Parábola del rico y Lázaro
Lucas 16:19-31
El relato nada dice sobre almas inmortales escapando al cuerpo en el momento de la muerte. Al contrario: el hombre rico, tras morir, tiene “ojos” y “lengua”; es decir, las mismas partes corporales que los vivos tal como los conocemos. El rico pide a Lázaro que moje la punta de su dedo en agua. Si la narración se toma literalmente, el bueno (Lázaro) y el malo (el rico), tras morir, no se elevan como espíritus inmateriales, sino que comparecen para recibir su recompensa correspondiente como seres reales con sus partes corporales. ¿Cómo es posible, dado que sus cuerpos quedaron en el sepulcro?
Si se tratara de un relato literal, el cielo y el infierno estrían lo suficientemente cerca como para permitir una conversación entre los habitantes de los dos destinos dispares, una situación ciertamente inconcebible.
Si quienes sostienen la doctrina griega de la inmortalidad natural del alma ven el texto de Lucas 16:19-31 como una descripción literal de la geografía del cielo y el infierno, están obligados a renunciar al texto que habla de las almas bajo el altar pidiendo venganza contra sus perseguidores (Apocalipsis 6:9-11). Ambos pasajes no pueden ser literales. Si los justos pueden ver a los malos sufriendo su tortura, ¿por qué habrían de clamar a Dios por venganza?
Cuando el rico pidió que Lázaro fuera enviado a la tierra a fin de prevenir a otros contra el infierno, Abraham replica: “A Moisés y a los Profetas tienen; ¡que los oigan a ellos!” (Lucas 16:29). Y añade: “Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de los muertos” (vers. 31).
La narración no habla en ningún lugar de espíritus incorpóreos, ni siquiera en el propuesto regreso para prevenir a la familia del rico. Al contrario, ese hipotético retorno se describe en términos de levantarse de los muertos.
A fin de escapar a la contradicción de que los espíritus tengan cuerpo, y que el cielo y el infierno estén lo suficientemente cerca como para conversar, quizá el defensor de la doctrina de la inmortalidad natural del alma esté dispuesto a reconocer que ese relato no es una descripción literal, sino una parábola.
En tal caso es preciso recordar que una doctrina no se debe basar en parábolas o alegorías. Una parábola, como otro tipo de ilustraciones, se utiliza frecuentemente en la Biblia para destacar cierto punto particular. Pretender basar una doctrina en una parábola puede llevar al absurdo, cuando no a la contradicción (más al final).
Buscar en la ilustración una evidencia que apoye una doctrina exactamente opuesta a la que sostiene el autor o escritor, viola la regla más básica que rige en las ilustraciones. Quien emplea la parábola para intentar demostrar que los seres humanos reciben su recompensa al morir, hace que Cristo se contradiga a sí mismo.
En todo otro lugar de la Biblia Cristo establece más allá de cualquier duda el tiempo en que los justos reciben su recompensa, y el tiempo cuando los malos son lanzados al lago de fuego consumidor: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria … serán reunidas delante de él todas las naciones … Entonces el Rey dirá a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino …’ Entonces dirá también a los de la izquierda: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno’” (Mateo 25:31-41).
Nosotros, los vivientes, estamos en terreno seguro al comprender la parábola en armonía con lo que Cristo y los profetas dijeron. Malaquías, por ejemplo, establece que “aquel día que vendrá” —evento futuro— es el momento en que los impíos serán consumidos en el fuego destructor (Malaquías 4:1-3).
Los escritores del Antiguo Testamento enfatizan que al morir, tanto justos como injustos yacen en el silencio y la inconsciencia del sepulcro hasta el día de la resurrección (Job 14:12-15, 20-21; 17:13; 19:25-27; Salmos 115:17; Eclesiastés 9:3-6, 10).
Aceptar que el relato es una parábola o alegoría no da al defensor de la doctrina de la inmortalidad natural del alma mayor evidencia para su pretensión que si la considera una descripción literal, a menos que sostenga la idea imposible de que algún punto particular del relato deba ser tomado aisladamente de forma literal, incluso si contradice la enseñanza de “Moisés y los profetas” tanto como la del propio Cristo (por ejemplo, en Mateo 25).
Ese relato es ciertamente una parábola. Ese fue el método que Cristo empleó comúnmente en su enseñanza, por más que en esta ocasión, como en otras más (Lucas 14:16 y 15:11), no empleó la forma introductoria más habitual: “El reino de Dios es semejante a…”.
Por consiguiente, procuramos encontrar justamente la lección que Cristo quiso destacar, sin intentar forzar a la parábola a que pruebe otra cosa distinta.
Es evidente que Cristo se estaba dirigiendo a los fariseos, “que eran avaros” (Lucas 16:14). Ellos, y una buena parte del resto de judíos, pensaban que las riquezas eran la señal inconfundible del favor de Dios, y la pobreza de lo contrario.
Mediante esa parábola Cristo enseñó que la recompensa que esperaba al rico avaro opresor del pobre era la opuesta a la que los judíos creían.
Deducir de la parábola que los justos van literalmente al “seno de Abraham”, o que el cielo y el infierno están a poca distancia, tiene la misma verosimilitud que deducir que la recompensa viene inmediatamente tras la muerte.
Cristo nos guarda de malinterpretar la lección que dio a los judíos, enseñándola mediante una parábola. Ciertamente nos guarda de malinterpretarla al insistir en que “Moisés y los profetas” deben ser la guía de los vivientes. El hecho de que a fin de prevenir se tenga que levantar de los muertos es otro elemento que nos guarda de conclusiones erróneas.
Empleando una alegoría, Cristo pudo hacer hablar a los muertos inconscientes sin necesidad de hacer que sean conscientes.
En otro lugar de la Biblia encontramos la parábola en la que “fueron una vez los árboles a elegirse un rey”, junto a la conversación que mantuvieron entre ellos (Jueces 9:8; ver también 2 Reyes 14:9). ¿Podemos demostrar a partir de esta parábola, que los árboles conversan entre sí y que eligen sus reyes?
No se debe hacer probar a la
parábola más de lo que se propuso enseñar quien la dio, y ese es un principio
que se aplica a toda parábola. También
a la del rico y Lázaro.
Tomado de Francis D. Nichol, Answers to
Objections (Review and Herald Publishing Association, Washington).
Traducción: www.libros1888.com