo rico, enriquecido —en conocimiento teológico, en
logros académicos, en conocimiento de los lenguajes originales de la Biblia, en
nuestros progresos denominacionales, etc—; no nos sentiremos en necesidad de
nada, sino que nos veremos en nuestra desnudez, miseria, pobreza y ceguera:
“Os acordaréis de vuestra mala
conducta y de vuestras obras que no fueron buenas, y os avergonzaréis de
vosotros mismos por vuestras iniquidades y por vuestras abominaciones” (Eze
36:31).
Es el arrepentimiento al que el Testigo fiel —no nosotros—
llama a su iglesia. Esa es la perfección que Dios espera, necesita y afirma que
habrá en su pueblo: la perfección en el
arrepentimiento, y en este punto es bueno recordar una definición bíblica
de arrepentimiento:
“El que oculta sus pecados no
prosperará, pero el que los confiesa y se
aparta de ellos alcanzará misericordia” (Prov 28:13).
“El arrepentimiento comprende
tristeza por el pecado y abandono del
mismo” (CC 23).
Al referirme a la imposibilidad de que Cristo demostrara que
alguien que ya ha pecado (que contrajo hábitos de pecado) pueda sobreponerse y
vencer por la gracia de Dios, he destacado la palabra “demostrar”. El motivo de
hacerlo así es porque creo que Cristo, aun sin haber pecado jamás, en Getsemaní
y en Calvario llevó mis “pecados en su cuerpo sobre el madero”, lo que
significa que en realidad me llevó a mí y tuvo que sobreponerse a las
tentaciones que yo siento como consecuencia de haber cedido al pecado, de haber
desarrollado hábitos de pecado. Aun sin haber participado personalmente en esos
pecados, Jesús tuvo que sentir la condenación, la depresión, la tentación a
seguir cometiendo los pecados que yo he cometido, junto a los de todos y cada
uno de los seres humanos en todos los tiempos. Su angustia al sentirse
abandonado por el Padre en razón de llevar tus pecados y los míos, los hábitos
de pecado de todos, fue la causa del quebrantamiento de su corazón y de su
muerte, y es la causa de nuestra salvación. (* ver nota al final)
Así pues, creo firmemente que Cristo demostró en él mismo que los que hemos contraído hábitos de pecado
—todos nosotros— podemos vencer al pecado por su gracia, PERO no
pudo hacerlo de una forma que resulte evidente para el mundo, que en
general es incapaz de ver en la crucifixión de Cristo más allá del mero
sufrimiento físico que es común a millones de mártires en la historia de la
humanidad. Ahora bien, cuando el mundo y el universo vean esa victoria reproducida en su pueblo; cuando vean
que su pueblo —el que profanó su nombre— es purificado y perfeccionado hasta el
punto de reflejar la gloria de Cristo, habrá quedado demostrado para todos de
una forma fehaciente e indiscutible la perfección del poder, la justicia y el
amor de Dios, y se habrá respondido al último interrogante en el conflicto de
los siglos. Es por eso que las bodas del Cordero no pueden tener lugar antes de
que su “esposa” se haya “preparado” (Apoc 19:7-8). El calendario del
conflicto no lo marca el reloj inexorable de la supuesta soberanía
predeterminista de Dios; tampoco lo marcan los avances del papado o de la
formación de la imagen de la bestia, la desintegración del protestantismo, las
guerras, las catástrofes naturales o la degradación del mundo. Lo marca la disposición
de su “esposa” a creer por fin que Dios va a cumplir lo que ha prometido; lo
marca la perfección en la entrega a Cristo y el arrepentimiento de su iglesia.
Así pues, en Juan 14:12 no se debe entender que haya
nadie capaz de hacer proezas mayores que las del Salvador, lo que sería un
sinsentido, sino que el arrepentimiento y purificación de la iglesia de Cristo
tendrá para el mundo un impacto mayor que el que habría tenido la historia de
la vida de Cristo según el relato bíblico, de no haber sido validada por la
manifestación de su poder en sus seguidores, que representan un testimonio
viviente para el mundo de la victoria lograda por Cristo.
“En medio de una generación
impía, impura e idólatra, debemos ser puros y santos, poniendo de manifiesto
que la gracia de Cristo es poderosa para restaurar en el hombre la semejanza
divina… Se le otorga al hombre la bendición de la gracia para que el universo
celestial y los mundos no caídos puedan ver como no podrían hacerlo de otro
modo la perfección del carácter de Cristo” (MGD 97).
“‘Y mayores que estas hará,
porque yo voy al Padre’. Con esto no quiso decir Cristo que la obra de los
discípulos sería de un carácter más elevado que la propia, sino que tendría
mayor extensión” (DTG 620).
Mi intención hasta aquí ha sido destacar cómo impacta la
comprensión del conflicto de los siglos en todas las áreas; cómo eleva el
pensamiento por encima del círculo restringido de mi salvación personal y pone
el foco de atención en la necesidad de que sea vindicado el carácter de amor y
justicia de Dios, junto con su poder para cumplir lo que ha prometido.
Descubrir los encantos incomparables de Cristo, descubrir al
que es señalado entre diez mil, todo él deseable, descubrir personalmente al
Deseado de todas las gentes, tiene el efecto de elevarnos desde una motivación
egocéntrica, hasta el profundo deseo de que el Cordero y Aquel que está sentado
en el trono puedan ver el fruto de la aflicción de su alma, el fruto del que
son dignos, y ser saciados. He intentado también hacer ver que el amor sólo
puede existir en el contexto de la libertad
de elección, que guarda antagonismo con la versión popular de la
justificación por la fe mayoritaria en el protestantismo, con sus conceptos
asociados de pecado original y predeterminación.
Ahora quisiera señalar un problema práctico, típico y
cotidiano al que se enfrenta el adventista que comprende la verdad del
conflicto de los siglos, la vindicación del carácter de Dios y la necesidad de
perfección, no sólo en el creyente, sino de hecho en la iglesia, a fin de que
el carácter de Dios quede vindicado definitivamente.
El problema al que voy a aludir es real y práctico, y creo
que es importante comprenderlo. Imagina que has descubierto recientemente esos grandes conceptos y
has puesto tu confianza en que por difícil o imposible que parezca, Dios va a
dar esa perfección a su iglesia, te la va a dar a ti y a cada creyente que haya
prestado oído al mensaje que el Testigo fiel dirige a Laodicea, una vez se haya
arrepentido celosamente. Eso suena “perfecto”, y en consecuencia vas
entusiasmado a presentarlo, digamos, a un amigo evangélico que no sabe nada del
conflicto de los siglos y de la vindicación del carácter de Dios —en sus
seguidores— ante el mundo y el universo.
Tu amigo evangélico lo ve todo a través de su óptica
restringida: la de su salvación personal. Ha creído en Cristo, lo ha aceptado
como su Salvador, y se sabe salvo “sin las obras de la ley”. Se cree y se
siente salvo, mientras tú vas con la mejor intención y le hablas de la
perfección, de la obediencia y del cumplimiento de la ley. ¿Cuál va a ser indefectiblemente su reacción? Ajeno a
la comprensión del conflicto de los siglos, incluirá tu concepto de
“perfección” y obediencia en su idea sobre la salvación. No puede incluirla en
la vindicación del carácter de Dios para resolución del conflicto de los
siglos, porque eso es un lenguaje desconocido para él. Y seguirá siendo desconocido
por más que se lo expliques, a menos que abandone su preconcepto calvinista y
comprenda el verdadero paradigma del libre albedrío.
Al hablarle de esas cosas, inmediatamente se sorprenderá
pensando que te crees perfecto. No sólo eso: pensará que crees en la salvación
por la perfección, por la obediencia, por la ley. No conociendo otro ámbito más
amplio que el de la salvación de su alma, referirá a la salvación todo cuanto
le expliques sobre la perfección, y te aplicará su comprensión de Gálatas,
según la cual, amigo, ‘te caíste de la gracia’… Si insistieras, con toda
probabilidad tendrás derecho a recibir su desaprobación primero, y después,
dependiendo de la autenticidad del cristianismo de tu interlocutor, podrías
incluso recibir una buena dosis de ironía, sarcasmo, o hasta incluso burla.
Creo que en ninguna serie de estudios bíblicos debiera faltar
el gran tema del conflicto de los siglos.
“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado” (Juan 17:3).
Ese es uno de los textos clave, y no sólo para la “vida
eterna” de mi alma, sino para la vida eterna del universo.
Evidentemente, si esa misma fricción apareciera en un diálogo
entre adventistas, ha de ser por uno de estos dos motivos:
1.
De
tu parte, por haber presentado incorrectamente la perfección en términos de
salvación, de aquello que has de aportar para la salvación, etc; también por
haber presentado el concepto erróneo de perfección: por haber presentado la
perfección absoluta, que sólo a Dios
corresponde, o la perfección de la naturaleza
(el perfeccionismo de la carne santa), que no se aplica sino hasta la segunda
venida de Jesús, o bien
2.
De
parte de tu interlocutor, porque carezca de la visión sobre el conflicto de los
siglos y la vindicación del carácter de Dios, lo que podría suceder en quienes
abandonaron la cosmovisión adventista y la esencia del adventismo, que es la
comprensión del plan de salvación a la luz del santuario y el evangelio
comprendido como restauración, no sólo como perdón. Lo anterior no es
infrecuente entre quienes asumen que el mundo protestante posee la verdad sobre
la salvación por la fe, y en consecuencia olvidaron las fuentes puras y regresaron
a visiones limitadas y parciales —posteriormente degradadas— que no pueden
hacer más que empequeñecer la comprensión de lo que Ellen White llamó “las
grandes ideas de la Biblia”.
¿Significa lo anterior que Lutero y sus contemporáneos en la
Reforma estuvieran equivocados? —No necesariamente, y tampoco nosotros
estaríamos equivocados aceptando sus enseñanzas si viviéramos en el siglo XV. Ellos siguieron la luz que brilló en su día, pero observa bien esto,
porque es de importancia capital si
eres adventista del séptimo día: Lutero y sus contemporáneos no podían tener la
luz sobre el ministerio de Cristo en el lugar santísimo por una razón muy
simple: Cristo no estaba entonces en el
lugar santísimo. El mensaje no era entonces de traslación ni de vindicación
final de Dios ante el universo. No era entonces “la
hora de su juicio”. Eso es la verdad presente hoy, y para esos
menesteres Dios suscitó a la Iglesia adventista del séptimo día con su don
profético manifestado en Ellen White. La pretensión de que podemos ignorar el
mensaje de justicia por la fe que el Señor, en su misericordia, nos envió
mediante los pastores Jones y Waggoner, por ser ‘una mera reedición del mensaje
de Lutero y los reformadores’, y que a cambio se espera que obtengamos el
conocimiento de la auténtica justicia por la fe a partir de dichos reformadores
o de la versión degradada de su teología que es mayoritaria en el mundo
evangélico actual, significa renunciar a la fe en el ministerio sumo-sacerdotal
de Cristo en el lugar santísimo en preparación para su venida; significa abandonar
nuestra misión como pueblo remanente profético, y revela nuestro deseo
pecaminoso de ser una más entre las iglesias caídas que rechazaron alrededor de
1844 el mensaje de la hora de su juicio en el que se enmarca el evangelio del
que habla Apocalipsis 14, y que expresa nuestra misión.
Teniendo en cuenta que el mensaje de los tres ángeles de Apocalipsis
14 —amplificado en Apocalipsis 18 por un cuarto ángel— advierte
sobre la necesidad de
a)
Salir
de Babilonia por un motivo concreto:
b)
Por
haberse “convertido en habitación de demonios, en
guarida de todo espíritu inmundo y en albergue de toda ave inmunda y
aborrecible”, de forma previsible, el tipo de adventismo que abandonó la
visión del conflicto de los siglos y el mensaje de los tres ángeles, presentará
dos grandes problemas:
1.
Las
alianzas ilícitas con Babilonia, que incluyen la formación de pastores en
instituciones babilónicas y la participación en actos ecuménicos, como por
ejemplo la celebración del V centenario de la Reforma, que fue organizado por
el Vaticano conjuntamente con la Iglesia luterana —Babilonia la madre, y
Babilonia las hijas— como un acto de “reconciliación”, y
2.
Su
incapacidad para reconocer y repudiar las formas refinadas de espiritismo en la
filosofía y prácticas de la “formación espiritual” propias de la iglesia
emergente, que es la iglesia culturizada y psicologizada del ‘ámate a ti mismo’.
Ese tipo de adventismo se presenta frecuentemente bajo la engañosa etiqueta de adventismo
“tradicional”, “clásico”, “mayoritario” o incluso “oficial”, pero se trata de
lo que en la época de Desmond Ford —uno de sus principales promotores— se conoció
como “nueva teología”, y últimamente como “adventismo progresivo”, que no es
más que un eufemismo para referirse al abandono del mensaje de los tres ángeles
y la verdad del ministerio de Cristo en el lugar santísimo, para regresar al
tipo de evangelio en el que están instaladas las iglesias populares que la
Biblia describe como caídas. Su evangelio está basado en un Cristo falso, que
sólo pudo vencer el pecado por haber nacido con una naturaleza humana distinta
y superior a la nuestra (sea por inmaculada concepción católico-romana, o por
inmaculada exención protestante de Melvill), un Cristo que no fue “de la simiente de David según la carne” y que no “fue tentado en todo según nuestra semejanza”.
Lo anterior equivale a una confesión de incapacidad de que podamos
vencer tal como Cristo venció (Apoc 3:21), lo que invalida el mensaje
del santuario y la misión de nuestra iglesia.
Últimamente se oye de forma repetida, de labios de
predicadores sorprendidos / alarmados por lo que perciben como perfeccionismo,
esta frase tranquilizadora para audiencias inquietas: ‘No
estéis preocupados: todos seguiremos pecando hasta que Cristo venga’, que
les parece que establece la verdad y pone fin a toda discusión al respecto.
¿Qué significa la frase: “Todos seguiremos pecando hasta que
Cristo venga”? Significa esto:
1. Significa
que todos recibiremos la marca de la
bestia. ¿Alguien puede creer con sinceridad que venceremos en esa
tentación de la imposición de la marca de la bestia, que será la más abrumadora
y seductora de todas las que han existido, especialmente para el pueblo
remanente, mientras seguiremos pecando
en todas las demás cosas “hasta que Cristo venga”?
2. Significa
haber perdido la fe en el mensaje del libro ‘El conflicto de los siglos’. Eso,
evidentemente, significa a su vez haber perdido la fe en la manifestación
profética del Espíritu de profecía en Ellen White.
3. Significa
que no puede haber sellamiento, borramiento de los pecados ni purificación del
santuario, y tampoco fin del tiempo de prueba.
4. Por lo
tanto, es la afirmación de haber abandonado la fe en el ministerio
sumosacerdotal de Cristo en el lugar santísimo del santuario, en su juicio
investigador preparatorio para la venida de Cristo. Significa una confesión de
haber perdido la fe en el mensaje del santuario. Para los que profesaban
pertenecer a la fe del cristianismo alrededor de 1844, no aceptar la verdad del
santuario significó la caída espiritual y la constitución de “Babilonia”.
5. Para los que
hacen profesión de pertenecer al pueblo remanente, abandonar la fe en el
mensaje del santuario significa apostasía.
Es evidente que quien alberga el concepto de que pecaremos
hasta que Cristo regrese, no puede tener su mente en el santuario;
especialmente, no en el segundo departamento del mismo. La diferencia entre el
lugar santo y el lugar santísimo del santuario, en el tiempo en que vivimos, es
la diferencia entre el perdón y el borramiento del pecado; entre la ideología
de ser salvo del pecado, o la quimera
de ser salvo pecando, que es donde
está instalada Babilonia y todo el que comparta su ideología. No sólo eso: orar
con la mentalidad del lugar santo, o bien con la mentalidad del lugar
santísimo, hace la diferencia entre recibir la respuesta de Dios, o la de
Satanás:
“Como los judíos, que ofrecieron
sus sacrificios inútiles, ofrecen ellos sus oraciones inútiles al departamento [lugar santo] que Jesús abandonó; y Satanás, a quien agrada el engaño,
asume un carácter religioso y atrae hacia sí la atención de esos cristianos
profesos” (PE 260-261).
“Me di vuelta para mirar la
compañía que seguía postrada delante del trono y no sabía que Jesús la había
dejado [por haber pasado
al lugar santísimo]. Satanás parecía estar
al lado del trono, procurando llevar adelante la obra de Dios. Vi a la compañía
alzar las miradas hacia el trono, y orar: ‘Padre, danos tu Espíritu’. Satanás
soplaba entonces sobre ella una influencia impía” (PE 55).
“Vi a uno tras otro abandonar la
compañía de los que estaban orando a Jesús en el lugar santísimo, para juntarse
con los que estaban delante del trono [lugar santo], y recibieron al punto la influencia impía de Satanás”
(The Present Truth, marzo 1850).
En nuestra historia denominacional, cuando alguna
personalidad influyente en el adventismo perdía la fe en el mensaje del
santuario —en el mensaje adventista— tal como fue el caso con A.F. Ballenger o
D. Canright, se producía una amenaza contra esa verdad central, pero pasaba
enseguida a ser una amenaza externa debido a que quienes habían perdido la fe
en ese pilar central del adventismo, lo abandonaban. Desde la época de Desmond
Ford, ese no ha venido siendo el caso típico, de forma que ahora la amenaza se
ha convertido en interna. Al alcanzar una cierta dimensión esa pérdida de fe en
el santuario, bien sea por su extensión o por ser defendida por personalidades
o grupos influyentes, se acompaña frecuentemente de otro fenómeno que era
totalmente previsible: el empeño en hacer que se perciba como una peligrosa
amenaza la presencia de quienes continuamos creyendo y defendiendo la
verdad del santuario. No debiera sorprender a quien conoce la historia sagrada,
que provee tantos ejemplos de fieles seguidores de la verdad siendo acusados de
rebeldía, sedición e infidelidad contra el pueblo de Dios comenzando por el
caso más paradigmático: el de Jesús.
Ese es el ambiente menos que ideal en el que se escribe este
documento, y en el que habrán de desenvolverse quienes sigan “al Cordero por
dondequiera que va”, y en nuestro día el Cordero va precisamente por el lugar
santísimo del santuario celestial en su obra de purificación —borramiento— del
pecado en su pueblo: la expiación final preparatoria para su segunda
venida que da sentido a nuestra iglesia.
Anteriormente me he referido al rechazo que causa la idea de
perfección entre quienes carecen de la perspectiva del conflicto de los siglos
fuera del adventismo. Cuando el rechazo tiene lugar por parte de hermanos
adventistas es doblemente doloroso, ya que junto a la ironía y el sarcasmo —incluso
la burla—, si tu interlocutor es un hermano en puestos de responsabilidad
podría añadirse la censura e incluso la persecución. No digo eso porque esté sucediendo,
sino porque la historia del pueblo de Dios está plagada de situaciones de persecución como la citada, y conviene
aprender de la historia para no repetirla. A Caleb y Josué quisieron
apedrearlos por confiar en la Palabra de Dios y creer que podrían vencer a los gigantes, dando pública
expresión a su fe. La experiencia de Caleb y Josué nos enseña algo: para
hacerse objeto de persecución no es necesario exponer la historia —como hizo el
mártir Esteban— o reprender pecados —como hizo el fiel Jeremías—; es suficiente
con animar a creer las promesas de Dios, cuando muy pocos las creen.
En el tiempo en que vivimos es de extrema importancia que no
olvidemos ni perdamos la perspectiva del conflicto de los siglos y de nuestra
misión como iglesia, que no consiste en colaborar con las iglesias caídas en la
predicación de su mismo mensaje, y tampoco en hacer crecer la iglesia
numéricamente, sino en responder al llamado profético para el que Dios nos
constituyó como pueblo remanente, que está resumido en el mensaje de los tres
ángeles.
“El tema central de la Biblia, el
tema alrededor del cual giran todos los demás, es el plan de la redención, la restauración de la imagen de Dios en
todo ser humano… el propósito de cada libro y de cada pasaje de la Biblia
es el desarrollo de este maravilloso tema: la
restauración del ser humano, el poder de Dios, ‘que nos da la victoria por
medio de nuestro Señor Jesucristo’ (1 Cor 15:57).
El que capta este pensamiento, tiene delante de
sí un campo infinito de estudio. Tiene la
llave que le abrirá todos los tesoros de la Palabra de Dios” (EGW, De vuelta al hogar, 24 —matutina para adultos para el año 2017; original sin cursivas).
La mayor parte de objeciones que oigo por parte de críticos
hacia el concepto bíblico de perfección, incluyen una cantidad considerable de algo
que no sé definir en una sola palabra, y que intentaré explicar en una
ilustración basada en un hecho real (pongo el relato en primera persona para
simplificarlo):
Cierto día, un colega de trabajo que había llegado a ser
alcalde de una población cercana me invitó a un mitin enfocado a su reelección.
Entre otras cosas, decía (gritaba): “Estos que vienen diciendo que van a quitar
las fiestas del pueblo, NO LO LOGRARÁN. ¡No lo consentiremos!” Pasada la fiebre de aquel instante álgido
le pregunté privadamente: ‘¿Quién es el insensato que quiere quitar las fiestas
del pueblo?’ Me sonrió y me dijo: “Nadie, ¡pero mira cómo me aplauden cada vez
que repito eso!” A eso, los ingleses
le llaman “straw man” (literalmente, ‘hombre de paja’, que en español es poco
explicativo). Quizá se lo pueda incluir dentro del término demagogia, pero ‘demagogia’ es un concepto más abarcante y político.
Lo que hacía el alcalde consiste en exagerar y distorsionar lo que alguien ha
dicho, poner en su boca palabras que no ha pronunciado, para presentar al
mensaje y mensajero como esperpéntico y repulsivo: crear un “espantapájaros”, y
rebatirlo a continuación, lo que en esas circunstancias suele resultar inusitadamente
fácil y efectivo, al menos ante los que están irracionalmente enfervorizados en
contra o a favor de alguien o de algo. Naturalmente, eso es una forma de mentira, y ningún cristiano debiera
tener nada que ver con ella. No es posible imaginar a Cristo recurriendo a ese
invento acuñado por su enemigo —el padre de la mentira— en el conflicto de los
siglos.
‘Esos que se creen perfectos’, ‘esos que creen en la
salvación por la perfección’, ‘esos que creen que no nos equivocaremos nunca’,
‘esos que están en el perfeccionismo’ y tantas otras expresiones similares, son
ejemplos de “hombre de paja”, de “espantapájaros”, y no debieran formar parte
del argumentario de quien se dice discípulo de Cristo, y que se inspira en la
verdad de la Biblia y no en los métodos engañosos del padre de mentira.
Cuando anteriormente me he referido a las muchas veces que
aparece la idea o el término “perfección” —o sus derivados— en la Biblia, no he descontado las ocasiones en las
que aparece aplicado a Dios. Eso, lejos
de disminuir la fuerza del argumento, lo “perfecciona”. Es precisamente la
perfección de Dios, la perfección de Cristo, lo que permitirá que se cumpla en
nosotros, en su iglesia, TODO lo que él ha prometido. No puedo imaginar a Jesús, en su venida,
dirigiéndose al Padre y diciéndole: ‘Lo siento Padre: esto es lo mejor que he
podido conseguir con ellos… Habrá que hacer un milagro y quitarles el pecado
que no pudimos quitarles durante su vida en esta tierra’. Eso significaría la
victoria de Satanás en el conflicto de los siglos: ‘Dios tiene que violentar la
libertad de los humanos para poder salvarlos, ¡entonces, también tiene que
salvarme a mí!’, sería el inmediato clamor de Satanás. Sin embargo, sabemos que
no será así. Al final del conflicto, el propio “Satanás
se inclina y reconoce la justicia de su sentencia” (CS 728). Reconoce la victoria moral absoluta de Dios en su perfecto
amor, poder y respeto a la libertad de elección moral de la que dotó a sus
criaturas. No es entonces, sino ahora,
cuando Dios va a quitar nuestro pecado; y es él quien lo va a hacer, aunque no
sin nuestro consentimiento y cooperación.
Tenemos un Salvador
perfecto, y va a lograr una restauración perfecta del universo y de nosotros,
si nos confiamos a él.
Esa obediencia por amor a una ley perfecta que Lucifer puso
en duda en su rebelión estando en un universo perfecto, Dios la demostrará
posible en su pueblo, en un mundo imperfecto, con una naturaleza imperfecta,
como fruto de su gracia perfecta y sobreabundante: gracia para el perdón de los
pecados y para el poder de vencerlos:
“La gracia de Dios se ha
manifestado para salvación a toda la humanidad, y nos enseña que,
renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, mientras aguardamos la
esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y
Salvador Jesucristo” (Tito 2:11-13).
Creo importante esta matización: al considerar la perfección,
nuestro foco no ha de estar en nosotros, sino en la iglesia de Cristo, de
hecho, en Cristo, cabeza de la iglesia. “Nosotros” es el plural de “yo”, y fue
por ahí por donde comenzó la rebelión de Lucifer: por el principio del “yo”.
Creo que no es afortunado considerar la perfección circunscribiéndola a la
esfera individual, pues el Espíritu Santo concede sus dones “para perfección de los santos, para la obra del
ministerio, para edificación del cuerpo
de Cristo” (Efe 4:12). Se trata de la perfección que Dios va
a dar a su iglesia, y no es para nuestra complacencia, sino para la obra del
ministerio, para manifestar su gloria en su iglesia. Esa, su gloria, la
edificación de su iglesia, será nuestro foco de atención cuando conozcamos
realmente el carácter de Dios tal como es nuestro privilegio conocerlo a la luz
del conflicto de los siglos.
No sabemos exactamente cómo van a producirse los
acontecimientos finales mediante los cuales la iglesia de Cristo va a darle la
gloria de la que “es digno”, pero el foco no será “yo”, “tú” ni siquiera
“nosotros”. No será nuestra justicia,
nuestra obediencia, nuestra perfección o nada nuestro, sino:
“En sus días será salvo Judá, e
Israel habitará confiado; y este será su nombre con el cual lo llamarán: “Jehová, justicia nuestra” (Jer
23:6).
Podemos dar muchas gracias porque sea así. Mientras tanto,
“Os ruego, pues, hermanos, por el
nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no
haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en
una misma mente y un mismo parecer” (1 Cor 1:10)
“Así que, todos los que somos
perfectos, esto mismo sintamos; y si otra cosa sentís, esto también os lo
revelará Dios” (Fil 3:15).
“Mantengamos firme, sin fluctuar,
la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió”
(Heb 10:23).
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(*) Nota:
“Mis pecados” no es algo que exista separadamente de mí. Los
pecados no tienen existencia propia. No es posible tomar mis pecados sin
tomarme a mí, puesto que el pecado afecta a mi mente, a mi corazón; es algo que
afecta al carácter, a la identidad de un ser libre y responsable que tomó la
mala decisión. “Pecado” es la acción (transgresora de la ley), con el estado
subsecuente del ser sujeto a juicio moral. Por lo tanto, cuando Cristo llevó
nuestros pecados y venció sobre ellos en Getsemaní y Calvario, tuvo que pasar
por la experiencia de sentir todo lo que siente el que ha cometido los pecados,
aun sin haberlos cometido nunca de forma personal. Es decir: aunque jamás
cometió pecado, debió enfrentar la misma pulsión a repetirlo y ampliarlo que
siente el que ha vivido encadenado a él; tuvo que sentir el mismo
remordimiento, la misma desesperación, la misma tentación a pensar que seguir
pecando es todo lo que puedo hacer, tal como siente el que cede al pecado; tuvo
que sentir la vergüenza de la desnudez moral, de la que su desnudez literal era
un reflejo (“sufrió la cruz, menospreciando la
vergüenza”, Heb 12:2); aunque no era culpable, tuvo que sentir la
suciedad, la culpa y la condenación del pecado, y la llevó tan pesadamente que
se sintió abandonado por su Padre (Sal 22:1-2) y en la condenación
eterna. Fue eso lo que quebrantó su corazón. Sólo la fe —no sus sentimientos—
le permitía vislumbrar el éxito de su misión. Por lo tanto, en su experiencia
en Getsemaní y Calvario venció sobre el pasivo de pecados que, aunque no
cometidos por él, llevó y sintió como si los hubiera cometido. Eso puede
explicar el versículo 5 del salmo 69, que es claramente un salmo mesiánico y un
salmo “de la cruz”. Y eso significa que el Salvador tiene la compasión y el
poder para dar la victoria a todos y cada uno, no importando el tipo de
esclavitud al pecado que los haya aprisionado, su reincidencia ni el tiempo que
hayan pasado en esa condición de muerte espiritual.
“Cuando el pecado contiende por dominar
vuestra alma y agobia vuestra conciencia, mirad al Salvador. Su
gracia basta para vencer el pecado. Vuélvase hacia él vuestro
agradecido corazón que tiembla de incertidumbre. Echad mano de la esperanza que
os es propuesta” (MC 56-57).
“Invócame en el día de la angustia; te
libraré, y tú me honrarás” (Sal 50:15).
Algunas declaraciones de Ellen White relativas a la victoria sobre el
pecado y el perfeccionamiento de un carácter cristiano:
Así como el sacrificio en beneficio nuestro fue
completo, también debe ser completa nuestra restauración de la corrupción del
pecado. La ley de Dios no disculpará ningún acto de perversidad; ninguna
injusticia escapará a su condenación. El sistema moral del evangelio no
reconoce otro ideal que el de la perfección del carácter divino (MC
357).
Oímos muchas excusas: “No puedo vivir de tal
manera que alcance esto o lo otro”. ¿Qué queréis decir con esto o lo otro?
¿Queréis decir que fue un sacrificio imperfecto el que fue hecho en el Calvario
por la raza caída, que no se nos concede suficiente gracia y poder para
sobreponernos a nuestros defectos y tendencias naturales, y que no fue un
Salvador completo el que nos fue dado? ¿O queréis reprochar a Dios? Bien,
decís: “Fue el pecado de Adán”. Decís: “Yo no soy culpable de eso”; y además: “Yo
no soy responsable por su culpa y su caída. Tengo todas estas tendencias
naturales en mí, y no debe culpárseme si las revelo”. Entonces ¿a quién hay que
culpar?, ¿a Dios? (3 MS 203: predicación de Ellen White en
Minneapolis, sábado 20 octubre 1888).
Él los ama [a los niños] y os llama para
que cooperéis con él al enseñarles a formar caracteres perfectos. El Señor
requiere la perfección de su familia redimida. Espera de nosotros la perfección
que Cristo reveló en su humanidad (CN
450).
Sólo venciendo como Cristo venció obtendremos
la vida eterna (MH
445.2).
La iglesia dotada de la justicia de Cristo es
su depositaria, en la cual las riquezas de su misericordia y su gracia y su
amor han de aparecer en plena y final manifestación. Cristo mira a su pueblo en
su pureza y perfección como la recompensa de su humillación y el suplemento de
su gloria, siendo él mismo el gran centro del cual irradia toda la gloria (DTG
634).
Por su perfecta obediencia ha hecho posible que
cada ser humano obedezca los mandamientos de Dios. Cuando nos sometemos a
Cristo, el corazón se une con su corazón, la voluntad se fusiona con su
voluntad, la mente llega a ser una con su mente, los pensamientos se sujetan a
él; vivimos su vida. Esto es lo que significa estar vestidos con el manto de su
justicia. Entonces, cuando el Señor nos contempla, él ve no el vestido de hojas
de higuera, no la desnudez y deformidad del pecado, sino su propia ropa de justicia,
que es la perfecta obediencia a la ley de Jehová (PVGM 253).
El Señor nos asegura que cuando pedimos las
bendiciones que necesitamos con el fin de perfeccionar un carácter semejante al
de Cristo, solicitamos de acuerdo con una promesa que se cumplirá (DMJ
111).
Ahora, mientras que nuestro gran Sumo Sacerdote
está haciendo propiciación por nosotros, debemos tratar de llegar a la
perfección en Cristo. Cristo no pudo ser inducido a ceder a la tentación ni
siquiera en pensamiento… Cristo guardó los mandamientos de su Padre y no hubo
en él ningún pecado de que Satanás pudiese sacar ventaja. Esta es la condición
en que deben encontrarse los que han de poder subsistir en el tiempo de
angustia. En esta vida es donde debemos separarnos del pecado por la fe en la
sangre expiatoria de Cristo (CS 680-681).
No hay excusa para el pecado. Un temperamento
santo, una vida semejante a la de Cristo, es accesible para todo hijo de Dios
arrepentido y creyente (DTG 278).
“Al que venciere, yo le daré que se siente
conmigo en mi trono; así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su
trono” (Apoc 3:21). Podemos vencer plena y enteramente. Jesús murió para
hacernos un camino de salida, a fin de que pudiésemos vencer todo mal genio,
todo pecado, toda tentación y sentarnos al fin con él (1 JT 43).
Los que resisten en cada punto, que soportan
cada prueba y vencen, a cualquier precio que sea, han escuchado el consejo del
Testigo fiel y recibirán la lluvia tardía, y estarán preparados para la
traslación… ¡Ojalá que toda persona que profesa tibiamente su creencia pudiese
comprender la obra de limpieza que Dios está por realizar entre su pueblo
profeso! (1 JT 66).
Ni siquiera por un pensamiento cedió a la
tentación. Así también podemos hacer nosotros. La humanidad de Cristo estaba
unida con la divinidad. Fue hecho idóneo para el conflicto mediante la
permanencia del Espíritu Santo en él. Y él vino para hacernos participantes de
la naturaleza divina. Mientras estemos unidos con él por la fe, el pecado no
tendrá dominio sobre nosotros. Dios extiende su mano para alcanzar la mano de
nuestra fe y dirigirla a asirse de la divinidad de Cristo, a fin de que nuestro
carácter pueda alcanzar la perfección (DTG 98-99).
Ninguno de nosotros recibirá jamás el sello de
Dios mientras nuestro carácter tenga una tacha o mancha. Nos incumbe a nosotros
mismos remediar los defectos de nuestros caracteres y purificar el templo del
alma de toda impureza. Entonces caerá sobre nosotros la lluvia tardía como cayó
la lluvia temprana sobre los apóstoles en el día del Pentecostés (Christian
Experience and Teaching of Mrs. Ellen G. White, 189).
El Salvador llevó sobre sí los achaques de la
humanidad y vivió una vida sin pecado para que los hombres no teman que la
flaqueza de la naturaleza humana les impida vencer. Cristo vino para hacernos
“participantes de la naturaleza divina”, y su vida es una afirmación de que la
humanidad en combinación con la divinidad, no peca. El Salvador venció para
enseñar al hombre cómo puede él también vencer (MC 136).
En sus conflictos con Satanás, la familia
humana dispone de toda la ayuda que tuvo Cristo… En su humanidad, el Hijo de
Dios luchó con las mismísimas terribles y aparentemente abrumadoras tentaciones
que asaltan al hombre: tentaciones a complacer el apetito, a aventurarse
atrevidamente donde Dios no nos conduce, y a adorar al dios de este mundo, a
sacrificar una eternidad de bienaventuranza por los placeres fascinadores de
esta vida. Cada uno será tentado, pero declara la Palabra que no seremos
tentados más allá de lo que podamos soportar. Podemos resistir y vencer al
astuto enemigo (1 MS 111-112).
Mediante el plan de redención, Dios ha provisto
medios para vencer cada rasgo pecaminoso y resistir cada tentación, no importa
cuán poderosa sea (1 MS 94).
No os sentéis en la cómoda silla de Satanás, y
no digáis que de nada vale que os esforcéis, porque no podéis dejar de pecar, y
que no hay poder en vosotros para vencer. No hay poder en vosotros cuando
estáis alejados de Cristo, pero tenéis el privilegio de tener a Cristo morando
en vuestro corazón por fe, y él puede vencer el pecado en vosotros cuando
cooperáis con sus esfuerzos (NEV 11 marzo, 78).
Cristo murió para hacer posible que dejéis de
pecar, y pecado es transgresión de la ley (RH, 28 agosto 1894).
A todo el que se entregue completamente a Dios
se le da el privilegio de vivir sin pecado, en obediencia a la ley del cielo (RH
27 septiembre 1906).
Antes de que venga ese tiempo [la segunda venida], todo lo que sea imperfecto en nosotros será quitado.
Toda envidia, y celos, y malas sospechas, y todo plan egoísta habrán sido
eliminados de la vida… ¿Estamos procurando su plenitud, conquistando una altura
cada vez mayor, en procura de la perfección de su carácter? Cuando los siervos
de Dios alcancen este punto, serán sellados en sus frentes (3 MS 488).
La misma imagen de Dios se ha de reproducir en
la humanidad. El honor de Dios, el honor de Cristo, están comprometidos en la
perfección del carácter de su pueblo (DTG 625).
Nuestra santificación es propósito de Dios en
todo su trato con nosotros. Nos escogió desde la eternidad para que pudiésemos
ser santos… Dios ha declarado llanamente que espera que seamos perfectos, y
debido a que espera esto, él ha hecho provisión para que seamos participantes
de la naturaleza divina (NEV 26 julio, 215).
Cristo ha hecho toda provisión para la
santificación de su iglesia. Ha hecho abundante provisión para que cada alma
posea tal gracia y fortaleza que será más que vencedora en la batalla contra el
pecado… [el Salvador] Vino a este mundo y vivió una vida sin pecado, para que
en su poder su pueblo también pueda vivir vidas sin pecado. Desea que al
practicar los principios de la verdad muestren al mundo que la gracia de Dios
tiene poder para santificar el corazón (RH, 1 abril 1902).
Dios nos invita a que alcancemos la norma de
perfección y pone como ejemplo delante de nosotros el carácter de Cristo. En su
humanidad, perfeccionada por una vida de constante resistencia al mal, el
Salvador mostró que cooperando con la Divinidad los seres humanos pueden
alcanzar la perfección de carácter en esta vida. Esa es la seguridad que nos da
Dios de que nosotros también podemos obtener una victoria completa (HAp
424).
En el día del juicio, la conducta de aquel que
haya conservado la fragilidad y la imperfección de la humanidad, no será
defendida. Para el tal no habrá lugar en el cielo. No podría disfrutar de la
perfección de los santos en luz. El que no tiene suficiente fe en Cristo para
creer que Él puede guardarlo del pecado, no tiene la fe que le dará entrada en
el reino de Dios (3 MS 411).
El piadoso carácter de este profeta [Enoc]
representa el estado de santidad que deben alcanzar todos los que serán
“comprados de entre los de la tierra” (Apoc 14:3) en el tiempo de la segunda
venida de Cristo (PP 77).
También vi que muchos ignoran lo que deben ser
a fin de vivir a la vista del Señor durante el tiempo de angustia, cuando no
haya sumo sacerdote en el santuario. Los que reciban el sello del Dios vivo y
sean protegidos en el tiempo de angustia deben reflejar plenamente la imagen de
Jesús… Vi que nadie podrá participar del “refrigerio” a menos que haya vencido
todas las tentaciones y triunfado del orgullo, el egoísmo, el amor al mundo y
toda palabra y obra malas
(PE 70-71).
Los que vivan en la tierra cuando cese la
intercesión de Cristo en el santuario celestial deberán estar en pie en la
presencia del Dios santo sin mediador. Sus vestiduras deberán estar sin mácula;
sus caracteres, purificados de todo pecado por la sangre de la aspersión. Por
la gracia de Dios y sus propios y diligentes esfuerzos deberán ser vencedores
en la lucha con el mal. Mientras se prosigue el juicio investigador en el
cielo, mientras que los pecados de los creyentes arrepentidos son quitados del
santuario, debe llevarse a cabo una obra especial de purificación, de
liberación del pecado, entre el pueblo de Dios en la tierra. Esta obra está
presentada con mayor claridad en los mensajes del capítulo 14 del Apocalipsis (CS
478).
La intercesión de Cristo por el hombre en el
santuario celestial es tan esencial para el plan de la salvación como lo fue su
muerte en la cruz…
De los defectos de carácter se vale Satanás para intentar dominar toda la
mente, y sabe muy bien que si se conservan estos defectos, lo logrará. De ahí
que trate constantemente de engañar a los discípulos de Cristo con su fatal
sofisma de que les es imposible vencer (CS 543).
En la fortaleza de la divinidad venceremos toda
tendencia al mal… Cristo tomó la humanidad y cargó con el odio del mundo para
poder mostrar a los hombres y las mujeres que podían vivir sin pecado, que sus
palabras, sus acciones y su espíritu podían ser consagrados a Dios. Podemos ser
perfectos cristianos si manifestamos este poder en nuestras vidas (Alza
tus ojos 16 octubre, 301).
Cuando él venga, no lo hará para limpiarnos de
nuestros pecados, quitarnos los defectos de carácter o curarnos de las
flaquezas de nuestro temperamento y disposición. Si es que se ha de realizar en
nosotros esta obra, se hará antes de aquel tiempo. Cuando venga el Señor, los
que son santos seguirán siendo santos. Los que hayan conservado su cuerpo y
espíritu en pureza, santificación y honra, recibirán el toque final de la
inmortalidad. Pero los que son injustos, inmundos y no santificados
permanecerán así para siempre. No se hará en su favor ninguna obra que elimine
sus defectos y les dé un carácter santo. El Refinador no se sentará entonces
para proseguir su obra de refinación y quitar sus pecados y su corrupción. Todo
esto debe hacerse en las horas del tiempo de gracia. Ahora es cuando debe realizarse esta obra en nosotros (2 T 318).
El enemigo siempre quiere llevar a las almas a
la incredulidad y al escepticismo. Quiere anular a Dios y a Cristo, que fue
hecho carne y habitó entre nosotros para enseñarnos que en obediencia a la
voluntad de Dios podemos ser victoriosos sobre el pecado (1 MS 227).
Nadie diga: No puedo remediar mis defectos de
carácter. Si llegáis a esta conclusión, dejaréis ciertamente de obtener la vida
eterna (PVGM 266).
Hay muchos que pretenden servir a Dios, pero
que no lo conocen por experiencia. Su deseo de aceptar la voluntad divina se
basa en su propia inclinación, y no en la profunda convicción impartida por el
Espíritu Santo. Su conducta no armoniza con la ley de Dios. Profesan aceptar a
Cristo como su Salvador, pero no creen que él quiere darles poder para vencer
sus pecados. No tienen una relación personal con un Salvador viviente, y su
carácter revela defectos así heredados como cultivados (PVGM
29).
Como hijos e hijas de Dios hemos de esforzarnos
por alcanzar el elevado ideal que el evangelio supone. No debemos conformarnos
con nada que esté por debajo de la perfección… Habrá una seria lucha por vencer
todo lo que se opone a la perfección cristiana (YI, 26
sept 1901).
Podéis decir que creéis en Jesús cuando
valoráis el precio de vuestra salvación. Podéis hacer esa alegación cuando
sentís que Jesús murió por vosotros en la cruel cruz del Calvario; cuando
tenéis una fe inteligente, una fe que comprende que su muerte hace posible que
dejéis de pecar y perfeccionéis un carácter justo mediante la gracia de Dios
que os es otorgado como compra de la sangre de Cristo… “Toda injusticia es
pecado”, y “pecado es transgresión de la ley”, por lo tanto, quienes quebrantan
la ley de Dios y enseñan a otros a quebrantarla no serán cubiertos con las
vestiduras de la justicia de Cristo. Él no vino para salvar al hombre en sus
pecados, sino de sus pecados (RH,
24 julio 1888).
El verdadero cristiano … la ley de Dios es su
delicia. En lugar de procurar rebajar la norma de los mandamientos divinos para
acomodarla a sus propias deficiencias, se esfuerza constantemente por elevar su
nivel de perfección. Esta debe ser nuestra experiencia si queremos estar
preparados para el día de Dios. Ahora, mientras dura el tiempo de prueba y aún
se oye la voz de la misericordia, debemos abandonar nuestros pecados (Maranatha, el Señor viene, 77).
Satanás puede tentaros, pero de vosotros
depende si vais a ceder o no. Toda la hueste de Satanás carece de poder para
obligar al tentado a desobedecer. No hay excusa para el pecado (Maranatha,
el Señor viene, 80).
La calumnia y el reproche serán la recompensa
de los que defiendan la verdad como es en Jesús. “Todos los que quieran vivir
piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecución” (2 Tim 3:12). Los que dan
un franco testimonio contra el pecado, tan ciertamente serán aborrecidos como
lo fue el Maestro que les dio esa obra para hacerla en su nombre. Al igual que
Cristo, serán llamados enemigos de la iglesia y de la religión, y mientras más
fervientes y leales sean sus esfuerzos para honrar a Dios, más amarga será la
enemistad de los impíos e hipócritas. Pero no nos debemos desanimar cuando
seamos tratados así. Quizá seamos llamados “faltos de juicio y necios”,
fanáticos y aun locos. Quizá se diga de nosotros como se dijo de Cristo:
“Demonio tiene” (Juan 10:20). Pero la obra que el Maestro nos ha dado para
realizar, es todavía nuestra obra. Debemos dirigir la mente a Jesús sin buscar
alabanza u honor de los hombres sino entregándonos a Aquel que juzga
rectamente. Él sabe cómo ayudar a los que, mientras siguen en las pisadas de
Jesús, sufren en cierto grado el reproche que él soportó. Fue tentado en todo
como nosotros lo somos, para que supiera socorrer a los que son tentados (1 MS 83).