Los
pactos del Sinaí
LB, 14 mayo 2021
Al pie del Sinaí (Éxodo 17-34) se debe distinguir entre (1) el pacto que Dios quiso dar al pueblo (el pacto eterno, o nuevo pacto), (2) el pacto que el pueblo inició (viejo pacto), y (3) el que finalmente les dio Dios, que era en esencia el nuevo pacto.
(1) En Éxodo 19 vemos a Dios dándoles buenas nuevas: el evangelio de la liberación de la esclavitud egipcia (19:4), y antes de darles las promesas estableció la condición: fe, abrazar el pacto (19:5). Les hizo entonces promesas de ser su pueblo escogido, promesas de santidad y de constituirlos sacerdotes entre las naciones (19:5-6). En Éxodo 6:2-8 vemos cuál era el pacto que Dios quería renovarles: las promesas del pacto eterno que Dios había decidido ahora cumplir, comenzando por liberarlos de Egipto. Pero en el versículo 9 vemos cuál había sido la respuesta de Israel ante la propuesta divina de renovarles ese pacto antes de salir de Egipto: “no escuchaban”. Esa actitud impidió que Dios pudiera renovarles entonces el pacto eterno, tal como hizo siglos antes con Abraham. Otra actitud equivalente de parte de su pueblo impediría que Dios pudiera renovar en primera instancia su pacto al pie del Sinaí.
(2) La reedición del nuevo pacto quedó interrumpida en Sinaí por la irrupción de las promesas del pueblo de Israel, que no estaban basadas en la gracia ni en Cristo, sino en la suficiencia humana (Éxodo 19:8; 24:3 y 7). Dios tuvo que aceptar la buena voluntad de su pueblo y permitir que experimentaran los resultados invariables del viejo pacto. El quebrantamiento de las primeras tablas de piedra es emblemático de la “fuerza” de aquel pacto de promesas y obras humanas.
(3) La amarga experiencia que siguió los preparó para un pacto distinto y mejor: el que aparece en el capítulo 34 (que sigue referido al Sinaí). En esa ocasión no es el pueblo quien respondió, sino Moisés como su representante, simbolizando a Cristo —el postrer Adán— quien es la nueva Cabeza y Representante de la humanidad. A diferencia de la primera ocasión, esta vez Dios pidió a Moisés que subiera solo al monte para tratar con él, lo que en tipo es equivalente al nuevo pacto entre Dios Padre y Dios Hijo: Dios Hijo en quien estamos incorporados si tenemos fe como Abraham (Gál 3:29). En ese pacto encontramos misericordia y perdón, y las promesas corren de la parte divina (2 Cor 1:20).
Otro nombre para Sinaí es Horeb (Deut 9:8-9; Sal 106:19). ¿Quién estuvo en la peña?
Yo estaré delante de ti allí sobre la peña en Horeb; y golpearás la peña, y saldrán de ella aguas, y beberá el pueblo (Éxodo 17:6).
Allí estaba Cristo, y allí estaba el símbolo de las aguas de vida que manaron de su costado herido en el Calvario. Israel sació su sed física en aquella Fuente, pero a la mayoría del pueblo aquella agua de vida no le aprovechó más que al ganado que los acompañaba. No vivieron como viendo al Invisible, como sí fue el caso de Moisés.
Todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto (1 Cor 10:4-5).
Así, en el episodio de Éxodo 19, el propio el Señor les recordó las buenas nuevas del evangelio: lo que había hecho ya por ellos:
Visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas y os he traído a mí (Éxodo 19:4).
A continuación les presentó las condiciones bajo las cuales les iba a hacer las promesas:
Si diereis oído a mi voz y guardareis mi pacto (Éxodo 19:5).
Por guardar el pacto no podía referirse a obedecer el Decálogo, puesto que aún no lo había dado. Les estaba pidiendo que creyeran, abrazaran y amaran el pacto, el gran pacto que existía y existe desde la eternidad, el pacto eterno: el amor de Dios puesto en acción para salvar y restaurar la humanidad caída.
“Guardareis” (samar en hebreo) puede no tener el significado que solemos darle (obedecer la ley), como sugiere su empleo en Gén 2:15 (guardar, cuidar, apreciar el jardín del Edén; ¡no es posible obedecer a un jardín!).
En lo leído hasta el versículo seis no hay ninguna referencia a la ley. Lo que hay es una exposición sucinta y abarcante del evangelio: lo que Dios ha hecho ya por el hombre y por su pueblo, junto a las promesas divinas de lo que el Señor está todavía por hacer, así como las condiciones para recibir la bendición.
En la Biblia encontramos repetida la expresión “obedecer el evangelio” en sus varias conjugaciones (2 Tes 1:8 y 2:12; Heb 3:18-19; 1 Ped 4:17, etc). Obedecer el evangelio NO es lo mismo que obedecer la ley entendida como mandamientos u órdenes. Obedecer la ley es cumplirla, llevarla a cabo; mientras que obedecer el evangelio es creer la buena nueva de lo que Dios ha hecho ya por nosotros, y de sus promesas de lo que está por hacer, viviendo por ellas y según ellas. “Obedecer a la fe” es una expresión equivalente.
Al que puede confirmaros según mi evangelio y la predicación de Jesucristo, según la revelación del misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos, pero que ha sido manifestado ahora, y que por las Escrituras de los profetas, según el mandamiento del Dios eterno, se ha dado a conocer a todas las gentes para que obedezcan a la fe (Rom 16:25-26).
En la escritura precedente, obedecer a la fe no se refiere a guardar una ley, sino al “evangelio y la predicación de Jesucristo”. Dar a conocer la revelación de ese misterio es “el mandamiento del Dios eterno”.
¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas! Mas no todos obedecieron al evangelio; pues Isaías dice: Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio? (Rom 10:15-16).
Obedecer al evangelio es creer y abrazar las “buenas nuevas” de lo que Dios ha hecho, hace y hará en Cristo por el pecador. Es el camino de Emaús, es encontrar a Cristo también en los escritos de Moisés y los profetas, contemplándolo sin velo de incredulidad y siendo transformados a su semejanza mediante el Espíritu (2 Cor 3:13-18). Obedecer al evangelio habría sido la respuesta excelente en el Sinaí.
Tras las condiciones, en el Sinaí siguieron las promesas divinas (unilaterales) propias del pacto eterno o nuevo pacto:
Seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa (Éxodo 19:5-6).
Tristemente, los israelitas no vieron a Cristo, no percibieron la buena nueva del evangelio. No esperaban promesas sino órdenes, y seguros de su capacidad para cumplirlas, incluso antes de saber cuáles podían ser esas órdenes, “todo el pueblo respondió a una, y dijeron: Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:8).
Es significativo que Moisés, el líder del pueblo por designio de Dios, no respondió nada. No respondió en nombre de ellos ni se nos informa de que le consultaran en su decisión. Más tarde veremos la importancia del hecho, pero lo cierto es que en ese punto rechazaron el nuevo pacto o pacto eterno e iniciaron el viejo pacto: su pacto (de ellos).
A continuación Dios pronunció la ley, el Decálogo (Éxodo 20:2-17) con la intención de que se hiciera patente su pecado y comprendieran su necesidad de la gracia para el perdón y para el poder.
La ley se introdujo para que el pecado abundase (Rom 5:20; ver también 7:13).
Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones (Gál 3:19; ver también 21-24).
El contenido y la forma en que les dio la ley debiera haberles hecho reflexionar respecto a su pretendida suficiencia para obedecerla, pero tristemente no logró ese fin, al menos por el momento. Simplemente se aterrorizaron ante la manifestación divina y pidieron poner distancia, de manera que Moisés se comunicara con Dios, pero no ellos:
Dijeron a Moisés: Habla tú con nosotros y nosotros oiremos, pero no hable Dios con nosotros para que no muramos (Éxodo 20:19).
Si bien seguían creyéndose suficientes para obedecer lo que fuera, no obstante, se habían dado cuenta de una cosa: no podían comparecer ante Dios sin un Mediador, y así, Dios aprobó aquella petición del pueblo:
…lo que pediste a Jehová tu Dios en Horeb el día de la asamblea, diciendo: No vuelva yo a oír la voz de Jehová mi Dios, ni vea yo más este gran fuego, para que no muera. Y Jehová me dijo: Han hablado bien en lo que han dicho (Deut 18:16-17).
A continuación les anunció “profeta enviaré en medio de ti…” en referencia a Cristo. No obstante, es dudoso que podamos interpretar ese episodio como expresando el anhelo de un mediador divino: Cristo, el único Mediador.
Job se acercó más a eso en su lamento / protesta ante Dios en estos términos:
No es hombre como yo, para que yo le responda y vengamos juntamente a juicio. No hay entre nosotros árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos (Job 9:32-33).
El hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores, sale como una flor y es cortado, y huye como la sombra y no permanece. ¿Sobre este abres tus ojos, y me traes a juicio contigo? (Job 14:1-3).
¿Son tus días como los días del hombre o tus años como los tiempos humanos, para que inquieras mi iniquidad y busques mi pecado? (Job 10:5-6).
Job echaba en falta un Dios-humano capaz de comprender su situación, un Dios que, como él mismo, fuese: “corto de días”, “hastiado de sinsabores” “hombre como yo”, “nacido de mujer”. El Deseado de todas las gentes era ya una realidad (anhelada, imaginada) para Job. Dios hecho hombre —el Verbo hecho carne— responde exactamente a aquel deseo que Job expresó. Su ruego / clamor fue conforme a la voluntad de Dios, como demuestra el hecho de que se cumplió literalmente milenios más tarde. Al respecto no parece tan positiva la petición de poner distancia entre Dios y los israelitas al pie del Sinaí.
A fin de que comprendieran las (fatídicas) implicaciones de la promesa que habían hecho, Dios les dio una muy seria advertencia que demandaba reflexión:
Yo envío mi ángel delante de ti para que te guarde en el camino y te introduzca en el lugar que yo he preparado. Guárdate delante de él y oye su voz; no le seas rebelde, porque él no perdonará vuestra rebelión, porque mi nombre está en él (Éxodo 23:20-21).
Después de haber temblado ante la promulgación de la ley, después de haber pedido no relacionarse con Dios directamente y después de escuchar la advertencia, el pueblo volvió a responder “a una voz, y dijo: Haremos todas las palabras que Jehová ha dicho” (Éxodo 24:3). Y para que no hubiera dudas,
[Moisés] tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos (Éxodo 24:7).
Si al menos el pueblo hubiera consultado con Moisés, el dirigente a quien Dios había escogido, quizá les hubiera sido de ayuda tal como sucedió con Josué en un episodio que guarda cierta similitud con el que es objeto de estudio, en el que el pueblo contrajo un compromiso y Josué intentó hacerles reflexionar:
Serviremos a Jehová, porque él es nuestro Dios. Entonces Josué dijo al pueblo: No podréis servir a Jehová, porque él es Dios santo, y Dios celoso; no sufrirá vuestras rebeliones y vuestros pecados. Si dejareis a Jehová y sirviereis a dioses ajenos, él se volverá y os hará mal, y os consumirá, después que os ha hecho bien. El pueblo entonces dijo a Josué: No, sino que a Jehová serviremos. Y Josué respondió al pueblo: Vosotros sois testigos contra vosotros mismos, de que habéis elegido a Jehová para servirle. Y ellos respondieron: Testigos somos (Josué 24:18-22).
De no ser por la seria advertencia de Josué, la del pueblo judío parecería la mejor respuesta posible. No obstante, y pese a su sinceridad y buenos deseos, se trataba de promesas humanas del viejo pacto, basadas en la suficiencia humana. La reforma de Josías duró lo que duró su mandato, y el resultado final se puede ver en Jueces 2:1-13. Escribió Jeremías:
¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal? (Jer 13:23).
“No podréis servir a Jehová —dijo Josué—, porque él es Dios santo [...] no sufrirá vuestras rebeliones y vuestros pecados”. Antes de que pudiera haber una reforma permanente, era necesario hacerle sentir al pueblo cuán incapaz de obedecer a Dios era de por sí mismo. Habían quebrantado su ley; esta los condenaba como transgresores, y no les proporcionaba ningún medio de escape. Mientras confiaran en su propia fuerza y justicia, les era imposible lograr perdón de sus pecados; no podían satisfacer las exigencias de la perfecta ley de Dios, y en vano se comprometían a servir a Dios. Sólo por la fe en Cristo podían alcanzar el perdón de sus pecados y recibir fuerza para obedecer la ley de Dios. Debían dejar de depender de sus propios esfuerzos para salvarse; debían confiar por completo en el poder de los méritos del Salvador prometido si querían ser aceptados por Dios. Josué trató de hacer que sus oyentes pesaran muy bien sus palabras, y que desistieran de hacer votos para cuyo cumplimiento no estaban preparados. Con profundo fervor repitieron esta declaración: “No, sino que a Jehová serviremos”. Consintiendo solemnemente en atestiguar contra sí mismos que habían escogido a Jehová, una vez más reiteraron su promesa de lealtad: “A Jehová nuestro Dios serviremos, y a su voz obedeceremos” (PP 502.3-4; granate, 562-563).
Entonces Josué hizo pacto con el pueblo el mismo día, y les dio estatutos y leyes en Siquem. Y escribió Josué estas palabras en el libro de la ley de Dios; y tomando una gran piedra, la levantó allí debajo de la encina que estaba junto al santuario de Jehová. Y dijo Josué a todo el pueblo: He aquí esta piedra nos servirá de testigo, porque ella ha oído todas las palabras que Jehová nos ha hablado; será, pues, testigo contra vosotros (Josué 24:25-27).
Así pues, el viejo pacto iniciado por el hombre, en el que Dios no tiene más remedio que entrar a su pesar, no es en realidad un pacto con el hombre, sino contra el hombre. Es un pacto iniciado por el hombre, que va contra el hombre. Es un voto por la esclavitud (Gál 4:24-25).
La Biblia nos informa de otras promesas o pretensiones de suficiencia humana típicas del viejo pacto, a las que haremos bien en prestar atención:
Ordena que en tu reino se sienten estos dos hijos míos, el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda. Entonces Jesús respondiendo, dijo: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber del vaso que yo he de beber, y ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? Y ellos le dijeron: Podemos (Mat 20:21-22).
Es cierto que al final de sus vidas pudieron beber aquel vaso, y así sucedió, pero no podían cuando hicieron aquella petición y afirmación de poder.
El joven le dijo: Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta? (Mat 19:20).
En el Sinaí el Señor no tenía otra opción, excepto permitir que fructificaran aquellas promesas humanas de obediencia basadas en su propia voluntad y suficiencia. Su pueblo no le había dejado otra opción menos traumática que esa.
Antes de analizar el resultado, debemos señalar que Dios se apiadó de la ignorancia y ceguera del pueblo, y aunque no pudo tomar su fe por justicia, puesto que su respuesta no fue de fe como en el caso de Abraham, al menos tomó su buena disposición y voluntad de obedecerle como la mejor respuesta de la que eran capaces por entonces, y eso valió como punto de partida para una experiencia que habría de llevarlos de vuelta al nuevo pacto mediante un doloroso rodeo.
Aunque la petición del pueblo de poner distancia entre ellos y Dios distaba mucho de ser un reconocimiento de su necesidad de un Salvador, no obstante, en sus días ya funcionaba ese maravilloso recurso de la gracia, mediante el cual “el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rom 8:26).
Y el Señor les prometió aquello que tanto necesitaban, aunque no pedían ni esperaban:
Profeta de en medio de ti, de tus hermanos, como yo, te levantará Jehová tu Dios; a él oiréis… Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare (Deut 18:15-18. El “profeta” es Cristo: Hechos 3:20-22).
Entonces les dio el sistema del santuario a fin de que pudieran comprender: (1) la santidad de Dios y su elevada norma de justicia, (2) su necesidad de la gracia, del perdón ilustrado en los sacrificios que eran simbólicos del Cordero de Dios, (3) su necesidad de un Mediador, y (4) el deseo y disposición de Dios a habitar entre ellos, lo que significa vivir su perfecta vida de obediencia en ellos (1 Juan 3:24):
Harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos (Éxodo 25:8).
El Señor seguía llevándolos ciertamente sobre alas de águila, y los estaba atrayendo hacia sí (Éxodo 19:4).
Las águilas, cuando sus pollos están en condición de aprender a volar, los suben a su dorso y emprenden el vuelo, para dejarlos caer entonces y permitirles adquirir destreza con las alas mientras se debaten intentando frenar la caída. Antes de que ocurra el accidente, la madre se lanza en picado para adelantar a los aguiluchos en su caída, y los recoge de nuevo sobre ella. Así los instruye, mostrándose muy cerca de ellos en ocasiones, y dejándolos aparentemente desamparados en otras.
El que puso ese maravilloso mecanismo en sus criaturas, lo empleaba ahora para ilustrar el amoroso y sabio cuidado paternal con que el Señor los estaba llevando a través de diversas experiencias para que aprendieran a mirar a Cristo y vivir.
Lo guardó [a Jacob] como a la niña de su ojo. Como el águila que excita su nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los toma, los lleva sobre sus plumas (Deut 32:10-11).
Pero era inevitable el resultado de aquellas promesas humanas del viejo pacto:
Entonces todo el pueblo apartó los zarcillos de oro que tenían en sus orejas, y los trajeron a Aarón, y él los tomó de las manos de ellos y le dio forma con buril, e hizo de ello un becerro de fundición. Entonces dijeron: Israel, estos son tus dioses que te sacaron de la tierra de Egipto (Éxodo 32:3-4).
Pronto se han apartado del camino que yo les mandé; se han hecho un becerro de fundición y lo han adorado, y le han ofrecido sacrificios y han dicho: Israel, estos son tus dioses que te sacaron de la tierra de Egipto (Éxodo 32:8).
En este punto es bueno prestar atención a lo que NO había hecho Moisés: no había respondido ‘todo lo que has dicho haremos, y obedeceremos’. También es bueno recordar lo que NO había hecho el pueblo de Israel: no había pedido misericordia, perdón ni gracia. Moisés hizo justamente todo esto último que Israel no había hecho. Es evidente que Moisés —en marcado contraste con Israel— conocía a Dios y era conocido de él (Éxodo 33:13 y 17) y tenía una mente del nuevo pacto:
Entonces Moisés oró en presencia de Jehová su Dios, y dijo: Oh Jehová, ¿por qué se encenderá tu furor contra tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte? ¿Por qué han de hablar los egipcios, diciendo: Para mal los sacó, para matarlos en los montes, y para raerlos de sobre la faz de la tierra? Vuélvete del ardor de tu ira y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo, y les has dicho: Yo multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y daré a vuestra descendencia toda esta tierra de que he hablado, y la tomarán por heredad para siempre (Éxodo 32:11-13).
Moisés tuvo éxito en su obra intercesora, y es importante recalcar que en su intercesión no hubo referencia alguna a aquel (viejo) pacto de promesas humanas que ya había sido quebrantado. En su argumentación aludió exclusivamente a las promesas del pacto eterno o nuevo pacto. No es que Moisés lograra cambiar a Dios, sino que su sintonía con el Eterno le permitió ejemplificar y demostrar el carácter misericordioso del pacto eterno de Dios, y le permitió pedir conforme a la voluntad de Dios (1 Juan 5:14).
Entonces Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo (Éxodo 32:14).
En favor del pueblo de Dios, Moisés rogó por el perdón que es consustancial al nuevo pacto, hasta el punto de preferir la muerte eterna si Dios no podía perdonar a su pueblo:
Entonces volvió Moisés a Jehová, y dijo: Te ruego, pues este pueblo ha cometido un gran pecado, porque se hicieron dioses de oro, que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito (Éxodo 32:31-32).
“Tu libro” es el libro de la vida. Ser borrado de él significa la perdición eterna, y Moisés lo sabía. Es evidente que su salvación no era lo más importante para Moisés. El honor de Dios —que dependía de su pueblo—, el amor a Dios y a su pueblo, eran su motivación. Ese episodio fue un bello reflejo de la motivación de Cristo para dar su vida por el mundo y por cada uno de nosotros, según un amor que es más fuerte que la muerte. Esa mente, ese carácter, permitió a Moisés hablar “cara a cara” con Dios, y atreverse a pedirle cosas que casi nadie se atrevió a pedirle jamás. No es casualidad que en Apocalipsis se cite el cántico de Moisés junto al cántico del Cordero. Es el cántico de ese amor eterno e invariable que logra por fin la victoria sobre el mal.
El pueblo había cometido un grave pecado. Habían quebrantado su pacto (Heb 9:8), y en cierta manera Dios puso a prueba a su fiel siervo al darle a entender que había abandonado a Israel, que ahora ya no era más su pueblo, sino el de Moisés:
Entonces Jehová dijo a Moisés: Anda, desciende, porque tu pueblo que [tú] sacaste de la tierra de Egipto se ha corrompido (Éxodo 32:7).
Y así replicó el patriarca:
Entonces Moisés oró en presencia de Jehová su Dios, y dijo: Oh Jehová, ¿por qué se encenderá tu furor contra tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte? (Éxodo 32:11).
Ahora, pues, si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino para que te conozca y halle gracia en tus ojos, y mira que esta gente es pueblo tuyo (Éxodo 33:13).
Bien pudo escribir Pablo que Cristo es fiel sobre su casa “como también lo fue Moisés en toda la casa de Dios” (Heb 3:2).
En señal de displicencia por la rebelión de Israel, Dios dijo a Moisés que no los acompañaría, sino que en su lugar enviaría a un ángel:
Enviaré delante de ti el ángel… pero yo no subiré en medio de ti, porque eres pueblo de dura cerviz, no sea que te consuma en el camino (Éxodo 33:2-3).
Entonces
Moisés tomó el tabernáculo y lo levantó lejos, fuera del campamento, y lo llamó el Tabernáculo de Reunión. Y cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento (Éxodo 33:7).
Vemos en operación la entrañable y emocionante intercesión de Moisés, digno reflejo de la de Cristo. Moisés no se conformó con que Dios estuviera alejado. Sabía que él y el pueblo necesitaban “un Salvador que no está lejos, sino cerca, a la mano” (3 MS 205):
Dijo Moisés a Jehová: Mira, tú me dices a mí: Saca este pueblo; y tú no me has declarado a quién enviarás conmigo. Sin embargo, tú dices: Yo te he conocido por tu nombre, y has hallado también gracia en mis ojos (Éxodo 33:12).
Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí. ¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con nosotros? (Éxodo 33:15-16).
Esta fue la respuesta que el Dios de amor dio a su siervo amado:
También haré esto que has dicho, por cuanto has hallado gracia en mis ojos y te he conocido por tu nombre (Éxodo 33:17).
En Éxodo 34:9 Moisés ruega al Señor en estos términos:
Si ahora, Señor, he hallado gracia en tus ojos, vaya ahora el Señor en medio de nosotros; porque es un pueblo de dura cerviz; y perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos por tu heredad (Éxodo 34:9).
Esa petición contiene los elementos del nuevo pacto:
· La presencia personal del Señor: “todos me conocerán”, “daré mi ley en su mente y la escribiré en su corazón” (Jer 31:33-34).
· El perdón de los pecados: “perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado” (Jer 31:34).
· La identificación con una herencia divina (“seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo”) (Jer 31:33).
Esta fue la respuesta de Dios a la triple petición de Moisés:
He aquí, yo hago pacto delante de todo tu pueblo (Éxodo 34:10).
Ese pacto del capítulo 34 es muy distinto al del capítulo 19-24 (viejo pacto). Es un pacto “delante de todo tu pueblo”, pero sin que el pueblo sea consultado. Es una declaración divina unilateral. Tiene las características del nuevo pacto y se basa en la misericordia.
En el viejo pacto configurado en el Sinaí por la respuesta de autosuficiencia del pueblo para obedecer la ley (sin Cristo, sin la gracia), Dios había mostrado principalmente su justicia con un fin pedagógico: hacerles comprender su necesidad de la gracia en el don de Cristo, de forma que abandonaran toda esperanza de obtener la justicia mediante su obediencia a la ley (Fil 3:9). Hacerles ver tal cosa requirió mostrarles especialmente su justicia (‘Obedece y vivirás’). Ahora mostraría especialmente su misericordia mediante la revelación más profunda de su nombre, de su carácter, y Moisés bien sabía que tal iba a ser el caso. Por eso le había pedido que le mostrara su rostro:
Jehová descendió en la nube y estuvo allí con él proclamando el nombre de Jehová. Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación (Éxodo 34:5-7).
En el pacto del capítulo 34 de Éxodo no hay una respuesta del pueblo como la del capítulo 19. No hay promesas humanas de obediencia. Ese nuevo pacto lo hace Dios con Moisés primariamente. Es un tipo o representación del nuevo pacto o pacto eterno, en el que Dios Padre pactó con Dios Hijo como el nuevo Adán que representa a la humanidad, y entonces es él quien promete y quien cumple su promesa de gracia en nosotros. Aquí, Moisés fue un tipo de Cristo (el antitipo).
Jehová dijo a Moisés: Escribe tú estas palabras; porque conforme a estas palabras he hecho pacto contigo y con Israel (Éxodo 34:27).
Ese pacto se basó en las palabras que Dios mandó escribir a Moisés; no en palabras humanas.
A diferencia de lo que había sucedido anteriormente (Éxodo 24:9-11), en esta ocasión Dios ordenó a Moisés que subiera al monte él solo. No le acompañarían Aarón, Nadab y Abiú ni los setenta ancianos. Ninguno de ellos fue llamado a ratificar el pacto. Moisés fue el único con quien el Señor iba a tratar. Sólo de forma subsidiaria o representativa lo haría con Israel:
Prepárate, pues, para mañana, y sube de mañana al monte de Sinaí y preséntate ante mí sobre la cumbre del monte. Y no suba hombre contigo ni parezca alguno en todo el monte (Éxodo 34:2-39).
Moisés fue considerado en este pacto como el intercesor, el mediador; sin duda una figura de Cristo, el verdadero “Mediador del nuevo pacto” (Heb 12:24).
El tabernáculo se volvería a instalar en medio del campamento. Se establecería el sistema del santuario. Todo el ritual del santuario era una sombra o ejemplo, un tipo de la encarnación y sacrificio de Cristo, y de su verdadero sacerdocio en el santuario celestial.
Se trataba en esencia del pacto eterno o nuevo pacto. El evangelio, la obra de Cristo, estuvieron representados allí mediante el sistema ceremonial. Mediante él habían de expresar su fe en Cristo los verdaderos israelitas, tal como hacemos hoy nosotros mediante las ordenaciones del bautismo y la cena del Señor.
Eso demuestra que viejo pacto NO equivale a ley ceremonial ni a dispensación del Antiguo Testamento. No es un asunto cronológico. Pablo identificó ambos conceptos en algunos de sus escritos, pero no por lo que representaba en sí el sistema ceremonial tal como el propio Cristo lo había dado, sino porque en su mayor parte el pueblo lo pervirtió y lo convirtió en una abominación al dejar de representar a Cristo, poniendo en su lugar la propia justicia del hombre que se atribuía mérito al cumplir el ritual, mientras que descuidaba la justicia y la misericordia de Cristo que debía representar (Isa 1:11-18).
¿Dónde queda la ley en ese nuevo pacto? ¿Abolida? Así les recordó Moisés el episodio del Sinaí antes de pasar al descanso en la cumbre del Pisga:
En aquel tiempo Jehová me dijo: Lábrate dos tablas de piedra como las primeras, y sube a mí al monte, y hazte un arca de madera; y escribiré en aquellas tablas las palabras que estaban en las primeras tablas que quebraste; y las pondrás en el arca. E hice un arca de madera de acacia, y labré dos tablas de piedra como las primeras, y subí al monte con las dos tablas en mi mano. Y escribió en las tablas conforme a la primera escritura, los diez mandamientos que Jehová os había hablado en el monte de en medio del fuego el día de la asamblea; y me las dio Jehová. Y volví y descendí del monte, y puse las tablas en el arca que había hecho; y allí están como Jehová me mandó (Deut 10:1-5. Ver Éxodo 34:1).
Allí estaba la ley: en el centro del campamento y del santuario —templo—, en el lugar santísimo dentro del arca, y “¿qué acuerdo hay entre el templo de Dios y los ídolos? Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, salid de en medio de ellos y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso. Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor 6:16-7:1).
Es un símbolo de la ley de Dios —su carácter— escrita en el corazón, algo que sólo el Espíritu Santo puede hacer, cuando le permitimos que more en nosotros (Col 1:27; Rom 5:5).
Sinopsis de los pactos del Sinaí.
Éxodo 17-34
Dios |
Israel |
Moisés |
agua de vida (Cr) 17:6 |
|
|
evangelio 19:4 |
|
|
condición 19:5 |
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promesas 19:5-6 |
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|
obedeceremos 19:8 |
x |
ley 20 |
|
|
(Deut 18:16) (15-18) |
separación de Dios 20:19 |
|
advertencia 23:20-21 |
|
|
|
obedeceremos 24:3 y 7 |
x |
santuario 25:8 |
|
|
|
idolatría 32:4 y 8 |
|
|
|
Intercesión 32:11-14 |
|
x |
perdón 32:31-32; 34:9 |
no iré contigo 33:2-3 |
|
|
santuario fuera 33:7 |
|
|
|
x |
proximidad 33:15-16 |
|
velo 34:34-35 (2 Cor 3:13-16) |
|
cap 34 contigo v. 27 promesas v. 11 y 24 misericordia perdón mediador (Moisés) santuario |
x |
cap 34:8-9 adoró perdón poséenos |