EL PACTO ETERNO
(índice)
E.J. Waggoner
Original: The Everlasting Covenant
Artículos escritos entre 1890 y mayo de 1896
(no se trata del libro del mismo nombre que
publicó posteriormente en 1900)
Traducción: http://www.libros1888.com
4. Un altar
5. El pacto
6. La carne,
opuesta al Espíritu
12. Visión general
14. Israel en Egipto
18. Predicando el evangelio en Egipto
19. El corazón endurecido del faraón
23. Pan del cielo
ÍNDICE-2
30. Sinaí y Calvario
31. Sinaí y Sión
34. Dos leyes
35. Entrada en la tierra prometida
37. Israel, un pueblo misionero
40. Otro día I
41. Otro día II
44. De nuevo en cautividad III
45. La promesa, a punto de cumplirse
46. Las tribus perdidas de Israel
47. Consumación del pacto eterno
Historia de ‘El Pacto Eterno’ (E.J. Waggoner)
Ron Duffield
(índice)
Durante varios años he tratado de recomponer la historia
relativa a la publicación de ‘El Pacto Eterno’, de E.J. Waggoner. Tras múltiples visitas a
diversas bibliotecas de seminarios adventistas me pareció disponer por fin de
suficiente evidencia documental como para comprender hasta cierto punto la
historia que hay detrás de ese libro. Lo que sigue es una breve sinopsis de la
misma.
Durante
el otoño de 1882, teniendo 27 años de edad, E.J. Waggoner tuvo una experiencia
que más tarde describiría como “el punto crucial” en su vida. Estando sentado
en una carpa en una reunión campestre, en una tarde lluviosa en Healdsburg,
California, mientras oía a Ellen White predicar el evangelio, se vio
súbitamente rodeado por una luz indescriptible que iluminaba la carpa como si
el propio sol estuviera brillando en su esplendor allí dentro. Tuvo una clara
“revelación de Cristo crucificado” por él. Escribió posteriormente que por
primera vez en su vida le fue revelado que Cristo lo amaba, que se había dado
por él personalmente, que todo fue por él. La luz que en aquel día brilló sobre
él procedente de la cruz de Cristo se convirtió en la guía de todo su estudio
de la Biblia. Resolvió dedicar el resto de su vida a descubrir el mensaje del
amor de Dios hacia los pecadores individuales, tal como se lo encuentra en las
páginas de la Escritura, y a aclararlo a otros (Carta de Waggoner a Ellen White,
22 octubre 1900).
En
la primavera de 1883, Waggoner recibió el llamado a ser asistente de su padre
en la edición de Signs of the Times, y pronto comenzó a dar clases en el
seminario de Healdsburg, así como a ejercer de pastor en la iglesia de Oakland.
Fue allí, en 1884, donde se encontró con A.T. Jones, quien también vino a ser
editor asistente de Signs of the Times. A.T Jones dio también clases en
el seminario, y fue pastor de la Iglesia de San Francisco. En septiembre de
1884 Waggoner había abordado el tema de Gálatas en una serie de artículos en Signs
of the Times. No sólo expuso el tema de la ley en Gálatas sino que escribió
referente a los dos pactos, temas ambos que eran parte central en su
comprensión de la justicia por la fe. Mientras que Waggoner continuaba
compartiendo esas verdades en sus clases, sermones y artículos en Signs of
the Times, se suscitó una fuerte oposición. En 1886, G.I. Butler,
presidente de la Asociación General, y Uriah Smith, editor de Review and
Herald orquestaron hasta donde les fue posible una protesta unida contra
las enseñanzas de Waggoner. Butler procuró incluso el respaldo de Ellen White a
fin de poner fin a lo que él percibía como grave herejía.
Para
cuando tuvo lugar la asamblea de la Asociación General en Minneapolis, en 1888,
esa oposición se había extendido a la práctica totalidad de la dirección de la
Iglesia. No es de extrañar que cuando Ellen White respaldó las presentaciones
de Waggoner sobre la justicia por la fe en la asamblea, incluyendo tanto la ley
en Gálatas como los pactos, muchos comenzaran a cuestionar el don profético de Ellen
White. Años más tarde declaró enfáticamente que fue “el
Señor [quien] envió un preciosísimo mensaje
a su pueblo por medio de los pastores Waggoner y Jones”, “en su gran misericordia”. Añadió que “este es el mensaje que Dios ordenó que fuera dado al
mundo. Es el mensaje del tercer ángel, que ha de ser proclamado en alta voz y
acompañado por el abundante derramamiento de su Espíritu” (Testimonios
para los ministros, 91-92).
De
alguna forma, por providencia divina, en medio de aquella atmósfera de
controversia, Waggoner pudo publicar sus puntos de vista sobre los pactos en la
edición de 1889 de ‘Bible Readings for the Home’ (precursor de ‘Las
hermosas enseñanzas de la Biblia’), y en tres trimestres del folleto de
Escuela Sabática para adultos, de 1889 a 1890. No obstante, apenas comenzó el
nuevo año, U. Smith escribió una réplica a las lecciones de Escuela Sabática y
la publicó en la Review (28 enero 1890). Dan Jones, secretario de la
Asociación General, estaba tan contrariado por las lecciones de Waggoner, que
presentó su dimisión como maestro de una de las clases de Escuela Sabática en
la iglesia de Battle Creek. El punto principal en disputa era la enseñanza de
Waggoner sobre los pactos, que a decir de Dan Jones era “similar a la presentada en Minneapolis” (Carta de
Dan Jones a S.N. Haskell, marzo 1890).
En
el invierno de 1889-1890, Waggoner participó en la primera asamblea pastoral en
Battle Creek. Después de disertar sobre el libro de Isaías y sobre la
naturaleza de Cristo, Waggoner comenzó a presentar el tema de los pactos. Eso
suscitó una oposición de tal magnitud, que Waggoner fue temporalmente apartado
de aquella asignación. Ellen White, que estaba presente, urgió a que se
permitiera a Waggoner exponer su posición. Finalmente hubo diez encuentros
dedicados a tratar los pactos: seis le fueron asignados a Waggoner, y cuatro a
U. Smith y otros que sostenían la posición opuesta. Una semana después de
terminar aquellas reuniones, el Cielo urgió a Ellen White no sólo a tomar
posición, sino a que manifestara cómo veía el Cielo la posición enseñada por
Waggoner. Tanto en una carta personal a U. Smith, como en una reunión de sábado
de tarde, Ellen White aclaró quién tenía la verdad sobre los pactos:
“Anteanoche se me mostró que las evidencias en relación
con los pactos eran claras y convincentes. Usted mismo [U. Smith], el hermano Dan Jones, el hermano Porter y otros están
malgastando en vano sus poderes de investigación a fin de sostener una posición
sobre los pactos que es discordante con la posición que el hermano Waggoner ha
presentado. Si hubiera recibido la luz que brilló, no habría imitado ni
caminado en la misma forma de interpretar y desvirtuar las Escrituras como
hicieron los judíos... Engañaron al pueblo. Hicieron falsedades...
La cuestión del pacto es clara, y será recibida por toda mente sincera y sin
prejuicios, pero fui llevada allí donde el Señor me dio una vislumbre del tema.
Usted ha dado la espalda a la plena luz debido a su temor de tener que aceptar
el asunto de la ley en Gálatas” (Carta 59 a U. Smith, 8 marzo 1890; The
Ellen G. White 1888 Materials, 599-605).
Desgraciadamente,
eso no puso fin a la oposición contra la postura de Waggoner sobre los pactos.
Si es que logró algo, fue hacerla más acerba. Antes de dos años Ellen White
había sido “exiliada” a Australia y Waggoner enviado a Inglaterra. Hubo un
aspecto positivo derivado de la experiencia en la asamblea pastoral: Waggoner
se sintió impelido a escribir sobre los pactos y a publicar un libro abarcante
sobre el tema. Probablemente durante el invierno de 1890 (quizá 1892) Waggoner
escribió cuarenta páginas de lo que sería el manuscrito precursor de ‘El
Pacto Eterno’. Poco tiempo después de llegar a Inglaterra en la primavera
de 1892 comenzó a trabajar en él más a fondo a medida que iba viendo más
claramente las trascendentes verdades del tema del pacto.
¿Bendición, o maldición?
En
algún momento Waggoner entregó a la Comisión Publicadora de la Asociación
General la parte terminada de su manuscrito. Esa comisión se había constituido
en 1887 con el propósito de velar por la calidad de la literatura adventista
publicada, unificando todas las casas publicadoras en América del Norte.
Lamentablemente, esa comisión no fue una bendición, sino más bien todo lo
contrario. En 1895, tras haber retenido por un tiempo el manuscrito de
Waggoner, uno de los miembros de la Comisión Publicadora dio su negativa a la
impresión del libro:
“Lamento haber retenido por tanto tiempo el manuscrito del
pastor Waggoner sobre ‘El Pacto Eterno’. Tengo ciertas críticas que
hacerle... no puedo referirlas en detalle debido a que lo que tengo que
criticar [sic] impregna la totalidad de los
artículos. [siguen a continuación cinco páginas en las que expone sus
reparos]... hay muchas pequeñas críticas a hacer,
pero son de carácter menor en comparación con la crítica principal que acabo de
presentar, ...estoy persuadido de que hay serias objeciones a la publicación de
ese manuscrito en su estado actual. Es verdad, preciosa verdad. Hay muchas
cosas excelentes que no se han escrito nunca antes sobre el tema; pero a mi
parecer contiene también lo que es erróneo” (Carta de W.C. Wilcox,
editor asistente de Signs y miembro de la Comisión Publicadora, a F.D.
Starr, que también era miembro de la Comisión, 22 agosto 1895).
Es
evidente que la Comisión Publicadora rechazó el manuscrito de Waggoner. Sólo
unas semanas después que se escribiera la carta precedente, A.O. Tait, quien
vivía en Battle Creek, respondió a una carta de W.C. White (hijo de Ellen). Al
igual que este, Tait era partidario de que Jones, Waggoner y Prescott
publicaran más literatura para la iglesia. Sin embargo, Tait fue muy franco en
reconocer que la mayoría de la Comisión Publicadora estaba en total oposición a
los tres autores mencionados, hasta el punto en que votaban en contra del
material que presentaban, incluso sin haberlo examinado:
“Sugiere que debiera animarse a los pastores Jones,
Prescott y Waggoner a que aparten tres o cuatro meses por año para escribir
esos folletos, artículos y libros. Yo también he pensado en lo mismo y lo he
propuesto en diversas ocasiones, pero usted sabe, hermano White, que hay un
fuerte sentimiento en la Comisión Publicadora, de forma que tan pronto como se
le presenta un manuscrito de una de esas personas mencionadas, se disponen a
votar en su contra sin examinarlo...
Le diré con franqueza, hermano White, que hay una buena cantidad
de hombres aún en Battle Creek que no ven luz en esa bendita verdad referente a
la justicia de Cristo que nos ha estado viniendo como un diluvio de bendición
desde la asamblea de la Asociación General en Minneapolis... La experiencia de
esa verdad es lo que a tantos les está faltando, y no tratan a los demás como
hermanos ni como a la compra de la sangre de Cristo. Así pues, me parece que
hay una barrera en nuestra Comisión Publicadora que impide cualquier progreso
en la línea de conseguir que se publiquen los folletos y artículos de esos
hermanos a los que se refiere. Anteayer, sin ir más lejos, el presidente de la
Comisión Publicadora, disculpándose por el rechazo a un manuscrito del hermano [A.T.] Jones, me
dijo de la forma más explícita que era tal el prejuicio contra él por parte de
los miembros de la Comisión Publicadora que actuaban aquí en Battle Creek, que
era prácticamente imposible que fuera aprobado cualquiera de sus manuscritos.
Como sabe bien, la Comisión Publicadora es una criatura de la Asociación
General... Le digo, hermano White, que estoy harto de que haya personas
reteniendo las publicaciones y retardando el progreso de este mensaje, y mi voz
se levantará siempre en protesta...
Incumbe a nuestras casas publicadoras ir a la búsqueda de
autores y obtener de ellos manuscritos que pensamos que debieran ser
publicados, pero una vez que hemos obtenido esos manuscritos, los ponemos en
las manos de la Comisión Publicadora y allí quedan estancados por meses, para
recibir por fin una decisión contraria debido a ciertos puntos técnicos
referentes a la justificación por la fe o alguna cosa similar...” (Carta de A.O. Tait a W.C. White, 7 octubre
1895).
“Siguiendo las huellas de Roma”
Hay
mucha más documentación disponible referente a esa Comisión, pero lo anterior
probablemente baste para hacerse una idea de la corrupción existente en el
corazón de la obra. Ellen White, que estaba en Australia, estaba bien al
corriente de lo que estaba sucediendo en Battle Creek, incluso antes que
llegara la carta de Tait a su hijo W.C. White. Ya había advertido con
anterioridad a C.H. Jones, [gerente] de Pacific Press, a no someterse al
control de Battle Creek. Ellen White ni siquiera confiaría su propia obra a la
Comisión Publicadora y a la casa publicadora en Battle Creek. En los meses que
siguieron escribió incisivamente en referencia a la Comisión Publicadora como
estando necesitada del poder convertidor de Dios (la Comisión se disolvió en
1897):
“Querido hermano Jones [se trata de C.H. Jones,
gerente de Pacific Press], es necesario que Pacific
Press se atenga a Dios, que en su acción no esté sujeta a ningún poder o
control humano. No debe someterse a pedir permiso a las autoridades de Battle
Creek acerca de si debe o no seguir una línea de trabajo que sienta que debe
emprender. Es al Señor a quien tiene que rendir cuentas. Toda la luz que hasta
aquí me ha sido dada por Dios es que estas instituciones fuera de Battle Creek
no deben ser absorbidas por ella. Significaría un daño para ambas partes”
(Carta 35, de Ellen White a C.H. Jones, 8 julio 1895).
“No puedo confiar la luz que Dios me ha dado a la casa
publicadora en Battle Creek. No me atreveré a eso. En cuanto a su Comisión Publicadora
bajo la actual administración con los hombres que ahora la presiden, jamás les
confiaría la publicación en un libro de la luz que Dios me ha dado, hasta que
esa casa publicadora tenga hombres de habilidad y sabiduría consagradas. En
cuanto a la voz de la Asociación General, no hay voz de parte de Dios a través
de ese cuerpo que sea digna de confianza” (MS 57, 12 octubre 1895).
“Hermano Olsen [entonces presidente de la
Asociación General], tengo los más tiernos
sentimientos hacia usted: pero he de exponerle claramente el peligro de que
pierda su discernimiento espiritual. Hablo decididamente, puesto que debo
decirle la verdad. No seré contemporizadora, pues no hay más seguridad en la
demora. No tengo confianza en su Comisión Publicadora. Ya le he escrito con
anterioridad en referencia a cómo trata a los autores de libros. Debieran
tratarlos imparcialmente, con franqueza, como un hermano ha de tratar a otro;
pero no han procedido así. Los principios y motivos de los tratos comerciales
en ese departamento no son del tipo que Dios pueda aprobar. No están en armonía
con la estricta integridad” (Carta 83, de Ellen White a O.A. Olsen, 22
mayo 1896).
“El Comité Publicador ha estado siguiendo las huellas de
Roma. Cuando se recopiló el material del profesor Prescott y se rehusó su
publicación, me dije: Esta comisión necesita el poder convertidor de Dios en
sus propios corazones a fin de que puedan comprender su deber. No se conocen a
sí mismos. Sus ideas no debieran controlar las de otros. Por la luz que el
Señor me ha dado referente a los componentes de la Comisión Publicadora, no
saben lo que debieran condenar o aprobar. No conocen la obra de Dios. No son
hombres como esos los que debieran influir en las mentes de la heredad de Dios.
El Espíritu Santo ha de hacer su obra. Es debido a su separación de Dios que
los hombres han comprendido equivocadamente y han dejado de comprender el hecho
de que no debieran regir a sus semejantes. No les toca a ellos condenar o
controlar las producciones de aquellos a quienes Dios está empleando como
portadores de luz al mundo. Por su curso de acción han estrechado de tal forma
su campo de mira, que están lejos de poder ser jueces adecuados. Deben caer
sobre la Roca, Jesucristo, y ser quebrantados” (MS 148, 26 octubre
1896).
“El Señor desea que lo termine”
A
la luz de la situación expuesta no es difícil comprender que el manuscrito de
Waggoner resultara rechazado por la Comisión Publicadora en Battle Creek. Lejos
de desanimarse debido a ese rechazo, Waggoner escribió a Ellen White en
diciembre de 1895, compartiendo con ella su interés por terminar la elaboración
del manuscrito sobre ‘El Pacto Eterno’. Él sentía que era la voluntad
del Señor que “lo terminara de una vez”:
“Hay un libro que ha venido ocupando especialmente mi
mente desde el primer invierno en que comencé a enseñar en Battle Creek
[1889-1890], del que comencé hace tres años a
escribir el manuscrito [1892]. He reescrito
todo lo que redacté con anterioridad, y le he ido añadiendo de vez en cuando,
pero he sido grandemente impedido. No lo lamento, puesto que la demora ha
permitido que el tema resulte más claro para mi propia mente. Debiera decir que
escribí cuarenta páginas del manuscrito este invierno, pero las he desechado
una tras otra a medida que el tema se iba abriendo ante mí en mayor claridad.
Trata sobre el Pacto Eterno, o promesas de Dios a Israel. Últimamente he podido
escribir más sobre él, y la luz brilla ahora tan claramente, que siento que el
Señor desea que lo termine de una vez. Espero ser pronto liberado del trabajo
rutinario en la medida necesaria para poder acabarlo. Cuando haya terminado le
enviaré una copia a Australia para que lo examine” (31 diciembre 1895).
Parece
que fiel a su propósito, Waggoner acabó su manuscrito hacia mayo de 1896. En
lugar de enviar el libro para que fuera publicado en América, publicó los
manuscritos como artículos semanales en The Present Truth, revista de la
que en ese momento era el único editor. Es posible que la publicación de un
libro de esa envergadura fuese difícil en Inglaterra, en las condiciones de
penuria económica en las que operaba Waggoner. Los artículos aparecieron
durante un año, hasta mayo de 1897, y son casi idénticos a la versión de ‘El
Pacto Eterno’ que finalmente se publicó en 1900. En 1898 Ellen White
escribió a Waggoner expresándole sus sentimientos relativos a él mismo y su
obra. No hay duda de que continuaba viéndolo como al portador del “preciosísimo mensaje” de parte del Señor:
“Querido hermano y hermana Waggoner. Cuán feliz me
sentiría de poder verles y visitarles. He deseado tanto que nos visitaran en
Australia; pero han pasado ya algunos años desde que consideré a la Asociación
General como la voz de Dios, y por lo tanto no siento ningún deseo de escribir,
aunque vez tras vez he estado a punto de pedir que haga una visita a Australia.
¿Podría hacerla? Por favor, escríbanos si puede...
Le escribo ahora porque quiero —y W.C. White piensa de igual
forma— que nos visite en Australia. Creemos que Present Truth es la
mejor revista publicada por nuestro pueblo...
Estaría tan complacida si pudiera venir a Australia” (Carta 77, 26 agosto 1898).
“Querido hermano Waggoner: W.C. White, el hermano Daniells
y yo misma hemos hablado respecto a que usted y su familia vengan a este país.
Todos estuvimos de acuerdo en que le necesitamos aquí para enseñar Biblia en
nuestro seminario...
Le pido que venga a este país tan pronto como sienta que es el
momento oportuno para hacerlo” (Carta 29,
12 febrero 1899, no publicada).
“La mejor revista del mundo”
La
historia de cómo Waggoner estuvo a punto de ir a Australia es otro capítulo,
pero lo cierto es que hizo planes para ir, y J.S. Washburn [amigo personal de Ellen
White, y delegado por Iowa en Minneapolis] daba por seguro ese viaje.
Desgraciadamente, lo impidió el mismo tipo de corrupción que en Battle Creek
había bloqueado la publicación de su manuscrito algunos años antes, una de las
razones por las que Ellen White ya no consideraba a la Asociación General como
“la voz de Dios”. No obstante, es interesante
conocer lo que pensaba Washburn de Waggoner y Present Truth en aquel
tiempo:
“Me alegra que pueda contar con el hermano Waggoner en
Australia por un tiempo. Estoy seguro de que hará mucho bien. Pienso que ha
sido y sigue siendo empleado por el Señor más que ningún otro entre nosotros
para descubrir verdades de importancia vital para nuestro pueblo en este
tiempo. Mi opinión sobre el hermano Waggoner y su obra ha cambiado grandemente
desde Minneapolis [inicialmente no lo había aceptado]. ...Estoy seguro de que será una gran bendición para la
obra en Australia mientras esté allí. Trabaja arduamente, realizando una buena
parte del tiempo una doble tarea: predicando tanto o más que cualquier otro
pastor y editando Present Truth. Pienso que Present Truth es
realmente la mejor revista en todo el mundo, y lo pienso desde hace ya tiempo”
(Carta a Ellen White, 29 mayo 1899).
La versión de 1900: ¡una diferencia clave!
Waggoner
publicó por fin su manuscrito en 1900 en forma de libro (International Tract
Society, Inglaterra). Era casi idéntico a sus artículos publicados semanalmente
en Present Truth, pero había una diferencia clave: si bien en los
artículos de Present Truth no existe ni una sola traza de panteísmo, en
el libro incluyó algunas afirmaciones de tendencia panteísta. Se las encuentra
principalmente en los dos nuevos capítulos añadidos en la publicación de 1900,
inexistentes en la serie de Present Truth. Parece claro que Waggoner
introdujo esos conceptos panteístas influenciado por J.H. Kellogg, quien por
entonces estaba enseñando abiertamente el panteísmo. Incluso con esos añadidos,
algunos consideraron el libro como un recurso valioso. A.G. Daniells, presidente
de la Asociación General, no sólo recomendó enfáticamente el libro por su
enseñanza sobre los pactos, sino que abrigó la esperanza de que disipara las
tinieblas causadas por aquellos que seguían oponiéndose a la luz que vino en
Minneapolis, en 1888:
“Nuestro pueblo recibiría una gran bendición al leer ese
libro. Ignoro si lo ha examinado detenidamente o no. Su título, ‘El Pacto
Eterno’, da una idea de lo abarcante de su contenido. Nos traslada al
corazón mismo del gran evangelio de Cristo. Expone el plan de Dios de salvar al
mundo por la gracia mediante la fe en Cristo. Hace sonar esa gran nota de la
Reforma llamada justificación por la fe. Expone la debilidad y locura del pacto
de las obras. El libro trata realmente de la gran cuestión que tanto agitó a
nuestro pueblo en Minneapolis, y hasta donde yo sepa, es la única obra maestra
que se haya escrito sobre el tema desde el encuentro en Minneapolis. Mucho han
escrito para nuestras publicaciones: la hermana White, y los hermanos: [J.H.] Waggoner, Jones y Wilcox, pero ‘El Pacto Eterno’
es la única obra mayor dedicada a ese gran tema que se haya escrito hasta hoy.
Hace unos dos años que se imprimió el libro, pero nunca se lo ha difundido
entre nuestro pueblo fuera de Inglaterra. Se enviaron algunas copias a Estados
Unidos, pero en escasa cantidad. Los que han leído el libro están de acuerdo en
calificarlo como una excelente producción. Esta mañana el hermano Olsen me dijo
que después de la Biblia y de los escritos de su madre, ese libro le había
hecho mayor bien que ningún otro de los que hubiera leído. ...Hablé con el
hermano Prescott sobre esto antes de partir, y le agradó mi sugerencia. Siento
verdadera ansia al respecto y le pido con fervor que le preste seria
consideración. Por favor, háblelo con su madre [Ellen White] y también con el hermano A.T. Jones y W.T. Knox. Creo
que el hermano Jones ha leído el libro... Anoche hablé sobre el tema con el
hermano Waggoner, quien por supuesto estaría encantado de que ese plan pudiera
prosperar. Él siente un gran deseo de que esta luz pueda llegar al mundo...
[P.S.] He olvidado mencionar el hecho de que se está ejerciendo
una influencia mayor o menor en los estados del centro y oeste contra la luz
que nos vino en Minneapolis. Creo que estamos ocasionando un serio daño a
nuestra gente al mantener la luz alejada de ella. No están leyendo sobre el
tema, y pastores en quienes suponen que deberían confiar les están
proporcionando error y tinieblas en lugar de luz y verdad. No hay duda al
respecto. Algunos de ellos están fuertemente alistados del lado de aquellos que
se opusieron a la luz en Minneapolis. Es un hecho que algunos de nuestros
pastores jóvenes carecen de la libertad para predicar la justicia por la fe en
la plenitud que desearían. Así me lo han manifestado. Estoy profundamente
convencido de que debiera hacerse algo a fin de que llegue un diluvio de luz a
los hogares de nuestro pueblo. No conozco de un mejor libro para conseguirlo,
aparte de la Biblia, que el libro de Waggoner” (Carta a W.C. White, 12
mayo 1902).
El
libro de Waggoner nunca se llegó a imprimir en Estados Unidos, por lo tanto,
nunca fue ampliamente difundido. Tampoco se reimprimieron sus artículos en Present
Truth. Por el contrario, en 1907 la Iglesia imprimió las lecciones de
Escuela Sabática, presentando en ellas la posición que habían sostenido Smith y
Butler sobre los pactos, opuesta a la visión que tuvo Ellen White en apoyo de
la posición de Waggoner. En 1908, R.A. Underwood (quien se había opuesto a
Jones y Waggoner en Minneapolis, en 1888), presentó la postura popular de Smith
y Butler en su libro de 72 páginas, ‘The Law and the Covenants: An
Exposition’ (Una exposición de la Ley y los Pactos). Consistió una vez más
en la presentación de la postura directamente opuesta a la de Jones y Waggoner.
Escribió, por ejemplo: “Ha existido considerable
confusión sobre las promesas del viejo y nuevo pactos. Algunos han sostenido
que el viejo pacto consistía principalmente en las promesas del pueblo. Eso
está lejos de la verdad” (p. 35).
Hacia
principios de 1910 Butler no tenía problema en hacer saber a A.G. Daniells “cómo sentía respecto al mensaje que Jones y Waggoner
trajeron a esta denominación en 1888. Se refirió especialmente a la posición de
estos sobre las leyes y los pactos... y me dijo con considerable énfasis que él
nunca había podido ver luz en sus mensajes especiales, y que nunca había
aceptado la posición de ellos” (Carta de A.G. Daniels a W.C. White, 21
enero 1910). Desgraciadamente, esa actitud de oposición a la enseñanza de los
pactos tal como la presentaron Jones y Waggoner ha impregnado todas las
publicaciones de la Iglesia. Desde entonces la Iglesia no ha publicado nunca un
libro reflejando claramente la enseñanza de los pactos tal como Jones y
especialmente Waggoner la presentaron.
Por
primera vez en un siglo tienes el privilegio de disponer de los artículos de
Waggoner en su versión original, tal como aparecieron en forma de artículos
semanales en Present Truth sin ninguna adición posterior de tinte
panteísta, pero ahora en forma de libro. Personalmente recomiendo este
libro a todo adventista, no sólo para la lectura personal, sino para compartir
con vecinos y amigos no adventistas.
El pacto eterno
Prefacio
(índice)
A
la edad de 27 años, el joven médico E.J. Waggoner tuvo una experiencia que
describió más tarde como el punto crucial en su vida.
Mientras
se hallaba sentado en una carpa escuchando la predicación del evangelio en una
reunión campestre, repentinamente comenzó a brillar una gran luz a su alrededor
y la carpa pareció iluminarse como si el sol estuviera allí dentro. Él mismo
describió así el incidente:
“Vi a Cristo crucificado por mí, y por primera vez en mi
vida me fue revelado el hecho de que Dios me amaba y que Cristo se dio
personalmente por mí. Todo fue por mí”.
La
luz que aquel día brilló sobre él procedente de la cruz de Cristo, vino a
convertirse en la guía de todo su estudio de la Biblia. Decidió dedicar el
resto de su vida a descubrir el mensaje del amor de Dios hacia el pecador tal
como lo expone la Escritura, y a aclarar ese mensaje a otros.
Tras
cerca de veinte años de estudio, Waggoner escribió:
“He visto a Cristo presentado como el poder de Dios para
la salvación de las personas, y eso es todo lo que he encontrado. La Biblia no
fue escrita con otro propósito distinto que el de mostrar el camino de la vida.
Contiene historia y biografía, pero son partes del mensaje del evangelio. No se
escribió ni una sola línea que no fuera para revelar a Cristo. Quien lea la
Biblia con un propósito que no sea encontrar en ella el camino a la salvación
del pecado, la lee en vano. Estudiada a la luz del Calvario es una delicia, y
asuntos que de otra manera serían oscuros resultan claros como el mediodía...
Un tema recorre toda la Biblia: el pacto eterno de Dios. Al pie de la cruz uno
puede ver la obra del eterno propósito de Dios, que él propuso ‘en Cristo Jesús
antes de los tiempos de los siglos’. Se presenta panorámicamente la historia
desde el Edén perdido hasta el Edén restaurado”.
‘El
Pacto Eterno: las promesas de Dios’ es la culminación de años de estudio de
Waggoner sobre el tema del pacto. Fue presentado primeramente en embrión, en
forma de artículos semanales en una revista religiosa, y más tarde fue
desarrollado en unas conferencias dadas a una asamblea pastoral en otoño del
año 1888. En la primavera de 1890 tuvieron lugar unos encuentros ministeriales
para tratar específicamente el tema de los pactos, lo que llevó a Waggoner a
escribir el manuscrito que fue precursor de este libro.
Al
poco de llegar a Inglaterra, en la primavera de 1892, mientras desarrollaba su
actividad como evangelista, pastor, editor y publicador, Waggoner se dedicó más
de lleno al estudio y escritura de ‘El Pacto Eterno’. Lo terminó hacia
mayo de 1896, pero debido a la falta de recursos para publicarlo en forma de
libro, Waggoner lo fue ofreciendo como artículos semanales en la revista
inglesa Present Truth (verdad actual).
Un
siglo después vuelve a estar disponible en forma de libro compuesto por los
artículos que fue publicando semanalmente durante un año. Si Waggoner viviera
hoy, sin duda volvería a repetir sus palabras:
“Las páginas que siguen tiene por objeto ayudar a todos
aquellos que deseen estudiar los preceptos y promesas de la Biblia en su
verdadero contexto... El autor sería el último en pensar que este libro tenga
la última palabra sobre el tema principal o sobre cualquiera de sus partes. Eso
no puede jamás suceder en este mundo. El relato del amor de Dios es inagotable:
es tan infinito como Dios mismo.
Estas páginas tienen por objeto animar a un estudio más profundo
del tema, pero eso no significa que tenga dudas en cuanto a la veracidad de lo
que aquí presento. Lejos de eso. El estudio subsiguiente del tema no invalidará
los principios aquí establecidos, sino que más bien profundizará en esa misma
línea. No escribo esto con espíritu de ostentación, sino porque sé en quien he
creído y tengo confianza en mi Maestro. No hay nada original ni procura alguna
de originalidad: solamente la trascripción de unas pocas de las riquezas de
Cristo. Si el lector obtiene la mitad de la bendición que obtuvo quien lo
escribió, habrá valido la pena” (E.J.
Waggoner).
Ron Duffield
(bibliotecario
del seminario Weimar)
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El evangelio eterno
The Present Truth, 7 mayo 1896
(índice)
El mensaje del evangelio
Los
humildes pastores que velaban en la noche por sus rebaños sobre las llanuras de
Belén se sobresaltaron ante el súbito resplandor de la gloria del Señor que los
envolvía. Sus temores resultaron apaciguados por la voz del ángel, que les
dijo:
“No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que
será para todo el pueblo: Que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un
Salvador, que es Cristo el Señor” (Lucas 2:10-11).
La
palabra “nuevas” viene del griego. En otros
lugares se traduce como “evangelio”; por lo
tanto, bien podríamos leer así el mensaje del ángel: ‘He aquí os traigo el
evangelio de gran gozo, que será para todo el pueblo’. Por lo tanto, de ese
anuncio a los pastores podemos aprender varias cosas importantes:
1.
Que el evangelio es un mensaje que trae gozo: “El
reino de Dios... es... justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom
14:17). Cristo fue ungido con “óleo de alegría”
(Heb 1:9), y él proporciona “aceite de gozo
en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado” (Isa
61:3).
2.
Es un mensaje de salvación del pecado. El mismo ángel había anunciado
previamente a José el nacimiento de ese niño, y le indicó: “Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su
pueblo de sus pecados” (Mat 1:21).
3.
Se trata de algo que afecta a todo ser humano. Leemos “que será para todo el pueblo”. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida
eterna” (Juan 3:16).
Eso
es garantía suficiente para todos, pero como queriendo enfatizar el hecho de
que los pobres tienen en el evangelio los mismos derechos que los ricos, el
primer anuncio del nacimiento de Cristo se hizo a hombres que transitaban los
senderos más humildes de la vida. No fue a los principales sacerdotes ni a los
escribas; tampoco a los nobles sino a pastores de ganado, a quienes fueron
dadas las alegres nuevas. Así, el evangelio no está fuera del alcance de quien
no recibió educación formal. El propio Cristo nació y creció en medio de la
mayor pobreza; él predicó el evangelio a los pobres, y “la gran multitud del pueblo le oía de buena gana” (Mar 12:37).
Puesto que se lo presentó de esa forma a la gente común —que constituye la
mayoría en el mundo— no hay duda alguna de que se trata de un mensaje mundial
en su alcance.
“El Deseado de todas las gentes”
Si
bien el evangelio es primeramente para los pobres, no es algo mísero o carente
de nobleza. Cristo se hizo pobre a fin de enriquecernos (2 Cor 8:9). El
gran apóstol que fue escogido para dar el mensaje a reyes y a los grandes
hombres de la tierra, estando en la expectativa de visitar la capital del
mundo, dijo: “No me avergüenzo del evangelio,
porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree” (Rom
1:16). El poder es aquello que todo el mundo procura. Algunos lo buscan a
través de la riqueza, otros por la política, otros mediante la erudición y
otros de otras formas; pero en toda actividad emprendida por el hombre, el
objeto es el mismo: poder de alguna clase. Hay una inquietud en el corazón de todo
hombre, un anhelo insatisfecho puesto allí por Dios mismo. La loca ambición que
lleva a algunos a pisotear a sus semejantes, la incesante procura de riqueza y
la implacable búsqueda de placer en la que tantos se sumergen no son más que
esfuerzos vanos por satisfacer ese anhelo.
No
es que Dios haya puesto en el corazón humano el deseo de ninguna de esas cosas;
la búsqueda de ellas es una perversión del deseo que él implantó en el interior
del hombre. Dios desea que el hombre tenga el poder de Dios; pero ninguna de
las cosas que el hombre busca ordinariamente trae el poder de Dios. Los hombres
imaginan un límite a la cantidad de riqueza que pueden amasar, porque piensan
que una vez alcanzada esa meta quedarán satisfechos; pero si se logra lo
esperado, quedan tan insatisfechos como siempre, y así continúan buscando la
satisfacción a base de acumular riqueza, no dándose cuenta de que el anhelo del
corazón jamás puede ser satisfecho de esa manera.
Aquel
que implantó el deseo es el único que puede satisfacerlo. Dios se manifiesta en
Cristo, y Cristo es verdaderamente “el Deseado de
todas las gentes” (Ageo 2:7), aunque tan pocos reconozcan que
sólo en él se halla el perfecto reposo y satisfacción. A todo mortal
insatisfecho se hace la invitación:
“Gustad y ved que es bueno Jehová. ¡Bienaventurado el
hombre que confía en él! Temed a Jehová vosotros sus santos, pues nada falta a
los que lo temen” (Sal 34:8-9).
“¡Cuán preciosa, Dios, es tu misericordia! ¡Por eso los
hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas! Serán completamente
saciados de la grosura de tu Casa y tú les darás de beber del torrente de tus
delicias” (Sal 36:7-8).
Poder
es lo que los hombres desean en este mundo, y poder es lo que el Señor desea
que tengan. Pero el tipo de poder que ellos buscan significaría su ruina,
mientras que el poder que él desea darles es poder que los salvará. El
evangelio trae ese poder a todo ser humano, y no se trata de nada inferior al
poder de Dios. Es para todos los que lo acepten. Estudiemos brevemente la
naturaleza de ese poder, ya que una vez lo hayamos descubierto tendremos ante
nosotros la plenitud del evangelio.
El poder del evangelio
En
la visión que el amado discípulo tuvo del tiempo que habría de preceder
inmediatamente al retorno del Señor se describe así el mensaje del evangelio
que prepara a los hombres para ese evento:
“En medio del cielo vi volar otro ángel que tenía el
evangelio eterno para predicarlo a los habitantes de la tierra, a toda nación,
tribu, lengua y pueblo. Decía a gran voz: ‘¡Temed a Dios y dadle gloria, porque
la hora de su juicio ha llegado. Adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra,
el mar y las fuentes de las aguas!’” (Apoc 14:6-7).
Tenemos
aquí claramente ante nosotros el hecho de que la predicación del evangelio
consiste en predicar a Dios como al Creador de todas las cosas, y en llamar a
los hombres a que lo adoren como a tal. Eso corresponde a lo que hemos leído en
la epístola a los Romanos: que el evangelio “es
poder de Dios para salvación de todo aquel que cree”. Aprendemos algo
más acerca de la naturaleza del poder de Dios cuando el apóstol, refiriéndose a
los paganos, dice: “Lo que de Dios se conoce les es
manifiesto, pues Dios se lo manifestó: Lo invisible de él, su eterno poder y su
deidad” (Rom 1:19-20). Es decir: desde la creación del mundo los
hombres han sido capacitados para ver el poder de Dios si es que emplean sus
sentidos, ya que se lo discierne claramente en las cosas que ha hecho. La
creación muestra el poder de Dios. Por lo tanto, el poder de Dios es poder
creador. Y dado que el evangelio es poder de Dios para salvación, queda
demostrado que el evangelio es la manifestación del poder creador para salvar
al hombre del pecado. Pero hemos visto que el evangelio son las buenas nuevas
de la salvación en Cristo. El evangelio consiste en la predicación de Cristo y
Cristo crucificado. Dijo el apóstol:
“No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el
evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de
Cristo. La palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se
salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios” (1 Cor 1:17-18).
Y
también:
“Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos
ciertamente tropezadero y para los gentiles locura. En cambio, para los
llamados, tanto judíos como griegos, Cristo es poder y sabiduría de Dios”
(1 Cor 1:23-24).
Es
por eso que el apóstol dijo:
“Hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el
testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría, pues me
propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo y a este
crucificado” (1 Cor 2:1-2).
La
predicación de Cristo y de Cristo crucificado es la predicación del poder de
Dios; por lo tanto, es la predicación del evangelio, ya que el evangelio es el
poder de Dios. Y eso está en perfecta armonía con la conclusión de que la
predicación del evangelio consiste en presentar a Dios como al Creador, puesto
que el poder de Dios es un poder creador, y Cristo es aquel por quien fueron
creadas todas las cosas. Nadie puede predicar a Cristo, excepto si lo presenta
como al Creador. Todos deben honrar al Hijo de la misma forma en que honran al
Padre. Toda predicación que reste prominencia al hecho de que Cristo es el
Creador de todas las cosas, no es la predicación del evangelio.
Creación y redención
“En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y
el Verbo era Dios... Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él
nada de lo que ha sido hecho fue hecho... Y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:1-14).
“En él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los
cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean
dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y
para él. Y él es antes que todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten”
(Col 1:16-17).
Prestemos
atención más detallada al último texto, y veamos cómo se encuentran en Cristo
tanto la creación como la redención. En los versículos 13 y 14
leemos que Dios “nos ha librado del poder de las
tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos
redención por su sangre, el perdón de pecados”. Y después de un
paréntesis en el que se subraya la identidad de Cristo, el apóstol nos dice de
qué forma tenemos redención por su sangre. Esta es la razón:
“Porque en él fueron creadas todas las cosas... y él es antes que
todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten”.
Por lo tanto,
la predicación del evangelio eterno es la predicación de Cristo, el poder
creador de Dios, único a través de quien viene la salvación. Y el poder por el
que Cristo salva a los hombres del pecado es el poder por el que creó los
mundos. Tenemos redención por medio de su sangre. La predicación de la cruz es
la predicación del poder de Dios; y el poder de Dios es el poder que crea; por
lo tanto, la cruz de Cristo lleva en ella misma el poder creador. Ese poder es
suficiente para todos. No es sorprendente que el apóstol exclamara:
“Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo” (Gál 6:14).
El misterio de Dios
Para
algunos puede ser un nuevo concepto el que la creación y la redención
representen el mismo poder; para todos es —y ha de ser siempre— un misterio. El
propio evangelio es un misterio. El apóstol Pablo deseaba las oraciones de los
hermanos, a fin de que le fuese dada palabra “para
dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio” (Efe 6:19).
En otro lugar afirmó que había sido hecho ministro del evangelio de acuerdo con
el don de la gracia de Dios que le había sido dado por la eficaz obra del poder
divino, a fin de que pudiera “anunciar entre los
gentiles el evangelio de las insondables riquezas de Cristo, y de aclarar a
todos cuál sea el plan del misterio escondido desde los siglos en Dios, el
creador de todas las cosas” (Efe 3:8-9). Vemos aquí una vez más
el misterio del evangelio como siendo el misterio de la creación.
Ese
misterio le fue dado a conocer al apóstol por revelación. En su epístola a los
Gálatas vemos cómo sucedió:
“Os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por
mí no es invención humana, pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno,
sino por revelación de Jesucristo”.
Nos
da aun mayor información en sus palabras:
“Cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de
mi madre y me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí, para que yo lo
predicara entre los gentiles, no me apresuré a consultar con carne y sangre”
(Gál 1:11-12 y 15-16).
Resumimos
los últimos puntos:
1.
El evangelio es un misterio.
2.
Es un misterio dado a conocer por la revelación de Jesucristo.
3.
No fue simplemente que Jesucristo se lo reveló a Pablo, sino que le dio a
conocer el misterio mediante la revelación de Jesucristo en él. Pablo tuvo que
haber conocido el evangelio antes de poder predicarlo a otros, y la única forma
en que pudo conocerlo fue mediante la revelación de Jesucristo en él. La
conclusión, por lo tanto, es que el evangelio es la revelación de Jesucristo en
los hombres.
El
apóstol expresó esa conclusión claramente en otro lugar al afirmar que fue
hecho ministro “según la administración de Dios que
me fue dada para con vosotros, para que anuncie cumplidamente la palabra de
Dios, el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que
ahora ha sido manifestado a sus santos. A ellos, Dios quiso dar a conocer las
riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en
vosotros, esperanza de gloria” (Col 1:25-27).
Así,
se nos da plena seguridad de que el evangelio consiste en que se dé a conocer a
Cristo en los hombres. O más exactamente: el evangelio es Cristo en los
hombres, y la predicación del mismo consiste en hacer saber a los hombres la
posibilidad de que Cristo more en ellos. Eso concuerda con la indicación del
ángel a propósito de que había de darle el nombre de Jesús Emmanuel, “que significa: ‘Dios con nosotros’” (Mat 1:23),
y concuerda también con la afirmación del apóstol relativa a que el misterio de
Dios es Dios manifestado en carne (1 Tim 3:16). Cuando el ángel dio a
conocer a los pastores el nacimiento de Jesús lo hizo anunciando que Dios había
venido a los hombres en carne; y lo que dijo el ángel a propósito de que esas serían
buenas nuevas para todos, fue la revelación de que Dios morando en carne humana
habría de proclamarse a todo ser humano y repetirse a todos quienes creyeran en
él.
Hagamos
un breve resumen de lo que hasta aquí hemos aprendido:
1.
El evangelio es el poder de Dios para salvación. La salvación viene sólo por el
poder de Dios, y allí donde haya poder de Dios, hay salvación.
2.
Cristo es el poder de Dios.
3.
Pero la salvación de Cristo viene mediante la cruz; por lo tanto, la cruz de
Cristo es el poder de Dios.
4.
Así, la predicación de “Cristo, y Cristo
crucificado” es la predicación del evangelio.
5.
El poder de Dios es el poder que crea todas las cosas. Por lo tanto, la
predicación de Cristo y este crucificado —como poder de Dios— es la predicación
del poder creador de Dios puesto en acción para la salvación del hombre.
6.
Eso es así, puesto que Cristo es el Creador de todas las cosas.
7.
No es sólo eso, sino que en él fueron creadas todas las cosas. Él es “el primogénito de toda la creación” (Col 1:15).
Cuando fue “engendrado”, “al inicio de los tiempos”, en “los días de la eternidad” (Miq 5:2), todas
las cosas fueron virtualmente creadas, ya que toda creación es en él. La
sustancia de toda creación, y el poder por el que todas las cosas fueron
llamadas a la existencia, estaba en Cristo. Esa es simplemente una declaración
del misterio que sólo la mente de Dios puede comprender.
8.
El misterio del evangelio es Dios manifestado en carne humana. Cristo en la
tierra es “Dios con nosotros”. Así, Cristo
morando en los corazones de los hombres por la fe es la plenitud de Dios en
ellos.
9.
Y eso significa la energía creadora de Dios operando en el hombre mediante
Jesucristo, para su salvación. “Si alguno está en
Cristo, nueva criatura es” (2 Cor 5:17). “Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras”
(Efe 2:10).
El
apóstol expresó todo lo anterior cuando declaró que predicar las insondables
riquezas de Cristo consiste en hacer que todos comprendan “cuál sea el plan del misterio escondido desde los siglos
en Dios, el creador de todas las cosas” (Efe 3:8-9).
Resumen
En
el texto que sigue a continuación encontramos enumerados los detalles de ese
misterio:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que
fuéramos santos y sin mancha delante de él. Por su amor nos predestinó para ser
adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo según el puro afecto de su
voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos
en el Amado. En él tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según
las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con nosotros en toda
sabiduría e inteligencia. Él nos dio a conocer el misterio de su voluntad según
su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las
cosas en Cristo en el cumplimiento de los tiempos establecidos, así las que
están en los cielos como las que están en la tierra. En él asimismo tuvimos
herencia, habiendo sido predestinados conforme al propósito del que hace todas
las cosas según el designio de su voluntad, a fin de que seamos para alabanza
de su gloria, nosotros los que primeramente esperábamos en Cristo. En él
también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra
salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de
la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la
posesión adquirida, para alabanza de su gloria. Por esta causa... no ceso de
dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones, para
que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os de espíritu de
sabiduría y de revelación en el conocimiento de él; que él alumbre los ojos de
vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha
llamado, cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos y cuál
la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según
la acción de su fuerza poderosa. Esta fuerza operó en Cristo, resucitándolo de
los muertos y sentándolo a su derecha en los lugares celestiales” (Efe
1:3-20).
Destacaremos
ahora diversos puntos de esta declaración.
1.
Todas las bendiciones nos son dadas en Cristo. “El
que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo
no nos dará también con él todas las cosas?” (Rom 8:32).
2.
Ese don de todas las cosas en Cristo es congruente con el hecho de que nos
escogió desde la fundación del mundo a fin de que en él pudiéramos obtener
santidad. “Dios no nos ha puesto para ira, sino
para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tes
5:9).
3.
En esa elección, el destino elegido para nosotros es que fuésemos hijos.
4.
De acuerdo con eso, nos aceptó en el Amado.
5.
En el Amado tenemos redención por su sangre.
6.
Todo ello es la forma de darnos a conocer el misterio. En el cumplimiento de
los tiempos reuniría todas las cosas en Jesucristo, tanto las que están en los
cielos como las que están en la tierra.
7.
Siendo ese el firme propósito de Dios, se deduce que en Cristo hemos obtenido
ya una herencia, puesto que Dios hace que todas las cosas obren según el
propósito de su voluntad.
8.
Todos los que creen en Cristo son sellados con el Espíritu Santo, al que se
llama “Espíritu Santo de la promesa” por ser
la seguridad de la herencia prometida.
9.
Ese sello del Espíritu Santo es la prenda de nuestra herencia hasta la
redención de la posesión adquirida. “No
entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el
día de la redención” (Efe 4:30).
10.
Los que tienen el sello del Espíritu saben cuáles son las riquezas de la gloria
de su herencia. Significa que la gloria de la herencia futura se hace ahora
suya mediante el Espíritu.
En
ello vemos que el evangelio encierra una herencia. De hecho, el misterio de
Dios es la posesión de la herencia, ya que en él hemos obtenido una herencia.
Veamos ahora la forma en que Romanos capítulo ocho resume lo anterior. No
citaremos literalmente la Escritura, sino extractos de ella.
Los
que tienen el Espíritu Santo de la promesa, son hijos de Dios; “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son
hijos de Dios” (Rom 8:14). Pero al ser hijos, somos
necesariamente herederos; herederos de Dios, puesto que somos sus hijos. Y si
somos herederos de Dios, somos coherederos con Jesucristo. Cristo está deseoso
de que sepamos, por encima de cualquier otra cosa, que el Padre nos ha amado
tanto como a él.
Pero
¿de qué somos herederos juntamente con Cristo? De toda la creación, puesto que
el Padre lo “constituyó heredero de todo” (Heb
1:2), y prometió que “el vencedor heredará
todas las cosas” (Apoc 21:7). A la luz del capítulo ocho de
Romanos, lo dicho queda demostrado así: ahora somos hijos de Dios, pero no es
evidente aún la gloria que es propia de un hijo de Dios. Cristo fue el Hijo de
Dios, sin embargo el mundo no lo reconoció como tal, “por
esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él” (1 Juan 3:1).
Al poseer el Espíritu, poseemos “las riquezas de la
gloria de su herencia”, y esa gloria será revelada en nosotros a su
debido tiempo, en una medida que sobrepasará con mucho la magnitud de nuestros
actuales sufrimientos.
“Porque el anhelo ardiente de la creación es aguardar la
manifestación de los hijos de Dios. La creación fue sujetada a vanidad, no por
su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza. Por tanto,
también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción a la
libertad gloriosa de los hijos de Dios. Sabemos que toda la creación gime a
una, y que a una está con dolores de parto hasta ahora. Y no solo ella, sino
que también nosotros mismos que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros
también gemimos dentro de nosotros mismos esperando la adopción, la redención
de nuestro cuerpo” (Rom 8:19-23).
El
hombre fue hijo de Dios por creación; pero por el pecado vino a ser hijo de la
ira, hijo de Satanás a quien rindió obediencia en lugar de rendírsela a Dios.
Mediante la gracia de Dios en Cristo, aquellos que creen son hechos hijos de
Dios y reciben el Espíritu Santo. Resultan así sellados como herederos, hasta
la redención de la posesión adquirida (toda la creación), que espera su
redención cuando sea revelada la gloria de los hijos de Dios.
Seguiremos
con el estudio del evangelio, dedicando particular atención a lo que incluye la
“posesión adquirida”.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El señorío primero
The Present Truth, 14 mayo 1896
(índice)
La posesión adquirida
Redimir
significa volver a comprar. ¿Qué es lo que hay que volver a comprar?
Evidentemente, lo que se había perdido, puesto que eso es lo que el Señor vino
a salvar. Y ¿qué es lo que se perdió? —El hombre, “porque
así dice Jehová: ‘De balde fuisteis vendidos; por tanto, sin dinero seréis
rescatados’” (Isa 52:3). ¿Qué más se perdió? Inevitablemente,
todo lo que el hombre tenía. ¿En qué consistía?
“Entonces dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen,
conforme a nuestra semejanza; y tenga potestad sobre los peces del mar, las
aves de los cielos y las bestias, sobre toda la tierra y sobre todo animal que
se arrastra sobre la tierra’. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de
Dios lo creó; varón y hembra los creó. Los bendijo Dios y les dijo:
‘Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; ejerced potestad
sobre los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven
sobre la tierra” (Gén 1:26-28).
El
salmista dice del hombre:
“Lo has hecho poco menor que los ángeles y lo coronaste de
gloria y de honra. Lo hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo
pusiste debajo de sus pies: ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias
del campo, las aves del cielo y los peces del mar; ¡todo cuanto pasa por los
senderos del mar!” (Sal 8:5-8).
Tal
era el señorío primero del hombre, pero no perduró. En la epístola a los
Hebreos encontramos citadas esas palabras del salmista:
“Dios no sujetó a los ángeles el mundo venidero acerca del
cual estamos hablando. Al contrario, alguien testificó en cierto lugar,
diciendo: ‘¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que
lo visites? Lo hiciste un poco menor que los ángeles, lo coronaste de gloria y
de honra y lo pusiste sobre las obras de tus manos. Todo lo sujetaste bajo sus
pies’. En cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no le sea sujeto,
aunque todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas. Pero vemos a aquel
que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de
honra a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios
experimentara la muerte por todos” (Heb 2:5-9).
Esas
palabras presentan ante nosotros un maravilloso escenario. Dios puso la tierra,
con todo lo que le pertenece, bajo el gobierno del hombre. Pero eso no es lo
que ahora vemos. “Todavía no vemos que todas las
cosas le sean sujetas”. ¿Por qué no? Porque el hombre lo perdió todo al
caer. Pero vemos a Jesús, “que fue hecho un poco
menor que los ángeles”, es decir: fue hecho hombre a fin de que todo
aquel que crea pueda ser restaurado a la herencia perdida. Por lo tanto, la
herencia perdida será restaurada a los redimidos tan ciertamente como que Jesús
murió y resucitó, y tan ciertamente como serán salvos por su muerte y
resurrección aquellos que creen en él.
Así
lo indican las primeras palabras del texto citado del libro de Hebreos:
“Dios no sujetó a los ángeles el mundo venidero acerca del
cual estamos hablando”.
¿Lo
sujetó al hombre? —Sí. Lo sujetó al hombre al crear la tierra, y Cristo tomó el
estado caído del hombre a fin de redimir ambos: el hombre y su posesión
perdida, dado que vino a salvar lo que se había perdido; y puesto que en él
obtuvimos una herencia, es evidente que en Cristo tenemos en sujeción el mundo
venidero, lo que equivale a decir la tierra renovada tal como fue antes de la
caída.
Así
lo muestran también las palabras del profeta Isaías:
“Avergonzados y afrentados serán todos ellos; afrentados
irán todos los que fabrican imágenes. Israel será salvo en Jehová con salvación
eterna; nuca más os avergonzaréis ni seréis afrentados. Porque así dice Jehová
que creó los cielos. Él es Dios, el que formó la tierra, el que la hizo y la
compuso. No la creó en vano, sino para que fuera habitada la creó: ‘Yo soy
Jehová y no hay otro. No hablé en secreto, en un lugar oscuro de la tierra; ni
dije a la descendencia de Jacob: ‘En vano me buscáis’. Yo soy Jehová, que hablo
justicia, que anuncio rectitud’” (Isa 45:16-19).
El
Señor formó la tierra para que fuera habitada, y puesto que él hace todas las
cosas según el consejo de su voluntad, podemos estar seguros de que su plan se
llevará a buen término. Pero cuando hizo la tierra, el mar y todas las cosas
que hay en ellos, y al hombre en la tierra, “vio
Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran manera” (Gén 1:31).
Dado que el plan de Dios va a llevarse a cabo, resulta evidente que la tierra
tiene aún que ser habitada por seres humanos que sean buenos “en gran manera”, y eso significará, cuando suceda,
una condición perfecta.
Cuando
Dios hizo al hombre, lo coronó “de gloria y de
honra”, dándole señorío sobre “las obras de
sus manos”. Por lo tanto, era rey; y como su corona indica, su reino era
un reino de gloria. Pero por el pecado perdió el reino y la gloria, “por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria
de Dios” (Rom 3:23). Jesús descendió entonces hasta su lugar, y
mediante la muerte que él experimentó por todos, vino a resultar “coronado de gloria y de honra”. Se trata de “Jesucristo hombre” (1 Tim 2:5), quien recuperó
con ello el señorío perdido por el primer hombre Adán. Lo hizo así con el propósito
de “llevar a muchos hijos a la gloria”. En
él hemos obtenido una herencia; y puesto que es “Jesucristo
hombre” quien subió al “cielo mismo, para
presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Heb 9:24), es evidente
que el mundo venidero, que es la tierra nueva —el “señorío
primero”— es la porción del hombre.
Los
siguientes textos lo hacen igualmente prominente:
“Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados
de muchos; y aparecerá por segunda vez sin relación con el pecado, para salvar
a los que lo esperan” (Heb 9:28).
Cuando
fue ofrecido, llevó la maldición a fin de poder quitarla.
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose
maldición por nosotros (pues está escrito: ‘Maldito todo el que es colgado en
un madero’)” (Gál 3:13).
Pero
cuando vino sobre el hombre la maldición de la ley, vino también sobre la
tierra, puesto que el Señor dijo a Adán:
“Por cuanto obedeciste la voz de tu mujer y comiste del
árbol de que te mandé diciendo: ‘No comerás de él’, maldita será la tierra por
tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida, espinos y cardos
te producirá” (Gén 3:17-18).
Cuando
Cristo fue traidoramente entregado en manos de hombres pecadores, “pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y
una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, se burlaban,
diciendo: ¡Salve, rey de los judíos! Le escupían, y tomando la caña lo
golpeaban en la cabeza” (Mat 27:29). Así pues, cuando Cristo
llevó la maldición del hombre, al mismo tiempo llevó la maldición de la tierra.
Por lo tanto, cuando viene a salvar a los que aceptaron su sacrificio, viene
también a renovar la tierra.
Los tiempos de la restauración
Dijo
el apóstol Pedro:
“Y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado. A
este, ciertamente, es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la
restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos
profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:20-21).
Y
así, tenemos las palabras del propio Cristo:
“Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los
santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria, y serán
reunidas delante de él todas las naciones; entonces apartará los unos de los
otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a
su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces el rey dirá a los de su
derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros
desde la fundación del mundo’” (Mat 25:31-34).
Eso
será la consumación de la obra del evangelio.
Volvamos
ahora a las palabras del apóstol en el primer capítulo de Efesios. Leímos allí
que en Cristo estamos predestinados a ser adoptados como hijos; y tal como
vimos en otro lugar, si somos hijos, somos herederos de Dios y coherederos con
Jesucristo. Por lo tanto, en Cristo hemos obtenido una herencia, ya que él ganó
la victoria y está sentado a la diestra del Padre aguardando el tiempo en el
que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies y todas las cosas le sean
sujetas. Eso es tan seguro como que él venció. Como prenda de esa herencia que
tenemos en él, nos ha dado el Espíritu Santo. Es de la misma naturaleza que la
herencia, haciendo así que conozcamos cuáles son las riquezas de la gloria de
la herencia. Dicho de otro modo: la comunión con el Espíritu da a conocer la
comunión del misterio.
El
Espíritu es el representante de Cristo. Por lo tanto, el Espíritu morando en el
hombre es Cristo en el hombre, la esperanza de gloria (Col 1:27). Y
Cristo en el hombre es poder creador en el hombre, haciendo de él una nueva
criatura. El Espíritu es dado “conforme a las
riquezas de su gloria”, y esa es la medida del poder por medio del cual
hemos de ser fortalecidos. Así, las riquezas de la gloria de la herencia, dadas
a conocer por el Espíritu, no son otra cosa que el poder por medio del cual
Dios creará de nuevo todas las cosas mediante Jesucristo como en el principio,
y por medio del cual creará de nuevo al hombre, de forma que se corresponda con
esa herencia gloriosa. Es así como, al serles dado el Espíritu en su plenitud,
aquellos que lo reciben “gustaron de la buena
palabra de Dios y los poderes del mundo venidero” (Heb 6:5).
Por
lo tanto, el evangelio no es algo que pertenezca exclusivamente al futuro. Es
algo presente y personal. Es el poder de Dios para salvación para todo aquel
que cree, o que está creyendo. Si creemos, tenemos el poder, y ese poder es el
poder por el que el mundo venidero ha de ser preparado para nosotros tal como
lo fue al principio. Por lo tanto, al estudiar la promesa de la herencia
estamos simplemente estudiando el poder del evangelio para salvarnos en el
presente mundo malo.
¿Quiénes son los herederos?
“Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes
de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gál 3:29).
¿De
qué somos herederos al ser descendientes de Abraham? Evidentemente, de la
promesa hecha a Abraham. Pero si somos de Cristo, somos herederos con él; ya
que los que tienen el Espíritu son de Cristo (Rom 8:9), y los que tienen
el Espíritu son herederos de Dios y coherederos juntamente con Cristo. Así, ser
coheredero con Cristo es ser heredero de Abraham.
“Herederos según la promesa”. ¿Qué promesa? La
promesa hecha a Abraham, desde luego. ¿Cuál fue esa promesa? Leamos la
respuesta en Romanos 4:13:
“La promesa de que sería heredero del mundo, fue dada a
Abraham y a su descendencia, no por la ley, sino por la justicia de la fe”.
Por
lo tanto, los que son de Cristo son herederos del mundo. Lo hemos podido
comprobar ya previamente a partir de muchos textos, pero ahora lo vemos en
relación definida con la promesa hecha a Abraham.
Hemos
considerado también que la herencia ha de ser otorgada en la venida del Señor,
ya que es al venir en su gloria cuando dirá a los justos:
“Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado
para vosotros desde la fundación del mundo” (Mat 25:34).
El
mundo fue creado para ser la habitación del hombre, y le fue dado a él. Pero
ese dominio se perdió. Es cierto que el hombre vive hoy en la tierra, pero no
está gozando de la herencia que Dios le dio originalmente. Esta consistía en la
posesión de una creación perfecta por parte de seres perfectos. Pero hoy ni
siquiera la posee, puesto que “generación va y
generación viene, pero la tierra siempre permanece” (Ecl 1:4).
Mientras que la tierra permanece para siempre, “nuestros
días sobre la tierra, [son] cual sombra que
no dura” (1 Crón 29:15). Nadie posee realmente nada de este
mundo. Los hombres luchan y se esfuerzan por amasar riqueza, y entonces “dejan a otros sus riquezas” (Sal 49:10).
Pero Dios hace todas sus obras según el consejo de su voluntad; ni uno sólo de
sus propósitos dejará de cumplirse; y así, tan pronto como el hombre pecó y
perdió su herencia, se prometió la restauración mediante Cristo en estas
palabras:
“Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente
y la simiente suya; esta te herirá en la cabeza, y tú la herirás en el talón”
(Gén 3:15).
En
esas palabras se predijo la destrucción de Satanás y toda su obra. Se predijo
la “salvación tan grande” que había sido “anunciada primeramente por el Señor” (Heb 2:3).
De esa forma, “el señorío primero” (Miq
4:8), “el reino, el dominio y la majestad de
los reinos debajo de todo el cielo [serán] dados
al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los
dominios lo servirán y obedecerán” (Dan 7:27). Esa será una
posesión real, puesto que será eterna.
La promesa de su venida
Pero
todo lo anterior se ha de consumar cuando el Señor venga en su gloria, a quien
“es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos
de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos
profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:21). Por lo
tanto, la venida del Señor para restaurar todas las cosas ha sido la gran
esperanza puesta ante la iglesia desde la misma caída del hombre. Los fieles
han esperado siempre ese evento, y aunque el tiempo pareciera alargarse y la mayoría
del pueblo dudara de la promesa, es tan segura como la palabra del Señor. La
siguiente porción de la Escritura describe vívidamente la promesa, las dudas de
los incrédulos y la certeza del cumplimiento de la promesa:
“Amados, esta es la segunda carta que os escribo. Ambas
son para estimular vuestro limpio entendimiento, para que recordéis las
palabras dichas en el pasado por los santos profetas y el mandato del Señor y
Salvador dado por vuestros apóstoles. Ante todo sabed que en los últimos días
vendrán burladores que, sarcásticos, andarán según sus bajos deseos y dirán:
‘¿Dónde está la promesa de su venida? Desde que los padres durmieron, todas las
cosas siguen como desde el principio de la creación’. Pero ellos intencionadamente
ignoran que en el tiempo antiguo los cielos fueron hechos por la palabra de
Dios, y la tierra surgió del agua y fue establecida entre aguas. Por eso el
mundo de entonces pereció anegado en agua, y los cielos y la tierra de ahora
son conservados por la misma Palabra, guardados para el fuego del día del
juicio y de la destrucción de los hombres impíos. Pero, amados, no ignoréis
esto: para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor
no demora en cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que es paciente
para con nosotros, porque no quiere que ninguno perezca, sino que todos
procedan al arrepentimiento. Pero el día del Señor vendrá como ladrón. Entonces
los cielos desaparecerán con gran estruendo; los elementos serán destruidos por
el fuego y la tierra y todas sus obras serán quemadas. Siendo que todo será
destruido, ¿qué clase de personas debéis ser en santa y piadosa conducta,
esperando y acelerando la venida del día de Dios? En ese día los cielos serán
encendidos y deshechos, y los elementos se fundirán abrasados por el fuego.
Pero, según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde
habita la justicia” (2 Ped 3:1-13).
Leamos
ahora de nuevo el pasaje y observemos los siguientes puntos: los que se burlan
de la promesa del retorno del Señor lo hacen ignorando voluntariamente algunos
de los eventos más importantes y más claramente expuestos en la Biblia, como
son la creación y el diluvio. La palabra del Señor creó los cielos y la tierra
en el principio.
“Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y todo
el ejército de ellos por el aliento de su boca” (Sal 33:6).
Por
la misma palabra la tierra quedó cubierta por el agua, dándose la circunstancia
de que el agua que la tierra almacenaba contribuyó a su destrucción. Fue
destruida por el agua. La tierra, tal como hoy la conocemos, apenas conserva un
parecido con lo que fue antes del diluvio. La misma palabra que creó y destruyó
la tierra, es la que la sostiene hoy hasta el tiempo de la destrucción de los
hombres impíos, cuando se convierta en un lago de fuego en lugar de un lago de
agua. “Pero, según su promesa, esperamos un cielo
nuevo y una tierra nueva, donde habita la justicia”. La misma palabra es
la que lo cumple todo.
El gran clímax
Así,
resulta evidente que la venida del Señor es el gran evento al que han señalado
todas las cosas desde la propia caída. “La promesa
de su venida” es lo mismo que la promesa de un cielo y una tierra
nuevos. Esa fue la promesa hecha a los “padres”.
Los que se burlan de ella no pueden negar que la Biblia contiene esa promesa,
pero, puesto que no ha ocurrido ningún cambio aparente desde que los padres
durmieron, piensan que no hay probabilidad alguna de que se cumpla. Ignoran el
hecho de que las cosas han cambiado mucho desde el principio de la creación, y
han olvidado que la palabra del Señor permanece para siempre. “El Señor no demora en cumplir su promesa”.
Obsérvese que está en singular; no habla de promesas, sino de promesa. Es un
hecho el que Dios no olvida ninguna de sus promesas, pero el apóstol Pedro está
aquí refiriéndose a una promesa definida, que es la de la venida del Señor y la
restauración de la tierra. Se tratará realmente de una “tierra nueva”, puesto que será restaurada a la condición en la que
estaba cuando fue hecha al principio.
Aunque
según ve las cosas el hombre ha pasado mucho tiempo desde que se hizo la
promesa, lo cierto es que “el Señor no demora en
cumplir su promesa”. Puesto que él posee todo el tiempo —mil años son
para él como un día—, en realidad ha transcurrido escasamente una semana desde
que se hizo la promesa por primera vez en ocasión de la caída. Sólo ha pasado
la mitad de una semana desde que “los padres
durmieron”. El paso de unos pocos miles de años en nada ha disminuido la
promesa de Dios. Es tan cierta como cuando se la hizo por primera vez. Dios no
ha olvidado. El único motivo por el que se ha dilatado tanto, es porque “es paciente para con nosotros, porque no quiere que
ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”. Por lo
tanto, “entended que la paciencia de nuestro Señor
significa salvación” (2 Ped 3:15), y debiera ser objeto de
agradecimiento por el gran favor otorgado, en lugar de considerar su
misericordioso retardo como evidencia de falta de fidelidad por su parte.
No
se debe olvidar que si bien mil años son como un día para el Señor, también un
día es para él como mil años. ¿Qué significa eso? Simplemente, que mientras que
el Señor puede esperar un tiempo prolongado —a decir del hombre— antes de
llevar a cabo sus planes, eso nunca debiera tomarse como una evidencia de que
en cualquier momento del proceso, una cantidad determinada de trabajo haya de
precisar necesariamente la misma cantidad de tiempo que tomó en el pasado. Para
el Señor es tan bueno un día como mil años, si es que su voluntad decidió que
la obra de mil años se realice en un día. Y eso pronto va a suceder, “porque palabra consumadora y abreviadora en justicia,
porque palabra abreviada, hará el Señor sobre la tierra” (Rom 9:28).
Un día será suficiente para la obra de mil años. El día de Pentecostés no fue
sino una muestra del poder con el que el evangelio ha de avanzar en el futuro.
Y
tras haber resumido lo que realmente representa el evangelio del reino, y
habernos referido a la promesa hecha a los padres como fundamento de nuestra
fe, pasaremos a estudiar con mayor detenimiento la promesa comenzando por
Abraham, de quien debemos ser hijos si es que somos coherederos con Cristo.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 21 mayo 1896
(índice)
La promesa hecha a Abraham
Al
estudiar esta promesa hemos de tener siempre presentes dos porciones de la
Escritura. La primera son las palabras de Jesús:
“Escudriñad las Escrituras, porque a vosotros os parece
que en ellas tenéis la vida eterna, y ellas son las que dan testimonio de mí”.
“Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí
escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?”
(Juan 5:39 y 46-47).
Las
únicas Escrituras existentes en los días de Cristo eran los libros que hoy
conocemos como Antiguo Testamento. Pues bien: dan testimonio de él. No fueron
escritas con un propósito distinto a ese. El apóstol Pablo afirmó que son
capaces de hacer al hombre sabio para salvación por la fe que es en Cristo
Jesús (2 Tim 3:15); y de entre esos escritos, el Señor señaló
especialmente los libros de Moisés como revelándolo a él. Aquel que lee los
escritos de Moisés y todo el Antiguo Testamento con cualquier otra expectativa
distinta de encontrar a Cristo, y mediante él el camino de la vida, los lee en
vano y fracasará totalmente en comprenderlos.
El
otro texto es 2 Corintios 1:19-20:
“El Hijo de Dios, Jesucristo, que entre vosotros ha sido
predicado por nosotros [por mí, Silvano y Timoteo], no ha sido ‘sí’ y ‘no’, sino solamente ‘sí’ en él,
porque todas las promesas de Dios son en él ‘sí’, y en él ‘Amén’, por medio de
nosotros, para gloria de Dios”.
Dios
no ha hecho ninguna promesa al hombre, que no sea mediante Cristo. La fe
personal en Cristo es lo necesario a fin de recibir cualquier cosa que Dios
haya prometido. Dios no hace acepción de personas. Ofrece gratuitamente sus
riquezas a cualquiera; pero nadie puede tener parte alguna en ellas sin aceptar
a Cristo. Eso es perfectamente justo, puesto que Cristo se da a todos si es que
lo quieren tener.
Teniendo
presentes esos principios, leemos el primer relato de la promesa de Dios a
Abraham:
“Jehová había dicho a Abram: ‘Vete de tu tierra, de tu
parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti una
nación grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición.
Bendeciré a los que te bendigan, y a los que te maldigan maldeciré; y serán
benditas en ti todas las familias de la tierra’” (Gén 12:1-3).
Podemos
ver desde el mismo principio que esta promesa a Abraham era una promesa en
Cristo. Escribió el apóstol Pablo:
“La Escritura, previendo que Dios había de justificar por
la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva [el evangelio] a Abraham, diciendo: ‘En ti serán benditas todas las
naciones’. De modo que los que tienen fe son bendecidos con el creyente Abraham”
(Gál 3:8-9).
Eso
nos muestra que cuando Dios dijo que en Abraham serían benditas todas las
familias de la tierra, le estaba predicando el evangelio. La bendición que
había de llegar a todo ser humano en la tierra por medio de él, llegaría
solamente a aquellos que tuvieran fe.
Abraham y la cruz
La
predicación del evangelio es la predicación de la cruz de Cristo. Así, el
apóstol Pablo afirmó haber sido enviado a predicar el evangelio, pero no en
sabiduría de palabras, para que no fuese hecha vana la cruz de Cristo. Añadió a
continuación que la predicación de la cruz es el poder de Dios para los que se
salvan (1 Cor 1:17-18). Y eso no es más que otra forma de decir que se
trata del evangelio, ya que el evangelio es el poder de Dios para salvación (Rom
1:16). Por lo tanto, dado que la predicación del evangelio es la
predicación de la cruz de Cristo (y no hay salvación por ningún otro medio), y
dado que Dios predicó el evangelio a Abraham cuando le dijo: “Serán benditas en ti todas las familias de la tierra”,
es evidente que en esa promesa se le dio a conocer a Abraham la cruz de Cristo,
y que sólo mediante la cruz se podía cumplir la promesa.
El
capítulo tercero de Gálatas lo aclara fuera de toda duda. Tras afirmar que la
promesa de la bendición es para todas las naciones de la tierra mediante
Abraham, y que los que son de la fe son bendecidos con el creyente Abraham, el
apóstol continúa así:
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose
maldición por nosotros (pues está escrito: ‘Maldito todo el que es colgado en
un madero’), para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzara a los
gentiles, a fin de que por la fe recibiéramos la promesa del Espíritu” (Gál
3:13-14).
Se
afirma aquí de la forma más explícita que la bendición de Abraham, que habría
de venir a todas las familias de la tierra, lo haría exclusivamente mediante la
cruz de Cristo.
Ese
es un punto que ha de quedar bien fijado en la mente desde el mismo principio.
Toda la confusión relativa a las promesas de Dios a Abraham y a su simiente parte
de no reconocer en ellas el evangelio de la cruz de Cristo. Si se recordara
continuamente que todas las promesas de Dios son en Cristo, que sólo mediante
su cruz son alcanzables, y que en consecuencia son de naturaleza espiritual y
eterna, no habría dificultad, y el estudio de la promesa a los padres será una
delicia y una bendición.
Leemos
que Abraham, obedeciendo al llamado del Señor, se fue de casa de su padre y de
su tierra nativa.
“Tomó, pues, Abram a Sarai, su mujer, y a Lot, hijo de su
hermano, y todos los bienes que habían ganado y las personas que habían
adquirido en Harán, y salieron para ir a tierra de Canaán. Llegaron a Canaán, y
pasó Abram por aquella tierra hasta el lugar de Siquem, donde está la encina de
More. El cananeo vivía entonces en la tierra. Y se apareció Jehová a Abram, y
le dijo: ‘A tu descendencia daré esta tierra’. Y edificó allí un altar a
Jehová, quien se le había aparecido. De allí pasó a un monte al oriente de
Betel, y plantó su tienda entre Betel al occidente y Haqi al oriente; edificó
en ese lugar un altar a Jehová, e invocó el nombre de Jehová” (Gén
12:5-8).
Es
muy necesario que percibamos desde el mismo comienzo el significado real de las
promesas de Dios y su trato con Abraham. Eso hará fácil nuestra lectura
subsiguiente, puesto que consistirá en la aplicación de esos principios. En
esta última Escritura se introducen unos pocos temas que ocupan un lugar muy
prominente en este estudio, y vamos a destacarlos aquí. Para empezar,
La simiente [descendencia]
El
Señor dijo a Abraham después que llegó a la tierra de Canaán: “A tu descendencia [simiente] daré esta
tierra”. Si nos ciñésemos a las Escrituras no tendríamos dificultad
alguna en saber quién es la simiente o descendencia.
“A Abraham fueron hechas las promesas, y a su
descendencia. No dice: ‘Y a los descendientes’, como si hablara de muchos, sino
como de uno: ‘Y a tu descendencia [simiente]’, la cual es Cristo”
(Gál 3:16).
Eso
debiera despejar por siempre toda duda al respecto. La simiente de Abraham —a
quien fue hecha la promesa— es Cristo. Él es el heredero.
Pero
nosotros podemos también ser coherederos con Cristo.
“Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo
estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay
hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros
sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la
promesa” (Gál 3:27-29).
Los
que han sido bautizados en Cristo están revestidos de él; por lo tanto, están
incluidos en él. Así, al decir que Cristo es la simiente de Abraham a quien
fueron hechas las promesas, quedan incluidos todos los que están en Cristo.
Pero la promesa no incluye nada que esté fuera de Cristo. Pretender que la
herencia prometida a la simiente de Abraham podía ser poseída por cualquiera, y
no sólo por los que son de Cristo (mediante la fe en él) es ignorar el
evangelio y negar la palabra de Dios.
“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2 Cor 5:17).
Por
lo tanto, puesto que la promesa de la posesión de la tierra fue hecha a Abraham
y a su simiente, que es Cristo más todos los que están en él mediante el
bautismo —y que por lo tanto son nuevas criaturas—, se deduce que la promesa de
la tierra se refería solamente a quienes fueran nuevas criaturas en Cristo:
hijos de Dios por la fe en Jesucristo. Eso es una evidencia adicional de que
todas las promesas de Dios lo son en Cristo, y de que las promesas a Abraham
pueden obtenerse sólo mediante la cruz de Cristo. No olvidemos, pues, ese
principio ni por un momento al leer sobre Abraham y la promesa que se le hizo a
él y a su simiente: el principio de que la simiente es Cristo y los que están
en él. Y nadie más.
La tierra
Abraham
estaba en tierra de Canaán cuando Dios le dijo: “A
tu descendencia daré esta tierra”. Observemos ahora las palabras que
dirigió a sus perseguidores el mártir Esteban, lleno del Espíritu Santo y con
su rostro radiante como el de un ángel:
“El Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abraham
cuando aún estaba en Mesopotamia, antes que viviera en Harán, y le dijo: ‘Sal
de tu tierra y de tu parentela y vete a la tierra que yo te mostraré’. Entonces
salió de la tierra de los Caldeos y habitó en Harán; y de allí, cuando murió su
padre, Dios lo trasladó a esta tierra en la cual vosotros habitáis ahora”
(Hechos 7:2-4).
Eso
no es más que una repetición de lo que hemos leído ya en el capítulo 12 de
Génesis. Leamos ahora el siguiente versículo:
“No le dio herencia en ella ni aun para asentar un pie,
pero prometió dársela en posesión a él y a su descendencia después de él,
aunque él aún no tenía hijo”.
Eso
nos muestra que, aunque en ocasiones se declara simplemente: “A tu descendencia daré esta tierra”, el propio
Abraham está incluido en la promesa. Eso es muy evidente en las repeticiones de
la promesa que se encuentran en el libro de Génesis.
Pero
nos muestra aún más: que Abraham no recibió realmente ninguna tierra en
herencia. Ni siquiera la parte que ocupa la huella de un pie; sin embargo, Dios
se la había prometido a él y a su simiente después de él. ¿Qué diremos a esto?
¿Falló la promesa de Dios? —De ninguna manera. Dios no miente (Tito 1:2),
él permanece fiel (2 Tim 2:13). Abraham murió sin haber recibido la
herencia prometida; sin embargo, murió en la fe. Por lo tanto, debemos en ello
aprender la lección que el Espíritu Santo quería que aprendieran los judíos:
que la herencia prometida podía obtenerse solamente mediante Jesús y la
resurrección. Así lo aclaran también las palabras del apóstol Pedro:
“Vosotros sois los hijos de los profetas y del pacto que
Dios hizo con nuestros padres diciendo a Abraham: ‘En tu simiente serán
benditas todas las familias de la tierra’. A vosotros primeramente, Dios,
habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijera, a fin de que cada
uno se convierta de su maldad” (Hechos 3:25-26).
La
bendición de Abraham, tal como ya hemos visto, viene sobre los gentiles —todas
las familias de la tierra— mediante Jesucristo y su cruz; pero la bendición de
Abraham está relacionada con la promesa referente a la tierra de Canaán.
También esa tierra habría de ser poseída solamente mediante Cristo y la
resurrección. De haber sido de otro modo, Abraham habría resultado defraudado,
en lugar de morir en la plena fe de la promesa tal como sucedió. Pero eso se
hará más evidente al avanzar en nuestro estudio.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 28 mayo 1896
(índice)
Un altar
Allí
donde Abraham fuese, edificaba un altar al Señor. Es preciso recordar que la
promesa de que todas las naciones habrían de ser bendecidas en Abraham
especificaba hasta incluso las familias. La religión de Abraham era una
religión de la familia. Nunca descuidó el altar familiar. No se trata de vacío
lenguaje figurado, sino de la práctica real de los padres a quienes fue hecha
la promesa, promesa que compartimos si tenemos la fe y la práctica que ellos
tuvieron.
Un ejemplo para los padres
Dios
dijo de Abraham:
“Yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí,
que guarden el camino de Jehová haciendo justicia y juicio, para que haga venir
Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Gén 18:19).
Observa
las palabras: “Mandará a sus hijos, y a su casa
después de sí, que guarden el camino de Jehová haciendo justicia y juicio”.
No dispondría simplemente que lo hicieran así, dejando luego el asunto
olvidado, sino que después de haber dado mandamiento, el resultado sería que
guardarían el camino del Señor. Es decir, su enseñanza iba a ser efectiva.
Podemos
estar seguros de que los mandamientos que Abraham dio a sus hijos y familia no
eran duros ni arbitrarios. Los comprendemos mejor al considerar la naturaleza
de los mandamientos de Dios.
“Sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3).
“Su mandamiento es vida eterna” (Juan 12:50).
Quien
desee seguir el ejemplo de Abraham dirigiendo a su familia mediante reglas duras
y arbitrarias, y actuando como un juez severo o como un tirano, amenazando con
lo que va a hacer si sus órdenes no son obedecidas y ejecutadas sus decisiones,
no según un espíritu de amor —porque son correctas— sino por ser más fuerte que
sus hijos y porque están bajo su poder, tiene mucho que aprender del Dios de
Abraham.
“Vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos,
sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Efe 6:4).
Al
mismo tiempo podemos estar seguros de que sus mandamientos no eran como los de
Elí: débiles y quejumbrosas reprensiones a sus impíos e inservibles hijos:
“¿Por qué hacéis cosas semejantes? Oigo hablar a todo este
pueblo vuestro mal proceder. No, hijos míos, porque no es buena fama la que yo
oigo” (1 Sam 2:23-24).
Se
pronunció juicio contra él y su casa, “porque sus
hijos han blasfemado contra Dios y él no se lo ha impedido” (1 Sam
3:13). En contraste, Abraham trasmitió la bendición por toda la eternidad,
debido a que los mandamientos que dio a sus hijos tuvieron poder para impedir
el mal.
Abraham
había de ser una bendición para todas las familias. Allí donde iba era una
bendición. Pero esa bendición comenzó en su familia. Allí estuvo el centro. La
influencia del cielo llegó a sus vecinos a partir del círculo de la familia. Y
ahora bien podemos prestar particular atención a la afirmación de que cuando
Abraham edificó un altar “invocó el nombre de
Jehová” (Gén 12:8 y 13:4). Cada vez que aparece esa misma
expresión, hay que notar que la terminología en hebreo es idéntica a la de Éxodo
34:5, donde leemos que el Señor descendió en la nube, permaneció al lado de
Moisés y “proclamó el nombre de Jehová”. Por
lo tanto, podemos comprender que cuando Abraham edificó el altar de familia no
estaba instruyendo simplemente a su familia inmediata, sino que “proclamó el nombre de Jehová” a todo el mundo a su
alrededor. Lo mismo que Noé, Abraham fue un pregonero de justicia (2 Ped 2:5).
Dios predicó el evangelio a Abraham, y este lo predicó a otros.
Abraham y Lot
“Abraham era riquísimo en ganado, y en plata y oro”.
“También Lot, que iba con Abram, tenía ovejas, vacas y
tiendas. Y la tierra no era suficiente para que habitaran juntos, pues sus
posesiones eran muchas y no podían habitar en un mismo lugar. Hubo contienda
entre los pastores del ganado de Abram y los pastores del ganado de Lot. (El
cananeo y el ferezeo habitaban entonces en la tierra). Entonces Abram dijo a
Lot: ‘No haya ahora altercado entre nosotros dos ni entre mis pastores y los
tuyos, porque somos hermanos’” (Gén 13:2 y 5-8).
Cuando
comprendemos la naturaleza de la promesa de Dios a Abraham, podemos comprender
el secreto de su generosidad. Supongamos que Lot escogiera la mejor parte del
país; eso no haría ninguna diferencia por lo que respecta a la herencia de
Abraham: teniendo a Cristo, tenía todas las cosas. Su preocupación no estaba
centrada en sus posesiones en la vida presente, sino en la venidera. Aceptaría
con agradecimiento la prosperidad que el Señor dispusiera enviarle; pero si sus
riquezas en esta vida fueran exiguas, eso en nada disminuiría la herencia que
se le prometió.
Nada
hay como la presencia y bendición de Cristo para poner fin a toda disputa, o
para evitarla. En la acción de Abraham encontramos un verdadero ejemplo
cristiano. Siendo el de más edad, podía haber invocado su dignidad y exigido
sus “derechos”. Pero no podía hacer así como cristiano que era. El amor “no busca lo suyo”. Abraham manifestó el verdadero
espíritu de Cristo. Cuando los profesos cristianos son ávidos en reclamar las
cosas de este mundo y temen ante la perspectiva de ser privados de algunos de
sus derechos, demuestran indiferencia hacia la herencia eterna que Cristo
ofrece.
Repetición de la promesa
La
cortesía cristiana de Abraham, que era el resultado de su fe en la promesa
mediante Cristo, no pasó desapercibida al Señor. Leemos:
“Jehová dijo a Abram después que Lot se apartó de él:
‘Alza ahora tus ojos y desde el lugar donde estás mira al norte y al sur, al
oriente y al occidente. Toda la tierra que ves te la daré a ti y a tu
descendencia para siempre. Haré tu descendencia como el polvo de la tierra: que
si alguno puede contar el polvo de la tierra, también tu descendencia será
contada. Levántate y recorre la tierra a lo largo y a lo ancho, porque a ti te
la daré’” (Gén 13:14-17).
No
olvidemos que “a Abraham fueron hechas las promesas
y a su descendencia. No dice: ‘Y a los descendientes’, como si hablara de
muchos, sino como de uno: ‘Y a tu descendencia’, la cual es Cristo” (Gál
3:16). No hay otra descendencia de Abraham fuera de Cristo y de los que son
de él. Por lo tanto, esa incontable prosperidad que se prometió a Abraham es
idéntica a la referida en esta otra Escritura:
“Después de esto miré y vi una gran multitud, la cual
nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas. Estaban
delante del trono y en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas y
con palmas en sus manos. Clamaban a gran voz, diciendo: ‘¡La salvación
pertenece a nuestro Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero!’”.
“Entonces uno de los ancianos habló, diciéndome: ‘Estos que están vestidos de
ropas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?’ Yo le dije: ‘Señor, tú lo sabes’.
Él me dijo: ‘Estos son los que han salido de la gran tribulación; han lavado
sus ropas y las han blanqueado en la sangre del Cordero” (Apoc 7:9-10
y 13-14).
Hemos
visto ya que la bendición de Abraham viene a todas las naciones mediante la
cruz de Cristo, de forma que en la declaración de que esa inmensa multitud lavó
sus ropas y las blanqueó en la sangre del Cordero vemos el cumplimiento de la
promesa hecha a Abraham a propósito de una descendencia imposible de contar.
“Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes
de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gál 3:29).
Es
preciso observar que en la repetición de la promesa, en el capítulo 13 de
Génesis, la tierra tiene un lugar muy prominente. Lo vimos en nuestro estudio
precedente, y lo volveremos a encontrar como rasgo fundamental de la promesa
allí donde esta aparezca.
Abraham y Melquisedec
La
breve historia de Melquisedec es el eslabón que une nuestros tiempos con
Abraham y los suyos, y que muestra que la así llamada “dispensación cristiana”
existía en los días de Abraham tanto como ahora.
El
capítulo 14 de Génesis nos dice todo lo que sabemos sobre Melquisedec. El
capítulo 7 de Hebreos repite la historia y hace algunos comentarios sobre ella.
Hay también referencias a Melquisedec en el capítulo 6 y en el Salmo 110:4.
Esta
es la historia: Abraham estaba regresando de una expedición contra los enemigos
que habían tomado prisionero a Lot, cuando Melquisedec le salió al encuentro
trayéndole pan y vino. Melquisedec era rey de Salem y sacerdote del Dios
Altísimo. En esa calidad bendijo a Abraham, quien le dio el diezmo del botín
recuperado. Esa es la historia, pero a partir de ella aprendemos lecciones de
gran importancia.
En
primer lugar, vemos que Melquisedec tenía un rango superior al de Abraham, ya
que “sin discusión alguna, el menor es bendecido
por el mayor” (Heb 7:7), y también porque Abraham le dio el
diezmo.
Era
un tipo de Cristo; era “a semejanza del Hijo de
Dios” (Heb 7:3). Era una figura de Cristo por ser al mismo tiempo
rey y sacerdote. Su nombre significa “rey de justicia”, y Salem, de la que era rey, significa “paz”;
por lo tanto, no era sólo sacerdote, sino rey de justicia y rey de paz. De
Cristo está escrito:
“Jehová dijo a mi Señor: ‘Siéntate a mi diestra, hasta que
ponga a tus enemigos por estrado de tus pies’”.
“Juró Jehová y no se arrepentirá: ‘Tu eres sacerdote para
siempre según el orden de Melquisedec’” (Sal 110:1 y 4).
Y
el nombre con el que se lo llamará es “Jehová,
justicia nuestra” (Jer 23:6).
Las
Escrituras se refieren en estos términos a la realeza del sacerdocio de Cristo:
“Le hablarás, diciendo: ‘Así ha hablado Jehová de los
ejércitos, diciendo’: He aquí el varón cuyo nombre es el Renuevo; el cual
brotará de sus raíces y edificará el templo de Jehová. Él edificará el templo
de Jehová y él llevará la gloria, y se sentará y dominará en su trono, y será
sacerdote en su trono; y consejo de paz habrá entre ambos” (Zac
6:12-13).
El
poder por el que Cristo —como sacerdote— hace reconciliación por los pecados
del pueblo, es el poder del trono de Dios sobre el que se sienta.
Pero
en referencia a Melquisedec el punto principal es que Abraham vivió en la misma
“dispensación” que nosotros. El sacerdocio era entonces del mismo orden que
ahora. No es solamente que seamos los hijos de Abraham si somos de la fe;
además, nuestro Sumo Sacerdote —quien subió a los cielos— ha sido hecho por
juramento de Dios Sumo Sacerdote para siempre “según
el orden de Melquisedec”. Así, en un doble sentido, es patente que “si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de
Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gál 3:29). “Abraham, vuestro padre, se
gozó de que había de ver mi día; y lo vio y se gozó” (Juan 8:56).
Abraham,
por lo tanto, era cristiano como el que más de entre quienes hayan vivido
después de la crucifixión de Cristo.
“A los discípulos se les llamó cristianos por primera vez
en Antioquía” (Hechos 11:26).
Pero
después que se los llamase cristianos, los discípulos no eran diferentes a como
fueron antes. Cuando se los conocía simplemente como judíos, eran ya tan
cristianos como después de ser llamados de esa manera. El nombre no supone
mucho. Se los llamó cristianos por ser seguidores de Cristo, pero antes de que
se los llamase cristianos seguían a Cristo tanto como lo siguieron después.
Abraham, cientos de años antes de los días de Jesús de Nazaret, fue
precisamente lo que sería cada discípulo en Antioquía a quien se llamó
cristiano: un seguidor de Cristo. Por lo tanto, fue cristiano en el sentido más
pleno de la palabra. Todos los cristianos, y nadie más que ellos, son los hijos
de Abraham.
Observarás
que en el séptimo capítulo de Hebreos se nos refiere el caso de Abraham y
Melquisedec como prueba de que el pago de los diezmos no es una ordenanza
levítica. Abraham pagó los diezmos mucho antes que naciera Leví. Y los pagó a
Melquisedec, cuyo sacerdocio era un sacerdocio cristiano. Por lo tanto, los que
están en Cristo, y por lo tanto son hijos de Abraham, devolverán también el
diezmo de todo.
Hay
que notar que el diezmo era algo bien conocido en los días de Abraham. Él dio
los diezmos al sacerdote de Dios como algo natural. Reconoció el hecho de que
la décima parte es del Señor. El registro de Levítico no es el origen del
sistema del diezmo, sino una simple constatación del hecho. Hasta la propia
orden levítica pagó los diezmos en Abraham (Heb 7:9). No se nos informa
acerca de cuándo fue dada esa institución al hombre por primera vez, pero vemos
que era bien conocida en los días de Abraham. En el libro de Malaquías, que
está especialmente dirigido a quienes vivan justamente “antes que venga el día de Jehová, grande y terrible” (4:5),
se nos dice que aquellos que retienen los diezmos están robando a Jehová.
El
argumento es sencillo: Abraham dio el diezmo a Melquisedec; el sacerdocio de
Melquisedec es el sacerdocio por el que viene la justicia y la paz, el
sacerdocio por el que somos salvos. Abraham dio el diezmo a Melquisedec porque
Melquisedec era el representante del Dios Altísimo, y el diezmo es del Señor.
Si somos de Cristo, entonces somos hijos de Abraham; y si no somos hijos de
Abraham, entonces no somos de Cristo. Pero si somos hijos de Abraham, hemos de
hacer las obras de Abraham. ¿De quién somos?
Hay
aún otro punto a destacar. Si eres observador, te habrá llamado la atención el
hecho de que Melquisedec —quien fue rey de justicia y paz, y sacerdote del Dios
Altísimo— trajo a Abraham pan y vino: los emblemas del cuerpo y la sangre de
nuestro Señor. Se podrá aducir que el pan y el vino tenían por objeto el
sustento físico de Abraham y sus acompañantes. Pero eso en nada disminuye el
significado del hecho. Melquisedec salió en su calidad de rey y sacerdote, y
Abraham lo reconoció como tal. Observa la relación en Génesis 14:18-19:
“Entonces Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios
Altísimo, sacó pan y vino y lo bendijo, diciendo: ‘Bendito sea Abram del Dios
Altísimo, creador de los cielos y de la tierra’”.
Es
evidente que el pan y el vino que le ofreció Melquisedec adquirió significado
especial por el hecho de que él era sacerdote del Dios Altísimo. Los judíos del
tiempo de Cristo se burlaron de su afirmación de que Abraham se alegró por ver
el día de Cristo. No podían ver evidencia alguna del hecho. ¿Podemos nosotros
ver en esa transacción una evidencia de que Abraham vio el día de Cristo, que
es el día de salvación?
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 4 junio 1896
(índice)
El pacto
El
capítulo 15 de Génesis contiene el primer relato del pacto hecho
con Abraham.
“Abram recibió palabra del Eterno en visión, que le dijo:
‘No temas, Abram. Yo soy tu escudo y tu galardón sobremanera grande’”.
Observa:
Dios afirmó que él mismo era la recompensa [galardón] de Abraham. Si somos de
Cristo, somos simiente de Abraham, y conforme a la promesa los herederos.
Herederos, ¿de qué? “Herederos de Dios y
coherederos con Cristo” (Rom 8:17). El salmista se refirió a la
misma herencia:
“Jehová es la porción de mi herencia” (Sal 16:5).
Tenemos
pues aquí otro argumento que relaciona a todo el pueblo de Dios con Abraham. Su
esperanza no es otra que la promesa de Dios a Abraham.
La
promesa que Dios hizo a Abraham no se refería sólo a él, sino también a su
simiente, de forma que Abraham dijo al Señor:
“Eterno, ¿qué me has de dar siendo que ando sin hijo, y el
mayordomo de mi casa es el damasceno Eliezer? Y agregó Abraham: ‘Mira que no me
has dado prole, y mi heredero será un siervo nacido en mi casa” (Gén
15:2-3).
Abraham
no conocía el plan del Señor. Conocía y creía la promesa, pero siendo que
envejecía y no tenía hijos, supuso que la simiente que se le había prometido
vendría a través de su siervo. Ese no era el plan de Dios. Abraham no habría de
ser el progenitor de una raza de siervos, sino de hombres libres.
“Entonces el Eterno le dijo: ‘No te heredará ese hombre,
sino un hijo tuyo será tu heredero’. Y lo sacó fuera y le dijo: ‘Mira el cielo,
y cuenta las estrellas, si las puedes contar’. Y agregó: ‘Así será tu
descendencia’. Y Abram creyó al Señor, y eso se le contó por justicia” (Gén
15:4-6).
“Abram creyó al Señor”. La raíz del verbo traducido
como “creyó”, es la palabra “Amén”. La idea
es de firmeza, de un fundamento. Cuando Dios pronunció la promesa, Abraham dijo
“Amén”; es decir, edificó en Dios, tomando la palabra de Dios como seguro
fundamento. Relaciónalo con Mateo 7:24-25.
Dios
prometió a Abraham una gran casa. Pero esa casa había de ser edificada en el
Señor, y así lo comprendió Abraham, quien comenzó a edificar sin demora.
Jesucristo es el fundamento, ya que “nadie puede
poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1
Cor 3:11). La casa de Abraham es la casa de Dios, edificada “sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo
la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efe 2:20).
“Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por
los hombres, pero para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras
vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer
sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Por lo cual
también dice la Escritura: ‘He aquí pongo en Sión la principal piedra del
ángulo, escogida, preciosa; el que crea [edifique] en él, no será avergonzado’” (1 Ped 2:4-6).
“Abram creyó al Señor, y eso se le contó por justicia”.
¿Por qué? —Porque fe significa edificar sobre Dios y su palabra, y eso
significa recibir la vida de Dios y su palabra. Observa en los versículos
citados del apóstol Pedro, que el fundamento sobre el que se edifica la casa es
una piedra viviente. El fundamento es un fundamento viviente, de quien reciben
vida los que vienen a él, de forma que la casa que se edifica es una casa viva.
Crece a partir de la vida de su fundamento. Pero el fundamento es recto, es
justo:
“Jehová, mi fortaleza, es recto y... en él no hay
injusticia” (Sal 92:15).
Por
consiguiente, dado que fe significa edificar en Dios y su santa palabra,
resulta evidente que la fe ha de significar justicia para quien la posea y
ejercite.
Jesucristo
es el origen de toda fe. La fe tiene en él su principio y su final. No puede
haber fe real que no tenga su centro en Cristo. Por lo tanto, cuando Abraham
creyó en el Señor, creyó en el Señor Jesucristo. Dios no se ha revelado nunca
al hombre, excepto mediante Cristo (Juan 1:18). Que la creencia de
Abraham consistió en fe personal en el Señor Jesucristo queda también
evidenciado por el hecho de que eso se le contó por justicia. Y no hay
justicia, excepto por la fe de Jesucristo, “el cual
nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención”
(1 Cor 1:30). Ninguna justicia tendrá el más mínimo valor cuando
aparezca el Señor, excepto “la que es por la fe de
Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil 3:9). Pero
dado que Dios mismo contó la fe de Abraham por justicia, queda claro que la fe
de Abraham estaba centrada únicamente en Cristo, de quien procedía su justicia.
Y
eso demuestra que la promesa de Dios a Abraham fue únicamente mediante Cristo.
La simiente o descendencia sería exclusivamente la que es por la fe de Cristo,
ya que Cristo mismo es la Simiente. La posteridad de Abraham, que habría de ser
tan incontable como las estrellas, estará compuesta por la hueste innumerable
que lavó sus ropas en la sangre del Cordero. Las naciones que habrían de
proceder de él, serán “las naciones que hayan sido
salvas” (Apoc 21:24). Relaciónalo con Mateo 8:11.
“Todas las promesas de Dios son en él ‘sí’, y en él ‘Amén’”
(2 Cor 1:20).
“Aquel día hizo Jehová un pacto con Abram, diciendo: ‘A tu
descendencia daré esta tierra’” (Gén 15:18).
En
los versículos precedentes encontramos el establecimiento de ese pacto. Tenemos
primeramente la promesa de una posteridad incontable, y también de la tierra.
Dios dijo:
“Yo soy Jehová, que te saqué de Ur de los caldeos para
darte a heredar esta tierra” (v. 7).
Es
necesario recordar ese versículo al leer el 18, porque en caso contrario
podríamos tener la impresión errónea de que hubo algo [la tierra] que se
prometió sólo a los descendientes de Abraham con exclusión de él mismo.
“A Abraham fueron hechas las promesas, y a su descendencia”
(Gál 3:16).
A
su descendencia no se le prometió nada que no se le prometiera también a él.
Abraham
creyó al Señor. No obstante, dijo:
“Señor Jehová, ¿en qué conoceré que la he de heredar?”
(Gén 15:8).
Sigue
a continuación el relato de la partición de la becerra, la cabra y el carnero.
Se alude a ello en Jeremías 34:18-20, cuando Dios reconvino al pueblo
por transgredir el pacto.
“A la caída del sol cayó sobre Abraham un profundo sopor,
y el temor de una gran oscuridad cayó sobre él. Entonces Jehová le dijo: ‘Ten
por cierto que tu descendencia habitará en tierra ajena, será esclava allí y
será oprimida cuatrocientos años. Pero también a la nación a la cual servirán
juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza. Tú, en tanto, te
reunirás en paz con tus padres y serás sepultado en buena vejez. Y tus
descendientes volverán acá en la cuarta generación, porque hasta entonces no
habrá llegado a su colmo la maldad del amorreo” (Gén 15:12-16).
Hemos
visto que ese pacto era un pacto de justicia por la fe, puesto que la
descendencia y la tierra se obtendrían por la fe en la palabra de Dios; fe que
a Abraham le fue contada por justicia (Rom 4:20-22). Veamos ahora qué
más podemos aprender de los textos citados anteriormente.
Quedaba
claro que Abraham habría de morir antes de que se otorgara la posesión. Moriría
bien entrado en años, y su descendencia sería extranjera en tierra ajena
durante cuatrocientos años.
No
es sólo que Abraham moriría, sino también sus descendientes inmediatos, antes
que la simiente poseyera la tierra que se les había prometido. De hecho,
sabemos que Isaac murió antes que los hijos de Israel fueran a Egipto, y que
Jacob y todos sus hijos murieron en tierra de Egipto.
“A Abraham fueron hechas las promesas, y a su descendencia”.
El capítulo que estamos estudiando nos dice lo mismo. Es evidente que una
promesa hecha a la simiente de Abraham no puede cumplirse otorgando lo
prometido sólo a una parte de ella; y lo que se prometió a Abraham y su
simiente no puede hallar cumplimiento a menos que Abraham participe, tanto como
su simiente.
¿Qué
demuestra lo anterior? Simplemente esto: que la promesa del capítulo 15 de
Génesis según la cual Abraham y su simiente poseerían la tierra, se refería a
la resurrección de los muertos, y a nada menos que eso. Lo anterior sigue
siendo cierto, aun si excluyésemos al propio Abraham del pacto que allí se
enuncia; puesto que, como hemos visto ya, es indiscutible que muchos de los
descendientes inmediatos de Abraham estarían ya muertos en el tiempo del
cumplimiento de la promesa; y sabemos que Isaac, Jacob y los doce patriarcas
murieron mucho antes de ese momento.
Incluso
dejando a Abraham fuera, permanece el hecho de que la promesa a la simiente ha
de incluir a toda la simiente y no solamente a una parte de ella. Pero no
podemos excluir de la promesa a Abraham. Por lo tanto, tenemos positiva
evidencia de que en este capítulo encontramos el registro de cómo le fue
predicado a Abraham acerca de Jesús y la resurrección.
Cumplimiento tras la resurrección
Eso
nos capacita para comprender mejor por qué Esteban, cuando tuvo que afrontar el
juicio por predicar a Jesús, comenzó su discurso con una referencia a esas
mismas palabras. Hablando de la estancia de Abraham en tierra de Canaán afirmó
que Dios “no le dio herencia en ella ni aún para
asentar un pie, pero prometió dársela en posesión a él y a su descendencia
después de él, aunque él aún no tenía hijo” (Hechos 7:5). En su
referencia a esa promesa —que era bien conocida para todos los judíos— Esteban
les mostró de la forma más indiscutible que sólo podía hallar cumplimiento por
la resurrección de los muertos mediante Jesús.
“Tú, en tanto, te reunirás en paz con tus padres y serás
sepultado en buena vejez. Y tus descendientes volverán acá en la cuarta
generación, porque hasta entonces no habrá llegado a su colmo la maldad del
amorreo”.
Eso
nos permite conocer la razón por la cual Abraham murió en la fe a pesar de no
haber recibido la promesa. Si hubiera esperado recibirla en esta vida actual,
habría resultado chasqueado al llegar a su muerte sin verla cumplida. Pero Dios
le dijo claramente que habría de morir antes de ver su cumplimiento. Por lo
tanto, dado que Abraham creyó a Dios, es claro que comprendió lo relativo a la
resurrección y que creyó en ella. La resurrección de los muertos, como veremos,
estuvo siempre en el centro de la esperanza de todo verdadero hijo de Abraham.
Pero
aprendemos algo más. En la cuarta generación —después de los cuatrocientos años—
su descendencia habría de ser liberada de la esclavitud, una vez en la tierra
prometida. ¿Por qué no habrían de poseer la tierra de forma inmediata? Porque
la maldad de los amorreos no había llegado a su plenitud (Gén 15:16). Eso muestra que Dios daría a los amorreos tiempo para
arrepentirse, o en su defecto, tiempo para que cumplieran la medida de su
maldad, demostrando así su descalificación para poseer la tierra.
Y
eso recalca una vez más que la tierra que Dios prometió a Abraham y a su
simiente puede ser poseída solamente por un pueblo justo. Dios no expulsaría de
la tierra a aquellos en los que hubiera la más mínima posibilidad de llegar a
ser justos. Pero el hecho de que el pueblo que habría de ser destruido delante
de los hijos de Abraham sería efectivamente destruido a causa de su maldad,
muestra que se espera que los poseedores de la tierra sean justos. Por lo
tanto, vemos que la descendencia de Abraham —a quien fue prometida la tierra—
había de ser un pueblo justo. Eso quedó igualmente demostrado por el hecho de
que a Abraham se le prometió la descendencia sólo mediante la justicia de la
fe.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 11 junio 1896
(índice)
La carne, opuesta al espíritu
“Sarai, mujer de Abram, no le daba hijos; pero tenía una
sierva egipcia que se llamaba Agar. Dijo Sarai a Abraham: ‘Ya ves que Jehová me
ha hecho estéril; te ruego, pues, que te llegues a mi sierva, y quizá tendré
hijos de ella’. Atendió Abraham el ruego de Sarai” (Gén 16:1-2).
Ese
fue el gran error en la vida de Abraham; pero a partir de él aprendió una
lección, y quedó registrado para enseñanza de todos. Daremos por conocida la
historia subsiguiente: cómo el Señor dijo a Abraham que Ismael, el hijo de
Agar, no era el heredero que le había prometido, sino que Sara, su esposa, le
daría un hijo; y cómo, tras nacer Isaac, fueron expulsados Agar e Ismael.
Podemos así pasar directamente a algunas de las importantes lecciones que
derivan del relato.
En
primer lugar debiéramos aprender acerca de la necedad del hombre que intenta cumplir
lo que Dios promete. Dios había prometido a Abraham una descendencia imposible
de contar. Cuando le hizo la promesa estaba más allá de toda posibilidad humana
el que Abraham tuviera un hijo de su mujer, pero aceptó la palabra del Señor, y
su fe le fue contada por justicia. Eso era en sí mismo evidencia de que no se
trataría de una descendencia común u ordinaria, sino una descendencia de fe. Su
esposa no tenía la misma fe; pero ella pensaba que sí la tenía, y siguiendo el
consejo de ella, hasta el propio Abraham pensó estar obrando en armonía con la
palabra del Señor. El problema es que estaba oyendo la voz de su mujer en lugar
oír la del Señor. Su razonamiento era que Dios les había prometido una gran
familia, pero dada la imposibilidad de Sara para tener hijos, era evidente que
Dios debía esperar que ellos recurrieran a algún otro medio de obtener
descendencia. Ese es el trato que la razón humana suele dar a las promesas de
Dios.
Sin
embargo, ¡qué cortedad de miras manifestaron! Dios había hecho la promesa; por
lo tanto, sólo él podía cumplirla. Cuando alguien hace una promesa, es posible
que otra persona cumpla lo prometido, pero en tal caso el que hizo la promesa
queda privado de cumplir su palabra. Incluso si se hubiera obtenido lo
prometido mediante la estratagema llevada a cabo, se habría excluido al Señor
del cumplimiento de su palabra. Por lo tanto, estaban obrando contra Dios. El
hombre no puede cumplir las promesas de Dios. Sólo en Cristo pueden hallar
cumplimiento. Nos resulta muy fácil ver eso en el caso que estamos estudiando;
sin embargo, cuán a menudo, en nuestra experiencia, en lugar de esperar que el
Señor efectúe lo que ha prometido, nos cansamos de la espera e intentamos
cumplirlo en lugar de él, fracasando siempre en ello.
Espiritual y literal
Años
más tarde se cumplió la promesa de la forma en que Dios había previsto, pero no
fue antes de que Abraham y su esposa creyeran plenamente en el Señor.
“Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió
fuerza para concebir; y dio a luz fuera del tiempo de la edad, porque creyó que
era fiel quien lo había prometido” (Heb 11:11).
Isaac
fue fruto de la fe.
“Está escrito que Abraham tuvo dos hijos: uno de la
esclava y el otro de la libre. El de la esclava nació según la carne; pero el
de la libre en virtud de la promesa” (Gál 4:22-23).
Muchos
parecen olvidar ese hecho. Olvidan que Abraham tuvo dos hijos, uno de la sierva
y el otro de la libre; uno nacido según la carne, y el otro según el Espíritu.
De ahí la confusión relativa a la descendencia “literal” y “espiritual” de
Abraham. Se suele considerar lo “espiritual” como opuesto a lo “literal”. Pero
no hay tal cosa. “Espiritual” es sólo opuesto a “carnal”.
Isaac
nació por el Espíritu; sin embargo, fue un niño tan real y literal como Ismael.
Por lo tanto, la verdadera descendencia de Abraham sólo está constituida por
los que son espirituales, pero eso no los hace para nada menos reales. Dios es
Espíritu; sin embargo, es un Dios real. Cristo tenía un cuerpo espiritual tras
su resurrección, sin embargo, era un Ser real, literal, y era susceptible del
mismo trato que otros cuerpos. Así, los cuerpos de los santos tras la
resurrección serán espirituales y al mismo tiempo también reales. Espiritual no
es sinónimo de imaginario. De hecho, lo espiritual es más real que lo carnal,
puesto que sólo lo primero permanece para siempre.
Así,
a partir de esa historia aprendemos fuera de toda duda que la descendencia que
Dios prometió a Abraham, que habría de ser en número como la arena de la mar o
como las estrellas del firmamento y que habría de heredar la tierra, es una
descendencia exclusivamente espiritual. Eso equivale a decir que se trata de
una descendencia que viene a través del Espíritu de Dios. El nacimiento de
Isaac, como el del Señor Jesús, fue milagroso. Fue sobrenatural. Ambos nacieron
por intermedio del Espíritu. En ambos hallamos una ilustración del poder por
medio del cual venimos a ser hechos hijos de Dios, y por lo tanto herederos de
la promesa.
Los
descendientes de Abraham según la carne son los Ismaelitas. Ismael fue un
hombre salvaje, o como traduce la versión RV-1995, “un
hombre fiero” (Gén 16:12). Además, era el hijo de una sierva, y
por lo tanto no era un hijo nacido en libertad. El Señor había dado ya a
entender en el caso de Eliezer —el siervo de Abraham— que la descendencia de
Abraham habría de ser libre. Por lo tanto, si Abraham simplemente hubiera
meditado en las palabras del Señor en lugar de dar oído a la voz de su esposa,
habría podido evitar un gran problema.
Vale
la pena detenerse en este punto, ya que correctamente comprendido evitará una
considerable confusión en relación a cuál es la verdadera descendencia de
Abraham y cuál el verdadero Israel. Aclaremos una vez más los conceptos.
Ismael
nació según la carne, y no podía constituir la “descendencia”.
Así, los que son de la carne no pueden ser los hijos de Abraham ni herederos
según la promesa.
Isaac
nació según el Espíritu, y era la verdadera descendencia. “En Isaac te será llamada descendencia” (Gén
21:12; Rom 9:7; Heb 11:18). Por lo tanto, los hijos de
Abraham son los nacidos según el Espíritu.
“Hermanos, nosotros, como Isaac, somos hijos de la promesa”
(Gál 4:28).
Isaac
nació libre, y sólo los que nacen libres son hijos de Abraham.
“De manera, hermanos, que no somos hijos de la esclava,
sino de la libre” (Gál 4:31).
En
las palabras que el Señor dirigió a los judíos, registradas en el capítulo 8 de
Juan, explicó en qué consiste esa libertad:
“Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis
verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad y la verdad os hará
libres. Le respondieron: —Descendientes de Abraham somos y jamás hemos sido
esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: ‘Seréis libres’? Jesús les respondió: —De
cierto de cierto os digo que todo aquel que practica el pecado, esclavo es del
pecado. Y el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para
siempre. Así que, si el Hijo os liberta, seréis verdaderamente libres”
(v. 31-36).
Luego
les dijo que si fueran realmente hijos de Abraham harían sus mismas obras (v. 39).
Vemos
aquí una vez más lo que aprendimos de la promesa en el capítulo 15 de Génesis:
que la descendencia prometida habría de ser una descendencia justa, dado que
fue prometida sólo mediante Cristo, y le fue asegurada a Abraham sólo mediante
la fe.
El
resumen de todo es que en la promesa hecha a Abraham está el evangelio,
y nada más que el evangelio; y todo intento de aplicar las promesas a
cualquiera que no sea a los que están en Cristo mediante el Espíritu, es un
intento de anular las promesas del evangelio de Dios.
“Si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de
Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gál 3:29).
“Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”
(Rom 8:9).
Así,
si alguien carece del Espíritu de Cristo —el Espíritu mediante el cual nació
Isaac—, no es un hijo de Abraham y carece de derecho alguno en relación con la
promesa.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 18 junio 1896
(índice)
El pacto sellado (I)
Llegamos
ahora a un punto en el que el registro despliega ante nosotros la promesa de la
forma más maravillosa. Habían pasado ya más de veinticinco años desde que Dios
hiciera por vez primera la promesa a Abraham. Sin duda esa demora tuvo que ver
con el paso en falso que dio el patriarca al escuchar el razonamiento de su
esposa. Desde entonces habían transcurrido trece años. Pero Abraham había
aprendido la lección, y ahora Dios se le apareció de nuevo:
“Abram tenía noventa y nueve años de edad cuando se le
apareció Jehová y le dijo: —Yo soy el Dios todopoderoso. Anda delante de mí y
sé perfecto” (Gén 17:1).
“Perfecto” se puede traducir alternativamente como
“recto” o “sincero”. Como en 1 Crónicas 12:33 y 38, el significado es “sin doblez de corazón”. Dios dijo a Abraham que
fuera sincero ante él, que tuviera un corazón indiviso. Al recordar la historia
referida en el capítulo precedente comprendemos mejor la fuerza de este
mandato. Lo mismo sucede con la expresión: “Yo soy
el Dios todopoderoso”. Dios quería hacer saber a Abraham que era
plenamente capaz de cumplir su promesa, y que por lo tanto debía confiar en
Dios con corazón perfecto e indiviso.
Un nombre nuevo
“Entonces Abram se postró sobre su rostro, y Dios habló
con él, diciendo: —Este es mi pacto contigo: serás padre de muchedumbre de
gentes. No te llamarás más Abram, sino que tu nombre será Abraham, porque te he
puesto por padre de muchedumbre de gentes” (Gén 17:3-5).
Abram
significa “padre enaltecido”. El padre de Abraham fue pagano, y su nombre pudo
contener alguna referencia a la adoración pagana en los altos. Pero al añadirle
una sílaba se convirtió en Abraham: “padre de
muchedumbre de gentes”. En el cambio de nombre de Abraham y Jacob
tenemos un indicio del nuevo nombre que da el Señor a todos los que son suyos (Apoc
2:17 y 3:12).
“Te será puesto un nombre nuevo, que la boca de Jehová te pondrá”
(Isa 62:2).
El
hecho de que a Abraham se le diese un nombre nuevo no es indicativo de cambio
alguno en la promesa, sino de la seguridad que Dios le dio del cumplimiento de
la promesa. Su nombre habría de recordarle siempre la promesa de Dios. Algunos
han sugerido que el cambio en su nombre era evidencia de un cambio en la
naturaleza de la promesa que se le hacía; pero una consideración detenida de la
promesa tal como se le hizo previamente, demuestra la imposibilidad de esa
suposición. Tras cambiársele el nombre, Abraham continuó siendo el mismo que
antes. Se llamaba todavía Abram cuando creyó a Dios, y fue así como su fe en la
promesa le fue contada por justicia. Fue en esa condición como Dios le predicó
el evangelio, diciendo: “En ti serán benditas todas
las familias de la tierra”.
Podemos
obviar toda distinción en las promesas de Dios a Abraham, pretendiendo que
algunas de ellas fueron temporales y sólo referidas a su simiente carnal,
mientras que otras fueron espirituales y eternas. No hay tal distinción:
“El Hijo de Dios, Jesucristo, que entre vosotros ha sido
predicado entre nosotros... no ha sido ‘sí’ y ‘no’, sino solamente ‘sí’ en él,
porque todas las promesas de Dios son en él ‘sí’, y en él ‘Amén’ por medio de
nosotros, para la gloria de Dios” (2 Cor 1:19-20).
“A Abraham fueron hechas las promesas, y a su
descendencia. No dice: ‘Y a los descendientes’ como si hablara de muchos, sino
como de uno: ‘Y a tu descendencia’, la cual es Cristo” (Gál 3:16).
Observa
que las promesas, numerosas como puedan ser, vienen todas ellas mediante
Cristo. Observa también que los apóstoles hablan de Abraham, y no de Abram.
Nunca leemos que algunas promesas le fueran hechas a Abram y otras a Abraham.
Al respecto son aun más significativas las palabras de Esteban:
“El Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abraham
cuando aún estaba en Mesopotamia, antes que viviera en Harán” (Hechos
7:2).
Aunque
por entonces se llamaba Abram, la promesa fue la misma que al llamarse Abraham.
Toda referencia a él en la Biblia, tras la primera promesa [Gén 12], se hace
siempre por su nombre Abraham. Por eso en este libro lo hacemos también así.
Tras
haber cambiado su nombre, el Señor continuó en estos términos:
“Estableceré un pacto contigo y con tu descendencia
después de ti, de generación en generación: un pacto perpetuo [eterno], para ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti.
Te daré a ti y a tu descendencia después de ti la tierra en que habitas, toda
la tierra de Canaán, en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos” (Gén
17:7-8).
Analicemos
en mayor detalle las diferentes partes de este pacto. La parte central es la
tierra prometida, o tierra de Canaán. Es la misma del capítulo 15. La promesa
consistía en que se le daría a Abraham y a su descendencia. El pacto es el mismo
que se hizo allí, pero ahora lo encontramos sellado. Observa esto:
Un “pacto eterno”
El
Señor hizo con él ese “pacto eterno” que tan
a menudo encontramos citado en la Biblia. Es “por
la sangre del pacto eterno” como los seres humanos son capacitados para
toda buena obra en la realización de la voluntad de Dios (Heb 13:20-21).
Ahora bien, la tierra prometida había de ser en ese pacto eterno una herencia
permanente.
Una “heredad perpetua”
Había
de ser perpetua tanto para Abraham como para su descendencia. Observa que al
propio Abraham —tanto como a su descendencia— le fue prometida la tierra como
herencia perpetua o eterna. No se trata solamente de una herencia que su
familia habría de poseer para siempre, sino que ambos —Abraham y su
descendencia— la habrían de disfrutar como herencia perpetua.
Pero
para disfrutar de una tierra como herencia perpetua es imprescindible tener una
vida que perdure, es decir:
Vida eterna
Así,
en este pacto encontramos la promesa de la vida eterna. No podía ser de otra
forma, ya que cuando se hizo el pacto por primera vez —capítulo 15— se anunció
a Abraham que tendría que morir antes de poseer la tierra, y Esteban afirmó que
Dios no le dio herencia en ella “ni aún para
asentar un pie”. Por lo tanto, sólo mediante la resurrección podía ser
suya; y cuando se dé la resurrección ya no habrá más muerte:
“Todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y
cerrar de ojos, a la final trompeta, porque se tocará la trompeta y los muertos
serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados, pues es
necesario que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se
vista de inmortalidad” (1 Cor 15:51-53).
Vemos
que el establecimiento de este pacto con Abraham fue simplemente la predicación
del evangelio eterno del reino, y de la seguridad que se le dio de participar
en sus bendiciones. La promesa a Abraham fue una promesa del evangelio y nada
más que eso, y el pacto era el pacto eterno del que Cristo es Mediador. Su
alcance es idéntico al del nuevo pacto, en el que Dios dice:
“Pondré mis leyes en la mente de ellos y sobre su corazón
las escribiré; y seré a ellos por Dios y ellos me serán a mí por pueblo”
(Heb 8:10).
Pero
eso se hará más evidente a medida que avancemos.
Un pacto de justicia
El
Señor dijo a Abraham, después de haberle repetido el pacto con él y con su
descendencia:
“Circuncidaréis la carne de vuestro prepucio, y será señal
del pacto entre mí y vosotros” (Gén 17:11).
En
la epístola a los Romanos veremos mucho más sobre el significado del
particular. Es necesario que tengamos ante nosotros la Escritura a fin de
comprenderlo, pues la citaremos frecuentemente.
“¿Qué, pues, diremos que halló Abraham, nuestro padre
según la carne? Si Abraham hubiera sido justificado por las obras tendría de
qué gloriarse, pero no ante Dios, pues, ¿qué dice la Escritura? ‘Creyó Abraham
a Dios y le fue contado por justicia’. Pero al que trabaja no se le cuenta el
salario como un regalo, sino como deuda; pero al que no trabaja pero cree en
aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Por eso también
David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin
obras, diciendo: ‘Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y
cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el hombre a quien el Señor no culpa
de pecado’. ¿Es, pues, esta bienaventuranza solamente para los de la
circuncisión o también para los de la incircuncisión? Porque decimos que a
Abraham le fue contada la fe por justicia. ¿Cómo, pues, le fue contada?
¿Estando en la circuncisión, o en la incircuncisión? No en la circuncisión,
sino en la incircuncisión. Y recibió la circuncisión como señal, como sello de
la justicia de la fe que tuvo cuando aún no había sido circuncidado, para que
fuera padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a
ellos la fe les sea contada por justicia; y padre de la circuncisión para los
que no solamente son de la circuncisión, sino que también siguen las pisadas de
la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado. La promesa de
que sería heredero del mundo, fue dada a Abraham o a su descendencia, no por la
ley sino por la justicia de la fe” (Rom 4:1-13).
El
tema de todo el capítulo es Abraham y la justificación por la fe. El apóstol
señala el caso de Abraham como una ilustración de la verdad presentada en el
capítulo precedente: que el hombre es hecho justo por la fe. La
bendición que recibió Abraham es la bendición del perdón de los pecados
mediante la justicia de Jesucristo (ver v. 6-9). Por lo tanto, cuando
leemos en Génesis 12:2-3 que en Abraham serían benditas todas las
familias de la tierra, podemos saber que la bendición consiste en el perdón
de los pecados. Así lo demuestra fehacientemente Hechos 3:25-26:
“Vosotros sois los hijos de los profetas y del pacto que
Dios hizo con nuestros padres diciendo a Abraham: ‘En tu simiente serán
benditas todas las familias de la tierra’. A vosotros primeramente, Dios,
habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijera, a fin de que cada
uno se convierta de su maldad”.
La
bendición vino a Abraham mediante Jesucristo y su cruz, tal como nos viene a
nosotros.
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose
maldición por nosotros... para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham
alcanzara a los gentiles, a fin de que por la fe recibiéramos la promesa del
Espíritu” (Gál 3:13-14).
Vemos
por lo tanto que las bendiciones del pacto hecho con Abraham son sencillamente
las bendiciones del evangelio, y nos vienen mediante la cruz de Cristo. Nada se
prometió en ese pacto, excepto lo que se puede obtener mediante el evangelio; y
todo lo que contiene el evangelio estaba en el pacto.
Como
sello de ese pacto se dio la circuncisión. Pero la promesa, el pacto, la
bendición y todo lo demás, le vino a Abraham antes de ser circuncidado.
Por lo tanto, es el padre de los que no están circuncidados, tanto como el de
los que lo están. Judíos y gentiles comparten por igual el pacto y sus
bendiciones, si tienen la fe que tuvo Abraham.
Leemos
en Génesis 17:11 que la circuncisión le fue dada como sello del pacto
que Dios hizo con Abraham. Pero en Romanos 4:11 se nos dice que le fue
dada como sello de la justicia por la fe que tuvo. Es decir, fue la garantía y
sello del perdón de los pecados mediante la justicia de Cristo. Por lo tanto,
sabemos que el pacto del que era señal la circuncisión era un pacto de
justicia por la fe; que todas las bendiciones en él prometidas lo son sobre
la base de la justicia que viene por Jesucristo. Eso nos muestra una vez más
que el pacto hecho con Abraham consistió en el evangelio, y en nada más que el
evangelio.
La tierra prometida
En
ese pacto la promesa central tenía que ver con la tierra. A Abraham y a su
descendencia se le había prometido toda la tierra de Canaán como una posesión
eterna. Entonces se le dio la señal o sello del pacto: la circuncisión, el
sello de la justicia que tuvo por la fe. Eso demuestra que sólo por la fe se
podría poseer la tierra de Canaán. Y tenemos aquí una lección práctica en
cuanto a la posesión de cosas por la fe. Muchos creen que poseer algo por la fe
equivale a poseerlo sólo de forma imaginaria. Pero la tierra de Canaán era un
país real, y había de ser poseída de la forma más real y efectiva. No obstante,
sólo por medio de la fe sería posible poseerla. Tal fue realmente el caso. Por
la fe atravesó el pueblo el río Jordán, y “por la
fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días” (Heb
11:30). Nos referiremos a eso más adelante.
La
tierra de Canaán prometida en el pacto se debía poseer mediante la justicia de
la fe, que había sido sellada con la circuncisión —sello del pacto—. Lee ahora
una vez más Romanos 4:13 y verás cuánto implicaba esa promesa.
“La promesa de que sería heredero del mundo fue dada a
Abraham o a su descendencia, no por la ley sino por la justicia de la fe”.
Esa
justicia de la fe fue sellada con la circuncisión, como afirma el versículo 11;
y la circuncisión era el sello del pacto sobre el que hemos leído en Génesis
17. Por lo tanto, sabemos que la promesa de la tierra según el pacto hecho con
Abraham, era en realidad la promesa de toda la tierra (Rom 4:13). Al
considerar el cumplimiento de la promesa veremos aun más claramente que la
promesa referente a la tierra de Canaán incluía la posesión de toda la tierra;
aquí sólo indicamos de pasada el hecho.
Tal
como hemos visto, el pacto en el que se prometía esa tierra era un pacto de
justicia. Su base era la justicia por la fe. Era un pacto eterno, que prometía
una herencia eterna a los dos: a Abraham y a su descendencia, y que significaba
vida eterna para ambos. Pero es sólo mediante Jesucristo Señor nuestro como reina
la gracia por la justicia para vida eterna (Rom 5:21). Sólo en el camino
de la justicia es posible obtener la vida eterna. Además, puesto que la promesa
fue hecha a Abraham tanto como a su descendencia, y dado que se aseguró a
Abraham que moriría mucho antes de que se otorgara la herencia, es evidente que
sólo mediante la resurrección se la podía obtener, cosa que sucede en la venida
del Señor al ser concedida la inmortalidad. Ahora bien, la venida de Cristo
tiene lugar en “los tiempos de la restauración de
todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido
desde tiempo antiguo” (Hechos 3:21). Una y otra vez desembocamos
en el hecho de que la herencia de justicia que se prometió a Abraham como
posesión eterna, y que habría de ser obtenida tras la resurrección (cuando
venga el Señor) no es otra que la “tierra nueva, en
[la cual] mora la justicia” (2 Ped 3:13),
tierra que esperamos según la promesa de Dios.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 25 junio 1896
(índice)
El pacto sellado (II)
La señal de la circuncisión
Avanzaremos
algo más en el estudio del sello del pacto, que es la circuncisión. ¿Qué
significa y qué es en realidad? Ya hemos visto su significado: la justicia por
la fe. La circuncisión se le dio a Abraham como una señal de que poseía una
justicia así, como la seguridad de que era acepto “en
el Amado”; de que en Cristo tenía “redención
por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efe
1:6-7). Podemos comprender en qué consiste realmente la circuncisión a
partir de la siguiente Escritura:
“La circuncisión aprovecha si guardas la ley; pero si eres
transgresor de la ley, tu circuncisión viene a ser incircuncisión. Por tanto,
si el incircunciso guarda las ordenanzas de la ley, ¿no será considerada su
incircuncisión como circuncisión? Y el que físicamente es incircunciso pero
guarda perfectamente la ley, te condenará a ti, que con la letra de la ley y la
circuncisión eres transgresor de la ley. No es judío el que lo es
exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne;
sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del
corazón, en espíritu y no según la letra. La alabanza del tal no viene de los
hombres, sino de Dios” (Rom 2:25-29).
La
circuncisión era la señal de la justicia por la fe. Pero esa justicia es la
requerida por la ley de Dios. A menos que se guardara la ley de Dios, la
circuncisión nunca significó nada. De hecho, la observancia de la ley es
auténtica circuncisión. Pero el Señor requiere la verdad en el interior. Una
exhibición externa, carente de la justicia en el interior, es una abominación para
Dios. La ley ha de estar en el corazón a fin de que allí haya auténtica
circuncisión. Pero la ley puede estar en el corazón solamente por el poder del
Señor mediante el Espíritu. “La ley es espiritual”
(Rom 7:14), es decir, es de la naturaleza del Espíritu Santo, de forma
que la ley solamente puede estar en el corazón cuando el Espíritu de Dios mora
allí. La circuncisión, por lo tanto, no es otra cosa sino el sellamiento de la
justicia en el corazón, que el Espíritu Santo efectúa. Eso es lo que Abraham
recibió. Su circuncisión fue el sello de la justicia por la fe que ejerció.
Ahora bien, la justicia por la fe era aquello mediante lo que habría de heredar
la posesión prometida. Por lo tanto, la circuncisión era la [señal de la] prenda
de su herencia. Lee ahora el siguiente texto:
“En él tenemos redención por su sangre, el perdón de
pecados según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar para con
nosotros en toda sabiduría e inteligencia. Él nos dio a conocer el misterio de
su voluntad según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de
reunir todas las cosas en Cristo en el cumplimiento de los tiempos
establecidos, así las que están en los cielos como las que están en la tierra.
En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al
propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad, a fin
de que seamos para alabanza de su gloria, nosotros los que primeramente
esperábamos en Cristo. En él también vosotros, habiendo oído la palabra de
verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis
sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra
herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su
gloria” (Efe 1:7-14).
La
palabra de verdad es el evangelio de salvación. Cuando creemos el evangelio,
somos sellados por el Espíritu Santo (Efe 1:13; 4:30), y ese
sello es la prenda —arras— o seguridad de nuestra herencia, hasta que nos sea
otorgada en la venida del Señor. Por lo tanto, Abraham tenía el Espíritu Santo
como prenda de la herencia que le había sido prometida. La posesión del
Espíritu muestra que tenemos derecho a la herencia, ya que el Espíritu trae
justicia, y la herencia es una herencia de justicia. La justicia, y nada
distinto de ella, morará en la tierra nueva.
En
armonía con el texto anterior, leemos también:
“Vosotros estáis completos en él [Cristo], que es la cabeza de todo principado y potestad. En él también
fuisteis circuncidados con una circuncisión hecha sin mano, al despojaros del
cuerpo de los pecados mediante la circuncisión hecha por Cristo” (Col
2:10-11).
Dios
había hecho su promesa a Abraham mucho antes del tiempo al que nos referimos: el
establecimiento del pacto está registrado en el capítulo 15 de Génesis. Pero
después de establecerse el pacto, Abraham cayó en el error descrito en el
capítulo dieciséis. Vio su error y se arrepintió, volviendo al Señor en
plenitud de fe. Se le dio seguridad del perdón y la aceptación, y le fue dada
la circuncisión como recordatorio del hecho.
La
Escritura del Nuevo Testamento que hemos leído, en relación con la
circuncisión, no es la declaración de un concepto nuevo. La circuncisión
siempre fue lo que dice el Nuevo Testamento que es. Siempre significó justicia
en el corazón, y carecía de significado en ausencia de dicha justicia. Deuteronomio
30:5-6 lo indica claramente:
“Jehová, tu Dios, te hará volver a la tierra que heredaron
tus padres, y será tuya; te hará bien y te multiplicará más que a tus padres. Y
circuncidará Jehová, tu Dios, tu corazón, y el corazón de tu descendencia, para
que ames a Jehová, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de
que vivas”.
¿Por qué la señal exterior?
Es
natural que surja la pregunta: ¿Por qué se le dio a Abraham la señal externa de
la circuncisión, siendo que tenía ya previamente todo lo que esa señal implica?
Puesto que se trata de la circuncisión del corazón por parte del Espíritu, que
no es otra cosa excepto la posesión de la justicia por la fe, y dado que se
trataba de la justicia que Abraham tenía ya antes de recibir la señal de la
circuncisión, ¿por qué tuvo que dársele la señal?
Es
una pregunta razonable, y felizmente fácil de responder. Pero primero debes
notar que en Romanos 4:11 se nos dice que Abraham recibió “la señal” de la circuncisión. Recibió la señal,
pero la circuncisión la poseía ya previamente. En armonía con lo anterior, en Efesios
2:11 leemos acerca de “la llamada circuncisión
hecha con mano en la carne”, indicando que esa señal no era en realidad
la auténtica circuncisión.
La
razón por la que se dio la señal, que no era más que eso: una señal, y que no
añadía nada a su poseedor —siendo una falsa señal a menos que en el corazón
residiera la justicia de la fe— será obvia una vez hayamos considerado lo que
sucedió después que se hizo el pacto con Abraham. El patriarca había entrado en
un plan cuyo objetivo era cumplir la promesa del Señor. Abraham y Sara creyeron
que la promesa sería suya, pero pensaron que ellos podían cumplirla. Dado que
la promesa consistía en una herencia de justicia, el pensamiento de que ellos
podían cumplirla era en realidad la idea tan común de que el hombre puede obrar
la justicia de Dios. Por lo tanto, cuando Dios repitió el pacto, dio a Abraham
una señal que habría de ser por siempre un recordatorio de su intento de
cumplir por sí mismo la promesa de Dios, y de su inevitable fracaso. La señal
de la circuncisión no le confirió nada; al contrario, fue un recordatorio de
que no podía hacer nada por sí mismo, y de que el Señor debía hacerlo todo en
él y por él. El despojamiento de una porción de su carne indicaba que la
promesa no había de ser obtenida por la carne, sino por el Espíritu. Ismael
nació según la carne; Isaac según el Espíritu.
Para
los descendientes de Abraham sirvió a un propósito idéntico. Debía recordarles
continuamente la equivocación de su padre Abraham, advirtiéndoles contra la
comisión del mismo error. Tenía que enseñarles que “la
carne para nada aprovecha” (Juan 6:63). En una época posterior
pervirtieron la señal y asumieron que poseerla les confería la seguridad de ser
justos, sea que guardaran o no la ley. Confiaban en que la circuncisión les
traía la justicia, haciéndolos los favoritos y peculiares del Señor. Pero el apóstol
Pablo dijo la verdad al propósito cuando afirmó:
“Nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu
servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la
carne” (Fil 3:3).
Los
judíos llegaron a ver la circuncisión como aquello que les traía todas las
cosas, ya que confiaban en su propia justicia. Pero el objetivo de la
circuncisión era enseñarles a no poner la confianza en ellos mismos.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 2 julio 1896
(índice)
La prueba de la fe
Pasamos
de largo un período de varios años. No podemos saber cuántos, pero había nacido
Isaac, el hijo de la fe y la promesa, y creció hasta llegar a ser un joven. La
fe de Abraham se había fortalecido y se había vuelto más inteligente, ya que
había aprendido que Dios cumple sus promesas. Pero Dios es un Instructor fiel y
no permite que sus alumnos abandonen una lección antes de haberla aprendido a
la perfección. No es suficiente con el reconocimiento de que cometieron
entonces una equivocación. Una confesión tal asegura ciertamente el perdón;
pero tras reconocer el error, deben recorrer de nuevo al mismo terreno, y
posiblemente muchas veces, hasta haberlo aprendido tan bien como para
recorrerlo sin tropiezo. Lo hace exclusivamente por el bien de ellos. No
consideraríamos virtuoso al padre o instructor que permitiese que su alumno
pasara de largo lecciones sin aprenderlas por la razón de que son difíciles. Así,
“Dios probó a Abraham. Le dijo: —Abraham. Este respondió: —Aquí
estoy. Y Dios le dijo: —Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas,
vete a tierra de Moria y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes
que yo te diré” (Gén 22:1-2).
A
fin de comprender la magnitud de la prueba hemos de tener una idea clara de lo
que Isaac significaba, de lo que abarcaba la promesa que se le había hecho a
Abraham y que se había de cumplir por medio de Isaac. Lo hemos estudiado ya, y
aquí sólo recordaremos el hecho. Dios había dicho a Abraham:
“Serán benditas en ti todas las familias de la tierra”, y “en
Isaac te será llamada descendencia” (Gén 12:3 y 21:12).
Como
vimos ya, la bendición es la bendición del evangelio: la bendición que viene
mediante Cristo y su cruz. Pero tal como Dios había dicho, todo ello debía
cumplirse mediante Isaac. La descendencia prometida, que era Cristo y todos los
que son de él, había de venir a través de Isaac. Vemos pues que según la visión
humana, esa demanda de Dios parecía descartar toda esperanza de que se pudiera
cumplir la promesa.
Pero
la promesa era una promesa de salvación mediante Jesucristo, la simiente. La
promesa había sido muy explícita: “En Isaac te será
llamada descendencia”, y esa descendencia era ante todo Cristo. Por lo
tanto, Cristo, el Salvador de todos los hombres, solamente podía venir en la
línea de Isaac. Pero Isaac era aún un joven y no se había casado. Matarlo a él
sería, humanamente hablando, eliminar toda posibilidad de un Mesías, y por lo
tanto, toda esperanza de salvación. Por toda apariencia se estaba pidiendo a
Abraham que pusiera el cuchillo en su propio cuello, cortando así toda
esperanza de su propia salvación.
Podemos
ver que no era solamente el amor paternal de Abraham lo que estaba a prueba,
sino su fe en la promesa de Dios. A ningún hombre se le ha pedido jamás que
pase por una prueba peor que esa, puesto que ningún otro podría estar nunca en
una posición como la suya. Toda la esperanza de toda la raza humana dependía de
Isaac, y a Abraham se le estaba pidiendo aparentemente que la destruyera de una
cuchillada. Bien podría llamarse a quien resistiera esa prueba, el “padre de todos los creyentes” (Rom 4:11).
Podemos estar seguros de que Abraham fue poderosamente tentado a dudar de que
ese requerimiento viniera del Señor. Tan directamente contrario a la promesa de
Dios parecía ser.
Tentaciones
Ser
tentado, ser severamente tentado, no es pecar.
“Hermanos míos, gozaos profundamente cuando os halléis en
diversas pruebas [tentaciones]” (Sant 1:2).
El
apóstol Pedro se refiere a la misma herencia que fue prometida a Abraham, y
afirma que nos alegramos en ella “aunque ahora por
un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas
pruebas [tentaciones], para que, sometida a
prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro (el cual, aunque perecedero,
se prueba con fuego), sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea
manifestado Jesucristo. Vosotros, que lo amáis sin haberlo visto, creyendo en
él aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso,
obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas”
(1 Ped 1:6-9).
Esas
tentaciones son causa de pesar, dice el apóstol. Pesan sobre uno. Si no fuera
así, si no se requiriera esfuerzo alguno para sobrellevarlas, no serían
tentaciones. El hecho de que algo sea una tentación significa que apela a los
sentidos, y que para resistirlo es necesario empeñar casi la propia vida. Por
lo tanto, podemos saber —sin empequeñecer de modo alguno la fe de Abraham— que
obedecer el mandato del Señor le costó una lucha terrible.
Las
dudas inundaron su mente. Las dudas vienen del diablo, y ningún hombre es tan
bueno como para estar a salvo de las sugestiones de Satanás. Hasta el propio
Señor hubo de enfrentarlas.
“Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin
pecado” (Heb 4:15).
El
pecado no consiste en las dudas que el diablo susurra a nuestros oídos, sino en
nuestra respuesta a las mismas. Cristo no les dio oído. Y tampoco Abraham; sin
embargo, quien piensa que el patriarca emprendió su viaje sin tener
primeramente una severa lucha, no solamente ignora lo que implicaba aquella
prueba, sino también la realidad de los sentimientos de un padre.
El
tentador debió sugerirle: ‘Esa no puede ser una demanda del Señor, dado que él
te ha prometido una posteridad incontable, y ha dicho que vendrá a través de
Isaac’. El pensamiento debió venirle una vez y otra, pero no podía arraigar, ya
que Abraham conocía bien la voz del Señor. Sabía que el llamado a ofrecer Isaac
procedía del mismo origen que la promesa. La repetición de esa sugerencia del
tentador no debió tener otro efecto que el de aumentar su seguridad en que la
demanda venía del Señor.
Pero
eso no ponía fin a la lucha. En su propio afecto hacia el joven debió encontrar
una tremenda tentación a desoír la demanda de Dios. El requerimiento lo
expresaba en su desgarradora profundidad: “Toma
ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas”. Y allí estaba la madre,
confiada y orgullosa de su hijo. ¿Cómo podría hacerle creer que era el Señor
quien le había hablado? ¿No le reprocharía acaso por haber seguido las
imaginaciones de una mente trastornada? ¿Cómo podría hacerla partícipe? O, en caso
de realizar el sacrificio sin que ella lo supiera, ¿cómo se iba a encontrar con
ella a su regreso? Además, estaba toda la gente que le rodeaba. ¿No le
acusarían de haber asesinado a su hijo? Podemos tener la seguridad de que
Abraham tuvo una lucha sin tregua con todas esas sugerencias que debieron
amontonarse en su mente y corazón.
Pero
la fe obtuvo la victoria. El tiempo de sus dudas quedó ya atrás, y ahora “tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios,
sino que se fortaleció por la fe, dando gloria a Dios” (Rom 4:20).
“Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac:
el que había recibido las promesas, ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho:
‘En Isaac te será llamada descendencia’, porque pensaba que Dios es poderoso
para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también
lo volvió a recibir” (Heb 11:17-19).
Desde
el principio hasta el final todo tenía que ver con la resurrección de los
muertos. El nacimiento de Isaac significaba en realidad dar vida a los muertos.
Nació por el poder de la resurrección. Con anterioridad, al escuchar a su
mujer, Abraham había dejado de confiar en el poder de Dios para darle un hijo
de entre los muertos. Se había arrepentido de su fracaso, pero necesitaba ser
probado en ese punto para asegurarse de que había aprendido concienzudamente la
lección. El resultado demostró que así había sido.
Hijo unigénito
“El que había recibido las promesas ofrecía su unigénito,
habiéndosele dicho: ‘En Isaac te será llamada descendencia’, porque pensaba que
Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos”.
Observa
la expresión “su unigénito”. No podemos
leerlo sin recordar que
“de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito
para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna”
(Juan 3:16).
En
Abraham ofreciendo su hijo unigénito, tenemos una figura del ofrecimiento del
unigénito Hijo de Dios. Así lo comprendió Abraham. Se gozó en Cristo. Supo que
a través de la Simiente prometida vendría la resurrección de los muertos; y su
fue en la resurrección —que sólo puede venir mediante Jesús— fue la que le
permitió resistir en la prueba.
Abraham
ofreció su hijo unigénito en la confianza de que este resucitaría de los
muertos gracias a que Dios ofrecería a su Hijo unigénito. De hecho, Dios había
ofrecido ya a su Hijo unigénito, puesto que “estaba
destinado desde antes de la fundación del mundo, pero ha sido manifestado en
los últimos tiempos por amor de vosotros” (1 Ped 1:20). Y en ello
podemos ver la maravillosa fe de Abraham, y cuán plenamente comprendió el
propósito y el poder de Dios. El Mesías, la Simiente mediante la cual habrían
de venir todas las bendiciones a los hombres, había de nacer del linaje de
Isaac. Isaac había de ser muerto sin tener heredero. Sin embargo, Abraham tenía
tal confianza en la vida y poder de la palabra del Señor, que creyó que esa
palabra cumpliría lo que ella misma decía. Creyó que el Mesías que habría de
venir del linaje de Isaac, el Mesías que aún no se había manifestado al mundo y
cuya muerte sería lo único que podría destruir la muerte y traer la
resurrección, tenía poder para resucitar a Isaac de los muertos a fin de que se
pudiera cumplir la promesa y Cristo pudiera nacer en el mundo. Era imposible
que existiera una fe mayor que la de Abraham.
La resurrección y la vida
En
lo anterior no sólo vemos la prueba de la preexistencia de Cristo, sino también
del conocimiento que Abraham tenía de ella. Jesús dijo:
“Yo soy la resurrección y la vida” (Juan 11:25).
Él
era el Verbo que estaba en el principio con Dios, y que era Dios. Era la
resurrección y la vida en los días de Abraham tanto como en los de Lázaro. “En él estaba la vida”, la vida eterna. Abraham lo
creyó, ya que había experimentado su poder y tenía confianza en que la vida del
Verbo devolvería a Isaac a la vida a fin de que se cumpliera la promesa.
Abraham
inició su viaje. Recorrió el penoso camino por tres días, durante los cuales el
tentador tuvo cumplida ocasión de asaltarlo con toda suerte de dudas. Pero la
duda quedó totalmente dominada cuando “al tercer
día alzó Abraham sus ojos y vio de lejos el lugar” (Gén 22:4).
Evidentemente, apareció en el monte alguna señal de que era el Señor quien le
había llevado allí, lo que borró cualquier sombra de duda. La lucha había
terminado, y prosiguió en completar su tarea en la plena seguridad de que Dios
devolvería a Isaac de entre los muertos.
“Entonces dijo Abraham a sus siervos: —Esperad aquí con el
asno. Yo y el muchacho iremos hasta allá, adoraremos y volveremos a vosotros”
(v. 5).
Si
es que no hubiera en todo el Nuevo Testamento una sola línea más que esta sobre
el tema, podríamos saber por ese versículo que Abraham tuvo fe en la
resurrección. “Yo y el muchacho iremos hasta allá,
adoraremos y volveremos a vosotros”. El original lo expresa con total
claridad. Iremos y volveremos a vosotros. El patriarca tenía una confianza tal
en la promesa del Señor, que creyó plenamente que aunque ofreciera a Isaac como
sacrificio ardiente, su hijo resucitaría, y podrían regresar juntos.
“La esperanza no avergüenza” (Rom 5:5).
Habiendo
sido justificado por la fe, estaba en paz con Dios mediante nuestro Señor
Jesucristo. Había resistido con paciencia la prueba de su fe, ya que la
amargura de su prueba había desaparecido ahora, y había adquirido la rica
experiencia de la vida que hay en la palabra. Eso lo fortaleció en una
esperanza inconmovible.
El sacrificio consumado
Conocemos
el desenlace. Isaac cargó la leña hasta el lugar señalado. Se levantó el altar
e Isaac fue atado y puesto sobre el mismo. Tenemos también aquí la semblanza
con el sacrificio de Cristo. Dios dio a su Hijo unigénito, pero su Hijo no se
ofreció en contra de su propia voluntad. Cristo “se
dio a sí mismo por nosotros”. Así, Isaac se ofreció de buen grado como
sacrificio. Era joven y fuerte, y de haberlo deseado no le habría sido difícil
resistirse o huir. Pero no lo hizo. Se trataba de su sacrificio, tanto como del
de su padre. De igual forma a como Cristo cargó con su propia cruz, Isaac cargó
el madero (la leña) para su propio sacrificio, y mansamente ofreció su cuerpo
al cuchillo. En Isaac tenemos un tipo de Cristo, quien “como cordero fue llevado al matadero”, y lo dicho por Abraham:
“Dios proveerá el cordero para el holocausto”,
no fue otra cosa excepto la expresión de su fe en el Cordero de Dios.
“Extendió luego Abraham su mano y tomó el cuchillo para
degollar a su hijo. Entonces el ángel de Jehová lo llamó desde el cielo: —¡Abraham,
Abraham! Él respondió: —Aquí estoy. El ángel le dijo: —No extiendas tu mano
sobre el muchacho ni le hagas nada, pues ya sé que temes a Dios, por cuanto no
me rehusaste a tu hijo, tu único hijo. Entonces alzó Abraham sus ojos y vio a
sus espaldas un carnero trabado por los cuernos en un zarzal; fue Abraham, tomó
el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo” (Gén
22:10-13).
Quedó
a salvo la vida del hijo, pero el sacrificio fue tan verdadero y completo como
si se lo hubiera consumado.
La obra de la fe
Detengámonos
un momento a leer las palabras de Santiago al propósito.
“¿Quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras está
muerta? ¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció
a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó con sus obras y que la
fe se perfeccionó por las obras? Y se cumplió la Escritura que dice: ‘Abraham
creyó a Dios y le fue contado por justicia’, y fue llamado amigo de Dios”
(Sant 2:20-23).
¿Cómo
es posible que alguien suponga que existe aquí contradicción o modificación de
la doctrina de la justificación por la fe según la presentan los escritos del
apóstol Pablo? Los escritos del apóstol Pablo enseñan que la fe obra. “La fe que obra por el amor” (Gál 5:6) es aquello
que se destaca como imprescindible. Felicitó a los hermanos Tesalonicenses por
“la obra de vuestra fe” (1 Tes 1:2-3).
Así, el apóstol Santiago emplea el caso de Abraham como una ilustración del
obrar de la fe. Dios le había hecho una promesa; él la había creído, y su fe le
había sido contada por justicia. Su fe era el tipo de fe que obra justicia.
Esa fe fue ahora puesta a prueba, y las obras demostraron que era perfecta. Así
se cumplió la Escritura que dice: “Abraham creyó a
Jehová y le fue contado por justicia” (Gén 15:6). Esa obra fue la
demostración de que era apropiado que la fe se le hubiera imputado por
justicia. Era una fe que “obró con sus obras”.
La obra de Abraham fue una obra de fe. Sus obras no produjeron su fe, sino que
fue su fe la que produjo las obras. Fue justificado, no por la fe y las
obras, sino por la fe que obra.
Amigo de Dios
“Y fue llamado amigo de Dios”. Jesús dijo a sus
discípulos:
“Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que
hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi
Padre os las he dado a conocer” (Juan 15:15).
Amistad
significa confianza mutua. En la perfecta amistad cada uno se revela a sí mismo
al otro de una forma en que no lo hace con el resto de las personas. No puede
haber perfecta amistad allí donde hay desconfianza y recelo. Entre perfectos
amigos hay perfecto entendimiento. Así, Dios llamó a Abraham amigo suyo debido
a que se comprendían perfectamente el uno al otro. Ese sacrificio reveló
plenamente el carácter de Abraham. Dios había dicho previamente: “Yo lo he conocido” (Gén 18:19), y aquí: “Ya sé que temes a Dios”. Y Abraham por su parte
comprendió al Señor. El sacrificio de su hijo unigénito era indicativo de que
conocía el carácter amante de Dios, quien había dado a su Hijo unigénito en
favor del hombre. Estaban unidos por un sacrificio mutuo y por una mutua
simpatía. Nadie podía apreciar tan bien como Abraham los sentimientos de Dios.
Nadie
puede ser jamás llamado a soportar una prueba como la que Abraham resistió,
puesto que las circunstancias no pueden volver a ser las mismas. Nunca más
puede suceder que el destino del mundo dependa de una sola persona; que esté,
por así decirlo, pendiente de un hilo. Sin embargo, cada hijo de Abraham será
probado, puesto que sólo son hijos de Abraham los que poseen una fe como la
suya. Está al alcance de cada uno ser un amigo de Dios, y tal será el caso para
cada hijo de Abraham. Dios se manifestará a su pueblo de una forma en que no lo
hace al mundo.
Pero
no hemos de olvidar que la amistad está basada en la confianza mutua. Si es que
el Señor se nos ha de revelar a nosotros, también nosotros nos hemos de revelar
a él. Si confesamos nuestros pecados, trayendo ante él en secreto todas
nuestras debilidades y dificultades, entonces tendremos en él a un amigo fiel,
y nos revelará su amor y su poder para librar de la tentación. Él nos mostrará
la forma en que fue tentado de la misma manera, sufriendo las mismas
debilidades, y nos mostrará cómo vencerlas. Así, en amante intercambio de
confidencias nos sentaremos juntos en los lugares celestiales en Cristo Jesús y
cenaremos juntos. Él nos mostrará cosas maravillosas, ya que “la comunión íntima de Jehová es con los que lo temen, y a
ellos hará conocer su pacto” (Sal 25:14).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 9 julio 1896
(índice)
La promesa y el juramento
Se
ha realizado el sacrificio; la fe de Abraham ha sido puesta a prueba, y se la
ha encontrado perfecta.
“Llamó el ángel de Jehová a Abraham por segunda vez desde
el cielo, y le dijo: Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has
hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo, de cierto te
bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la
arena que está a la orilla del mar; tu descendencia se adueñará de las puertas
de tus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra,
por cuanto obedeciste a mi voz” (Gén 22:15-18).
La
epístola a los Hebreos nos revela el significado de que Dios jurara por sí
mismo. Al leer la Escritura que sigue, observa la referencia directa al texto
que acabamos de considerar:
“Cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar
por otro mayor, juró por sí mismo diciendo: ‘De cierto te bendeciré con
abundancia y te multiplicaré grandemente’. Y habiendo esperado con paciencia,
alcanzó la promesa. Los hombres ciertamente juran por uno mayor que ellos, y
para ellos el fin de toda controversia es el juramento para confirmación. Por
lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la
promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento, para que por dos
cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un
fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta
delante de nosotros. La cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que
penetra hasta dentro del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor,
hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Heb
6:13-20).
El
juramento no era por causa de Abraham. Él creía plenamente en Dios sin
necesitar que el juramento respaldara la promesa. Su fe se había demostrado
perfecta, incluso antes de producirse el juramento. Además, si se lo hubiera
hecho por causa de Abraham, no habría habido necesidad de que quedara
registrado por escrito. Pero era la voluntad de Dios mostrar más abundantemente
a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, y por eso
confirmó la promesa con un juramento.
Solamente en Cristo
¿Quiénes
son los herederos de la promesa? Nos lo aclara la cláusula que sigue. El
juramento tenía por objeto que “tengamos un
fortísimo consuelo”. Fue dado por nuestra causa. Eso demuestra que el
pacto hecho con Abraham nos concierne. Los que son de Cristo son simiente de
Abraham, y herederos conforme a la promesa; y ese juramento se hizo a fin de
darnos ánimo al buscar refugio en Cristo.
Cuán
plenamente muestra esta última referencia que el pacto hecho con Abraham, con
todas sus promesas, es puramente el evangelio. El juramento respalda la
promesa; pero nos da consuelo cuando corremos a Cristo en busca de refugio; por
lo tanto, la promesa hace referencia a todo lo que hemos de tener en Cristo.
Así lo muestra también el texto tan a menudo repetido:
“Si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de
Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gál 3:29).
La
promesa no se refería a otra cosa que no fuese Cristo y las bendiciones
otorgadas mediante su cruz. Así fue como el apóstol Pablo, cuya determinación
fue no saber nada excepto “Cristo, y Cristo
crucificado”, pudo también afirmar que se sostenía, y estaba siendo
juzgado “por la esperanza de la promesa que hizo
Dios a nuestros padres” (Hechos 26:6). “La
esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres” es “la esperanza puesta delante de nosotros” en
Cristo, y que nos provee un “fortísimo consuelo”
gracias al juramento que Dios hizo a Abraham.
El
juramento de Dios confirmó el pacto. El juramento mediante el cual se confirmó
la promesa nos da un fortísimo consuelo cuando acudimos a refugiarnos al
santuario en el que Cristo es sacerdote en favor nuestro según el orden de
Melquisedec. Por lo tanto, ese juramento fue el mismo que constituyó a Cristo
sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. Eso lo aclara fuera de
toda duda Hebreos 7:21, donde leemos que Cristo fue hecho sacerdote “con el juramento del que le dijo: ‘Juró el Señor y no se
arrepentirá: tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”.
Por eso puede también salvar eternamente a los que por él se acercan a Dios.
Más
aun: el juramento por el que Cristo fue constituido sacerdote según el orden de
Melquisedec fue el juramento por el que fue hecho fiador del “mejor pacto” (v. 22), que es el nuevo
pacto. Pero el juramento por el que Jesús fue constituido sacerdote según el
orden de Melquisedec fue el mismo por el que quedó confirmado el pacto hecho
con Abraham. Por consiguiente, el pacto hecho con Abraham es en su alcance
idéntico al nuevo pacto. Nada hay en el nuevo pacto, que no esté en el pacto
hecho con Abraham; y nadie será jamás incluido en el nuevo pacto a menos que
sea un hijo de Abraham mediante el pacto que se estableció con él.
Qué
maravilloso consuelo pierden quienes no perciben el evangelio —precisamente el
evangelio— en la promesa de Dios a Abraham. El “fortísimo
consuelo” que nos da el juramento de Dios radica en la obra de Cristo
como “misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo
que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Heb 2:17).
Como sacerdote presenta su sangre, mediante la cual tenemos redención: el
perdón de los pecados. Como sacerdote no sólo nos provee misericordia, sino
también “gracia para el oportuno socorro” (Heb
4:16). Eso nos es asegurado “sin acepción de
personas” (1 Ped 1:17) por el juramento de Dios.
Fortísimo consuelo
Considera
al alma tímida, pobre y temblorosa, abatida y desesperada por el sentimiento de
los pecados cometidos, y de su debilidad e indignidad. Teme que Dios no la
aceptará. Piensa que es demasiado insignificante como para que Dios la note, y
que no va a significar una diferencia para nadie —ni siquiera para Dios— si se
pierde. A esa alma le dice Dios:
“Oídme, los que seguís la justicia, los que buscáis a
Jehová. Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, al hueco de la cantera de
donde fuisteis arrancados. Mirad a Abraham, vuestro padre, y a Sara, que os dio
a luz; porque cuando no era más que uno solo, lo llamé, lo bendije y lo
multipliqué. Ciertamente consolará Jehová a Sión; consolará todas sus ruinas.
Cambiará su desierto en un edén y su tierra estéril en huerto de Jehová; se
hallará en ella alegría y gozo, alabanzas y cánticos” (Isa 51:1-3).
Mira
a Abraham, sacado del paganismo, y ve lo que Dios hizo por él, lo que le
prometió, confirmándolo mediante el juramento que hizo por sí mismo: lo hizo por causa tuya. Piensas que no
hará ninguna diferencia para el Señor si te perdieras, debido a que te sientes
anodino e insignificante. Pero tu dignidad o indignidad nada tienen que ver
aquí. El Señor dice:
“Yo, yo soy quien borro tus rebeliones por amor de mí
mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isa 43:25).
¿Por
amor de Dios mismo? —Sí, ciertamente. Se ha comprometido a hacerlo por ese, su
gran amor con que nos amó. Juró por sí mismo salvar a todos los que acuden a él
mediante Jesucristo, y “él permanece fiel, porque
no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2:13).
Piensa
en esto: ¡Dios lo juró por sí mismo! Es decir, se puso a sí mismo como
seguridad; empeñó su propia existencia para nuestra salvación en Jesucristo. Se
puso a sí mismo como prenda. Su vida va por la nuestra, si perecemos confiando
en él. Su honor está en juego. No es una cuestión de si eres o no
insignificante, de si tienes mucho o ningún valor. Él mismo afirmó que somos “menos que nada” (Isa 40:17). Nos vendimos
por nada (Isa 52:3), lo que muestra nuestro verdadero valor; y hemos de
ser redimidos sin dinero, por la preciosa sangre de Cristo. La sangre de Cristo
es la vida de Cristo; y la vida de Cristo, al sernos otorgada, nos hace
participantes de su valor. La única cuestión es: ¿puede Dios permitirse
quebrantar u olvidar su juramento? Y la respuesta es que tenemos “dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios
mienta”.
Piensa
en lo que estaría implicado en el quebrantamiento de esa promesa y ese
juramento. La palabra de Dios, que trae la promesa, es la palabra que creó los
cielos y la tierra, y la que los mantiene.
“Levantad en alto vuestros ojos y mirad quién creó estas
cosas; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres y ninguna
faltará. ¡Tal es la grandeza de su fuerza y el poder de su dominio! ¿Por qué
dices, Jacob, y hablas tú, Israel: ‘Mi camino está escondido de Jehová, y de mi
Dios pasó mi juicio’?” (Isa 40:26-27).
La
sección precedente de ese capítulo se refiere a la palabra de Dios que creó
todas las cosas y que permanece para siempre. El apóstol Pedro citó esas
palabras junto con esta declaración adicional:
“Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido
anunciada” (1 Ped 1:25).
Es
la palabra de Dios en Cristo la que sustenta el universo y mantiene en su lugar
a las innumerables estrellas. “Todas las cosas en
él subsisten” (Col 1:17). Si él fallara, el universo se
colapsaría. Pero Dios no es más seguro que su propia palabra, puesto que está
respaldada por su juramento. Ha puesto su misma existencia como prenda del
cumplimiento de su palabra. Si su palabra fallara al más humilde de los
habitantes de la tierra, él mismo resultaría arruinado, deshonrado y
destronado. El universo entero se sumiría en el caos y la aniquilación.
Así,
el peso de todo el universo está en la balanza para asegurar la salvación de
toda alma que la procure en Cristo. El poder manifestado en ello es el poder
comprometido en auxilio del necesitado. Por tanto tiempo como la materia
exista, será segura la palabra de Dios.
“Para siempre, Jehová, permanece tu palabra en los cielos”
(Sal 119:89).
Sería
una trágica pérdida para ti si pierdes tu salvación; pero sería una pérdida aun
mucho más trágica para el Señor si te perdieras por su falta. Por lo tanto, que
toda alma que duda entone el himno:
Su juramento, su pacto, su sangre,
Me sostendrán en la inundación;
Cuando todo se hunde a mi alrededor,
Él es mi Roca de los siglos
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
El llamado a Abraham
The Present Truth, 16 julio 1896
(índice)
La promesa de victoria
Hemos
observado la repetición de la promesa y el juramento que la confirmó. Pero hay
todavía un rasgo muy importante de la promesa al que no hemos prestado especial
atención. Es este:
“Tu descendencia se adueñará de las puertas de tus
enemigos” (Gén 22:17).
Eso
merece un cuidadoso estudio, pues significa la consumación del evangelio.
Nunca
hay que olvidar que “a Abraham fueron hechas las
promesas, y a su descendencia. No dice: ‘Y a los descendientes’, como si
hablara de muchos, sino como de uno: ‘Y a tu descendencia’, la cual es Cristo”
(Gál 3:16). Y que “si vosotros sois de
Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa”
(v. 29). La descendencia es Cristo y los que son de él, y no otra cosa.
La Biblia en ninguna parte establece otra descendencia de Abraham distinta a la
citada. Por lo tanto, la promesa a Abraham significa esto: que Cristo (“tu descendencia”) con los que son suyos se
adueñará de las puertas de sus enemigos.
El
pecado entró en el mundo por un hombre. La tentación vino mediante Satanás, el
enemigo de Cristo. Satanás y sus huestes son los enemigos de Cristo y de todo
lo que tiene que ver con Cristo. Son los enemigos de todo bien y de todo
hombre. El nombre “Satanás” significa adversario.
“Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, anda
alrededor buscando a quien devore” (1 Ped 5:8).
La
promesa de que la descendencia de Abraham se adueñaría de las puertas de sus
enemigos, es la promesa de la victoria sobre el pecado y Satanás mediante
Jesucristo.
Así
lo muestran las palabras de Zacarías el sacerdote, cuando fue lleno del
Espíritu Santo y profetizó, diciendo:
“Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y
redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David,
su siervo —como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el
principio—, salvación de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos
odiaron, para hacer misericordia con nuestros padres y acordarse de su santo
pacto, del juramento que hizo a Abraham, nuestro padre, que nos había de
conceder que, librados de nuestros enemigos, sin temor lo serviríamos en
santidad y en justicia delante de él todos nuestros días” (Lucas
1:68-75).
Esas
palabras fueron pronunciadas en ocasión del nacimiento de Juan Bautista, el
precursor de Jesús. Son una referencia directa a la promesa y juramento que
estamos estudiando. Fueron inspiradas por el Espíritu Santo. Por lo tanto,
estamos sencillamente siguiendo la conducción del Espíritu cuando afirmamos que
la promesa de enseñorearnos de las puertas de nuestros enemigos significa
liberación del poder de las huestes de Satanás. Cuando Cristo envió a los doce,
“les dio poder y autoridad sobre todos los demonios”
(Lucas 9:1). Ese poder ha de acompañar a su iglesia hasta el final del
tiempo, ya que Cristo dijo:
“Estas señales seguirán a los que creen: en mi nombre
echarán fuera demonios…” (Mar 16:17).
Y
también:
“El que en mí cree, las obras que yo hago, él también las
hará; y aún mayores hará, porque yo voy al Padre” (Juan 14:12).
Pero
la muerte vino por el pecado, y dado que Satanás es el autor del pecado, tiene
el poder de la muerte. Una teología derivada del paganismo puede llevar a la
gente a decir que la muerte es un amigo; pero todo cortejo fúnebre y toda
lágrima derramada por un difunto proclaman que la muerte es un enemigo. Así lo
declara la Biblia, y habla de su destrucción. Hablando de los hermanos y a los
hermanos, declara:
“Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos
serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias;
luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el
Reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y
todo poder. Preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos
debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte”
(1 Cor 15:22-26).
Eso
nos dice que el final se da al venir el Señor, y que cuando eso tiene lugar,
todos los enemigos de Cristo habrán sido puestos bajo sus pies de acuerdo con
la palabra del Padre y el Hijo:
“Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por
estrado de tus pies” (Sal 110:1).
El
último enemigo que será destruido es la muerte. Juan contempló en visión a los
muertos, grandes y pequeños, compareciendo ante Dios para ser juzgados en el
último gran día. Aquellos cuyos nombres no fueron hallados en el libro de la
vida del Cordero fueron echados en el lago de fuego.
“La muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego.
Esta es la muerte segunda”. “Bienaventurado
y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no
tiene poder sobre estos” (Apoc 20:14, 6).
La
promesa “tu descendencia se adueñará de las puertas
de tus enemigos” no puede cumplirse sino tras haberse producido la
victoria sobre todos los enemigos por parte de la totalidad de la descendencia.
Cristo ha triunfado; y nosotros podemos ahora mismo dar gracias a Dios, quien “nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”
(1 Cor 15:57); pero la batalla aún no ha terminado ni siquiera con
nosotros; hay muchos que serán vencedores por fin, pero que aún no se han
alistado bajo la bandera del Señor. Algunos que hoy son suyos pueden abandonar
la fe. Así, la promesa abarca nada menos que la consumación de la obra del
evangelio, la resurrección de todos los justos (los hijos de Abraham) y la
recepción de la inmortalidad en la segunda venida de Cristo.
“Si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de
Abraham sois, y herederos según la promesa”.
Pero
la posesión del Espíritu Santo es la característica distintiva de los que son
de Cristo.
“Si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a
Jesús está en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará
también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que está en vosotros”
(Rom 8:11).
Vemos,
pues, que la esperanza de la promesa hecha a Abraham era la resurrección de los
muertos en la venida del Señor. La esperanza de la venida de Cristo es la “bienaventurada esperanza” que ha animado al pueblo
de Dios desde los días de Abraham. Sí, desde los de Adán. Decimos a menudo que
todos los sacrificios señalaban hacia Cristo, y con casi igual frecuencia
olvidamos lo que implica esa afirmación. No puede significar que señalaban al
momento [futuro] en el que fuera a obtenerse el perdón de los pecados, puesto
que todos los patriarcas tuvieron a su alcance ese perdón tanto como lo pueda
tener cualquiera tras la crucifixión de Cristo. Se citan especialmente a Abel y
Enoc, de entre la multitud de quienes fueron justificados por la fe. La cruz de
Cristo fue tan real en los días de Abraham como lo pueda ser para cualquiera
que viva hoy.
¿Cuál
es, pues, el auténtico significado de la declaración según la cual todos los
sacrificios, desde Abel hasta el tiempo de Cristo, lo señalaban a él? Es este:
es claro que mostraban la muerte de Cristo; nadie puede dudar de ello. Pero,
¿de qué habría valido la muerte de Cristo si no hubiera resucitado? Pablo
predicó solamente a Cristo y a este crucificado, sin embargo “les predicaba el evangelio de Jesús y de la resurrección”
(Hechos 17:18). Predicar a Cristo crucificado es predicar a Cristo
resucitado. Pero la resurrección de Cristo lleva en ella la resurrección de
todos los que son suyos. El bien instruido y creyente judío, por lo tanto,
mediante sus sacrificios mostraba su fe en la promesa hecha a Abraham, que
debería cumplirse en la venida del Señor. La carne y la sangre de la víctima
representaban el cuerpo y la sangre de Cristo, como lo hacen el pan y el vino —en
la cena del Señor— mediante los que anunciamos la muerte del Señor hasta que
venga (1 Cor 11:25-26).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 23 julio 1896
(índice)
Visión general
“Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al
lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la
fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena,
habitando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa, porque
esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es
Dios. Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para
concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era
fiel quien lo había prometido. Por lo cual también, de uno, y ese ya casi
muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, como la arena innumerable
que está a la orilla del mar. En la fe murieron todos estos sin haber recibido
lo prometido, sino mirándolo de lejos, creyéndolo y saludándolo, y confesando
que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Los que esto dicen,
claramente dan a entender que buscan una patria, pues si hubieran estado
pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver.
Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza
de llamarse Dios de ellos, porque les ha preparado una ciudad” (Heb
11:8-16).
Herederos
Lo
primero que observamos en esa escritura es que todos ellos eran herederos.
Hemos visto ya que el propio Abraham en su vida en esta tierra no iba a ser más
que un heredero, puesto que habría de morir antes de que su descendencia
regresara de la cautividad. Pero Isaac y Jacob, sus descendientes inmediatos,
fueron igualmente herederos. Los hijos eran coherederos de la misma herencia
prometida junto con sus padres.
No
sólo eso, sino que salieron de Abraham “como las
estrellas del cielo en multitud, como la arena innumerable que está a la orilla
del mar”. Estos eran también herederos de la misma promesa, ya que “en la fe murieron todos estos sin haber recibido lo
prometido, sino mirándolo de lejos, creyéndolo y saludándolo, y confesando que
eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra”. Recuerda: los que
formaban la hueste incontable de los descendientes de Abraham, “en la fe murieron... sin haber recibido lo prometido”.
No es que les faltara recibir alguna parte: ¡les faltaba todo! Eso es así
porque todas las promesas son sólo en Cristo, quien es el Descendiente, y no
pueden cumplirse en aquellos que son suyos antes de que se cumplan para él, e
incluso él espera hasta que todos sus enemigos sean puestos por estrado de sus
pies.
En
armonía con esa declaración de que murieron en la fe sin haber recibido las
promesas, sino confesando que eran peregrinos y extranjeros en la tierra,
tenemos las palabras del rey David escritas cientos de años después de la
liberación de Egipto: “Forastero soy para ti, y
advenedizo, como todos mis padres” (Sal 39:12). Y cuando, en la
cima de su poder entregó el reino a su hijo Salomón, dijo en presencia de todo
el pueblo:
“Extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos
nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no dura”
(1 Crón 29:15).
Estas
palabras describen la razón por la que esa incontable compañía no recibió la
herencia prometida:
“Porque Dios tenía reservado algo mejor para nosotros,
para que no fueran ellos perfeccionados aparte de nosotros” (Heb
11:40).
Los
estudiaremos más detenidamente al referirnos a su tiempo.
Una ciudad y una patria
Abraham
esperaba la ciudad con fundamentos, cuyo edificador es el propio Dios. Esa
ciudad con fundamentos está descrita en Apocalipsis 21:10-14:
“Me llevó en el Espíritu a un monte grande y alto y me
mostró la gran ciudad, la santa Jerusalén, que descendía del cielo de parte de
Dios. Tenía la gloria de Dios y su fulgor era semejante al de una piedra
preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. Tenía un muro
grande y alto con doce puertas, en las puertas doce ángeles y nombres
inscritos, que son los de las doce tribus de los hijos de Israel. Tres puertas
al oriente, tres puertas al norte, tres puertas al sur, tres puertas al occidente.
El muro de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los doce nombres de los
doce apóstoles del Cordero”.
“Los cimientos del muro de la ciudad estaban adornados de
toda clase de piedras preciosas” (v. 19).
Esa
es una descripción parcial de la ciudad que esperó Abraham. También lo hicieron
sus descendientes, pues leemos descripciones de ella en los escritos de los
profetas de antiguo. Habrían podido tener una casa en esta tierra si así lo
hubieran deseado. La tierra de los Caldeos era tan fértil como la de Palestina,
y les habría bastado como patria para hacer su morada temporal, lo mismo que
cualquier otra. Pero ninguna de ellas les satisfaría, porque “anhelaban una [patria]
mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios
de ellos, porque les ha preparado una ciudad”.
Esa
escritura, atesorada en la mente, nos guiará en nuestro estudio subsiguiente de
los hijos de Israel. Los verdaderos hijos de Abraham no esperaron nunca el
cumplimiento de la promesa en su vida en esta tierra, sino en la tierra nueva.
Isaac, una ilustración
El
anhelo de una patria celestial hizo que los auténticos herederos sobrellevaran
con buen ánimo los asuntos temporales, como ilustra la vida de Isaac. Vino a habitar
en la tierra de los Filisteos, y “sembró Isaac en
aquella tierra, y cosechó en aquel año el ciento por uno; y lo bendijo Jehová.
Se enriqueció y fue prosperado, y se engrandeció hasta hacerse muy poderoso.
Poseía hato de ovejas, hato de vacas y mucha servidumbre; y los filisteos le
tuvieron envidia... Entonces dijo Abimelec a Isaac: Apártate de nosotros,
porque te has hecho mucho más poderoso que nosotros. Isaac se fue de allí y
acampó en el valle de Gerar, y allí habitó” (Gén 26:12-17).
Aunque
Isaac era más poderoso que el pueblo de la tierra en la que moraba, se fue ante
la solicitud de ellos incluso a pesar de estar prosperando abundantemente. No
disputaría por la posesión de un estado terrenal.
Manifestó
el mismo espíritu tras ir a habitar a Gerar. Los siervos de Isaac abrieron los
pozos que habían pertenecido a Abraham y cavaron también en el valle,
encontrando allí agua. Pero los pastores de los rebaños de Gerar contendieron
con ellos, diciendo: “El agua es nuestra”.
Entonces los siervos de Isaac cavaron otro pozo, pero también se lo reclamaron
los pastores de Gerar. Isaac “se apartó de allí y
abrió otro pozo, y ya no riñeron por él; le puso por nombre Rehbot, y dijo:
‘Ahora Jehová nos ha prosperado y fructificaremos en la tierra’” (Gén
26:18-22).
“Aquella noche se le apareció Jehová y le dijo: ‘Yo soy el
Dios de tu padre Abraham. No temas, porque yo estoy contigo. Te bendeciré, y
multiplicaré tu descendencia por amor de Abraham, mi siervo’. Entonces edificó
allí un altar e invocó el nombre de Jehová. Plantó allí su tienda” (v. 24-25).
Isaac
tenía la promesa de una patria mejor, la celestial, por lo tanto, no
contendería por la posesión de una porción de esta tierra maldita por el
pecado. ¿Por qué habría de hacerlo? No era esa la herencia que el Señor le
había prometido; ¿por qué habría de luchar por una parte de la tierra en la que
era sólo un peregrino? Cierto, tenía que vivir, pero permitió que el Señor se
encargara de eso en lugar de encargarse él. Al ser expulsado de un lugar,
sencillamente se iba a otro sitio hasta que por fin halló reposo, y entonces
dijo: “Ahora Jehová nos ha prosperado”. En
eso demostró el verdadero espíritu de Cristo, el cual, “cuando lo maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente” (1
Ped 2:23).
Tenemos
ahí un ejemplo. Si somos de Cristo, simiente de Abraham somos, y herederos
conforme a la promesa. Por lo tanto, haremos las obras de Cristo. Sus palabras “Yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a
cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; al que
quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa” (Mat
5:39-40), son consideradas por muchos profesos cristianos como utópicas e
imprácticas. Sin embargo, fueron dichas para un uso cotidiano. Cristo las puso
en práctica, y en Isaac tenemos también un ejemplo.
‘Pero
si hiciéramos lo que dice el texto, lo habríamos de perder todo en este mundo’,
oímos decir. Bien, aun entonces no estaríamos en una peor condición que aquella
en la que Cristo el Señor se encontró en esta tierra. Hemos de recordar que “vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de
todas ellas [comida, bebida, vestido]” (Mat 6:32). Aquel que
cuida de los pájaros, es poderoso para cuidar a quienes se encomiendan a él.
Vemos que Isaac fue prosperado a pesar de no “reclamar sus derechos”. El mismo
Dios nos hace a nosotros la misma promesa que les hizo a ellos.
“Cuando ellos eran pocos en número, y forasteros”
en la tierra, cuando “andaban de nación en nación,
de un reino a otro pueblo, no consintió que nadie los agraviara, y por causa de
ellos castigó a los reyes. ‘No toquéis —dijo— a mis ungidos, ni hagáis mal a
mis profetas’” (Sal 105:12-15).
Dios
sigue cuidando de aquellos que ponen en él su confianza.
La
herencia que el Señor ha prometido a su pueblo —los descendientes de Abraham—
no ha de ser obtenida mediante lucha, sino mediante las armas espirituales,
mediante la armadura de Cristo empleada contra las huestes de Satanás. Aquellos
que buscan la patria que Dios ha prometido, se tienen por peregrinos y
extranjeros en esta tierra. No pueden usar la espada ni siquiera en defensa
propia, y menos aún con afán de conquista. El Señor es su defensor.
“Así ha dicho Jehová: ‘¡Maldito aquel que confía en el
hombre, que pone su confianza en la fuerza humana, mientras su corazón se
aparta de Jehová! Será como la retama en el desierto, y no verá cuando llegue
el bien, sino que morará en los sequedales en el desierto, en tierra despoblada
y deshabitada. ¡Bendito el hombre que confía en Jehová, cuya confianza está
puesta en Jehová!, porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que
junto a la corriente echará sus raíces. No temerá cuando llegue el calor, sino
que su hoja estará verde” (Jer 17:5-8).
Él
no ha prometido que todos nuestros problemas serán solucionados inmediatamente,
ni siquiera que se resolverán necesariamente en esta vida; pero oye el clamor
del pobre, y ha asegurado:
“Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Rom
12:19).
Por
lo tanto, “los que padecen según la voluntad de
Dios, encomienden sus almas al fiel Creador y hagan el bien” (1 Ped
4:19). Podemos obrar así en la plena confianza de que “Jehová tomará a su cargo la causa del afligido y el
derecho de los necesitados” (Sal 140:12).
Infidelidad de Esaú
El
caso de Esaú aporta otra prueba de que la herencia prometida a Abraham y a su
descendencia no era de carácter temporal. No era algo que se hubiera de
disfrutar en esta vida, sino que era de naturaleza eterna y se había de
disfrutar en la vida futura. Se nos refiere la historia en estos términos:
“Guisó Jacob un potaje; y volviendo Esaú del campo,
cansado, dijo a Jacob: —Te ruego que me des a comer de ese guiso rojo, pues
estoy muy cansado (por eso fue llamado Edom). Jacob respondió: Véndeme en este
día tu primogenitura. Entonces dijo Esaú: —Me estoy muriendo, ¿para qué, pues,
me servirá la primogenitura? Dijo Jacob: —Júramelo en este día. Él se lo juró,
y vendió a Jacob su primogenitura. Entonces Jacob dio a Esaú pan y del guisado
de las lentejas; él comió y bebió, se levantó y se fue. Así menospreció Esaú la
primogenitura” (Gén 25:29-34).
En
la epístola a los Hebreos se califica a Esaú de “profano”
por haber vendido su primogenitura. Eso demuestra que en su transacción hubo
más que simple necedad. Se diría que cambiar la primogenitura por un plato de
comida fue un acto pueril; pero fue peor que eso: fue iniquidad. Esaú demostró
ser un incrédulo, manifestando el peor desprecio hacia la promesa que Dios hizo
a su padre.
Observa
estas palabras de Esaú, cuando Jacob le propuso venderle la primogenitura:
“Me estoy muriendo, ¿para qué, pues, me servirá la
primogenitura?”
Carecía
de toda esperanza que no afectara a esta vida presente. No veía más allá. No
sentía la seguridad de nada que no poseyera realmente en ese momento. No hay
duda de que estaba muy hambriento. Es probable que se sintiera como a punto de
morir; pero incluso esa circunstancia no hizo cambiar a Abraham y a muchos
otros que murieron en la fe sin haber recibido las promesas, convencidos y
aferrándose a ellas. Pero Esaú no tenía una tal fe. No creía en una herencia
más allá de la tumba. Sea lo que fuere que hubiese de poseer, lo quería
disfrutar ahora. Así fue como vendió su primogenitura.
De
ninguna forma se puede elogiar la conducta de Jacob. Actuó como un suplantador,
en armonía con la que era su tendencia natural. Su caso es el de una fe
deficiente, desprovista de sabiduría. Creía que había algo importante en la
promesa de Dios, y respetaba la fe de su padre, aunque por el momento no
poseyera realmente nada de ella. Creía que la herencia que se había prometido a
sus padres iba a serles otorgada, pero era tal la miseria de su conocimiento
espiritual, que pensaba que era posible comprar el don de Dios con dinero.
Sabemos que hasta el propio Abraham pensó en cierta ocasión que él mismo tenía
que cumplir la promesa de Dios. Así, Jacob pensó sin duda, como tantos hoy, que
“Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos”. Más tarde tuvo entendimiento y se
convirtió verdaderamente, ejerciendo una fe tan sincera como la de Abraham e
Isaac. Su caso debiera alentarnos, pues enseña que Dios puede obrar en alguien
con una disposición tan desfavorable como la de Jacob, con tal que se ponga en
sus manos.
El
caso de Esaú se presenta ante nosotros a modo de advertencia. Escribió el
apóstol:
“Seguid la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie
verá al Señor. Mirad bien, para que ninguno deje de alcanzar la gracia de Dios,
y para que no brote ninguna raíz de amargura que os perturbe y contamine a
muchos. Que no haya ningún fornicario o profano, como Esaú, que por una sola
comida vendió su primogenitura. Ya sabéis que aun después, deseando heredar la
bendición, fue desechado y no tuvo oportunidad para el arrepentimiento aunque
lo procuró con lágrimas” (Heb 12:14-17).
Esaú
no ha sido la única persona insensata y profana que haya habitado el mundo.
Miles de personas han hecho lo mismo que él, incluso culpándolo de su locura.
El Señor nos ha llamado a todos a compartir la gloria de la herencia que
prometió a Abraham. Mediante la resurrección de Jesucristo de los muertos nos
ha hecho nacer a una esperanza viva
“para una herencia incorruptible, incontaminada e
inmarchitable, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el
poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada
para ser manifestada en el tiempo final” (1 Ped 1:3-5).
Hemos
de tener esa herencia de justicia mediante la obediencia de la fe, que es
obediencia a la santa ley de Dios, los diez mandamientos. Cuando algunos ven
que eso requiere la observancia del séptimo día del sábado que observó Abraham,
Isaac, Jacob y todo Israel, sacuden sus cabezas y dicen: ‘No. No puedo hacer
eso. Me gustaría hacerlo y comprendo que es un deber, pero si lo guardo no
podré vivir. Perderé el empleo y me moriré de hambre junto con mi familia’. Así
es exactamente como razonó Esaú. Se estaba muriendo de hambre, o al menos así
lo creía él, y despidió su primogenitura a cambio de algo que comer. La
diferencia es que la mayoría de las personas no esperan a estar a punto de
morir de hambre antes de vender su derecho a la herencia a cambio de algo que
comer. No es frecuente que por servir al Señor las personas lleguen a estar a
punto de morir. Dependemos enteramente de él para nuestra vida en toda
circunstancia; y si él nos mantiene con vida mientras que estamos pisoteando su
ley, ¿no será acaso poderoso para protegernos cuando lo servimos? El Salvador
dice que angustiarse por el futuro, temiendo perecer por falta de comida, es
una característica del paganismo. Él nos dio la positiva seguridad:
“Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y
todas estas cosas os serán añadidas [comida, bebida, vestido]” (Mat
6:21-33).
Dice
el salmista:
“Joven fui y he envejecido, y no he visto justo
desamparado ni a su descendencia que mendigue pan” (Sal 37:25).
Aun
si perdiéramos la vida por causa de la verdad de Dios, estaríamos en buena
compañía. Léelo en Hebreos 11:32-38. Temamos despreciar las promesas de
Dios, renunciando a la herencia eterna a cambio de un trozo de pan, para darnos
cuenta cuando sea demasiado tarde que ya no es posible el arrepentimiento.
Mi
padre es rico en casas y tierras,
sostiene en sus manos la riqueza del mundo;
De rubíes, diamantes, oro y plata
están llenos sus cofres. Posee riquezas insondables.
Soy hijo del Rey, hijo del Rey;
Con Jesús, mi Salvador, soy hijo del Rey.
El Hijo de mi Padre, el Salvador de los hombres,
caminó en esta tierra como el más pobre de los pobres;
pero ahora reina por siempre en lo alto
y me dará un lugar en el cielo.
Fui peregrino y errante en la tierra,
pecador por elección y ajeno por nacimiento;
pero fui adoptado; mi nombre está grabado,
y soy heredero de morada, vestidura y corona.
Una tienda o una cabaña aquí, ¿qué más da?
¡El Señor me espera allí!
Aunque exiliado aquí, puedo cantar:
A Dios sea la gloria, ¡soy hijo del Rey!
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 30 julio 1896
(índice)
Israel, príncipe de Dios
Jacob
había comprado de Esaú la primogenitura a cambio de un plato de comida, y
mediante el engaño había obtenido de su padre la bendición del primogénito.
Pero no son esos los medios por los que se obtiene la herencia que Dios
prometió a Abraham y a su descendencia. A Abraham le fue asegurada por la fe, y
nadie puede esperar obtenerla mediante el fraude o la fuerza.
“Ninguna mentira procede de la verdad” (1 Juan
2:21).
La
verdad no puede ser jamás servida por la falsedad. La herencia prometida a
Abraham y a su descendencia era una herencia de justicia, por lo tanto no se la
podía obtener mediante injusticia alguna. Las posesiones terrenales son a
menudo obtenidas y sostenidas mediante el fraude, pero no sucede así con la
herencia celestial. Lo único que Jacob ganó con su agudeza y engaño fue hacer
de su hermano un eterno enemigo y convertirse en un exiliado de la casa de su
padre por más de veinte años. Además, nunca más volvió a ver a su madre.
Sin
embargo, Dios había predicho con mucha antelación que Jacob sería el heredero
en lugar de su hermano mayor. El problema de Jacob y su madre es que pensaron
que ellos podían cumplir las promesas de Dios a su propia manera. Se trataba
del mismo tipo de equivocación que habían cometido Abraham y Sara. Eran
incapaces de esperar que Dios cumpliera sus propios planes según su
providencia. Rebeca sabía lo que Dios había dicho en relación con su hijo
Jacob. Había oído a Isaac prometer la bendición a Esaú y pensó que el plan de
Dios fracasaría a menos que ella interviniera. Olvidó que la herencia dependía
enteramente del poder del Señor, y que ningún hombre podía decidir nada
respecto al mismo, excepto rechazarlo personalmente. Incluso si Esaú hubiera
recibido la bendición de su padre, Dios habría cumplido su plan en el momento
señalado.
Elección de Dios
Jacob
estaba exiliado por partida doble. No sólo era un extranjero en la tierra, sino
que además era fugitivo. Pero Dios no lo abandonó. Pecaminoso como era, había
esperanza para él. Alguien podría extrañarse de que Dios prefiriese a Jacob
antes que a Esaú, puesto que en ese momento el carácter de Jacob en nada
parecía mejor que el de Esaú. Recordemos que Dios no elige a nadie debido al
buen carácter que posea.
“Nosotros también éramos en otro tiempo insensatos,
rebeldes, extraviados, esclavos de placeres y deleites diversos, viviendo en
malicia y envidia, odiados y odiándonos unos a otros. Pero cuando se manifestó
la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor para con la humanidad, nos salvó,
no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el
Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro
Salvador, para que, justificados por su gracia, llegáramos a ser herederos
conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:3-7).
Dios
escoge a los seres humanos, no por lo que son, sino por lo que él puede hacer
de ellos. Y no hay límite en cuanto a lo que él es capaz de hacer hasta del más
vil y depravado, si es que este lo desea y cree a su Palabra. Un don no puede
ser impuesto; por lo tanto, aquellos que esperan la justicia de Dios y la
herencia de justicia, deben estar dispuestos a recibirla. “Al que cree todo le es posible” (Mar 9:23).
Dios “es poderoso para hacer las cosas mucho más
abundantemente de lo que pedimos o entendemos” (Efe 3:20) si
confiamos en su Palabra, que obra eficazmente en aquel que cree. Los fariseos eran
en principio mucho más respetables que los publicanos y las prostitutas; no
obstante, Cristo afirmó que estos dos últimos entrarían en el reino de los
cielos antes que los primeros. La razón era que los fariseos confiaban en ellos
mismos y no creían a Dios, mientras que los publicanos y las prostitutas
creyeron al Señor y se entregaron a él. Tal era el caso con Jacob y Esaú. Esaú
era un incrédulo. Consideraba con desprecio la palabra de Dios. Jacob no era
mejor por naturaleza, pero creyó la promesa de Dios, quien es poderoso para
hacer participante de la naturaleza divina al que cree (2 Ped 1:4).
Dios
eligió a Jacob de la misma forma en que lo hace con cualquier otro.
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que
fuéramos santos y sin mancha delante de él” (Efe 1:3-4).
Somos
escogidos en Cristo. Y puesto que todas las cosas fueron creadas en Cristo, y
en él subsisten todas las cosas, es evidente que no se requiere de nosotros que
vayamos a buscar a Cristo, sino que lo reconozcamos, y permanezcamos en él por
la fe. No hubo más parcialidad en la elección de Jacob antes que naciera, de la
que hay en la elección de cualquier otro. La elección no es arbitraria: en
Cristo, si nadie lo rechazara y despreciara, nadie resultaría perdido.
¡Cuán
amplia la gracia! ¡cuán gratuito el don!
Sólo pedid, y se os dará,
llamad, y se abrirá ante vosotros
la
puerta que da entrada al cielo.
Oh, levántate y toma el bien
que tan generosamente se te da.
Recuerda que costó la sangre
del que dio su vida en el Calvario.
Primera lección de Jacob
Si
bien Jacob creyó en la promesa de Dios lo suficiente como para procurar
cumplirla por sus propios esfuerzos, no comprendió su naturaleza hasta el punto
de reconocer que solamente Dios podía cumplirla mediante su justicia. Siendo
así, el Señor comenzó a instruirlo. Jacob se encontraba en viaje solitario hacia
Siria, huyendo de la ira de su hermano ofendido.
“Llegó a un cierto lugar y durmió allí, porque ya el sol
se había puesto. De las piedras de aquel paraje tomó una para su cabecera y se
acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño: Vio una escalera que estaba apoyada en
tierra, y su extremo tocaba en el cielo. Ángeles de Dios subían y descendían
por ella. Jehová estaba en lo alto de ella y dijo: ‘Yo soy Jehová, el Dios de
Abraham, tu padre, y el Dios de Isaac; la tierra en que estás acostado te la
daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra,
y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las
familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente, pues yo estoy
contigo, te guardaré dondequiera que vayas y volveré a traerte a esta tierra,
porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho’. Cuando Jacob
despertó de su sueño, dijo: ‘Ciertamente Jehová está en este lugar, y yo no lo
sabía’. Entonces tuvo miedo y exclamó: ‘¡Cuán terrible es este lugar! No es
otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo’” (Gén 28:11-17).
Eso
fue una gran lección para Jacob. Anteriormente su noción acerca de Dios había
sido muy burda. Había supuesto que Dios estaba confinado a un lugar. Pero ahora
que se le había aparecido comenzó a comprender que “Dios
es Espíritu, y los que lo adoran, en espíritu y en verdad es necesario que lo
adoren” (Juan 4:24). Comenzó a comprender lo que Jesús dijo a la
mujer samaritana mucho tiempo después a propósito de que Dios no depende de un
determinado lugar, sino de que el alma del creyente, esté donde esté, se aferre
a él.
Además,
Jacob comenzó a comprender que la herencia que Dios había prometido a sus
padres, y que él había pensado obtener mediante una astuta maniobra, era algo a
obtener de una forma totalmente distinta.
No
podemos saber cuánto de la lección aprendió en aquel momento; pero sabemos que
en esa revelación Dios le proclamó el evangelio. Ya hemos visto que Dios
proclamó el evangelio a Abraham en las palabras: “En
ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Por lo tanto,
estamos seguros de que cuando Dios dijo a Jacob: “Todas
las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente”, le
estaba predicando el mismo evangelio.
Esa
declaración incluía la promesa de una tierra y de una posteridad innumerable.
La promesa hecha a Jacob fue idéntica a la que se hizo a Abraham. La bendición
que había de venir mediante Jacob y su descendencia era idéntica a la de
Abraham y la suya. La descendencia es la misma: Cristo y los que son suyos
mediante el Espíritu; y la bendición viene mediante la cruz de Cristo.
Lo
anterior venía indicado por lo que Jacob vio y por lo que oyó. Había una
escalera que se apoyaba en tierra, alcanzando hasta el cielo a modo de conexión
entre Dios y el hombre. Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios, es el lazo de
unión entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre. La escalera que
conecta el cielo con la tierra, sobre la que subían y descendían los ángeles de
Dios, era una representación de lo que Jesús dijo a Natanael, aquel verdadero
israelita:
“Desde ahora veréis el cielo abierto y a los ángeles de
Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre” (Juan 1:51).
El
camino al cielo es el camino de la cruz, y así le fue indicado a Jacob aquella
noche. La herencia y la bendición se obtienen, no mediante la afirmación de uno
mismo, sino mediante la negación del yo.
“Todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará”
(Mat 16:25).
Aplicando la lección
No
necesitamos referirnos en detalle a la estancia de Jacob en Siria. En los veinte
años que sirvió a su suegro Labán tuvo amplia oportunidad de aprender que el
engaño y la astucia para nada aprovechan. Fue pagado en la misma moneda que él
empleara; pero Dios estuvo con él y lo prosperó. Por toda evidencia Jacob había
aprendido bien la lección, pues en el trato con su tío no vemos indicios de su
disposición natural a abusar de los demás. Parece que encomendó su causa
plenamente al Señor y sometió a él toda forma de buscar por sí mismo venganza o
resarcimiento. En su respuesta a la acusación de Labán de haberle estado
robando, Jacob dijo:
“Estos veinte años he estado contigo; tus ovejas y tus
cabras nunca abortaron, ni yo comí carnero de tus ovejas. Nunca te traje lo
arrebatado por las fieras: yo pagaba el daño; lo hurtado, así de día como de
noche, a mí me lo cobrabas. De día me consumía el calor y de noche la helada, y
el sueño huía de mis ojos. Así he estado veinte años en tu casa: catorce años
te serví por tus dos hijas y seis años por tu ganado, y has cambiado mi salario
diez veces. Si el Dios de mi padre, Dios de Abraham y temor de Isaac no
estuviera conmigo, de cierto me enviarías ahora con las manos vacías; pero Dios
ha visto mi aflicción y el trabajo de mis manos, y anoche te reprendió”
(Gén 31:38-42).
Esa
fue una declaración calmada y digna, y mostraba que había actuado bajo el mismo
temor respetuoso y el mismo espíritu de Isaac. En el caso de Jacob la
predicación del evangelio no había sido en vano: en él se había producido un
gran cambio.
Observa
en este punto que Jacob no había obtenido beneficio alguno de la primogenitura
que tan astutamente compró a su hermano. Sus propiedades eran el fruto directo
de la bendición de Dios. Y en relación con eso podemos señalar el hecho de que
la bendición de Isaac estaba enfocada en que Dios lo bendijera. La que le
esperaba no era el tipo de herencia que se puede transmitir del padre al hijo,
como ordinariamente sucede, sino que tenía que llegar a cada uno mediante la
bendición y mediante la promesa directa y personal de Dios. Para ser “herencia de Abraham, y conforme a la promesa, los
herederos”, hemos de ser de Cristo. Si somos de él y somos coherederos
con él, y entonces somos “herederos de Dios”.
La prueba final
Pero
Jacob había fracasado gravemente en su vida anterior, y así, Dios, como fiel
Instructor, tenía necesariamente que llevarlo de nuevo al mismo terreno. Jacob
había pensado vencer mediante el engaño. Estaba en necesidad de comprender
plenamente que “esta es la victoria que ha vencido
al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4).
Cuando
ante la amenaza de muerte de Esaú Rebeca propuso enviar fuera de casa a Jacob,
le dijo:
“Ahora pues, hijo mío, obedece a mi voz: levántate y huye
a casa de mi hermano Labán, en Harán, y quédate con él algunos días hasta que
el enojo de tu hermano se mitigue, hasta que se aplaque la ira de tu hermano
contra ti y olvide lo que le has hecho; entonces enviaré yo a que te traigan de
allá” (Gén 27:43-45).
Pero
Rebeca desconocía la naturaleza de Esaú, que era implacable en su
resentimiento.
“Así ha dicho Jehová: ‘Por tres pecados de Edom
[Esaú], y por el cuarto, no revocaré su castigo:
porque persiguió a espada a su hermano y violó todo afecto natural; en su furor
le ha robado siempre y ha guardado perpetuamente el rencor” (Amós
1:11. “Edom” es “Esaú”, como muestra Gén 25:30 y 36:1).
Vemos
aquí que, mala como fue la disposición natural de Jacob, el carácter de Esaú
era por demás despreciable.
Veinte
años después, el odio de Esaú estaba tan fresco como el primer día. Cuando
Jacob le envió mensajeros para hablarle pacíficamente, para buscar la
reconciliación, le llegaron noticias de que Esaú estaba viniendo con
cuatrocientos hombres. Jacob no podía ni pensar en la posibilidad de resistir a
esos guerreros adiestrados, pero había aprendido a confiar en el Señor, y en
consecuencia lo encontramos rogando en estos términos que el Señor cumpla sus
promesas:
“Dios de mi padre Abraham y Dios de mi padre Isaac,
Jehová, que me dijiste: ‘Vuélvete a tu tierra y a tu parentela, y yo te haré
bien’, ¡no merezco todas las misericordias y toda la verdad con que has tratado
a tu siervo!; pues con mi cayado pasé este Jordán, y ahora he de atender a dos
campamentos. Líbrame ahora de manos de mi hermano, de manos de Esaú, porque le
temo; no venga acaso y me hiera a la madre junto con los hijos. Y tú has dicho:
‘Yo te haré bien, y tu descendencia será como la arena del mar, que por ser
tanta no se puede contar’” (Gén 32:9-12).
Jacob
había procurado con anterioridad obtener lo máximo de su hermano mediante el
fraude. Había pensado que de esa forma podría ser heredero de las promesas de
Dios. Ahora aprendió que sólo por la fe se las podía obtener, y se postró en
oración a fin de ser librado de su hermano. Habiendo hecho lo mejor que pudo
con su familia y ganados buscó la soledad para continuar su oración a Dios.
Reconoció que no era digno de nada, y que abandonado a sí mismo perecería.
Sintió que todo cuanto podía hacer era entregarse plenamente a la misericordia
de Dios.
“Así se quedó Jacob solo; y luchó con él un varón hasta
que rayaba el alba. Cuando el hombre vio que no podía con él, tocó en el sitio
del encaje de su muslo, y se descoyuntó el muslo de Jacob mientras con él
luchaba. Y dijo: —Déjame, porque raya el alba. Jacob le respondió: —No te
dejaré si no me bendices. —¿Cuál es tu nombre? —le preguntó el hombre. —Jacob —respondió
él. Entonces el hombre dijo: —Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has
luchado con Dios y con los hombres, y has vencido. —Declárame ahora tu nombre —le
preguntó Jacob. -¿Por qué me preguntas por mi nombre? —respondió el hombre. Y
lo bendijo allí mismo. Jacob llamó Peniel a aquel lugar, porque dijo: ‘Vi a
Dios cara a cara, y fue librada mi alma’” (Gén 32:24-30).
Muchos
hablan frecuentemente de luchar con Dios en oración tal como hizo Jacob. No hay
evidencia de que Jacob supiera que era el Señor con quien estaba luchando sino
hasta el amanecer, cuando su contendiente le dislocó la cadera. El ángel se le
apareció como un hombre, y Jacob pensó sin duda que estaba siendo víctima del
ataque de algún ladrón. Bien podemos suponer que Jacob estuvo toda la noche en
amarga agonía. Se acercaba rápidamente el tiempo en el que habría de
encontrarse con su airado hermano, y no osaría hacerle frente sin la completa
seguridad de que todo estaba en paz entre él mismo y Dios. Necesitaba saber que
había sido perdonado por su malvada conducta anterior. Sin embargo, las horas
que había planeado dedicar a estar en comunión con el Señor, estaban siendo
“malgastadas” en luchar con un supuesto enemigo. Podemos estar seguros de que
mientras aplicaba sus fuerzas corporales a resistir a su oponente, su corazón
se elevaba a Dios en angustiosa súplica. El suspense y ansiedad de esa noche
debieron ser terribles.
Jacob
era un hombre de gran fortaleza y resistencia física. Cuidar el ganado de día y
de noche durante años así lo demostraron y posibilitaron. Continuó luchando
toda la noche sin ceder terreno. Pero no fue de ese modo como ganó la victoria.
Leemos que “con su poder venció al ángel. Luchó con
el ángel y prevaleció; lloró y le rogó; lo halló en Betel y allí habló con
nosotros. Mas Jehová es Dios de los ejércitos: ¡Jehová es su nombre!” (Oseas
12:3-5).
Jacob
prevaleció por su poder, pero no fue por su poder como luchador. Su poder
estuvo en su debilidad, tal como veremos.
Observa
que el primer indicio que tuvo Jacob de que su oponente no era un ser humano
cualquiera, fue cuando le dislocó el muslo con un toque. Eso le reveló en un
instante quién era su supuesto enemigo. No se trataba de un toque humano: lo
que sintió era la mano del Señor. ¿Qué hizo entonces? ¿Qué podía hacer un
hombre en su condición? Imagina a un hombre luchando, al que de repente se le
disloca la articulación principal de una de sus extremidades. Habría
significado caer al suelo aun en el caso de que se hubiera encontrado
simplemente caminando o puesto en pie. Tal habría sucedido ciertamente a Jacob,
si no fuera porque se aferró inmediatamente al Señor con firmeza. De forma
automática se habría asido de lo primero que encontrase; pero la constatación
de que allí estaba Aquel con quien tanto había deseado encontrarse hizo de su
acto de asirse de él algo mucho más que meramente instintivo. Había llegado su
oportunidad, y no la dejaría escapar.
Que
Jacob dejó inmediatamente de luchar y se aferró al Señor es evidente, no sólo
porque eso es lo único que podía hacer, sino también por la palabra del Señor:
“Déjame”. “No”,
respondió Jacob. “No te dejaré si no me bendices”.
Era un asunto de vida o muerte. Su vida y salvación dependían de aferrarse al
Señor. La expresión “déjame” tenía por único
objeto probarlo, pues Dios no desea abandonar a ningún hombre. Jacob estaba
ciertamente determinado a encontrar la bendición, y prevaleció. Fue por su
fortaleza por la que prevaleció, pero se trató de la fortaleza de su fe.
“Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor
12:10).
Un nombre nuevo
El
cambio de nombre significó para Jacob la seguridad de que había sido aceptado.
No es que el nombre le confiriese nada, pero era el indicador de lo que ya
había obtenido. Reposando en Dios había cesado de sus propias obras, de forma
que no era ya más el suplantador en
procura de lograr sus propios fines, sino el príncipe de Dios, quien había luchado la buena batalla de la fe y
se había aferrado de la vida eterna. A partir de ahora se lo conocería como
Israel.
Ahora
podía ir a encontrarse con su hermano. Aquel que ha visto a Dios cara a cara,
no tiene nada que temer del encuentro con ningún hombre. El que tiene poder
para con Dios ciertamente prevalecerá ante el hombre. Ese es el secreto del
poder. Sepa el siervo del Señor que si ha de tener poder para con los hombres,
ha de prevalecer primeramente con Dios. Ha de conocer al Señor, y tiene que
haberse encontrado con él cara a cara. Al tal dice el Señor:
“Yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán
resistir ni contradecir todos los que se opongan” (Lucas 21:15).
Esteban
conocía al Señor y estaba en comunión con él, y los que odiaban la verdad “no podían resistir la sabiduría y el Espíritu con que
hablaba” (Hechos 6:10). ¿Cuál no debió ser entonces su poder para
con aquellos cuyos corazones estaban abiertos a recibir la verdad?
En
esa historia de Jacob volvemos a aprender la forma en que se obtiene la
herencia que Dios prometió a Abraham y a su descendencia. Es solamente por la
fe. El arrepentimiento y la fe son el único medio de liberación. De ninguna
otra forma podía esperar ser participante de la herencia. Su salvación radicaba
enteramente en su dependencia de la promesa de Dios. Así es como fue hecho
participante de la naturaleza divina (2 Ped 1:4).
¿Quiénes son israelitas?
Aprendemos
también quién constituye Israel. Ese nombre le fue dado en razón de la victoria
que obtuvo por la fe. El nombre no le confirió gracia ninguna, sino que era una
señal de la gracia que poseía ya. Esa misma gracia será otorgada de igual modo
a todo el que venza por la fe, y a nadie más. Ser llamado israelita no añade
nada a nadie. No es el nombre el que trae la bendición; es la bendición la que
trae el nombre. Como sucedía con Jacob, nadie posee el nombre por naturaleza.
El verdadero israelita es aquel en quien no hay engaño. Dios sólo puede
agradarse en alguien así, pero “sin fe es imposible
agradar a Dios” (Heb 11:6). Por lo tanto, el verdadero israelita
es aquel que tiene fe personal en el Señor.
“Porque no todos los que descienden de Israel son
israelitas”; “sino que son contados como descendencia los hijos según la
promesa” (Rom 9:6 y 8).
Que
todo aquel que quiera ser hallado auténtico israelita considere cómo recibió
Jacob el nombre (Israel), y comprenda que sólo de esa forma es posible llevarlo
dignamente. Cristo, en tanto en cuanto simiente prometida, tuvo que
experimentar la misma lucha. Peleó y venció mediante su confianza en la palabra
del Padre, y por lo tanto él es por derecho propio el Rey de Israel. Sólo
“israelitas” compartirán con él el reino; ya que los israelitas son vencedores,
y la promesa se hace “al vencedor”. Dice el Señor:
“Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi
trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono”
(Apoc 3:21).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 6 agosto 1896
(índice)
Israel en Egipto
Se
debe recordar que cuando Dios hizo el pacto con Abraham le indicó que habría de
morir sin haber recibido la herencia, y que sus descendientes serían oprimidos
y afligidos en tierra extraña; sólo posteriormente, en la cuarta generación,
regresarían a la tierra prometida.
“Le dio el pacto de la circuncisión, y así Abraham
engendró a Isaac y lo circuncidó al octavo día; e Isaac a Jacob, y Jacob a los
doce patriarcas. Los patriarcas, movidos por envidia, vendieron a José para
Egipto; pero Dios estaba con él y lo libró de todas sus tribulaciones, y le dio
gracia y sabiduría delante del faraón, rey de Egipto, el cual lo puso por
gobernador sobre Egipto y sobre toda su casa... José envió a buscar a su padre
Jacob y a toda su familia, en número de setenta y cinco personas. Así descendió
Jacob a Egipto, donde murió él y también nuestros padres, los cuales fueron
trasladados a Siquem y puestos en el sepulcro que Abraham, a precio de dinero,
había comprado a los hijos de Amor en Siquem. Pero cuando se acercaba el tiempo
de la promesa que Dios había jurado a Abraham, el pueblo creció y se multiplicó
en Egipto, hasta que se levantó en Egipto otro rey que no conocía a José. Este
rey, usando de astucia con nuestro pueblo, maltrató a nuestros padres hasta
obligarlos a que expusieran a la muerte a sus niños para que no se propagaran”
(Hechos 7:8-19).
El
rey “que no conocía a José” era de otra
dinastía; pertenecía a un pueblo que, viniendo del Este, había conquistado
Egipto.
“Porque así dice Jehová: ‘De balde fuisteis vendidos; por
tanto, sin dinero seréis rescatados’. Porque así dijo Jehová el Señor: ‘Mi
pueblo descendió a Egipto en tiempo pasado, para morar allá, y el asirio lo
cautivó sin razón’. Y ahora Jehová dice: ‘¿Qué hago aquí, ya que mi pueblo es
llevado injustamente? ¡Los que de él se enseñorean lo hacen aullar, y
continuamente blasfeman contra mi nombre todo el día!’, dice Jehová. ‘Por
tanto, mi pueblo conocerá mi nombre en aquel día, porque yo mismo que hablo, he
aquí estaré presente’” (Isa 52:3-6).
Significado de “Egipto”
Por
el texto precedente podemos saber que la opresión de Israel en Egipto implicaba
oposición y blasfemia contra Dios; el rigor de esa persecución tenía relación
directa con el desprecio de Egipto hacia su Dios y su religión. Es también
evidente que la liberación de Egipto es un hecho idéntico a la liberación
experimentada por aquel que está “vendido al pecado”
(Rom 7:14).
“Ya sabéis que fuisteis rescatados de vuestra vana manera
de vivir (la cual recibisteis de vuestros padres) no con cosas corruptibles,
como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin
mancha y sin contaminación” (1 Ped 1:18-19).
Por
lo tanto, un breve estudio de lo que constituye Egipto en la Biblia, y de la
condición de los israelitas en su estancia allí, nos ayudará a comprender el
significado de su liberación.
La idolatría de Egipto
De
entre todas las idolatrías en los tiempos antiguos, la egipcia era indudablemente
la más atrevida y completa. Era tal el número de los dioses de Egipto, que era
casi imposible de contar; pero cada uno de ellos tenía una relación más o menos
directa con el sol como el principal de los dioses. “Cada ciudad egipcia tenía
su animal sagrado o fetiche, y cada ciudad tenía sus propias divinidades”
(Enciclopedia Británica). Pero “el sol era el núcleo central de la religión del
estado. De varias maneras estaba a la cabeza de cualquier jerarquía” (Imágenes
del sol y el Sol de justicia, en O.T. Student, Ene. 1886).
“Ra,
el dios sol, solía representarse por un ser humano con cabeza de halcón, y
ocasionalmente por un hombre, en ambos casos llevando casi siempre el halo
solar sobre su cabeza”.
En
Egipto había una unión perfecta de la iglesia con el estado; de hecho, ambos eran idénticos. Así lo
documenta “Religiones del mundo antiguo” (Rawlinson), p. 20:
“Ra
era el dios-sol de los egipcios, y se lo adoraba especialmente en Heliópolis.
Algunos opinan que los obeliscos representaban sus rayos, y siempre o casi
siempre se los erigía en su honor... Los reyes consideraban en su mayoría a Ra
como su especial patrón y protector; llegaban incluso tan lejos como para
identificarse personalmente con él, atribuyéndose ellos mismos los títulos de
este, y adoptando su nombre como el prefijo común a sus propios nombres y
títulos. Muchos creen que ese es el origen del término Faraón, que sería la
transliteración hebrea de Ph’Ra: el sol”.
Además
del sol y la luna, denominados Osiris e Isis, “los egipcios adoraban un
sinnúmero de animales tales como el buey, el perro, el lobo, el halcón, el
cocodrilo, el ibis, el gato, etc.”
“De
entre todos esos animales, el toro Apis, al que los griegos llamaban Epapris,
era el más famoso. Se erigieron en su honor templos suntuosos mientras vivió, y
aun más tras su muerte. En esa ocasión todo Egipto guardó luto. Fueron traídos
obsequios con tal pompa y solemnidad hasta rayar en lo increíble. En el reino
de Lagus Ptolomeus, la muerte del toro Apis en buena vejez, la pompa del
funeral, además de los gastos ordinarios, ascendió a la suma de cincuenta mil
coronas francesas. Tras haberle rendido los honores póstumos al finado, la
siguiente tarea fue buscarle un sucesor, algo en lo que todo Egipto se volcó.
Se lo identificó por ciertos signos que lo distinguían de todos los otros
animales de la misma especie: tenía una mancha blanca en su frente con forma de
media luna creciente; en el dorso la figura de un águila; en la lengua la de un
martillo. Tan pronto como se lo halló, el lamento dio paso al júbilo, y no se
oyó nada en todo Egipto, excepto algazara de fiesta y alegría. El nuevo dios
fue transportado a Memphis para que tomara posesión de su dignidad, y allí se
le dio la bienvenida en medio de innumerables ceremonias” (Rollin’s Ancient
History, libro I, parte 2, cap. 2, secc. 1).
No
es preciso apuntar que esas ceremonias tenían un carácter marcadamente obsceno,
pues el culto al sol, cuando se lo llevaba hasta su plenitud, no era otra cosa
más que vicio disfrazado de deber religioso.
Tal
arraigo tenía la superstición entre los egipcios, que llegaban a adorar a
puerros y cebollas. Es preciso mencionar aquí que la superstición e idolatría
más abominables no tienen necesariamente por qué ir asociadas a un bajo nivel
intelectual, puesto que los antiguos egipcios cultivaban las artes y las
ciencias hasta lo sumo. La práctica de la idolatría, no obstante, fue la causa
de su estrepitosa caída desde la exaltada posición que habían ostentado.
El
propio nombre de Egipto es sinónimo de maldad y oposición a la religión de
Jesucristo, y viene asociado con Sodoma. Se dice de los “dos testigos” del
Señor, que “sus cadáveres estarán en la plaza de la
gran ciudad que en sentido espiritual se llama Sodoma y Egipto, donde también
nuestro Señor fue crucificado” (Apoc 11:8). Diversos textos en la
Escritura muestran que los israelitas participaron en Egipto de esa maldad e
idolatría, y que se les impidió por la fuerza servir al Señor.
Primeramente,
cuando Moisés fue enviado para librar a Israel, su mensaje a Faraón fue:
“Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito.
Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo para que me sirva” (Éxodo
4:22-23).
El
objetivo de liberar a Israel era que pudiera servir al Señor: una evidencia de
que en Egipto no lo estaba sirviendo.
Leemos
también que “se acordó de su santa palabra dada a
Abraham su siervo. Sacó a su pueblo con gozo; con júbilo a sus escogidos. Les
dio las tierras de las naciones y las labores de los pueblos heredaron, para
que guardaran sus estatutos y cumplieran sus leyes” (Sal 105:42-45).
Pero
la mayor evidencia de que Israel participaba en la idolatría de Egipto la
tenemos en el reproche del que se hizo merecedor por no abandonar esa práctica.
“Así ha dicho Jehová el Señor: El día que escogí a Israel
y que alcé mi mano para jurar a la descendencia de la casa de Jacob cuando me
di a conocer a ellos en la tierra de Egipto... entonces les dije: Cada uno eche
de sí las abominaciones de delante de sus ojos, y no os contaminéis con los
ídolos de Egipto. Yo soy Jehová vuestro Dios. Pero ellos se rebelaron contra mí
y no quisieron obedecerme; no echó de sí cada uno las abominaciones ni dejaron
los ídolos de Egipto” (Eze 20:5-8).
Todavía en la esclavitud egipcia
Eso
persiste hasta el día de hoy. Las tinieblas que cubrieron Egipto en la época de
las plagas no eran más densas de las que logró proyectar en el mundo entero. La
oscuridad física no era más que una vívida representación de las tinieblas
morales que, procediendo de ese malvado país se han cernido sobre los moradores
de la tierra. La historia de la apostasía en la iglesia cristiana no es otra
que la historia de los errores importados de Egipto.
Hacia
finales del segundo siglo de la era cristiana se desarrolló en Egipto un nuevo
sistema filosófico.
“Ese
sistema de filosofía fue desarrollado por los eruditos de Alejandría que
deseaban ser tenidos por cristianos, reteniendo al mismo tiempo el nombre, el
porte y el rango de filósofos. En particular, todos los que en ese siglo
presidían en las escuelas de los cristianos en Alejandría: Athenagoras,
Pantaenus y Clemente de Alejandría se encontraban entre ellos. Esos hombres
estaban persuadidos de que la verdadera filosofía, el mayor y más saludable don
de Dios, se encontraba entre las diversas sectas de filósofos, esparcido en
incontables fragmentos; por lo tanto, era el deber de todo hombre sabio, y
especialmente el de un instructor cristiano, recolectar esos fragmentos de todo
lugar, y emplearlos para la defensa de la religión y refutación de la
impiedad”.
“Esa
forma de filosofar sufrió cierta modificación cuando Ammonius Saccas fundó una
prestigiosa escuela en Alejandría hacia finales de siglo, estableciendo la base
de esa secta que vino a conocerse como el neoplatonismo. Ammonius Saccas nació
y fue educado como cristiano, y probablemente hizo toda su vida profesión de
cristianismo. De genio fecundo y gran elocuencia, asumió el reto de armonizar
todos los sistemas de filosofía y religión e intentó enseñar una filosofía
sobre la que los filósofos, tanto como los que profesaban las diversas
religiones, cristianos incluidos, pudieran unirse y confraternizar. Y aquí
radica de una forma muy especial la diferencia entre esa nueva secta y la
filosofía ecléctica que floreciera en Egipto con anterioridad. Los eclécticos
sostenían que había una mezcla de bien y mal, de verdadero y falso, en todos
los sistemas; por lo tanto, seleccionaban lo que les parecía razonable y
rechazaban el resto. Sin embargo, Ammonius sostuvo que todas las sectas
profesaban uno y el mismo sistema de verdad, con diferencias solamente en la
forma de presentarla, y alguna diferencia menor en sus concepciones; siendo
así, mediante las explicaciones adecuadas podían ser fácilmente reunidas en un
cuerpo. Se adhirió a ese novedoso y singular principio según el cual las
religiones prevalecientes, también la cristiana, debían ser comprendidas y
explicadas según esa filosofía común” (Mosheim, Historia eclesiástica del siglo
II, parte 2, cap. 1, secc. 6 y 7).
Se
cita a Clemente de Alejandría como siendo uno de los maestros cristianos
devotos de esa filosofía. Mosheim nos dice que “hay que situar a Clemente entre
los primeros y principales defensores e instructores cristianos de la ciencia
filosófica; verdaderamente se lo ha de situar a la cabeza de aquellos que se
entregaron al cultivo de la filosofía con un celo que no conocía límites, y
estaba tan ciego y desviado que se embarcó en la vana empresa de lograr la
armonía entre los principios de la ciencia filosófica y los de la religión
cristiana” (Comentarios de Mosheim, siglo II, secc. 25, nota 2).
Hay
que recordar aquí que la única filosofía que existía era la filosofía pagana, y
no será difícil imaginar los inevitables resultados de una devoción como la
descrita, por parte de quienes ejercían el magisterio en la iglesia cristiana.
Sabemos
por Mosheim que “los discípulos de Ammonius, y más particularmente Orígenes,
quien en el siglo siguiente [el tercero] alcanzó un grado de eminencia
difícilmente imaginable, introdujeron asiduamente las doctrinas que habían
derivado de su maestro en las mentes de los jóvenes cuya educación se les había
confiado, y a su vez, mediante el esfuerzo de estos últimos —que posteriormente
fueron en su mayor parte llamados al ministerio— se difundió el amor a la
filosofía en un sector considerable de la iglesia”. Orígenes estaba a la cabeza
de la “Escuela de catequesis” o seminario teológico de Alejandría, que era la
sede del saber. Estuvo a la cabeza de los intérpretes de la Biblia en ese
siglo, y fue minuciosamente imitado por los jóvenes formados en ese seminario.
“La mitad de los sermones de la época”, dice Farrar, “eran copiados,
conscientemente o no, directa o indirectamente, de los pensamientos y métodos
de Orígenes” (Vidas de los Padres, cap. 16, secc. 8).
La
destreza de Orígenes como “intérprete” de la Biblia era su destreza filosófica,
que lograba hacer evidentes cosas inexistentes. Se empleaba la Biblia, al igual
que los escritos de los filósofos, como un medio donde exhibir su agudeza
mental. Leer una simple afirmación y creerla tal como está escrita,
reconociéndola como verdad llana ante los estudiantes, llevando así la mente de
las personas a la Palabra de Dios, fue considerado como algo pueril e indigno
de un gran instructor. Eso estaba al alcance de cualquiera —pensaban—, en
contraste con su lectura “sapiencial” de la Biblia. Su obra parecía consistir
en extraer de las Sagradas Escrituras algo que la gente común nunca
encontraría, por la sencilla razón de que no estaba allí, ya que era únicamente
la invención de sus propias mentes.
A
fin de mantener su prestigio como grandes eruditos y maestros, enseñaron al
pueblo que la Biblia no significa lo que dice, y que todo aquel que sigue la
letra de la Escritura, ciertamente se extraviará. Enseñaron que sólo podía ser
enseñada por aquellos que habían ejercitado sus facultades mediante el estudio
de la filosofía. De esa forma virtualmente sustrajeron la Biblia de las manos
del pueblo común. Habiéndoseles quitado la Biblia para todo efecto práctico, no
había medio por el que las personas pudieran distinguir entre el cristianismo y
el paganismo. El resultado fue, no sólo que los que profesaban ya previamente
el cristianismo fueron corrompidos en gran medida, sino que los paganos
acudieron a la iglesia sin cambiar sus principios o prácticas. “Vino a resultar
que la mayor parte de esos platónicos, al comparar el cristianismo con el
sistema de Ammonius, llegaron a la conclusión de que nada podía haber más fácil
que una transición entre uno y el otro, y para gran detrimento de la causa
cristiana fueron inducidos a abrazar el cristianismo sin sentir necesidad de
abandonar los principios que traían de antiguo”.
“Casi
todas esas corrupciones mediante las cuales en el siglo segundo y sucesivos
resultó malogrado el cristianismo, y mediante las cuales su prístina sencillez
e inocencia vinieron a ser casi irreconocibles, tuvieron su origen en Egipto, y
fueron luego transmitidas a las otras iglesias”. “Observando eso en Egipto así
como en otros países, los adoradores paganos, además de sus ceremonias religiosas
públicas en las que todos eran admitidos, tenían ciertos ritos secretos muy
sagrados a los que daban el nombre de misterios, y a la celebración de los
cuales sólo las personas de la más probada fe y discreción podían asistir.
Primeramente a los cristianos de Alejandría, y luego a los demás, se les
inculcó la idea de que no podían hacer nada mejor que acomodar la disciplina
cristiana a ese modelo. La multitud que profesaba el cristianismo quedó de ese
modo dividida —para ellos— en los profanos, es decir, aquellos que todavía no
eran admitidos en los misterios, y los iniciados, es decir, los fieles y
perfectos... A partir de ese estado de cosas sucedió, no sólo que muchos de los
términos y frases empleados en los misterios paganos fueron aplicados y
transferidos a los diferentes aspectos de la adoración cristiana,
particularmente a los sacramentos del bautismo y la Cena del Señor, sino que
también, en no pocos casos, los ritos sagrados de la iglesia resultaron
contaminados por la introducción de diversas formas y ceremonias paganas”.
El llamado a salir de Egipto
No
es necesario enumerar las falsas doctrinas y prácticas que fueron introducidas
en la iglesia de ese modo. Baste aquí decir que no quedó una sola cosa que no
resultase corrompida, y prácticamente no hubo dogma o ceremonia paganos que no
fuesen adoptados o copiados en mayor o menor grado. Habiéndose oscurecido de
ese modo la Palabra de Dios, la Edad Oscura (Edad Media) fue el inevitable
resultado, que continuó hasta la época de la Reforma, en la que la Biblia fue
de nuevo restituida a las manos del pueblo, permitiendo que la pudiera leer por
él mismo. La Reforma, no obstante, no completó la obra. Una reforma verdadera
no termina nunca, sino que tras haber corregido el abuso que la motivó en
primera instancia, debe avanzar en la acción positiva. Pero los que sucedieron
a los reformadores no estaban animados del mismo espíritu, y se conformaron con
no creer nada más que aquello que creyeron los reformadores. En consecuencia,
se repitió la misma historia. Se volvió a recibir la palabra del hombre como si
fuera palabra de Dios, y de ese modo los errores permanecieron en la iglesia.
Hoy en día la corriente tiene un sentido marcadamente descendente, como
resultado de la mayoritaria aceptación de la doctrina de la evolución, así como
de la influencia de la así llamada “alta crítica”. Hace algunos años, el
historiador Merivale, decano de Ely, manifestó:
“El
paganismo no fue extirpado sino asimilado, y el cristianismo ha venido
sufriendo en razón de ello desde entonces en mayor o menor grado” (Épocas de
la historia de la iglesia, 159).
A
partir de la breve exposición hecha es fácil ver que las tinieblas que en
cualquier época hayan cubierto la tierra y la gran oscuridad que envuelve hoy a
la gente, son las tinieblas de Egipto. No es solamente de la esclavitud física
de la que Dios se dispuso a liberar a su pueblo, sino de las muchísimo peores
tinieblas espirituales. Y dado que dichas tinieblas persisten aún en gran
medida, la obra de liberación continúa avanzando. Los israelitas de antaño, “en sus corazones se volvieron a Egipto” (Hechos
7:39). A lo largo de toda su historia fueron advertidos en contra de
Egipto, lo que evidencia que en ningún momento estuvieron libres de su ruinosa
influencia. Cristo vino a la tierra a librar a los seres humanos de toda clase
de esclavitud, y con ese fin se colocó hasta lo sumo en la posición del ser
humano. Había, por lo tanto, un profundo significado en la ida de Jesús a
Egipto, a fin de que pudiese cumplirse lo que dijo el Señor mediante el
profeta:
“De Egipto llamé a mi Hijo” (Mat 2:15; Oseas
11:1).
Puesto
que Cristo fue llamado a salir de Egipto, todos los que son de Cristo, es
decir, todos los descendientes de Abraham, han de ser igualmente llamados a
salir de Egipto. En eso consiste la labor del evangelio.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 13 agosto 1896
(índice)
El tiempo de la promesa
Lo que Dios habría hecho por Israel
“Oye, pueblo mío, y te amonestaré. ¡Si me oyeras, Israel!
No habrá en ti dios ajeno ni te inclinarás a Dios extraño. Yo soy Jehová tu
Dios, que te hice subir de la tierra de Egipto; abre tu boca y yo la llenaré.
Pero mi pueblo no oyó mi voz; Israel no me quiso a mí. Los dejé, por tanto, a
la dureza de su corazón; caminaron en sus propios consejos.
¡Si me hubiera oído mi pueblo! ¡Si en mis caminos hubiera andado
Israel! En un momento habría yo derribado a sus enemigos y habría vuelto mi
mano contra sus adversarios. Los que aborrecen a Jehová se le habrían sometido
y el tiempo de ellos sería para siempre. Los sustentaría Dios con lo mejor del
trigo, y con miel de la peña los saciaría”
(Sal 81:8-16).
Encontramos
a Israel en Egipto, y sabemos algo de lo que eso significa. Al establecerse el
pacto con Abraham se le habían anunciado tanto la esclavitud como la
liberación; y ese pacto había sido confirmado mediante un juramento de parte de
Dios.
Examinemos
ahora las palabras que pronunció Esteban, lleno del Espíritu Santo. Comenzó su
discurso demostrando que era necesaria la resurrección a fin de que se pudiera
cumplir la promesa hecha a Abraham. Habiendo repetido dicha promesa, declaró
que de aquella tierra que se le había prometido, Abraham no había ocupado ni
siquiera la extensión de tierra que quedaba bajo sus pies, a pesar de que Dios
le había manifestado que él y su descendencia habrían de poseerla.
Puesto
que murió sin heredarla tal como sucedió con sus descendientes, incluso los que
tuvieron fe como él, la inevitable conclusión era que el cumplimiento podía
producirse solamente mediante la resurrección. La única razón por la que tantos
judíos rechazaron el evangelio fue su persistencia en ignorar la llana
evidencia de las Escrituras de que la promesa hecha a Abraham no tenía
naturaleza temporal, sino eterna. De igual forma, hoy, la creencia de que las
promesas hechas a Israel implican una herencia terrenal y temporal es
incompatible con la creencia plena en Cristo.
Esteban
recordó a continuación la palabra del Señor a Abraham acerca de que su
descendencia moraría en tierra extraña y sería afligida, para ser
posteriormente liberada. Dijo entonces:
“Pero cuando se acercaba el tiempo de la promesa que Dios
había jurado a Abraham, el pueblo creció y se multiplicó en Egipto” (Hechos
7:17).
Vino
a continuación la opresión y el nacimiento de Moisés. ¿Qué significa ese
acercarse el tiempo de la promesa que Dios había jurado a Abraham? Un breve
repaso de algunos de los textos ya considerados hasta aquí aclarará el asunto
más allá de toda duda.
En
el relato del establecimiento del pacto con Abraham leemos las palabras que le
dirigió el Señor:
“Yo soy Jehová, que te saqué de Ur de los caldeos para
darte a heredar esta tierra” (Gén 15:7).
Siguen
a continuación los detalles del establecimiento del pacto, y luego las
palabras:
“Ten por cierto que tu descendencia habitará en tierra
ajena, será esclava allí y será oprimida cuatrocientos años. Pero también a la
nación a la cual servirán juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran
riqueza. Tú, en tanto, te reunirás en paz con tus padres y serás sepultado en
buena vejez. Y tus descendientes volverán acá en la cuarta generación, porque
hasta entonces no habrá llegado a su colmo la maldad del amorreo” (Gén
15:13-16).
El
pacto fue posteriormente sellado con la circuncisión, y cuando Abraham hubo
mostrado su fe mediante la ofrenda de Isaac, el Señor añadió a la promesa su
juramento, diciendo:
“Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has
hecho esto y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo, de cierto te bendeciré
y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que
está a la orilla del mar; tu descendencia se adueñará de las puertas de sus
enemigos” (Gén 22:16-17).
Esta
es la única promesa que Dios juró a Abraham. Fue una confirmación de la promesa
original. Pero como hemos visto en artículos precedentes implicaba nada menos
que la resurrección de los muertos mediante Cristo, quien es la Simiente.
“El postrer enemigo que será destruido es la muerte”
(1 Cor 15:26).
Es
así como se cumplirían las palabras de Dios habladas por el profeta:
“De la mano del sepulcro los redimiré, los libraré de la
muerte. Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh sepulcro”
(Oseas 13:14).
Es
solamente entonces cuando se cumplirá la promesa que Dios juró a Abraham, pues
no es hasta entonces cuando toda su descendencia poseerá las puertas de sus
enemigos.
A
las desconsoladas madres que lloraban la pérdida de sus hijos asesinados por
orden de Herodes, dijo el Señor:
“Así ha dicho Jehová: ‘Voz fue oída en Ramá, llanto y
lloro amargo: es Raquel que llora por sus hijos, y no quiso ser consolada
acerca de sus hijos, porque perecieron’. Reprime del llanto tu voz y de las
lágrimas tus ojos, porque salario hay para tu trabajo, dice Jehová. Volverán de
la tierra del enemigo. Esperanza hay también para tu porvenir, dice Jehová, y
los hijos volverán a su propia tierra” (Jer 31:15-17).
Sólo
en virtud de la resurrección puede la descendencia de Abraham, Isaac y Jacob
volver a su propia tierra. Así le fue indicado a Abraham cuando se le anunció
que antes de poseer la tierra su descendencia habría de morar en tierra extraña,
y él mismo habría de morir; pero “tus descendientes
volverán acá en la cuarta generación”. Por lo tanto, no puede haber duda
de que el Señor dispuso que el retorno de Israel de la esclavitud egipcia fuera
el tiempo de la resurrección y
restauración de todas las cosas. Se acercó el tiempo de la promesa. ¿Cuánto
tiempo tenía que haber pasado desde su salida de Egipto, antes de que tuviera
lugar la restauración total? No tenemos forma de saberlo. Tal como veremos,
había mucho por hacer en lo relativo a advertir a los pobladores de la tierra;
y el tiempo habría de depender de la fidelidad de los hijos de Israel. No
necesitamos especular sobre cómo se habrían cumplido todas las cosas, dado que
los israelitas no fueron fieles. Lo que ahora nos interesa es el hecho de que
la liberación de Egipto significaba la completa liberación de todo el pueblo de
Dios de la esclavitud del pecado y de la muerte, y la restauración de todas las
cosas tal como fueron en un principio.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 20 agosto 1896
(índice)
El oprobio de Cristo
“Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo
de la hija del faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios antes
que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas
el oprobio de Cristo que los tesoros de los egipcios, porque tenía puesta la
mirada en la recompensa” (Heb 11:24-26).
Se
nos informa aquí de la manera más clara posible, que los tesoros de los
egipcios eran los placeres del pecado. Rehusar los tesoros de Egipto significaba
rehusar vivir en pecado, y decidirse por los israelitas significaba asumir el
oprobio de Cristo. Eso demuestra que Cristo era el auténtico dirigente de aquel
pueblo, y que aquello que se les había prometido, para cuyo disfrute era
necesaria su liberación de Egipto, había de serles otorgado sólo mediante
Cristo, y ciertamente sometiéndose a su oprobio. Ahora bien, el oprobio de
Cristo es la cruz. Nos encontramos una vez más cara a cara con el hecho de que
la descendencia de Abraham —el verdadero Israel— son aquellos que son de Cristo
por la fe en su sangre.
Pocos
reparan en aquello a lo que realmente renunció Moisés por causa de Cristo. Era
el hijo adoptivo de la hija del faraón, y era heredero al trono de Egipto.
Todos los tesoros de Egipto estaban a su disposición. Era “instruido en toda la sabiduría de los egipcios; y era
poderoso en sus palabras y obras” (Hechos 7:22). El príncipe,
erudito, general y orador, por causa de Cristo desechó todo prospecto halagador
que el mundo pueda dar, renunciando a todo para unir su suerte con la de un
pueblo despreciado.
“Rehusó llamarse hijo de la hija del faraón”. Eso
nos indica que se lo debió presionar para que retuviera su posición. Fue bajo
la oposición como renunció a sus perspectivas seculares y escogió sufrir la
aflicción con el pueblo de Dios. Es casi imposible que imaginemos el desprecio
con el que debió ser valorada su decisión, así como los epítetos de burla que
debieron amontonarse sobre él, de entre los cuales el de “loco” debía figurar
entre los más moderados. Aquel que sea hoy llamado a aceptar una verdad impopular
a expensas de su posición hará bien en recordar el caso de Moisés.
¿Qué
lo llevó a hacer ese sacrificio? “Tenía la mirada
puesta en la recompensa”. No es meramente que sacrificara su posición
actual por la esperanza de algo mejor en el futuro. No; no había equivalencia
posible en su elección. Estimó el oprobio de Cristo, que compartía ya
plenamente, como mayores riquezas que los tesoros de Egipto. Eso demuestra que
conocía al Señor. Comprendió el sacrificio de Cristo por el ser humano, y
escogió hacerse partícipe del mismo. Jamás podría haberlo hecho de no haber
conocido bien el gozo del Señor. Sólo eso podía fortalecerlo en una situación
como la suya. Probablemente ningún ser humano haya sacrificado honores mundanos
por causa de Cristo en la medida en que él lo hizo, y por lo tanto podemos
estar seguros de que Moisés poseía un conocimiento de Cristo y de su obra en un
grado en el que pocos hayan podido alcanzar. La decisión que tomó demuestra que
tenía un gran conocimiento del Señor, y el hecho de que participara del oprobio
y de los sufrimientos de Cristo debió significar un profundo vínculo de
simpatía entre ambos.
Cuando
Moisés rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón lo hizo por causa de Cristo
y del evangelio. Pero su caso, como el de Jacob y el de muchos otros, muestra
que los creyentes más sinceros tienen a menudo aún mucho que aprender. Dios
llama a seres humanos a su obra, no porque estos sean perfectos, sino a fin de
poder darles la preparación necesaria para ella. Moisés tuvo primeramente que
aprender lo que miles de profesos cristianos están aún hoy en necesidad de
aprender. Tenía que aprender que “la ira del hombre
no obra la justicia de Dios” (Sant 1:20).
Tenía
que aprender que la causa de Dios no avanza nunca mediante métodos humanos; que
“las armas de nuestra milicia no son carnales, sino
poderosas en Dios para destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda
altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo
pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Cor 10:4-5).
“Cuando cumplió la edad de cuarenta años le vino al
corazón el visitar a sus hermanos, los hijos de Israel. Y al ver a uno que era
maltratado, lo defendió, y dando muerte al egipcio, vengó al oprimido. Él
pensaba que sus hermanos comprendían que Dios les daría libertad por mano suya,
pero ellos no lo habían entendido así. Al día siguiente se presentó a unos de
ellos que reñían, e intentaba ponerlos en paz, diciéndoles: ‘Hermanos sois,
¿por qué os maltratáis el uno al otro?’ Entonces el que maltrataba a su prójimo
lo rechazó, diciendo: ‘¿Quién te ha puesto por gobernante y juez sobre
nosotros? ¿Quieres tú matarme como mataste ayer al egipcio?’ Al oír esta
palabra, Moisés huyó y vivió como extranjero en tierra de Madián, donde
engendró dos hijos” (Hechos 7:23-29).
Era
cierto que Dios había dispuesto que el pueblo de Israel fuera liberado por mano
de Moisés. Moisés mismo lo sabía, y suponía que sus hermanos comprendían
también de esa forma el asunto. Pero tal no era el caso. Su intento por
librarlos fue un triste fracaso, y la razón de aquel fracaso radicaba en él
tanto como en ellos. Ellos no habían comprendido que Dios los libraría por mano
de Moisés. Él sí lo comprendía, pero no había aprendido aún el método. Suponía
que la liberación había de hacerse efectiva por la fuerza; que bajo su mando
los hijos de Israel se levantarían y conquistarían a sus opresores. Pero no era
ese el camino del Señor. La liberación que el Señor había planeado para su
pueblo era el tipo de liberación que es imposible obtener mediante el esfuerzo
humano.
En
ese fracaso de Moisés aprendemos mucho acerca de la naturaleza de la obra que
Dios se proponía efectuar en favor de los israelitas, así como de la herencia a
la que los iba a conducir. Si se hubiera tratado de una mera liberación física
la que dispusiera para ellos, y si hubiesen de ser llevados a una herencia
solamente terrenal y temporal, entonces quizá habría podido efectuarse de la
forma iniciada por Moisés. Los israelitas eran numerosos, y bajo el generalato
de Moisés habrían podido vencer. Esa es la forma en la que se obtienen las
posesiones terrenales. La historia reporta diversas ocasiones en las que un
pueblo pequeño se pudo sacudir el yugo de otro mayor que él. Pero Dios había
prometido a Abraham y a su descendencia una herencia celestial, no terrenal, y
por consiguiente sólo mediante las agencias celestiales era posible obtenerla.
Ayudando al obrero oprimido
Hoy
encontramos muchas de las condiciones existentes entre los hijos de Israel. La
explotación laboral prevalecía entonces tanto o más que en cualquier otra
época. Muchas horas de pesado trabajo y poco o ningún salario eran la norma. El
capital no oprimió nunca al trabajador tanto como en aquella época, y el pensamiento
natural era, lo mismo que ahora, que la única forma de hacer valer sus derechos
era empleando medidas de fuerza. Pero los caminos del hombre no son los caminos
de Dios, y estos últimos son los únicos rectos. Nadie puede negar que se
pisotean los derechos del pobre; pero muy pocos están dispuestos a aceptar el
método divino de liberación. Nadie puede describir la opresión de los pobres
por parte de los ricos mejor de lo que hace la Biblia, pues Dios es el defensor
del pobre.
El
Señor vela por los pobres y afligidos. Se ha identificado tan estrechamente con
ellos, que cualquier cosa dada al pobre se considera como dada al Señor.
Jesucristo estuvo en esta tierra como hombre pobre, de forma que “el que oprime al pobre, afrenta a su Hacedor” (Prov
14:31). “Jehová oye a los menesterosos”
(Sal 69:33). “El menesteroso no para siempre
será olvidado, ni la esperanza de los pobres perecerá perpetuamente” (Sal
9:18). “Jehová tomará a su cargo la causa del
afligido y el derecho de los necesitados” (Sal 140:12). “Por la opresión de los pobres, por el gemido de los
necesitados, ahora me levantaré —dice Jehová—, pondré a salvo al que por ello
suspira” (Sal 12:5). “Jehová, ¿quién
como tú, que libras al afligido del más fuerte que él, y al pobre y menesteroso
del que lo despoja” (Sal 35:10). Teniendo al Dios Omnipotente de
su lado, cuán lamentable es que los pobres reciban tan mal consejo —y muy a
menudo de parte de profesos ministros del evangelio— en lo relativo a
solucionar sus males.
El
Señor dice:
“¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que
os vendrán. Vuestras riquezas están podridas y vuestras ropas comidas de
polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos y su moho testificará contra
vosotros y devorará del todo vuestros cuerpos como fuego. Habéis acumulado
tesoros para los días finales. El jornal de los obreros que han cosechado
vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros, clama
y los clamores de los que habían segado han llegado a los oídos del Señor de
los ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra y sido libertinos.
Habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis condenado y
dado muerte al justo sin que él os haga resistencia” (Sant 5:1-6).
Se
trata de una terrible sentencia contra el que oprime al pobre, y contra quien
le defraudó en el salario merecido. Es también la promesa de un juicio justo
contra el opresor. El Señor oye el clamor de los pobres, y de seguro no olvida.
Considera todo acto de opresión como dirigido contra él mismo. Pero cuando el
pobre se toma la justicia en sus propias manos, combatiendo una confederación
con otra confederación y enfrentando la fuerza con otra fuerza, se coloca en la
misma categoría que sus opresores, privándose con ello de los buenos oficios de
Dios en su favor.
Dios
dice a los ricos opresores: “Habéis condenado y
dado muerte al justo sin que él os haga resistencia”. El mandato: “Pero yo os digo: No resistáis al que es malo” (Mat
5:39), significa exactamente lo que dice, y no ha perdido su vigencia. Es
tan aplicable hoy como lo era hace mil ochocientos años. El mundo no ha
cambiado su carácter; la codicia del hombre es hoy la misma que entonces, y
Dios es el mismo. A aquellos que oyen ese mandato, Dios los llama “justos”. El
justo no se resiste cuando es condenado y defraudado con injusticia, ni
siquiera cuando se lo entrega a la muerte.
“Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del
Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando
con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. Tened también
vosotros paciencia y afirmad vuestros corazones, porque la venida del Señor se
acerca” (Sant 5:7-8).
Es
en la venida del Señor cuando cesará toda opresión. El problema es que la
gente, tal como Esaú, no tiene fe ni paciencia para esperar. El agricultor
proporciona una lección: siembra la simiente sin impacientarse por no poder
recoger la cosecha inmediatamente. Espera con paciencia el fruto de la tierra.
“La siega es el fin del mundo” (Mat 13:39).
Los que encomendaron su causa al Señor recibirán entonces amplia recompensa por
su confianza y paciencia. Entonces se proclamará libertad en toda la tierra y a
todos sus habitantes.
Lo
que hace manifiesta la liberación y proporciona gozo incluso ahora, por más que
aflijan las penosas pruebas, es el evangelio de Jesucristo: es poder de Dios
para salvación a todo aquel que cree. Los sabios según el mundo, y —triste
decirlo— también muchos que ocupan el puesto de ministros del evangelio, se
mofan de la predicación del evangelio como remedio para la injusticia social en
el presente. Pero el obrero no está hoy más oprimido de lo que lo estuvo en los
días de Moisés, y la proclamación del evangelio fue el único medio que Dios
aprobó y empleó para la prosperidad de su pueblo. Cuando vino Cristo, la mayor
prueba de la divinidad de su misión fue que el evangelio era predicado a los
pobres (Mat 11:5).
Jesús
conocía las necesidades de los pobres como ningún otro podría hacerlo, y su
remedio fue el evangelio. Hay en el evangelio posibilidades en las que ni
siquiera se ha soñado todavía. La correcta comprensión de la herencia que el
evangelio promete es lo único capaz de hacer que el ser humano sea paciente
ante la opresión terrenal.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 27 agosto 1896
(índice)
La comisión divina
Habían
pasado cuarenta años desde aquel intento equivocado, antes que el Señor
estuviera dispuesto a librar a su pueblo por mano de Moisés. Fue necesario todo
ese tiempo a fin de preparar a Moisés para esa importante obra. Leemos de él,
en un período posterior de su vida, que era manso más que cualquier otro ser
humano. Pero no lo era por disposición natural. La educación en la corte no
estaba calculada para desarrollar la cualidad de la mansedumbre. La forma en
que Moisés había intentado al principio remediar la opresión que sufría su
pueblo demuestra que tenía un temperamento impulsivo y arbitrario. El golpe
seguía muy de cerca a la palabra. Pero el hombre que ha de llevar a los hijos
de Abraham a la herencia prometida debe poseer características muy diferentes.
La
tierra era la herencia prometida a Abraham. Se la había de conquistar mediante
la justicia de la fe. Pero esta es inseparable de un espíritu apacible.
“Aquel cuya alma
no es recta se enorgullece; mas el justo por su fe vivirá” (Hab 2:4).
Por
lo tanto, dijo el Salvador: “Bienaventurados los
mansos, porque recibirán la tierra por heredad” (Mat 5:5).
“Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los
pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha
prometido a los que lo aman?” (Sant 2:5).
Únicamente los mansos podían poseer la
herencia prometida a los israelitas; por lo tanto el encargado de llevarlos
allí había de poseer necesariamente esa virtud de la mansedumbre. Cuarenta años
de retiro en el desierto trabajando como pastor obraron en Moisés el cambio
deseado.
“Aconteció que después de muchos días murió el rey de
Egipto. Los hijos de Israel, que gemían a causa de la servidumbre, clamaron; y
subió a Dios el clamor de ellos desde lo profundo de su servidumbre. Dios oyó
el gemido de ellos y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob” (Éxodo
2:23-24).
Ese
pacto, como ya hemos visto, se confirmó en Cristo. Se trataba del pacto que
Dios había establecido con los padres, al decir a Abraham: “En tu simiente serán benditas todas las familias de la
tierra” (Hechos 3:25). Y esa bendición consistía en apartarlos de
sus iniquidades. Es el pacto que Dios recordó al enviar a Juan el Bautista,
precursor de Cristo, quien habría de liberar a su pueblo de mano de sus
enemigos a fin de que pudieran servir a Dios sin temor, “en santidad y en justicia delante de él” todos los
días de sus vidas (Lucas 1:74-75). Era el pacto que aseguraba a Abraham
y a su descendencia la posesión de la tierra mediante la fe personal en Cristo.
Pero
la fe en Cristo no asegura una posesión terrenal a nadie. Los que son herederos
de Dios son los pobres de este mundo, ricos en fe. El propio Cristo no tenía en
esta tierra lugar donde recostar su cabeza; por lo tanto, nadie ha de suponer
que ser un fiel seguidor de Cristo le asegurará las posesiones de este mundo.
Es más probable que suceda al contrario.
Es
necesario recordar esos puntos al considerar la liberación de Israel de Egipto
y su viaje a la tierra de Canaán. Se los debiera tener presentes en el estudio
de toda la historia de Israel, pues de otra forma caeremos continuamente en el
mismo error de su propio pueblo, quien no recibió a Cristo cuando vino a ellos
debido a que no vino para prosperar sus intereses mundanales.
“Apacentando Moisés las ovejas de su suegro Jetro,
sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del desierto y llegó hasta
Horeb, monte de Dios. Allí se le apareció el ángel de Jehová en una llama de
fuego, en medio de una zarza. Al fijarse, vio que la zarza ardía en fuego, pero
la zarza no se consumía. Entonces Moisés se dijo: ‘Iré ahora para contemplar
esta gran visión, por qué causa la zarza no se quema’. Cuando Jehová vio que él
iba a mirar, lo llamó de en medio de la zarza: —¡Moisés, Moisés! —Aquí estoy,
respondió él. Dios le dijo: —No te acerques; quita el calzado de tus pies,
porque el lugar en que tú estás, tierra santa es. Y añadió: —Yo soy el Dios de
tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Entonces
Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios. Dijo luego Jehová:
Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto y he oído su clamor
a causa de sus opresores, pues he conocido sus angustias. Por eso he descendido
para librarlos de manos de los egipcios y sacarlos de aquella tierra a una
tierra buena y ancha, a una tierra que fluye leche y miel, a los lugares del
cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo. El
clamor, pues, de los hijos de Israel ha llegado ante mí, y también he visto la
opresión con que los egipcios los oprimen. Ven, por tanto, ahora, y te enviaré
al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los hijos de Israel”
(Éxodo 3:1-10).
No
es necesario entrar en los detalles del rechazo inicial de Moisés y de su
posterior aceptación de la comisión divina. Ahora que estaba por fin preparado
para esa labor, se sentía incapaz y la rehuía. En la comisión estaba claramente
especificado el poder mediante el que habría de efectuarse la liberación. Era
el tipo de liberación que sólo puede cumplirse mediante el poder del Señor.
Moisés sólo había de ser el agente en manos de Dios.
Observa
también las credenciales dadas a Moisés:
“Dijo Moisés a Dios: —Si voy a los hijos de Israel y les
digo: ‘Jehová, el Dios de vuestros padres, me ha enviado a vosotros’, me
preguntarán: ‘¿Cuál es su nombre?’ Entonces, ¿qué les responderé? Respondió
Dios a Moisés: —‘YO SOY el que soy’. Y añadió: —Así
dirás a los hijos de Israel: ‘YO SOY’ me envió a vosotros” (Éxodo 3:13-14).
Ese
es el “nombre glorioso y temible” del Señor
(Deut 28:58), que ningún ser humano puede comprender, puesto que expresa
su infinidad y eternidad. Observa las traducciones alternativas que proporcionan
las notas al margen de la versión Revisada de la Biblia: “Soy porque soy”, “soy
quien soy”, o “seré el que seré”. Ninguna de esas traducciones es completa en
ella misma, pero son todas necesarias para tener una noción del significado del
título. Representan en conjunto al “Señor, el que
es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso” (Apoc 1:8).
Cuán
apropiado fue que, cuando el Señor se disponía a liberar a su pueblo —no
meramente de la esclavitud temporal sino también de la espiritual— y a darles
aquella herencia que sólo podían poseer si provenía del Señor y mediante la
resurrección, se diera a conocer a sí mismo no solamente como el Creador que
posee existencia propia, sino también como Aquel que va a venir: el mismo
título por el que se revela en el último libro de la Biblia, libro que está
dedicado en su totalidad a la venida del Señor y la liberación final de su
pueblo del gran enemigo: la muerte.
“Además dijo Dios a Moisés: —Así dirás a los hijos de
Israel: ‘Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de
Isaac y el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros’. Este es mi nombre para
siempre; con él se me recordará todos los siglos” (Éxodo 3:15).
Se
nos recuerda que esa liberación no es sino el cumplimiento de la promesa hecha
mediante Cristo a Abraham, Isaac y Jacob. Observa también el hecho
significativo de que las más poderosas predicaciones registradas en el Nuevo
Testamento se refieren a Dios como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob: una
evidencia de que ha de seguir siendo conocido por el mismo título, y de que las
promesas hechas a los padres son buenas para nosotros si las recibimos con la
misma fe. “Este es mi nombre para siempre; con él
se me recordará todos los siglos”.
Respaldado
por ese Nombre, con la seguridad de que Dios iba a estar con él y le daría
instrucción concerniente a lo que habría de decir, armado con el poder para
efectuar milagros y confortado al saber que su hermano Aarón le asistiría en la
obra, Moisés se puso en camino hacia Egipto.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 3 septiembre 1896
(índice)
Predicando el evangelio en Egipto
“Fueron pues Moisés y Aarón, y reunieron a todos los
ancianos de los hijos de Israel. Aarón les contó todas las cosas que Jehová
había dicho a Moisés e hizo las señales delante de los ojos del pueblo. El
pueblo creyó, y al oír que Jehová había visitado a los hijos de Israel y había
visto su aflicción, se inclinaron y adoraron” (Éxodo 4:29-31).
Pero
no estaban preparados para dejar Egipto. Todavía eran el tipo de oidor de la
Palabra representado en el terreno pedregoso. Al principio la recibieron con
gozo, pero en cuanto vino la persecución resultaron escandalizados. Si hubieran
podido salir de Egipto sin contratiempo alguno, y si hubiesen tenido un viaje
próspero a la tierra prometida, sin duda se habrían abstenido de murmurar, pero
“es necesario que a través de muchas tribulaciones
entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22), y aquellos que finalmente
entren en él tienen que aprender a gozarse en las tribulaciones. Es una lección
que los israelitas aún tenían que aprender.
El
mensaje dado al Faraón: “Jehová, el Dios de Israel,
dice así: ‘Deja ir a mi pueblo’” (Éxodo 5:1), al que nos
referiremos más adelante, dio como resultado una agravación de la opresión que
estaban sufriendo los israelitas. Eso era realmente una necesidad para ellos,
primeramente para que estuvieran más deseosos de partir —teniendo luego menos
deseos de retornar—, y en segundo lugar a fin de que pudieran presenciar el
poder de Dios. Las plagas que sobrevinieron al país de Egipto eran tan
necesarias para mostrar a los israelitas el poder de Dios a fin de que
estuvieran dispuestos a partir, como lo eran para los egipcios a fin de que los
dejaran ir. Los israelitas necesitaban aprender que no sería mediante el poder
humano como iban a ser liberados, sino que sería enteramente la obra del Señor.
Necesitaban aprender a confiarse plenamente al cuidado y conducción del Señor,
y
“las cosas que se escribieron antes, para nuestra
enseñanza se escribieron, a fin de que, por la paciencia y la consolación de
las Escrituras tengamos esperanza” (Rom 15:4).
Al
leer esa historia debiéramos aprender la misma lección. No hay nada que haya de
sorprendernos en el hecho de que el pueblo se quejara cuando la persecución se
agravó a consecuencia del mensaje llevado por Moisés. El propio Moisés pareció
quedar perplejo cuando eso sucedió, y consultó al Señor al respecto.
“Jehová respondió a Moisés: —Ahora verás lo que yo haré al
faraón, porque con mano fuerte los dejará ir, y con mano fuerte los echará de
su tierra. Habló Dios a Moisés y le dijo: —Yo soy Jehová. Yo me aparecí a
Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, pero con mi nombre Jehová no
me di a conocer a ellos. También establecí mi pacto con ellos de darles la
tierra de Canaán, la tierra en que fueron forasteros y en la cual habitaron.
Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir
los egipcios, y me he acordado de mi pacto. Por tanto, dirás a los hijos de
Israel: ‘Yo soy Jehová. Yo os sacaré de debajo de las pesadas tareas de Egipto,
os libraré de su servidumbre y os redimiré con brazo extendido y con gran
justicia. Os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios. Así sabréis que yo soy
Jehová, vuestro Dios, que os sacó de debajo de las pesadas tareas de Egipto. Os
meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a
Isaac y a Jacob. Yo os la daré por heredad. Yo soy Jehová” (Éxodo
6:1-8).
El evangelio de liberación
Hemos
aprendido que cuando Dios hizo la promesa a Abraham le predicó el evangelio. Se
deduce necesariamente que al llegar el tiempo del cumplimiento de la promesa,
la descendencia en la que tenía que cumplirse dicha promesa había de conocer al
menos tanto del evangelio como lo que le fue revelado a Abraham. Y así fue.
Sabemos por la epístola a los Hebreos que el evangelio que nos es predicado hoy
es el mismo que se les predicó entonces, y lo encontramos en la escritura
precedente (Éxodo 6:1-8). Observa los puntos siguientes:
1.
Dios dijo a Abraham, Isaac y Jacob: “También
establecí mi pacto con ellos, de darles la tierra de Canaán, la tierra en que
fueron forasteros y en la cual habitaron”.
2.
Entonces añadió: “Asimismo yo he oído el gemido de
los hijos de Israel a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi
pacto”.
3.
Cuando el Señor declara que recuerda cierta cosa, no significa que de algún
modo lo hubiese olvidado antes, ya que tal cosa es imposible. Nada hay que
pueda escapar a su atención. Pero, como encontramos en varios lugares, Dios
indica que está a punto de efectuar la acción predicha. Así, por ejemplo, en el
juicio final de Babilonia leemos: “Dios se ha
acordado de sus maldades” (Apoc 18:5). “La
gran Babilonia vino en memoria delante de Dios, para darle el cáliz del vino
del ardor de su ira” (Apoc 16:19). “Entonces
se acordó Dios de Noé...” (Gén 8:1) e hizo cesar el diluvio; sin
embargo, sabemos que ni por un momento olvidó Dios a Noé mientras estaba en el
arca, pues ni siquiera la caída de un pajarillo a tierra le pasa desapercibida.
Lee también Gén 19:29; 30:22 y 1 Sam 1:19, textos en los
que se emplea la expresión “recordar” en el sentido de estar a punto de cumplir
lo prometido.
4.
Es pues evidente, por lo leído en Éxodo 6, que el Señor estaba a punto de
cumplir la promesa a Abraham y a su descendencia. Pero dado que Abraham estaba
muerto, sólo podía cumplirse mediante la resurrección. Estaba muy cerca el
tiempo de la promesa que Dios había jurado a Abraham. Pero eso es evidencia de
que el evangelio estaba siendo predicado, puesto que es sólo el evangelio del
reino el que prepara para el fin.
5.
Dios se estaba dando a conocer a sí mismo ante el pueblo. Pero es sólo en el
evangelio donde Dios se da a conocer. Las cosas que revelan el poder de Dios
dan a conocer su Divinidad.
6.
Dios dijo: “Os tomaré como mi pueblo y seré vuestro
Dios. Así sabréis que yo soy Jehová, vuestro Dios”. Compara con lo
anterior la promesa del nuevo pacto: “Yo seré su
Dios y ellos serán mi pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, diciendo:
‘Conoce a Jehová’, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos
hasta el más grande, dice Jehová” (Jer 31:33-34). No hay duda
ninguna en cuanto a que eso constituye la proclamación del evangelio; pero se
trata de lo mismo que se proclamó a los israelitas en Egipto.
7.
El hecho de que la liberación de los hijos de Israel era una clase de
liberación que sólo podía tener lugar mediante la predicación del evangelio, es
evidencia de que no se trataba de una liberación ordinaria de la esclavitud
física a fin de poseer una herencia temporal. Se desplegaba ante los hijos de
Israel un panorama mucho más glorioso que ese con tal que conociesen el día de
su visitación y permanecieran fieles.
Predicando al faraón
Es
cierto que “Dios no hace acepción de personas, sino
que en toda nación se agrada del que lo teme y hace justicia” (Hechos
10:34-35). Puesto que Dios es siempre el mismo, esa no era una nueva verdad
aparecida en los días de Pedro, sino que expresa un principio intemporal. El
hecho de que el hombre haya solido ser tardo en percibirlo no hace diferencia
alguna por lo que respecta a la propia verdad. El hombre puede dejar de
reconocer el poder de Dios, pero eso no lo hace de ninguna forma menos
poderoso; así, el hecho de que la gran masa de sus profesos seguidores haya
dejado de reconocer que Dios no hace acepción de personas sino que es
perfectamente imparcial, y el que hayan supuesto que Dios los amaba a ellos con
exclusión de los demás, para nada ha estrechado su carácter.
La
promesa iba dirigida a Abraham y a su descendencia. Pero la promesa y la
bendición vinieron a Abraham antes de circuncidarse, “para
que fuera padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a
ellos la fe les sea contada por justicia” (Rom 4:11). “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no
hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si
vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos
según la promesa” (Gál 3:28-29). Por consiguiente, la promesa
incluía tanto a los egipcios como a los israelitas con tal que creyeran. Y no
incluía a los israelitas incrédulos; no más de lo que incluía a los incrédulos
egipcios. Abraham es el padre de los que están circuncidados, pero lo es “no solamente a los que son de la circuncisión, mas
también a los que siguen las pisadas de la fe que fue en nuestro padre Abraham
antes de ser circuncidado” (Rom 4:12). Si la “incircuncisión” —los
gentiles— guarda la justicia de la ley, su incircuncisión es contada por
circuncisión (Rom 2:25-29).
Es
preciso recordar que Dios no envió en primera instancia las plagas al faraón y al
pueblo egipcio. No era su voluntad liberar a los israelitas dando muerte a sus
opresores, sino convirtiéndolos si tal cosa fuera posible. Dios no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al
arrepentimiento” (2 Ped 3:9). Él “quiere
que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad”
(1 Tim 2:4). “Vivo yo, dice Jehová, el
Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su
camino y que viva” (Eze 33:11). Todos los hombres son criaturas
de Dios e hijos suyos; su gran corazón de amor los abraza a todos sin
diferencias de raza o nacionalidad.
De
acuerdo con eso, en un principio se pidió al faraón que dejara ir al pueblo en
libertad. Pero este replicó con impudicia y altanería: “¿Quién es Jehová para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no
conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel” (Éxodo 5:2).
Entonces se obraron ante él milagros. Al principio no fueron juicios, sino
simples manifestaciones del poder de Dios. Pero los magos del faraón, los
siervos de Satanás, hicieron una falsificación de esos milagros y el corazón
del faraón se endureció aun más que antes. Ahora bien, el lector atento
observará que incluso en los milagros que fueron imitados por los magos se hizo
manifiesta la superioridad del poder del Señor.
El
próximo artículo de esta serie de estudios sobre el evangelio eterno tratará
del controvertido tema del endurecimiento del corazón del faraón.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 10 septiembre 1896
(índice)
El corazón endurecido del faraón
Cuando
las buenas maneras no lograron que el faraón reconociera el poder de Dios,
fueron enviados juicios. Dios, que conoce el final desde el principio, anunció
que se endurecería el corazón del faraón, incluso que Dios mismo se lo haría
endurecer; y así fue. Pero no hay que suponer que Dios endureció
deliberadamente el corazón del faraón en contra de la voluntad de este, de
forma que le hubiera resultado imposible ceder en caso de haber querido
hacerlo. Dios envía operación de error a fin de que los hombres crean en la
mentira (2 Tes 2:11) sólo a quienes han rechazado la verdad y aman la
mentira. Cada uno obtiene lo que más desea. Aquel que desea hacer la voluntad
de Dios, conocerá de la doctrina (Juan 7:17); pero a quien rechaza la
verdad no le queda más que tinieblas y engaño.
Es
interesante ver que fue la manifestación de la misericordia de Dios lo que
endureció el corazón del faraón. La sencilla demanda de parte del Señor fue
objeto de negación y burla. Comenzaron entonces a caer las plagas, pero no de
forma inmediata, sino dejando un intervalo suficiente como para que el faraón
reflexionara. Como el poder de los magos parecía igual al de Moisés y Aarón,
Faraón no accedió a la petición. Luego se hizo manifiesto que había un poder
superior al de sus magos. Pudieron hacer subir ranas en Egipto, pero no
pudieron librarse de ellas. “Entonces el faraón
llamó a Moisés y a Aarón, y les dijo: —Orad a Jehová para que aparte las ranas
de mí y de mi pueblo, y dejaré ir a tu pueblo para que ofrezca sacrificios a
Jehová” (Éxodo 8:8). Había aprendido del Señor lo suficiente como
para llamarlo por su nombre.
“Entonces salieron Moisés y Aarón de la presencia del faraón.
Moisés clamó a Jehová tocante a las ranas que había mandado sobre el faraón. E
hizo Jehová conforme a la palabra de Moisés: murieron las ranas de las casas,
de los cortijos y de los campos. Las juntaron en montones y apestaban la
tierra. Pero al ver el faraón que le habían dado reposo, endureció su corazón y
no los escuchó, tal como Jehová lo había dicho” (v. 12-15).
“Se mostrará piedad al malvado pero no aprenderá justicia,
sino que en tierra de rectitud hará iniquidad y no mirará a la majestad de
Jehová” (Isa 26:10).
Así
sucedió con el faraón. El juicio de Dios aplacó su altanería, pero “al ver el faraón que le habían dado reposo, endureció su
corazón”.
Cuando
el Señor envió la siguiente plaga de moscas, el faraón dijo:
“Os dejaré ir para que ofrezcáis sacrificios a Jehová,
vuestro Dios, en el desierto, con tal que no vayáis más lejos; orad por mí. Y
Moisés respondió: —Al salir yo de tu presencia, rogaré a Jehová que las
diversas clases de moscas se alejen del faraón, de sus siervos y de su pueblo
mañana; con tal de que el faraón no nos engañe más, impidiendo que el pueblo
vaya a ofrecer sacrificios a Jehová. Entonces Moisés salió de la presencia del
faraón y oró a Jehová. Jehová hizo conforme a la palabra de Moisés y apartó
todas aquellas moscas del faraón, de sus siervos y de su pueblo, sin que
quedara una. Pero también esta vez el faraón endureció su corazón y no dejó
partir al pueblo” (Éxodo 8:28-32).
Y
así fue sucediendo con cada una de las plagas. No se nos proporcionan todos los
detalles en cada caso, pero vemos que fue la paciencia y misericordia de Dios
lo que endurecía el corazón del faraón. La misma predicación que animó los
corazones de tantos en los días de Jesús, lograba que otros desarrollaran más y
más amargura en su contra. La resurrección de Lázaro fijó en los corazones de
los judíos incrédulos la determinación de matar a Jesús. El juicio revelará el
hecho de que todo aquel que rechazó al Señor endureciendo su corazón, lo
hizo frente a la manifestación de su misericordia.
El propósito de Dios para el faraón
“Jehová dijo a Moisés: Levántate de mañana, ponte delante
del faraón y dile: ‘Jehová, el Dios de los hebreos, dice así: Deja ir a mi
pueblo para que me sirva, porque yo enviaré esta vez todas mis plagas sobre tu
corazón, sobre tus siervos y sobre tu pueblo, para que entiendas que no hay
otro como yo en toda la tierra. Por tanto, ahora extenderé mi mano para herirte
a ti y a tu pueblo con una plaga y desaparecerás de la tierra. A la verdad te
he puesto para mostrar en ti mi poder y para que mi nombre sea anunciado en
toda la tierra” (Éxodo 9:13-16).
La
traducción más literal que hace el Dr. Kalisch del hebreo, dice así:
“Porque he aquí que habría podido extender mi mano, y
habría podido golpearte a ti y a tu pueblo con pestilencia; y tú habrías sido
cortado de la tierra. Pero sólo por esta causa he permitido que existas, a fin
de mostrarte mi poder, y que mi nombre pueda ser conocido por toda la tierra”.
[La versión DHH, LBLA y NVI,
entre otras, lo traducen así].
No
se trata —como tan a menudo se supone— de que Dios trajera a la existencia al
faraón con el expreso propósito de volcar su venganza sobre él. Una idea tal es
un gran deshonor hacia el carácter del Señor. La verdadera idea consiste en que
Dios habría podido destruir al faraón desde un principio, liberando así a su
pueblo sin demora alguna. Eso, no obstante, no habría estado de acuerdo con el
carácter invariable del Señor, según el cual concede a todo ser humano amplia
oportunidad para que se arrepienta. Dios había tenido una gran paciencia con la
obstinación del faraón, y ahora se disponía a enviarle juicios más severos; no
obstante, no lo haría sin advertirle antes fielmente, de forma que incluso
entonces pudiera volverse de su maldad.
Dios
había mantenido con vida al faraón y había demorado el envío de su juicio más
severo sobre él a fin de poder mostrarle su poder. Pero el poder de Dios se
estaba manifestando por entonces para la salvación de su pueblo, y el poder de
Dios para salvación es el evangelio (Rom 1:16). Por lo tanto, Dios
estaba manteniendo al faraón con vida a pesar de la obstinación de este, para
darle cumplida ocasión de conocer el evangelio. Ese evangelio era tan poderoso
para salvar al faraón como lo era para salvar a los israelitas.
Así
lo expresa la versión Reina Valera 1995: “A la verdad yo te he puesto para
mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado en toda la tierra”.
Aun entendiendo que “te he puesto” se refiera al establecimiento del faraón en
el trono, el versículo dista mucho de afirmar que Dios hizo tal cosa con el
propósito de enviarle las plagas y destruirlo. Lo que el texto declara es que
el propósito era mostrar el poder de Dios y dar a conocer su nombre en toda la
tierra. La suposición de que Dios puede mostrar su poder y dar a conocer su
nombre sólo mediante la destrucción de los hombres deshonra a Dios y es
contraria al evangelio.
“¡Alabad a Jehová, porque él es bueno, porque para siempre
es su misericordia!” (Sal 106:1).
Dios
quería que su nombre se conociera en toda la tierra. Y así sucedió, pues
cuarenta años más tarde los habitantes de Canaán se atemorizaron al acercarse
los israelitas, al recordar la forma prodigiosa en que Dios los había librado
de Egipto. Pero el propósito divino se habría podido cumplir igualmente si el
faraón hubiera aceptado la voluntad del Señor. Supongamos que el faraón hubiera
reconocido al Señor y aceptado el evangelio que se le predicó. ¿Qué habría
sucedido? Como Moisés, habría cambiado el trono de Egipto por el oprobio de
Cristo y por su parte en la herencia eterna. Así habría sido un poderosísimo
agente en la proclamación del nombre del Señor a toda la tierra. El hecho mismo
de la aceptación del evangelio por un rey poderoso habría dado a conocer el
poder del Señor de una forma tan efectiva como lo hicieron las plagas. Y el
propio faraón, de ser perseguidor del pueblo de Dios, habría podido, como
Pablo, haberse convertido en un predicador de la fe. Pero desgraciadamente no
conoció el día de su visitación.
Observa
que el propósito de Dios era que su nombre fuera declarado en toda la tierra.
No tenía que suceder en un rincón. La liberación de Egipto no era algo que
concernía solamente a unos pocos en cierta región de la tierra. Había de ser “para todos” (Lucas 2:10, DHH). De acuerdo con la promesa hecha a Abraham,
Dios estaba librando de la esclavitud a los hijos de Israel; pero la liberación
no era sólo por causa de ellos. Mediante su liberación habría de darse a
conocer su nombre y su poder hasta lo último de la tierra. Se estaba acercando
el tiempo de la promesa que Dios había jurado a Abraham, pero dado que esa
promesa incluía a toda la tierra, se requería que el evangelio fuera proclamado
en un alcance correspondiente. Los hijos de Israel eran los agentes escogidos por
Dios para llevar a cabo esa obra. Alrededor de ellos, como núcleo, se había de
centrar el reino de Dios. La infidelidad de ellos a su cometido hizo que el
plan de Dios se retrasara, pero no que cambiara. Aunque fracasaron en proclamar
el nombre del Señor e incluso apostataron, Dios dijo:
“Sabrán las gentes que yo soy Jehová, cuando fuere
santificado en vosotros delante de sus ojos” (Eze 36:23; ver
contexto en v. 22-33).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 17 septiembre 1896
(índice)
Salvos por su vida
Leemos
de Moisés:
“Por la fe dejó Egipto, no temiendo la ira del rey, porque
se sostuvo como viendo al Invisible. Por la fe celebró la pascua y la aspersión
de la sangre, para que el que destruía a los primogénitos no los tocara a ellos”
(Heb 11:27-28).
De
Moisés no cabe decir que dejara Egipto por la fe cuando anteriormente huyó
atemorizado, pero sí en esta ocasión tras haber observado la pascua. Ahora la
ira del rey nada podía contra él, “porque se
sostuvo como viendo al Invisible”. Se encontraba bajo la protección del
Rey de reyes.
Aunque
el texto habla sólo de Moisés, no hemos de suponer que él fuera el único que
tenía fe de entre los hijos de Israel, ya que en el siguiente versículo leemos
en referencia a toda la compañía, que “por la fe
pasaron el Mar Rojo”. Pero incluso si hubiera sido sólo Moisés quien
hubiese salido de Egipto por fe, ese hecho probaría que todos debieron haber actuado
en forma similar, y que la liberación en su conjunto era un asunto de fe.
“Se sostuvo como viendo al Invisible”. Moisés vivió
de la misma manera en que viven hoy los verdaderos cristianos. Observa el
paralelismo:
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que
según su gran misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva por la
resurrección de Jesucristo de los muertos para una herencia incorruptible,
incontaminada e inmarchitable reservada en los cielos para vosotros que sois
guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que
está preparada para ser manifestada en el tiempo final. Por lo cual vosotros os
alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser
afligidos en diversas pruebas, para que, sometida a prueba vuestra fe, mucho
más preciosa que el oro (el cual, aunque perecedero, se prueba con fuego), sea
hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo.
Vosotros, que lo amáis sin haberlo visto, creyendo en él aunque ahora no lo
veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso, obteniendo el fin de vuestra
fe, que es la salvación de vuestras almas” (1 Ped 1:3-9).
Moisés
y los hijos de Israel fueron llamados a la misma herencia que nosotros. La
promesa les fue hecha en Cristo, como sucede con nosotros. Era una herencia que
sólo por la fe en Cristo se podía obtener, y esa fe había de permitir que
Cristo fuera una presencia real, personal, aunque invisible. Además, la base de
la fe y esperanza era la resurrección de Jesucristo. Entonces como ahora,
Cristo era la cabeza de la iglesia. La verdadera iglesia no tiene ni tuvo nunca
una cabeza que no sea invisible. “El Santo de
Israel” fue establecido “por jefe y por
maestro de las naciones” (Isa 55:4) mucho antes de su nacimiento
en Belén.
Vemos,
por lo tanto, que la fe personal en Cristo fue la base de la liberación de
Israel de Egipto. Así lo mostraba la celebración de la pascua. El asunto había
culminado en una crisis. El faraón había persistido en obstinada resistencia
hasta que la misericordia del Señor no tuvo efecto sobre él. El faraón había
actuado deliberadamente y había pecado contra la luz, como demuestra su propia
declaración tras la plaga de las langostas. En aquella ocasión llamó a Moisés y
Aarón, y les dijo:
“He pecado contra Jehová, vuestro Dios, y contra vosotros.
Pero os ruego ahora que perdonéis mi pecado solamente esta vez, y que oréis a
Jehová, vuestro Dios, para que aparte de mí al menos esta plaga mortal”
(Éxodo 10:16-17).
Había
llegado a reconocer al Señor, y sabía que la rebelión contra Dios es pecado,
pero tan pronto como lograba un respiro volvía a ser tan obstinado como antes.
Rechazó de forma plena y definitiva al Señor, y nada se podía hacer ya, excepto
ejecutar sobre él el juicio que lo compelería a desistir en su opresión,
dejando ir a Israel.
La primera pascua
Era
la última noche que los hijos de Israel iban a pasar en Egipto. El Señor estaba
a punto de enviar su último gran juicio sobre el rey y el pueblo en la
destrucción de los primogénitos. Se instruyó a los hijos de Israel a que
tomaran un cordero “sin defecto” que habían
de sacrificar por la tarde, comiendo luego su carne.
“Tomarán de la sangre y la pondrán en los dos postes y en
el dintel de las casas en que lo han de comer”. “Es la pascua de Jehová. Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de
Egipto y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres
como de las bestias, y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo,
Jehová. La sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; veré la
sangre y pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga de
mortandad cuando hiera la tierra de Egipto” (Éxodo 12:5-13).
La
sangre de ese cordero no los salvaba, como bien sabían ellos. El Señor les dijo
que no era más que una “señal”; la señal de
su fe en aquello que representaba: “la sangre
preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1
Ped 1:19), “porque nuestra Pascua, que es
Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Cor 5:7). Así, la
sangre del cordero simbolizaba la sangre del Cordero de Dios, y los que se
sostuvieron como viendo al Invisible lo comprendieron así.
“La vida de la carne en la sangre está” (Lev
17:11).
En
la sangre de Cristo, esto es, en su vida, tenemos redención, el perdón de los
pecados, “a quien Dios puso como propiciación por
medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber
pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Rom 3:25).
Dios pasa por alto (pasa de largo) los pecados, no en el sentido de que entre
en componendas con ellos, sino que “la sangre de
Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). La
vida de Cristo es la justicia de Dios, pues es del corazón de donde mana la
vida, y la ley de Dios estaba en el corazón de Cristo como perfecta justicia (Sal
40:8). La aplicación de la sangre —vida— de Cristo, por lo tanto, es la
aplicación de la vida de Dios en Cristo; y eso significa quitar el pecado.
La
aspersión de la sangre en los postes de la puerta simbolizaba lo que más tarde
quedó escrito en estas palabras:
“Jehová, nuestro Dios, Jehová uno es. Amarás a Jehová, tu
Dios, de todo tu corazón, de toda tu alma y con todas tus fuerzas. Estas
palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón... las escribirás en los
postes de tu casa y en tus puertas” (Deut 6:4-9).
La
justicia de la ley de Dios se encuentra únicamente en la vida de Cristo. Puede
estar en el corazón sólo en la medida en que la vida de Dios —en Cristo— esté
en el corazón para limpiarlo de todo pecado. Poner la sangre en los postes de
la puerta de la casa es lo mismo que escribir la ley de Dios en los postes de
la casa y en las puertas, y era indicativo de morar en Cristo, de estar
incorporado en su vida.
Cristo
es el Hijo de Dios, cuya delicia consistía en hacer la voluntad de su Padre. Él
es nuestra Pascua, como lo fue para los hijos de Israel en Egipto, pues su vida
es eterna e indisoluble. Aquellos que participan de ella por la fe, comparten
la seguridad que conlleva. No hubo hombre ni demonio que pudiera arrebatarle la
vida; el Padre lo amaba, y no tenía deseo de quitarle la vida. Cristo la
entregó voluntariamente y la volvió a tomar (Juan 10:17-18). Morar
en él, por lo tanto, tal como estaba representado en la aspersión de la sangre
sobre los postes de la puerta, es ser librado del pecado, y por consiguiente
quedar libre de la ira de Dios contra los hijos de desobediencia.
“Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos”
(Heb 13:8).
La
fe en su sangre, simbolizada en la aspersión de la sangre del cordero en las
puertas de las casas cumple hoy lo mismo que siempre cumplió. Cuando celebramos
la Cena del Señor, que se instituyó en el tiempo de la Pascua en el que Cristo
fue traicionado y crucificado, celebramos lo mismo que los israelitas en
Egipto. Ellos estaban aún en Egipto cuando celebraron aquella primera pascua.
Se trataba de un acto de fe que mostraba su confianza en Cristo como su
Libertador prometido. Así nosotros, mediante el emblema de la sangre de Cristo
mostramos nuestra fe en su vida para preservarnos de la destrucción que se
avecina sobre la tierra debido al pecado. En ese día el Señor pasará de largo
—protegerá— a aquellos cuya vida está escondida con Cristo en Dios, “como un hombre perdona al hijo que lo sirve” (Mal
3:17). Y sucederá así por idéntica razón, ya que Dios protege a su propio
Hijo, y los hombres son protegidos en él.
La última pascua
Cristo
dijo al celebrar la última pascua con sus discípulos:
“¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta Pascua antes
que padezca!, porque os digo que no la comeré más hasta que se cumpla en el
reino de Dios” (Lucas 22:15-16).
Esto
nos muestra que la institución de la pascua tenía relación directa con la
venida del Señor para castigar a los impíos y librar a su pueblo.
“Así pues, todas las veces que comáis este pan y bebáis
esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Cor
11:26).
La
muerte de Jesús no sería nada sin la resurrección. Y la resurrección de Cristo
significa ni más ni menos que la resurrección de todos aquellos que están
ocultos en su vida. Es mediante su resurrección como nos engendra a una
esperanza viva de herencia incorruptible, incontaminada, que no se desvanece; y
el verdadero Israel mostró en Egipto esa misma fe y esperanza referida a la
misma herencia. La herencia que esperamos está guardada en los cielos; y la
herencia que fue prometida a Abraham, Isaac y Jacob, herencia para la cual
estaba Dios preparando a los hijos de Israel, era “mejor,
esto es, celestial”.
La
“aspersión de la sangre” (Éxodo 12:5-14;
Heb 11:27-28; 12:14, y 1 Ped 1:2-10) es el gran lazo que
une nuestra experiencia cristiana con la del antiguo Israel. Muestra que la
liberación que Dios estaba obrando en favor de ellos es idéntica a la que está
obrando en nuestro favor. Nos une a ellos en un mismo Señor y en una misma fe.
Cristo estaba presente con ellos de forma tan real como lo está con nosotros.
Podían sostenerse como viendo al Invisible, y sólo así podemos nosotros
sostenernos. Cristo fue “inmolado desde el
principio del mundo”, y por lo tanto resucitado desde el principio del
mundo, de forma que todos los beneficios de su muerte y resurrección estuvieran
al alcance de ellos, tanto como de nosotros. Y la liberación que Cristo estaba
obrando en su favor era de la más absoluta realidad. Su esperanza consistía en
la venida del Señor para la resurrección de los muertos, completando así la
liberación, y nosotros tenemos la misma bienaventurada esperanza. Aprendamos,
pues, de los errores subsecuentes de ellos, y “retengamos
firme hasta el fin nuestra confianza del principio” (Heb 3:14).
En
lo sucesivo todo será más claro en nuestro camino, pues discerniremos en
nuestro estudio la forma en que Dios trata a su pueblo en el plan de la
salvación, aprendiendo sobre su poder para salvar y para llevar adelante la
obra de proclamar el evangelio. “Las cosas que se
escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que, por la
paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Rom
15:4).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 24 septiembre 1896
(índice)
La liberación final
Leamos
el resumen de la historia según el relato inspirado:
“Aconteció que a la medianoche Jehová hirió a todo
primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito del faraón que se
sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la
cárcel, y todo primogénito de los animales. Se levantó aquella noche el faraón,
todos sus siervos y todos los egipcios, y hubo un gran clamor en Egipto, porque
no había casa donde no hubiera un muerto. E hizo llamar a Moisés y a Aarón de
noche, y les dijo: —Salid de en medio de mi pueblo vosotros y los hijos de Israel,
e id a servir a Jehová, como habéis dicho. Tomad también vuestras ovejas y
vuestras vacas, como habéis dicho, e idos; y bendecidme también a mí. Los
egipcios apremiaban al pueblo, dándose prisa a echarlos de la tierra, porque
decían: ‘Todos moriremos’. Y llevó el pueblo su masa antes que fermentara, la
envolvieron en sábanas y la cargaron sobre sus hombros. E hicieron los hijos de
Israel conforme a la orden de Moisés, y pidieron a los egipcios alhajas de
plata y de oro, y vestidos. Jehová hizo que el pueblo se ganara el favor de los
egipcios, y estos les dieron cuanto pedían. Así despojaron a los egipcios.
Partieron los hijos de Israel de Ramesés hacia Sucot. Eran unos seiscientos mil
hombres de a pie, sin contar los niños. También subió con ellos una gran
multitud de toda clase de gentes, ovejas y muchísimo ganado” (Éxodo
12:29-38).
“Luego que el faraón dejó ir al pueblo, Dios no los llevó
por el camino de la tierra de los filisteos, que estaba cerca, pues dijo Dios:
‘Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y regrese a Egipto’.
Por eso hizo Dios que el pueblo diera un rodeo por el camino del desierto del
Mar Rojo” (Éxodo 13:17-18).
“Partieron de Sucot y acamparon en Etam, a la entrada del
desierto. Jehová iba delante de ellos, de día en una columna de nube para
guiarlos por el camino, y de noche en una columna de fuego para alumbrarlos, a
fin de que anduvieran de día y de noche. Nunca se apartó del pueblo la columna
de nube durante el día, ni la columna de fuego durante la noche” (v. 20-22).
“Habló Jehová a Moisés y le dijo: ‘Di a los hijos de
Israel que regresen y acampen delante de Pi-hahirot, entre Migdol y el mar,
enfrente de Baal-zefón. Acamparéis frente a ese lugar, junto al mar. Y el
faraón dirá de los hijos de Israel: ‘Encerrados están en la tierra; el desierto
los ha encerrado’. Yo endureceré el corazón del faraón para que los siga;
entonces seré glorificado en el faraón y en todo su ejército, y sabrán los
egipcios que yo soy Jehová’. Ellos lo hicieron así. Cuando fue dado aviso al
rey de Egipto, que el pueblo huía, el corazón del faraón y de sus siervos se
volvió contra el pueblo, y dijeron: ‘¿Cómo hemos hecho esto? Hemos dejado ir a
Israel para que no nos sirva’. Unció entonces su carro y tomó consigo a su
ejército. Tomó seiscientos carros escogidos y todos los carros de Egipto junto
con sus capitanes. Endureció Jehová el corazón del faraón, rey de Egipto, el
cual siguió a los hijos de Israel; pero los hijos de Israel habían salido con
mano poderosa. Los egipcios los siguieron con toda la caballería y los carros
del faraón, su gente de a caballo y todo su ejército; los alcanzaron donde
estaban acampados junto al mar” (Éxodo 14:1-9).
“Cuando el faraón se hubo acercado, los hijos de Israel
alzaron sus ojos y vieron que los egipcios venían tras ellos, por lo que los
hijos de Israel clamaron a Jehová llenos de temor y dijeron a Moisés: ¿No había
sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? ¿Por
qué nos has hecho esto? ¿Por qué nos has sacado de Egipto? Ya te lo decíamos
cuando estábamos en Egipto: Déjanos servir a los egipcios, porque mejor nos es
servir a los egipcios que morir en el desierto. Moisés respondió al pueblo: No
temáis; estad firmes y ved la salvación que Jehová os dará hoy, porque los
egipcios que hoy habéis visto, no los volveréis a ver nunca más. Jehová peleará
por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (v. 10-14).
Es
bien conocida la forma en que fueron librados: cómo, ante la orden del Señor,
el mar se retiró, dejando un corredor en medio de él por el que pudieron pasar
los hijos de Israel pisando tierra seca, y cómo, cuando los egipcios intentaron
hacer lo mismo, el mar volvió a su estado previo y los engulló.
“Por la fe pasaron el Mar Rojo como por tierra seca; e
intentando los egipcios hacer lo mismo, fueron ahogados” (Heb 11:29).
Observemos
algunas lecciones de esta historia.
1.
Era Dios el que estaba dirigiendo al pueblo. “Luego
que el faraón dejó ir al pueblo, Dios no los llevó por el camino de la tierra
de los filisteos”. Moisés no sabía qué tenía que hacer o qué camino
tomar, más de lo que lo sabía el pueblo. Sólo sabía aquello que el Señor le
decía. Dios se lo podía comunicar a Moisés, debido a que “Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios”
(Heb 3:5).
2.
Cuando el pueblo murmuró, lo hizo contra Dios, no contra Moisés. Cuando dijeron
a Moisés: “¿Por qué nos has hecho esto? ¿Por qué
nos has sacado de Egipto?”, realmente estaban oponiéndose a la
intervención divina en el asunto, pues sabían bien que era Dios quien les había
enviado a Moisés.
3.
Ante el primer atisbo de peligro se vino abajo la fe del pueblo. Olvidaron lo
que Dios había hecho ya por ellos, cuán poderosamente había obrado para su
liberación. El último juicio sobre los egipcios debiera por sí mismo haber sido
suficiente como para enseñarles a confiar en el Señor, y a confiar en que él
era sobradamente capaz de salvarlos de aquellos egipcios que quedaban aún
vivos.
4.
No era el plan de Dios que el pueblo entrara en lucha alguna. Él los condujo a
través del desierto a fin de que no vieran la guerra. No obstante, sabía que
yendo por ese camino los egipcios los perseguirían. Los hijos de Israel no
estuvieron nunca en mayor necesidad de luchar que cuando los egipcios los
encerraron entre ellos y el Mar Rojo, sin embargo aun entonces la palabra fue:
“Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis
tranquilos”. Se podría aducir que la razón por la que Dios no quiso que
pelearan es porque por entonces no estaban preparados para la batalla. Y es
cierto; no obstante, haremos bien en recordar que el Señor era perfectamente
capaz de pelear en lugar de ellos con posterioridad tanto como lo era ahora, y
que en otras ocasiones los libró sin una sola acción bélica por parte del
pueblo. Cuando consideramos las circunstancias de su liberación de Egipto, cómo
fue efectuada con la intervención directa del poder de Dios, sin participación
de poder humano alguno excepto seguir y obedecer la voz del Señor, comprendemos
que no era la voluntad de Dios que asumieran acción bélica alguna en su propia
defensa.
5.
Debemos asimismo aprender que el camino más corto y aparentemente más fácil no
siempre es el mejor camino. La ruta más directa atravesaba la tierra de los
filisteos, pero no era la mejor para los israelitas. El hecho de que lleguemos
a situaciones difíciles en las que no vislumbramos un camino de salida, no es
evidencia de que Dios no nos ha estado conduciendo. Dios llevó a los hijos de
Israel a aquella apretura en el desierto, entre los montes y el mar, tan
seguramente como que los sacó de Egipto. Sabía que no podían valerse por ellos
mismos en aquella trampa y los llevó deliberadamente allí a fin de que pudieran
ver como nunca antes que Dios mismo estaba a cargo de su seguridad, y que él
era capaz de realizar la tarea que se había asignado. Aquella dificultad tenía
como objetivo que aprendieran a confiar en Dios.
6.
Por último, hemos de aprender a no condenarlos por su incredulidad. “Eres inexcusable, hombre, tú que juzgas, quienquiera que
seas, porque al juzgar a otro, te condenas a ti mismo, pues tú, que juzgas,
haces lo mismo” (Rom 2:1). Cuando los condenamos por no confiar
en el Señor estamos admitiendo que sabemos que no hay excusa para nuestras
murmuraciones y temores. Tenemos toda la evidencia del poder de Dios que tenían
ellos, y aun mucha mayor que la suya. Si podemos ver lo insensato de su miedo y
la maldad de su murmuración, asegurémonos de no estar mostrando mayor
insensatez y maldad que ellos.
La segunda vez
Hay
aun una lección a la que debemos prestar atención, y es de una especial
importancia, pues incluye a todas las demás. La encontramos en el capítulo
undécimo de Isaías. Ese capítulo contiene en pocas palabras la historia
completa del evangelio, desde el nacimiento de Cristo hasta la liberación final
de los santos en el reino de Dios y la destrucción de los impíos.
“Saldrá una vara del tronco de Isaí; un vástago retoñará
de sus raíces y reposará sobre él el espíritu de Jehová: espíritu de sabiduría
y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y
de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en el temor de Jehová. No
juzgará según la vista de sus ojos ni resolverá por lo que oigan sus oídos,
sino que juzgará con justicia a los pobres y resolverá con equidad a favor de
los mansos de la tierra. Herirá la tierra con la vara de su boca y con el
espíritu de sus labios matará al impío. Y será la justicia cinto de sus caderas
y la fidelidad ceñirá su cintura” (Isa 11:1-5).
Compara
la primera parte del texto con Lucas 4:16-18, y la última parte con Apoc
19:11-21, y comprenderás cuánto abarca. Nos lleva hasta la destrucción de
los impíos. Abarca el día completo de la salvación.
“Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual
estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su
habitación será gloriosa. Asimismo acontecerá en aquel tiempo que Jehová alzará
otra vez su mano para recobrar el resto de su pueblo que aún quede en Asiria,
Egipto, Patros, Etiopía, Elam, Sinar y Hamat, y en las costas del mar.
Levantará pendón a las naciones, juntará a los desterrados de Israel y desde
los cuatro confines de la tierra reunirá a los esparcidos de Judá” (v. 10-12).
Encontramos
aquí expuesta una vez más la liberación del pueblo de Dios. Es la segunda vez
que el Señor se dispone a esa obra, y lo logrará. Lo hizo por primera vez en
los días de Moisés; pero el pueblo no entró debido a su incredulidad. La
segunda vez tendrá por resultado la salvación eterna de su pueblo. Observa que
la reunión final de su pueblo tiene lugar mediante Cristo, quien es el
estandarte (“pendón”) para las naciones,
pues Dios está visitando a los gentiles para tomar de entre ellos un pueblo
para su nombre. Han de ser reunidos de “los cuatro
confines de la tierra”, ya que “enviará sus
ángeles con gran voz de trompeta y juntarán a sus escogidos de los cuatro
vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mat 24:31).
Que
esa liberación tiene que ocurrir en los últimos días, al final mismo del
tiempo, es evidente por el hecho de que él juntará al “resto”
—remanente— de su pueblo, es decir, hasta el último resto de él. Y presta ahora
atención a esta promesa y recordatorio:
“Habrá camino para el resto de su pueblo, el que quedó de
Asiria, de la manera que lo hubo para Israel el día que subió de la tierra de
Egipto” (Isa 11:16).
Recuerda
que la obra de liberar a Israel de Egipto comenzó mucho antes del día en que
abandonaron efectivamente aquella tierra. Comenzó el día mismo en que Moisés
fue a Egipto y comenzó a hablar al pueblo sobre el propósito de Dios de cumplir
la promesa hecha a Abraham. Toda la demostración del poder de Dios en Egipto,
que no fue otra cosa sino la proclamación del evangelio, era parte de la obra
de liberación. Así sucede en el día en que el Señor dispone su brazo por
segunda vez para liberar al remanente de su pueblo. Ese día es hoy, “porque dice: ‘En tiempo aceptable te he oído, y en día de
salvación te he socorrido’. Ahora es el tiempo aceptable; ahora es el día de
salvación” (2 Cor 6:2). Todo Israel será salvo, ya que “vendrá de Sión el Libertador que apartará de Jacob la
impiedad” (Rom 11:26). La obra de liberar al pueblo de Dios de la
esclavitud del pecado es lo mismo que la liberación final. Cuando el Señor
venga por segunda vez,
“transformará nuestro cuerpo mortal en un cuerpo glorioso
semejante al suyo, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo
todas las cosas” (Fil 3:21).
El
poder mediante el cual serán transformados nuestros cuerpos —el poder de la
resurrección—, es el poder por el que nuestros pecados resultan dominados y
somos liberados del control de ellos. Es por el mismo poder que se manifestó en
la liberación de Israel de Egipto.
“No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios
para salvación de todo aquel que cree, del judío primeramente y también del
griego” (Rom 1:16).
Todo
aquel que desee conocer la grandeza de ese poder no tiene más que contemplar la
liberación de Israel de Egipto y la división del Mar Rojo para verlo en un
ejemplo práctico. Ese es el poder que ha de acompañar la predicación del
evangelio en los días inmediatamente precedentes a la venida del Señor.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 1 octubre 1896
(índice)
Cántico de liberación
“Entonces Moisés y los hijos de Israel entonaron este
cántico a Jehová:
Cantaré yo a Jehová, porque se ha cubierto de gloria; ha echado
en el mar al caballo y al jinete. Jehová es mi fortaleza y mi cántico. Ha sido
mi salvación. Este es mi Dios, a quien yo alabaré; el Dios de mi Padre, a quien
yo enalteceré. Jehová es un guerrero. ¡Jehová es su nombre! Echó en el mar los
carros del faraón y su ejército. Lo mejor de sus capitanes en el Mar Rojo se
hundió. Los abismos los cubrieron; descendieron a las profundidades como
piedra. Tu diestra, Jehová, ha magnificado su poder. Tu diestra, Jehová, ha
aplastado al enemigo. Con la grandeza de tu poder has derribado a los que se
levantaron contra ti. Enviaste tu ira y los consumió como a hojarasca. Al soplo
de tu aliento se amontonaron las aguas, se juntaron las corrientes como en un
montón, los abismos se cuajaron en medio del mar. El enemigo dijo: ‘Perseguiré,
apresaré, repartiré despojos; mi alma se saciará de ellos. Sacaré mi espada;
los destruirá mi mano’. Soplaste con tu viento, los cubrió el mar; se hundieron
como plomo en las impetuosas aguas. ¿Quién como tú, Jehová, entre los dioses?
¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas,
hacedor de prodigios? Extendiste tu diestra; la tierra los tragó. Condujiste en
tu misericordia a este pueblo que redimiste. Lo llevaste con tu poder a tu
santa morada. Lo oirán los pueblos y temblarán. El dolor se apoderará de la
tierra de los filisteos. Entonces los caudillos de Edom se turbarán, a los
valientes de Moab los asaltará temblor, se acobardarán todos los habitantes de Canaán.
¡Que caiga sobre ellos temblor y espanto! Ante la grandeza de tu brazo
enmudezcan como una piedra, hasta que haya pasado tu pueblo, oh Jehová, hasta
que haya pasado este pueblo que tú rescataste. Tú los introducirás y los
plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar donde has preparado, oh
Jehová, tu morada, en el santuario que tus manos, oh Jehová, han afirmado.
¡Jehová reinará eternamente y para siempre!”
(Éxodo 15:1-18).
Veamos
ahora la instrucción, el ánimo y la esperanza que nos da ese cántico.
1.
El poder por el que resultó dividido el Mar Rojo, permitiendo que el pueblo lo
atravesara a salvo, era el mismo poder que evitaría el ataque de sus enemigos.
Relaciona Éxodo 15:14-16 con Josué 2:9-11. Si hubieran avanzado
en la fe que tuvieron en el momento de su liberación, no hubiese sido necesaria
batalla alguna. Ningún enemigo se habría atrevido a atacarlos. Podemos ahora
comprender por qué el Señor los condujo de la forma en que lo hizo. Mediante un
acto final de liberación había dispuesto enseñarles a no temer nunca más al
hombre.
2.
En ese mismo poder tenían que dar a conocer el nombre del Señor —predicar el
evangelio del reino— en toda la tierra como preparación para el fin. Esa era
una obra que debían realizar antes de que la promesa pudiera ser plenamente
cumplida. Si hubieran guardado la fe, la consumación de la obra no habría
tomado mucho tiempo.
3.
El objetivo de su liberación era que fuesen establecidos en el monte de la
heredad del Señor, una tierra de su propiedad en donde pudieran morar por
siempre y de forma segura. Eso no se había cumplido en los días del rey David,
ni siquiera cuando su reino estuvo en el apogeo, ya que fue al tener reposo de
sus enemigos y proponerse edificar un templo al Señor cuando se le dijo: “Yo fijaré un lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré
allí, para que habite en él y nunca más sea removido, ni los inicuos lo aflijan
más, como antes” (2 Sam 7:10). Compáralo con Lucas 1:67-75.
4.
El plan de Dios al librar a Israel de Egipto fue enunciado en las palabras: “Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu
heredad, en el lugar donde has preparado, oh Jehová, tu morada, en el santuario
que tus manos, oh Jehová, han afirmado”. Ningún ser humano puede
construir una morada para el Señor, puesto que “el
Altísimo no mora en templos hechos de mano” (Hechos 7:48). “Jehová tiene en el cielo su trono” (Sal 11:4).
El verdadero santuario, la auténtica morada de Dios “que
levantó el Señor y no el hombre” (Heb 8:1-2), está en el cielo,
en el monte de Sión. Eso armoniza con la promesa hecha a Abraham, Isaac y
Jacob, promesa que los llevó a considerarse extranjeros en esta tierra y a
esperar un país celestial: “la ciudad que tiene
fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb 11:10).
Esa esperanza por tanto tiempo anhelada, estaba ahora a punto de hallar su
cumplimiento, y se habría cumplido con celeridad si los hijos de Israel
hubieran guardado la fe expresada en su cántico.
5.
La liberación de Israel de Egipto y el paso del Mar Rojo proveen ánimo al
pueblo de Dios en los últimos días del evangelio, cuando sea manifestada la
salvación del Señor. Estas son las palabras que el Señor enseña a pronunciar a
su pueblo: “¡Despiértate, despiértate, vístete de
poder, brazo de Jehová! ¡Despiértate como en el tiempo antiguo, en los siglos
pasados! ¿No eres tú el que despedazó a Rahab, el que hirió al dragón? ¿No eres
tú el que hirió el mar, las aguas del gran abismo, el que transformó en camino
las profundidades del mar para que pasaran los redimidos? Ciertamente volverán
los redimidos de Jehová; volverán a Sión cantando y gozo perpetuo habrá sobre
sus cabezas. Tendrán gozo y alegría, y huirán el dolor y el gemido” (Isa
51:9-11). Si los israelitas de antiguo hubieran continuado cantando y no
hubieran comenzado a murmurar, habrían alcanzado rápidamente Sión: la ciudad
cuyo constructor y arquitecto es Dios.
6.
Cuando los redimidos del Señor moren por fin en el monte Sión, teniendo las
arpas de Dios, “cantan el cántico de Moisés, siervo
de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: ‘Grandes y maravillosas son tus
obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los
santos. ¿Quién no te temerá, Señor, y glorificará tu nombre?, pues sólo tú eres
santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios
se han manifestado’” (Apoc 15:3-4). Se trata de un cántico de liberación,
de un cántico de victoria.
7.
De igual forma en que los hijos de Israel entonaban el cántico de victoria en
la orilla del Mar Rojo antes de haber alcanzado la tierra prometida, así
también los hijos de Dios en los últimos días cantarán el cántico de victoria
antes de haber alcanzado la Canaán celestial. Aquí está el cántico. Cuando lo
leas, compáralo con la parte inicial del cántico de Moisés en el Mar Rojo.
Hemos visto ya que cuando el Señor dispone su mano por segunda vez para
rescatar al remanente de su pueblo, “habrá camino
para el resto de su pueblo, el que quedó de Asiria, de la manera que lo hubo
para Israel el día que subió de la tierra de Egipto” (Isa 11:16).
“En aquel día dirás: ‘Cantaré a ti, Jehová; pues aunque te
enojaste contra mí, tu indignación se apartó y me has consolado. He aquí, Dios
es mi salvación; me aseguraré y no temeré; porque mi fortaleza y mi canción es
Jah, Jehová, quien ha sido salvación para mí’. Sacaréis con gozo agua de las
fuentes de la salvación. Y diréis en aquel día: ‘Cantad a Jehová, aclamad su
nombre, haced célebres en los pueblos sus obras, recordad que su nombre es
engrandecido. Cantad salmos a Jehová, porque ha hecho cosas magníficas; sea
sabido esto por toda la tierra. Regocíjate y canta, moradora de Sión; porque
grande es en medio de ti el Santo de Israel’” (Isa 12:1-6).
Es
el cántico con el que los redimidos del Señor han de entrar en Sión. Es un
cántico de victoria, pero lo pueden cantar ahora, ya que “esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”
(1 Juan 5:4). Sólo compartiremos la salvación del Señor en la medida en
que la proclamemos. Mientras que somos conducidos a Sión, aprendemos el cántico
que entonaremos al llegar allí.
Cuando,
en escenas de gloria,
entone el cántico nuevo,
allí estará la antigua historia
que tanto he amado:
la de Jesús y el Calvario
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 8 octubre 1896
(índice)
Pan del cielo
Es
cantando como entrarán a Sión los redimidos. El cántico de victoria es una
evidencia de la fe mediante la cual vivirá el justo. Esta es la exhortación:
“No perdáis, pues, vuestra confianza, que tiene una gran
recompensa” (Heb 10:35).
“Somos hechos participantes de Cristo, con tal que
retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio” (Heb
3:14).
Los
israelitas habían comenzado bien. “Por la fe
pasaron el Mar Rojo como por tierra seca” (Heb 11:29). En la otra
orilla habían entonado el cántico de victoria. Cierto, estaban todavía en el
desierto; pero la fe es la victoria que vence al mundo, y acababan de tener la
más sobrecogedora evidencia del poder de Dios para conducirlos a salvo. Si sólo
hubieran continuado cantando aquel cántico de victoria, habrían llegado
rápidamente a Sión.
Pero
no habían aprendido perfectamente la lección. Podían confiar en el Señor por
tanto tiempo como lo estuvieran viendo, pero no más allá.
“Nuestros padres, en Egipto, no entendieron tus
maravillas; no se acordaron de la muchedumbre de tus misericordias, sino que se
rebelaron junto al mar, el Mar Rojo. Pero él los salvó por amor de su nombre,
para hacer notorio su poder. Reprendió al Mar Rojo y lo secó, y los hizo ir por
el abismo como por un desierto. Los salvó de manos del enemigo y los rescató de
manos del adversario. Cubrieron las aguas a sus enemigos; ¡no quedó ni uno de
ellos! Entonces creyeron a sus palabras y cantaron su alabanza. Bien pronto
olvidaron sus obras; no esperaron su consejo” (Sal 106:7-13).
Bastaron
sólo tres días de camino en el desierto sin agua para que olvidaran todo lo que
el Señor había hecho por ellos. Cuando encontraron agua, era tan amarga que no
había quien pudiera beberla, y murmuraron. El Señor puso remedio fácilmente al
problema, mostrando a Moisés un árbol que convirtió el agua en potable al ser
sumergido en ella. “Allí les dio estatutos y
ordenanzas, y allí los probó” (Éxodo 15:25).
Acampados
entre las palmeras y fuentes de Elim, nada había que los inquietara, de forma
que debió pasar casi un mes antes que volvieran a murmurar. Durante ese tiempo
sin duda debieron sentirse muy satisfechos consigo mismos, tanto como con lo
que les rodeaba. Ahora sí que estaban confiando en el Señor. Nos resulta muy
fácil creer que estamos haciendo progresos cuando nos encontramos anclados en
aguas tranquilas; es natural que deduzcamos que hemos aprendido a confiar en el
Señor cuando no hay dificultades que ponen a prueba nuestra fe.
No
pasó mucho tiempo antes que el pueblo no sólo olvidara el poder del Señor, sino
que se dispusiera a negar que él hubiera tenido nada que ver con ellos. Había
pasado solamente un mes y medio desde que abandonaron Egipto y llegaron al
desierto de Sin, “que está entre Elim y Sinaí”.
Entonces
“toda la congregación de los hijos de Israel murmuró
contra Moisés y Aarón. Los hijos de Israel les decían: —Ojalá hubiéramos muerto
a manos de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos ante las ollas
de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos, pues nos habéis sacado a este
desierto para matar de hambre a toda esta multitud” (Éxodo 16:1-3).
“Jehová dijo a Moisés: —Mira, yo os haré llover pan del
cielo. El pueblo saldrá y recogerá diariamente la porción de un día, para que
yo lo pruebe si anda en mi ley, o no. Pero en el sexto día se prepararán para
guardar el doble de lo que suelen recoger cada día. Entonces dijeron Moisés y
Aarón a todos los hijos de Israel: —En la tarde sabréis que Jehová os ha sacado
de la tierra de Egipto, y por la mañana veréis la gloria de Jehová, porque él
ha oído vuestras murmuraciones contra Jehová; pues ¿qué somos nosotros para que
murmuréis contra nosotros?” (v. 4-7).
A
la mañana siguiente, una vez que hubo desaparecido el rocío,
“apareció sobre la faz del desierto una cosa menuda,
redonda, menuda como escarcha sobre la tierra. Al verlo, los hijos de Israel se
dijeron unos a otros: ‘¿Qué es esto?’, porque no sabían qué era. Entonces
Moisés les dijo: —Es el pan que Jehová os da para comer. Esto es lo que Jehová
ha mandado: Recoged de él cada uno según lo que pueda comer, un gomer por
cabeza conforme al número de personas en su familia; tomaréis cada uno para los
que están en su tienda. Los hijos de Israel lo hicieron así y recogieron unos
más, otros menos. Lo medían por gomer, y no sobró al que había recogido mucho,
ni faltó al que había recogido poco; cada uno recogió conforme a lo que había
de comer” (v. 14-18).
“Luego les dijo Moisés: —Ninguno deje nada de ello para
mañana. Pero ellos no obedecieron a Moisés, sino que algunos dejaron algo para
el otro día; pero crió gusanos, y apestaba. Y se enojó con ellos Moisés. Lo
recogían cada mañana, cada uno según lo que había de comer; y luego que el sol
calentaba, se derretía” (v. 19-21).
“En el sexto día recogieron doble porción de comida, dos
gomeres para cada uno. Todos los príncipes de la congregación fueron y se lo
hicieron saber a Moisés. Él les dijo: —Esto es lo que ha dicho Jehová: ‘Mañana
es sábado, el día de reposo consagrado a Jehová; lo que tengáis que cocer,
cocedlo hoy, y lo que tengáis que cocinar, cocinadlo; y todo lo que os sobre,
guardadlo para mañana’. Ellos lo guardaron hasta el día siguiente, según lo que
Moisés había mandado, y no se agusanó ni apestó. Entonces dijo Moisés: —Comedlo
hoy, porque hoy es sábado dedicado a Jehová; hoy no hallaréis nada en el campo.
Seis días lo recogeréis, pero el séptimo día, que es sábado, nada se hallará”
(v. 22-26).
“Aconteció que algunos del pueblo salieron en el séptimo
día a recoger, y no hallaron nada. Y Jehová dijo a Moisés: —¿Hasta cuándo os
negaréis a guardar mis mandamientos y mis leyes? Mirad que Jehová os dio el
sábado, y por eso en el sexto día os da pan para dos días. Quédese, pues, cada
uno en su lugar, y nadie salga de él en el séptimo día. Así el pueblo reposó el
séptimo día” (v. 27-30).
Tenemos
el relato en su totalidad, y podemos estudiar en detalle sus lecciones.
Recuerda que no fue escrito para beneficio de los que lo estaban
protagonizando, sino para nosotros. “Las cosas que
se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que, por
la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Rom
15:4). Si ellos fracasaron en aprender la lección que Dios dispuso que
aprendieran en aquel evento, hay mucha mayor razón para que nosotros la
aprendamos a partir del relato.
La prueba
El
Señor había dicho que iba a probar al pueblo para ver si andaba o no en su ley.
Y el asunto particular sobre el que iban a ser probados era el sábado. Si lo guardaban,
no había duda que guardarían también el resto de la ley. El sábado, por lo
tanto, era la prueba crucial de la ley de Dios. Así sucede también ahora, como
muestran los siguientes puntos que ya hemos considerado con anterioridad:
1.
El pueblo iba a ser librado en cumplimiento del pacto hecho con Abraham (ver Éxodo
6:3-4). Ese pacto había sido confirmado mediante un juramento, y el tiempo
de la promesa que Dios había jurado a Abraham se había acercado. Abraham guardó
la ley de Dios, y fue gracias a ello como la promesa pudo continuar pasando a
sus descendientes (Gén 26:3-5). El Señor dijo a Isaac que cumpliría
íntegramente el juramento hecho a Abraham, su padre, “por
cuanto oyó Abraham mi voz y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos
y mis leyes”. Ahora que Dios estaba sacando de Egipto a los hijos de
Israel en cumplimiento de ese juramento, quiso probarlos para ver si también
ellos andarían en su ley; y el punto en el que los probó fue el sábado. Por lo
tanto, eso demuestra más allá de toda duda que Abraham guardó el sábado, y que este
figuraba en el pacto que Dios hizo con él. Formaba parte de la justicia de la
fe que Abraham tuvo antes de ser circuncidado.
2.
“Si vosotros sois de Cristo, ciertamente
descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa”. Puesto que
el sábado —el mismo que los israelitas guardaron en el desierto y que los
descendientes de Jacob han guardado o han profesado guardar hasta el día de hoy—
estaba en el pacto hecho con Abraham, se deduce que es el sábado que todo
cristiano debe guardar.
3.
Hemos visto ya que nuestra esperanza radica en lo mismo que se puso ante
Abraham, Isaac, Jacob y todos los hijos de Israel. “Por
la esperanza de la promesa que Dios hizo a nuestros padres” fue llevado
Pablo a juicio (Hechos 26:6), y la promesa hecha a los fieles consiste
en que se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios. El Señor se
ha dispuesto por segunda vez a liberar al resto (remanente) de su pueblo, por
lo tanto, la prueba de la obediencia en este tiempo es la misma que fue en la
primera ocasión. El sábado es el recordatorio del poder de Dios como Creador y
Santificador, y en el mensaje que anuncia que ha llegado la hora de su juicio,
el evangelio eterno (que es la preparación para el fin) es proclamado en estos
términos: “Adorad a aquel que hizo el cielo y la
tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (Apoc 14:6-7).
La
prueba tuvo lugar antes de que se pronunciara la ley desde el Sinaí, y antes de
que el pueblo hubiese alcanzado ese lugar. Sin embargo, podemos ver cómo todos
los rasgos de la ley eran ya conocidos. La proclamación de la ley desde el
Sinaí no era de ninguna forma el primer anuncio de ella, como demuestra el
hecho de que más de un mes antes que ocurriera, los hijos de Israel fueron
probados con respecto a la ley; y las palabras “¿hasta
cuándo os negaréis a guardar mis mandamientos y mis leyes?” demuestran
que las conocían desde largo tiempo, y que en su incredulidad las habían
transgredido repetidamente.
Al
llegar a los eventos relacionados con la promulgación de la ley podremos ver
más claramente que el sábado que se esperaba que guardaran no podía de forma
alguna ser afectado por la muerte de Cristo, sino que estaba por siempre
identificado con el evangelio desde siglos antes de la crucifixión. En relación
con eso, no obstante, hemos de prestar atención a algo que se refiere al día
del sábado.
Al
pueblo se le había dicho:
“Seis días lo recogeréis, pero el séptimo día, que es
sábado, nada se hallará”.
Se trata de la misma expresión empleada en el
cuarto mandamiento:
“Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día
es de reposo para Jehová, tu Dios; no hagas en él obra alguna” (Éxodo 20:9-10).
Muchos
han pensado que el mandamiento es indefinido en su requerimiento, y que el
sábado no queda fijado en un día concreto de la semana, sino que cualquier día
de ella responde adecuadamente al mandamiento con tal que vaya precedido por
seis días de trabajo. El registro de la forma en que fue dado el maná demuestra
que se trata de una suposición errónea, y que el mandamiento requiere, no
solamente una séptima parte indefinida del tiempo, sino el séptimo día de la
semana: el sábado.
El
envío del maná demuestra de la forma más positiva que el sábado es un día
definido, y que no queda al albur del ser humano decidir qué día es entre los
siete en la semana. Además demuestra que “el séptimo día” no significa la séptima parte del tiempo, sino un
día concreto y recurrente. Si “el
séptimo día” significara la séptima parte del tiempo, entonces, “el
sexto día” habría de significar la sexta parte del tiempo; pero si los hijos de
Israel hubieran actuado bajo esa suposición habrían tenido problemas desde el
principio.
No
hay más que un período de siete días, que es la semana conocida desde la
creación. Dios obró seis días, y en esos primeros seis días terminó la obra de
la creación;
“y reposó el séptimo día de todo cuanto había hecho.
Entonces bendijo Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él reposó de
toda la obra que había hecho en la creación” (Gén 2:2-3).
Por
lo tanto, cuando Dios dice que el séptimo día es el sábado, significa que el
sábado es el séptimo día de la semana. El sexto día, en el que los hijos de
Israel debían prepararse para el sábado, es el sexto día de la semana, o
viernes.
El
registro inspirado lo establece así fuera de toda duda. En el relato de la
crucifixión y entierro de Cristo leemos que las mujeres vinieron al sepulcro “pasado el sábado, al amanecer del primer día de la semana”
(Mat 28:1); y en otro evangelio leemos “cuando
pasó el sábado” (Mar 16:1). Referimos esos textos para señalar
cómo el primer día de la semana sigue inmediatamente al sábado, y que no pasó
ningún período de tiempo entre el final del sábado y la visita de las mujeres
al sepulcro. Cuando leemos el relato en Lucas observamos que cuando Cristo fue
enterrado “era día de la preparación y estaba para
comenzar el sábado”. Las mujeres acudieron a ver dónde lo habían puesto,
y “al regresar, prepararon especias aromáticas y
ungüentos; y descansaron el sábado, conforme al mandamiento”. Y “el primer día de la semana, muy de mañana, fueron al
sepulcro” (Lucas 23:54-56 y 24:1).
Así,
el sábado seguía al “día de la preparación”,
y precedía inmediatamente al “primer día de la
semana”. Por lo tanto, el sábado era el séptimo día de la semana. Pero
se trataba del “sábado, conforme al mandamiento”,
por lo tanto, el sábado del mandamiento no es otra cosa que el séptimo día de
la semana. Ese es el día que Dios señaló de la forma más especial como sábado, realizando
en él maravillosos milagros en su honor durante cuarenta años. Ten bien
presente ese hecho. Es preciso recordar que allí donde se nombra el sábado en
la Biblia, se refiere al séptimo día de la semana. Al avanzar en nuestro
estudio se hará evidente que antes de los días de Moisés, este sábado del
cuarto mandamiento, junto al resto de la ley, estaba ya inseparablemente unido
al evangelio de Jesucristo.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 15 octubre 1896
(índice)
Vida recibida de Dios
Escuchad y vivid
Hacia
el final de la peregrinación por el desierto Moisés dijo al pueblo:
“Cuidaréis de poner por obra todo mandamiento que yo os ordeno
hoy, para que viváis, seáis multiplicados y entréis a poseer la tierra que
Jehová prometió con juramento a vuestros padres. Te acordarás de todo el camino
por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para
afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de
guardar o no sus mandamientos. Te afligió, te hizo pasar hambre y te sustentó
con maná, comida que ni tú ni tus padres habían conocido, para hacerte saber
que no sólo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de
Jehová vivirá el hombre” (Deut 8:1-3).
“La palabra de Dios es viva, eficaz” (Heb 4:12).
Cristo dijo: “Las palabras que yo os he hablado son
espíritu y son vida” (Juan 6:63). Dijo mediante el profeta: “Inclinad vuestro oído y venid a mí; escuchad y vivirá
vuestra alma” (Isa 55:3). “De cierto,
de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz
del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Juan 5:25). Ese
tiempo había llegado en los días en que los hijos de Israel estaban en el
desierto. Al darles el maná, el Señor les estaba enseñando que el hombre sólo puede
vivir “de todo lo que sale de la boca de Jehová”.
Observa
bien esto. Dios los estaba probando mediante el maná para ver si andarían o no
en su ley. Pero al mismo tiempo les estaba enseñando que la ley es vida. Jesús
dijo: “Sé que su mandamiento es vida eterna”
(Juan 12:50). Habían de guardar los mandamientos a fin de poder vivir,
pero sólo podían guardarlos escuchándolos. La vida está en los mandamientos
mismos, y no en la persona que procura guardarlos. No puede obtener la vida por
sus propios esfuerzos, sin embargo ha de obtenerla a través de los mandamientos.
La gracia reina mediante la justicia para vida eterna, mediante Jesucristo
nuestro Señor. La razón es que la propia palabra es vida, y si la escuchamos
atentamente seremos vivificados por ella.
“¡Si hubieras atendido a mis mandamientos! Fuera entonces
tu paz como un río y tu justicia como las olas del mar” (Isa 48:18).
Jesús
dijo: “Si quieres entrar en la vida, guarda los
mandamientos” (Mat 19:17). Pero no es mediante nuestros esfuerzos
por conformarnos a una cierta norma, ni midiéndonos a nosotros mismos por ella
para ver qué progreso estamos haciendo, como obtenemos la justicia y la vida.
Un camino como ese no logra hacer cristianos, sino fariseos. Abraham guardó
todos los mandamientos de Dios, sin embargo no se había escrito ni un sólo
renglón de los mismos. ¿Cómo lo hizo? Escuchando la voz de Dios y confiando en
él. Dios dio testimonio de que tenía la justicia de la fe.
De
la misma forma en que había guiado a Abraham, Dios estaba conduciendo a los
hijos de Israel. Les había hablado por los profetas, y mediante los milagros
que había obrado al liberarlos de Egipto les había mostrado su poder para obrar
justicia en ellos. Si solamente hubieran escuchado su voz y la hubieran creído,
no habría habido dificultad alguna en cuanto a su justicia. Si sólo hubieran
confiado en Dios y no en ellos mismos, el Señor se habría encargado de la
justicia y vida de ellos.
“Oye, pueblo mío, y te amonestaré. ¡Si me oyeras, Israel!
No habrá en ti dios ajeno ni te inclinarás a dios extraño. Yo soy Jehová tu
Dios que te hice subir de la tierra de Egipto; abre tu boca y yo la llenaré”
(Sal 81:8-10).
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia,
porque serán saciados” (Mat 5:6).
Al
darles el maná, Dios quería enseñarles ese hecho, y quiere que nosotros lo
aprendamos en el relato escrito del mismo. Estudiémoslo, pues, en mayor
detalle.
Pan viviente
El
apóstol Pablo nos dice acerca de los hijos de Israel en el desierto, que “todos bebieron la misma bebida espiritual” (1
Cor 10:4). Hemos leído ya las palabras del Señor cuando prometió darles
alimento: “Mira, yo os haré llover pan del cielo”
(Éxodo 16:4). Él “mandó a las nubes de
arriba, abrió las puertas de los cielos e hizo llover sobre ellos maná para que
comieran, y les dio trigo de los cielos. Pan de nobles [ángeles] comió el hombre” (Sal 78:23-25).
El
alimento que debían comer no era el producto del país que estaban atravesando.
De ser así habrían dispuesto de él desde el principio. Pero la Escritura nos
dice que les llovió del cielo. Vino directamente de Dios. Era comida
“espiritual”, comida de ángeles. A partir del relato de otra ocasión en la que
la multitud del pueblo fue milagrosamente alimentada en el desierto, podemos
ver lo que habría sido para ellos si hubieran creído.
En
el capítulo sexto de Juan tenemos el relato de otra provisión milagrosa de
alimento a una multitud en el desierto. Se reunieron “como
en número de cinco mil hombres”, sin contar a las mujeres y los niños, y
todo cuanto disponían para comer era cinco panes y dos peces. Uno de los
discípulos afirmó que doscientos denarios de pan no bastarían para que cada uno
de ellos tomara un poco. No es maravilla que Pedro exclamara: “¿Qué es esto para tantos?”
Pero
Jesús “sabía lo que iba a hacer”. Tomó en
sus manos los panecillos y dio gracias, y entonces dio el pan a los discípulos,
quienes los distribuyeron a la multitud. Lo mismo ocurrió con los peces. El
resultado fue que a partir de aquella exigua cantidad que en condiciones
ordinarias no habría alcanzado ni siquiera a permitir una degustación, quedaron
todos satisfechos, sobrando doce cestas llenas. Había más comida al final, que
cuando comenzaron a comer.
¿De
dónde vino ese pan? Hay sólo una respuesta posible: del propio Señor. La vida
divina que en él había, que es la fuente de toda vida, hizo que se multiplicara
el pan de la misma forma en que había hecho que creciera el grano del que
estaba compuesto. La multitud, por lo tanto, comió de Cristo mismo. Era su
propia vida la que alimentaba sus cuerpos aquel día. El milagro fue obrado con
el propósito de satisfacer sus necesidades físicas inmediatas; pero tenía el
objetivo de enseñarles una lección espiritual de la mayor importancia, que
Jesús expuso ante ellos el día siguiente.
Cuando
la gente encontró a Jesús el siguiente día, él los reprendió por estar más
preocupados por los panecillos y los peces que por la comida superior que él
tenía para ellos. Les dijo:
“Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida
que permanece para vida eterna, la cual os dará el Hijo del hombre, porque a
este señaló Dios, el Padre”.
Le
preguntaron entonces:
“¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de
Dios?”, a lo que Jesús respondió:
“Esta es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha
enviado” (Juan 6:27-29).
Entonces,
a pesar de todo lo que habían visto y experimentado, le pidieron una señal, diciendo:
“¿Qué señal, pues, haces tú, para que veamos y te creamos?
¿Qué obra haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está
escrito: ‘Les dio a comer pan del cielo’” (v. 30-31).
Jesús
les recordó entonces que no fue Moisés quien les dio aquel pan en el desierto,
sino que sólo Dios da el verdadero pan del cielo. Dijo:
“El pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida
al mundo”.
Incapaces
todavía de comprender lo que significaban las palabras de Jesús, le pidieron
poseer por siempre ese pan de vida, momento en el que les declaró claramente
que él mismo era el pan viviente:
“Yo soy el pan de vida. El que a mí viene nunca tendrá
hambre, y el que en mí cree no tendrá sed jamás”.
Y
más tarde añadió:
“De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí tiene
vida eterna. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y aun así
murieron. Este es el pan que desciende del cielo para que no muera quien coma
de él. Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguien come de este pan,
vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la
vida del mundo” (v. 32-51).
De
igual manera en que la multitud comió aquel pan que procedía del Señor Jesús,
resultando fortalecida por él, si hubiera creído podría haber recibido vida
espiritual de él. Su vida es justicia, y todo el que come de él con fe, recibe
esa justicia. Estaban comiendo pan del cielo como los israelitas de antiguo, y
lo mismo que ellos no lo apreciaron hasta el punto de recibir el pleno
beneficio que encerraba.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 22 octubre 1896
(índice)
Vida en la Palabra
A
los judíos les resultó difícil creer las palabras de Cristo de que él se daría
a sí mismo para que lo comieran. Se dijeron: “¿Cómo
puede darnos a comer su carne?” Jesús les repitió la declaración de
forma aun más enfática, y añadió:
“El Espíritu es el que da vida; la carne para nada
aprovecha. Las palabras que yo os he hablado son Espíritu y son vida” (Juan
6:63).
Si
cada uno de los presentes hubiera podido comer la carne de Cristo, quien se
encontraba ante ellos, y la carne que comían hubiese podido ser reemplazada por
otra nueva, de forma que hubieran continuado comiendo de él hasta llenar sus
estómagos y asimilar esa carne, no habrían recibido beneficio permanente alguno
en ello. No les habría significado ningún bien espiritual. Algo así es en
realidad lo que habían estado haciendo cuando comieron del pan que procedía de
la vida que había en su cuerpo: no obtuvieron provecho de ello. Así, de ser
cierta la pretensión católica según la cual los sacerdotes tienen el poder de
transformar el pan en la auténtica carne de Cristo, no habría en ello provecho
alguno. La persona la puede comer y seguir siendo tan impía como antes, ya que
“la carne para nada aprovecha. Las palabras que yo
os he hablado son Espíritu y son vida”.
“Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos; y todo
el ejército de ellos por el aliento de su boca” (Sal 33:6).
El
Señor habló y dijo:
“‘Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla;
árbol que dé fruto según su especie, cuya semilla esté en él, sobre la tierra’.
Y fue así” (Gén 1:11).
La
vida de cualquier planta no es más que la manifestación de la vida de la
palabra del Señor. La vida que había en su palabra hizo que el grano creciera
al principio, y esa misma vida lo ha hecho siempre crecer desde entonces. Por
lo tanto, todo el alimento del que dispone el ser humano para comer es el que
procede de la palabra de Dios. No podemos ver la vida en un grano de trigo,
pero cuando comemos el pan que deriva de él, experimentamos esa vida. La fuerza
física que obtenemos de los alimentos no es otra cosa que la palabra de Dios
puesta en acción. Si no reconocemos a Dios en eso, obtenemos solamente
fortaleza física; pero si vemos y reconocemos a Dios en todo, recibimos su vida
de justicia. Dice el Señor:
“Reconócelo en todos tus caminos y él hará derechas tus
veredas” (Prov 3:6).
Cuando
Dios dirige nuestros pasos, nuestros caminos serán derechos; ya que “en cuanto a Dios, perfecto es su camino” (Sal
18:30). La multitud que comió los panes en el desierto no creía en el
Señor, no reconoció su vida, y por consiguiente no obtuvieron vida espiritual
en ello. Así sucedió también a los hijos de Israel en el desierto.
“No le habían creído ni habían confiado en su salvación.
Sin embargo, mandó a las nubes de arriba, abrió las puertas de los cielos e
hizo llover sobre ellos maná para que comieran, y les dio trigo de los cielos”
(Sal 78:22-24).
Así,
aunque estaban realmente alimentándose de la vida de Cristo, no recibieron vida
espiritual debido a su ciega incredulidad. En la dádiva del maná, Dios les
estaba dando la misma lección que Cristo dio a la multitud en el desierto: que
su palabra es vida, y que
“no sólo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale
de la boca de Jehová vivirá el hombre” (Deut 8:3).
En
el maná estaba la prueba de su lealtad a la ley de Dios, especialmente al
sábado como sello de esa ley. Pero en el maná estaban recibiendo a Cristo si es
que se hubieran dado cuenta de ello. Por lo tanto aprendemos que si permitimos
que Cristo more en nuestros corazones por la fe en su palabra —no algunas
palabras, sino toda palabra—, traerá a nuestras vidas la obediencia a toda la
ley, incluyendo el sábado. Nuestras vidas necesitan toda palabra que sale de la
boca de Dios.
Para
los cristianos es una costumbre dar las gracias al comer. Hay una razón
igualmente sólida para dar gracias cuando bebemos o cuando recibimos cualquier
otra de las bendiciones de Dios.
“Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios
para con vosotros en Cristo Jesús” (1 Tes 5:18).
El
problema es que dar las gracias se convierte demasiado a menudo en una mera
forma. Frecuentemente se lo practica por costumbre y no sale del corazón. ¿Qué
significa realmente? Significa que nuestra comida y bebida, así como todo lo
necesario para nuestra vida, procede de Dios. Es todo ello una manifestación de
su amor hacia nosotros. Pero dado que “Dios es amor”,
la manifestación de su amor no es más que la manifestación de su vida. Al
participar de las bendiciones de su amor estamos realmente participando de él.
Si reconocemos continuamente eso, sea que comamos, bebamos o hagamos cualquier
otra cosa, todo será para gloria de Dios. Estaremos viviendo como en su
presencia inmediata. Sabiendo que su vida es justicia, y que su palabra es su
vida, nuestras gracias por la comida vendrán a ser gracias por su palabra.
¿Comprenderemos
que una vida tal será por necesidad una vida de rectitud? En nuestro alimento
cotidiano debiéramos estar alimentándonos de Cristo, y en ello de su justicia.
Eso es lo que Dios desea que aprendamos del relato del envío del maná. Para
ellos significó la vida, y si en él hubieran reconocido a Cristo, su vida
habría venido a ser la justicia de la ley. Pero nuestro alimento cotidiano
procede de Dios tanto como sucedía con el maná. Ojalá aprendamos la lección que
ellos descuidaron.
Una lección de igualdad
En
el relato del envío del maná encontramos expresiones como esta: “Cada uno recogió conforme a lo que había de comer”.
Se les instruyó a que recogieran según las personas que había en sus
respectivas tiendas.
“Los hijos de Israel lo hicieron así, y recogieron unos
más, otros menos. Lo medían por gomer, y no sobró al que había recogido mucho,
ni faltó al que había recogido poco” (Éxodo 16:17-18).
En
eso hay algo maravilloso. Se diría que contiene un milagro, y en cierto sentido
lo había; pero el milagro no consistía en que la cantidad recogida por uno se
encogiera de repente hasta dar la medida y la escasa cantidad recogida por otro
se expandiera en correspondencia de forma misteriosa. El apóstol Pablo nos
ayuda a comprenderlo. Escribiendo a los hermanos en Corinto en relación con la
dadivosidad, afirmó:
“No digo esto para que haya para otros holgura y para
vosotros escasez, sino para que en este momento, con igualdad, la abundancia
vuestra supla la escasez de ellos, para que también la abundancia de ellos
supla la necesidad vuestra, para que haya igualdad, como está escrito: ‘El que
recogió mucho no tuvo más y el que poco, no tuvo menos’” (2 Cor
8:13-15).
El
milagro consistió en el milagro de la gracia de Dios expresada en dadivosidad.
El que había recogido mucho no tuvo más, debido a que lo repartió con el que
recogió menos, o con aquel que no pudo recoger nada. De esa forma, el que había
recogido poco, “no tuvo menos” de lo que
necesitaba. Vemos así que allí en el desierto se puso en acción el mismo
principio que animó a la iglesia tras Pentecostés:
“La multitud de los que habían creído era de un corazón y
un alma. Ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían
todas las cosas en común. Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la
resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos. Así que
no había entre ellos ningún necesitado” (Hechos 4:32-34).
Hablamos
mucho de las faltas de los Israelitas de antiguo. No estará de más considerar
alguna vez la otra parte. De entre todas sus faltas, no había ninguna que no
fuese común al resto de la humanidad. No eran peores que las personas en
general, y en algunas ocasiones escalaron las cimas de la fe y la confianza hasta
alturas que muy rara vez se suelen alcanzar. No hemos de suponer que
conservaran siempre aquella generosidad, o que faltara entre ellos el
codicioso. Lo mismo cabe decir de la iglesia cuya historia relata Hechos de los
apóstoles. Nos basta con saber lo que hicieron, al menos parte del tiempo, y
con saber que Dios lo aprobó. Dios les dio pan en abundancia. La parte de ellos
era simplemente recogerlo. Por lo tanto, no había razón alguna por la que no
debieran compartirlo con sus hermanos necesitados. Verdaderamente, visto desde
nuestra perspectiva, compartir parecería la cosa más natural.
Pero
nuestra condición es idéntica a la de ellos. Nada tenemos que no hayamos
recibido del Señor. Él nos lo da, y lo máximo que podemos hacer es recoger su
bendición. Por lo tanto, no debiéramos considerar ninguna de nuestras
posesiones como propia, sino como aquello que él nos confía. Pero observa que
eso en nada se parece a los esquemas del comunismo. No se trataba de dividir la
propiedad por ley, sino de la dádiva cotidiana del poderoso al débil. Nadie
hacía acopio para el futuro, dejando a otros destituidos de la provisión para
el día, sino que confiaban en Dios para su pan cotidiano.
Ese
tipo de sistema no puede ser logrado por ningún plan humano. Es el resultado de
tener el amor de Dios en el corazón.
“El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener
necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él?”
(1 Juan 3:17).
“Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que
por amor a vosotros se hizo pobre siendo rico, para que vosotros con su pobreza
fuerais enriquecidos” (2 Cor 8:9).
Esa
gracia y ese amor caracterizan al verdadero Israel.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 29 octubre 1896
(índice)
Agua viva de la Roca
Roca
de la eternidad, fuiste abierta para mí.
“Toda la congregación de los hijos de Israel partió del
desierto de Sin avanzando por jornadas conforme al mandamiento de Jehová, y
acamparon en Refidim, donde no había agua para que el pueblo bebiera. Disputó
el pueblo con Moisés, diciéndole: —Danos agua para que bebamos. —¿Por qué
disputáis conmigo? ¿Por qué tentáis a Jehová? —les respondió Moisés. Así que el
pueblo tuvo allí sed, y murmuró contra Moisés: —¿Por qué nos hiciste subir de
Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?
Entonces clamó Moisés a Jehová y dijo: —¿Qué haré con este pueblo? ¡Poco falta
para que me apedreen! Jehová respondió a Moisés: —Pasa delante del pueblo y
toma contigo algunos ancianos de Israel; toma también en tu mano la vara con
que golpeaste el río, y ve. Allí yo estaré ante ti sobre la peña, en Horeb;
golpearás la peña, y saldrán de ella aguas para que beba el pueblo. Moisés lo
hizo así en presencia de los ancianos de Israel. Y dio a aquel lugar el nombre
de Masah y Meriba, por la rencilla de los hijos de Israel y porque tentaron a
Jehová al decir: ‘¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no?’” (Éxodo
17:1-7).
Hemos
visto que en el maná Dios estaba dando al pueblo comida espiritual. De igual
forma, en referencia al evento que narra el texto anterior, leemos que “todos bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían
de la roca espiritual que los seguía. Esa roca era Cristo” (1 Cor
10:4).
El
agua es uno de los elementos más esenciales para la vida. Es un emblema de la
vida. Tanto los animales como las plantas dejan pronto de existir en ausencia
del necesario aporte de agua. Aquel pueblo en el desierto habría perecido en
poco tiempo si no se le hubiera provisto el agua. Para ellos el agua
significaba la vida. Todo aquel que sepa lo que es sufrir de sed podrá
fácilmente comprender cómo de aliviados debieron sentirse los hijos de Israel
al beber aquella agua fresca llena de vida que brotó de la roca herida.
“Esa roca era Cristo”. Al Señor se lo representa en
numerosas ocasiones como a la Roca:
“Jehová, roca mía y castillo mío, mi libertador” (Sal
18:2).
“Jehová es recto: es mi Roca y en él no hay injusticia”
(Sal 92:16).
“Proclamaré el nombre de Jehová: ¡engrandeced a nuestro
Dios! Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son
rectos. Es un Dios de verdad y no hay maldad en él; es justo y recto” (Deut
32:3-4).
Jesucristo
es la Roca sobre la que está edificada la iglesia; es la “piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, pero
para Dios escogida y preciosa”, sobre la que somos “edificados como casa espiritual” (1 Ped 2:4-5).
Tanto los profetas como los apóstoles edificaron sobre él, no sólo en calidad
de “principal piedra del ángulo” (Efe
2:20), sino de total y único fundamento (1 Cor 3:11). Quien no
edifica sobre él, edifica sobre arenas movedizas. La roca que los israelitas
vieron en el desierto no era más que una figura de la Roca, Jesucristo, quien
estaba allí aunque ellos no lo vieran. Aquella pétrea roca no podía proveer el
agua por ella misma. No encerraba ninguna fuente inagotable que, una vez
abierta, fluyera sin cesar agua fresca y pura. No había en ella vida propia.
Pero Cristo, el “Autor de la vida” estaba
allí, y fue de él de quien provino el agua. No hay necesidad de que teoricemos
al respecto, pues es la propia Biblia la que declara llanamente que el pueblo
bebió de Cristo.
Eso
debía ser totalmente evidente para todo aquel que dedicara un momento a
reflexionar en el asunto. El agua fue dada en respuesta a la incrédula
pregunta: “¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no?”
Al darles agua desde aquella roca maciza en medio de la sequía del desierto, el
Señor mostró al pueblo que estaba realmente entre ellos, puesto que aparte de
él nadie hubiera podido hacer algo así.
Pero
no era sólo en calidad de huésped como el Señor estaba entre ellos. Él era la
vida de ellos, y ese milagro tenía por objeto que lo comprendieran así. Sabían
que el agua era su única esperanza de vida, y habían de reconocer
necesariamente que el agua que los vivificó provenía directamente del Señor.
Por lo tanto, los que se detuvieran a pensar en el hecho no podían hacer otra
cosa excepto aceptar que el Señor era su vida y sustento. Sea que lo supieran o
no, estaban bebiendo directamente de Cristo, es decir, estaban recibiendo su
vida. “Contigo está el manantial de la vida”
(Sal 36:9).
Era
de importancia capital que reconocieran a Cristo como la Fuente de su vida. Si
lo hacían así, si bebían con fe, recibían vida espiritual de la Roca. Si no
reconocían al Señor en su don lleno de gracia, entonces el agua no era para
ellos más de lo que lo fue para su ganado.
“El hombre que goza de honores y no entiende, semejante es
a las bestias que perecen” (Sal 49:20).
No
sólo eso: cuando los israelitas, con sus superiores habilidades, dejaban de
reconocer a Dios en los dones que habían recibido de él, evidenciaban un
entendimiento incluso inferior al de sus animales.
“El buey conoce a su dueño y el asno el pesebre de su
señor; Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento” (Isa 1:3).
A
la vista del milagro del agua que surgió de la Roca —el Señor mismo—, podemos
comprender mejor la fuerza de sus palabras cuando con posterioridad expresó la
magnitud del pecado de ellos al apartarse de él:
“¡Espantaos, cielos, sobre esto, y horrorizaos! ¡Pasmaos
en gran manera!, dice Jehová. Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a
mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no
retienen el agua” (Jer 2:12-13).
El
salmista escribió del Señor: “Jehová es recto: es
mi Roca y en él no hay injusticia”. Su vida es justicia. Por lo tanto,
aquellos que viven por la fe en él, viven vidas de justicia. El agua que en el
desierto provino de la Roca, daba vida al pueblo. Se trataba de la propia vida
de Cristo. Por lo tanto, si al beberla hubiesen reconocido la Fuente que la
originaba, habrían bebido en justicia, y habrían sido bendecidos con la
justicia, pues está escrito:
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia,
porque serán saciados” (Mat 5:6).
Si
tenemos sed de justicia y somos saciados es porque bebimos de aquella justicia
de la que estábamos sedientos.
Jesucristo
es la fuente de agua viva. Cuando la mujer samaritana se sorprendió de que él
le pidiera agua del pozo de Jacob, Jesús le respondió:
“Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice:
‘Dame de beber’, tú le pedirías y él te daría agua viva”.
Entonces,
estando la mujer aún perpleja por sus palabras, añadió:
“Cualquiera que beba de esta agua volverá a tener sed;
pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua
que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”
(Juan 4:10-14).
El
“agua viva” está hoy al alcance de “cualquiera” que desee beberla, ya que
“el Espíritu y la Esposa dicen: ‘¡Ven!’ El que oye, diga:
‘¡Ven!’ Y el que tiene sed, venga. El que quiera, tome gratuitamente del agua
de la vida” (Apoc 22:17).
Esa
agua de vida de la que somos invitados a beber gratuitamente, es el “río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal,
que fluía del trono de Dios y del Cordero” (Apoc 22:1). Procede
de Cristo, ya que cuando Juan vio el trono del que procedía el agua de vida,
vio “en medio del trono... un Cordero como
inmolado, que tenía siete cuernos y siete ojos, los cuales son los siete
espíritus de Dios enviados por toda la tierra” (Apoc 5:6).
Si
miramos al Calvario, lo vemos aun más claramente. Cuando Cristo colgaba de la
cruz,
“uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y
al instante salió sangre y agua” (Juan 19:34).
“Tres son los que dan testimonio en la tierra: el
Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan” (1 Juan 5:8).
Sabemos
que “la vida de la carne en la sangre está”
(Lev 17:11 y 14), y que “el espíritu
vive a causa de la justicia” (Rom 8:10); por lo tanto, puesto que
el Espíritu, el agua y la sangre concuerdan, el agua tiene que ser también agua
de vida. En la cruz, Cristo derramó su vida por la raza humana. Su cuerpo era
el templo de Dios, y Dios estaba en el trono de su corazón; por lo tanto, el
agua de vida que manó de su costado herido es la misma agua de vida que fluye
del trono de Dios, de la que todos podemos beber y vivir. Su corazón es el “manantial abierto... para la purificación del pecado y la
inmundicia” (Zac 13:1).
Es
el Espíritu de Dios quien nos trae esa agua de vida; o mejor dicho: es
recibiendo el Espíritu Santo como recibimos el agua de vida; y eso lo hacemos
por la fe en Cristo, a quien representa el Espíritu Santo. En el último día de
la fiesta de los tabernáculos,
“Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: —Si alguien
tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su
interior brotarán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de
recibir los que creyeran en él” (Juan 7:37-39).
El
Espíritu Santo recibido en el corazón nos trae la vida misma de Cristo, “la vida eterna, la cual estaba con el Padre y se nos
manifestó” (1 Juan 1:2). Aquel que recibe gozoso el Espíritu
Santo, recibe el agua de vida, que concuerda con la sangre de Cristo que limpia
de todo pecado. Esa habría sido la porción de los israelitas en el desierto, si
solamente hubieran bebido con fe. En la roca que Moisés golpeó tenían, como los
gálatas en los días de Pablo, a Jesucristo “claramente
crucificado” entre ellos (Gál 3:1). Estuvieron al pie de la cruz
de Cristo tan ciertamente como lo estuvieron los judíos que, procedentes de
Jerusalén, se congregaron en el Calvario. Muchos de los israelitas que salieron
de Egipto no conocieron el día de su visitación, pereciendo así en el desierto
de igual forma en que los judíos dejaron de reconocer a Cristo crucificado y
perecieron en sus pecados en la destrucción de Jerusalén.
“Mas a todos los que lo recibieron, a quienes creen en su
nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12).
Los
israelitas, en los días de Moisés, no tenían pretexto para dejar de reconocer
al Señor, puesto que él se les reveló mediante poderosos milagros. No tenían
excusa para no reconocerlo como “el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo”, pues tenían diariamente la
evidencia de que él era la vida para ellos. La roca herida les hablaba
continuamente de la Roca de su salvación, derramando su vida por ellos desde su
costado herido.
Los
redimidos del Señor han de entrar a Sión cantando, pero no se tratará de cantos
obligados. Cantarán porque están felices, porque nada que no sea los cantos
podrá expresar su gran alegría. Es el gozo del Señor. Él los alimenta con pan
del cielo, y les da a beber del río de sus delicias. Es decir: se da a sí mismo
a ellos. Pero cuando el Señor se nos da a sí mismo, no hay nada más que se
pueda dar.
“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”
(Rom 8:32).
Dios
se nos da al darnos su vida en Cristo, y eso fue expresado a los israelitas en
la dádiva del agua de vida que procedía de Cristo. Por lo tanto, sabemos que
todo cuanto tiene para los hombres el evangelio de Cristo estuvo allí a
disposición de los hijos de Israel en el desierto.
Hemos
visto ya cómo la promesa hecha a Abraham era el evangelio. El juramento que
confirmó esa promesa es el juramento que nos da un fuerte consuelo cuando
corremos a refugiarnos en Cristo, el santuario de Dios. Aseguraba a los
israelitas la gracia otorgada gratuitamente por Dios, y aseguraba que pudieran
beber de la vida de Cristo si creían que el agua provenía de la Roca. Les
habría de asegurar que era suya la bendición de Abraham, que es el perdón de
los pecados mediante la justicia de Dios en Cristo. Así lo muestran las
palabras:
“Abrió la peña y fluyeron aguas; corrieron por los
sequedales como un río, porque se acordó de su santa palabra dada a Abraham su
siervo” (Sal 105:41-42).
Jesucristo
es “el Cordero que fue muerto desde la creación del
mundo” (Apoc 13:8), “estaba destinado
desde antes de la fundación del mundo” (1 Ped 1:20). La cruz de
Cristo no es asunto de un día, sino que está desde la misma caída allí donde
haya pecadores que salvar. Está siempre presente, de forma que los creyentes
pueden decir con Pablo en todo tiempo:
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo,
mas vive Cristo en mí” (Gál 2:20).
No
hemos de mirar muy atrás para ver la cruz, de igual forma en que los hombres
del tiempo antiguo no tenían necesidad de mirar hacia el futuro para verla.
Permanece con sus brazos desplegados, abarcando los siglos desde el Edén
perdido hasta el Edén restaurado. En todo tiempo y lugar, todo cuanto ha de
hacer el ser humano es elevar su mirada para ver a Cristo “levantado de la tierra”, atrayéndolo a sí mismo
mediante su amor eterno que fluye hacia él como un río de vida.
La auténtica presencia
En
su murmuración por falta de agua el pueblo había dicho: “¿Está, pues, Jehová entre nosotros o no?” Él
respondió la pregunta de la forma más convincente. En Horeb estuvo sobre la
roca y les dio agua a fin de que pudieran beber y vivir. Estuvo allí realmente
en persona. Se trataba de su verdadera Presencia. El que no pudieran verlo en
nada disminuye la verdad del hecho. Él les estaba dando evidencia de que no
estaba lejos de cada uno de ellos, de forma que si lo hubieran percibido por la
fe, lo habrían encontrado y recibido, y su presencia real habría estado en
ellos tan ciertamente como estuvo en el agua que bebían.
En
el maná, o pan del cielo que los israelitas estaban comiendo diariamente, y en
el agua de la Roca —Jesucristo—, tenemos la correspondencia exacta con la Cena
del Señor. El pan y el agua no eran Cristo, de igual forma en que el pan y el
mosto no pueden de ninguna forma ser transformados en el cuerpo y la sangre de
Cristo. Aun en el caso de que eso fuera posible, de nada serviría, ya que “la carne para nada aprovecha”. Pero ambos
señalaban la auténtica Presencia a todo aquel que discerniera con los ojos de
la fe el cuerpo de Cristo. Mostraban que Cristo mora por la fe en el corazón
tan ciertamente como nuestro cuerpo recibe los emblemas; y mostraban que tan
ciertamente como son asimilados esos emblemas y vienen a ser carne, así también
Cristo, el Verbo, se encarna en todo aquel que lo recibe por la fe. Cristo se
forma en el interior mediante el poder del Espíritu.
Dios
no es un mito. Tampoco lo es el Espíritu Santo. Su presencia es algo tan real
como él mismo. Cuando Cristo afirma: “Yo estoy a la
puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré
con él y él conmigo” (Apoc 3:20), significa exactamente lo que
dice; y cuando declara: “El que me ama, mi palabra
guardará; y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada con él”
(Juan 14:23) no se trata de ninguna fantasía engañosa. Viene hoy en la
carne, tanto como lo hizo en Judea. Su aparición allí tenía por objeto enseñar
a todos la posibilidad y perfección de ella. Y así como viene hoy en la carne
para todo aquel que lo recibe, sucedió también en los días de antiguo, cuando
Israel estuvo en el desierto. Sí, y también en los días de Abraham y de Abel.
Nos podemos agotar en especulaciones en cuanto a cómo es posible, y quedar
espiritualmente exhaustos, o bien podemos ‘gustar y ver que es bueno Jehová’ (Sal
34:8) y hallar en su bendita presencia la plena felicidad y gozo: el gozo
del Señor.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 5 noviembre 1896
(índice)
Una lección práctica
Dios
nos trata como a sus hijos y nos enseña mediante lecciones prácticas. A partir
de las cosas visibles nos enseña aquello que el ojo del mortal no puede ver.
Así, en el agua que surgió de la roca y en la sangre y agua que manaron del
costado herido de Cristo aprendemos la realidad de la vida que Cristo da a
quienes creen en él. Las cosas espirituales no son imaginarias sino reales. Los
hijos de Israel en el desierto podían saber que el agua que vivificaba sus
cuerpos provenía directamente de Cristo, y a partir de eso podían saber que es
Cristo quien realmente da la vida. No podían saber cómo, ni había necesidad de que
lo supieran; bastaba con que reconocieran el hecho.
Si
creemos la Palabra, podemos saber que bebemos de Cristo tan directamente como
hicieron los israelitas en el desierto. Cristo hizo los cielos, la tierra y el
mar, y las fuentes de las aguas. “Todas las cosas
en él subsisten” (Col 1:17). El agua que bebemos, que surge de la
tierra, proviene tan ciertamente de Cristo como aquella que brotó de la roca en
Horeb. “Él pone en depósitos los abismos” (Sal
33:7).
Las
personas se refieren al agua de la tierra como a un “producto natural”,
implicando casi que existe por ella misma. La lluvia que cae y el manantial
suelen considerarse como “fenómenos naturales”. Es terminología que se emplea
inconscientemente, pero está calculada para evitar dar la gloria a Dios.
Observa el curso de un manantial fresco y puro desde su origen en las cimas montañosas.
Siempre está cambiando, y sin embargo es siempre el mismo. Es incesante en su
fluir. ¿Por qué no se agota? ¿Hay un depósito de capacidad infinita en el
corazón de la tierra, que hace que el manantial brote continuamente sin
disminuir nunca su caudal? ¿No hay acaso algo maravilloso en ese fluir
constante? ‘Oh, no’, dice el que se cree instruido: ‘se trata de algo simple:
el agua que se evapora de la tierra asciende para formar las nubes, y estas
descargan la lluvia, que es la que mantiene el flujo constante’. Pero ¿quién
causa la lluvia?
“Jehová es el Dios verdadero: él es el Dios vivo y el Rey
eterno... a su voz se produce un tumulto de aguas en el cielo; él hace subir
las nubes del extremo de la tierra” (Jer 10:10-13).
Él
es el Dios vivo, y las acciones de la “naturaleza” no son sino manifestaciones
de su incesante actividad.
Sin
duda los israelitas en el desierto dejaron pronto de considerar el manantial de
agua que surgió de la roca como algo milagroso. Es probable que muchos no
dedicaran nunca un pensamiento al hecho, excepto para constatar que era útil
para saciar su sed. Pero en su brotar año tras año, familiarizados como estaban
con el hecho, la maravilla debió venir a menos hasta desaparecer toda
expectación. Les nacieron hijos, para quienes aquella fuente era como si
siempre hubiera existido; para ellos debió ser algo así como una “causa
natural”, algo no muy distinto a cualquier manantial de los que hoy podemos
contemplar surgiendo de la tierra. De esa forma, la Gran Fuente quedó en el
olvido tal como sucede hoy.
Puedes
estar seguro de que aquellos que lo atribuyen todo a “la naturaleza” y que no
reconocen ni glorifican a Dios como la fuente inmediata de todo don terrenal,
harían lo mismo en el cielo si es que se los admitiera allí. Para ellos, el río
de agua viva que fluye eternamente del trono de Dios no sería más que otro
“fenómeno de la naturaleza”. No habiendo visto cuándo comenzó a brotar, lo
verían como un hecho ordinario, no dando la gloria a Dios por él. Aquel que no
reconoce a Dios en sus obras en este mundo, sería igual de despectivo hacia él
en la tierra nueva. La alabanza a Dios que procederá de los labios de los
redimidos en la eternidad no será sino la plenitud del coro cuyas primeras
estrofas ensayaron ya en esta tierra.
Reconociendo a Dios
“Reconócelo en todos tus caminos y él hará derechas tus
veredas” (Prov 3:6).
Cuando
Dios dirige los caminos de un hombre, estos son siempre perfectos como los
propios caminos de Dios.
“¿Quién es el hombre que teme a Jehová? Él le enseñará el
camino que ha de escoger” (Sal 25:12).
Aquel
que ve y reconoce a Dios en todas sus obras, y que da gracias en todo, vivirá
una vida de rectitud.
Considera
el don del agua que tan continuamente empleamos. Si tan pronto como
necesitáramos agua pensáramos en Dios como el proveedor de ella, y si tan
pronto como la viésemos o usáramos pensásemos en Cristo como el dador del agua
de vida y recordásemos que en esa agua recibimos su propia vida, ¿cuál sería el
resultado? Simplemente este: que nuestras vidas estarían continuamente bajo su
dirección y cuidado. Reconociendo que nuestra vida procede de él,
reconoceríamos que sólo él tiene el derecho a disponer de ella, y le
permitiríamos que viviera su propia vida en nosotros. De esa forma estaríamos
bebiendo en justicia. La verdad brotaría para nosotros de la tierra, y la
justicia miraría desde los cielos (Sal 85:11). Hasta de los propios
cielos nos llovería la justicia (Isa 45:8).
Ese
reconocimiento de Dios en todos nuestros caminos evitaría que cayéramos en el
orgullo egoísta y nos libraría de poner la confianza en “nuestras propias
habilidades”. Daríamos siempre oído a las palabras:
“¿Quién te hace superior? ¿Y qué tienes que no hayas
recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras
recibido?” (1 Cor 4:7).
Nos
mantendría en el camino correcto, ya que la promesa es:
“Encaminará a los humildes en la justicia y enseñará a los
mansos su carrera” (Sal 25:9).
En
lugar de nuestra propia sabiduría, que es debilidad y necedad, debiera guiarnos
la sabiduría de Dios.
Aprendemos
la misma verdad analizando el extremo opuesto. El hombre se vuelve un pagano y
se degrada, simplemente al no reconocer a Dios tal como se revela en “las cosas hechas”. No hay excusa para las densas
tinieblas en las que se sumieron,
“ya que, habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como
a Dios ni le dieron gracias. Al contrario, se envanecieron en sus razonamientos
y su necio corazón fue entenebrecido. Pretendiendo ser sabios se hicieron
necios y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes de hombres
corruptibles, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles”
“Como ellos no quisieron tener en cuenta a Dios, Dios los
entregó a una mente depravada [carente de juicio], para hacer cosas que no deben. Están atestados de toda injusticia...”
(Rom 1:21-23 y 28-29).
Así
sucedió a los israelitas, a quienes fue permitido presenciar algunas de las
maravillosas obras de Dios, pero que fracasaron en reconocerlo en ellas.
“Entonces hicieron un becerro, ofrecieron sacrificio al
ídolo y en las obras de sus manos se regocijaron” (Hechos 7:41).
“Así cambiaron su gloria por la imagen de un buey que come
hierba. Olvidaron al Dios de su salvación, que había hecho grandezas en Egipto,
maravillas en la tierra de Cam, cosas formidables en el Mar Rojo” (Sal
106:20-22).
Pero
no tenía por qué haber sucedido así, como tampoco hoy. Dios estaba conduciendo
a los hijos de Israel para plantarlos en el monte de su heredad, en el lugar
que él había establecido como morada para sí mismo, en el santuario que sus
manos habían establecido; y mientras se encontraban de camino hacia allí les
haría participar de las delicias de ese lugar. Así, les dio agua directamente
de sí mismo a fin de mostrarles que por la fe podían incluso entonces acercarse
a su trono y beber del agua de vida que procede de él.
La
misma lección se aplica a nosotros. Dios no desea que esperemos hasta que nos
sea concedida la inmortalidad, antes de poder participar de los goces de la
ciudad celestial. Gracias a la sangre de Cristo podemos acercarnos
confiadamente hasta el lugar santísimo de su santuario. Se nos anima a
acercarnos con decisión a su trono de gracia para hallar misericordia. Su
gracia, su favor, es vida, y fluye como río de agua viva. Puesto que se nos
permite acceder al trono de Dios, de donde mana el río de agua viva, nada
impedirá que bebamos de él, especialmente teniendo en cuenta que se nos ofrece
de forma gratuita (Apoc 22:17).
“¡Bienaventurados los que habitan en tu casa;
perpetuamente te alabarán!” (Sal 84:4).
Mediante
las cosas que vemos, aprendemos acerca de lo invisible. Si contemplamos y
reconocemos a Dios en sus obras y en todos nuestros caminos, ciertamente aun en
esta tierra estaremos morando en la inmediata presencia de Dios, y estaremos
alabándolo continuamente tal como hacen los ángeles en el cielo.
“Plantados en la casa de Jehová, en los atrios de nuestro
Dios florecerán. Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes,
para anunciar que Jehová, mi fortaleza, es recto y que en él no hay injusticia”
(Sal 92:13-15).
“¡Cuán preciosa, Dios, es tu misericordia! ¡Por eso los
hijos de los hombres se amparan bajo la sombra de tus alas! Serán completamente
saciados de la grosura de tu Casa y tú les darás de beber del torrente de tus
delicias, porque contigo está el manantial de la vida; y en tu luz veremos la
luz” (Sal 36:7-9).
El Edén aquí, ahora
Observa
la expresión “les darás de beber del torrente de
tus delicias”. La palabra hebrea traducida por “delicias” es Edén.
Significa placer o delicia. El jardín de Edén es el jardín de la delicia. Así,
el texto dice realmente que los que hacen su morada con Dios andando bajo la
sombra del Omnipotente serán abundantemente satisfechos con la abundancia de su
Casa y beberán del río del Edén, que es el río de aguas vivas de Dios.
Esa
es ya ahora la porción del creyente; y podemos saberlo con la misma seguridad
con la que sabemos que los israelitas bebieron agua de la roca, o que estamos
viviendo diariamente por las bondades de su mano extendida. Ahora podemos por
la fe refrescar nuestras almas bebiendo del río de aguas vivas y comiendo del “maná escondido” (Apoc 2:17). Podemos comer
y beber justicia, comiendo y bebiendo la carne y sangre del Hijo de Dios.
“Después me mostró un río limpio de agua de vida,
resplandeciente como cristal, que fluía del trono de Dios y del Cordero”
(Apoc 22:1).
Ríos de agua viva
Dios
bendice a las personas a fin de que sean a su vez una bendición para otros.
Dios dijo a Abraham:
“Te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición”
(Gén 12:2).
Así
ha de suceder también con todos sus descendientes. Por lo tanto, leemos las
palabras de Cristo, que se pueden cumplir para nosotros hoy y cada día con tal
que las creamos:
“Si alguien tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en
mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva. Esto
dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él” (Juan
7:37-39).
Así
como Cristo era el templo de Dios y su corazón el trono de Dios, también
nosotros somos templo de Dios a fin de que él more en nosotros. Pero Dios no
puede quedar confinado. No es posible sellar herméticamente al Espíritu Santo
en el corazón. Si es que está allí, su gloria se verá brillar. Si el agua de
vida corre por el alma, fluirá hacia los demás. Tal como Dios estaba en Cristo,
reconciliando consigo al mundo, así también hace morada en sus verdaderos
creyentes, poniendo en ellos la palabra de la reconciliación, haciéndolos sus
representantes en nombre de Cristo a fin de reconciliar a los hombres con él. A
sus hijos adoptivos corresponde el maravilloso privilegio de participar en la
obra de su Hijo unigénito. Como él, también ellos vienen a ser ministros del
Espíritu; no simplemente ministros enviados por el Espíritu, sino aquellos que
han de ministrar al Espíritu. Así, al venir a constituirnos en moradas para
Dios a fin de reproducir nuevamente a Cristo ante el mundo, de nosotros manarán
corrientes vivas que refrescarán al débil y cansado, revelando el Cielo a la
tierra.
Esa
es la lección que Dios quería que aprendieran los israelitas en las aguas de
Meriba, y la que procura con toda paciencia enseñarnos a nosotros, incluso a
pesar de que, como ellos, hemos murmurado y nos hemos rebelado. ¿No
aprenderemos ahora la lección?
“¡Bienaventurado el pueblo que tiene todo esto!
¡Bienaventurado el pueblo cuyo Dios es Jehová!” (Sal 144:15).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 12 noviembre 1896
(índice)
Se promulga la ley (I)
“La Ley, pues, se introdujo para que el pecado abundara;
pero cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rom 5:20).
El
objeto de la introducción de la ley en Sinaí fue “para
que el pecado abundara”. No para que hubiera más pecado, pues si se nos
amonesta a no perseverar en pecado bajo el pretexto de hacer abundar la gracia,
es evidente que la justicia de Dios jamás introduciría el pecado con el fin de
exhibir la gracia. La ley no es pecado, pero la justicia de la ley tiene el
efecto de poner en evidencia al pecado, de hacer “que
el pecado, por medio del mandamiento, llegara a ser extremadamente pecaminoso”
(Rom 7:13). Así, el propósito de la proclamación de la ley en Sinaí fue
el de hacer que el pecado que existía ya antes quedara patente en su verdadera
naturaleza y extensión, de forma que la sobreabundante gracia de Dios pudiera
ser apreciada en su verdadero valor.
La
introducción de la ley hizo que la ofensa abundara. Pero el pecado que la ley
hizo abundar existía ya previamente:
“Antes de la ley ya había pecado en el mundo” (Rom
5:13).
Por
lo tanto, la ley estaba también en el mundo antes de ser proclamada en Sinaí,
tanto como lo estuvo después, dado que “donde no
hay ley, no se inculpa de pecado”. Dios dijo a Isaac:
“Oyó Abraham mi voz y guardó mi precepto, mis
mandamientos, mis estatutos y mis leyes” (Gén 26:5).
La
bendición de Abraham fue la de los pecados perdonados, “y recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la
fe que tuvo cuando aún no había sido circuncidado, para que fuera padre de
todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les
sea contada por justicia” (Rom 4:11). Antes de que el pueblo de
Israel hubiera llegado a Sinaí, al caer el maná por primera vez, Dios dijo que
lo estaba probando para ver “si anda en mi ley o no”
(Éxodo 16:4).
Es
pues evidente que la proclamación de la ley desde el Sinaí no marcó diferencia
alguna en la relación del hombre con Dios. La misma ley existía ya antes de ese
tiempo y con el mismo efecto: mostrar a las personas que eran pecadoras. Toda
la justicia que demanda la ley, toda la que el ser humano pueda tener, ha sido
siempre la posesión de los hombres de fe, de entre los cuales Enoc y Abraham
fueron ejemplos notables. Por lo tanto, la única razón para la introducción de
la ley en Sinaí fue la de dar al hombre un sentido más vívido de su magna
importancia y de la terrible naturaleza del pecado que prohíbe, así como
llevarlo a confiar en Dios, en lugar de confiar en sí mismo.
Las
circunstancias que rodearon la proclamación de la ley tenían por objeto lograr
ese fin. Jamás con anterioridad experimentó el hombre un evento de semejante
majestad y poder, como tampoco después. La proclamación de la ley en Sinaí será
igualada y superada solamente por la segunda venida de Cristo “para dar retribución a los que no conocieron a Dios ni
obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo” y “para ser glorificado en sus santos y ser admirado en
todos los que creyeron” (2 Tes 1:8-10).
Paralelismos
En
la proclamación de la ley “todo el monte Sinaí
humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en medio del fuego” (Éxodo
19:18).
En
la segunda venida de Cristo “el Señor mismo...
descenderá del cielo” “en llama de fuego”
(1 Tes 4:16 y 2 Tes 1:8).
Cuando
Dios descendió al Sinaí “con la ley de fuego a su
mano derecha” para dársela al pueblo, lo hizo “entre
diez millares de santos” (Deut 33:1-2). Los ángeles de Dios —los
ejércitos del cielo— estuvieron todos presentes al ser dada la ley. Pero mucho
antes de ese tiempo, Enoc, séptimo desde Adán, profetizó ya sobre la segunda
venida de Cristo, diciendo:
“Vino el Señor con sus santas decenas de millares, para
hacer juicio” (Judas 14-15).
Cuando
venga en gloria, Cristo irá acompañado de “todos
los santos ángeles” (Mat 25:31).
Dios
descendió al Sinaí para proclamar su santa ley a su pueblo, y “avanzó entre diez millares de santos, con la ley de fuego
a su mano derecha”. Esa ley dada en Sinaí era una descripción verbal de la
propia justicia de Dios. Pero cuando regrese por segunda vez, “los cielos declararán su justicia, porque Dios es el juez”
(Sal 50:6).
En
el Sinaí “el sonido de la bocina se hacía cada vez
más fuerte” (Éxodo 19:19) a fin de anunciar la presencia de Dios
en su realeza. Así también, la segunda venida de Cristo será anunciada “con trompeta de Dios”, “porque
se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles y
nosotros seremos transformados”. “Enviará
sus ángeles con gran voz de trompeta y juntarán a sus escogidos de los cuatro
vientos” (1 Cor 15:52 y Mat 24:31).
Cuando
la trompeta sonó intensa y prolongadamente en el Sinaí, “Moisés hablaba, y Dios le respondía con voz de trueno”
(Éxodo 19:19). Entonces Dios pronunció todas las palabras de los diez
mandamientos:
“Estas palabras las pronunció Jehová con potente voz... en
medio del fuego, la nube y la oscuridad, y no añadió más” (Deut 5:22).
De
forma semejante, “vendrá nuestro Dios y no callará;
fuego consumirá delante de él y tempestad poderosa lo rodeará. Convocará a los
cielos de arriba y a la tierra para juzgar a su pueblo” (Sal 50:3-4).
“El Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel y
con trompeta de Dios descenderá del cielo” (1 Tes 4:16).
La
venida de Dios para el juicio será más imponente que cuando vino para proclamar
su ley, ya que entonces nadie de entre el pueblo lo vio.
“Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; oísteis
la voz de sus palabras, pero a excepción de oír la voz, ninguna figura visteis”
(Deut 4:12).
Pero
cuando venga por segunda vez, “todo ojo lo verá, y
los que lo traspasaron; y todos los linajes de la tierra se lamentarán por
causa de él” (Apoc 1:7).
Por
último, hay un paralelismo y una diferencia en el efecto de la voz de Dios:
cuando Dios pronunció su ley en el Sinaí, “todo el
monte Sinaí humeaba” (Éxodo 19:18).
“La tierra tembló y destilaron los cielos; ante la
presencia de Dios, aquel Sinaí tembló delante de Dios, del Dios de Israel”
(Sal 68:8).
“Se estremeció y tembló la tierra” (Sal 77:18).
Pero
en su segunda venida el efecto de su voz será mucho mayor aún.
En
el Sinaí “su voz conmovió... la tierra, pero ahora
ha prometido diciendo: ‘Una vez más conmoveré no solamente la tierra, sino
también el cielo’” (Heb 12:26).
“Entonces los cielos pasarán con gran estruendo” (2
Ped 3:10), ya que “las potencias de los cielos
serán conmovidas” (Mat 24:29).
Encontramos
un maravilloso paralelismo entre la venida del Señor cuando dio la ley en el
Sinaí, y su venida al fin del mundo para llevar a cabo el juicio. Al avanzar en
este estudio veremos que ese paralelismo no es de ninguna forma casual.
El ministerio de muerte
“El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del
pecado es la ley” (1 Cor 15:56).
La
ley se dio con el propósito de poner en la mayor evidencia los pecados del
pueblo. El pecado que yace latente, que pasó casi desapercibido por haberse
prestado poca atención a la Luz que alumbra a todo hombre, el pecado de cuyo
poder somos inconscientes por no haber entrado nunca en mortal combate contra
él, se hace evidente, entra en actividad, revive, al venir la ley.
“Sin la ley, el pecado está muerto” (Rom 7:8).
La
ley señala el pecado en su verdadero carácter y magnitud, y le provee su poder:
el poder de la muerte. “Por medio de la ley es el
conocimiento del pecado” (Rom 3:20).
Todo
cuanto puede hacer la ley es señalar el pecado y mostrar su espantosa fuerza. La
muerte viene por el pecado:
“El pecado entró en el mundo por un hombre y por el pecado
la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”
(Rom 5:12).
La
muerte sigue al pecado allá donde este vaya. No es simplemente que el pecado
traiga la muerte en su estela: la trae en su seno. El pecado y la muerte son
inseparables; el uno es parte del otro. Es imposible abrir la puerta lo
suficiente como para que pase sólo el pecado, dejando afuera la muerte. Por
pequeña que sea la rendija, si es lo suficiente como para que pase el pecado,
la muerte entra con él.
Puesto
que el pecado existía ya antes de que fuera dada la ley en Sinaí, la entrada de
la ley proclamó una maldición, ya que está escrito:
“Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas
escritas en el libro de la Ley, para cumplirlas” (Gál 3:10).
Esa
maldición consistía en la muerte, ya que fue la maldición que Cristo llevó por
nosotros. Es pues evidente que la proclamación de la ley en el Sinaí fue el
ministerio de muerte. “La ley produce ira” (Rom
4:15). Así lo indicaban todos los fenómenos que acompañaron su
proclamación. Los truenos y relámpagos, el fuego devorador, la montaña humeante
y el temblor de tierra hablaban todos de muerte. El monte Sinaí, símbolo de la
ley de Dios quebrantada, significaba la muerte para todo aquel que osara
tocarlo. No hubo necesidad de barrera alguna para evitar que las personas se
acercaran después que hubieron oído la sobrecogedora voz de Dios proclamando su
ley, ya que “al ver esto, el pueblo tuvo miedo y se
mantuvo alejado”, y dijeron: “No hable Dios
con nosotros, para que no muramos” (Éxodo 20:18-19).
“Al venir el mandamiento, el pecado revivió, y yo morí”
(Rom 7:9), “porque el aguijón de la muerte
es el pecado, y el poder del pecado es la ley” (1 Cor 15:56).
Era
imposible que se diera ley alguna que pudiera dar vida. Pero no era necesario
que así sucediera, y lo veremos claramente cuando consideremos la razón
profunda para ello a la luz de la revelación dada a Israel.
Por qué se dio la ley
¿Acaso
era la voluntad de Dios burlarse del pueblo, dándole una ley que no podía
traerles otra cosa que no fuera la muerte? Dios “amó
a su pueblo”, y nunca los amó más que cuando “avanzó
entre diez millares de santos, con la ley de fuego a su mano derecha” (Deut
33:2-3).
Es
preciso recordar que, si bien la ley “se introdujo
para que el pecado abundara”, no obstante, “cuando
el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Rom 5:20). Puesto que
es la ley la que hace que el pecado abunde, ¿dónde puede quedar más patente que
en el Sinaí su espantosa magnitud? Ahora bien, puesto que “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”,
es evidente que en el Sinaí podemos igualmente contemplar la grandeza de la
gracia de Dios. Por mucho que abunde el pecado, la gracia lo sobrepasa. Si bien
es cierto que “el monte ardía envuelto en un fuego
que llegaba hasta el mismo cielo” (Deut 4:11), “más grande que los cielos es tu misericordia y hasta los
cielos tu fidelidad” (Sal 108:4). “Como
la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los
que lo temen” (Sal 103:11).
Jesús
es el Consolador.
“Si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a
Jesucristo, el justo” (1 Juan 2:1).
La
palabra griega traducida como “abogado”
admite el significado de “defensor” o “consolador” (margen, RV). Así, cuando los discípulos estaban apenados
debido al anuncio de que Jesús los habría de dejar, les dijo:
“Yo rogaré al Padre y os dará otro Consolador para que
esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad” (Juan 14:16-17).
Mientras
Jesús estuvo en la tierra fue, por así decirlo, la encarnación del Espíritu;
pero no quería que su obra se viera limitada, de forma que declaró:
“Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el
Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando él
venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan
16:7-8).
Observa
bien el hecho de que la primera obra del Consolador es convencer de pecado. La
espada del Espíritu es la Palabra de Dios, que “penetra
hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne
los pensamientos y las intenciones del corazón” (Heb 4:12). Sin
embargo, aun bajo la más profunda e incisiva convicción, el Espíritu es siempre
el Consolador. No es menos Consolador cuando convence de pecado que cuando
revela la justicia de Dios para remisión del pecado. Hay consuelo en la
convicción que Dios produce. El cirujano que corta hasta lo profundo, lo hace
para eliminar lo que sería veneno mortal para el cuerpo, con el objeto de
aplicar el remedio sanador.
El
gran pecado de los hijos de Israel fue la incredulidad: la confianza en ellos
mismos, en lugar de confiar en Dios. La ley se introdujo de una forma calculada
para asestar un golpe mortal a su vana confianza propia y para resaltar el
hecho de que sólo mediante la fe se obtiene la justicia; no por obras humanas.
En la propia proclamación de la ley se muestra la dependencia del hombre hacia
Dios para la justicia y salvación, puesto que el hombre no podía ni siquiera
tocar el monte desde el que se estaba dando la ley sin perecer. ¿Cómo,
entonces, podría suponerse ni por un momento que el objetivo de Dios al darles
la ley fuera que obtuvieran la justicia a partir de ella? En el Sinaí, Cristo,
el Crucificado, fue predicado de la forma más elocuente a todo el pueblo, con
una voz tan potente como para hacer temblar la tierra.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 19 noviembre 1896
(índice)
Se promulga la ley (II)
Después
de lo aprendido de la historia de Israel, nada presenta con mayor claridad y
concisión el propósito de Dios al proclamar su ley desde el Sinaí que el libro
de Gálatas.
El capítulo tercero de Gálatas
Lo
estudiaremos brevemente. Posee la sencillez de un libro de relatos para niños,
sin embargo es a la vez tan profundo y abarcante como el propio amor de Dios.
Los
versículos 6 y 7 de ese capítulo revelan el hecho de que los hermanos de
Galacia se estaban alejando de la fe, engañados por una falsa enseñanza, por un
evangelio espurio. De ahí la vehemente exclamación del apóstol:
“Si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anuncia un
evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos
dicho, también ahora lo repito: Si alguien os predica un evangelio diferente
del que habéis recibido, sea anatema” (Gál 1:8-9).
Las
únicas Escrituras que existían cuando Pablo predicaba, eran los libros
comúnmente conocidos como Antiguo Testamento. Cuando predicaba, abría las
Escrituras y razonaba a partir de ellas; y los que entre el auditorio quedaban
interesados, escudriñaban esas mismas Escrituras para ver si las cosas que
predicaba eran así (Hechos 17:3 y 11). Cuando se lo llevó a los
tribunales bajo la acusación de herejía y sedición, declaró solemnemente que en
todo su ministerio jamás dijo “nada fuera de las
cosas que los profetas y Moisés dijeron que había de suceder” (Hechos
26:22). De eso se infiere que si alguien predica un evangelio diferente del
que se encuentra en el Antiguo Testamento, atrae sobre sí la maldición de Dios.
Esa es una poderosa razón por la que debiéramos estudiar fielmente a Moisés y
los profetas.
Sabiendo,
por lo tanto, que Pablo jamás predicó algo que no fuera “Cristo, y Cristo crucificado”, no es maravilla que
comenzara con las palabras:
“¡Gálatas insensatos!, ¿quién os fascinó para no obedecer
a la verdad, a vosotros ante cuyos ojos Jesucristo fue ya presentado claramente
crucificado?” (Gál 3:1).
A
partir de los escritos de Moisés y los profetas les había hecho ver a Cristo,
no como al que habría de ser crucificado, tampoco como el que había sido
crucificado hacía algunos años en el pasado, sino como al que estaba clara y
visiblemente crucificado ante los ojos de ellos. Y es solamente a partir de
esos antiguos escritos como procedió a reavivar esa fe y celo que languidecían.
La
de ellos había sido una conversión genuina, puesto que habían recibido el
Espíritu Santo y habían padecido persecución por causa de Cristo. Así, el
apóstol pregunta:
“¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por el
escuchar con fe?” (v. 2).
Habían
escuchado las palabras de la ley y las habían recibido con fe. De esa forma, el
Espíritu les había traído la justicia de la ley.
“Esta es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha
enviado” (Juan 6:29).
El
apóstol no estaba despreciando la ley, sino reprochando el cambio en la
relación con ella en el que habían entrado. Cuando la oyeron con fe, recibieron
el Espíritu, quien hizo morada en ellos; pero cuando comenzaron a confiar en la
carne para cumplir la justicia de la ley, cesaron de obedecer a la verdad.
El
apóstol sigue preguntándoles:
“Aquel, pues, que os da el Espíritu y hace maravillas
entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por el oír con fe?” (Gál
3:5).
Obviamente
la pregunta admite sólo la respuesta de que fue por el oír de la fe, de igual
forma en que “Abraham creyó a Dios y le fue contado
por justicia” (v. 6). Lo mismo que Abraham, habían sido
justificados —hechos justos— por la fe; no por las obras.
Antes
de continuar recordemos algunas definiciones:
“El pecado es la transgresión de la ley” (1 Juan
3:4), y “toda injusticia es pecado” (1
Juan 5:17).
Por
consiguiente, toda injusticia es transgresión de la ley tan ciertamente como
que toda justicia es obediencia a la ley. Así pues, cuando leemos que Abraham
creyó a Dios y le fue contado por justicia, podemos saber que su fe le fue
contada como obediencia a la ley.
Que
a Abraham le fuese contada la fe por justicia no es ninguna formalidad vacía, como
tampoco lo es al sernos contada a nosotros. Recuerda que es Dios quien la
cuenta por justicia, y en él no hay mentira. Él llama las cosas que no son como
si lo fueran, por el poder mediante el cual hace que vivan los muertos. Abraham
poseía verdaderamente la justicia. La fe obra. “Esta
es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha enviado”. “Con el corazón se cree para justicia” (Rom
10:10).
El
anterior razonamiento nos permite ver cómo en el capítulo 3 de Gálatas no hay
desprecio alguno hacia la ley, sino que la justicia, que es el fruto de la
fe, es siempre obediencia a la ley de Dios.
Abraham es el padre de todos los que creen
“Sabed, por tanto, que los que tienen fe, estos son hijos
de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a
los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: ‘En ti serán
benditas todas las naciones’” (Gál 3:7-8).
El
evangelio que se predicó a Abraham es el mismo que sería “para todo el pueblo”, el que será predicado “en todo el mundo para testimonio a todas las naciones”
(Mat 24:14). Ha de ser predicado a “toda
criatura”, y quien crea y sea bautizado, será salvo. Pero “en el evangelio, la justicia de Dios se revela por fe y
para fe” (Rom 1:17). Se predica el evangelio para conducir a “la obediencia de la fe” (Rom 1:5). La
obediencia trae con ella una bendición, ya que está escrito:
“Bienaventurados los que guardan sus mandamientos”
(Apoc 22:14).
“De modo que los que tienen fe son bendecidos con el
creyente Abraham” (Gál 3:9).
La maldición de la ley
“Todos los que dependen de las obras de la ley están bajo
maldición, pues escrito está: ‘Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas
escritas en el libro de la ley, para cumplirlas’” (Gál 3:10).
Una
lectura descuidada de ese versículo, o quizá solamente de su primera parte, ha
llevado a algunos a suponer que la propia ley —y la obediencia a ella—
constituye la maldición. Pero la lectura detenida de la última parte del
versículo demuestra la gravedad de ese error.
“Escrito está: ‘Maldito sea el que no permanezca en todas
las cosas escritas en el libro de la ley, para cumplirlas”.
La
maldición no es la obediencia, sino la desobediencia. No es aquel que permanece
en todas las cosas escritas en el libro de la ley, sino precisamente el que no
permanece continuamente cumpliendo todas las cosas escritas en el libro de la
ley, el que se hace acreedor de la maldición. No basta con que cumpla una parte
ni con que cumpla la ley una parte del tiempo. Debe cumplirla todo el tiempo y
en su totalidad. El que no hace tal cosa es maldito; por lo tanto, quien
obedeciera todo el tiempo en todo, sería bendito.
En
los versículos 9 y 10 del capítulo tercero encontramos el mismo contraste entre
la bendición y la maldición señalado en Deuteronomio 11:26-28:
“Mirad: Yo pongo hoy delante de vosotros la bendición y la
maldición: la bendición, si obedecéis los mandamientos de Jehová, vuestro Dios,
que yo os prescribo hoy, y la maldición, si no obedecéis los mandamientos de
Jehová, vuestro Dios”.
De
un lado tenemos la fe, obediencia, justicia, bendición y vida; del otro tenemos
agrupados la incredulidad, la desobediencia, el pecado, la maldición y la
muerte. Esa separación en dos grupos, de forma alguna se ve afectada por la
época de la historia en la que uno viva.
“Que por la ley nadie se justifica ante Dios es evidente,
porque ‘el justo por la fe vivirá’. Pero la ley no procede de la fe, sino que
dice: ‘El que haga estas cosas vivirá por ellas’” (Gál 3:11-12).
“El que haga estas cosas vivirá por ellas”; pero
ningún hombre las ha hecho, “por cuanto todos
pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom 3:23). Por
lo tanto, nadie puede encontrar vida en la ley. Así, sucede “que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me
resultó para muerte” (Rom 7:10). Y el resultado es que todo aquel
que procure cumplir la ley mediante sus propias obras está bajo maldición.
Presentar la ley ante personas que no la reciben por la fe es para ellos solamente
un ministerio de muerte. La maldición de la ley es la muerte con la que
sentencia al que la transgrede.
Pero
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley,
haciéndose maldición por nosotros (pues está escrito: ‘Maldito todo el que es
colgado en un madero’)” (Gál 3:13). Aquí encontramos nueva
evidencia de que la muerte es la maldición de la ley, puesto que fue la muerte
lo que Cristo sufrió sobre el madero. “La paga del
pecado es muerte” (Rom 6:23), y Cristo fue hecho pecado por
nosotros (2 Cor 5:21). “Jehová cargó en él
el pecado de todos nosotros”, y “por sus llagas fuimos nosotros
curados” (Isa 53:5-6). No es de la obediencia a la ley de lo que
Cristo nos ha redimido, sino de la transgresión de ella, y de la muerte que
viene por el pecado. Su sacrificio tuvo lugar “para
que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros” (Rom 8:4).
Esa
verdad de que “Cristo nos redimió de la maldición
de la ley haciéndose maldición por nosotros” era tan cierta en los días
de Israel en el Sinaí, como lo es hoy. Más de setecientos años antes de que la
cruz se elevara en el Calvario, Isaías, cuyo pecado había sido purgado por un
carbón encendido tomado del altar de Dios, y que por lo tanto conocía el tema
del que hablaba, afirmó: “Ciertamente llevó él
nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores”, “fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros
pecados. Para darnos la paz, cayó sobre él el castigo, y por sus llagas fuimos
nosotros curados”. Eso concuerda perfectamente con Gálatas 3:13.
Referido
a los hijos de Israel en su peregrinación por el desierto, Isaías escribió
también:
“En toda angustia de ellos él fue angustiado, y el ángel
de su faz los salvó; en su amor y en su clemencia los redimió, los trajo y los
levantó todos los días de la antigüedad” (Isa 63:9).
Y
es a David, quien vivió mucho antes que Isaías, a quien debemos las animadoras
palabras:
“No ha hecho con nosotros conforme a nuestras maldades ni
nos ha pagado conforme a nuestros pecados”. “Cuanto
está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras
rebeliones” (Sal 103:10 y 12).
Ese
lenguaje describe un hecho consumado. La salvación era tan plena en aquellos
días, como lo es hoy.
Cristo
es el “Cordero que fue muerto desde la creación del
mundo” (Apoc 13:8). Desde los días de Abel hasta hoy, Cristo ha
redimido de la maldición de la ley a todos los que han creído en él. Abraham
recibió la bendición de la justicia, y “los que
tienen fe son bendecidos con el creyente Abraham” (Gál 3:9).
Eso
se hace aun más evidente al considerar que Cristo fue hecho maldición por
nosotros
“para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham
alcanzara a los gentiles, a fin de que por la fe recibiéramos la promesa del
Espíritu” (Gál 3:14).
A
Abraham y a quienes son hijos suyos por la fe, sin importar su nacionalidad o
idioma, pertenecen todas las bendiciones que vienen mediante la cruz de Cristo;
y todas las bendiciones de la cruz de Cristo son precisamente aquello que
obtuvo Abraham. Nada tiene de extraño que se gozara y se alegrase viendo el día
de Cristo. La muerte de Cristo en la cruz nos trae precisamente la bendición de
Abraham. No hay nada mejor que quepa pedir o imaginar.
El pacto, inalterable
“Hermanos, hablo en términos humanos: Un pacto, aunque sea
hecho por un hombre, una vez ratificado, nadie lo invalida ni le añade. Ahora
bien, a Abraham fueron hechas las promesas y a su descendencia. No dice: ‘Y a
los descendientes’, como si hablara de muchos, sino como de uno: ‘Y a tu
descendencia’, la cual es Cristo. Esto, pues, digo: El pacto previamente
ratificado por Dios en Cristo, no puede ser anulado por la Ley, la cual vino
cuatrocientos treinta años después; eso habría invalidado la promesa” (Gál
3:15-17).
La
primera declaración es muy simple: nadie puede alterar, detraer o añadir a un
pacto (aunque sea humano), una vez que ha sido confirmado.
La
conclusión es igualmente simple: Dios hizo un pacto con Abraham y lo confirmó
mediante un juramento.
“Los hombres ciertamente juran por uno mayor que ellos, y
para ellos el fin de toda controversia es el juramento para confirmación. Por
lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la
promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento, para que por dos
cosas inmutables en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un
fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta
delante de nosotros” (Heb 6:16-18).
Por
lo tanto, ese pacto que fue confirmado en Cristo mediante el juramento de Dios,
quien empeñó su propia existencia en su cumplimiento, no puede jamás ser
alterado en lo más mínimo. Ni una jota ni una tilde pasará de él mientras Dios
exista.
Observa
la afirmación: “A Abraham fueron hechas las
promesas, y a su descendencia”. La descendencia o simiente es Cristo.
Todas las promesas hechas a Abraham fueron confirmadas en Cristo. Hemos leído
“promesas” (en plural); no dice simplemente ‘promesa’.
“Todas las promesas de Dios son en él [Cristo] ‘sí’, y en él ‘Amén’, por medio de nosotros, para la
gloria de Dios” (2 Cor 1:20).
También nuestra esperanza
Observa
también que el pacto hecho con Abraham y confirmado en Cristo por el juramento
de Dios es la base de nuestra esperanza en Cristo. Fue confirmado por el
juramento a fin de que tengamos gran consuelo los que hemos acudido para
aferrarnos de la esperanza puesta delante de nosotros. El resumen del pacto
era la justicia por la fe en Jesús crucificado, como muestran las palabras
de Pedro:
“Vosotros sois los hijos de los profetas y del pacto que
Dios hizo con nuestros padres diciendo a Abraham: ‘En tu simiente serán
benditas todas las familias de la tierra’. A vosotros primeramente, Dios,
habiendo levantado a su hijo, lo envió para que os bendijera, a fin de que cada
uno se convirtiera de su maldad” (Hechos 3:25-26).
Por
consiguiente, la cruz de Cristo y la bendición del perdón de los pecados
existían, no sólo en el Sinaí, sino también en los días de Abraham. La
salvación no fue más segura el día en que Jesús salió de la tumba, de lo que lo
era cuando Isaac cargó con la leña para su propio sacrificio en el monte Moria.
La promesa de Dios y su juramento son “dos cosas
inmutables”. Aun el pacto hecho por un hombre, “una
vez ratificado, nadie lo invalida, ni le añade”. ¡Cuánto más al tratarse
del pacto de Dios, confirmado por un juramente en el que comprometió su propia
vida como prenda del cumplimiento! Ese pacto abarcaba la salvación de la raza
humana. Por lo tanto, al margen de los tiempos, siendo que Dios había hecho la
promesa y el juramento a Abraham, ni una sola novedad podía introducirse en el
plan de la salvación. Ni un solo deber de más o de menos se podía prescribir,
requerir o excusar, ni había posibilidad alguna de variar los términos o
condiciones de la salvación.
Por
consiguiente, la proclamación de la ley en Sinaí no pudo constituir ningún
elemento nuevo en el pacto que Dios hizo con Abraham y confirmó en Cristo, ni
tampoco podía de modo alguno interferir con la promesa. El pacto que fue
previamente confirmado por Dios en Cristo no puede jamás ser anulado ni quedar
sin efecto sus promesas debido a la ley que se promulgó cuatrocientos treinta
años más tarde.
Sin
embargo, era imprescindible guardar la ley, y el no hacerlo significaba la
muerte. Ni una jota ni una tilde pueden perecer de la ley.
“Maldito sea el que no permanezca en todas las cosas escritas
en el libro de la ley, para cumplirlas” (Deut 17:26; Gál 3:10).
Puesto
que la proclamación de la ley no añadió nada al pacto hecho con Abraham, pero
era necesario guardar perfectamente la ley, la conclusión es que la ley
formaba parte del pacto hecho con Abraham. La justicia que se confirmaba a
Abraham mediante aquel pacto —la justicia que tuvo Abraham por la fe— fue la
justicia de la ley proclamada en el Sinaí. Eso lo confirma el hecho de que
Abraham recibió la circuncisión como sello de la justicia que obtuvo por la fe,
y la circuncisión implicaba obediencia a la ley (Rom 2:25-29).
El
juramento de Dios a Abraham era el compromiso de que se pondría la justicia de
Dios (plenamente delineada en los diez mandamientos) en —y sobre— todo
creyente. Siendo que el pacto se confirmó en Cristo, y que la ley estaba
incluida en el pacto, la conclusión es que los requerimientos de Dios para
el cristiano en nuestro tiempo no son diferentes en lo más mínimo de lo que lo
fueron en los días de Abraham. La proclamación de la ley no introdujo
ningún nuevo elemento.
“Entonces, ¿para qué sirve la ley?” Una pregunta
muy pertinente, y que tiene cumplida respuesta. Si la ley no estableció cambio
alguno en los términos del pacto hecho con Abraham, ¿con qué objeto fue dada?
La respuesta es que “fue añadida (*) a causa de las transgresiones” (Gál 3:19).
“Se introdujo para que el pecado abundara” (Rom
5:20).
La
ley no contradice de ninguna manera las promesas de Dios (Gál 3:21),
sino que armoniza perfectamente con ellas: las promesas de Dios se refieren
todas ellas a la justicia, y la ley es la norma de justicia. Era necesario
hacer que la ofensa abundara, “porque así como el
pecado reinó para muerte, así también la gracia reinará por la justicia para
vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Rom 5:21).
La
convicción precede necesariamente a la conversión. Sólo mediante
la justicia era posible obtener la herencia, aun siendo enteramente por la
promesa, dado que la justicia es “el don de la
gracia”. Pero a fin de que el hombre pudiera apreciar las promesas de
Dios se debía lograr que sintiera su necesidad de ellas. La ley, dada de una
forma tan sobrecogedora, tenía el propósito de hacerles saber cuán imposible
les era lograr la justicia de la ley por sus propias fuerzas, y de esa forma
hacerles comprender lo que Dios estaba deseoso de proporcionarles:
Cristo, el Mediador
Así
lo enfatiza el hecho de que la ley fue entregada “en
manos de un mediador”. ¿Quién era ese Mediador? “El mediador no lo es de uno solo; pero Dios es uno” (Gál
3:20).
“Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los
hombres: Jesucristo hombre” (1 Tim 2:5).
Por
lo tanto, fue Jesucristo quien dio la ley en el Sinaí; y la dio en su función
de Mediador entre Dios y los hombres. Así, aunque era imposible que se diera
una ley capaz de proporcionar vida, la ley que significaba muerte para los
pecadores incrédulos, estaba en la mano del Mediador que da su propia vida, que
es la ley en su perfección viviente. En él la muerte es sorbida con
victoria y toma su lugar la vida. Él lleva la maldición de la ley y viene sobre
nosotros la bendición de ella. Eso permite que en el Sinaí descubramos el
Calvario, lo que será motivo de estudio en un próximo capítulo.
________________
(*)
Algunos han tratado de construir una teoría a partir de la palabra “añadida” de Gálatas 3:19, suponiendo que es
indicativa de la introducción de algo completamente nuevo en relación con las
disposiciones que Dios hiciera previamente. Bastará leer Deuteronomio 5:22
para comprender el sentido en el que se utiliza la expresión. Después de haber
repetido los diez mandamientos, Moisés dijo:
“Estas palabras las pronunció Jehová con potente voz ante
toda vuestra congregación, en el monte, de en medio del fuego, la nube y la
oscuridad, y no añadió más”.
Es
decir: ‘dijo todo eso, y no dijo más’. Podemos ver lo mismo, quizá aun más
claramente, en Hebreos 12:18-19:
“No os habéis acercado al monte que se podía palpar y que
ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de
la trompeta y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no
les siguiera hablando”.
Compáralo
con Éxodo 20:19. La palabra griega que se ha traducido “hablando” en ese versículo de Hebreos es la misma
que se tradujo “añadida” en Gálatas 3:19
y en Deuteronomio 5:22. Así, a la pregunta, ¿para qué sirve la ley,
puesto que nada cambió en el pacto?, se puede responder: “Fue hablada a causa de las transgresiones”. No fue
“añadida”, sino pronunciada, verbalizada.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 26 noviembre 1896
(índice)
Sinaí y Calvario
“Acordaos de la ley de Moisés, mi siervo, al cual encargué
en Horeb ordenanzas y leyes para todo Israel. Yo os envío al profeta Elías
antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón
de los padres hacia los hijos y el corazón de los hijos hacia los padres, no
sea que yo venga y castigue la tierra con maldición” (Mal 4:4-6).
Considera
cuán íntimamente relacionada está la ley que fue proclamada desde Horeb, con la
tierna y subyugadora obra del Espíritu Santo. Horeb es Sinaí, como es fácil ver
en Deut 4:10-14, donde leemos las palabras de Moisés,
el siervo de Dios:
“El día que estuviste delante de Jehová, tu Dios, en Horeb,
cuando Jehová me dijo: ‘Reúneme el pueblo, para que yo les haga oír mis
palabras, las cuales aprenderán para temerme todos los días que vivan sobre la
tierra, y las enseñarán a sus hijos’, os acercasteis y os pusisteis al pie del
monte, mientras el monte ardía envuelto en un fuego que llegaba hasta el mismo
cielo, entre tinieblas, nube y oscuridad. Entonces Jehová habló con vosotros de
en medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, pero a excepción de oír la
voz, ninguna figura visteis. Y él os anunció su pacto, el cual os mandó poner
por obra: los diez mandamientos, y los escribió en dos tablas de piedra. A mí
también me mandó Jehová en aquel tiempo que os enseñara los estatutos y
juicios, para que los pusierais por obra en la tierra a la que vais a pasar
para tomar posesión de ella” (Deut
4:10-14).
Cuando
el Señor nos dice que recordemos la ley que promulgó en Horeb, o Sinaí, es para
que podamos conocer el poder con el que va a volver el corazón de los padres y
de los hijos a fin de que estén preparados para el terrible día de su venida. “La ley de Jehová es perfecta, que vuelve el alma”
(Sal 19:7).
La Roca herida
Cuando
Dios proclamó la ley desde el Sinaí, seguía fluyendo aquel manantial de agua
viviente que había brotado de la roca herida en Horeb. De haberse secado, los
Israelitas se habrían encontrado en una situación tan desesperada como antes,
pues carecían de otro suministro de agua; esa era su única esperanza de vida. Fue
desde Horeb, lugar en donde manó el agua que les restituyó la vida, que Dios
pronunció la ley. La ley vino de la misma peña de la que estaba ya fluyendo
agua, y “esa Roca era Cristo” (1 Cor 10:4).
A
Sinaí se lo considera con razón como un sinónimo de la ley; pero no lo es menos
de Cristo, puesto que en él hay vida. Dijo Jesús:
“El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley
está en medio de mi corazón” (Sal 40:8).
Dado
que del corazón “mana la vida” (Prov 4:23),
la ley era la vida de Cristo.
“Él fue herido por nuestras rebeliones”, y “por sus llagas fuimos nosotros curados”. Cuando
Cristo fue golpeado y herido en el Calvario, fluyó de su corazón la sangre que
da vida, y esa corriente sigue hoy manando para nosotros. Pero la ley está en
su corazón; así, cuando bebemos por la fe de ese manantial que da vida, estamos
bebiendo la justicia de la ley de Dios. La ley viene a nosotros como un
manantial de gracia, como un río de vida.
“La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo”
(Juan 1:17).
Cuando
creemos en él, la ley no es para nosotros meramente “letra”, sino una fuente de
vida.
Todo
eso estaba en Sinaí. Cristo, el dador de la ley, era la Roca herida en
Horeb, que es Sinaí. Ese manantial significaba la vida para aquellos que
bebían de él, y a ninguno de los que lo recibían con profundo agradecimiento se
le podía ocultar que provenía directamente de su Señor, del Señor de toda la
tierra. Así, debieron haber resultado convencidos del tierno amor del Señor por
ellos y del hecho de que él era su vida, y por consiguiente, su justicia. Así,
aun siendo cierto que no podían acercarse al monte sin morir –una evidencia de
que la ley sin Cristo significa la muerte para el hombre– podían no obstante
beber del manantial que de él brotaba, y de esa forma, al beber de la vida
de Cristo podían beber la justicia de la ley.
Las
palabras pronunciadas desde el Sinaí, proviniendo de la misma Roca de la cual
manó el agua que fue la vida del pueblo, mostraban la naturaleza de la justicia
que Cristo les impartiría. Si bien era una “ley de
fuego” (Deut 33:2), era al mismo tiempo un saludable manantial de
vida. Puesto que el profeta Isaías sabía que Jesús era la roca herida en
Sinaí, y que ya entonces era el único Mediador (“Jesucristo
hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio
testimonio a su debido tiempo”), pudo afirmar que fue “molido [herido] por
nuestros pecados” “por sus llagas
[heridas] fuimos nosotros curados”.
Los
israelitas de antaño tenían allí expuesta la lección de que es sólo mediante
la cruz de Cristo como la ley es vida para el hombre. Idéntica lección se
nos aplica a nosotros, junto a la otra cara del mismo hecho: que la justicia
que nos viene mediante la vida derramada en la cruz en favor nuestro, es
precisamente la requerida por los diez mandamientos, ni más ni menos.
Leámoslos:
Lo
que Dios habló [y escribió]:
1.
“Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra
de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí”.
2.
“No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que
esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la
tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás, porque yo soy tu Dios,
fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la
tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia por
millares a los que me aman y guardan mis mandamientos”.
3.
“No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano,
porque no dará por inocente Jehová al que tome su nombre en vano”.
4.
“Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días
trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para Jehová,
tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo,
ni tu criada, ni tu bestia, ni el extranjero que está dentro de tus puertas,
porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las
cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo
el sábado y lo santificó”.
5.
“Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días
se alarguen en la tierra que Jehová, tu Dios te da”
6.
“No matarás”
7.
“No cometerás adulterio”
8.
“No hurtarás”
9.
“No dirás contra tu prójimo falso testimonio”
10.
“No codiciarás la casa de tu prójimo: no codiciarás
la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni
cosa alguna de tu prójimo”
Esa
fue la ley que fue proclamada entre los terrores del Sinaí por los labios de
Aquel de quien provino y proviene la vida en ese manantial que allí estaba
brotando: su propia vida dada al pueblo. La cruz, con su manantial sanador que
da vida, estaba en el Sinaí; por consiguiente, la cruz no puede efectuar cambio
alguno en la ley. La vida procedente de Cristo, tanto en el Sinaí como en el
Calvario, muestra que la justicia revelada en el evangelio no es otra que la
de los diez mandamientos. Ni una jota ni una tilde de ellos puede decaer.
Los terrores del Sinaí estuvieron también en el Calvario en la densa oscuridad,
en el terremoto y en el clamor del Hijo de Dios. La roca herida y el
manantial abierto en el Sinaí representaban al Calvario; el Calvario estuvo
allí; es un hecho cierto que desde el Calvario fueron proclamados los diez
mandamientos, idénticamente a como sucedió en el Sinaí. El Calvario, no menos
que el Sinaí, revela la terrible e invariable santidad de la ley de Dios, tan
terrible y tan invariable que no perdonó siquiera al mismo Hijo de Dios cuando
fue “contado con los pecadores”. Pero por
grande que pudiera ser el terror inspirado por la ley, la esperanza de la
gracia es todavía mayor, ya que “cuando el pecado
abundó, sobreabundó la gracia” (Rom 5:20). En la base permanece
el juramento del pacto de la gracia de Dios que asegura la perfecta justicia y
vida de la ley en Cristo, de forma que si bien la ley decretaba muerte, estaba
en realidad mostrando las grandes cosas que Dios había prometido hacer por
aquellos que creen. Nos enseña a no poner nuestra confianza en la carne, sino a
adorar a Dios en el Espíritu y a gozarnos en Jesucristo. Así, Dios estaba
probando a su pueblo a fin de que pudieran saber que “no
sólo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Jehová
vivirá el hombre” (Deut 8:3).
Por
lo tanto, aunque la ley sea incapaz de dar vida, no va contra las promesas
de Dios. Al contrario, las confirma con voz atronadora; ya que según el
invariable juramento de Dios, el mayor requerimiento de la ley no es para el
oído de la fe más que una promesa de su cumplimiento. Y enseñados de ese
modo por el Señor Jesús, podemos saber “que su
mandamiento es vida eterna” (Juan 12:50).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 3 diciembre 1896
(índice)
Sinaí y Sión
“Grande es Jehová y digno de ser en gran manera alabado en
la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo. ¡Hermosa provincia, el gozo de
toda la tierra es el monte Sión, a los lados del norte! ¡La ciudad del gran
Rey!” (Sal 48:1-3).
Tenemos
aquí una entusiasta expresión de alabanza referida a la morada de Dios en el
cielo, porque “Jehová está en su santo Templo;
Jehová tiene en el cielo su trono” (Sal 11:4). De Cristo, “el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en
los cielos” (Heb 8:1), dice el Señor: “Yo
he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte” (Sal 2:6).
Jesucristo,
el rey ungido en Sión, es también sumo sacerdote “para
siempre según el orden de Melquisedec” (Heb 6:20). El Señor ha
dicho del “varón llamado Retoño”, que “edificará el templo del Eterno, será revestido de
majestad real, y se sentará en su trono a gobernar. Será un sacerdote en su
consejo de paz entre los dos” (Zac 6:12-13). Así, al sentarse en
el trono de su Padre en el cielo, es “ministro del
santuario y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor y no el hombre”
(Heb 8:2).
Fue
ese lugar —el monte de Sión, el monte santo del Señor, su santuario, el sitio
de su morada— desde donde Dios estaba dirigiendo a su pueblo Israel cuando lo
libró de Egipto. Cuando estuvieron a salvo tras haber pasado el Mar Rojo,
Moisés cantó el himno inspirado:
“Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu
heredad, en el lugar donde has preparado, oh Jehová, tu morada, en el santuario
que tus manos, oh Jehová, han afirmado” (Éxodo 15:17).
Pero
no lo alcanzaron, porque no retuvieron “firme hasta
el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza” (Heb 3:6). “Vemos que no pudieron entrar a causa de su incredulidad”
(Heb 3:19). Sin embargo, Dios no los abandonó, puesto que “si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede
negarse a sí mismo” (2 Tim 2:13). Así pues, instruyó a Moisés a
que solicitara del pueblo ofrendas ardientes de oro, plata y piedras preciosas
junto a otros materiales, y dijo:
“Me harán un Santuario, y habitaré entre ellos. Conforme a
todo lo que yo te muestre, el diseño de la Morada y de sus utensilios, así lo
haréis” (Éxodo 25:8-9).
No
se trataba de “aquel verdadero Santuario que el
Señor levantó” (Heb 8:2), sino de un santuario hecho por el
hombre. Ese santuario era copia o figura “de las
cosas celestiales”, no era “las cosas
celestiales mismas” (Heb 9:23). No era más que una sombra de la
realidad. Más adelante consideraremos el porqué de esa sombra. Los fieles, en
aquellos tiempos antiguos, sabían tan bien como Esteban en años posteriores que
“el Altísimo no habita en templos hechos de mano,
como dice el profeta: ‘El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies.
¿Qué casa me edificaréis? —dice el Señor—; ¿O cuál es el lugar de mi reposo?’”
(Hechos 7:48-49). Salomón, en la dedicación de su gran templo, dijo:
“¿Es verdad que Dios habitará con el hombre en la tierra?
Si los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener, ¿cuánto menos
esta Casa que te he edificado?” (2 Crón 6:18; N. del T.: ver 2
Crón 7:14; 30:27, y 1 Reyes 8:27-43).
Todos
los fieles hijos de Dios comprendían que el tabernáculo, templo o santuario
terrenal no era el auténtico lugar de la morada de Dios, sino sólo una figura o
tipo del mismo. Lo mismo se puede decir de los utensilios contenidos en el
santuario terrenal.
De
igual forma en que el trono de Dios está en su santo templo —en el cielo—, así
también en la representación de ese templo —en la tierra— había una
representación de su trono. Ciertamente una débil sombra o aproximación, tan
alejada de la realidad como lo están las obras del hombre de las de Dios, pero
en todo caso una figura o tipo de ese trono. Estaba en el arca que
contenía las tablas de la ley. Unos pocos textos de la Escritura bastarán para
mostrarlo.
Éxodo
25:10-22 contiene la descripción completa del
arca. Era una estructura cuadrangular de madera completamente cubierta de oro
fino en su interior y en su exterior. El Señor instruyó a Moisés a que pusiera
en el arca el Testimonio que le daría. Así lo hizo Moisés, ya que
posteriormente, cuando refirió a Israel las circunstancias de la proclamación
de la ley y la idolatría del pueblo que ocasionó el quebrantamiento de las
primeras tablas, les dijo:
“En aquel tiempo Jehová me dijo: ‘Lábrate dos tablas de
piedra como las primeras, y sube hasta mí al monte. Hazte también un arca de
madera. Yo escribiré en esas tablas las palabras que estaban en las primeras
tablas que quebraste, y tú las pondrás en el Arca’. Hice un arca de madera de
acacia, labré dos tablas de piedra como las primeras y subí al monte con las
dos tablas en mis manos. Él escribió en las tablas lo mismo que había escrito
antes: los diez mandamientos que Jehová había proclamado en el monte de en
medio del fuego el día de la asamblea. Y me las entregó Jehová. Entonces me
volví, descendí del monte y puse las tablas en el Arca que había hecho. Allí
están todavía, como Jehová me lo mandó” (Deut 10:1-5).
La
cubierta del arca se denominaba propiciatorio, que significa sede de la
misericordia. Estaba compuesto por una pieza de oro macizo, en cada uno de los
dos extremos de la cual había, formando parte de la misma pieza, la figura de
un querubín con las alas extendidas. “Estarán uno
frente al otro, con sus rostros mirando hacia el propiciatorio”. Tras
dar esas indicaciones, el Señor añadió: “Pondrás el
propiciatorio encima del Arca, y en el Arca pondrás el Testimonio que yo te
daré”. Así lo hizo Moisés, tal como hemos leído.
“Allí me manifestaré a ti y hablaré contigo desde encima
del propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el Arca del
testimonio, todo lo que yo te mande para los hijos de Israel” (Éxodo
25:17-22).
Dios
dijo que iba a hablarle “desde encima del
propiciatorio”. Así, leemos:
“¡El Eterno reina! Tiemblen los pueblos. ¡Está entronizado
entre querubines! Estremézcase la tierra. El Señor es grande en Sión. Exaltado
sobre todos los pueblos” (Sal 99:1-2).
Los
querubines estaban sobre el arca, lugar desde el cual Dios hablaría al pueblo. Propiciación
significa gracia, de forma que en el propiciatorio del tabernáculo terrenal
encontramos la representación del “trono de la
gracia” al que se nos anima a acudir confiadamente “para alcanzar misericordia y hallar gracia para el
oportuno socorro” (Heb 4:16).
Fundamento del gobierno de Dios
Los
diez mandamientos escritos sobre las dos tablas de piedra estaban en el arca
bajo el propiciatorio, mostrando así que la ley de Dios es la base de su trono
y gobierno. En armonía con ello, leemos:
“¡Jehová reina! ¡Regocíjese la tierra! ¡Alégrense las
muchas costas! Nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el
cimiento de su trono” (Sal 97:1-2).
“Justicia y derecho son el cimiento de tu trono;
misericordia y verdad van delante de tu rostro” (Sal 89:14).
Puesto
que el tabernáculo y todo lo que contenía debían ser hechos exactamente según
el patrón mostrado a Moisés, y constituían “la
copia de las realidades celestiales” (Heb 9:23), se deduce
necesariamente que los diez mandamientos en tablas de piedra eran una copia
exacta de la ley que es fundamento del verdadero trono de Dios en los cielos.
Eso nos permite entender más claramente por qué es “más
fácil... que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la ley”
(Lucas 16:17). Por tanto tiempo como perdure el trono de Dios, ha de
permanecer invariable la ley de Dios tal cual se proclamó en Sinaí. “Si son destruidos los fundamentos, ¿qué puede hacer el
justo?” (Sal 11:3). Si los diez mandamientos —las piedras
angulares del trono de Dios— fuesen destruidos, caería el propio trono, y
perecería la esperanza de los justos. Pero nadie necesita temer una catástrofe
tal. “Jehová está en su santo Templo; Jehová tiene
en el cielo su trono”, porque su palabra está por siempre establecida en
el cielo. Esa es ciertamente una de las cosas “inconmovibles”
(Heb 12:27).
Podemos
ahora ver que el monte Sinaí, que es sinónimo de ley, y que incorporaba todo el
terror de ella en el momento en que se dio, es también símbolo del trono de
Dios. De hecho, por aquel tiempo era el trono de Dios. Dios estaba allí
presente junto a sus santos ángeles.
Más
aun: el espantoso terror del Sinaí no es más que el terror del trono de Dios en
los cielos. Juan tuvo una visión del templo de Dios en el cielo y del trono en
el que está sentado, y “del trono salían
relámpagos, truenos y voces” (Apoc 4:5).
“El templo de Dios fue abierto en el cielo, y el Arca de
su pacto se dejó ver en el templo. Hubo relámpagos, voces, truenos, un
terremoto y grande granizo” (Apoc 11:19).
“Fuego irá delante de él” (Sal 97:3).
El
terror del trono de Dios es el mismo que hubo en el Sinaí: el terror de la ley.
Sin embargo, ese mismo trono es “el trono de la
gracia” al que podemos acudir confiadamente. De hecho, “Moisés se acercó a la oscuridad en la cual estaba Dios”
en el Sinaí (Éxodo 20:21). No sólo Moisés, sino también “Aarón, Nadab y Abiú, junto con setenta de los ancianos de
Israel” subieron a aquel monte, “y vieron al
Dios de Israel. Debajo de sus pies había como un embaldosado de zafiro,
semejante al cielo cuando está sereno. Pero no extendió su mano contra los
príncipes de los hijos de Israel: ellos vieron a Dios, comieron y bebieron”
(Éxodo 24:9-11). De no haber sucedido así, careceríamos de la positiva
demostración de que podemos en verdad acudir confiadamente al trono de la
gracia —ese trono sobrecogedor de donde procedían los relámpagos, truenos y
voces—, y encontrar allí clemencia. La ley hace que el pecado abunde, “pero cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia”.
La cruz estaba en el Sinaí: estuvo allí el trono de la gracia de Dios.
Observa
bien que es sólo “por la sangre de Jesús”
por la que “tenemos plena seguridad para entrar en
el Santuario” (Heb 10:19). Esa misma sangre indica que acercarnos
al trono de Dios o tomar su nombre en nuestros labios a la ligera significaría
una muerte tan cierta como la del israelita que se hubiera adentrado
irreverentemente en el Sinaí. Pero como hemos visto, Moisés y otros se
acercaron a Dios en Sinaí, hasta las densas tinieblas, y no murieron, lo que
evidencia que la sangre de Jesús los salvó. La corriente de vida estaba manando
de Cristo en el Sinaí, tal como sucede con el “río
limpio, de agua de vida, resplandeciente como cristal, que fluía del trono de
Dios y del Cordero” (Apoc 22:1).
Ese
río mana del corazón de Cristo, lugar donde está atesorada su ley. Cristo fue
el templo de Dios, quien moraba en su corazón. Sabemos que en Sinaí, el
manantial —el agua de vida para el pueblo— procedía de Cristo, y aquella sangre
y el agua (que “concuerdan”) procedieron de
su costado herido en el Calvario: un manantial viviente para la vida del mundo.
Aunque la cruz del Calvario es la manifestación más sublime de la tierna
misericordia y el amor de Dios hacia el hombre, no obstante, el terror del
Sinaí —los terrores del trono de Dios— estaban también allí. Hubo en el
Calvario densa oscuridad y terremoto, y el pueblo se sintió sobrecogido por el
pánico, porque Dios manifestó allí las funestas consecuencias de la violación
de su ley. La ley, con su terror para los malhechores, estuvo en el Calvario
tan ciertamente como en el Sinaí: estuvo en medio del trono de Dios.
Cuando
Juan vio el templo y el grandioso trono de Dios en el cielo, contempló “en medio del trono” a “un
Cordero como inmolado” (Apoc 5:6). Por lo tanto, el río de agua
de vida en medio del trono de Dios, procede de Cristo tal como sucedió en el
Sinaí y en el Calvario. El Sinaí, el Calvario y Sión, tres montes sagrados de
Dios, vienen a ser coincidentes para aquel que se allega a ellos con fe. En los
tres encontramos la suprema ley de Dios, instrumento de vida o de muerte,
siéndonos entregada en dulce y refrescante manantial de vida, de forma que
podemos cantar confiadamente:
En
presencia estar de Cristo,
ver su rostro ¿qué será?
cuando al fin en pleno gozo
mi alma le contemplará.
Cara a cara espero verle
cuando venga en gloria y luz;
cara a cara allá en el cielo
he de ver a mi Jesús.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 10 diciembre 1896
(índice)
Los pactos de la promesa
“Acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en
cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión
hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la
ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin
Dios en el mundo” (Efe 2:11-12).
Una
idea muy extendida es la de que Dios tiene un pacto con los judíos y otro con
los gentiles; que hubo un tiempo cuando el pacto con los judíos excluía
totalmente a los gentiles, pero que ahora se ha hecho otro pacto que concierne
principalmente —si no de forma exclusiva— a los gentiles; en definitiva, que
los judíos están —o estaban— bajo el viejo pacto, mientras que los gentiles
están bajo el nuevo. Los versículos precedentes demuestran que esa idea es un
gran error de principio a final.
De
hecho, los gentiles no tienen como tales parte alguna en los pactos de la
promesa de Dios. El ‘sí’ está en Cristo.
“Porque todas las promesas de Dios son en él ‘sí’, y en él
‘Amén’, por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2 Cor 1:20).
Los
gentiles son los que están sin Cristo, por lo tanto, son “ajenos a los pactos de la promesa”. Ningún gentil
tiene parte alguna en ningún pacto de la promesa. Pero todo el que quiera puede
acudir a Cristo y ser participante de las promesas, ya que Cristo dice:
“Al que a mí viene, no lo echo fuera” (Juan 6:37).
Ahora
bien, cuando el gentil hace así, sea cual sea su nacionalidad, deja de ser
un gentil y viene a ser un miembro “de la
ciudadanía de Israel”.
Es
preciso observar que el judío según la acepción común del término, es decir, el
miembro de la nación judía como tal —nación que rechazó a Cristo— no tiene más
parte en las promesas de Dios —o en los pactos de la promesa— que si fuera
gentil. Eso equivale a decir que nadie tiene parte en las promesas, excepto si
las acepta. Cualquiera que esté “sin Cristo”,
llámese judío o gentil, está también “sin esperanza
y sin Dios en el mundo” y es ajeno a los pactos de la promesa y a la
ciudadanía de Israel. Así lo afirma el texto introductorio. Uno debe estar en
Cristo a fin de participar en los beneficios de “los
pactos de la promesa” y de “la ciudadanía de
Israel”. Ser “un verdadero israelita”
(Juan 1:47), por lo tanto, es sencillamente ser un cristiano. Eso es tan
cierto para quienes vivían en tiempos de Moisés o en los de Pablo, como para
los que viven hoy.
Es
posible que alguien se pregunte: ‘¿Qué hay del pacto hecho en el Sinaí? ¿Es el
mismo pacto bajo el que viven los cristianos? ¿Es un pacto tan bueno como el
segundo? ¿No leemos acaso que tenía “defecto”?
Si era defectuoso, ¿cómo podrían venir por su medio la vida y la salvación?’
Son
muy buenas preguntas, y tienen todas ellas fácil respuesta. Es un hecho
innegable que en el Sinaí abundó la gracia, “la
gracia de Dios que trae salvación” (Tito 2:11), dado que Cristo
estuvo allí en toda su plenitud de gracia y verdad. La gracia y la verdad se
besaron allí, y la justicia y la paz fluyeron como un río. Pero no fue en
virtud del pacto hecho en Sinaí como estuvieron allí la gracia y la paz.
Ese pacto no trajo nada al pueblo, si bien todo estaba allí disponible para que
pudieran disfrutarlo.
El
valor comparativo de los dos pactos que guardan la relación mutua de “primero” y “segundo”,
o “viejo” y “nuevo”,
se presenta en términos claros en el libro de Hebreos, que describe a Cristo
como Sumo Sacerdote y contrasta su sacerdocio con el de los hombres. Aquí están
enumerados algunos de los puntos de superioridad de nuestro gran Sumo Sacerdote,
por comparación con los sacerdotes terrenales:
1.
“Los otros ciertamente sin juramento fueron hechos
sacerdotes; pero este, con el juramento del que le dijo: ‘Juró el Señor y no se
arrepentirá: tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec’”
(Heb 7:21).
2.
Eran sacerdotes durante un período breve “debido a
que por la muerte no podían continuar” (Heb 7:23), haciendo
necesaria su continua sucesión. Pero Cristo, “por
cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable”. Los
sacerdotes terrenales ejercían su sacerdocio por tanto tiempo como vivían, pero
su vida era breve. También Cristo continúa su sacerdocio mientras viva, pero él
“permanece para siempre”.
3.
Los sacerdotes levíticos eran constituidos “conforme
a la ley meramente humana” (Heb 7:16). Su sacerdocio era sólo
externo, en la carne. Podían tratar con el pecado solamente en su manifestación
exterior, lo que es menos que nada. Pero Cristo es Sumo Sacerdote “según el poder de una vida indestructible” (Heb
7:16), una vida capaz de salvar eternamente. Cristo ministra la ley en el
Espíritu.
4.
Eran ministros de un santuario meramente terrenal construido por el hombre.
Cristo “se sentó a la diestra del trono de la
Majestad en los cielos. Él es ministro del santuario y de aquel verdadero
tabernáculo que levantó el Señor y no el hombre”.
5.
Se trataba de hombres pecadores, como demostraba su mortalidad. Por contraste,
Cristo “fue declarado Hijo de Dios con poder según
el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Rom
1:4), de forma que es “santo, inocente, sin
mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos” (Heb
7:26).
“Por tanto, Jesús es hecho fiador de un mejor pacto”
(Heb 7:22). El pacto del que Cristo es ministro, es mejor que aquel del
que los sacerdotes levíticos eran ministros, debido a que el ministerio de
estos surgió solamente tras el pacto hecho en Sinaí. Eso equivale a decir que
el pacto en el que Cristo ministra como Sumo Sacerdote es mucho mejor que el
pacto que vine desde el Sinaí, en la medida en que Cristo es superior al hombre,
el cielo superior a la tierra y el santuario celestial superior al terrenal. En
la medida en que las obras de Dios son mejores que las obras de la carne, “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús” (Rom
8:2) es mejor que “la ley meramente humana”
(Heb 7:16); la vida eterna es mejor que esta otra vida descrita como “neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se
desvanece” (Sant 4:14); y el juramento divino es mejor que la
palabra del hombre.
La diferencia
Podemos
leer ahora en qué consiste esa gran diferencia:
“Tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de
un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas. Si aquel primer pacto
hubiera sido sin defecto, ciertamente no se habría procurado lugar para el
segundo, pues reprendiéndolos dice: ‘Vienen días —dice el Señor— en que
estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto. No como el
pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de
la tierra de Egipto. Como ellos no permanecieron en mi pacto, yo me desentendí
de ellos —dice el Señor. Por lo cual, este es el pacto que haré con la casa de
Israel después de aquellos días —dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de
ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios y ellos me
serán a mí por pueblo. Ninguno enseñará a su prójimo ni ninguno a su hermano,
diciendo: ‘Conoce al Señor’, porque todos me conocerán, desde el menor hasta el
mayor de ellos, porque seré propicio a sus injusticias y nunca más me acordaré
de sus pecados ni de sus maldades’” (Heb 8:6-12).
Ninguno
de estos hechos prominentes escapará a la atención del lector diligente:
1.
Ambos pactos se hacen exclusivamente con Israel. Los gentiles, como ya
hemos visto, son “ajenos a los pactos de la promesa”.
Se suele admitir, e incluso se insiste en que los gentiles no tienen nada que
ver con el viejo pacto; pero en realidad tienen aun menos que ver con el nuevo.
2.
Ambos pactos se hacen “con la casa de Israel”.
No con unos pocos individuos; no con una nación dividida, sino “con la casa de Israel y la casa de Judá”; es
decir, con todo el pueblo de Israel. El primer pacto se hizo con toda la casa
de Israel antes de que se dividiera; el segundo se hará cuando Dios haya
congregado a los hijos de Israel de entre los paganos, y haya hecho de ellos
una nación: “Haré de ellos una sola nación en la
tierra... Nunca más estarán divididos en dos reinos” (Eze 37:22 y
26). Diremos más al respecto según avancemos en el estudio.
3.
Ambos pactos contienen promesas y están fundados en ellas.
4.
El “nuevo pacto” es mejor que el que se hizo
en Sinaí.
5.
Es mejor, debido a que son mejores las promesas en las que se basa.
6.
Al comparar los términos del nuevo pacto con los del viejo se hace evidente que
la finalidad deseada es la misma. El viejo decía: “Si
dais oído a mi voz y guardáis mi pacto”. El nuevo dice: “Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón
las escribiré”. Ambos se refieren a la ley de Dios. Los dos incluyen la
santidad como objetivo, con las recompensas que conlleva. En el pacto del Sinaí
se dijo a Israel: “Me seréis un reino de sacerdotes
y gente santa” (Éxodo 19:5-6). Eso es precisamente el pueblo de
Dios: “Linaje escogido, real sacerdocio, nación
santa, pueblo adquirido” (1 Ped 2:5 y 9).
Pero
las promesas del pacto de Sinaí nunca se cumplieron, precisamente por la razón
de que tenían “defecto”. Las promesas de
aquel pacto dependían del pueblo. Los hijos de Israel dijeron: “Haremos todo lo que Jehová ha dicho” (Éxodo
19:8 y 24:7). Prometieron guardar los mandamientos de Dios a pesar
de haber demostrado ya su incapacidad para hacer nada por ellos mismos. Con las
promesas que hicieron de guardar la ley, sucede como con la propia ley: “Era débil por la carne” (Rom 8:3). La
fuerza de ese pacto, por lo tanto, era sólo la fuerza de la ley, y eso
significa la muerte.
¿Por qué el pacto en Sinaí?
¿Por
qué, entonces, se hizo aquel pacto? –Por la misma razón por la que se promulgó
la ley en Sinaí: “A causa de las transgresiones”
(Gál 3:19). El Señor declara: “No
permanecieron en mi pacto”. Habían tomado a la ligera el “pacto eterno” que Dios hizo con Abraham; por lo
tanto, Dios hizo este otro con ellos a modo de testimonio en su contra.
Ese
“pacto eterno” que Dios hizo con Abraham era
un pacto de fe. Era eterno, por lo tanto, la proclamación de la ley no podía
abrogarlo. Fue confirmado mediante el juramento divino, por lo tanto la ley
nada podía añadirle. Debido a que la ley no añadía nada a aquel pacto, y no
obstante la ley no iba contra las promesas, concluimos que la ley estaba ya
contenida en las promesas. El pacto de Dios con Abraham le aseguraba a él y a
su descendencia la justicia de la ley por la fe. No por obras, sino por la fe.
El
pacto con Abraham era tan amplio en su alcance, que abarcaba a todas las
naciones, a “todas las familias de la tierra”
(Gén 12:3). Es mediante ese pacto —respaldado por el juramento de Dios—
por el que tenemos ahora confianza y esperanza al acudir a Jesús, en quien fue
confirmado. Es únicamente en virtud de ese pacto por el que todo hombre recibe
la bendición de Dios, puesto que lo que hace la cruz de Cristo es traernos la
bendición de Abraham.
Se
trataba de un pacto íntegramente de fe, y es por ello que nos asegura la
salvación, “porque por gracia sois salvos por medio
de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que
nadie se gloríe” (Efe 2:8-9). La historia de Abraham enfatiza el
hecho de que la salvación viene enteramente de Dios y no del poder del hombre.
“De Dios es el poder” (Sal 62:11); y
el evangelio “es poder de Dios para salvación de
todo aquel que cree” (Rom 1:16). Mediante la experiencia de
Abraham, de Isaac y de Jacob, se nos hace saber que sólo el propio Dios
puede cumplir las promesas de Dios. Nada podían obtener los hijos de Israel
mediante su propia sabiduría, destreza o poder: todo era un don de Dios. Él era
quien los dirigía y protegía.
Esa
era la verdad que se había hecho más prominente en la liberación de los hijos
de Israel de Egipto. Dios se presentó a ellos como “Jehová,
el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de
Jacob” (Éxodo 3:15); y encargó a Moisés que les hiciera saber que
iba a librarlos en cumplimiento de su pacto con Abraham. Dios habló a Moisés y
le dijo:
“Habló todavía Dios a Moisés, y le dijo: Yo soy Jehová. Y
aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, mas en mi nombre
Jehová no me di a conocer a ellos. También establecí mi pacto con ellos, de
darles la tierra de Canaán, la tierra en que fueron forasteros, y en la cual
habitaron. Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes
hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto. Por tanto, dirás a los
hijos de Israel: Yo soy Jehová; y yo os sacaré de debajo de las tareas pesadas
de Egipto, y os libraré de su servidumbre, y os redimiré con brazo extendido, y
con juicios grandes; y os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios; y vosotros
sabréis que yo soy Jehová vuestro Dios, que os sacó de debajo de las tareas
pesadas de Egipto. Y os meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando
que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob; y yo os la daré por heredad. Yo Jehová”
(Éxodo 6:2-8).
Lee
de nuevo las palabras de Dios, justo antes de establecerse el pacto en Sinaí:
“Así dirás a la casa de Jacob y anunciarás a los hijos de
Israel: ‘Vosotros visteis lo que hice con los egipcios, y cómo os tomé sobre
alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si dais oído a mi voz y
guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos,
porque mía es toda la tierra. Vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente
santa’” (Éxodo 19:4-6).
Observa
la insistencia de Dios en el hecho de que era él mismo quien había obrado todo
lo realizado en favor de ellos. Los había librado de los egipcios y los había
traído hacia sí. Eso es lo que olvidaban continuamente, como indica su
murmuración. Habían llegado a cuestionar si el Señor estaba entre ellos o no; y
su murmuración era siempre indicativa de su inclinación a pensar que podían
manejarse mejor de lo que Dios podía hacerlo. Dios los había conducido hacia el
Mar Rojo por el desfiladero montañoso, y también al desierto en donde faltaba
el agua y la comida, y les había suplido sus necesidades en todo momento a fin
de llevarlos a que comprendieran que sólo podían vivir por la palabra de él (Deut
8:3).
El
pacto que Dios hizo con Abraham se basaba en la fe y la confianza. “Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia”.
Así, cuando Dios, en cumplimiento de ese pacto, liberaba a Israel de la
esclavitud, en todo su trato con ellos tenía el propósito de enseñarles a
confiar en él de forma que pudieran ser verdaderamente hijos del pacto.
Una lección de confianza
La
respuesta del pueblo consistió en la confianza propia. Lee el registro de su
desconfianza en Dios en el Salmo 106. Él los había probado en el Mar
Rojo, en el don del maná y en las aguas de Meriba. En cada caso habían fallado
en confiar plenamente en él. Ahora los iba a probar una vez más en la entrega
de la ley. Como hemos visto ya, Dios nunca pretendió que el hombre procurara
la justicia a partir de la ley, ni que creyera eso posible. En la entrega
de la ley, tal como indican todas las circunstancias que la acompañaron, Dios
tenía el propósito de que los hijos de Israel y también nosotros
comprendiéramos que la ley está infinitamente más allá del alcance del esfuerzo
humano; y su propósito incluye lo siguiente: puesto que para la salvación que
el Señor prometió es esencial que guardemos sus mandamientos, él mismo cumplirá
la ley en nosotros. Estas son las palabras de Dios:
“Oye, pueblo mío, y te amonestaré. ¡Si me oyeras, Israel!
No habrá en ti dios ajeno ni te inclinarás a dios extraño” (Sal
81:8-9).
“Inclinad vuestro oído y venid a mí; escuchad y vivirá
vuestra alma” (Isa 55:3).
Su
palabra transforma el alma, que pasa desde la muerte al pecado a la vida de
justicia, de igual forma en que hizo salir a Lázaro de su tumba.
Una
lectura atenta de Éxodo 19:1-6 muestra que no hay indicación alguna
de que fuese a establecerse otro pacto distinto. Al contrario. El Señor
hizo referencia a su pacto —el pacto que había hecho con Abraham mucho tiempo
antes— y los exhortó a que lo guardaran, explicitando cuál sería el resultado
de hacerlo así. El pacto con Abraham era, tal como ya hemos visto, un pacto de
fe, y podían guardarlo únicamente guardando la fe. Dios no les pidió que
entraran en otro pacto con él, sino que aceptaran su pacto de paz, pacto
que había dado a los padres desde antiguo.
Por
consiguiente, la respuesta apropiada del pueblo debiera haber sido: ‘Amén,
Señor; sea hecho con nosotros según tu voluntad’. Pero en lugar de ello,
dijeron: “Haremos todo lo que Jehová ha dicho”,
y repitieron con énfasis renovado la promesa que habían hecho, incluso después
de haber escuchado la proclamación de la ley. Se trataba de la misma confianza
propia que hizo que sus descendientes dijeran a Cristo: “¿Qué haremos hacer para que obremos las obras de Dios?”
(Juan 6:28). ¡Daban por sentado que el hombre mortal es capaz de hacer
las obras de Dios! Cristo les respondió:
“Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha
enviado”.
Lo
mismo sucedía en el desierto de Sinaí cuando se dio la ley y se hizo el pacto.
El
que se atribuyeran la responsabilidad de obrar las obras de Dios denotaba falta
de aprecio hacia su grandeza y santidad. Es sólo cuando el hombre es ignorante
de la justicia de Dios, cuando está pronto a establecer la suya propia y rehúsa
someterse a la de Dios (Rom 10:3). Las promesas de ellos eran peor que
inútiles, dado que carecían del poder para cumplirlas. Por lo tanto, el pacto
que estaba basado en esas promesas era rematadamente inútil en lo concerniente
a darles vida. Todo cuanto podían obtener de ese pacto era exactamente lo que
podían obtener de ellos mismos, que no es otra cosa que la muerte. Confiar en
eso equivalía a hacer un pacto con la muerte, a hacer un convenio con la tumba.
Su compromiso con ese pacto fue una virtual notificación al Señor de que se las
podían arreglar muy bien sin él, que eran capaces de cumplir toda promesa que
hicieran.
Pero
Dios no los abandonó “porque él me dijo:
‘Ciertamente mi pueblo son, hijos que no mienten’. Y fue su salvador” (Isa
63:8). El Señor sabía que los movían buenas intenciones al hacer aquella
promesa, y que no se daban cuenta de su significado. Tenían celo por Dios, pero
no conforme a ciencia (Rom 10:2). Él los había sacado de la tierra de
Egipto a fin de enseñarles a conocerle, y no se indignó con ellos debido a su
lentitud en aprender la lección. Había sido paciente con Abraham cuando este
pensaba que podía cumplir por él mismo los planes de Dios, y lo había sido
también con Jacob en su ignorancia al pensar que la heredad de Dios se podía
obtener mediante la astucia y el fraude. Ahora era paciente con la ignorancia y
la falta de fe de los hijos de Abraham y de Jacob a fin de poderlos hacer venir
a la fe.
La compasión divina
Dios
va al encuentro de los seres humanos en el punto en donde están. Es “paciente con los ignorantes y extraviados” (Heb
5:2). En todo tiempo y lugar intenta atraer a todos hacia sí sin importar
lo depravados que puedan ser; por lo tanto, cuando aprecia aunque sea el más
débil indicio de disposición o deseo de servirle, lo alimenta inmediatamente,
haciendo lo mejor por llevar al alma a un amor superior y a un conocimiento más
perfecto. Así, aunque los hijos de Israel fracasaron en la prueba decisiva de
su confianza en Dios, el Señor hizo lo mejor posible con el deseo expreso que
ellos tenían de servirle, aunque estuviera formulado en el esquema imperfecto y
débil que ellos escogieron. Debido a su incredulidad no pudieron disfrutar de
todo lo que Dios había dispuesto que tuvieran; pero lo que obtuvieron a pesar
de su falta de fe quedó como perenne recordatorio de lo que habrían podido
obtener si hubieran creído plenamente. Debido a su ignorancia de la grandeza de
la santidad del Señor, expresada en su promesa de cumplir la ley, Dios
procedió, mediante la proclamación de la ley, a hacerles ver la grandeza de su
justicia y la absoluta imposibilidad de que ellos mismos obraran esa justicia.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 17 diciembre 1896
(índice)
El velo y la sombra
“Si todavía nuestro evangelio está velado, entre los que
se pierden está velado. El dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos
para que no vean la luz del evangelio de la gloria de Cristo, que es la imagen
de Dios” (2 Cor 4:3-4).
“Descendió Moisés del monte Sinaí con las dos tablas del
Testimonio en sus manos. Al descender del monte, la piel de su rostro
resplandecía por haber estado hablando con Dios, pero Moisés no lo sabía”
(Éxodo 34:29).
Tras
haber estado hablando con Dios, el rostro de Moisés resplandecía incluso
después de abandonar la presencia inmediata de Dios.
“Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés, y al
ver que la piel de su rostro resplandecía, tuvieron miedo de acercarse a él.
Entonces Moisés los llamó; Aarón y todos los príncipes de la congregación se
acercaron a él, y Moisés les habló. Luego se acercaron todos los hijos de
Israel, a los cuales mandó todo lo que Jehová le había dicho en el monte Sinaí.
Cuando acabó Moisés de hablar con ellos, puso un velo sobre su rostro. Cuando
Moisés iba ante Jehová para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía.
Al salir, comunicaba a los hijos de Israel lo que le era mandado. Al mirar los
hijos de Israel el rostro de Moisés, veían que la piel de su rostro
resplandecía, y entonces Moisés volvía a ponerse el velo sobre el rostro, hasta
que entraba a hablar con Dios” (v. 30-35).
La
incredulidad ciega la mente. Actúa como un velo que atenúa la luz. Es sólo por
la fe como comprendemos. Moisés tenía una fe profunda y consistente; por lo
tanto, “se sostuvo como viendo al invisible”
(Heb 11:27). No tenía necesidad alguna de velar su rostro aun en la
presencia inmediata de la gloria de Dios. El velo con el que cubría su rostro
cuando hablaba con los hijos de Israel lo llevaba solamente por causa de ellos,
debido a que su rostro brillaba de forma que no podían mirarlo. Pero se
retiraba el velo cuando regresaba para hablar con el Señor.
El
velo en el rostro de Moisés era una concesión a la debilidad del pueblo. De no
haberlo llevado, cada uno de ellos se habría visto obligado a poner un velo
sobre su propio rostro a fin de poder acercarse a escuchar a Moisés. No eran
capaces, como lo fue Moisés, de contemplar la gloria del Señor a cara
descubierta. Por lo tanto, para fines prácticos, cada uno de ellos llevaba un
velo en su propio rostro. Moisés, por contraste, no lo llevaba.
Ese
velo en los rostros de los hijos de Israel representaba la incredulidad que
albergaban sus corazones. Se puede decir, por lo tanto, que el velo estaba en
sus corazones. “El entendimiento de ellos se embotó”,
“y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés,
el velo está puesto sobre el corazón de ellos” (2 Cor 3:14-15).
Eso no sólo es cierto del pueblo judío, sino de todos cuantos son incapaces de
ver a Cristo en todos los escritos de Moisés.
Un
velo que se interpone entre la luz y el pueblo, deja a este en la sombra. Así,
cuando los hijos de Israel interpusieron el velo de incredulidad entre ellos y
“la luz del evangelio de la gloria de Cristo”
(2 Cor 4:4) sólo pudieron obtener la sombra de esa luz. Recibieron
solamente la sombra de los bienes que les habían sido prometidos, en lugar de
la propia sustancia de ellos. Analicemos cuáles fueron algunas de las sombras,
por contraste con las realidades.
Sombra y realidad
1.
Dios les había dicho: “Si dais oído a mi voz y
guardáis mi pacto... vosotros me seréis un reino de sacerdotes” (Éxodo
19:5-6). Pero nunca fueron un reino de sacerdotes. Sólo una tribu —la de
Leví— podía tener algo que ver con el santuario, y de esa tribu solamente una
familia —la de Aarón— podía tener sacerdotes. Cualquiera que pretendiera servir
como sacerdote en la forma que fuera sin pertenecer a la familia de Aarón, se
enfrentaba a una muerte segura. No obstante, todos los que son realmente hijos
de Dios mediante la fe en Jesucristo son “sacerdocio
santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de
Jesucristo” (1 Ped 2:5). Eso es lo que Dios prometió en el Sinaí
a la nación judía; pero nunca lo alcanzaron debido a que no guardaron el pacto
divino de la fe, sino que confiaron en sus propias fuerzas.
2.
En lugar de ser llevados al santuario celestial que estableció la mano de Dios
para ser plantados allí, tuvieron un santuario terrenal hecho por el hombre, y
ni siquiera en este se les permitía entrar.
3.
El trono de Dios del santuario celestial es un trono viviente con movimiento
propio, que va y viene como relámpago en respuesta inmediata a los designios
del Espíritu (Ezequiel 1). Por el contrario, lo que tenían en el
santuario terrenal no era sino la débil representación de ese trono en la forma
de un arca de madera y oro que necesitaba ser transportada sobre hombros
humanos.
4.
En el pacto con Abraham que el pueblo de Dios había de guardar, la promesa
consistía en que la ley sería puesta en sus corazones. Pero los hijos de Israel
obtuvieron la ley en tablas de piedra. En lugar de recibir por la fe “la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús” (Rom
8:2), es decir, la “piedra viva” en
medio del trono de Dios (1 Ped 2:3-4; Apoc 5:6) que les habría
impartido vida y habría hecho de ellos piedras vivientes, recibieron la ley
solamente en tablas de fría piedra, desprovista de vida, que no podía traerles
otra cosa excepto la muerte.
5.
Resumiendo, en lugar del ministerio de la justicia de Dios en Cristo,
recibieron sólo el ministerio de muerte (2 Cor 3:7-18), porque lo mismo
que es sabor de vida para el que cree, es sabor de muerte para quien no lo
hace.
Pero
observa la bondad y misericordia de Dios incluso en eso: les estaba ofreciendo
los brillantes rayos de su glorioso evangelio y respondieron interponiendo un
velo de incredulidad, de forma que sólo pudieron recibir la sombra. Sin
embargo, esa misma sombra era un continuo recordatorio de la realidad. Cuando
una densa nube arroja su sombra sobre la tierra, sabemos —si reflexionamos— que
sería imposible que diese una sombra de no ser por la presencia del sol, de
forma que aun la propia nube proclama la existencia del sol. Por lo tanto, si
la gente en nuestros días no fuese tan ciega como lo fueron casi siempre los
hijos de Israel, estaría continuamente gozándose en la luz del rostro de Dios,
puesto que incluso la más negra nube es prueba de la presencia de la luz, y la
fe siempre tiene por efecto que la nube se disipe, o bien que se vea en ella el
arco de la promesa.
El testimonio de Dios y la incredulidad
Era
preferible que los judíos tuvieran la ley, aunque fuera como un testimonio en
su contra, a que no la tuvieran en absoluto. El que se les hubieran confiado
los oráculos de Dios significaba para ellos una gran ventaja en todo respecto (Rom
3:2). Es preferible que esté presente la ley y reprenda nuestros pecados
señalando el camino de justicia, que estar enteramente sin ella. Así, los
judíos, en su incredulidad, estaban en ventaja con respecto a los paganos:
Tenían “en la ley la forma del conocimiento y de la
verdad” (Rom 2:20). Si bien es cierto que esa forma no podía
salvarlos, y no hacía sino agravar su condenación si rechazaban la instrucción
para cuyo fin estaba designada, era no obstante una ventaja en el sentido de
que era para ellos un continuo testimonio de Dios. Dios no dejó a los paganos
sin testimonio, por cuanto les habló también a ellos mediante las cosas que
había creado, predicándoles el evangelio en la creación; pero el testimonio que
dio a los judíos, además del precedente, era la imagen misma de las realidades
eternas del propio Dios.
Y
las realidades mismas eran para su pueblo. Únicamente el velo de incredulidad
en sus corazones evitó que recibieran la sustancia en lugar de recibir
meramente la sombra; pero Cristo quita ese velo (2 Cor 3:15), y él
estuvo allí presente con ellos. Allí donde el corazón se vuelva hacia el Señor,
será quitado el velo. Hasta el más ciego puede ver que el santuario del viejo
pacto y las ordenanzas del servicio divino con él relacionadas no eran las
realidades que Dios prometió dar a Abraham y a su descendencia. Por lo tanto,
podían haberse vuelto cabalmente al Señor tal como hicieron algunos individuos
en la historia de Israel.
Moisés
habló con Dios llevando el rostro descubierto. Mientras que los demás se
mantenían a distancia, Moisés se acercaba. Es sólo mediante la sangre de Cristo
como puede uno acercarse. Por su sangre tenemos valor para entrar en el
santísimo: la morada secreta de Dios. El hecho de que Moisés procedió como lo
hizo, demuestra el conocimiento y confianza que tenía en el poder de esa
preciosa sangre. Pero la sangre que otorgaba valentía y acceso a Moisés podía
haber hecho lo mismo en favor de todos los demás si hubieran creído como hizo
él.
No
olvides que una sombra es indicativa de la presencia del brillante sol. Si la
gloria de la justicia de Dios no hubiera estado presente en su plenitud, ni
siquiera la sombra habría podido estar al alcance del pueblo de Israel. Y dado
que la incredulidad fue la causa de la sombra, la fe los habría llevado
directamente a la plenitud del sol, habiendo podido ser “para alabanza de la gloria de su gracia” (Efe
1:6).
Moisés
contempló la gloria a rostro descubierto, y esa gloria lo transformó. Así, si
creemos,
“nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y
reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria
en gloria en su misma imagen, por la acción del Espíritu del Señor” (2
Cor 3:18).
Tal
habría podido suceder con los hijos de Israel si hubieran creído, puesto que
Dios no hace acepción de personas. Lo que Moisés tuvo, lo habrían podido tener
todos.
Lo que fue abolido
“El fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel
que cree” (Rom 10:4). Cristo “quitó
la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2
Tim 1:10), y ese evangelio le fue predicado a Abraham y a Israel en Egipto
y en el desierto. Pero debido a la incredulidad del pueblo, no podían fijar “la vista en el fin de aquello que había de desaparecer”
(2 Cor 3:13). Debido a no aferrarse de Cristo por la fe, obtuvieron la
ley solamente como el “ministerio de muerte”
(v. 7) en lugar de obtener “la ley del
Espíritu de vida en Cristo Jesús” (Rom 8:2).
La
gente habla de “la era del
evangelio” o de la “dispensación
del evangelio” como si el evangelio fuera una idea sobrevenida a
posteriori por parte de Dios, o en el mejor caso como algo que Dios mantuvo
por mucho tiempo fuera del alcance de la humanidad. Pero las Escrituras nos
enseñan que la “dispensación
evangélica” abarca desde el Edén perdido hasta el Edén restaurado.
Sabemos que “será predicado este evangelio del
Reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá
el fin” (Mat 24:14). Ahí tenemos el final, pero el principio tuvo
lugar cuando el hombre cayó. El apóstol Pablo dirige nuestra atención al hombre
en su estado primero, coronado de gloria y honor, y puesto sobre las obras de
las manos de Dios. Dirigiendo nuestra atención al hombre en el Edén, en su
señorío sobre todo aquello que podía ver, el apóstol continúa así: “Todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas”
(Heb 2:8). ¿Por qué no? Porque el hombre cayó, perdiendo el reino y la
gloria. Pero miramos aún a donde vimos primeramente al hombre en la gloria y el
poder de la inocencia, y en donde lo vimos pecar y quedar destituido de la
gloria de Dios, y “vemos... a Jesús”. Cristo
vino a buscar y a salvar lo que se perdió; y ¿dónde había de buscarlo, si no es
donde se perdió? Él vino a salvar al hombre de la caída; por lo tanto, vino
necesariamente allí donde el hombre cayó. Allí donde abundó el pecado,
sobreabundó la gracia. Así, la “dispensación evangélica”, con la cruz de Cristo
derramando la luz de la gloria de Dios en las tinieblas del pecado, viene desde
la caída de Adán. Allá donde cayó el primer Adán, se levanta el segundo Adán,
ya que allí está erigida la cruz.
“Por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un
hombre la resurrección de los muertos”, ya que el segundo hombre Adán es
espíritu que da vida (1 Cor 15:21 y 45), es “la resurrección y la vida” (Juan 11:25).
Por lo tanto, en Cristo fue abolida la muerte y salió a la luz la vida y la
inmortalidad por el evangelio el día mismo en que Adán pecó. De no
haber sucedido así, Adán hubiera perecido allí mismo. Abraham y Sara
demostraron en sus propios cuerpos que Dios había abolido la muerte, pues ambos
experimentaron el poder de la resurrección, gozándose por ver el día de Cristo.
Por lo tanto, la “dispensación evangélica” estaba en su plena gloria en un
tiempo de la historia del mundo como el del Sinaí. Cualquier otra dispensación
en la que la gente pueda haber militado que no sea la evangélica, lo ha sido
únicamente por la dureza e impenitencia de su corazón, que desprecia las
riquezas de la bondad y paciencia de Dios y atesora para sí ira para el día de
la ira.
Así,
en el Sinaí, en Cristo fue quitado el ministerio de muerte. La ley fue dada “en manos de un Mediador” (Gál 3:19), de
forma que significaba vida para todos los que la recibieran en Cristo. Fue
abolida la muerte que viene por el pecado, la potencia de la cual está en la
ley (1 Cor 15:56), y en su lugar se estableció la vida para todo aquel
que creyera, fueran pocos o muchos en número.
Pero
no hay que olvidar que si bien el evangelio brilló en su plena gloria en el
Sinaí, también la ley —tal como fue dada en el Sinaí— está siempre presente en
el evangelio. La ley escrita en tablas de piedra no era más que una sombra; no
obstante, era una sombra exacta de la ley viviente en la Piedra viva,
Jesucristo. Dios quiere que todos sepan, allí donde sea oída su voz, que la
justicia que la obediencia de Cristo imparte al creyente es la justicia que
describe la ley proclamada en el Sinaí. Ni una sola letra de ella puede ser
alterada. Es una fotografía exacta del carácter de Dios en Cristo. Una
fotografía no es más que una sombra, es cierto; pero si la luz es clara, se
trata de una representación exacta de alguna realidad. En este caso se trataba
de “la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el
cual es la imagen de Dios” (2 Cor 4:4), a fin de que podamos
saber que los diez mandamientos son la forma exacta y literal de la justicia de
Dios. Nos describen precisamente lo que el Espíritu Santo grabará en letras
brillantes y vivientes sobre las tablas de carne de nuestros corazones, si es
que están sensibilizadas mediante una fe sincera.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 24 diciembre 1896
(índice)
Dos leyes
Por
lo que precede es evidente que así como hay dos pactos, también hay dos leyes.
Ambas leyes se relacionan la una con la otra de la misma forma en que lo hacen
los pactos. Una es la sombra de la otra, es el resultado de poner el velo de
incredulidad ante la Luz de la vida.
“Porque el mandamiento es lámpara, la enseñanza es luz, y
camino de vida son las reprensiones que te instruyen” (Prov 6:23).
Pero
Cristo es la única Luz del mundo, la Luz de la vida; de forma que sólo en él se
encuentra la ley verdadera y viviente. La ley es su vida, puesto que está en su
corazón, y del corazón mana la vida (Sal 40:8; Prov 4:23). Él es
la Piedra viva. Encontramos la personificación de la ley en él, lleno de gracia
y de verdad. La ley escrita en tablas de piedra no era más que la sombra de él,
pero era una sombra exacta y perfecta. Esa sombra nos dice exactamente lo que
vamos a encontrar en Cristo.
Aunque
la ley escrita en tablas de piedra describe la perfecta justicia de Dios, no
tiene poder para hacerse manifiesta en nosotros por más que así lo deseemos. Es
“débil por la carne” (Rom 8:3). Es un
guía fiel que nos señala el camino, pero sin llevarnos por él. En contraste, Cristo
tiene “potestad sobre toda carne” (Juan
17:2) y en él encontramos la ley tan llena de vida, que si simplemente
aceptamos que la ley es buena y confesamos que Cristo ha venido en la carne, se
manifestará a sí misma en los pensamientos, palabras y actos de nuestras vidas
a pesar de la debilidad de la carne.
Para
aquellos que solamente conocen la ley tal como está escrita en una página, y
que por consiguiente creen que a ellos les toca la tarea de cumplirla, es una
ley de obras, y como tal lo único que hace es pronunciar una maldición sobre
ellos. Pero para quienes conocen la ley en Cristo, es una ley de fe que
proclama la bendición del perdón y la paz. Reconocida solamente tal como está
escrita en tablas de piedra o en un libro, es una “ley
del pecado y de la muerte” (Rom 8:2), “porque
el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley” (1
Cor 15:56). Pero reconocida en Cristo, es “le
ley del Espíritu de vida” y “el espíritu
vive a causa de la justicia” (Rom 8:2 y 10).
Lo
que fue “grabado con letras en piedras” no
puede ser otra cosa que el “ministerio de muerte”
(2 Cor 3:7). Quien predica simplemente la ley escrita, señalando a la
gente su deber de guardarla y animándola a que haga lo mejor que puede para
cumplirla, está ministrando condenación. Pero la misma ley, escrita en las
tablas de carne del corazón “con el Espíritu del
Dios vivo” (2 Cor 3:3) “es vida y paz”
(Rom 8:6); y quien predica “que Jesucristo
ha venido en carne” (1 Juan 4:2) y que al hacer hoy morada en el
hombre sigue siendo tan obediente a la ley como lo fue hace mil ochocientos
años, es un ministro de justicia. Reconocida solamente como un código de reglas
al que debemos conformar nuestra vida, “la ley de
los mandamientos expresados en ordenanzas” (Efe 2:15) no es otra
cosa sino “yugo de esclavitud” (Gál 5:1),
porque los mejores esfuerzos por guardarla son en ellos mismos sólo pecado, ya
que “la Escritura lo encerró todo bajo pecado”
(Gál 3:22), y en cada obra hecha según nuestra propia justicia, la ley
no hace sino afirmar su presa sobre nosotros y engrosar los barrotes de nuestra
prisión. Pero “el Señor es el Espíritu; y donde
está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Cor 3:17). Por
lo tanto, en Cristo, la ley es “la perfecta ley, la
de la libertad” (Sant 1:25).
Cuando
los judíos se dispusieron en el Sinaí a obrar las obras de Dios en lugar de él,
tomaron su salvación en sus propias manos. Ignoraron la historia de Abraham y
el pacto de Dios con él, pacto a cuya consideración se les había llamado
particularmente (Éxodo 19:5). Pero Dios es paciente, no queriendo que
ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento; por lo tanto, en
consonancia con su pacto con Abraham no desechó al pueblo, sino que hizo todo
esfuerzo por instruirles acerca de él mismo y de su salvación, valiéndose
incluso de la propia incredulidad de ellos. Les dio un sistema de sacrificios y
ofrendas, y un ciclo diario y anual de ceremonias que seguían exactamente la
ley que habían elegido guardar, que es la ley de las obras.
Desde
luego, ese sistema de sacrificios no podía salvarlos más de lo que podía
hacerlo la quebrantada ley de las obras sobre la que se erigió. Todo aquel que
tuviera el entendimiento suficiente como para reconocer la naturaleza del
pecado y la necesidad de expiación, tenía la clara noción de que el perdón y la
justicia no podían jamás obtenerse mediante las ceremonias relacionadas con el
tabernáculo. El propio ofrecimiento de un sacrificio indicaba que la muerte es
la paga y fruto del pecado. Pero era evidente para todos que la vida de un
cordero, macho cabrío o carnero, no tenía el valor equivalente a la propia vida
del hombre. Por lo tanto, ninguno de esos animales ni tampoco todos ellos
juntos podía responder por la vida de un solo hombre. Ni millares de carneros,
ni siquiera el sacrificio de un ser humano, podrían expiar un solo pecado (Miq
6:6-7).
Los
fieles de entre el pueblo lo comprendían. David exclamó, tras haber cometido un
gran pecado: “No quieres sacrificio, que yo lo
daría; no quieres holocausto” (Sal 51:16). Y Dios enseñó al
pueblo mediante los profetas:
“¿Para qué me sirve, dice Jehová, la multitud de vuestros
sacrificios? Hastiado estoy de holocaustos... no quiero sangre de bueyes ni de
ovejas ni de machos cabríos” (Isa 1:11).
“Vuestros holocaustos no son aceptables ni vuestros
sacrificios me agradan” (Jer 6:20).
No
había en ellos virtud, pues la ley tenía sólo “la
sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas”, y
nunca podía “por los mismos sacrificios que se
ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan” (Heb
10:1).
Habría
sido mucho mejor si el pueblo hubiera preservado la fe firme y sincera de
Abraham y de Moisés, en cuyo caso no habrían tenido el tabernáculo terrenal,
sino “aquel verdadero tabernáculo que levantó el
Señor y no el hombre” (Heb 8:2), cuyo sumo sacerdote no es otro
que el propio Cristo hecho “sacerdote para siempre
según el orden de Melquisedec” (Heb 7:17), sin limitaciones para
el sacerdocio, de forma que cada uno de ellos hubiera podido ser un sacerdote “para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios
por medio de Jesucristo” (1 Ped 2:5) sin ninguna otra ley,
excepto “la ley del espíritu de vida en Cristo
Jesús”. En definitiva, habrían tenido sólo la realidad y no más la
sombra. Pero su incredulidad hizo necesaria una maravillosa exhibición de
bondad, amor y paciencia por parte de Dios, quien les dio lo que había de
servirles como una continua lección: que la propia “debilidad
e ineficacia” (Heb 7:18) de la ley de obras fue siempre evidente
para la persona reflexiva; y cuando el alma despertaba, esa ley cuyo único
provecho era la convicción y cuyo único poder era el de la muerte, les hablaba
de Cristo, llevándolos a él para libertad y vida. Hizo evidente para ellos que
en Cristo podían hallar salvación. La verdad que santifica es la verdad tal
cual es en Jesús.
Cómo viene el perdón
Otro
punto al que es necesario prestar particular atención, aunque ya ha sido objeto
de estudio, es que nadie recibió jamás la salvación ni el perdón de pecado
alguno por virtud de la ley de las obras o por los sacrificios relacionados con
ella. Más aun: nunca fue la voluntad de Dios que el pueblo pensara que la ley
podía salvar, y nadie de los que creyeron verdaderamente en Dios pensó de tal
forma. Samuel dijo a Saúl:
“El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar
atención mejor que la grasa de los carneros” (1 Sam 15:22).
El
profeta rey, con corazón quebrantado y contrito por la misericordia de Dios,
escribió:
“No quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres
holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón
contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal 51:16-17).
El
Señor dijo mediante Oseas:
“Misericordia quiero y no sacrificios, conocimiento de
Dios más que holocaustos” (Oseas 6:6).
En
lugar de la ofrenda de animales engordados, el Señor quería esto de su pueblo:
“Corra el juicio como las aguas y la justicia como arroyo
impetuoso” (Amós 5:24).
Recuerda
el capítulo referente a beber de la justicia de Dios.
“Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio
que Caín, por lo cual alcanzó testimonio de que era justo” (Heb 11:4).
No
es que obtuviera justicia mediante el sacrificio de las primicias de su ganado,
sino mediante la fe que le impulsó a ese sacrificio.
“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios
por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5:1).
“Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de
vosotros, pues es don de Dios” (Efe 2:8).
Y
así ocurrió desde el principio; ya que “Abraham
creyó a Jehová y le fue contado por justicia” (Gén 15:6), y lo
mismo se afirma de Enoc, de Noé y de todos los patriarcas y profetas.
Tras
la construcción del tabernáculo no se podían ofrecer sacrificios en ningún otro
sitio; sin embargo, muchos de entre el pueblo habrían de habitar necesariamente
alejados de él. Tenían que acudir allí tres veces al año para adorar, pero no
habrían de esperar a esas ocasiones para obtener el perdón de los pecados que
pudieran haber cometido mientras tanto. Estuviera donde estuviera el que
pecaba, al hacerse consciente de la plaga en su propio corazón, podía reconocer
su pecado al Señor —quien estaba siempre cerca— y experimentar tanto como
nosotros hoy, que “si confesamos nuestros pecados,
él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad”
(1 Juan 1:9). Así lo demuestra el caso de David al ser reprendido por el
profeta del Señor por su gran pecado. David dijo: “Pequé
contra Jehová”, e inmediatamente se le dio la seguridad: “También Jehová ha perdonado tu pecado” (2 Sam
12:13).
Una
vez que eso había sucedido, el alma arrepentida y perdonada podía ofrecer “sacrificios de justicia” (Sal 4:5 y 51:19)
que fueran aceptables a Dios. Entonces el Señor se complacería con las ofrendas
encendidas ofrecidas sobre su altar. ¿Por qué? Porque mostraban la gratitud del
corazón, porque eran un reconocimiento del hecho de que todo pertenece a Dios y
de que todo procede de él. En todo verdadero sacrificio subyace el principio de
que Aquel que salva el alma es abundantemente capaz de cubrir toda necesidad
física, incluso aunque resulte consumido todo vestigio de bien terrenal. No se
trata nunca de la idea de que estemos dando algo a Dios, sino de que es Dios
quien nos da a nosotros. Él es el único que realiza el verdadero sacrificio,
puesto que el único y auténtico sacrificio es el sacrificio de Cristo. Eso
quedó plenamente demostrado en todo sacrificio ofrecido. El pueblo podía ver
que no estaba enriqueciendo al Señor, pues el sacrificio resultaba consumido.
Todo aquel que ofreciera inteligentemente, todo aquel que adorara en espíritu y
en verdad, expresaba simplemente que dependía por entero de Dios tanto para la
vida presente como para la futura.
Inutilidad del viejo pacto
El
viejo pacto, por lo tanto —junto a la ley que le correspondía— no tuvo jamás
valor alguno en lo que respecta al perdón y la salvación del pecado. Fue un pacto
quebrantado desde el mismo principio (Sal 89:39). Así lo indica el ruego
de Moisés a Dios después que los hijos de Israel se hicieron el becerro de oro
y lo adoraron. Cuando Dios dijo: “Ahora, pues,
déjame que se encienda mi ira contra ellos y los consuma”, Moisés rogó a
Dios y dijo:
“¿Por qué, Jehová, se encenderá tu furor contra tu pueblo,
el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte? ¿Por
qué han de decir los egipcios: ‘Para mal los sacó, para matarlos en los montes
y para exterminarlos de sobre la faz de la tierra’? Vuélvete del ardor de tu
ira y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac
y de Israel, tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo y les has dicho:
‘Yo multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y le daré a
vuestra descendencia toda esta tierra de que os he hablado, y ellos la poseerán
como heredad para siempre” (Éxodo 32:10-13).
No
había allí ni una sola palabra relacionada con el pacto que se acababa de hacer
[en Sinaí],
sino sólo con el pacto hecho con Abraham.
Ese ruego no dependió ni en una sola partícula de las promesas que el pueblo
había hecho, sino exclusivamente de la promesa y el juramento de Dios. Si aquel
pacto del Sinaí hubiera tenido algún valor en algún momento, habría sido sin
duda recién hecho; pero vemos que incluso entonces quedó totalmente excluido.
No tenía más poder para salvar al pueblo, del que tenía el pergamino sobre el
que fue escrito.
Jeremías
oró así muchos años después:
“Aunque nuestras iniquidades testifican contra nosotros,
Jehová, ¡actúa por amor de tu nombre! Porque nuestras rebeliones se han
multiplicado, contra ti hemos pecado”.
“Reconocemos, Jehová, nuestra impiedad y la iniquidad de
nuestros padres, porque contra ti hemos pecado. Por amor de tu nombre, no nos
deseches ni deshonres tu glorioso trono; acuérdate, no invalides tu pacto con
nosotros. ¿Hay entre los ídolos de las naciones alguno capaz de hacer llover?
¿Acaso darán lluvias los cielos? ¿No eres tú, Jehová, nuestro Dios? En ti,
pues, esperamos, pues tú has hecho todas estas cosas” (Jer 14:7 y
20-22).
Entonces
y ahora, eso es todo cuanto el Señor desea de nosotros:
“Vuélvete, rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi
ira sobre ti, porque misericordioso soy yo, dice Jehová; no guardaré para
siempre el enojo. Reconoce, pues, tu maldad, porque contra Jehová, tu Dios, te
has levantado” (Jer 3:12-13).
Era
tan cierto entonces como ahora, que “si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y
limpiarnos de toda maldad”.
La
salvación de todo judío que estuviera realmente arrepentido dependía en
todo tiempo del poder de Dios como Creador y Redentor, de su promesa y su
juramento. Ninguno de ellos pensó jamás en depender de sus propias obras o
promesas como medio de salvación. Resumiendo: desde los días de Abel hasta los
nuestros no ha habido más que un sólo camino a la vida y la salvación, una sola
manera de acudir a Dios; sólo hay un Nombre bajo el cielo, dado a los hombres,
en que podamos ser salvos (Hechos 4:12). Desde el día en que se dio a
conocer a Adán y Eva la salvación mediante la Simiente de la mujer —antes
incluso de ser expulsados del Edén— no ha habido cambio alguno en el plan de la
salvación ni en los requerimientos de Dios para la salvación, como tampoco en
el número de personas a quienes se ofreció la salvación; no más del que ha
habido en Dios mismo y en su trono en los cielos.
El
hombre ha cambiado, pero Dios no. Siempre ha habido hombres que han confiado en
sus propias palabras y promesas, y también en las ceremonias; pero eso no
demuestra que Dios quisiera tal cosa. En los días de Moisés y de Cristo, la
mayoría de los hombres confiaban principalmente en las formas y en las
ceremonias, y así sucede hoy también. Los hombres siempre han estado más ávidos
de la sombra que de la realidad. Pero eso no demuestra que en los días de la
antigüedad fuese la voluntad de Dios que los hombres se salvaran por la ley de
las obras; no más de lo que demostraría que la justificación no sea ahora por
la fe.
Más allá de la obligación
Ha
habido siempre en el hombre una tendencia a multiplicar los ritos y ceremonias.
Es el resultado inevitable de confiar en las obras para la salvación. Tal
sucedía en los días de Cristo y también en los nuestros. Cuando las personas
llegan a la conclusión de que sus obras han de salvarlos o de que ellos mismos
han de realizar las obras de Dios, no pueden estar satisfechos con hacer
aquello que indican los mandamientos de Dios. Entonces enseñan “como doctrinas mandamientos de hombres” (Mat
15:9), añadiendo continuamente mandamientos hasta que nadie puede siquiera
enumerar las “buenas obras” requeridas y aun
menos realizarlas. El yugo que ya desde el principio es amargo e insoportable,
se vuelve cada vez más pesado hasta que por fin la religión se convierte en un
objeto de mercadeo, y las personas, mediante el dinero o bien alguna otra
consideración, compran su exención de tener que realizar las obras que se les
han impuesto. Y dado que para el hombre es todavía más imposible mediante sus
propios esfuerzos cumplir los mandamientos de Dios, que cumplir los
mandamientos de los hombres, su aprecio hacia la ley de Dios pronto queda
incluso por debajo del que profesa a los preceptos de los hombres. Todo eso es
la tendencia natural e inevitable del fracaso en ver a Cristo en los escritos
de Moisés, y del fracaso en comprender que toda ceremonia que Dios les dio
tenía —a pesar de su inherente vacuidad— el propósito de impresionar a las
personas con la absoluta necesidad de depender sólo de Cristo, único en quien
se encuentra la sustancia y realidad.
La semejanza
Una
palabra más a propósito de la sombra y la sustancia: como hemos visto, la ley
dada al pueblo en el desierto de Sinaí no era más que la sombra de la ley real,
que es la vida de Dios. Ese hecho es frecuentemente “empleado” para despreciar
la ley. Muchos parecieran pensar que, puesto que la ley no es más que la sombra
de los “bienes venideros”, debiéramos
escoger lo que sea tan opuesto a ella como nos sea posible. Pero no es esa la
lógica que se aplica a los asuntos comunes. Si tenemos una fotografía —una sombra—
de alguien a quien deseamos encontrar, no vamos a buscar personas cuyos rasgos
sean los opuestos a los del retrato, diciendo entonces: ‘Este es el hombre’.
No. Lo que hacemos es buscar a alguien cuya apariencia sea exactamente como la
del retrato; entonces sabemos que hemos encontrado a la persona. La ley real es
la vida de Dios, y la ley dada a los hijos de Israel era “la sombra de los bienes venideros” (Heb 10:1):
una fotografía del carácter de Dios.
El
único hombre en el mundo que cumple las especificaciones de esa fotografía en
todo respecto es “Jesucristo hombre” (1
Tim 2:5), en cuyo corazón estaba la ley. Él es la imagen del Dios
invisible, la imagen viviente, la Piedra viva. Acudiendo a él por la fe,
también nosotros venimos a ser hechos piedras vivas, teniendo escrita en
nosotros la misma ley que estuvo en él, ya que su Espíritu nos transforma en la
misma imagen viviente; y la ley del Sinaí escrita en tablas de piedra dará
testimonio de que la imagen es perfecta. Pero si en el particular que sea hubiera
una desviación de la perfecta fotografía, la falta de similitud sería la
demostración de que no pertenecemos a la verdadera familia de Dios.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 31 diciembre 1896
(índice)
Entrada en la tierra prometida
“Por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el
desierto” (Hechos 13:18).
En
su discurso en la sinagoga de Antioquía, el apóstol Pablo se refirió con esas
breves palabras a los cuarenta años que los israelitas vagaron por el desierto;
y para lo que nos interesa estudiar ahora los podemos pasar con igual rapidez.
Su conducta fue tal, que Dios, literalmente, los “soportó”.
Es un relato saturado de murmuración y rebelión, “por
cuanto no le habían creído ni habían confiado en su salvación” (Sal
78:22).
“¡Cuántas veces se rebelaron contra él en el desierto, y
lo enojaron en el yermo! Y volvían y tentaban a Dios, y provocaban al Santo de
Israel. No se acordaban de su mano, del día que los redimió de la angustia;
cuando manifestó en Egipto sus señales y sus maravillas en el campo de Zoán”
(v. 40-43).
A
pesar de que vieron durante cuarenta años las obras de Dios, no aprendieron sus
caminos, “por eso [dice el Señor] me disgusté contra aquella generación y dije: ‘Siempre
andan vagando en su corazón y no han conocido mis caminos’. Por tanto, juré en
mi ira: ‘No entrarán en mi reposo’” (Heb 3:10-11).
Una herencia de fe
“Y vemos que no pudieron entrar a causa de su incredulidad”
(Heb 3:19).
¿Qué
nos dice eso en cuanto a la naturaleza de la herencia a la que Dios estaba
guiando a su pueblo? Simplemente esto: que era una herencia que solamente
podían poseer los que tuvieran fe; sólo la fe podía otorgarla. En el mundo las
posesiones temporales suelen representar la ganancia de hombres incrédulos,
incluso de quienes desprecian y blasfeman a Dios. De hecho, hombres incrédulos
poseen la mayor parte de los bienes de este mundo. Muchos —además de David— han
envidiado la prosperidad de los malvados; pero un sentimiento de envidia como
ese surge solamente cuando miramos a las cosas temporales en lugar de mirar a
las eternas.
“La prosperidad de los necios los echará a perder”
(Prov 1:32).
Dios
ha elegido “a los pobres de este mundo, para que
sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que lo aman”
(Sant 2:5). La esperanza de los patriarcas estaba puesta en un reino que
“no es de este mundo” (Juan 18:36),
sino que es “mejor, esto es, celestial” (Heb
11:16). Es a ese reino o patria a donde Dios prometió guiar a su pueblo
cuando lo liberó de Egipto. Pero sólo los “ricos en
fe” podían poseerlo.
Había
llegado el tiempo en el que Dios podría llevar a cabo su propósito para con su
pueblo. Los incrédulos que habían anunciado que sus pequeños morirían en el
desierto, habían perecido, y ahora esos mismos niños que habían crecido hasta
la edad adulta, dado que habían confiado en el Señor, estaban a punto de entrar
en la tierra prometida. Después de la muerte de Moisés, Dios dijo a Josué:
“Levántate y pasa este Jordán, tú y todo este pueblo,
hacia la tierra que yo les doy a los hijos de Israel. Yo os he entregado, tal
como lo dije a Moisés, todos los lugares que pisen las plantas de vuestros pies”
(Josué 1:2-3).
Cruzando el Jordán
Pero
el Jordán se interponía entre ellos y la tierra a la que habían de ir con todos
sus pequeños y ganados. El río estaba en su fase más crecida, desbordándose por
las riberas, y no había puentes; pero el mismo Dios que había conducido a su
pueblo a través del Mar Rojo seguía guiándolos aún, y era tan poderoso como
entonces para obrar maravillas. Todos en el pueblo ocuparon sus puestos según
la instrucción que el Señor había dado. Los sacerdotes que llevaban el arca
iban unos novecientos metros adelantados a la multitud. Se dirigieron al río,
que seguía discurriendo por su cauce. Llegaron al borde de la corriente y las
aguas no retrocedieron ni un ápice. Pero ese pueblo había aprendido a confiar
en el Señor, y puesto que él les había dicho que avanzaran, no dudaron ni por
un instante. Entraron en el agua a pesar de saber que era profunda como para no
tocar fondo, y con una corriente de la suficiente intensidad como para
arrastrarlos. No era su parte el considerar las dificultades, sino obedecer al
Señor, y él les abriría el camino.
“Aconteció que... cuando los que llevaban el Arca entraron
en el Jordán y los pies de los sacerdotes que llevaban el Arca se mojaron a la
orilla del agua (porque el Jordán suele desbordarse por todas sus orillas todo
el tiempo de la siega), las aguas que venían de arriba se amontonaron bien
lejos de la ciudad de Adam, que está al lado de Saretan, y las que descendían
al mar del Arabá, al Mar Salado, quedaron separadas por completo, mientras el
pueblo pasaba en dirección a Jericó.
Pero los sacerdotes que llevaban el Arca del pacto de Jehová permanecieron
firmes sobre suelo seco en medio del Jordán hasta que todo el pueblo acabó de
pasar el Jordán. Y todo Israel pasó por el cauce seco” (Josué 3:14-17).
¡Qué
demostración de fe y confianza en Dios! El cauce del Jordán estaba seco a su
paso, es cierto, pero a su derecha había una pared de agua que aumentaba en
altura continuamente, sin ninguna contención visible. Imagina la escena, con
aquella masa de agua aparentemente amenazando al pueblo, y podrás apreciar
mejor su fe al pasar en calma ante ella. Todo el tiempo de la travesía los
sacerdotes permanecieron incólumes en medio del cauce, y el pueblo lo atravesó
sin romper las filas. No hubo ningún desorden ni apresuramiento indebido por
miedo a que las aguas cayeran sobre ellos, ya que “el
que crea, no se apresure” (Isa 28:16).
Por fin libres
“En aquel tiempo Jehová dijo a Josué: ‘Hazte cuchillos
afilados y vuelve a circuncidar por segunda vez a los hijos de Israel’... Los
hijos de Israel anduvieron por el desierto durante cuarenta años hasta que
todos los hombres aptos para la guerra que habían salido de Egipto perecieron.
Como no obedecieron a la voz de Jehová, Jehová juró que no les dejaría ver la
tierra que él había jurado a sus padres que nos daría, tierra que fluye leche y
miel. A sus hijos, los que él había puesto en lugar de ellos, Josué los
circuncidó, pues eran incircuncisos, ya que no habían sido circuncidados por el
camino. Cuando acabaron de circuncidar a toda la gente, se quedaron en su lugar
en el campamento hasta que sanaron. Entonces Jehová dijo a Josué: ‘Hoy he
quitado de encima de vosotros el oprobio de Egipto’. Por eso se llamó Gilgal
aquel lugar, hasta hoy” (Josué 5:2-9).
A
fin de apreciar la importancia de esa ceremonia en aquella circunstancia, hemos
de recordar el significado de la circuncisión, y hemos de saber también en qué
consistía el “oprobio de Egipto”. La
circuncisión significaba la justicia por la fe (Rom 4:11); esa es la
verdadera circuncisión, la alabanza de la cual no viene de los hombres sino de
Dios; se trata de la obediencia a la ley “del
corazón, en espíritu” (Rom 2:25-29). Es desconfianza total en el
“yo”, y confianza y gozo en Cristo Jesús (Fil 3:3). En el episodio que
estamos considerando vemos que el propio Dios ordenó al pueblo que fuera
circuncidado, una prueba positiva de que él los aceptaba como justos. Les
sucedió como a Abraham: su fe les fue contada por justicia.
“La justicia engrandece a la nación; el pecado es afrenta [oprobio, infamia] de las naciones” (Prov 14:34).
El
“oprobio de Egipto” era el pecado. Fue el
pecado lo que Dios quitó “de encima” de los
hijos de Israel, ya que la genuina circuncisión del corazón, la única que Dios considera
circuncisión, es “despojaros del cuerpo de los
pecados, mediante la circuncisión hecha por Cristo” (Col 2:11).
“Así ha dicho Jehová el Señor: El día que escogí a Israel
y que alcé mi mano para jurar a la descendencia de la casa de Jacob, cuando me
di a conocer a ellos en la casa de Egipto, cuando alcé mi mano y les juré
diciendo: Yo soy Jehová, vuestro Dios... entonces les dije: Cada uno eche de sí
las abominaciones de delante de sus ojos, y no os contaminéis con los ídolos de
Egipto. Yo soy Jehová vuestro Dios. Pero ellos se rebelaron contra mí y no
quisieron obedecerme; no echó de sí cada uno las abominaciones de delante de
sus ojos ni dejaron los ídolos de Egipto” (Eze 20:5-8).
Los
que salieron de Egipto junto con Moisés no entraron en la tierra prometida
debido a que no abandonaron los ídolos de Egipto. Un pueblo no puede ser libre
y esclavo a la vez. La esclavitud de Egipto —“el
oprobio de Egipto”— no era simplemente las labores cansinas que estaban
obligados a realizar sin ser remunerados en correspondencia, sino la abominable
idolatría de Egipto en la que habían caído. Es de eso de lo que Dios iba a
librar a su pueblo cuando dijo al faraón: “Deja ir
a mi pueblo, para que me sirva” (Éxodo 7:16).
El
pueblo había obtenido por fin esa libertad. Dios declaró que la esclavitud, el
pecado, el oprobio de Egipto, les había sido quitado de encima. Se podía
entonces cantar: “Abrid las puertas y entrará la
gente justa, guardadora de verdades” (Isa 26:2).
La victoria de la fe
“Por la fe cayeron los muros de Jericó después de
rodearlos siete días” (Heb 11:30).
“Es, pues, la fe, la sustancia de lo que se espera, la
convicción de lo que no se ve” (Heb 11:1).
“Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino
poderosas en Dios para destrucción de fortalezas” (2 Cor 10:4).
Los
hijos de Israel estaban en la tierra prometida. Sin embargo, por toda
apariencia no poseían aquella tierra más que antes. Seguían morando en tiendas,
mientras que los habitantes de la tierra vivían afianzados en sus ciudades, que
estaban “amuralladas hasta el cielo” (Deut
1:28) con la misma fortaleza que tenían cuando el simple informe traído respecto
a ellas había hecho que desmayara el corazón de los hijos de Israel cuarenta
años antes. Pero las paredes amuralladas y las multitudes armadas no cuentan cuando
la batalla es del Señor.
“Jericó estaba cerrada, bien cerrada, por temor a los
hijos de Israel: nadie entraba ni salía” (Josué 6:1).
Jericó
fue la primera ciudad que se tomó, y el modo de operación indicado por el Señor
estaba calculado para poner a prueba la fe de los israelitas. Todo el pueblo
tenía que marchar alrededor de la ciudad en perfecto silencio, con excepción de
los sacerdotes que iban a la cabeza llevando el Arca y haciendo sonar sus
trompetas.
“Josué dio esta orden al pueblo: ‘Vosotros no gritaréis,
ni se oirá vuestra voz, ni saldrá palabra de vuestra boca hasta el día que yo
os diga: “Gritad”. Entonces gritaréis’” (Josué 6:10).
Tan
pronto como hubieron completado ese silencioso rodeo a la ciudad, tenían que regresar
al campamento. Habían de repetirlo por seis días sucesivos y en el séptimo día
lo habían de realizar siete veces.
Imagina
la situación: toda la multitud marchando alrededor de la ciudad y regresando al
campamento. Repitieron eso una vez tras otra sin ningún resultado aparente. Las
murallas se alzaban tan altas e imponentes como antes; ni una sola piedra se
derrumbaba, no cedía ninguna parte del cemento. Sin embargo, no se oyó ni una
sola palabra de queja por parte de miembro alguno del pueblo.
Podemos
bien suponer que los primeros días, la visión de aquella numerosa hueste
marchando silenciosamente alrededor de la ciudad llenó a sus habitantes de
aprensión, más aun teniendo en cuenta que ya se habían aterrorizado previamente
al escuchar los informes acerca de lo que Dios había hecho en favor de aquel
pueblo. Pero al repetirse la marcha día tras día sin un propósito aparente,
cuán natural habría resultado que los sitiados recobraran el ánimo y
considerasen aquello como una farsa. Muchos debieron comenzar a burlarse y a
ridiculizar a los israelitas por su ilógico proceder. Era imposible encontrar
en los anales de guerra un modo tal de proceder para capturar una ciudad, y
habría sido contrario a la naturaleza humana si la gente de la ciudad no se hubiera
burlado abiertamente de los que marchaban a su alrededor.
Pero
de las filas de Israel no salió ni una sola palabra de réplica. Pacientemente
sobrellevaron cuantas imprecaciones pudieron hacerles. No se levantó nadie
exclamando: ‘¿De qué sirve todo esto?’ ‘¿Qué clase de general es este Josué?’
‘¿Acaso supone que el ruido de nuestros pasos va a hacer vibrar la muralla
hasta derrumbarla?’ ‘¡Estoy harto de este sinsentido! Voy a quedarme en la
tienda hasta que se haga algo razonable’… Quien conozca mínimamente la
naturaleza humana sabe que en tales circunstancias lo que se podía esperar es
un sinnúmero de expresiones como esas y otras similares; y sería excepcional
que no se diera una abierta rebelión en contra de un proceder como ese. Sin
duda el pueblo de Israel habría reaccionado así cuarenta años antes, y el hecho
de que marcharan ahora en paciente silencio alrededor de la ciudad en trece
vueltas sin propósito aparente, es prueba de la fe más notable que el mundo
haya conocido en un pueblo. Piensa en toda una nación en la que no fuese
posible encontrar un criticón: ni uno sólo que expresara una palabra de queja
al ser puesto en una situación embarazosa que fuese incapaz de comprender, y
que por toda apariencia fuese inútil.
Estaba
a punto de expirar el séptimo día y se completó la decimotercera vuelta a la
ciudad. Todo permanecía exactamente como al principio. Venía ahora la última y
decisiva gran prueba de la fe.
“Cuando los sacerdotes tocaron las bocinas la séptima vez,
Josué dijo al pueblo: ‘¡Gritad, porque Jehová os ha entregado la ciudad!’”
(Josué 6:16).
¿Por
qué habían de gritar? Porque el Señor les había dado la ciudad. Tenían que
proclamar la victoria. Pero ¿de qué evidencia disponían para saber que habían
ganado la victoria? No podían percibir victoria alguna.
“Es, pues, la fe, la sustancia de lo que se espera, la
convicción de lo que no se ve”.
La
victoria era suya, puesto que Dios se la había concedido, y la fe de ellos se
aferraba de la palabra de Dios que así lo afirmaba. No dudaron ni por un
momento; su fe fue perfecta, y en respuesta a la voz que lo ordenó, toda la
vasta multitud dio un grito de triunfo.
“Entonces el pueblo gritó y los sacerdotes tocaron las
bocinas. Y aconteció que cuando el pueblo escuchó el sonido de la bocina, gritó
con un gran vocerío y el muro se derrumbó” (Josué 6:20).
La
promesa hecha a aquel pueblo es la misma que Dios nos hace hoy a nosotros, y
todo lo que quedó escrito de ellos lo fue para nuestra instrucción.
“No se apoderaron de la tierra por su espada, ni su brazo
los libró; sino tu diestra, tu brazo, y la luz de tu rostro, porque te
complaciste en ellos” (Sal 44:3).
Dios
nos concederá de igual forma la “salvación de
nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odiaron” a fin de
que, librados de la mano de nuestros enemigos, podamos servir a Dios sin temor,
en santidad y justicia todos los días de nuestra vida (Lucas 1:68-75).
Esa liberación tiene lugar mediante Cristo, quien es hoy, tanto como en los
días de Josué, “el Príncipe del ejército de Jehová”
(Josué 5:15). Nos dice:
“En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he
vencido al mundo” (Juan 16:33).
“Vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo
principado y potestad” (Col 2:10).
Por
lo tanto, “esta es la victoria que ha vencido al
mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 7 enero 1897
(índice)
Vanagloria y derrota
“Tú por la fe estás en pie” (Rom 11:20)
“Así que el que piensa estar firme, mire que no caiga”
(1 Cor 10:12)
No
hay momento de mayor peligro para una persona, que cuando acaba de lograr algún
gran éxito o victoria. Si baja la guardia, su bella canción de agradecimiento
acabará en un coro de vanagloriosa adulación al “yo”. Comenzando por reconocer
el poder de Dios, alabando y dando gracias por él, el hombre va colocándose
insensiblemente en el lugar de Dios y asume que su propia sabiduría y fortaleza
le propició el éxito y la victoria. Se expone así al ataque en un momento en el
que va a ser fácilmente vencido, dado que se separó de la fuente de poder. Sólo
en el Señor Jehová hay fortaleza perdurable.
“Después Josué envió unos hombres desde Jericó a Hai, que
estaba junto a Betavén, hacia el oriente de Betel, y les dijo: ‘Subid a
reconocer la tierra’. Ellos subieron y reconocieron a Hai. Al volver dijeron a
Josué: ‘Que no suba todo el pueblo; dos mil o tres mil hombres tomarán a Hai.
No fatigues a todo el pueblo yendo allí, porque son pocos’. Subieron allá del
pueblo como tres mil hombres, los cuales huyeron delante de los de Hai. Los de
Hai les mataron a unos treinta y seis hombres, los persiguieron desde la puerta
hasta Sebarim y los derrotaron en la bajada, por lo cual el corazón del pueblo
desfalleció y se volvió como el agua” (Josué 7:2-5).
Nadie está exento
La
historia de Jericó y Hay es réplica suficiente para quienes repiten con tanta
seguridad como si lo dijesen las propias Escrituras: ‘Una vez salvos, siempre
salvos’, implicando con ello que una vez que alguien camina en el temor de
Dios, es inmune a la caída espiritual. No puede haber duda alguna en cuanto a
que los hijos de Israel confiaron plena y realmente en el Señor cuando cruzaron
el Jordán y en la toma de Jericó. El propio Dios dio testimonio de que tenían
la justicia por la fe, y su palabra declara que lograron una gloriosa victoria
por la fe. No obstante, no pasaron muchos días antes que sufrieran una seria
derrota. Fue el comienzo de la apostasía. Aunque el Señor obró con
posterioridad muchas maravillas en su favor y se mostró siempre dispuesto a
realizar todo lo que la fe de ellos hiciera posible, el grueso del pueblo de
Israel nunca volvió a estar perfectamente unido en pelear “la buena batalla de la fe” (1 Tim 6:12).
Sólo durante un breve período tras el derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés,
fue la multitud de los que habían creído “de un
corazón y un alma” (Hechos 4:32). Pero es algo tan seguro como la
promesa de Dios, que su pueblo en esta tierra ha de volver a dar testimonio de
esa misma unión en poder y perfecta fe.
La causa de la derrota
Cuando
Israel subió contra Hai existía pecado en el campamento, y esa fue la causa de
su derrota. Sufrió todo el pueblo, no sólo debido al pecado de Acán, sino a que
todos ellos habían pecado.
“Aquel cuya alma no es recta se enorgullece; mas el justo
por su fe vivirá” (Hab 2:4).
Sea
que fueran cegados por “el engaño del pecado”
(Heb 3:13) y se exaltaran en sus mentes, o bien que fuera su exaltación
propia la que les llevara al pecado, poco importa; la cuestión es que el pueblo
había cedido al pecado y había dado lugar a la confianza propia, que es en sí
misma pecado. Sufrieron la derrota debido al pecado. Mientras el pecado ocupara
un lugar en sus corazones, no podrían continuar con la conquista de la tierra;
y eso prueba una vez más que la herencia prometida a la que Dios les estaba
conduciendo tenía una naturaleza tal que solamente gente justa podía poseerla,
gente que tuviese la justicia de la fe.
Los
hombres que fueron enviados a reconocer el país hicieron creer al pueblo que un
ejército reducido podría fácilmente capturar Hai, puesto que era una ciudad
pequeña. Pero su suposición era infundada. Es cierto que Hai era menor que
Jericó, pero en la toma de una ciudad no tiene mucha importancia el número. “Por la fe cayeron los muros de Jericó”, y si los
israelitas hubiesen sido sólo la mitad o la décima parte de los que fueron, el
resultado habría sido el mismo. La toma de Hai requería el mismo poder que la
toma de Jericó, es decir, el poder de Dios recibido por la fe. Cuando los
enviados manifestaron que unos pocos miles de hombres bastarían para tomar Hai,
estaban asumiendo que era su destreza militar la que iba a asegurarles aquella
tierra. Pero eso era un grave error. Dios había prometido darles la tierra, y
sólo era posible que la obtuvieran como un don. El ejército más poderoso que
este mundo haya podido conocer, pertrechado con las armas más poderosas, no
podría tomarla, mientras que unos pocos hombres desarmados, poderosos en fe y
dando la gloria a Dios la podían haber poseído con facilidad. La fuerza que
emplea el reino de los cielos no es la fuerza de las armas.
Los planes de Dios no conocen la derrota
Otra
cosa que aprendemos de la historia de Hai es que no era el propósito de Dios
que su pueblo sufriera jamás la derrota ni que perdiera la vida un solo hombre
en la ocupación de la tierra. En un conflicto bélico ordinario no se
consideraría una gran pérdida la de treinta y seis soldados con tal que el
ataque resultara exitoso; pero en la toma de posesión de la tierra de Canaán
constituía un terrible revés. La promesa era: “Yo
os he entregado... todos los lugares que pisen las plantas de vuestros pies”,
y “nadie podrá hacerte frente en todos los días de
tu vida” (Josué 1:3 y 5), pero ahora se habían visto
obligados a huir y hubo pérdida de vidas humanas. Quedaba anulada la influencia
que debió tener el cruce del Jordán y la toma de Jericó para impresionar e
intimidar a los paganos. Confiando en sus propias fuerzas los israelitas habían
perdido el poder de la presencia de Dios y habían manifestado públicamente su
debilidad.
Los medios de defensa
Era
totalmente contrario al plan de Dios que uno solo de los israelitas perdiera la
vida en la toma de posesión de la tierra prometida, como muestra el hecho —que
bien podemos señalar en este punto— de que Dios no había dispuesto que luchasen
para la posesión de aquella herencia prometida. Hemos visto ya que ni los
números ni las armas tuvieron relación alguna con la toma de Jericó, y que
cuando dependieron de sus armas, la fuerza que en un conflicto bélico ordinario
se habría considerado ampliamente suficiente no lo fue en absoluto. Recuerda
igualmente la maravillosa liberación de Egipto y la derrota de todo el ejército
de Faraón sin que se levantara una sola arma ni se hiciera uso del poder
humano, y cómo Dios condujo a su pueblo por el camino más largo y difícil a fin
de evitarles la guerra (Éxodo 13:18). Lee la siguiente promesa:
“Si dices en tu corazón: ‘Estas naciones son mucho más
numerosas que yo, ¿cómo las podré exterminar?, no les tengas temor. Acuérdate
bien de lo que hizo Jehová tu Dios con el faraón y con todo Egipto, de las
grandes pruebas que vieron tus ojos, de las señales y milagros, de la mano
poderosa y el brazo extendido con que Jehová tu Dios te sacó. Así hará Jehová
tu Dios con todos los pueblos en cuya presencia tú temes. También enviará
Jehová tu Dios avispas contra ellos, hasta que perezcan los que queden y los que
se hayan escondido de tu presencia. No desmayes delante de ellos, porque Jehová
tu Dios está en medio de ti, Dios grande y temible” (Deut 7:17-21).
Todo
lo que hizo el Señor con el faraón y con Egipto, prometió hacerlo igualmente
con todos los enemigos que se opusieran al progreso de los israelitas en la
tierra prometida. Pero los israelitas no asestaron un solo golpe para consumar
su liberación de Egipto ni para vencer a todo su ejército. Cuando Moisés había
intentado cuarenta años antes llevar a cabo la liberación por la fuerza física,
experimentó el fracaso más sonado, y fue obligado a huir bajo el oprobio. Fue
sólo cuando conoció el evangelio como poder de Dios para salvación, cuando fue
capaz de conducir el pueblo sin temor alguno a la ira del rey. Eso es prueba
concluyente de que Dios dispuso que no tuvieran que luchar para poseer la
tierra; y si no luchaban, está claro que tampoco habría pérdida de vidas
humanas en batalla. Lee más acerca de la forma en que Dios quería darles la
tierra:
“Yo enviaré mi terror delante de ti; turbaré a todos los
pueblos donde entres y haré que todos tus enemigos huyan delante de ti. Enviaré
delante de ti la avispa, que eche delante de tu presencia al heveo, al cananeo
y al heteo. No los expulsaré de tu presencia en un año, para que no quede la
tierra desierta ni se multipliquen contra ti las fieras del campo. Poco a poco
los echaré de tu presencia, hasta que te multipliques y tomes posesión de la
tierra” (Éxodo 23:27-30).
Cuando
Jacob, años antes, habitó en aquella misma tierra junto a su familia, “el terror de Dios cayó sobre las ciudades de sus
alrededores y no persiguieron a los hijos de Jacob” (Gén 35:5).
“Cuando ellos eran pocos en número y forasteros en ella, y
andaban de nación en nación, de un reino a otro pueblo, no consintió que nadie
los agraviara, y por causa de ellos castigó a los reyes. No toquéis —dijo— a
mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas’” (Sal 105:12-15).
Ese
mismo poder habría de llevarlos a la tierra, dándoles rápidamente una herencia
eterna allí, ya que el Señor exclamó posteriormente lamentando la incredulidad
de ellos:
“‘¡Si me hubiera oído mi pueblo! ¡Si en mis caminos
hubiera andado Israel! En un momento habría yo derribado a sus enemigos y
habría vuelto mi mano contra sus adversarios’. Los que aborrecen a Jehová se le
habrían sometido y el tiempo de ellos sería para siempre” (Sal
81:13-15).
Por qué lucharon
‘Pero
los hijos de Israel lucharon durante toda su existencia nacional, y también
bajo la dirección de Dios…’ Esa es la objeción que hacen muchos. Y es cierto,
pero eso no prueba en absoluto que fuera el propósito de Dios que hubieran de
luchar. No hay que olvidar que “el entendimiento de
ellos se embotó” (2 Cor 3:14) por la incredulidad, de forma que
no fueron capaces de percibir el propósito de Dios para ellos. No captaron las
realidades espirituales del reino de Dios, sino que, al contrario, se
conformaron con las sombras; y el mismo Dios que sobrellevó su dureza de
corazón al principio y que hizo todo lo posible para instruirles mediante las
sombras, cuando rechazaron tener la substancia, continuó a su lado lleno de
compasión hacia las debilidades de su pueblo. Debido a la dureza de su corazón,
Dios les permitió tener varias mujeres, y hasta dio leyes para regular la
poligamia, pero eso no prueba que tal fuera el deseo de Dios para ellos.
Sabemos bien que “en el principio no fue así”.
Por lo tanto, cuando Jesús prohibió a sus seguidores luchar por la causa que
fuera, no estaba introduciendo nada nuevo; no más que cuando enseñó que un
hombre había de tener una sola mujer y debía serle fiel por tanto tiempo como
ambos viviesen. Estaba simplemente enunciando principios antiguos, estaba
predicando una verdadera reforma.
Ejecutar el juicio decretado
Una
cosa que nunca debieran perder de vista los que se sienten inclinados a
justificar las guerras de defensa o de conquista, en vista de las órdenes que
Dios dio a los israelitas, es el hecho de que Dios nunca les ordenó que
destruyeran a nadie cuya copa de iniquidad no estuviera llena, y que no hubiera
rechazado irrevocablemente el camino de la justicia. Al final de este mundo,
cuando llegue el momento en que los santos hayan de poseer el reino, será dado
el juicio a los santos del Altísimo (Dan 7:22) y los santos juzgarán no
sólo al mundo, sino también a los ángeles (1 Cor 6:2-3). Participarán asimismo en la
ejecución del juicio como coherederos con Cristo, ya que leemos:
“Regocíjense los santos por su gloria y canten aun sobre
sus camas. Exalten a Dios con sus gargantas y con espadas de dos filos en sus
manos, para ejecutar venganza entre las naciones, castigo entre los pueblos;
para aprisionar a sus reyes con grillos y a sus nobles con cadenas de hierro;
para ejecutar en ellos el juicio decretado. Gloria será esto para todos sus
santos” (Sal 149:5-9).
Dado
que en su reino Cristo asocia consigo a su pueblo, haciéndolos reyes y
sacerdotes, no hay inconsistencia alguna en que sus santos, en unión con él y
bajo su autoridad directa ejecuten justo juicio sobre los malvados
incorregibles. Así, cuando consideramos que la liberación de Egipto fue el
principio del final, y que Dios se proponía entonces entregar a su pueblo el
mismo reino que nos promete ahora a nosotros y al que Cristo llamará a sus
benditos cuando regrese, podemos bien comprender que un pueblo justo pudo
ser entonces agente de la justicia divina, como también lo será en el futuro.
Pero no se trata de una guerra de conquista, ni siquiera para la posesión de la
tierra prometida, sino de la ejecución de un juicio. Es preciso recordar que
Dios mismo da personalmente instrucciones cuando hay que ejecutar ese juicio, y
no deja a los hombres para que actúen según su mejor parecer. Por cierto: sólo
quienes estén ellos mismos sin pecado pueden ejecutar juicio sobre los
pecadores.
La guerra no es un éxito
Conviene
recordar aun algo más en relación con la cuestión de la lucha y la posesión de
la tierra de Canaán o herencia prometida: a pesar de todas sus luchas, los
hijos de Israel no la obtuvieron. Permanece para nosotros la misma promesa que
se les hizo a ellos:
“Si Josué les hubiera dado el reposo, no hablaría después
de otro día” (Heb 4:8).
La
razón por la que no obtuvieron el reposo fue su incredulidad, y esa es también
la razón por la que lucharon. Si hubieran creído al Señor, le hubieran
permitido que limpiara la tierra de sus habitantes totalmente depravados de la
forma en que él había previsto. Mientras tanto, ellos no habrían permanecido
ociosos, sino que habrían estado entregados a la obra de fe que Dios les
asignó, y que ha de el ser objeto de nuestro próximo estudio.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 14 enero 1897
(índice)
Israel, un pueblo misionero
Cuando
Dios envió a Moisés para que sacara a Israel de Egipto, su mensaje al faraón
fue:
“Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que
dejes ir a mi hijo para que me sirva” (Éxodo 4:22-23).
Dios
los sacó de Egipto y les dio las tierras de los paganos [naciones], “para que guardaran sus estatutos y cumplieran sus leyes”
(Sal 105:44-45). La gran ventaja de los judíos sobre otros pueblos era
que les fue “confiada la palabra de Dios” (Rom
3:1-2). En realidad, no recibieron las “palabras
de vida” (Hechos 7:38) en todo su poder viviente (en cuyo caso su
ventaja habría sido infinitamente mayor), pero eso no fue de ningún modo culpa
de Dios, y no estamos ahora considerando lo que Israel tuvo y fue, sino lo que
pudo haber poseído y lo que debió haber sido.
Dos
cosas han sido siempre ciertas: que “ninguno de
nosotros vive para sí” (Rom 14:7), y que “Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10:34). Esas
dos verdades combinadas conforman una tercera: cuando Dios proporciona a
alguien un don que lo sitúa en una posición ventajosa respecto a los demás, es
con el objeto de que lo emplee para beneficio de ellos. Dios no concede
bendiciones a una persona o a un pueblo sin que sea su deseo que todos las
disfruten. Cuando prometió la bendición a Abraham fue con el objeto de que él
pudiera ser una bendición, y que por su medio resultaran bendecidas todas
familias de la tierra. Dios liberó a Israel según la promesa hecha a Abraham.
Por lo tanto, al concederle la ventaja de poseer la ley de Dios, el propósito
divino era que diera a conocer a otros pueblos esa inconmensurable ventaja, de
forma que también ellos la disfrutaran.
Dios
quería que su nombre fuera conocido en toda la tierra (Éxodo 9:15). Su
deseo de que todos lo conocieran era tan grande como el de que lo conociesen
los hijos de Israel. Conocer al único Dios verdadero es vida eterna (Juan
17:3); por lo tanto, cuando Dios se reveló a sí mismo a Israel, les estaba
mostrando el camino de la vida eterna, el evangelio, a fin de que pudieran
proclamar ese mismo evangelio a otros. La razón por la que se dio a conocer
primeramente a Israel es porque estaba, por así decirlo, más próximo que otros
pueblos. Entre los judíos seguía vivo el recuerdo del trato que Dios había
tenido con Abraham, Isaac, Jacob y José, así como la fe de estos. Eso hacía que
fuera un pueblo más accesible. Dios los escogió, no porque los amara más que a
otros, sino porque amaba a todos los hombres y porque quería darse a conocer a
todos mediante los agentes que estaban más próximos. La idea de que Dios fuese
en algún tiempo exclusivista, de forma que confinara sus mercedes y verdad a un
pueblo especial, deshonra grandemente su carácter. Nunca dejó a los paganos sin
testimonio de sí mismo, y allí en donde pudo encontrar un hombre o un pueblo
que aceptara ser empleado por él, lo alistó inmediatamente en su servicio a fin
de poder revelarse más plenamente a sí mismo.
La proclamación del evangelio en Egipto
El
evangelio es el poder de Dios para salvación, y puesto que en la liberación de
Israel de Egipto hubo una señalada manifestación del poder de Dios, es evidente
que fue proclamado el evangelio en mayor intensidad que nunca antes. Las
palabras de Rahab, la prostituta pagana, dan testimonio de los efectos de esa
proclamación. Cuando los dos espías llegaron a su casa en Jericó, ella los
ocultó y les dijo:
“Sé que Jehová os ha dado esta tierra, porque el temor de
vosotros ha caído sobre nosotros, y todos los habitantes del país ya han
temblado por vuestra causa. Porque hemos oído que Jehová hizo secar las aguas
del Mar Rojo delante de vosotros cuando salisteis de Egipto, y también lo que
habéis hecho con los dos reyes de los amorreos que estaban al otro lado del
Jordán, con Sehón y Og, a los cuales habéis destruido. Al oír esto ha
desfallecido nuestro corazón, y no ha quedado hombre alguno con ánimo para resistiros,
porque Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra”
(Josué 2:9-11).
Entonces
les rogó, y se le prometió liberación.
“Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los
desobedientes, porque recibió a los espías en paz” (Heb 11:31).
Lo
que le sucedió a ella, bien pudo haber sido la suerte de cualquier otro
habitante de Jericó con tal que hubiera ejercido la fe, como hizo Rahab. Todos
poseían la misma información que aquella mujer, y sabían como ella que “Jehová, vuestro Dios, es Dios arriba en los cielos y
abajo en la tierra”. Pero no es lo mismo conocimiento que fe. Los
diablos saben que hay un Dios, pero no tienen fe. Rahab estuvo dispuesta a
someterse a los requerimientos de Dios y a vivir como una más entre su pueblo,
mientras que los que la rodeaban en su país no lo estuvieron. Vemos en su caso
la evidencia de que Dios salva a las personas, no porque sean buenas, sino
porque están dispuestas a ser hechas buenas. Jesús fue enviado para
bendecirnos, para apartarnos de nuestras iniquidades. Aquella pobre mujer
pagana de mala reputación, capaz de mentir sin perder la compostura y sin
conciencia de culpa, tenía una noción por demás deficiente sobre la diferencia
entre el bien y el mal; sin embargo, Dios la reconoció como a un miembro de su
pueblo debido a que no rechazó la luz sino que caminó en ella, en la medida en
que la recibió. Creyó para salvación de su alma. Su fe la elevó por encima de
la atmósfera pecaminosa que la rodeaba, y la puso en el camino del
conocimiento; y no es posible encontrar mayor evidencia de que Cristo no se
avergüenza de reconocer como a sus hermanos incluso a los paganos, que el hecho
de que no se avergonzara de tener uno de ellos, prostituta para más detalles,
registrado en su propia genealogía según la carne (Mat 1:5).
La solicitud de Dios por todos los hombres
Pero
el punto principal en esta referencia a Rahab es que Dios no se había limitado
a sí mismo al pueblo judío. Allí donde hubiera un habitante idólatra de Canaán
que estuviera dispuesto a reconocer a Dios, en ese momento quedaba adscrito al
pueblo de Dios. No se trata simplemente de un asunto teórico. La implicación es
que la promesa a Abraham incluía a todo el mundo, no solamente a la
descendencia de Jacob. Eso tiene una consecuencia práctica y es por demás
consolador y elevador. Nos muestra cuán paciente es el Señor, “no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan
al arrepentimiento” (2 Ped 3:9). Nos muestra con cuánta avidez
responde Dios a la menor inclinación a buscarlo, empleando ese impulso para
atraer aun más cerca de sí al alma errante. Sopla cuidadosamente sobre el tenue
fuego a fin de hacer crecer la llama. Su oído está siempre vuelto hacia la
tierra, presto a captar el más leve susurro, de forma que el clamor casi
indistinguible, el primer impulso desde las más bajas profundidades, es instantáneamente
oído y respondido.
Sacerdotes de Dios
El
pueblo de Israel habría sido un reino de sacerdotes si hubiera permanecido en
el pacto hecho por Dios, lo cual demuestra que el plan de Dios para Israel era
que proclamara el evangelio a todo el mundo. Habían de ser todos sacerdotes de
Dios. Se explica la obra de un sacerdote en Malaquías 2:5-7, donde Dios
dice de Leví:
“Mi pacto con él fue de vida y de paz. Se las di para que
me temiera, y él tuvo temor de mí y ante mi nombre guardaba reverencia. La ley
de verdad estuvo en su boca, iniquidad no fue hallada en sus labios; en paz y
en justicia anduvo conmigo, y a muchos hizo apartar de la maldad. Porque los
labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo
buscará la Ley; porque es mensajero de Jehová de los ejércitos”.
Hacer
que los hombres se aparten de la maldad es la obra de Cristo mediante su
resurrección; por lo tanto, la obra del verdadero sacerdote es simplemente
predicar el evangelio, proclamar al Salvador viviente en quien mora la perfecta
ley que convierte el alma. Pero dado que los hijos de Israel tenían que ser
sacerdotes, y por lo tanto versados en la ley, es evidente que habían de ser
sacerdotes en favor de los demás. Si hubieran aceptado la proposición divina y
se hubieran mantenido en el pacto de Dios en lugar de haber insistido en el
suyo propio, no habría habido necesidad alguna de sacerdocio que les diera a
conocer a ellos la ley de verdad y de paz; todos habrían conocido la verdad, y
en consecuencia habrían sido libres (Jer 31:34); pero la obra de un
sacerdote es enseñar la ley; por lo tanto, es evidente que el propósito de Dios
al sacar a Israel de Egipto es que fuera enviado a todo el mundo predicando el
evangelio.
Qué
fácil y rápida tarea habría podido ser para ellos, respaldados por el poder de
Dios. Les había precedido la fama de lo que Dios había hecho en Egipto, y al
avanzar con ese mismo poder podrían haber predicado el evangelio en su plenitud
a personas ya dispuestas a aceptarlo o rechazarlo. Dejando a sus mujeres e
hijos en Canaán, y saliendo de dos en dos —de la forma en que Jesús enviaría
después a sus discípulos— les habría tomado muy poco tiempo llevar el evangelio
hasta las partes más remotas de la tierra. Si los enemigos hubieran puesto en
peligro su progreso, uno habría ahuyentado a mil, y dos a diez mil (Deut
32:30). Es decir, el poder de la presencia de Dios con cualquier pareja de
ellos les habría hecho parecer a los ojos de sus enemigos como diez mil
hombres, y nadie habría osado atacarlos. De esa forma habrían podido
desarrollar la obra que se les asignó de predicar el evangelio sin temor a ser
impedidos. El terror que su presencia habría de inspirar en aquellos que se les
opusieran es un exponente del poder que tendría el mensaje que proclamaran
sobre los corazones abiertos a recibir la verdad.
Avanzando
así revestidos del pleno poder de Dios, no habría sido necesario volver por
segunda vez sobre el mismo terreno. Todos los que oyeran tomarían al punto
posición en pro o en contra de la verdad; y esa decisión sería final, dado que
cuando uno rechaza el evangelio predicado en su plenitud, es decir, bajo la
plenitud del poder de Dios, no hay nada más que se pueda hacer por él, ya que
no existe poder mayor que el de Dios. Así, pocos años —quizá meses— tras el
cruce del Jordán pudieron haber bastado para que predicaran el evangelio del
reino a todo el mundo, por testimonio a todas las naciones.
Evidencias de la imparcialidad de Dios
Pero
Israel no respondió a su elevada vocación. La incredulidad y la confianza
propia les privaron del prestigio con el que habían entrado en la tierra
prometida. No permitieron que su luz brillara, y con el tiempo ellos mismos
llegaron a perderla. Se contentaron con colonizar Canaán, en lugar de poseer
toda la tierra. Supusieron que Dios les había dado a ellos la luz porque los
amaba más que a otros, lo que hizo que se enaltecieran y despreciaran a los
demás. No obstante, Dios no cesó de indicarles que habían de ser la luz del
mundo. La historia de los judíos, lejos de mostrar que Dios se confinó a ese
pueblo, demuestra que procuró por todo medio emplearlos para hacer conocer su
nombre a otros. Véase el relato de Naamán el sirio cuando fue enviado al rey de
Israel para ser limpiado de su lepra. También el caso de la viuda de Sarepta, a
quien fue enviado Elías. La reina de Seba vino de lejos para oír de la
sabiduría de Salomón. Jonás fue enviado —muy a su pesar— para advertir a los
ninivitas, quienes se arrepintieron ante su predicación. Lee las profecías de
Isaías, Jeremías y Ezequiel, y observa cuán a menudo se hacen llamamientos a
las diversas naciones. Todo eso muestra que Dios no era entonces —ni ahora— el
Dios de los judíos solamente, sino también el de los gentiles. Cuando
finalmente Israel rehusó cumplir la misión a la que Dios lo había llamado, lo
llevó a la cautividad a fin de que los paganos pudieran recibir algo del
conocimiento de Dios que los israelitas no habían querido impartirles
voluntariamente. Unas pocas almas fieles fueron allí el medio de presentar
claramente la verdad ante el rey pagano Nabucodonosor, quien a su tiempo llegó
a reconocer humildemente a Dios y publicó su confesión de fe por toda la
tierra. También el rey Ciro y otros reyes persas dieron a conocer el nombre del
Dios verdadero a todo el mundo en edictos reales.
Reunidos en una sola grey
Vemos
pues, que nada había que Dios deseara tanto como la salvación de los paganos
que rodeaban a los judíos, y no sólo de los que estaban próximos sino también
de los más distantes, puesto que las promesas no eran solamente para los judíos
y sus hijos, sino también “para todos los que están
lejos” (Hechos 2:39; Isa 57:19). Que Dios no hizo
diferencia entre judíos y gentiles lo demuestra el hecho de que Abraham, antecesor
de los judíos, fue él mismo un gentil, y recibió la seguridad de ser aceptado
por Dios siendo aún incircunciso, “para que fuera
padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la
fe les sea contada por justicia” (Rom 4:11-12). Dios estuvo
siempre tan dispuesto a aceptar personas de entre los paganos, como lo estuvo
cuando llamó a Abraham de entre ellos. Cuando vino Cristo, declaró que había
sido enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de Israel, sin embargo,
mientras decía eso estaba mostrando quiénes eran las ovejas perdidas de la casa
de Israel al ministrar la curación a una mujer pagana que creyó (Mat 15).
Lo
que hizo Cristo en favor de la mujer cananea estaba igualmente deseoso por
hacerlo en los días de Josué en favor de cualquier habitante de Canaán y de
todo el mundo, con tal que creyera. Todo aquel que no se aferrara
obstinadamente a sus ídolos sería reunido en el redil de Israel hasta que
hubiera sólo una grey y un solo Pastor. Había salvación para todos los que la
aceptaran, pero tenían que hacerse israelitas en verdad.
Israel, un pueblo separado
Es
por esa razón por la que se prohibió a los israelitas entrar en ninguna
confederación con los habitantes de la tierra. Toda alianza o federación
implica semejanza, igualdad: la unión de dos poderes similares. Pero Israel, si
permanecía fiel a su llamado, no habría de tener nada en común con los
habitantes de la tierra. Tenían que ser un pueblo separado, separado solamente
por la presencia santificadora del Señor. Cuando Dios dijo a Moisés:
“Mi presencia te acompañará y te daré descanso, Moisés
respondió: —Si tu presencia no ha de acompañarnos, no nos saques de aquí. Pues,
¿en qué se conocerá aquí que he hallado gracia a tus ojos, yo y tu pueblo, sino
en que tú andas con nosotros, y que yo y tu pueblo hemos sido apartados de
entre todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra?” (Éxodo
33:14-16).
Entrar
en alianzas con las naciones que los rodeaban significaba unirse a ellas, y eso
significaba a su vez separarse de la presencia de Dios. La presencia de Dios es
lo que habría de hacer que el pueblo de Dios estuviera separado de las naciones
y se mantuviera así, y su presencia habría de tener necesariamente ese efecto.
La presencia de Dios tendrá el mismo resultado en nuestros días, puesto que
Dios no cambia. Por lo tanto, la pretensión de que el pueblo de Dios no está en
necesidad de mantenerse separado de las naciones equivale sencillamente a
pretender que no necesita la presencia de Dios.
El
mismo principio estaba implicado cuando el pueblo reclamó un rey. Lee el relato
en 1 Samuel 8. El
pueblo dijo a Samuel: “Danos ahora un rey que nos
juzgue, como tienen todas las naciones”. Eso disgustó a Samuel e hirió
sus sentimientos, pero el pueblo insistió: “Danos
un rey que nos juzgue”. El Señor dijo entonces a Samuel:
“Oye la voz del pueblo en todo lo que ellos digan; porque
no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado para que no reine sobre
ellos. Conforme a todas las cosas que han hecho desde el día que los saqué de
Egipto hasta hoy, dejándome a mí y sirviendo a dioses ajenos, así hacen también
contigo”.
Entonces
Samuel, por indicación del Señor, expuso ante el pueblo algunos de los males
que resultarían de tener rey; pero rehusaron la advertencia, diciendo: “No. Habrá un rey sobre nosotros y seremos también como
todas las naciones”.
En
la Biblia, “naciones” significa paganos. La
palabra hebrea que se suele traducir por “naciones” o “pueblos” es idéntica a
la que se traduce en otras ocasiones por “paganos”. Quizá el Salmo 96:5
lo aclara al lector moderno: “Todos los dioses de
los pueblos son ídolos; pero Jehová hizo los cielos”. Aquí es muy
evidente que “pueblos” significa paganos. En Salmo 2:1 leemos: “¿Por qué se amotinan las gentes y los pueblos piensan
cosas vanas?” La versión King James traduce “paganos” en lugar de
“gentes”. Es tan incongruente hablar de una “nación cristiana” como hablar de
un “pagano cristiano”, o de un “cristiano incrédulo e infiel”. “Nación” o
“pueblo”, tal como Dios usa el término en referencia a las naciones de esta
tierra, consiste en una colectividad de paganos. Pues bien, lo que los judíos
pedían en realidad era esto: ‘Habrá un rey sobre nosotros, y seremos también
como todos los paganos’. Eso es lo que querían, ya que todos los demás pueblos
reconocían a otros dioses que no eran Jehová, y todos los pueblos de la tierra,
con excepción de Israel, tenían reyes sobre ellos. La traducción de la Biblia
al danés dice llanamente en 1 Sam 8:20: “Seremos
también como los paganos”.
El
plan de Dios para Israel era que no fueran una nación. Tenemos tendencia a observar
lo que fueron, suponiendo que eso es lo que debieron ser, y en ello olvidamos
que de principio a fin Israel rehusó en mayor o menor grado andar en el consejo
de Dios. Vemos al pueblo judío con jueces, funcionarios y toda la parafernalia
del gobierno civil; pero hemos de recordar que el pacto de Dios proveía algo
muy diferente que debido a su incredulidad jamás alcanzaron en su plenitud.
Israel, iglesia de Cristo
La
palabra “iglesia” es de uso común, sin embargo, muy pocos, incluso entre
quienes la utilizan, saben que proviene de una voz griega que significa
“llamados”, y que se aplica a Israel más que a ninguna otra institución. Israel
constituía la iglesia de Dios: habían sido llamados de Egipto. En el Antiguo
Testamento se los denominaba “la congregación”,
es decir, los que formaban la asamblea o los que se habían reunido formando el
rebaño del Señor, quien era su Pastor. A Dios se lo conoce como al “Pastor de Israel” (Sal 80:1). Lee también
el Salmo 23:1. De igual forma, en tiempos del Nuevo Testamento se
conocería a la iglesia como al “rebaño” del
Señor (Hechos 20:28). Esteban, en su discurso ante el sanedrín, se
refirió a Israel como a la “iglesia en el desierto”
(Hechos 7:38, literalmente ‘ekklesia’, la misma palabra que encontramos en Mateo
18:17).
No
hay más que una iglesia, pues la iglesia es el cuerpo de Cristo (Efe 1:19-23),
y no hay más que un cuerpo (Efe 4:4). Esa única iglesia está compuesta
por aquellos que dan oído a la voz de Cristo y la siguen, ya que Cristo dice: “Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco, y me siguen”
(Juan 10:27). Aquella iglesia en el desierto era, por lo tanto, idéntica
a la verdadera iglesia de Cristo en cualquier época. Así lo demuestra Hebreos
3:2-6. Al leer el texto, recuerda que “la casa
de Dios” es “la iglesia del Dios viviente”
(1 Tim 3:15). El texto dice que Cristo fue fiel en la casa de Dios, tal
como lo fue Moisés. Moisés fue un siervo fiel en la casa de Dios, y Cristo, como
Hijo, fue fiel en esa misma casa, “y esa casa somos
nosotros, con tal que retengamos firme hasta el fin la confianza y el
gloriarnos en la esperanza”. Jesús fue llamado a salir de Egipto, como
está escrito: “De Egipto llamé a mi Hijo” (Mat
2:15). Él era la Cabeza y Dirigente de la hueste que salió con Moisés (1
Cor 10:1-10). Cristo y Moisés, por lo tanto, estuvieron en compañía y
comunión, y todo el que participe de Cristo ha de reconocer en Moisés a un
hermano en el Señor.
Esos
hechos son de la mayor importancia, puesto que al estudiar el plan de Dios para
Israel comprendemos cuál es el verdadero modelo para la iglesia de Dios en todo
tiempo y hasta el fin. No podemos evocar indiscriminadamente lo que hizo Israel,
como si fuera un modelo de lo que debiéramos hacer, dado que Israel se rebeló
contra Dios en repetidas ocasiones, y su historia es más un relato de apostasía
que de fe; pero podemos y debemos estudiar las promesas y reprensiones que Dios
les hizo, puesto que lo que Dios tenía para ellos es aquello que tiene también
para nosotros.
La iglesia, el reino
El
pueblo de Israel constituía un reino desde el principio, desde siglos antes de
que Saúl fuera elegido rey, ya que la iglesia de Dios es su reino, y los que la
forman son sus hijos. La “familia de Dios”
es “la ciudadanía de Israel” (Efe 2:19
y 12). Cristo, junto al Padre, se sienta en “el
trono de la gracia”, y la verdadera iglesia lo reconoce a él —y sólo a
él— como Señor. El apóstol Juan, escribiendo a la iglesia, se incluye como “vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el
reino y en la perseverancia de Jesucristo” (Apoc 1:9). Cristo
afirmó de sí mismo que era Rey, el Rey de los judíos (Mat 27:11), y
recibió homenaje como “Rey de Israel” (Juan
1:49). Pero si bien declaró ser rey, Jesús afirmó:
“Mi reino no es de este mundo; si mi Reino fuera de este
mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos;
pero mi Reino no es de aquí” (Juan 18:36).
De
igual forma en que el reino de Cristo no es de este mundo, así también su
iglesia, su cuerpo, las personas que ha escogido y llamado del mundo, no han de
formar parte del mundo aunque estén en él. No deben entrar en ningún tipo de
alianza con el mundo para el propósito que sea. Su única misión en el mundo es
ser la luz del mundo, la sal con la que debe ser preservado tanto como sea
posible en el mundo. No han de ser más parte del mundo de lo que la luz lo es
de las tinieblas en las que brilla.
“Qué comunión [tiene]
la luz con las tinieblas?” (2 Cor 6:14).
Hay
en la tierra sólo dos clases: la iglesia y el mundo. Pero cuando la iglesia
establece una alianza con el mundo, bien sea formalmente o bien adoptando los
métodos y principios del mundo, entonces realmente sólo queda una clase: el
mundo. No obstante, por la gracia de Dios siempre ha habido unos pocos fieles,
incluso en los tiempos de la gran apostasía.
No es una teocracia
Es
muy frecuente oír hablar de Israel como de una teocracia. Eso es ciertamente lo
que Dios dispuso que fuera y lo que debió haber sido, pero es también lo
que en el más verdadero sentido no fue jamás. No fue una teocracia; no
especialmente cuando el pueblo de Israel pidió un rey terrenal (“seremos también como los paganos”), pues haciendo
así estaban rechazando a Dios como a su Rey. Es realmente bien extraño que
algunos se refieran a lo que Israel hizo en directa oposición a las
disposiciones de Dios, como justificación de acciones similares por parte de la
iglesia hoy, y a su rechazo de Dios entonces como evidencia de que los estaba
dirigiendo el poder de Dios.
“Teocracia”
es una combinación de dos palabras griegas. Significa literalmente “el gobierno
de Dios”. Por lo tanto, una verdadera teocracia es un cuerpo en el que Dios es
el único y absoluto soberano. Rara vez se ha visto un gobierno así en esta
tierra, y nunca por tiempo prolongado. Existía una verdadera teocracia cuando
Adán fue primeramente formado y puesto en el Edén, cuando “vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran
manera” (Gén 1:31). Dios formó a Adán del polvo de la tierra y lo
colocó por encima de las obras de sus manos. Se le dio “potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y las
bestias, sobre toda la tierra y sobre todo animal que se arrastra sobre la
tierra” (Gén 1:26). Por consiguiente, se le había concedido todo
el poder. Pero en su mejor situación, estando coronado de gloria y honor, Adán
no era más que polvo, no teniendo en sí mismo mayor poder que el del polvo que
pisaba. Por lo tanto, el gran poder que en él se manifestó no era en absoluto
su poder, sino el de Dios obrando en él. Dios era el soberano absoluto, pero a
él agradó, en lo que a esta tierra concernía, revelar su poder a través del
hombre. Mientras duró la lealtad de Adán a Dios hubo una perfecta teocracia en
esta tierra.
Nunca
más ha existido desde entonces una teocracia como aquella, ya que la caída del
hombre implicaba reconocer a Satanás como al dios de este mundo. Pero
individualmente existió en su perfección en Cristo —el segundo Adán—, en cuyo
corazón estaba la ley de Dios, y en quien moraba toda la plenitud de la
divinidad corporalmente. Cuando Cristo haya renovado la tierra y restaurado
todas las cosas como en el principio, y haya sólo un redil y un solo Pastor, un
Rey en toda la tierra, esa será una perfecta teocracia. La voluntad de Dios
será entonces hecha en la tierra como lo es ahora en el cielo. Pero ahora es el
tiempo de la preparación. Cristo está reuniendo a un pueblo en el que se vea
reproducido su carácter, pueblo en cuyos corazones él mismo more por la fe, de
forma que cada uno de ellos, como él, puedan ser “llenos
de toda la plenitud de Dios” (Efe 3:17-19). Esas personas
reunidas constituyen la iglesia de Cristo, que como un todo, es “la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efe
1:22-23). Así, mientras que la verdadera teocracia se encuentra
primeramente en el corazón de las personas que sinceramente dicen a su Padre
celestial cada día “tuyo es el reino”, la
multitud de los que creen —la iglesia— cuando está perfectamente unida en la
misma mente por el Espíritu Santo, constituye la única verdadera teocracia que
haya existido en esta tierra. Cuando la iglesia es apóstata procura el poder de
regir mediante alianzas con el mundo, exhibiendo una forma teocrática de
gobierno, pero no es más que una forma; de hecho, es una falsificación
desprovista del poder divino, mientras que los verdaderos seguidores de Dios,
escasos en número y esparcidos por todo el mundo, ignorados por las naciones,
proveen el ejemplo de una auténtica teocracia.
A
través del profeta que abrió su boca para maldecir, pero que en lugar de eso
pronunció bendiciones, Dios dijo al pueblo de Israel:
“Un pueblo que habita aparte, que no será contado entre
las naciones” (Núm 23:9).
El
pueblo de Dios está en el mundo sin ser del mundo, con el propósito de mostrar
la excelencia de Aquel que los llamó de las tinieblas. Pero sólo pueden cumplir
ese propósito cuando Dios es reconocido supremo. La iglesia es el reino en el
que únicamente Dios reina, y todo el poder de la iglesia es el poder de Dios,
siendo la ley de amor de Dios su única ley. La iglesia escucha y sigue
únicamente la voz de Dios, y sólo la voz de Dios habla a través de ella.
Ningún modelo terrenal
Nada
de entre los reinos terrenales o asociaciones del tipo que sea puede servir de
modelo a la auténtica teocracia, que es la iglesia y reino de Dios; ni puede
acto alguno de las organizaciones humanas ser tomado como un precedente. Es
única y singular en todo respecto y no depende de ninguna de las cosas de las
que dependen los gobiernos humanos para mantener la unidad, a pesar de lo cual
es una maravillosa exhibición de orden, armonía y poder que a todos maravilla.
Pero
si bien el auténtico pueblo de Dios se ha de mantener separado, no siendo
contado entre las naciones, y en consecuencia no teniendo parte alguna en la
dirección o gestión de gobiernos civiles, no por ello es indiferente al
bienestar de la humanidad. Como su divina Cabeza, tiene por misión hacer el
bien. Tal como Adán fue hijo de Dios (Lucas 3:38), toda la humanidad,
aunque caída, constituye sus hijos pródigos, y por lo tanto los auténticos
hijos de Dios considerarán a todos los seres humanos como a sus hermanos por
cuyo bienestar y salvación han de trabajar. Su labor consiste en revelar a Dios
al mundo como un Padre lleno de ternura y amor, y eso sólo pueden hacerlo al
permitir que el amor de Dios brille en sus propias vidas.
El
reino de Cristo sobre la tierra tiene por única obra mostrar su fidelidad a él
mediante una semejanza práctica con Cristo, y proclamarlo como al merecido
Señor de todo, y mostrando de ese modo sus excelencias, inducir a tantos como
sea posible a aceptarlo como Rey, de forma que estén dispuestos a recibirlo
cuando venga en el trono de su gloria (Mat 25:31). Cristo, el Rey, vino
al mundo con el propósito de dar testimonio de la verdad (Juan 18:37), y
sus súbditos leales no tienen otro objeto en la vida. El poder mediante el cual
testifican es el del Espíritu Santo que mora en ellos (Hechos 1:8), pero
jamás el que deriva de mezclarse en la lucha política o social. Durante
un breve tiempo tras la ascensión de Cristo al cielo, la iglesia se conformó
con ese poder del Espíritu Santo, y hubo un maravilloso progreso en la obra de
predicar el evangelio del reino; pero pronto comenzó la iglesia a adoptar
métodos mundanos, y sus miembros comenzaron a interesarse en los asuntos del
Estado, en lugar de en el reino de Cristo, con lo que se perdió el poder. Pero
hay que recordar que en los días en que la iglesia mantuvo su lealtad, estaba
presente el mismo poder que fue dado a Israel cientos de años antes, y con el
mismo propósito. Hay que recordar también que el pueblo de Dios mediante el cual
se manifestó de ese modo en ambas ocasiones, fue el mismo, “porque la salvación viene de los judíos” (Juan
4:22).
“En cuanto a Dios, perfecto es su camino” (Sal
18:30), y sabemos que “todo lo que Dios hace es
perpetuo: Nada hay que añadir ni nada que quitar. Dios lo hace para que delante
de él teman los hombres” (Ecl 3:14). Por lo tanto, aunque Israel
en los días de los jueces y de los profetas demostró ser infiel a su misión, y
la misma iglesia desde los días de los apóstoles ha sido en gran medida
inconsistente con sus privilegios y deberes, ha de llegar el tiempo en que la
iglesia —el Israel de Dios— salga del mundo y se mantenga separada, y así,
libre de toda atadura terrenal y dependiendo solamente de Cristo, brillará como
la mañana, “hermosa como la luna, radiante como el
sol, imponente como ejércitos en orden de batalla” (Cant 6:10).
“Oí otra voz del cielo que decía: ‘¡Salid de ella, pueblo
mío, para que no seáis partícipes de sus pecados ni recibáis parte de sus
plagas!’” “El Espíritu y la Esposa dicen:
‘¡Ven!’ El que oye, diga: ‘¡Ven!’” (Apoc 18:4 y 22:16).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 21 enero 1897
(índice)
El reposo prometido (I)
“Mi presencia te acompañará y te daré descanso” (Éxodo
33:14).
Dios
infundió ánimo a Moisés con esas palabras para que hiciera avanzar de nuevo al
pueblo de Israel después que este hubiera pecado tan gravemente al hacerse un
becerro de oro y adorarlo.
El reposo de Cristo
En
nuestro estudio del reposo que Dios prometió a su pueblo hay que notar que la
promesa citada es idéntica a la de Mateo 11:28. Se prometió el reposo, y
sólo se lo obtendría mediante la presencia de Dios, quien iría con su pueblo.
Así, Cristo, quien es “Dios con nosotros” (Mat
1:23) y quien está con nosotros “todos los
días, hasta el fin del mundo” (Mat 28:20), nos dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y
yo os haré descansar”. El reposo ofrecido a los hijos de Israel en el
desierto es el mismo que Cristo ofrece a toda la humanidad; reposo en Dios, en
sus brazos eternos, puesto que el Hijo unigénito “está
en el seno del Padre” (Juan 1:18). “Como
aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros” (Isa
66:13).
Pero
Dios fue y es siempre omnipresente, ¿por qué entonces, no tienen todos reposo?
–Por la razón sencilla de que en general el hombre no reconoce la presencia, ni
siquiera la existencia de Dios. En lugar de tener en cuenta a Dios en todos los
asuntos de la vida, la mayoría de la gente vive como si él no existiera.
“Sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario
que el que se acerca a Dios crea que él existe” (Heb 11:6).
Eso
muestra que la generalizada incapacidad para agradar a Dios, y por lo tanto
para hallar descanso, procede de la incredulidad prevaleciente en cuanto a su
existencia.
¿Cómo
podemos saber que Dios existe? –Desde la creación del mundo, las cosas
invisibles de Dios: su eterno poder y divinidad, han sido claramente revelados
en las cosas que él creó (Rom 1:20), de forma que aquellos que no
conocen a Dios carecen de excusa. Dios se revela a sí mismo como Creador,
porque ese hecho lo distingue como el Dios que existe por sí mismo, en
contraste con los dioses falsos.
“Grande es Jehová y digno de suprema alabanza; temible
sobre todos los dioses. Todos los dioses de los pueblos son ídolos; pero Jehová
hizo los cielos” (Sal 96:4-5).
“Jehová es el Dios verdadero: él es el Dios vivo y el Rey
eterno... ‘Los dioses, que no hicieron los cielos ni la tierra, desaparezcan de
la tierra y de debajo de los cielos’. Él hizo con su poder la tierra, con su
saber puso en orden el mundo y con su sabiduría extendió los cielos” (Jer
10:10-12).
“Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la
tierra” (Sal 121:2).
“Nuestro socorro está en el nombre de Jehová, que hizo el
cielo y la tierra” (Sal 124:8).
Puesto
que sólo en la presencia de Dios se encuentra el reposo, y su presencia es
conocida y apreciada verdaderamente por medio de sus obras, es evidente que el
reposo prometido ha de estar muy estrechamente relacionado con la creación.
El reposo y la herencia, inseparables
Vemos
que ese es el caso, ya que el reposo y la herencia siempre estuvieron asociados
en la promesa. Los hijos de Israel recibieron esta instrucción en el desierto:
“No haréis como todo lo que hacemos nosotros aquí ahora,
cada uno lo que bien le parece, porque hasta ahora no habéis entrado al reposo
y a la heredad que os da Jehová, vuestro Dios. Pero pasaréis el Jordán y
habitaréis en la tierra que Jehová, vuestro Dios, os hace heredar. Él os hará
descansar de todos vuestros enemigos alrededor, y habitaréis seguros. Y al
lugar que Jehová, vuestro Dios, escoja para poner en él su nombre, allí
llevaréis todas las cosas que yo os mando” (Deut 12:8-11).
Así,
Moisés dijo también a las tribus cuya suerte cayó en la ladera oriental del
Jordán:
“Jehová, vuestro Dios, os ha dado esta tierra como heredad;
pero iréis armados todos los valientes delante de vuestros hermanos, los hijos
de Israel. Solamente vuestras mujeres, vuestros hijos y vuestros ganados...
quedarán en las ciudades que os he dado, hasta que Jehová dé reposo a vuestros
hermanos, así como a vosotros, y hereden ellos también la tierra que Jehová,
vuestro Dios, les da al otro lado del Jordán” (Deut 3:18-20).
El
reposo y la herencia son inseparables. En Cristo, quien es “Dios con nosotros”, encontramos reposo; “en él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido
predestinados conforme al propósito del que hace todas las cosas según el
designio de su voluntad”. El Espíritu Santo constituye las primicias de
esa herencia, hasta que sea redimida la posesión adquirida (Efe 1:10-14).
“Jehová es la porción de mi herencia” (Sal
16:5). Él es tanto nuestro reposo como nuestra herencia. Teniéndolo a él,
lo tenemos todo.
Hemos
visto ya a los hijos de Israel en la tierra prometida; la tierra, y por lo
tanto el reposo, eran suyos, ya que leemos esta declaración relativa a la
situación en los días de Josué:
“De esta manera dio Jehová a Israel toda la tierra que
había jurado dar a sus padres. Tomaron posesión de ella y la habitaron. Jehová
les dio paz alrededor, conforme a todo lo que había jurado a sus padres, y
ninguno de sus enemigos pudo hacerles frente, porque Jehová entregó en sus
manos a todos sus enemigos. No faltó ni una palabra de todas las buenas
promesas que Jehová había hecho a la casa de Israel. Todo se cumplió” (Josué
21:43-45).
Josué rememora la fidelidad de Dios
Pero
caeríamos en un grave error si nos detuviésemos aquí. En el capítulo siguiente
encontramos lo que Josué habló a sus ancianos, jueces, etc, “mucho tiempo después que el Señor dio reposo a Israel de
todos sus enemigos” (Josué 23:1-2). Después de haberles recordado
lo que el Señor había hecho por ellos, les dijo:
“Yo os he repartido por suertes, como herencia para
vuestras tribus, estas naciones, tanto las destruidas como las que quedan,
desde el Jordán hasta el Mar Grande, hacia donde se pone el sol. Jehová,
vuestro Dios, las echará de delante de vosotros, las expulsará de vuestra
presencia y vosotros poseeréis sus tierras, como Jehová, vuestro Dios, os ha
dicho. Esforzaos, pues, mucho en guardar y hacer todo lo que está escrito en el
libro de la Ley de Moisés, sin apartaros de ello ni a la derecha ni a la
izquierda, para que no os mezcléis con estas naciones que han quedado entre
vosotros, ni hagáis mención ni juréis por el nombre de sus dioses, ni los
sirváis, ni os inclinéis a ellos. Pero a Jehová, vuestro Dios, seguiréis como
habéis hecho hasta hoy. Pues ha expulsado Jehová de vuestra presencia a
naciones grandes y fuertes, y hasta hoy nadie os ha podido resistir. Un hombre
de vosotros perseguirá a mil, porque Jehová, vuestro Dios, es quien pelea por
vosotros, como él os dijo. Guardad, pues, con diligencia vuestras almas, para
que améis a Jehová, vuestro Dios. Porque si os apartáis y os unís a lo que
resta de estas naciones que han quedado entre vosotros, y si concertáis con
ellas matrimonios, mezclándoos con ellas y ellas con vosotros, sabed que
Jehová, vuestro Dios, no seguirá expulsando ante vosotros a estas naciones,
sino que os será como lazo, trampa y azote para vuestros costados y espinas
para vuestros ojos, hasta que desaparezcáis de esta buena tierra que Jehová,
vuestro Dios, os ha dado. Yo estoy próximo a entrar hoy por el camino que recorren
todos. Reconoced, pues, con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma, que
no ha faltado ni una sola de todas las bendiciones que Jehová, vuestro Dios, os
había dicho; todas se os han cumplido, no ha faltado ninguna de ellas. Pero así
como se os han cumplido todas las bendiciones que Jehová, vuestro Dios, os
había dicho, también traerá Jehová sobre vosotros todas sus maldiciones, hasta
borraros de sobre la buena tierra que Jehová, vuestro Dios, os ha dado”
(Josué 23:4-15).
Sólo la fe asegura el reposo
En
esta porción de la Escritura tenemos evidencia adicional de que la herencia
consiste en el reposo prometido. Se nos informa llanamente de que Dios había
dado reposo a Israel, y que esa disertación estaba teniendo lugar mucho tiempo
después de ello. No obstante, en esa alocución les fueron presentadas las
condiciones bajo las cuales podrían tener el reposo y bajo las cuales serían
expulsados los enemigos que quedaban aún en la tierra. Todo dependía de la
fidelidad de Israel a Dios. Si dejaban de servir al Señor yéndose tras otros
dioses, conocerían con certeza que Dios no iba a continuar echando de delante
de ellos a las naciones restantes, sino que estas continuarían acosándolos, y
que el Señor llegaría a hacerlos desaparecer de sobre la faz de la tierra que
les había dado.
¿Se
podía decir de los hijos de Israel, que hubiesen recibido reposo de todos sus
enemigos y la tierra en posesión, siendo que esos enemigos estaban aún en la
tierra y existía la posibilidad de que los echaran fuera a ellos, en lugar de
que ocurriera lo contrario? Las propias Escrituras dan la respuesta. Por
ejemplo, cuando todos los reyes de los amorreos amenazaron a los gabaonitas,
que habían hecho alianza con los israelitas, el Señor dijo a Josué:
“No les tengas temor, porque yo los he entregado en tus
manos” (Josué 10:8).
¿Qué
hizo entonces Josué? –Fue y los tomó. No comenzó a cavilar cuestionándose: ‘No
veo evidencia ninguna de que Dios los haya entregado en mis manos, puesto que
no están en mis manos’, ni exclamó con negligencia: ‘Puesto que Dios los ha
entregado en mis manos, puedo disolver el ejército y dedicarme a la vida
fácil’. En ambos casos habría resultado vencido, aun siendo cierto que Dios le
había dado la victoria. En su acción Josué demostró que creía en lo que el
Señor había dicho. La fe obra, y continúa obrando.
De
igual forma se había dicho al pueblo que Dios le había dado la victoria,
estando todavía fuera de los altos muros y puertas selladas de Jericó. Aun
siendo cierto que Dios les había dado la victoria, todo dependía de ellos. Si
hubieran rehusado gritar, nunca habrían conocido la victoria.
En
Cristo tenemos el reposo y la herencia; pero a fin de ser participantes de
Cristo, debemos retener “firme hasta el fin nuestra
confianza del principio” (Heb 3:14). Jesús dice:
“En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he
vencido al mundo” (Juan 16:33).
Sin
embargo, en la misma predicación declaró:
“La paz os dejo, mi paz os doy” (Juan 14:27).
¡Cómo!,
¿paz en medio de la aflicción? —Sí, ya que añade: “No
os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo”.
Permanecer firme en la tribulación; no ceder al temor ante el peligro; estar en
el centro del combate y sin embargo experimentar la perfecta paz, significa
moverse realmente según una escala diferente a la que el mundo conoce.
Terminación del conflicto
Observa
cuál fue el mensaje que se encomendó al profeta Isaías que diera a Israel
cuando estaba atravesando las experiencias más probatorias, un mensaje que es
más para nosotros hoy, de lo que fue para los que vivieron en el momento en que
fue dado:
“¡Consolad, consolad a mi pueblo!, dice vuestro Dios.
Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido,
que su pecado está perdonado” (Isa 40:1-2).
¡Gloriosa
seguridad! El conflicto terminó, la batalla llegó a su fin, ¡se logró la
victoria! ¿Significa eso que ya podemos echarnos tranquilamente a dormir? De
ninguna manera; hemos de estar despiertos y hacer uso de la victoria que el
Señor ha ganado en nuestro favor. El conflicto es contra principados, contra
potestades (Efe 6:12), pero Jesús “despojó a
los principados y a las autoridades y los exhibió públicamente, triunfando
sobre ellos en la cruz” (Col 2:15), y resucitó después para
sentarse en los lugares celestiales, “sobre todo
principado y autoridad, poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no
sólo en este siglo, sino también en el venidero” (Efe 1:20-21), y
Dios nos ha resucitado con él, para sentarnos con él en esos mismos lugares
celestiales (Efe 2:1-6), y en consecuencia también sobre todo principado
y autoridad, poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en
este siglo, sino también en el venidero. Por lo tanto, podemos y debemos decir
de todo corazón:
“Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por
medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 15:57).
Lecciones de los Salmos
David
comprendió esa victoria y se gozó en ella. Supo lo que es ser perseguido por
los montes como una alimaña. En cierta ocasión en que se estaba escondiendo en
el desierto de Zif y los habitantes de aquella tierra revelaron traidoramente
el escondedero de David, diciendo a Saúl: “Por
tanto, rey, desciende ahora pronto, conforme a tu deseo, y nosotros lo
entregaremos en manos del rey” (1 Sam 23:15-20), David, a pesar
de conocer todo ello, tomó su arpa y compuso un salmo de alabanza, diciendo:
“Voluntariamente sacrificaré a ti; alabaré tu nombre,
Jehová, porque es bueno, porque él me ha librado de toda angustia y mis ojos
han visto la ruina de mis enemigos” (Sal 54:6-7).
Lee
el salmo en su totalidad, incluyendo su introducción. David pudo cantar:
“Aunque un ejército mayor acampe contra mí, no temerá mi
corazón” (Sal 27:3).
El
salmo tercero, con sus expresiones de positiva confianza en Dios y su tono de
victoria, fue compuesto mientras David huía de su hijo Absalón, quien le
disputaba el trono. Necesitamos comprender el Salmo 23, de forma que
cuando leemos: “Aderezas mesa delante de mí en
presencia de mis angustiadores; unges mi cabeza con aceite; mi copa está
rebosando” no sean meras palabras huecas.
El hombre fuerte derrotado
La
victoria “que ha vencido al mundo” es
nuestra fe. ¡Oh, si pudiésemos comprender y tener siempre presente el hecho de
que la victoria ha sido ya ganada! Cristo, el Poderoso, cayó sobre el hombre
fuerte (Mat 12:29), nuestro adversario y acusador, y lo venció, arrancándole
la armadura en la que confiaba, de forma que tenemos que luchar solamente con
un enemigo desarmado y derrotado. La razón por la que resultamos vencidos es
porque no creemos ni conocemos ese hecho. Si lo sabemos y lo recordamos, no
caeremos jamás. ¿Quién iba a ser tan necio como para dejarse tomar cautivo por
un enemigo sin armadura y sin fuerza?
Cuántas
de las bendiciones que Dios nos ha dado resultan malogradas, simplemente porque
nuestra fe no echa mano de ellas. ¿Cuántas bendiciones nos ha dado Dios?:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo” (Efe 1:3).
“Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad
nos han sido dadas por su divino poder mediante el conocimiento de aquel que
nos llamó por su gloria y excelencia” (2 Ped 1:3).
Sorprendentemente,
a pesar de que todo es nuestro (1 Cor 3:21), a menudo actuamos como si
no tuviéramos nada. Cierto dirigente espiritual, cuando se le recordaron en
cierta ocasión esos textos con la intención de darle ánimo, exclamó: ‘Si Dios
me ha dado todas esas cosas, ¿por qué no las tengo?’ Quizá haya más de uno que
en eso esté leyendo su propia experiencia. La respuesta a su pregunta era muy
simple: —Porque no creía que Dios se las hubiera dado. No podía sentir que las
tenía, por lo tanto, no creía que las poseyera. Pero es la fe la que ha de
aferrarse a ellas. Uno no puede esperar sentir aquello que no puede tocar. La
victoria no es la duda, la vista ni el sentimiento, sino la fe.
En
la próxima entrega concluiremos el estudio del reposo prometido.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 28 enero 1897
(índice)
El reposo prometido (II)
Los
israelitas habían tomado posesión; no había faltado ni una sola de las palabras
de Dios; él les había dado todas las cosas; pero no apreciaron el inmenso don,
de forma que recibieron la gracia de Dios en vano (2 Cor 6:1).
En
vida de Josué habían sido fieles a Dios, al menos nominalmente, pero tras su
muerte:
“Los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos de
Jehová y sirvieron a los baales. Dejaron a Jehová, el Dios de sus padres, que
los había sacado de la tierra de Egipto, y se fueron tras otros dioses, los
dioses de los pueblos que estaban en sus alrededores, y los adoraron,
provocando la ira de Jehová. Dejaron a Jehová, y adoraron a Baal y a Astarot.
Se encendió entonces contra Israel el furor de Jehová, quien los entregó en
manos de salteadores que los despojaron, y los vendió en manos de sus enemigos
de alrededor, a los cuales no pudieron ya hacerles frente. Por dondequiera que
salían, la mano de Jehová estaba contra ellos para mal, como Jehová había dicho
y se lo había jurado. Y se vieron en una gran aflicción” (Jueces
2:11-15).
Dios
les había dicho que a causa de su desobediencia no echaría a las gentes de
delante de ellos, sino que sus enemigos permanecerían y les serían como espinas
a sus costados.
Vemos,
por lo tanto, que aunque Dios les dio reposo, ellos no entraron en dicho
reposo. Así, fue tan cierto de ellos como de los que cayeron en el desierto, “que no pudieron entrar a causa de su incredulidad”
(Heb 3:19).
Nosotros
“Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de
entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberla alcanzado. También a
nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; a ellos de nada les
sirvió haber oído la palabra, por no ír acompañada de fe en los que la oyeron”
(Heb 4:1-2).
Estamos
en el mundo precisamente en la misma situación que el antiguo Israel, con las
mismas promesas, las mismas expectativas, los mismos enemigos, los mismos
peligros.
No
existen enemigos contra los cuales podamos emplear armas ordinarias de guerra,
por más que se asegure a los seguidores del Señor que padecerán persecución (2
Tim 3:12) y que serán aborrecidos por el mundo con un odio que no se
detendrá ni ante la muerte (Juan 15:18-19 y 16:1-3); sin embargo,
“las armas de nuestra milicia no son carnales”
(2 Cor 10:4). En eso, no obstante, nuestro caso en nada es diferente al
del Israel de antiguo.
Ellos
habían de obtener la victoria sólo por la fe, y como ya hemos visto, si
hubieran sido verdaderamente fieles, no habría habido mayor necesidad de
emplear la espada para echar a los cananeos, de la que hubo para derrotar al
faraón y sus huestes. En verdad, la razón por la que no obtuvieron plena
posesión de la tierra, fue por esa misma incredulidad que hizo necesaria la
espada, ya que es absolutamente imposible que la patria celestial prometida por
Dios a Abraham sea conquistada por hombres blandiendo espadas o pistolas en sus
manos. No había mayor necesidad para Israel de luchar en la antigüedad, de la
que tenemos hoy nosotros, ya que “cuando los
caminos del hombre son agradables a Jehová, aun a sus enemigos los pone en paz
con él” (Prov 16:7). Se nos prohíbe terminantemente luchar.
Cuando
Cristo ordena a sus seguidores que se abstengan de luchar y les advierte que si
lo hacen perecerán, no está introduciendo un nuevo orden de cosas, sino que
está reconduciendo a su pueblo de regreso a los principios de origen. El Israel
de antiguo provee una ilustración del hecho de que aquel que utiliza la espada,
a espada perecerá; y aunque el Señor fue muy paciente con ellos e hizo muchas
concesiones a su debilidad, y continúa siendo aun más paciente con nosotros,
quiere no obstante que evitemos los errores de ellos. Todas las cosas que los
conciernen “les acontecieron como ejemplo, y están
escritas para amonestarnos a nosotros, que vivimos en estos tiempos finales”
(1 Cor 10:11).
La promesa de Canaán
Pero
hemos de avanzar un paso más y comprobar que nuestra situación es precisamente
la del antiguo Israel, y que el mismo reposo y herencia que Dios les dio a
ellos y que dejaron escapar negligentemente de sus manos, son nuestros “con tal que retengamos firme hasta el fin la confianza y
el gloriarnos en la esperanza” (Heb 3:6). Afortunadamente la
evidencia es muy simple y consistente, y en cierta medida ya la hemos
considerado. Refresquemos nuestra memoria con los siguientes hechos:
Canaán
es la tierra que Dios dio a Abraham y a su descendencia “en heredad perpetua” (Gén 17:7-8). Había de
ser una herencia permanente tanto para Abraham como para sus descendientes.
Pero el propio Abraham no tomó posesión ni siquiera del terreno que pisaban sus
pies (Hechos 7:5), y tampoco ninguno de sus descendientes, ya que hasta
los justos de entre ellos (y sólo ellos son descendientes de Abraham) “en la fe murieron... sin haber recibido lo prometido”
(Heb 11:13 y 39).
Por
lo tanto, tal como ya hemos visto, la posesión de la tierra implicaba la
resurrección de los muertos en la venida de Cristo para restaurar todas las
cosas. Mediante la resurrección de Cristo, Dios nos ha hecho renacer para una
esperanza viva,
“para una herencia incorruptible, incontaminada e
inmarchitable, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el
poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada
para ser manifestada en el tiempo final” (1 Ped 1:3-6).
Un reino mundial
Pero
la posesión de la tierra de Canaán significaba nada menos que la posesión de
todo el mundo, como vemos al relacionar Gén 17:7-8 y 11 con Rom
4:1-13. Así, la circuncisión era el sello del pacto según el cual se daría
a Abraham y a su descendencia la tierra de Canaán como posesión perpetua. Pero
la circuncisión era al mismo tiempo la señal o sello de la justicia de la fe, y
de “la promesa de que sería heredero del mundo [que]
fue dada a Abraham o a su descendencia no por la ley sino por la justicia de la
fe”. Eso significa que el sello que aseguraba el derecho de Abraham a la
posesión de la tierra de Canaán era el mismo sello que le daba derecho a
heredar todo el mundo.
Al
darle a él y a su simiente la tierra de Canaán, Dios le estaba dando todo el
mundo. No “el presente siglo malo”, claro
está (Gál 1:4), ya que este “mundo pasa”
(1 Juan 2:17); realmente “esperamos, según
sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia”
(2 Ped 3:13). Lo que Dios prometió a Abraham y a su descendencia no era
la posesión de unos cuantos miles de hectáreas manchadas por la maldición, sino
la posesión eterna de toda la tierra, libre de todo vestigio de maldición. Aun
si la herencia prometida hubiera estado limitada solamente al pequeño
territorio de Canaán, seguiría siendo cierto que Israel jamás la poseyó, ya que
la promesa que el Señor confirmó consistía en dar a Abraham y a su descendencia
la tierra de Canaán como perpetua posesión, es decir, Abraham debía poseerla de
forma permanente, y también su descendencia. Sin embargo, todos ellos murieron,
y con el tiempo hasta el propio país pasó a manos de otros pueblos. Ninguna
morada temporal en Palestina puede constituir el cumplimiento de la promesa.
Sigue pendiente de cumplimiento para Abraham y para toda su descendencia.
La tierra nueva
El
reposo es la herencia. La herencia es la tierra de Canaán, pero la posesión de
la tierra de Canaán significa la posesión de toda la tierra, no en su actual
estado, sino restaurada a su situación edénica. Por lo tanto, el reposo que
Dios da es inseparable de la tierra nueva: se trata de reposo que sólo en la
tierra nueva puede darse, reposo que sólo se encuentra en Dios. Cuando todas
las cosas sean restauradas, Dios proveerá todas las cosas en Cristo sin
impedimento alguno, de forma que habrá perfecto reposo en todo lugar. Puesto
que sólo en Dios se encuentra el reposo, es evidente que los hijos de Israel no
gozaron del reposo y de la herencia ni siquiera al habitar en Palestina, pues
si bien “echó las naciones de delante de ellos; con
cuerdas repartió sus tierras en heredad e hizo habitar en sus tiendas a las
tribus de Israel”, no obstante “ellos
tentaron y enojaron al Dios altísimo y no guardaron sus testimonios; mas bien
le dieron la espalda, rebelándose como sus padres; se torcieron como arco
engañoso. Lo enojaron con sus lugares altos y lo provocaron a celo con sus
imágenes de talla”, de forma que Dios “en
gran manera aborreció a Israel” (Sal 78:55-59).
Recuerda
que Abraham esperaba una patria celestial. No obstante, la promesa divina de
darle a él y a su descendencia (que si somos de Cristo nos incluye: Gál 3:16
y 29) la tierra de Canaán como herencia perpetua, se ha de cumplir al
pie de la letra.
Cuando
el Señor regrese para tomar para sí a su pueblo, para llevarlo al lugar que él
les ha preparado (Juan 14:3), los muertos justos resucitarán
incorruptibles, y los justos que vivan serán igualmente transformados en
inmortales, y ambos grupos serán reunidos “en las
nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor”
(1 Tes 4:16-17; 1 Cor 15:51-54). El lugar al que serán conducidos
es la “Jerusalén de arriba”, la libre, la
que es “madre de todos nosotros” (Gál
4:26); pues es ahí donde está ahora Cristo preparando un lugar para
nosotros. Algunos textos ayudarán a comprender esto más claramente: que la
Nueva Jerusalén es el lugar “donde ahora se
presenta [Cristo] por nosotros ante Dios”
(Heb 9:24), es evidente a partir de Heb 12:22-24, en donde se nos dice que los
creyentes han de acudir al monte de Sión, “a la
ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial”, “a
Dios, Juez de todos” y “a Jesús, Mediador
del nuevo pacto”. Cristo “se sentó a la
diestra del trono de la Majestad en los cielos” (Heb 8:1), y
desde ese trono —no lo olvides— fluye el “río
limpio, de agua de vida” (Apoc 22:1).
La ciudad que Abraham esperaba
Esa
ciudad, la Nueva Jerusalén, la ciudad que Dios ha preparado para aquellos de
los que no se avergüenza, puesto que buscan una patria celestial (Heb 11:16),
es la capital de sus dominios. Es “la ciudad que
tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (v. 10),
la que Abraham esperaba. En el capítulo 21 de Apocalipsis
encontramos una descripción de esos fundamentos, y allí vemos también que esa
ciudad no ha de permanecer para siempre en el cielo, sino que descenderá a esta
tierra junto a los santos que reinaron en ella con Cristo por mil años tras la
resurrección (Apoc 20). Sobre el descenso de la ciudad leemos:
“Yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén,
descender del cielo de parte de Dios, ataviada como una esposa hermoseada para
su esposo. Y oí una gran voz del cielo, que decía: ‘El tabernáculo de Dios está
ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo
estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos;
y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las
primeras cosas ya pasaron’. El que estaba sentado en el trono dijo: ‘Yo hago
nuevas todas las cosas’. Me dijo: ‘Escribe, porque estas palabras son fieles y
verdaderas’. Y me dijo: ‘Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y
el fin. Al que tiene sed, le daré gratuitamente de la fuente del agua de vida.
El vencedor heredará todas las cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero
los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y
hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago
que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda’” (21:2-8).
Según
Isaías 49:17-21, los creyentes, los justos, los hijos de la Nueva
Jerusalén, constituyen el adorno de la ciudad cuando esta desciende, preparada
como una esposa adornada para su esposo. Vemos, por lo tanto, que los santos de
Dios van directamente a la Nueva Jerusalén cuando Cristo viene a buscarlos,
para retornar con ella a esta tierra posteriormente al llegar el tiempo de la
purificación de la tierra de todo lo ofensivo y de todo el que comete
iniquidad, en la renovación de todas las cosas a su estado original.
Lugar al que desciende la ciudad
¿A
qué punto de esta tierra descenderá la ciudad? Refiriéndose al tiempo de la
destrucción de los malvados, escribió el profeta Zacarías:
“Después saldrá Jehová y peleará contra aquellas naciones
como peleó en el día de la batalla. En aquel día se afirmarán sus pies sobre el
monte de los Olivos, que está enfrente de Jerusalén, al oriente. El monte de
los Olivos se partirá por la mitad, de este a oeste, formando un valle muy
grande; la mitad del monte se apartará hacia el norte, y la otra mitad hacia el
sur. Y huiréis al valle de los montes, porque el valle de los montes llegará
hasta Azal. Huiréis de la manera que huisteis a causa del terremoto en los días
de Uzías, rey de Judá. Y vendrá Jehová, mi Dios, y con él todos los santos.
Acontecerá que en ese día no habrá luz, ni frío, ni hielo. Será un día único, sólo
conocido por Jehová, en el que no habrá ni día ni noche, pero sucederá que al
caer la tarde habrá luz. En aquel día saldrán de Jerusalén aguas vivas, la
mitad de ellas hacia el mar oriental y la otra mitad hacia el mar occidental,
en verano y en invierno. Y Jehová será el rey sobre toda la tierra. En aquel
día Jehová será único, y único será su nombre” (Zac 14:3-9).
Vemos,
pues, que cuando Dios revierte la cautividad de su pueblo los trae de nuevo al
preciso lugar de la tierra que prometió a Abraham como posesión eterna: a la
tierra de Canaán. Pero la posesión de esa tierra es la posesión de toda la
tierra, no por unos pocos días, sino por la eternidad. “No habrá más muerte”. Esa era la gloriosa herencia que tuvieron
a su alcance los hijos de Israel cuando cruzaron el Jordán, y que se dejaron
perder con su incredulidad. Si hubieran sido fieles, habría bastado un tiempo
muy breve para dar a conocer el nombre y el poder salvador de Dios a todo lugar
en la tierra, y entonces habría venido el fin. Pero fracasaron, y el tiempo se
tuvo que prolongar hasta nuestro día. Esa misma esperanza ha estado siempre
ante el pueblo de Dios, por lo tanto podemos ansiar la posesión de la tierra de
Canaán con tanto fervor como Abraham, Isaac, Jacob, José y Moisés, y con la
misma confiada esperanza que tuvieron ellos.
La restauración del Israel de Dios
Tras
haber fijado en la mente esos conceptos, la lectura de las profecías del
Antiguo y del Nuevo Testamento resulta una delicia, ya que se evita en gran
medida la confusión, y quedan resueltas muchas contradicciones aparentes.
Cuando leamos sobre la restauración de Jerusalén como siendo el gozo y alabanza
de toda la tierra, sabremos que la Nueva Jerusalén desciende del cielo para
tomar el lugar de la vieja. Si una ciudad en este mundo queda reducida a
cenizas y los hombres edifican en su lugar una nueva ciudad con el mismo
nombre, se dice que fue reedificada, y se la puede llamar del mismo nombre. Así
sucede con Jerusalén, sólo que en este caso es reedificada en el cielo, lo que
hace que no exista ningún intervalo entre la destrucción de la antigua ciudad y
la aparición de la nueva. Es como si la nueva surgiera de repente a partir de
las ruinas de la vieja, pero infinitamente más gloriosa.
De
igual forma, cuando leamos sobre el retorno de Israel a Jerusalén, no se trata
de ningún regreso de unos pocos miles de mortales a un conjunto de ruinas, sino
de la venida de la incontable e inmortal hueste de los redimidos a la nueva
ciudad a cuya ciudadanía fueron acreedores desde mucho tiempo antes. Ningún
hombre mortal reconstruirá la ciudad con cemento, piedra y ladrillos; lo hará
Dios mismo, con oro, perlas, y toda clase de piedras preciosas. “Por cuanto Jehová habrá edificado a Sión y en su gloria
será visto” (Sal 102:16). El Señor dice a Jerusalén:
“¡Pobrecita, fatigada con tempestad, sin consuelo! He aquí
que yo cimentaré tus piedras sobre carbunclo y sobre zafiros te fundaré. Tus
ventanas haré de piedras preciosas; tus puertas, de piedras de carbunclo, y
toda tu muralla, de piedras preciosas. Todos tus hijos serán enseñados por
Jehová, y se multiplicará la paz de tus hijos” (Isa 54:11-13).
Esas
son las piedras que aman sus hijos (Sal 102:14).
Habrá
aquí reposo, perfecta paz por la eternidad. La promesa es:
“En justicia serás establecida, lejos de la opresión, y
nada temerás; porque el temor no se acercará a ti” (Isa 54:14).
“En aquel día cantarán este cántico en tierra de Judá:
‘Fuerte ciudad tenemos; salvación puso Dios por muros y antemuro” (Isa
26:1).
Dios
mismo estará con su pueblo por siempre, y “verán su
rostro” (Apoc 22:4), por consiguiente tendrán reposo, ya que el
Señor dijo: “Mi presencia [literal: mi
rostro] te acompañará y te daré descanso” (Éxodo
33:14).
¿Por
qué anulan los hombres todas esas gloriosas promesas, leyéndolas como si se
refirieran meramente a la posesión temporal de una ciudad arruinada, sita en
esta vieja tierra maldita por el pecado? Es debido a que limitan el evangelio,
ignorando que todas las promesas de Dios lo son en Cristo, y que sólo los que
están en Cristo las han de disfrutar, aquellos en quienes él mora por la fe.
Ojalá que el profeso pueblo de Dios pueda recibir pronto “espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento
de él”, de forma que puedan ser abiertos los ojos de su entendimiento y
pueda saber cuál es la esperanza a la que ha sido llamado, y “cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los
santos”, que sólo es posible tener mediante “la
extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la
acción de su fuerza poderosa”, que es la fuerza que “operó en Cristo, resucitándolo de los muertos y
sentándolo a su derecha en los lugares celestiales” (Efe 1:17-20).
Ahora
que hemos anticipado esas vislumbres y que hemos contemplado la consumación de
la promesa divina de dar reposo a su pueblo en la tierra de Canaán, podemos
retroceder y analizar algunos detalles, que serán mejor comprendidos a la luz
de este esquema general, y que contribuirán a su vez a que lo veamos en
contornos más nítidos.
La
siguiente entrega estará dedicada al estudio del reposo que aún resta para el
pueblo de Dios. Es a lo que se refiere Hebreos 4:8 con la expresión: “otro día”.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 4 febrero 1897
(índice)
“Otro día” (I)
“Si Josué les hubiera dado el reposo, no hablaría después
de otro día. Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios” (Heb
4:8-9).
Tal
como hemos visto, aunque no faltó ni una sola de las palabras que Dios prometió
a Israel, “de nada les sirvió haber oído la
palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron” (Heb 4:2).
Mucho tiempo después que el Señor les diera reposo, presentó ante ellos por
medio de Josué las condiciones bajo las cuales podrían disfrutar de la
herencia.
El reino del Señor
Dejando
atrás un período de más de cuatrocientos años durante el cual la historia de
los hijos de Israel es un relato de apostasía, arrepentimiento y apostasía de
nuevo, llegamos al tiempo de David, durante el cual el reino de Israel alcanzó
su máximo poder. Aunque al pedir rey los hijos de Israel habían rechazado a
Dios, él no los rechazó a ellos. No era la voluntad de Dios que Israel tuviera
otro rey que no fuera él mismo, pero no se conformaron con andar por la fe,
teniendo un Rey a quien no podían ver. A pesar de todo, el reino seguía siendo
del Señor, y por lo tanto ejercía su derecho a elegir los gobernantes.
Otro
tanto sucede en todo el mundo.
“De Jehová es la tierra y su plenitud” (Sal 24:1).
“Su reino domina sobre todos” (Sal 103:19).
Dios
no es reconocido en el mundo como Rey, y hay jactancia orgullosa en los
gobiernos. Sin embargo, “el Altísimo tiene el
dominio en el reino de los hombres, y lo da a quien él quiere”. Jehová “quita reyes y pone reyes” (Dan 4:32 y 2:21).
“No hay autoridad que no provenga de Dios” (Rom
13:1). Esa es la razón por la que “toda persona
[ha de someterse] a las autoridades
superiores”, y es evidencia de que el reino de Dios abarca toda la
tierra, incluso aunque los gobernantes a quienes permite por un tiempo que
imaginen llevar las riendas se dispongan en contra de él.
Extranjeros y advenedizos en tiempo de David
Así,
cuando en la providencia de Dios David pasó a ocupar el trono de Israel, “después que Jehová le había dado paz con todos sus
enemigos de alrededor” (2 Sam 7:1) puso en su corazón edificar un
templo al Señor. El profeta Natán, repitiendo las propias palabras de David, le
dijo en un principio: “Anda, y haz todo lo que está
en tu corazón”, pero después recibió palabra del Señor y comunicó a
David que no debía edificarle templo. Por ese tiempo el Señor dijo a David:
“Yo fijaré un lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré
allí, para que habite en él y nunca más sea removido, ni los inicuos lo aflijan
más, como antes, en el tiempo en que puse jueces sobre mi pueblo Israel; y a ti
te haré descansar de todos tus enemigos. Asimismo Jehová te hace saber que él
te edificará una casa” (2 Sam 7:10-11).
El
pueblo de Israel, por lo tanto, no había obtenido aún el reposo y la herencia.
David era un rey poderoso y tenía un “nombre
grande, como el nombre de los grandes que hay en la tierra”, sin
embargo, cuando legó el reino a su hijo Salomón con todo el material para la
edificación del templo, dijo en su oración a Dios:
“Nosotros, extranjeros y advenedizos somos delante de ti,
como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no
dura” (1 Crón 29:15).
En
el tiempo en que el reino de Israel era tan grande y poderoso como no lo fue
nunca en este mundo, el rey afirmó ser él mismo tan extranjero y advenedizo en
la tierra como lo fue Abraham, quien no recibió “herencia
en ella ni aun para asentar un pie” (Hechos 7:5). David en su
casa de cedro, como Abraham, Isaac y Jacob, quienes moraron en tiendas, “habitó como extranjero en la tierra prometida como en
tierra ajena” (Heb 11:9). No sólo de Abraham, Isaac y Jacob, sino
también de Gedeón, Sansón, Jefté, David, Samuel y los profetas —junto a muchos
otros— se dice que “ninguno de ellos, aunque
alcanzaron buen testimonio mediante la fe, recibió lo prometido” (Heb
11:32-39). ¿Qué mejor evidencia podría existir de que la herencia que Dios
prometió a Abraham y a su descendencia nunca consistió en una posesión temporal
perteneciente al “presente siglo malo”?
La Jerusalén temporal significa esclavitud
Puesto
que el gran rey David en el cénit de su poder no había recibido la promesa,
¿qué suposición podría ser más disparatada que un cumplimiento de la promesa de
restaurar Israel a su propia tierra consistente en el retorno de los judíos a
la vieja Jerusalén? Los que fundan sus esperanzas en “la
Jerusalén actual” están perdiendo todas las bendiciones del evangelio. “No habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar
otra vez en temor” (Rom 8:15), por lo tanto, no pondremos nuestra
confianza en nada relacionado con la vieja Jerusalén, ya que “la Jerusalén actual”, “junto
con sus hijos, está en esclavitud. Pero la Jerusalén de arriba, la cual es
madre de todos nosotros, es libre” (Gál 4:25-26). Cuando se
cumpla la promesa y el pueblo de Israel posea realmente la tierra, no siendo ya
nunca más extranjeros y advenedizos en ella, sus días no serán más como sombra
que no dura, sino que permanecerán para siempre.
Pero
“el Señor no retarda su promesa según algunos la
tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros no queriendo que
ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Ped
3:9). “La paciencia de nuestro Señor es para
salvación” (v. 15). Incluso hasta en los días de Moisés estaba a
su alcance el tiempo de la promesa (Hechos 7:17), pero el pueblo no
quiso alcanzarla. Eligieron este presente siglo malo más bien que el mundo
venidero. Pero Dios juró por sí mismo que los descendientes del fiel Abraham
entrarían en él, y
“puesto que falta que algunos entren en él, y aquellos a
quienes primero se les anunció la buena nueva no entraron por causa de la
desobediencia, otra vez determina un día: ‘Hoy’, del cual habló David mucho
tiempo después, cuando dijo: ‘Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros
corazones’” (Heb 4:6-7).
La
incredulidad del hombre no puede anular la promesa de Dios (Rom 3:3). “Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede
negarse a sí mismo” (2 Tim 2:13). Aun en el caso de que ni uno
solo de los descendientes naturales de Abraham y Jacob fuera un auténtico hijo
de Abraham sino del diablo (Juan 8:39-44), la promesa de Dios a la
descendencia de Abraham, Isaac y Jacob se cumpliría de todas formas al pie de
la letra, pues “Dios puede levantar hijos a Abraham”
hasta de las mismas piedras (Mat 3:9). Eso sería simplemente una
repetición de lo que ya hizo al principio, cuando creó al hombre del polvo de
la tierra. Si Josué les hubiera dado reposo, está claro que no habría habido
necesidad alguna de otro día de salvación; pero la infidelidad de los profesos
seguidores de Dios hace que se demore el cumplimiento, de forma que Dios, en su
misericordia, provee otro día, que es “HOY”.
“Ahora es el tiempo aceptable; ahora es el día de
salvación” (2 Cor 6:2).
Dice
el Espíritu Santo:
“Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”
(Heb 3:13 y 8).
Hoy
¡Piensa
en ello! Se califica los días de David como “mucho
tiempo después”. Fue realmente más de quinientos años después que la
promesa hubiera podido cumplirse; y sin embargo, bien después de todo ese largo
período, el Señor ofrece aún “otro día”. Ese
otro día es hoy. No se nos concede un año para aceptar el ofrecimiento de la
salvación, tampoco un mes ni una semana. Ni siquiera es nuestro el día de
mañana; el día aceptable es sólo hoy. Eso es todo el tiempo que Dios nos ha
dado. La oportunidad dura sólo un día. Con cuánta mayor fuerza, por lo tanto,
nos llega esta palabra, después de haber transcurrido tanto tiempo:
“Si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”.
Qué
glorioso tesoro nos ha dado Dios hoy: la oportunidad de entrar en la puerta de
justicia. Cristo es la puerta, y por medio de él pueden todos entrar “entre tanto que se dice: ‘Hoy’” (Heb 3:13).
“‘Este es el día que hizo Jehová’. ¿Lo aceptaremos, ‘nos
gozaremos y nos alegraremos en él’”? (Sal 118:24).
“Voz de júbilo y de salvación hay en las tiendas de los
justos” (Sal 118:15).
“Somos hechos participantes de Cristo, con tal que
retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio” (Heb
3:14).
“Así dijo Jehová, el Señor, el santo de Israel: ‘En la
conversión y en el reposo seréis salvos; en la quietud y en confianza estará
vuestra fortaleza’” (Isa 30:15).
El
evangelio anuncia el reposo, ya que Cristo dice:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y
yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi
yugo es fácil y ligera mi carga” (Mat 11:28-30).
El
antiguo pueblo de Israel fracasó en entrar en ese reposo, no debido a que no
les hubiera sido ofrecido, sino debido a que al serles predicado el evangelio
no creyeron. Hoy se nos predica el evangelio a nosotros tal como se hizo con
ellos (Heb 4:2).
El
reposo está ye preparado, puesto que “los que hemos
creído entramos en el reposo, de la manera que dijo: ‘Por tanto, juré en mi ira
que no entrarían en mi reposo’” (Heb 4:3). Dios juró por él mismo
que la descendencia de Abraham —los que tienen su fe—, entrarían en el reposo.
Eso equivale al juramento de que los que no creyeran no entrarían en él; por lo
tanto, Dios juró eso realmente. No se trata de un decreto arbitrario, sino de
la constatación de un hecho: es tan imposible para un incrédulo el entrar en el
reposo, como lo es para un ser humano el desarrollarse con vitalidad en
ausencia de comida, bebida y respiración.
El
que “no pudieron entrar a causa de su incredulidad”
muestra que habrían entrado si hubieran creído, y el hecho de que “las obras suyas [de Dios en Cristo] estaban
acabadas desde la fundación del mundo” (Heb 4:3) demuestra que
había un perfecto reposo a su disposición. A las obras acabadas les sigue el
reposo, puesto que leemos:
“Reposó Dios de todas sus obras en el séptimo día”
(v. 4). Eso es lo que Dios dijo del séptimo día en un lugar; pero en
otro lugar dijo: “No entrarán en mi reposo”
(v. 5). Vemos, por lo tanto, que el reposo que estaba a su disposición y
al que los hijos de Israel no entraron debido a su incredulidad, es el reposo
relacionado con el séptimo día. Efectivamente, es el reposo de Dios el que se
les ofrecía, y ese fue el que se perdieron, y el séptimo día es el sábado (o
reposo) del Señor; es el único reposo del que se nos habla en relación con Dios
(“reposó Dios de todas sus obras en el séptimo día”).
Ese reposo estuvo preparado tan pronto como se terminó la obra de la creación.
La obra de Dios y el reposo de Dios
El
reposo prometido es el reposo de Dios. El reposo sigue al trabajo, pero sólo
una vez que el trabajo se ha terminado. Nadie puede reposar de una determinada
obra hasta haberla concluido. La obra de Dios es la creación, una obra perfecta
y completa:
“Vio Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran
manera. Y fue la tarde y la mañana del sexto día. Fueron, pues, acabados los
cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos. El séptimo día concluyó Dios la
obra que hizo, y reposó el séptimo día de todo cuanto había hecho. Entonces
bendijo Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra
que había hecho en la creación” (Gén 1:31 y 2:1-3).
La
obra era perfecta, tenía la bondad y la perfección características de Dios, y
era completa; por lo tanto, el reposo era también perfecto. No tenía mancha
alguna de maldición, sino que era puro, incontaminado. Dios miró su obra, y no
había nada que lamentar, nada que le hiciera decir: ‘Si tuviera que volver a
hacerla...’ No cabía la alteración o la corrección; Dios estaba perfectamente
satisfecho con ella. ¡Qué pluma puede describir, o qué mente imaginar, el
sentimiento de satisfacción desbordante, la deliciosa paz y felicidad que
necesariamente siguen a una labor, cuando está acabada y cuando está bien
hecha! Esta tierra no conoce ahora esa situación, ya que es nuestra continua
experiencia que, cuando creemos haber acabado alguna cosa, siempre queda algo
por hacer, algún error que enmendar. Pero ese delicioso reposo, Dios lo gozó en
un grado mucho mayor del que el hombre es capaz de imaginar —en la medida en
que Dios es mayor que el hombre— en aquel séptimo día en el que Dios reposó de
toda su obra.
El reposo en el que Adán entró
Ese
reposo incomparable es el que Dios dio al hombre al principio.
“Tomó, pues, Jehová Dios al hombre y lo puso en el huerto
de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (Gén 2:15).
“Edén”
significa delicia, placer; el jardín del Edén es el jardín de la delicia; la
palabra hebrea traducida como “puso”, es un término que implica la idea de
reposo; es la palabra de la que proviene el nombre de Noé (que significa
reposo, descanso). Por lo tanto, podríamos leer así Génesis 2:15: ‘Tomó,
pues Jehová Dios al hombre y lo introdujo en el reposo, en el jardín delicioso,
para que lo cuidase y guardara’.
El
hombre entró en el reposo, puesto que entró en la obra perfecta y completa de
Dios. El hombre mismo era la obra de Dios, creado en Cristo Jesús para buenas
obras que Dios había preparado de antemano para que anduviera en ellas (Efe
2:10). “Esta es la obra de Dios, que creáis en
aquel que él ha enviado” (Juan 6:29), y fue sólo por la fe como
Adán pudo gozar de la obra de Dios y participar de su reposo, ya que tan pronto
como dejó de creer en Dios, aferrándose en su lugar a la palabra de Satanás, lo
perdió todo. No tenía poder en sí mismo, ya que no era sino polvo de la tierra,
y podía sólo retener su reposo y su herencia por tanto tiempo como permitiera a
Dios obrar en él “así el querer como el hacer, por
su buena voluntad” (Fil 2:13).
“Los que hemos creído entramos en el reposo”, ya
que “esta es la obra de Dios, que creáis”.
Las dos declaraciones no son contradictorias sino idénticas en significado,
dado que la obra de Dios —que es nuestra por la fe— es una obra completa, y
por consiguiente entrar en esa obra es entrar en el reposo. Así, el reposo
de Dios no es ociosidad ni indolencia. Cristo dijo: “Mi
Padre hasta ahora obra, y yo obro” (Juan 5:17), sin embargo, “Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la
tierra. No desfallece ni se fatiga con cansancio” (Isa 40:28).
Obra mediante su palabra para sustentar lo que creó en el principio; por lo
tanto, se exhorta así a los que han creído en Dios y por consiguiente han
entrado en el reposo: “Procuren ocuparse en buenas
obras” (Tito 3:8), pero dado que esas buenas obras se logran sólo
por la fe, y “no por obras de justicia que nosotros
hubiéramos hecho” (v. 5), también tienen que mantenerse por la
fe. Pero la fe trae el reposo, por lo tanto, el reposo de Dios es compatible
con la mayor actividad, y va necesariamente acompañado de ella.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 11 febrero 1897
(índice)
“Otro día” (II)
Vimos
en el capítulo precedente que el reposo prometido es el reposo de Dios, aquel
reposo en el que entró Adán cuando el Señor le hizo reposar en el jardín delicioso.
El
pecado produce agotamiento. Adán tenía labores que realizar en el jardín del
Edén, a pesar de lo cual gozó de un perfecto reposo todo el tiempo que estuvo
allí, hasta que pecó. Si jamás hubiera pecado, el cansancio no se habría
conocido nunca en la tierra. El trabajo no forma parte de la maldición, pero sí
el cansancio:
“Por cuanto... comiste del árbol de que te mandé diciendo:
‘No comerás de él’, maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de
ella todos los días de tu vida, espinos y cardos te producirá y comerás plantas
del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la
tierra” (Gén 3:17-19).
Guardando el reposo
Hasta
entonces habían disfrutado de perfecto reposo, incluso mientras obraban. ¿Por
qué? –Porque su obra consistía simplemente en “guardar” esa perfecta obra que
Dios les había preparado y encomendado para que anduvieran en ella. Adán no
tenía que crear. Si hubiera tenido que hacerlo, aunque fuese solamente una flor
o una simple hoja, se habría agotado hasta la muerte sin conseguirlo. Pero Dios
hizo la obra y puso a Adán al cuidado de ella, dándole las instrucciones para
que la guardara, y esa fue su ocupación por tanto tiempo como guardó la fe.
Observa
que ese perfecto reposo era reposo en una tierra nueva, y observa también que
si el pecado no hubiera entrado nunca, la tierra habría permanecido nueva por
siempre. Fue el pecado el que trajo la desgracia a la tierra, haciéndola
envejecer. El perfecto reposo de Dios se lo encuentra únicamente en un estado
celestial, y la tierra nueva era ciertamente “mejor
[patria], esto es, celestial” (Heb
11:16). Lo que se dio al hombre al principio, cuando estuvo “coronado de gloria y de honra” (Heb 2:9) es
lo que perdió cuando pecó, quedando entonces “destituido
de la gloria de Dios” (Rom 3:23), pero es también lo que tiene el
segundo Adán [Cristo] en propio derecho, coronado de gloria y de honra a causa
del padecimiento de la muerte, y es precisamente lo que Dios ha prometido a
Abraham y a su descendencia. Les será dado cuando venga el Mesías en “los tiempos de la restauración de todas las cosas”
(Hechos 3:21).
Algo del Edén
Aquella
creación nueva y perfecta desapareció, pero persiste un resto. La prueba de que
las obras estaban terminadas y el reposo preparado desde la fundación del
mundo, es que “reposó Dios de todas sus obras en el
séptimo día” (Heb 4:4). El sábado del Señor, o séptimo día, es
una porción del Edén que subsiste en medio de la maldición; es una parte del
reposo de la tierra nueva que puentea el abismo desde el Edén perdido hasta el
Edén restaurado. El sábado completó la semana de la creación y fue la prueba de
que la obra estaba completa: era el sello de una creación nueva y perfecta.
Ahora es necesaria una nueva creación, y ha de ser llevada a cabo por el mismo
poder que en el principio. Todas las cosas fueron creadas en Cristo, y “si alguno está en Cristo, nueva criatura es” (2
Cor 5:17). El sello de la perfección es el mismo en ambos casos. El sábado,
por lo tanto, es el sello de la perfección, de la perfecta justicia.
Significado del sello
Pero
es necesario comprender que el reposo del sábado no consiste meramente en
abstenerse de la labor manual desde la puesta del sol del viernes hasta la del
sábado. Esa no es más que la señal del reposo, y como sucede con todas
las demás señales, es un fraude en el caso de que falte aquello de lo que es
señal. El verdadero reposo del sábado consiste en el reconocimiento pleno y
continuo de Dios como Creador y Sustentador de todas las cosas, aquel en quien
vivimos, nos movemos y somos (Hechos 17:28). Él es nuestra vida y
nuestra justicia. Guardar el sábado no es un deber obligado, necesario para
obtener el favor de Dios, sino que es guardar la fe mediante la cual se nos
atribuye la justicia.
Es
absurda la suposición de que no debiéramos guardar el sábado del séptimo día
debido a que no somos salvos por las obras. El sábado no es una obra, sino
un reposo: el reposo de Dios.
“El que ha entrado en su reposo, también ha reposado de
sus obras, como Dios de las suyas” (Heb 4:10).
La
verdadera observancia del sábado no es justificación por las obras ni tiene
nada que ver con ello. Es, por el contrario, justificación por la fe: el reposo
pleno que corresponde a una fe perfecta en el poder de Dios para crear un
nuevo hombre y para guardar el alma de caer en el pecado.
Pero
“la fe es por el oír, y el oír por la palabra de
Dios” (Rom 10:17), por lo tanto, es vana la profesión de fe en
Dios, en aquel que ignora o rechaza alguna de las palabras de Dios. El hombre
ha de vivir de toda palabra que procede de la boca de Dios. Hay vida en cada
una de las palabras de Dios. Si un hombre no conociera más que una sola
palabra de Dios y la aceptara como palabra de Dios en verdad, sería salvo por
ella. Dios tiene compasión de los ignorantes y no requiere del hombre una
cierta cantidad de conocimiento antes de poder salvarlo; pero la ignorancia
voluntaria es otra cosa diferente. La ignorancia de una persona puede ser el
resultado del rechazo deliberado del conocimiento. El que es responsable de ese
proceder está rechazando la vida. De igual forma en que hay vida en toda
palabra de Dios, dado que la vida es una y la misma en cada palabra, aquel que
rechaza, aunque sea una sola palabra de las que le llegan, en realidad las está
rechazando todas. La fe acepta al Señor por todo lo que él es: por todo lo que
vemos de él y por todo lo infinito que no conocemos de él.
Un don al hombre
No
olvidemos que el sábado no es ninguna carga que Dios impone a las personas
(¿quién podría concebir el reposo como una carga?) sino una bendición que les
ofrece. Significa quitar las cargas.
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y
yo os haré descansar” (Mat 11:28).
Lejos
de imponer el sábado a nadie, Dios declara que es imposible participar del
reposo del sábado sin creer. A aquel que dice: ‘No creo que
guardar el sábado sea para mí una necesidad’, el Señor le replica: ‘No lo
puedes guardar; no entrarás en mi reposo; no tienes parte en él’. Es imposible
que alguien pueda guardar el sábado del Señor sin fe, puesto que “el justo vivirá por la fe” (Heb 10:38). El
sábado es el reposo de Dios, el reposo de Dios es la perfección, y esta puede
ser obtenida solamente mediante una fe perfecta.
“Dios es Espíritu, y los que lo adoran, en espíritu y en
verdad es necesario que lo adoren” (Juan 4:24).
Su
reposo, por consiguiente, es un reposo espiritual, de forma que un reposo meramente
físico sin reposo espiritual no es en absoluto observancia del sábado. Sólo
los que son espirituales pueden guardar verdaderamente el sábado del Señor. Por
tanto tiempo como Adán fue dirigido por el Espíritu gozó de un perfecto reposo,
tanto del cuerpo como del alma; pero tan pronto como pecó, perdió el reposo.
Aunque la maldición pronunciada sobre la tierra produce fatiga del cuerpo, el
sábado sigue existiendo desde el Edén como prenda y sello del reposo
espiritual. La abstención de todo nuestro trabajo y placer en el séptimo día —de
todo lo que realizamos para nuestro provecho personal— es sencillamente el
reconocimiento de Dios como Creador y Sustentador de todas las cosas, como
Aquel por cuyo poder vivimos. Pero ese reposo visible no es más que una farsa
si dejamos de reconocer real y plenamente al Señor [del sábado] como tal,
encomendándonos totalmente a su cuidado.
El
sábado, por lo tanto, es de forma especial el amigo del pobre; apela
especialmente al obrero menesteroso, puesto que es a los pobres a quienes es
predicado el evangelio. Los ricos difícilmente darán oído al llamado del Señor,
pues es probable que se sientan satisfechos con su suerte. Confían en sus
riquezas y se sienten suficientes para cuidar de sí mismos en el presente, y en
cuanto al futuro, “su íntimo pensamiento es que sus
casas serán eternas” (Sal 49:11). Pero al pobre que no sabe cómo
hará para vivir mañana, el sábado le trae gozo y esperanza, por cuanto dirige
su mente a Dios, el Creador, quien es nuestra vida. Dice:
“Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y
todas estas cosas os serán añadidas” (Mat 6:33).
En
lugar de estar obligados a decir: ‘¿Cómo voy a poder vivir si guardo el
sábado?’, el pobre puede ver en el sábado la solución al problema de la vida.
“La piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta
vida presente y de la venidera” (1 Tim 4:8).
El día bendito y el hombre bendito
Ten
presente que si bien el día de sábado es el séptimo día de la semana, el reposo
que simboliza el sábado es un reposo continuo. Dado que un día no es una
persona, hay una diferencia entre bendecir un día y bendecir a una persona.
Dios bendijo el séptimo día (Gén 2:3), pero bendice cada día a las
personas. Sólo aquellos que reposan siempre en el Señor están guardando el
sábado. Si bien nadie puede ser un guardador del sábado mientras ignora el
día en el que Dios ha puesto su bendición, es igualmente cierto que aquel que
no reposa continuamente en el Señor, no está guardando el sábado.
Así,
sólo por la fe en él se encuentra reposo en el Señor. Ahora bien, la fe salva
del pecado, y una fe viviente es algo tan continuo como la respiración, ya que
“el justo vivirá por la fe”. Si alguien deja
de creer en el Señor durante la semana, cede al temor y la duda en cuanto a
cómo podrá seguir subsistiendo, se hunde en la preocupación y la impaciencia, o
cae en la rudeza o en cualquier clase de injusticia hacia sus semejantes, ciertamente
no está reposando en el Señor, no está acordándose del día de sábado para
santificarlo, ya que si realmente lo hiciera, conocería el poder de Dios para
darle el sustento, y encomendaría el cuidado de su alma “al fiel Creador y [haría]
el bien” (1 Ped 4:19).
La cruz de Cristo
El
sábado nos revela a Cristo como al portador de las cargas. Él lleva la carga
del mundo entero, con toda su pena, pecado y dolor, y la lleva de buen grado: le
resulta “ligera”.
“Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el
madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la
justicia. ¡Por su herida habéis sido sanados!” (1 Ped 2:24).
Es
en la cruz de Cristo donde recibimos vida, donde somos hechos nuevas criaturas.
El poder de la cruz, por consiguiente, es poder creador. Así, cuando en la cruz
Jesús clamó: “Consumado es”, estaba
simplemente anunciando que en él, por medio de su cruz, podían obtenerse las
obras perfectas de Dios, que fueron acabadas desde la fundación del mundo. Así,
el sábado —el reposo del séptimo día que conmemora la creación completada desde
el principio— es un bendito recordatorio del hecho de que en la cruz de Cristo
se ofrece gratuitamente el mismo poder creador para librarnos de la maldición y
para hacernos tan completos en él, como lo fue cuando “vio
Dios todo cuanto había hecho, y era bueno en gran manera”. La palabra de
vida que se nos proclama en el evangelio, es “lo
que era desde el principio” (1 Juan 1:1).
Jesús
nunca falla ni cede a la impaciencia o al desánimo, por lo tanto podemos poner
confiadamente sobre él toda nuestra preocupación. El sábado es verdaderamente
una delicia. En el salmo dedicado al sábado, David cantó:
“Por cuanto me has alegrado, Jehová, con tus obras; en las
obras de tus manos me gozo” (92:4).
El
sábado significa el triunfo en las obras realizadas por las manos de Dios, no
en nuestras propias obras. Significa victoria sobre el pecado y la muerte —y
sobre cualquier cosa relacionada con la maldición— mediante nuestro Señor
Jesucristo, por medio del cual fueron creados los mundos. El sábado es un
remanente del Edén tal como era antes de venir la maldición; por lo tanto,
quien lo guarda en verdad, comenzó realmente ya su reposo eterno, el reposo
perfecto que sólo la tierra nueva puede dar.
La invitación de Dios a guardar el sábado
Podemos
ahora comprender por qué el sábado ocupa un lugar tan prominente en el registro
del trato de Dios con Israel. No es debido a que el sábado fuese exclusivamente
para ellos —no más de lo que lo era la salvación— sino porque la observancia
del sábado es el comienzo de ese reposo que el Señor prometió a su pueblo en la
tierra de Canaán. Se oye a veces decir que el sábado no fue dado a los
gentiles, pero hay que recordar que tampoco la tierra fue prometida a los gentiles.
Estos son “ajenos a los pactos de la promesa”
(Efe 2:12). Sin embargo, es cierto que los gentiles —todo el mundo—,
fueron llamados a venir a Cristo, el agua viva:
“¡Venid, todos los sedientos, venid a las aguas!” (Isa
55:1).
La
promesa hecha a Israel fue, y es:
“Llamarás a gente que no conociste y gentes que no te
conocieron correrán a ti por causa de Jehová, tu Dios, y del Santo de Israel”
(Isa 55:5).
Continuando
con su llamamiento, el Señor dice:
“Guardad el derecho y practicad la justicia, porque cerca
de venir está mi salvación y de manifestarse mi justicia. Bienaventurado el
hombre que hace esto, el hijo del hombre que lo abraza: que guarda el sábado
para no profanarlo, y que guarda su mano de hacer lo malo. Que el extranjero
que sigue a Jehová no hable diciendo: ‘Me apartará totalmente Jehová de su
pueblo’... Y a los hijos de los extranjeros que sigan a Jehová para servirle,
que amen el nombre de Jehová para ser sus siervos; a todos los que guarden el
sábado para no profanarlo, y abracen mi pacto, yo los llevaré a mi santo monte
y los recrearé en mi casa de oración; sus holocaustos y sus sacrificios serán
aceptados sobre mi altar, porque mi casa será llamada casa de oración para
todos los pueblos. Dice Jehová el Señor, el que reúne a los dispersos de
Israel: ‘Aún reuniré en él a otros junto con los ya reunidos’” (Isa
56:1-8).
Y
a unos y a otros, a los que están lejos como a los que están cerca, Dios les
proclama paz (Isa 57:19). Les declara una gloriosa promesa.
Una gloriosa promesa
“Si retraes del sábado tu pie, de hacer tu voluntad en mi
día santo, y lo llamas ‘delicia’, ‘santo’, ‘glorioso de Jehová’, y lo veneras,
no andando en tus propios caminos ni buscando tu voluntad ni hablando tus
propias palabras, entonces te deleitarás en Jehová. Yo te haré subir sobre las
alturas de la tierra y te daré a comer la heredad de tu padre Jacob. La boca de
Jehová lo ha hablado” (Isa 58:13-14).
Aquellos
para quienes el sábado es una delicia (no una carga) se deleitarán en el Señor.
¿Por qué? –Porque el sábado del Señor es el reposo del Señor: reposo que se encuentra
sólo en su presencia, en la que hay “plenitud de
gozo” (Sal 16:11) y delicia eterna. Es el reposo del Edén, ya que
Edén significa placer, delicia. Es el reposo de la tierra nueva, ya que el
Edén pertenece a la tierra nueva. Hemos leído que aquellos que se allegan
al Señor para guardar su sábado serán establecidos con gozo en la casa del
Señor, y se dice de ellos:
“Serán completamente saciados de la grosura de tu Casa y
tú les darás de beber del torrente de tus delicias” (literalmente: “de
tu Edén”) (Sal 36:8).
Tal
es la herencia del Señor. Ahora es el tiempo aceptable, hoy es el día en el que
podemos entrar en su herencia, ya que “Jehová es la
porción de mi herencia” (Sal 16:5), y en él tenemos todas las
cosas.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 18 febrero 1897
(índice)
De nuevo en cautividad (I)
Aunque
los hijos de Israel entonaron el canto de liberación a orillas del Mar Rojo y
con razón, no obstante, no fue hasta haber cruzado el Jordán cuando quedaron
realmente liberados de Egipto. No habían retenido firme hasta el fin su
confianza del principio, sino que “en sus corazones
se volvieron a Egipto cuando dijeron a Aarón: ‘Haznos dioses que vayan delante
de nosotros’” (Hechos 7:39-40). Sin embargo, cuando cruzaron el
Jordán y llegaron a tierra de Canaán tuvieron el testimonio de Dios de que les
había sido quitado el oprobio de Egipto. Tuvieron entonces reposo y fueron
libres en el Señor.
Pero
ese reposo no duró mucho tiempo. La murmuración, desconfianza y apostasía
hicieron pronto aparición entre el pueblo de Dios. Quisieron un rey a fin de
ser como los paganos que los rodeaban, y su deseo les fue ampliamente
concedido.
“Se mezclaron con las naciones, aprendieron sus obras y
sirvieron a sus ídolos, los cuales fueron causa de su ruina. Sacrificaron sus
hijos y sus hijas a los demonios y derramaron la sangre inocente, la sangre de
sus hijos y de sus hijas, a quienes ofrecieron en sacrificio a los ídolos de
Canaán; y la tierra fue contaminada con sangre” (Sal 106:35-38).
Vinieron
así a ser literalmente como los paganos que había a su alrededor.
Una
ojeada a la historia de algunos de los reyes de Israel y Judá mostrará hasta
qué punto los hijos de Israel, al pedir un rey, vieron cumplido su deseo de ser
como los paganos. El profeta de Dios dijo a Saúl, el primero de los reyes:
“Mejor es obedecer que sacrificar; prestar atención mejor
es que la grasa de los carneros. Como pecado de adivinación es la rebelión,
como ídolos e idolatría la obstinación. Por cuanto rechazaste la palabra de
Jehová, también él te ha rechazado para que no seas rey” (1 Sam
15:22-23).
Salomón
tomó muchas mujeres extranjeras de entre los paganos, y
“cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres le inclinaron el
corazón tras dioses ajenos, y su corazón no era ya perfecto para con Jehová, su
Dios, como el corazón de su padre David. Salomón siguió a Astoret, diosa de los
sidonios, y a Milcom, ídolo abominable de los amonitas” (1 Rey 11:4-5).
Bajo
el reinado de Roboam, hijo de Salomón,
“Judá hizo lo malo ante los ojos de Jehová y lo enojaron
con los pecados que cometieron más que todo lo que hicieron sus padres. También
ellos se edificaron lugares altos, estatuas e imágenes de Asera [imagen obscena en relación con ritos
lascivos, que constituía una forma de adoración al sol] en todo collado alto y debajo de todo árbol frondoso.
Hubo también sodomitas en la tierra, que cometieron todas las abominaciones de
las naciones que Jehová había echado de delante de los hijos de Israel”
(1 Reyes 14:22-24).
Lo
mismo leemos sobre Acaz (2 Reyes 16:1-4).
“Jehová había humillado a Judá por causa de Acaz, rey de
Israel, por cuanto este había actuado con desenfreno en Judá y había pecado
gravemente contra Jehová... el rey Acaz, en el tiempo que aquel [el rey de los asirios] lo apuraba, añadió mayor pecado contra Jehová; porque
ofreció sacrificios a los dioses de Damasco que lo habían derrotado, y dijo:
‘Puesto que los dioses de los reyes de Siria les ayudan, yo también ofreceré
sacrificios a ellos para que me ayuden’. Pero estos fueron la causa de su ruina
y la de todo Israel” (2 Crón 28:19-23).
Peor que los paganos
Manasés,
hijo de Ezequías,
“hizo lo malo ante los ojos de Jehová, imitando las
abominaciones de las naciones que Jehová había expulsado de delante de los
hijos de Israel. Reedificó los lugares altos que su padre Ezequías había
derribado, levantó altares a Baal e hizo una imagen de Asera, como había hecho
Acab, rey de Israel. Adoró además a todo el ejército de los cielos y rindió
culto a aquellas cosas... Y edificó altares para todo el ejército de los cielos
en los dos atrios de la casa de Jehová. Además, hizo pasar a su hijo por el
fuego y se dio a observar los tiempos, fue agorero e instituyó encantadores y
adivinos, multiplicando así la maldad de sus hechos ante los ojos de Jehová para
provocarlo a ira. También puso una imagen de Asera hecha por él en la casa de
la cual Jehová había dicho a David y a Salomón, su hijo: ‘Pondré mi nombre para
siempre en esta casa y en Jerusalén, a la cual escogí entre todas las tribus de
Israel. No volveré a hacer que Israel ande errante lejos de la tierra que di a
sus padres, con tal que cumplan todas las cosas que yo les he mandado y las
guarden, conforme a toda la ley que mi siervo Moisés les mandó’. Pero ellos no
escucharon, y Manasés los indujo a que obraran peor que las naciones que Jehová
destruyó delante de los hijos de Israel”.
“Además, Manasés derramó tal cantidad de sangre inocente
que llenó a Jerusalén de extremo a extremo, aparte del pecado con que hizo
pecar a Judá para que hiciera lo malo ante los ojos de Jehová” (2
Reyes 21:1-9 y 16).
Amón,
quien sucedió a Manasés, “hizo lo malo ante los
ojos de Jehová, como había hecho Manasés, su padre; porque ofreció sacrificios
y sirvió a todos los ídolos que su padre Manasés había hecho” (2 Crón
33:22).
En el reino del Norte
Si
tomamos los reyes que reinaron en la región del norte de Israel después que el
reino se dividió al morir Salomón, encontramos un registro todavía peor. Hubo
en Jerusalén algunos reyes rectos; pero comenzando con Jeroboam, “quien pecó y ha hecho pecar a Israel” (1 Reyes
14:16), cada uno de los sucesivos reyes de Israel fue peor que su
precedente. Nadab, el hijo de Jeroboam, “hizo lo
malo ante los ojos de Jehová andando en el camino de su padre y en los pecados
con que este hizo pecar a Israel” (1 Reyes 15:26). Baasa “hizo lo malo ante los ojos de Jehová; anduvo en el camino
de Jeroboam y en el pecado con que este hizo pecar a Israel” (v. 34).
Omri, quien edificó la ciudad de Samaria, “hizo lo
malo ante los ojos de Jehová; lo hizo peor que todos los que habían reinado
antes de él, pues anduvo en todos los caminos de Jeroboam hijo de Nabat, y en
el pecado que aquel hizo cometer a Israel, al provocar con sus ídolos la ira de
Jehová, Dios de Israel” (1 Reyes 16:25 y 26). Sin embargo,
malvado como fue, lo superó “Acab hijo de Omri [quien] hizo lo malo ante los ojos de Jehová, más que todos los
que reinaron antes de él” (v. 30 y 33).
Las
cosas siguieron así hasta que el Señor pudo decir mediante el profeta Jeremías:
“Recorred las calles de Jerusalén, mirad ahora e
informaos; buscad en sus plazas a ver si halláis un solo hombre, si hay alguno
que practique la justicia, que busque la verdad” (Jer 5:1).
Costaba
encontrar un hombre tal,
“porque hay en mi pueblo malhechores que acechan como
quien pone lazos, que tienden trampas para cazar hombres. Como jaula llena de
pájaros, así están sus casas llenas de engaño; así se han hecho poderosos y
ricos. Engordaron y se pusieron lustrosos, y sobrepasaron los hechos del malo”
(v. 26-28).
En
vista de que Dios echó a los paganos de la tierra por su abominable idolatría,
es evidente que los hijos de Israel no podían tener herencia alguna en ella
mientras fueran iguales o peores que los paganos. El hecho de que los que toman
el nombre del Señor adopten costumbres y maneras paganas no convierte esas
costumbres en más aceptables ante Dios. El hecho de que podamos encontrar
paganismo en la iglesia, no lo hace recomendable. Al contrario, una profesión
elevada convierte a la mala práctica en aun más detestable. Los hijos de
Israel, por lo tanto, no poseían realmente la tierra de Canaán mientras que
estaban siguiendo los caminos de los paganos; y, puesto que el oprobio de
Egipto era precisamente el pecado en el que habían caído, es evidente que a pesar
de que se jactasen de su libertad en tierra de Canaán, se encontraban en la
peor clase de esclavitud. Cuando, en una época posterior los judíos dijeron
pretenciosamente:
“Descendientes de Abraham somos y jamás hemos sido
esclavos de nadie”.
Jesús
les replicó:
“De cierto, de cierto os digo que todo aquel que practica
el pecado, esclavo es del pecado” Juan 8:33-35.
Fidelidad de Dios
Sin
embargo, había maravillosas posibilidades al alcance del pueblo durante todo
aquel tiempo. En cualquier momento podían haberse arrepentido y podían haber
vuelto hacia el Señor, y lo habrían encontrado dispuesto a cumplir en ellos
plenamente su promesa. Aunque “todos los
principales sacerdotes y el pueblo aumentaron la iniquidad, siguiendo todas las
abominaciones de las naciones”, no obstante, “Jehová,
el Dios de sus padres, les envió constantemente avisos por medio de sus
mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su morada” (2
Crón 36:14-15). Muchas y maravillosas liberaciones, en el tiempo en que los
israelitas eran oprimidos por sus enemigos y buscaron humildemente al Señor,
mostraron que el mismo Dios que liberó a sus padres de Egipto estaba presto a
ejercer su poder para socorrerlos a fin de perfeccionar aquello para lo cual
los había introducido en la tierra prometida.
En
la historia de Josafat (2 Crón 20) vemos una intervención notable de
Dios en favor de los que confían en él, y presenciamos la victoria de la fe.
Para nosotros es especialmente útil, pues nos muestra cómo obtener victorias. Y
nos muestra también una vez más lo que ya hemos señalado repetidamente: que las
auténticas victorias de Israel fueron ganadas por la fe en Dios y no por la
fuerza de la espada. Este es el resumen de la historia:
Los
moabitas y los amonitas junto a otros, vinieron en batalla contra Josafat.
Superaban ampliamente en número al ejército de Israel, y en aquella apurada
situación
“Josafat tuvo miedo y humilló su rostro para consultar a
Jehová, e hizo pregonar ayuno a todo Judá. Se congregaron los de Judá para
pedir socorro a Jehová; y también de todas las ciudades de Judá vinieron a
pedir ayuda a Jehová” (v. 3-4).
La
oración de Josafat en aquella ocasión es todo un modelo. Dijo:
“Jehová, Dios de nuestros padres, ¿no eres tú Dios en los
cielos, y dominas sobre todos los reinos de las naciones? ¿No está en tu mano
tal fuerza y poder que no hay quien te resista? Dios nuestro, ¿no expulsaste tú
a los habitantes de esta tierra delante de tu pueblo Israel, y la diste a la
descendencia de tu amigo Abraham para siempre?... Ahora pues, aquí están los
hijos de Amón y de Moab, y los de los montes de Seir... Ahora ellos nos pagan
viniendo a arrojarnos de la heredad que tú nos diste en posesión. ¡Dios
nuestro!, ¿no los juzgarás tú? Pues nosotros no tenemos fuerza con que
enfrentar a la multitud tan grande que viene contra nosotros; no sabemos qué
hacer, y a ti volvemos nuestros rostros” (v. 6-12).
Comenzó
reconociendo en Dios al Dios de los cielos y por consiguiente poseyendo todo el
poder. Continuó reclamando todo ese poder, al reclamar a Dios como a su propio
Dios. Expuso entonces su necesidad, y expresó su demanda en plena seguridad de
fe. Todas las cosas son posibles a quien ora de esa forma. Demasiados oran a
Dios sin un sentido cabal de su existencia, como si estuvieran orando a un
nombre abstracto y no a un Salvador viviente, personal. Y evidentemente no
reciben nada, puesto que nada esperan. Todo el que ora debe primeramente
contemplar a Dios antes de pensar en sí mismo y en sus propias necesidades.
Ocurre sin duda que muchos, cuando oran, piensan más en sí mismos que en Dios;
en lugar de eso, debieran perderse en la contemplación de la grandeza y bondad
de Dios; entonces no es difícil creer que él “recompensa
a los que lo buscan” (Heb 11:6). Como dijo el salmista, “en ti confiarán los que conocen tu nombre, por cuanto tú,
Jehová, no desamparaste a los que te buscan” (Sal 9:10).
Mientras
que el pueblo estaba aún reunido orando, llegó el profeta del Señor y dijo:
“Oíd, todo Judá, y vosotros habitantes de Jerusalén, y tú,
rey Josafat. Jehová os dice así: ‘No temáis ni os amedrentéis delante de esta
multitud tan grande, porque no es vuestra la guerra, sino de Dios’”.
“No tendréis que pelear vosotros en esta ocasión; apostaos y
quedaos quietos; veréis como la salvación de Jehová vendrá sobre vosotros. Judá
y Jerusalén, no temáis ni desmayéis; salid mañana contra ellos, porque Jehová
estará con vosotros” (v. 15 y
17).
El
pueblo creyó ese mensaje, y
“se levantaron por la mañana, salieron al desierto de
Tecoa. Mientras ellos salían, Josafat, puesto en pie, dijo: ‘Oídme, Judá y
habitantes de Jerusalén. Creed en Jehová, vuestro Dios y estaréis seguros;
creed a sus profetas y seréis prosperados’. Después de consultar con el pueblo,
puso a algunos que, vestidos de ornamentos sagrados, cantaran y alabaran a
Jehová mientras salía la gente armada, y que dijeran: ‘Glorificad a Jehová,
porque su misericordia es para siempre’” (v. 20-21).
Se pusieron a cantar
¡Extraña
forma de ir a la batalla! Nos recuerda de alguna manera la marcha alrededor de
Jericó, y aquel grito de victoria. En general, los que reciben una promesa —como
la que se hizo en aquella ocasión— de que Dios va a luchar por ellos, piensan
que manifiestan gran fe al pasar al frente y hacer su parte contra el enemigo.
Se dicen: ‘Dios ha prometido ayudarnos, pero hemos de hace nuestra parte’, y
hacen toda provisión para la batalla. Pero el pueblo, en esa ocasión, tuvo la
sencillez suficiente como para creer al Señor al pie de la letra. Sabían que
debían hacer ciertamente su parte, pero sabían también que su parte era creer y
avanzar como quien cree realmente. Y ellos creían. Tan grande era su fe, que se
pusieron a cantar. No se trataba de un canto forzado, de un susurro procedente
de labios temblorosos; sino de un canto firme, espontáneo y poderoso salido del
corazón en tonos de gozo y victoria, y todo ello estando frente a un enemigo
cuya mayoría era abrumadora. ¿Cuál fue el resultado?
“Cuando comenzaron a entonar cantos de alabanza, Jehová
puso emboscadas contra los hijos de Amón, de Moab y de los montes de Seir que
venían contra Judá, y se mataron los unos a los otros. Porque los hijos de Amón
y Moab se levantaron contra los de los montes de Seir para matarlos y
destruirlos; y cuando acabaron con los del monte Seir, cada cual ayudó a la
destrucción de su compañero. Luego que vino Judá a la torre del desierto,
miraron hacia la multitud, pero sólo vieron cadáveres tendidos en la tierra, pues
ninguno había escapado” (v. 22-24).
El
enemigo resultó vencido en cuanto comenzaron a cantar. El pánico hizo presa en
el ejército de los amonitas y moabitas, y se abatieron entre ellos. Bien pudo
suceder que al oír los cantos triunfales pensaran que Israel habían recibido
refuerzos, y verdaderamente así había sido. Hasta tal punto había recibido
refuerzos, que ni siquiera tuvieron necesidad de luchar ellos mismos. Su fe
había sido su victoria, y sus cantos, la evidencia de su fe.
Tenemos
ahí una lección para nuestros conflictos con los adversarios: “principados... potestades... huestes espirituales de
maldad en las regiones celestes” (Efe 6:12). “Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de
vosotros” (Sant 4:7). Pero “resistidlo
firmes en la fe” (1 Ped 5:9). Sólo una resistencia tal lo pondrá
en fuga, pues él sabe que es más fuerte que nosotros. Pero cuando se le hace
frente en la fe de Jesús, huye indefectiblemente, porque sabe que contra Cristo
carece de poder. Vemos así una vez más, que “ciertamente
volverán los redimidos de Jehová; volverán a Sión cantando” (Isa
51:11). En experiencias como las que acabamos de considerar, el Señor
estaba mostrando a Israel cómo debía hacer para vencer, y cuán anhelante y
dispuesto estaba siempre a cumplir la promesa hecha a los padres.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 25 febrero 1897
(índice)
De nuevo en cautividad (II)
Sabemos
que en cualquier momento, durante un período de varios cientos de años, los
hijos de Israel pudieron haber gozado la plenitud de la promesa hecha a
Abraham: el reposo eterno en la tierra renovada, junto Cristo y los santos
glorificados, victoriosos sobre el postrer enemigo (1 Cor 15:26).
Efectivamente, cuando nació Moisés se había acercado el tiempo del cumplimiento
de la promesa, y Josué no murió hasta “muchos días
después que Jehová concediera paz a Israel” (Josué 23:1). La
expresión “muchos días después...”, se
aplica al tiempo en el que Dios, mediante David, les ofreció “otro día”: hoy. Dios estaba anhelante, esperando
que el pueblo tomara todo aquello que les había dado. Así lo demuestra la
palabra que Dios les envió mediante el profeta Jeremías.
Si hubieran obedecido a Dios
Aunque
el pecado de Judá estuviera escrito con cincel de hierro y punta de diamante (Jer
17:1), aunque el pueblo estuviera tan aferrado a la idolatría, el Señor, en
su misericordia, les hizo la siguiente promesa:
“Así me ha dicho Jehová: Ve y ponte a la puerta de los
Hijos del pueblo, por la cual entran y salen los reyes de Judá; ponte en todas
las puertas de Jerusalén, y diles: ¡Oíd la palabra de Jehová, reyes de Judá,
todo Judá y todos los habitantes de Jerusalén que entráis por estas puertas!
Así ha dicho Jehová: Guardaos por vuestra vida de llevar carga en sábado y de
meterla por las puertas de Jerusalén. No saquéis carga de vuestras casas en
sábado, ni hagáis trabajo alguno, sino santificad el sábado, como mandé a
vuestros padres. Pero ellos no escucharon ni inclinaron su oído, sino que
endurecieron su corazón para no escuchar ni recibir corrección. No obstante, si
vosotros me obedecéis, dice Jehová, no metiendo carga por las puertas de esta
ciudad en sábado, sino que santificáis el sábado y no hacéis en él ningún
trabajo, entrarán por las puertas de esta ciudad, en carros y en caballos, los
reyes y los príncipes que se sientan sobre el trono de David, ellos y sus
príncipes, los hombres de Judá y los habitantes de Jerusalén; y esta ciudad
será habitada para siempre. Y vendrán de las ciudades de Judá, de los
alrededores de Jerusalén, de la tierra de Benjamín, de la Sefela, de los montes
y del Neguev, trayendo holocausto y sacrificio, ofrenda e incienso, y trayendo
sacrificio de alabanza a la casa de Jehová” (Jer 17:19-26).
No
nos corresponde especular sobre cómo se habría podido cumplir la promesa. Nos
basta con saber que Dios la pronunció, y que él es poderoso para cumplir todas
sus promesas. Edificar la antigua ciudad y renovarla habría resultado algo tan
fácil como transformar “nuestro cuerpo mortal en un
cuerpo glorioso semejante al suyo” (Fil 3:21), o quizá como crear
una ciudad enteramente nueva que ocupara el lugar de la antigua.
Promesas de restauración rechazadas
Ten
presente que esa promesa expresada por Jeremías tuvo lugar en los últimos días
del reino de Judá, puesto que Jeremías no comenzó a profetizar sino hasta “los días de Josías el hijo de Amón” (Jer 1:2),
en el decimotercer año de su reinado, sólo veintiún años antes del inicio de la
cautividad babilónica. Antes que Jeremías comenzara a profetizar, casi todos
los profetas habían terminado su labor y habían pasado. Las profecías de
Isaías, Oseas, Amós, Miqueas y otros de los principales profetas estaban en
manos del pueblo antes que naciese Jeremías. Es un hecho de importancia
crucial, que no debe ser pasado por alto. En esas profecías se encuentran
muchas promesas de la restauración de Jerusalén, todas las cuales podían
haberse cumplido si el pueblo les hubiera prestado oído. Pero como todas las
promesas de Dios, lo fueron en Cristo; pertenecían —como la que estamos
considerando— a la eternidad, y no simplemente a su tiempo. Pero dado que en
sus días no las aceptaron, siguen igual de frescas para nosotros. Pueden hallar
cumplimiento solamente mediante la venida del Señor a quien esperamos. Esas
profecías contienen el evangelio para nuestro tiempo, tan ciertamente como los
libros de Mateo, Juan, o las epístolas.
La prueba ineludible
Comprueba
también cómo la observancia del sábado viene a constituir la prueba para todos
a quienes se ha revelado la verdad. Si guardaban el sábado, entonces ellos y su
ciudad permanecerían para siempre. ¿Por qué? Recuerda lo que estudiamos
anteriormente sobre el reposo de Dios, y tendrás la respuesta. El sábado es el
sello de una creación completa y perfecta. Como tal, revela a Dios como Creador
y Santificador (Eze 20:12 y 20): como Santificador mediante su
poder creador. Por lo tanto, el sábado no es una obra por medio de la cual
podemos procurar en vano ganar el favor de Dios, sino que es un reposo: reposo
en los brazos eternos. Es la señal y recordatorio del eterno poder de Dios, y
su observancia es la señal de esa perfección que sólo Dios puede obrar, y que
otorga gratuitamente a todos los que confían en él. Significa plena y perfecta
confianza en el Señor; en que él puede salvarnos y nos salvará por el mismo
poder con que hizo todas las cosas en el principio. Por lo tanto, vemos que,
puesto que a nosotros se nos hace la misma promesa que al antiguo Israel, es
evidente que el sábado ha de tener idéntica prominencia en nuestros días, y más
especialmente en la medida en que se acerca el día de la venida de Cristo.
Se pronuncia juicio
Pero
había otra alternativa en el caso de que el pueblo rehusara reposar en el
Señor. Se encomendó al profeta que añadiera:
“Pero si no me obedecéis para santificar el sábado, para
no traer carga ni meterla por las puertas de Jerusalén en sábado, yo haré
descender fuego en sus puertas, que consumirá los palacios de Jerusalén y no se
apagará” (Jer 17:27).
Sucedió
así. Aunque Dios fue fiel y paciente al enviar mensajes de advertencia a su
pueblo,
“ellos se mofaban de los mensajeros de Dios y
menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira
de Jehová contra su pueblo y no hubo ya remedio. Por lo cual trajo contra ellos
al rey de los caldeos, que mató a espada a sus jóvenes en la casa de su
santuario, sin perdonar joven ni virgen, anciano ni decrépito; todos los
entregó en sus manos. Asimismo todos los utensilios de la casa de Dios, grandes
y chicos, los tesoros de la casa de Jehová, y los tesoros de la casa del rey y
de sus príncipes, todo lo llevó a Babilonia. Quemaron la casa de Dios y
derribaron el muro de Jerusalén, prendieron fuego a todos sus palacios y
destruyeron todos sus objetos de valor. A los que escaparon de la espada los
llevó cautivos a Babilonia, donde fueron siervos de él y de sus hijos hasta que
vino el reino de los persas; para que se cumpliera la palabra de Jehová, dada
por boca de Jeremías, hasta que la tierra hubo gozado de reposo; porque todo el
tiempo de su asolamiento reposó, hasta que los setenta años fueron cumplidos”
(2 Crón 36:16-21).
El rey de Babilonia, soberano en Jerusalén
El
último rey en Jerusalén fue Sedequías, pero no fue un rey independiente. Varios
años antes de que ocupara el trono, Nabucodonosor había sitiado Jerusalén y el
Señor le había entregado la ciudad (Dan 1:1-2). Aunque Joacaz fue
derrotado, se le permitió reinar en Jerusalén como tributario, lo que hizo
durante ocho años. Al morir le sucedió su hijo Joaquín, pero reinó sólo tres
meses antes que Nabucodonosor sitiara y conquistara de nuevo Jerusalén,
llevando cautivo al rey junto a su familia, artesanos y herreros, junto con los
utensilios de la casa de Jehová a Babilonia. “No
quedó nadie, excepto la gente pobre del país” (2 Reyes 24:8-16).
Hubo aún otro rey en Jerusalén, pues Nabucodonosor hizo rey a Matanías,
cambiándole el nombre por el de Sedequías (v. 17). Sedequías significa
“la justicia de Jehová”, y le fue dado porque Nabucodonosor hizo jurar por Dios
al nuevo rey que no se rebelaría contra su autoridad (2 Crón 36:13). El
siguiente hecho muestra que Nabucodonosor tenía derecho a formular esa demanda:
“Al comienzo del reinado de Joacim hijo de Josías, rey de
Judá, vino esta palabra de parte de Jehová a Jeremías: Jehová me ha dicho:
Hazte coyundas y yugos, y ponlos sobre tu cuello; los enviarás al rey de Edom,
al rey de Moab, al rey de los hijos de Amón, al rey de Tiro y al rey de Sidón
por medio de los mensajeros que vienen a Jerusalén para ver a Sedequías, rey de
Judá. Les mandarás que digan a sus señores que Jehová de los ejércitos, Dios de
Israel, ha dicho: Así habéis de decir a vuestros señores: Yo, con mi gran poder
y con mi brazo extendido, hice la tierra, el hombre y las bestias que están
sobre la faz de la tierra, y la di a quien quise. Y ahora yo he puesto todas
estas tierras en mano de Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y aun las
bestias del campo le he dado para que me sirvan. Todas las naciones le servirán
a él, a su hijo y al hijo de su hijo, hasta que llegue también el tiempo de su
misma tierra y la reduzcan a servidumbre muchas naciones y grandes reyes. A la
nación y al reino que no sirva a Nabucodonosor, rey de Babilonia, y que no
ponga su cuello bajo el yugo del rey de Babilonia, castigaré a tal nación con
espada, con hambre y con peste, dice Jehová, hasta que acabe con ella por medio
de su mano. Y vosotros no prestéis oído a vuestros profetas, adivinos,
soñadores, agoreros o encantadores, que os hablan diciendo: No serviréis al rey
de Babilonia. Porque ellos os profetizan mentira, para haceros alejar de
vuestra tierra y para que yo os arroje y perezcáis. Pero a la nación que someta
su cuello al yugo del rey de Babilonia y lo sirva, la dejaré en su tierra, dice
Jehová, la labrará y habitará en ella” (Jer 27:1-11).
Nabucodonosor
tenía, pues, tanto derecho a reinar en Jerusalén, como el que hubiera tenido
cualquiera de sus reyes precedentes. Su reino, no obstante, era más extenso que
el de cualquiera de los anteriores reyes de Israel; pero sobre todo, tras
recibir instrucción del Señor, aprovechó su oportunidad para esparcir por todo
el mundo el conocimiento del Dios verdadero (Daniel 4). Por lo tanto,
cuando Sedequías se rebeló contra Nabucodonosor, se estaba enfrentando
inicuamente contra el Señor, quien había entregado Israel al poder de
Nabucodonosor como castigo por sus pecados. Las palabras que siguen son una
descripción gráfica del proceder de Nabucodonosor contra Jerusalén, y de cómo
Dios condujo la acción del rey pagano aun a pesar de que estaba utilizando la
adivinación:
“Tú, hijo de hombre, traza dos caminos por donde venga la
espada del rey de Babilonia. De una misma tierra salgan ambos, y al comienzo de
cada camino pon una señal que indique la ciudad adonde va. El camino señalarás
por donde venga la espada a Rabá, de los hijos de Amón, y a Judá, contra
Jerusalén, la ciudad fortificada. Porque el rey de Babilonia se ha detenido en
una encrucijada, al principio de los dos caminos, para usar de adivinación; ha
sacudido las saetas, consultó a sus ídolos, miró un hígado. La adivinación
señaló a su mano derecha, sobre Jerusalén, para dar la orden de ataque, para
dar comienzo a la matanza, para levantar la voz en grito de guerra, para poner
arietes contra las puertas, para levantar terraplenes y construir torres de
sitio. Mas para ellos esto será como adivinación mentirosa, ya que les ha hecho
solemnes juramentos; pero él trae a la memoria la maldad de ellos para
apresarlos. Por tanto, así ha dicho Jehová, el Señor: Por cuanto habéis hecho
recordar vuestras maldades, manifestando vuestras traiciones, descubriendo
vuestros pecados en todas vuestras obras; por cuanto habéis sido recordados,
seréis entregados en su mano” (Eze 21:19-24).
Final del domino temporal e independencia de Israel
A
continuación vienen las fatídicas palabras dirigidas a Sedequías:
“Respecto a ti, profano e impío príncipe de Israel, cuyo
día ya ha llegado, el tiempo de la consumación de la maldad, así ha dicho
Jehová el Señor: ¡Depón el turbante, quita la corona! ¡Esto no será más así!
Sea exaltado lo bajo y humillado lo alto. ¡A ruina, a ruina, a ruina lo
reduciré [del revés, del revés, del revés la tornaré], y esto no será más, hasta que venga aquel a quien
corresponde el derecho, y yo se lo entregaré!” (v. 25-27).
Sedequías
fue profano e impío, pues a su abominable idolatría añadió el pecado del
perjurio, quebrantando un juramento solemne. Por lo tanto, el reino le fue
quitado. La diadema pasó de los descendientes de David a la cabeza de un
caldeo, y surge ante nuestra vista el reino de Babilonia. Hemos leído ya sobre
su extensión, y disponemos también del testimonio del profeta Daniel en su
explicación sobre la gran estatua que Nabucodonosor vio en un sueño que le dio
el Dios del cielo:
“Tú, rey, eres rey de reyes; porque el Dios del cielo te
ha dado reino, poder, fuerza y majestad. Dondequiera que habitan hijos de
hombres, bestias del campo y aves del cielo, él los ha entregado en tus manos,
y te ha dado el dominio sobre todo. Tú eres aquella cabeza de oro” (Dan
2:37-38).
Vemos
aquí la huella del dominio que en el principio se le dio al hombre (Gén 1:26),
si bien la gloria y el poder habían disminuido considerablemente. Pero vemos
cómo Dios seguía teniendo sus ojos en ello y estaba obrando por su restauración
de acuerdo con la promesa hecha a Abraham.
De Babilonia al reino eterno
La
Biblia dedica muy poco espacio a las descripciones de la grandeza humana, y el
profeta se apresura en llegar a la conclusión. En Ezequiel 21:27 están
predichas tres revueltas o revoluciones a continuación de haber pasado a manos
de Nabucodonosor el dominio de toda la tierra. Puesto que su reino era de
alcance mundial, las tres convulsiones predichas han de referirse igualmente a
hechos relacionados con el establecimiento de un imperio universal. Así, el
profeta Daniel continuó en estos términos su explicación del sueño de
Nabucodonosor:
“Después de ti se levantará otro reino, inferior al tuyo;
y luego un tercer reino de bronce, el cual dominará sobre toda la tierra”
(Dan 2:39).
Daniel
5 muestra que el reino que sucedió a
Babilonia fue Medo-Persia; y en Daniel 8:1-8, 20 y 21 vemos que
el tercer reino, el sucesor de Medo-Persia en el dominio universal mundial, fue
el de Grecia. Tenemos aquí bosquejada a grandes rasgos la historia del mundo
durante varios siglos. Las dos primeras convulsiones de Ezequiel 21:27
quedan aclaradas: Babilonia fue seguida por Medo-Persia, y esta lo fue a su vez
por el imperio de Grecia.
No
se nombra directamente al último de estos reinos universales de la tierra, el
que sigue a la tercera gran convulsión, pero se lo identifica claramente. El
nacimiento de Cristo ocurrió en los días de César Augusto, quien promulgó un
edicto que obligaba a todos a empadronarse (Lucas 2:1). Por lo tanto,
podemos estar seguros de que Roma es el sujeto de la tercera gran revolución
mundial. De hecho, desembocamos indefectiblemente en ese imperio, pues no hay
otro en la historia que pudiera ocupar su lugar. Así, cuando Babilonia regía el
mundo, fueron predichas tres grandes revoluciones que traerían en su estela
tres grandes imperios sucesivos: Medo-Persia y Grecia son citadas literalmente
en la línea de sucesión, y después encontramos al emperador de Roma rigiendo el
mundo. Se trata de evidencias estrictamente bíblicas. La historia secular aporta
pruebas abrumadoras e inagotables que testifican de la exactitud del registro
sagrado.
Pero
la revolución que resultó en la entrega del poder mundial a Roma fue la última
revolución general que ha de tener lugar en este mundo “hasta que venga Aquel a quien corresponde el derecho”. Desde la
caída de Roma, no pocos han soñado con la posesión de un dominio mundial, pero
sus sueños han venido a desvanecerse en la nada.
Cristo
estaba en la tierra, es cierto, pero era extranjero —como Abraham— y no tenía
lugar donde recostar su cabeza. No obstante, vino “a
publicar libertad a los cautivos” (Isa 61:1) y proclamó que todo
aquel que permaneciera en su palabra conocería la verdad, y esta lo haría
libre. Día tras día y año tras año, a medida que los siglos han ido
transcurriendo, ha venido resonando la proclamación de libertad, y fatigados
cautivos han hallado libertad del poder de las tinieblas. No toca a nosotros
saber los tiempos o las épocas que el Padre puso en su sola potestad, pero
sabemos que cuando la profesa iglesia de Cristo consienta en ser llenada de su
Espíritu, el mundo entero oirá sin demora el mensaje del evangelio en la
plenitud de su poder, y entonces vendrá el fin. Cuando eso suceda, toda la
creación que ahora gime será libertada de la servidumbre de corrupción a la
gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8:21).
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 4 marzo 1897
(índice)
De nuevo en cautividad (III)
Por
más que se sientan orgullosos de su libertad e independencia, los hombres
prefieren en general la esclavitud y elegirán la servidumbre más bien que la
libertad. Así lo demuestran sus hechos.
Rechazar la libertad
El
Dios del universo ha proclamado libertad a toda la raza humana; siempre ha dado
libertad a todos; pero sólo unos pocos la aprovecharán. La experiencia del
antiguo Israel no es más que la experiencia del corazón humano. Por dos veces
el Señor expresó claramente a Abraham que su descendencia sería libre: una, al
decirle que su siervo Eliezer no sería su heredero, y otra cuando le manifestó
que el hijo de una sierva tampoco podía serlo. Posteriormente el Señor liberó a
Israel de la servidumbre de Egipto a fin de que pudiera gozar de libertad,
incluida la de la obediencia a la perfecta ley de libertad. Pero los israelitas
murmuraron,
“y en sus corazones se volvieron a Egipto cuando dijeron a
Aarón: Haznos dioses que vayan delante de nosotros” (Hechos 7:39-40).
Cuarenta
años más tarde Dios los libró del oprobio de Egipto, pero con el tiempo
desearon ser como los paganos que los rodeaban y pidieron un rey, y eso a pesar
de que se les había advertido que tener un rey los convertiría en esclavos. Así
sucedió, ya que no sólo aprendieron los caminos de los paganos, sino que
incluso los superaron.
“Jehová, el Dios de sus padres, les envió constantemente
avisos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y
de su morada. Pero ellos se mofaban de los mensajeros de Dios y menospreciaban
sus palabras, burlándose de sus profetas hasta que subió la ira de Jehová
contra su pueblo y no hubo ya remedio” (2 Crón 36:15-16).
El
Señor cumplió entonces su amenaza de transportarlos a Babilonia (Amós
5:25-27; Hechos 7:43).
Esclavos del pecado
Esa
cautividad babilónica era sólo la expresión visible de la esclavitud en la que
el pueblo se había colocado previamente de forma voluntaria. Se habían jactado
de ser libres, pero eran “esclavos de corrupción,
pues el que es vencido de alguno es hecho esclavo del que lo venció” (2
Ped 2:19).
“Todo aquel que practica el pecado, esclavo es del pecado”
(Juan 8:34).
La
esclavitud física es un asunto menor en comparación con la esclavitud del alma,
pero de no ser por esta última, nunca se habría conocido la primera.
La
deportación de Israel a la ciudad de Babilonia era extraordinariamente
pertinente. No era por casualidad como fueron llevados allí, en lugar de serlo
a cualquier otra parte. Babilonia —Babel— significa confusión; confusión consecuente
a la exaltación propia y el orgullo, “pues donde
hay celos y rivalidad, allí hay perturbación y toda obra perversa” (Sant
3:16). El nombre de Babilonia tuvo este origen:
Los constructores de Babel
“Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas
mismas palabras. Aconteció que cuando salieron de oriente hallaron una llanura
en la tierra de Sinar y se establecieron allí. Un día se dijeron unos a otros:
‘Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego’. Así el ladrillo les sirvió en
lugar de piedra y el asfalto en lugar de mezcla. Después dijeron: ‘Vamos,
edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos
un nombre por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra’. Jehová
descendió para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los
hombres. Y dijo Jehová: ‘El pueblo es uno, y todos estos tienen un solo
lenguaje; han comenzado la obra y nada los hará desistir ahora de lo que han
pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y confundamos allí su lengua, para que
ninguno entienda el habla de su compañero’. Así los esparció Jehová desde allí
sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la
llamó Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y
desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra” (Gén 11:1-9).
Desafiando a Dios
Albergaban
la idea de que podían construir una ciudad tan grande y una torre tan alta como
para desafiar los juicios de Dios. Se creían realmente mayores que Dios. Es la
misma idea que tuvo Lucifer, de quien leemos:
“¡Cómo caíste del cielo, Lucero, hijo de la mañana!
Derribado fuiste a tierra, tú que debilitabas a las naciones. Tú que decías en
tu corazón: ‘Subiré al cielo. En lo alto, junto a las estrellas de Dios
levantaré mi trono y en el monte del testimonio me sentaré, en los extremos del
norte” (Isa 14:12-14).
Es
fácil ver que el espíritu que hubo en Lucifer era el mismo que animaba a los
constructores de Babel, y la razón es que fue Satanás mismo —Lucifer caído—
quien impulsó aquella obra. Él es “el príncipe de
este mundo” (Juan 14:30), “el
espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efe 2:2).
Volvamos ahora al comienzo del capítulo 14 de Isaías del que
hemos tomado el párrafo anteriormente citado, y veamos la relación del caído
Lucifer con Babilonia, observando de paso que el capítulo anterior (el 13)
habla sobre la futura destrucción de Babilonia.
Se juzga al príncipe de este mundo
La
ciudad altiva sería totalmente destruida:
“Jehová tendrá piedad de Jacob, de nuevo escogerá a Israel
y lo hará reposar en su tierra. A ellos se unirán extranjeros, que se agregarán
a la familia de Jacob. Los pueblos los tomarán y los llevarán a su lugar, y la
casa de Israel los poseerá como siervos y criadas en la tierra de Jehová.
Cautivarán así a los que cautivaron y señorearán sobre los que los oprimieron.
En el día en que Jehová te dé reposo de tu trabajo, de tus temores y de la dura
servidumbre en que te hicieron servir, pronunciarás este proverbio contra el
rey de Babilonia y dirás: ¡Cómo acabó el opresor! ¡Cómo ha acabado la ciudad
codiciosa de oro! Quebrantó Jehová el bastón de los impíos, el cetro de los
señores: el que hería a los pueblos con furor, con llaga permanente, el que se
enseñoreaba de las naciones con ira y las perseguía con crueldad. Toda la
tierra está en reposo y en paz. Se cantaron alabanzas. Aun los cipreses se
regocijaron a causa de ti, y los cedros del Líbano, diciendo: Desde que tú
pereciste, no ha subido cortador contra nosotros. El seol abajo se espantó de
ti; despertó a los muertos para que en tu venida salieran a recibirte; hizo
levantar de sus sillas a todos los grandes de la tierra, a todos los reyes de
las naciones. Todos ellos darán voces y te dirán: ¿Tú también te debilitaste
como nosotros y llegaste a ser como nosotros? Descendió al seol tu soberbia y
el sonido de tus arpas; gusanos serán tu cama y gusanos te cubrirán” (Isa
14:1-11).
Sigue
a continuación la declaración directa del Señor: “¡Cómo
caíste del cielo, Lucero, hijo de la mañana!...” tal como hemos leído,
afirmando que su caída se debió a su exaltación propia, para continuar así:
“Mas tú derribado eres hasta el seol, a lo profundo de la
fosa. Se inclinarán hacia ti los que te vean; te contemplarán, diciendo: ¿Es
este aquel varón que hacía temblar la tierra, que trastornaba los reinos, que
puso el mundo como un desierto, que asoló sus ciudades, que a sus presos nunca
les abrió la cárcel? Todos los reyes de la tierra, todos ellos, yacen con honra
cada uno en su última morada. Pero tú echado eres de tu sepulcro como un
vástago abominable, como un vestido de muertos pasados a espada, que
descendieron al fondo de la fosa, como un cadáver pisoteado. No serás contado
con ellos en la sepultura, porque tú destruiste tu tierra, mataste a tu pueblo.
No será nombrada por siempre la descendencia de los malignos” (v. 15-20).
El propósito divino: la destrucción del opresor
Tras
esa interpelación directa al gran tirano continúa la narrativa que lo
concierne:
“Preparad a sus hijos para el matadero por la maldad de
sus padres; que no se levanten ni posean la tierra ni llenen de ciudades la faz
del mundo. Porque yo me levantaré contra ellos, dice Jehová de los ejércitos, y
raeré de Babilonia el nombre y el sobreviviente, hijo y nieto, dice Jehová. Y
la convertiré en posesión de erizos y en tierra cenagosa. La barreré con
escobas de destrucción, dice Jehová. Jehová de los ejércitos juró, diciendo:
Ciertamente se hará de la manera que lo he pensado; se confirmará como lo he
determinado: y quebrantaré al asirio en mi tierra y en mis montes lo pisotearé;
su yugo será apartado de ellos y su carga será quitada de su hombro” (v.
21-25).
Vienen
ahora a modo de resumen estas impresionantes palabras:
“ESTE
ES EL PLAN ACORDADO CONTRA TODA LA TIERRA, Y ESTA ES LA MANO EXTENDIDA CONTRA
TODAS LAS NACIONES.
Jehová de los ejércitos lo ha determinado, ¿y quién lo impedirá? Y su mano extendida, ¿quién la hará
retroceder?” (v. 26-27).
La soberbia del poder terrenal
Habrás
observado que la liberación final y completa de todo Israel coincide con la
destrucción del rey de Babilonia. También habrás notado que ese rey de
Babilonia reina sobre toda la tierra: su destrucción trae reposo a toda la
tierra. Puedes ver asimismo que a ese rey de Babilonia se le llama Lucifer: el
que intentó disputar a Dios el dominio del mundo. La cuestión es, no obstante,
que sea cual haya sido el gobernador visible, Satanás fue siempre el auténtico
rey. Así lo muestra también el hecho de que Babilonia fue un reino pagano, y “aquello que los gentiles sacrifican, a los demonios lo
sacrifican y no a Dios” (1 Cor 10:20). Es “el dios de este mundo” (2 Cor 4:4). El
espíritu de exaltación propia está en radical oposición con el Espíritu de
Dios, cuya mansedumbre y bondad constituyen su grandeza. Se trata del espíritu
del anticristo, “el cual se opone y se levanta
contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto, que se sienta en
el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios” (2 Tes 2:4).
Ese espíritu fue el rasgo característico de Babilonia, excepto en el breve
período en que Nabucodonosor recuperó el sentido. Él había dicho
jactanciosamente:
“¿No es esta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa
real con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?” (Dan
4:30).
Belsasar
utilizó los vasos de la casa de Dios para beber vino en ellos junto a sus mujeres
y concubinas, “y alabaron a los dioses de oro y
plata, de bronce, de hierro, de madera y de piedra” (Dan 5:3-4)
enorgulleciéndose en la creencia de que los dioses que él había hecho eran
mayores que el Dios de Israel. De Babilonia fue dicho:
“Te confiaste en tu maldad, diciendo: ‘Nadie me ve’. Tu
sabiduría y tu misma ciencia te engañaron, y dijiste en tu corazón: ‘Yo, y
nadie más’” (Isa 47:10).
Significado de ser liberado de Babilonia
Fue
ese mismo espíritu el que animó al pueblo judío. Cuando insistieron en tener un
rey a fin de ser como los paganos que los rodeaban, rechazaron a Dios, puesto
que decidieron que ellos mismos podían administrar las cosas mejor que él.
“¿Acaso alguna nación ha cambiado sus dioses, aunque estos
no son dioses? Sin embargo, mi pueblo ha cambiado su gloria por lo que no
aprovecha. ¡Espantaos, cielos, sobre esto, y horrorizaos! ¡Pasmaos en gran
manera!, dice Jehová. Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí,
fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no
retienen el agua” (Jer 2:11-13).
“¿He sido yo un desierto para Israel o una tierra de
tinieblas? ¿Por qué ha dicho mi pueblo: ‘Somos libres; nunca más vendremos a
ti’?” (v. 31).
Por
lo tanto, cuando los hijos de Israel fueron llevados a Babilonia —la ciudad del
orgullo y la exaltación—, no fue sino la manifestación visible de la condición
en la que por largo tiempo habían estado. Fueron llevados a Babilonia por no
haber guardado el sábado, tal como leemos en Jeremías 17:27 y en 2 Crónicas 36:20-21.
Hemos visto ya que la observancia del sábado significa reposar en Dios. Consiste
en reconocerlo plenamente como el supremo y legítimo Gobernante. Por lo tanto,
hemos de comprender que la completa liberación de Babilonia es la liberación
de la esclavitud del yo, en favor de una absoluta confianza en Dios y de la
obediencia a él.
Se cumplen los setenta años
De
igual forma en que Dios había determinado un tiempo definido en el que
liberaría a su pueblo de Egipto, predijo también el tiempo exacto de la
cautividad de Israel en la ciudad de Babilonia.
“Así dijo Jehová: Cuando en Babilonia se cumplan los
setenta años, yo os visitaré y despertaré sobre vosotros mi buena palabra para
haceros volver a este lugar. Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de
vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que
esperáis. Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y yo os escucharé.
Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Seré
hallado por vosotros, dice Jehová; haré volver a vuestros cautivos y os reuniré
de todas las naciones y de todos los lugares adonde os arrojé, dice Jehová. Y
os haré volver al lugar de donde os hice llevar” (Jer 29:10-14).
Tal
como había sucedido la primera vez, en esta segunda todo ocurrió conforme a la
Palabra de Dios. La cautividad comenzó en el año 606 AC. Sesenta y ocho años
más tarde —el 538 AC— la ciudad de Babilonia cayó en manos de los Medo-Persas (Dan
5). Leemos acerca de ese tiempo:
“En el primer año de Darío hijo de Asuero, de la nación de
los medos, que vino a ser rey sobre el reino de los caldeos, en el primer año
de su reinado, yo, Daniel, miré atentamente en los libros el número de los años
de que habló Jehová al profeta Jeremías, en los que habían de cumplirse las
desolaciones de Jerusalén: setenta años. Volví mi rostro a Dios, el Señor,
buscándolo en oración y ruego, en ayuno, ropas ásperas y ceniza” (Dan
9:1-3).
Por
fin había al menos un hombre que buscaba a Dios de todo corazón. No sabemos si
además de Daniel otros lo estaban buscando también. En todo caso no debieron
ser muchos, no obstante, Dios cumplió su parte al pie de la letra. Dos años
después de la oración de Daniel —en el año 536 AC— exactamente setenta años
después del comienzo de la cautividad de Israel en la ciudad de Babilonia,
Ciro, el rey de Persia, promulgó un edicto que encontramos en Esdras 1:1-4:
“En el primer año de Ciro, rey de Persia, para que se
cumpliera la palabra de Jehová anunciada por boca de Jeremías, despertó Jehová
el espíritu de Ciro, rey de Persia, el cual hizo pregonar de palabra y también
por escrito en todo su reino, este decreto: Así ha dicho Ciro, rey de Persia:
Jehová, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha
mandado que le edifique una casa en Jerusalén, que está en Judá. Quien de entre
vosotros pertenezca a su pueblo, sea Dios con él, suba a Jerusalén, que está en
Judá, y edifique la casa a Jehová, Dios de Israel (él es el Dios), la cual está
en Jerusalén. Y a todo el que haya quedado, en cualquier lugar donde habite,
que las gentes de su lugar lo ayuden con plata, oro, bienes y ganados, además de
ofrendas voluntarias para la casa de Dios, la cual está en Jerusalén”.
Se
estimó que el número de los que regresaron a Jerusalén como resultado de esa
proclamación, fue de “cuarenta y dos mil
trescientos sesenta, sin contar sus siervos y siervas, que eran siete mil
trescientos treinta y siete. Había también doscientos cantores y cantoras”.
“Habitaron los sacerdotes, los levitas, los del
pueblo, los cantores, los porteros y los sirvientes del Templo en sus ciudades.
Todo Israel habitó, pues, en sus ciudades” (Esdras 2:64-65, 70).
Una lección todavía sin aprender
No
todos regresaron a Jerusalén, pero todos pudieron haberlo hecho. Si todo Israel
hubiera aprendido la lección que había de enseñarles la cautividad, se habría
podido cumplir rápidamente la tan demorada promesa, pues desde el principio de
la cautividad el único período de tiempo definido en la profecía era el de los
setenta años. Pero de igual forma en que el pueblo estaba ya realmente en la
cautividad babilónica —es decir, en la esclavitud del orgullo y la confianza
propia— desde antes de ser deportados por Nabucodonosor, continuaron en ese
mismo estado de esclavitud tras haberse cumplido los setenta años. Dios predijo
que así sucedería, de forma que hacia el final de ese período dio una visión a
Daniel en la que estableció otro período de tiempo.
En
el próximo capítulo estudiaremos acerca de ese gran período profético y de los
eventos implicados: el llamamiento final a salir de Babilonia.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 11 marzo 1897
(índice)
La promesa, a punto de cumplirse
En
el capítulo precedente, dedicado a la cautividad babilónica, vimos que si
Israel hubiera aprendido la lección de confiar en Dios, no habría continuado en
la esclavitud del orgullo y la confianza propia. Los setenta años los habrían
llevado a un punto en que podría haberse cumplido rápidamente la tan largamente
esperada promesa de la herencia eterna, pues como ya dijimos, hasta el
principio de la cautividad en Babilonia, el único período de tiempo definido en
la profecía era el de los setenta años. Pero Dios previó antes de que
finalizase ese período que la lección no iba a ser aprendida, de forma que
hacia el final de los setenta años dio una visión al profeta Daniel en la que
quedó establecido otro largo período. Brevemente expresada, la profecía dice
así:
La visión de Daniel 8
Daniel
vio en visión un carnero con la particularidad de que uno de sus dos cuernos
era mayor que el otro, prevaleciendo finalmente sobre el otro. Vio
“que el carnero hería con los cuernos al poniente, al
norte y al sur, y que ninguna bestia podía parar delante de él, ni había quien
escapara de su poder. Hacía conforme a su voluntad y se engrandecía” (Dan
8:3-4).
A
continuación vio un macho cabrío que venía con furia desde el este, teniendo un
cuerno notable entre los ojos.
“Vino hasta el carnero de dos cuernos que yo había visto
en la ribera del río, y corrió contra él con la furia de su fuerza. Lo vi
llegar junto al carnero; se levantó contra él y lo hirió, y le quebró sus dos
cuernos; y el carnero no tenía fuerzas para hacerle frente. Lo derribó, por
tanto, a tierra, lo pisoteó y no hubo quien librara de su poder al carnero. El
macho cabrío creció en gran manera; pero cuando estaba en su mayor fuerza,
aquel gran cuerno fue quebrado, y en su lugar salieron otros cuatro cuernos
notables hacia los cuatro vientos del cielo. De uno de ellos salió un cuerno
pequeño, que creció mucho hacia el sur y el oriente, y hacia la tierra
gloriosa. Creció hasta llegar al ejército del cielo; y parte del ejército y de
las estrellas echó por tierra, y las pisoteó. Aun se engrandeció contra el
príncipe de los ejércitos; por él fue quitado el continuo sacrificio; echó por
tierra la verdad e hizo cuanto quiso, y prosperó” (Dan 8:5-11).
Después
de haber dado algunos detalles adicionales en referencia a ese cuerno pequeño
tan especial, el profeta finaliza así el relato de la visión:
“Entonces oí hablar a un santo; y otro de los santos
preguntó a aquel que hablaba: ¿Hasta cuándo durará la visión del sacrificio
continuo, la prevaricación asoladora y la entrega del santuario y el ejército
para ser pisoteados? Y él dijo: Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas;
luego el santuario será purificado” (v. 13-14).
Interpretación del ángel
No
entraremos aquí en los detalles de la profecía; se trata de comprender su
esencia, a fin de poder seguir la historia de la promesa. Un ángel fue el
encargado de explicar la visión a Daniel, cosa que hizo en estos términos:
“En cuanto al carnero que viste, que tenía dos cuernos:
estos son los reyes de Media y de Persia. El macho cabrío es el rey de Grecia,
y el cuerno grande que tenía entre sus ojos es el rey primero. En cuanto al
cuerno que fue quebrado y sucedieron cuatro en su lugar, significa que cuatro
reinos se levantarán de esa nación, aunque no con la fuerza de él. Al fin del
reinado de estos, cuando los transgresores lleguen al colmo, se levantará un
rey altivo de rostro y entendido en enigmas. Su poder se fortalecerá, mas no
con fuerza propia; causará grandes ruinas, prosperará, actuará arbitrariamente
y destruirá a los fuertes y al pueblo de los santos. Con su sagacidad hará
prosperar el engaño en su mano; en su corazón se engrandecerá y sin aviso
destruirá a muchos. Se levantará contra el Príncipe de los príncipes, pero será
quebrantado, aunque no por mano humana. La visión de las tardes y mañanas que
se ha referido es verdadera; y tú guarda la visión, porque es para muchos días”
(Dan 8:20-26).
Se
cita por nombre a los dos reinos universales que sucederían a Babilonia, y el
otro queda descrito con una claridad tal que podemos identificarlo
inmediatamente. Roma fue el poder que adquirió el señorío del mundo como
resultado de la tercera convulsión de la que habla Ezequiel. Así lo indica
llanamente el registro en referencia a su obra en contra del Príncipe de los
príncipes. Tras la muerte de Alejandro, rey de Grecia, su reino fue dividido en
cuatro partes, y fue mediante la conquista de Macedonia —una de esas cuatro
divisiones— en el año 68 AC, como Roma adquirió el dominio que le permitió
dictar al mundo. Esa es la razón por la que leemos que procedería de uno de los
cuatro reinos resultantes de la división.
Un período profético prolongado
Pero
en relación con esa visión había un período de tiempo que el ángel no aclaró
cuando explicó el resto de la visión. Se trata de los dos mil trescientos días —literalmente
tardes y mañanas—. Que no se trata de días literales, podemos saberlo por esta
razón: estamos ante una profecía expresada en símbolos, en la que animales de
una vida limitada son empleados para representar a reinos que existieron
durante cientos de años; armoniza perfectamente con el método de la profecía
simbólica el emplear los días en relación con esos símbolos, pero es evidente
que deben representar un período de orden superior y más prolongado en la
interpretación, dado que dos mil trescientos días literales —algo más de seis
años—, no pasaría de ser escasamente el comienzo del primero de los reinos. Por
lo tanto, podemos estar seguros de que cada día representa un año, según el
Señor utilizó los días en sentido simbólico en Ezequiel 4:6.
El
mismo ángel regresó posteriormente en respuesta a la oración de Daniel, para
hacerle comprender el resto de la visión; es decir, lo relativo a los días (Dan
9:20-23). Comenzando en el punto en que lo había dejado como si no hubiera
pasado ni un momento, el ángel le dijo:
“Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo...”
(v. 24).
Setenta
semanas —cuatrocientos noventa años— estaban determinadas o cortadas de los dos
mil trescientos años, y asignadas al pueblo judío. Habían de comenzar con el
decreto para restaurar y edificar Jerusalén. Encontramos ese decreto en su
forma plena y operativa en Esdras 7:11-26, y fue dado en el año séptimo
de Artajerjes, rey de Persia, que corresponde al año 457 AC. Comenzando en el
año 457 AC, cuatrocientos noventa años nos sitúan en el año 34 de nuestra era.
Pero
la última de esas setenta semanas proféticas estaba dividida. Sesenta y nueve
semanas —483 años—, alcanzando hasta el año 27 de nuestra era, marcaron el
tiempo de la manifestación del Mesías, o el Ungido: el momento en el que Jesús
fue ungido con el Espíritu Santo en su bautismo.
A
la mitad de la última semana de años, es decir, tres años y medio después del
bautismo de Jesús, “se [quitaría] la vida al Mesías”. Durante toda esa semana, es
decir, durante esos siete años, confirmó el pacto (v. 27).
Es
bien fácil calcular el alcance de todo el período de los dos mil trescientos
años: nos lleva al año 1844 de nuestra era, que queda ya en el pasado. Así
pues, ha expirado el período profético más largo que nos da la Biblia, de forma
que verdaderamente el tiempo del cumplimiento de la promesa ha de estar a las
puertas. Nadie puede decir cuándo vendrá el Señor a restaurar todas las cosas,
pues “el día y la hora nadie sabe” (Mat
24:36).
El reino de Dios, quitado del pueblo judío
Volvamos
de nuevo por un momento a ese período de los cuatrocientos noventa años
dedicados al pueblo judío. ¿Hubo acaso un tiempo en el que Dios fue parcial, de
forma que no pusiera la salvación al alcance de ningún otro pueblo? —Imposible,
pues Dios no hace acepción de personas. Se trataba simplemente de una
demostración de la bondad y paciencia de Dios, quien esperó largos años para
dar la oportunidad al pueblo de Israel de aceptar su llamamiento como
sacerdotes para Dios a fin de que dieran a conocer la promesa a todo el mundo.
Pero no quisieron. Al contrario: la olvidaron ellos mismos hasta el punto de
rechazar al Mesías cuando vino.
Así,
de pertenecer al reino de Israel, quinto y último reino universal, pasaron a no
tener ningún lugar concreto en la promesa. Individuos del pueblo judío pueden ser
salvos creyendo al evangelio, de la misma forma que puede serlo toda otra
persona, pero sólo así. El templo desolado y el velo rasgado en dos,
reveladores de que la gloria de Dios no moraba ya más en su lugar santísimo,
eran el símbolo de su relación con el pacto. Pueden como individuos ser
injertados en el olivo, lo mismo que cualquier gentil, constituyéndose así en
Israel; pero su posición de primacía como instructores religiosos del mundo
desapareció para siempre debido a que no la quisieron apreciar. No conocieron
el tiempo de su visitación.
El llamado final a Babilonia
¿Qué
queda ahora? Sólo esto: que el pueblo de Dios oiga y obedezca su llamado a
salir de Babilonia, a fin de que no reciba de sus plagas permaneciendo en ella.
Aunque la ciudad del Éufrates fue destruida hace muchos cientos de años, incluso
algunos cientos de años antes de Cristo, cerca de un siglo después de iniciada
nuestra era, el profeta Juan fue movido por el Espíritu a repetir las mismas
advertencias pronunciadas por Isaías contra Babilonia, y en términos
virtualmente idénticos:
“Cuanto ella se ha glorificado y ha vivido en deleites,
tanto dadle de tormento y llanto, porque dice en su corazón: Yo estoy sentada
como una reina, no soy viuda y no veré llanto. Por lo cual, en un solo día
vendrán sus plagas: muerte, llanto y hambre, y será quemada con fuego, porque
poderoso es Dios el Señor, que la juzga” (Apoc 18:7-8; compáralo
con Isa 47:7-10).
Babilonia
era una ciudad pagana que se exaltaba por encima de Dios. Tal como ilustra la
fiesta de Belsasar (Dan 5) representaba el tipo de religión que desafía
a Dios. Existe hoy el mismo espíritu, no simplemente en una cierta sociedad,
sino allí donde los hombres elijan su propio camino en la religión, en lugar de
someterse a toda palabra que procede de la boca de Dios. En su gran paciencia y
tierna misericordia, Dios espera hasta que su pueblo salga de Babilonia y se
humille para caminar con él, y predique el evangelio del reino con todo el
poder del reino, incluso del reino venidero, “para
testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin” (Mat 24:14).
Ese
“fin” será la destrucción de Babilonia, tal
como predijo Jeremías; pero de igual forma en que la antigua Babilonia fue un
reino universal y su auténtico rey, como revela Isaías 14, era el propio
Satanás: el dios de este mundo, así también la destrucción de la actual
Babilonia no es nada menos que el juicio de Dios sobre toda la tierra, que
coincidirá con la liberación de su pueblo. Leamos ahora las palabras que
pronunció Jeremías contra “todas las naciones”,
cuando profetizó en referencia al final de la cautividad babilónica:
La controversia de Dios con las naciones
“Así me dijo Jehová, Dios de Israel: Toma de mi mano la
copa del vino de este furor, y haz que beban de ella todas las naciones a las
cuales yo te envío. Beberán, y temblarán y enloquecerán a causa de la espada
que yo envío entre ellas. Yo tomé la copa de la mano de Jehová y di de beber a
todas las naciones a las cuales me envió Jehová: a Jerusalén, a las ciudades de
Judá, a sus reyes y a sus príncipes, para convertirlos en ruinas, en espanto,
en burla y en maldición, como hasta hoy; al faraón, rey de Egipto, a sus
servidores, a sus príncipes y a todo su pueblo; y a todo el conjunto de
naciones, a todos los reyes de tierra de Uz y a todos los reyes de la tierra de
Filistea: de Ascalón, Gaza, Ecrón y el resto de Asdod; de Edom, Moab y los
hijos de Amón; a todos los reyes de Tiro, a todos los reyes de Sidón, a los
reyes de las costas que están de este lado del mar: Dedán, Tema y Buz, y todos
los que se rapan las sienes; a todos los reyes de Arabia, a todos los reyes del
conjunto de pueblos que habitan en el desierto; a todos los reyes de Zimri, a
todos los reyes de Elam, a todos los reyes de Media; a todos los reyes del
norte, los de cerca y los de lejos, a los unos y a los otros, y a todos los
reinos del mundo que están sobre la faz de la tierra. Y el rey de Babilonia
beberá después de ellos. Les dirás, pues: Así ha dicho Jehová de los ejércitos,
Dios de Israel: ¡Bebed, embriagaos y vomitad; caed y no os levantéis, a causa
de la espada que yo envío entre vosotros! Y si no quieren tomar la copa de tu
mano para beber, tú les dirás: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Tenéis que
beberla, porque yo comienzo a causarle mal a la ciudad en la cual es invocado
mi nombre, ¿y vosotros seréis absueltos? ¡No seréis absueltos, porque espada
traigo sobre todos los habitantes de la tierra, dice Jehová de los ejércitos.
Tú, pues, profetizarás contra ellos todas estas palabras. Les dirás: Jehová
ruge desde lo alto, y desde su morada santa da su voz; ruge fuertemente contra
su redil; canción de lagareros canta contra todos los moradores de la tierra.
Llega el estruendo hasta el fin de la tierra, porque Jehová está en pleito
contra las naciones; él es el Juez de todo mortal y entregará a los impíos a la
espada, dice Jehová. Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Ciertamente el mal
irá de nación en nación, y una gran tempestad se levantará desde los extremos
de la tierra. Yacerán los muertos de Jehová en aquel día desde un extremo de la
tierra hasta el otro; no se hará lamentación ni se recogerán ni serán
enterrados, sino que como estiércol quedarán sobre la faz de la tierra”
(Jer 25:15-33).
Esa
es la terrible condenación hacia la que se están apresurando todas las naciones
de la tierra. Todas se están armando para esa gran batalla. Muchas de ellas
están soñando con confederarse en un dominio global; pero Dios ha dicho a
propósito de tales dominios en esta tierra:
“Esto no será más, hasta que venga aquel a quien
corresponde el derecho, y yo se lo entregaré” (Eze 21:27).
La
última convulsión generalizada ocurrirá en ocasión de la venida de “la Descendencia a quien fue hecha la promesa” (Gál
3:19), quien tomará entonces el reino. Esos terribles juicios están siendo
demorados aún por un poco más de tiempo, a fin de que todos puedan tener la
oportunidad de cambiar las armas de la carne por la espada del Espíritu, la
Palabra de Dios, que es poderosa “en Dios para la
destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta
contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la
obediencia a Cristo” (2 Cor 10:4-5).
Ese
tipo de “cautividad” es realmente libertad. Mediante la Palabra de Dios salimos
de la cautividad del orgullo y confianza propia babilónicos, para ir a la
libertad de la bondad divina. ¿Oirás el llamado a salir de Babilonia y
rechazarás la esclavitud de la tradición humana y la especulación, a cambio de
la libertad que da la eterna Palabra de la verdad divina?
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
Las promesas a Israel
The Present Truth, 13 mayo 1897
(índice)
Las tribus perdidas de Israel
Existe
la idea popular, casi universal, de que diez de las doce tribus resultaron
totalmente perdidas en el tiempo de la cautividad babilónica, y que tras
cumplirse los setenta años sólo fue posible convocar a dos de las tribus para
que regresaran a Palestina. Tan arraigada está esa idea, que casi todos
comprenden al instante la expresión “las diez tribus perdidas”. No inquiriremos
en cómo se llegó a esa noción; nos bastará con aceptar lo que la Biblia tiene
que decir acerca del tema de los israelitas supuestamente perdidos.
Judá e Israel
Ante
todo, será bueno señalar un error común al respecto de “Judá” e “Israel”.
Cuando se dividió el reino tras la muerte de Salomón, la parte del sur
compuesta por las tribus de Judá y Benjamín vino a conocerse como el reino de
Judá, del que Jerusalén era la capital, mientras que la parte del norte,
compuesta por el resto de las tribus, vino a conocerse como el reino de Israel,
con su centro en Samaria. Ese reino del norte fue el primero en ser tomado
cautivo, y las tribus que lo componen son las supuestamente perdidas.
El
error consiste en suponer que “judíos” se limita al pueblo del reino del sur,
es decir, a las tribus de Judá y Benjamín, y que “israelitas” significa sólo
las tribus que componían el reino del norte, las supuestamente perdidas. Según
esa especulación, el pueblo generalmente conocido como judío, es el formado por
las tribus de Judá y Benjamín. Asimismo, en la imaginación especulativa de
algunos teólogos, el pueblo Anglo-Sajón, o más específicamente el pueblo que
habita Gran Bretaña y América, lo constituyen los Israelitas; es decir, “las
diez tribus perdidas” (que por fin aparecen).
Carácter versus nacionalidad
Es
fácil descubrir cuál fue el origen de esa teoría. Se basó en la incomprensión
más absoluta de las promesas del evangelio. Fue inventada con el objeto de
convertir a la raza anglosajona en la heredera de las promesas hechas a
Abraham, tras haber perdido de vista que esas promesas abarcaban al mundo
entero sin distinción de nacionalidad, y que “Dios
no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que lo teme
y hace justicia” (Hechos 10:34-35). Si el hombre hubiera
comprendido que “un verdadero israelita” es
aquel “en quien no hay engaño” (Juan 1:47),
se habría dado cuenta de cuán insensata es la suposición de que por depravadas
e incrédulas que sean las personas, son israelitas simplemente por formar parte
de cierta nación. Pero la idea de una iglesia nacional y de una religión
nacional es fascinante, ya que a muchos les parece extremadamente placentera la
idea de poder ser salvos en masa —al margen del carácter de cada uno—, en lugar
de serlo según la fe y la rectitud individuales.
Distinciones sin fundamento bíblico
Unos
pocos textos de la Escritura bastarán para demostrar que los términos “judío” e
“israelita” se usan de forma equivalente, y que se aplican indistintamente a la
misma persona. Por ejemplo, en Esther 2:5 leemos que “en Susa, la residencia real, había un judío cuyo nombre
era Mardoqueo hijo de Jair hijo de Simei, hijo de Cis, del linaje de Benjamín”.
Pero en Romanos 11:1 encontramos la declaración del apóstol Pablo: “Porque yo también soy israelita, descendiente de Abraham,
de la tribu de Benjamín”; y el mismo apóstol dijo: “Yo de cierto soy hombre judío de Tarso” (Hechos
21:39). Tenemos ante nosotros a un hombre de la tribu de Benjamín, judío
(Mardoqueo), y a otro hombre (Pablo) de la misma tribu, que se declara
israelita y a la vez judío.
Acaz
fue uno de los reyes de Judá, y reinó en Jerusalén (2 Rey 16:1-2; Isa
1:1). Era descendiente de David, y uno de los antepasados de Jesús según la
carne (2 Rey 16:2; Mat 1:9). Sin embargo, en 2 Crón 28:19,
en relación con la invasión del sur de Judá por parte de los filisteos, leemos
que “Jehová había humillado a Judá por causa de
Acaz, rey de Israel, por cuanto este había actuado con desenfreno en Judá y
había pecado gravemente contra Jehová”.
Cuando
el apóstol Pablo regresó a Jerusalén después de uno de sus viajes misioneros, “unos judíos de Asia, al verlo en el Templo, alborotaron a
toda la multitud y le echaron mano, gritando: —¡Israelitas, ayudad!” (Hechos
21:27-28).
No
es difícil ver cuán lógico y natural resulta eso, teniendo en cuenta que las
doce tribus descendieron de un hombre: Jacob —o Israel—. El término “Israel”
es, por lo tanto, aplicable a todas y cada una de las tribus; mientras que,
debido a la prominencia de Judá, el término “judío” vino a aplicarse a
cualquiera de los hijos de Israel, pertenecieran a la tribu que fuera. Hablando
de los pactos, Dios dice: “Estableceré con la casa
de Israel y con la casa de Judá un nuevo pacto” (Heb 8:8), a fin
de dejar claro que el nuevo pacto se aplica al pueblo en su totalidad, tal como
sucedió con el viejo.
Vemos
que el término “judíos” tiene un significado coincidente con el de
“israelitas”. Ahora bien, haremos bien en recordar que, estrictamente hablando,
“no es judío el que lo es exteriormente, ni es la
circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que
lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu y no
según la letra. La alabanza del tal no viene de los hombres, sino de Dios”
(Rom 2:28-29). El recuento de las tribus se ha perdido en el pueblo
llamado judío, pero eso no hace diferencia alguna; pueden ser llamados asimismo
israelitas con la misma propiedad con que se les puede llamar judíos. Ahora
bien, ni uno ni otro son términos estrictamente aplicables a ninguno de ellos,
excepto si tienen auténtica fe en Jesucristo; y ambos términos son, en sentido
estrictamente bíblico, aplicables a todo aquel que tenga esa fe, sea inglés,
griego o chino.
Ninguna tribu “perdida”
A
propósito de las “tribus perdidas”: tras la cautividad babilónica, las diez
tribus no resultaron más perdidas de lo que resultaron las de Judá y Benjamín.
Así lo presentan las Escrituras. ¿Cómo puede uno saber que esas dos tribus no
se perdieron, que no desaparecieron del escenario? Por la sencilla razón de que
encontramos referencias a ellas después de la cautividad. Se menciona por
nombre a individuos pertenecientes a esas tribus. Del mismo modo podemos saber
que las otras tribus existieron de forma tan diferenciada después como antes de
la cautividad.
No
todo el pueblo de Israel fue llevado a Babilonia; los más pobres y menos
prominentes quedaron en su propia tierra. Pero fue llevada la mayoría de entre
todas las tribus, y así, en la proclamación real del final de los setenta años,
el permiso para retornar fue de carácter universal, como es fácil ver:
“En el primer año de Ciro, rey de Persia, para que se
cumpliera la palabra de Jehová anunciada por boca de Jeremías, despertó Jehová
el espíritu de Ciro, rey de Persia, el cual hizo pregonar de palabra y también
por escrito en todo su reino, este decreto: Así ha dicho Ciro, rey de Persia:
Jehová, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra y me ha
mandado que le edifique casa en Jerusalén, que está en Judá. Quien de entre
vosotros pertenezca a su pueblo, sea Dios con él. Suba a Jerusalén, que está en
Judá, y edifique la casa a Jehová, Dios de Israel (él es Dios), la cual está en
Jerusalén” (Esdras 1:1-3).
El
permiso para retornar era ilimitado, sin embargo, no todos, de entre todas las
tribus, sacaron provecho de él. Pero todas las tribus estaban representadas.
Eso no quiere decir que los que permanecieron resultaran necesariamente
perdidos. No cabe decir de una familia que se ha “perdido” debido a que habita
en un país extranjero. Posteriormente, Artajerjes escribió a Esdras:
“He dado la siguiente orden: Todo aquel que en mi reino
pertenezca al pueblo de Israel, a sus sacerdotes y levitas, que quiera ir
contigo a Jerusalén, que vaya” (Esdras 7:13).
“Todo Israel” representado
Inmediatamente
después del decreto de Ciro, leemos:
“Entonces se levantaron los jefes de las casas paternas de
Judá y de Benjamín, los sacerdotes y levitas, todos aquellos a quienes Dios
puso en su corazón subir a edificar la casa de Jehová, la cual está en
Jerusalén” (Esdras 1:5).
Sabemos
que se restablecieron los servicios del santuario, y nadie excepto los levitas podía
oficiar en él. Leemos en Esdras 3:10-12 que al ser puestos los
fundamentos del templo “se pusieron en pie los
sacerdotes, vestidos de sus ropas y con trompetas, y los levitas hijos de Asaf
con címbalos, para alabar a Jehová”. Incluso después de la resurrección y
ascensión de Cristo, leemos con respecto a Bernabé: “Levita, natural de Chipre”
(Hechos 4:36).
En
Lucas 2:36-38 leemos acerca de “Ana,
profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser”, quien reconoció al
Señor en el niño Jesús, “y hablaba del niño a todos
los que esperaban la redención en Jerusalén”. Encontramos aquí a
representantes de dos de las diez tribus que se suponen misteriosamente
desaparecidas, mencionados por nombre y habitando en Jerusalén. ¡Ciertamente es
imposible calificar a una cosa de “perdida” cuando se sabe exactamente dónde
está!
No
se nombra de forma específica a las demás tribus; sin embargo, leemos en Esdras
2:70: “Habitaron los sacerdotes, los levitas,
los del pueblo, los cantores, los porteros y los sirvientes del Templo en sus
ciudades. Todo Israel habitó, pues, en sus ciudades”.
Cuando
el apóstol Pablo fue llevado ante el tribunal del rey Agripa, dijo: “Ahora, por la esperanza de la promesa que hizo Dios a
nuestros padres soy llamado a juicio; promesa cuyo cumplimiento esperan que han
de alcanzar nuestras doce tribus, sirviendo constantemente a Dios de día y de
noche” (Hechos 26:6-7). Vemos aquí que en los días de Pablo
existían las doce tribus, y que confiaban en la esperanza del cumplimiento de
la promesa que Dios había hecho a los padres.
Además,
el apóstol Santiago dirigió su epístola “a las doce
tribus que están en la dispersión” (Sant 1:1).
Disponemos
de evidencia suficiente de que ninguna tribu de Israel se perdió más que alguna
otra. Hoy está borrada toda distinción tribal, y ningún judío puede decir a
cuál de las doce tribus pertenece, de forma que en ese sentido, no meramente
diez, sino todas las tribus están perdidas, aunque todas ellas están
representadas en el pueblo judío esparcido por la tierra. Dios, no obstante,
lleva el recuento, y en el mundo venidero pondrá a cada uno en su lugar
correspondiente, ya que la ciudad que Abraham esperó, la capital de la herencia
que se le prometió a él y a su descendencia, la Nueva Jerusalén, tiene doce
puertas, y sobre ellas “nombres inscritos, que son
los de las doce tribus de los hijos de Israel” (Apoc 21:12).
¿A quién considera el Señor un israelita?
Los
últimos dos textos sugieren otro hecho: la distribución por tribus que Dios
hace, no es la que hace el hombre. “El hombre mira
lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 Sam
16:7), y “no es judío el que lo es
exteriormente... sino que es judío el que lo es en lo interior, y la
circuncisión es la del corazón” (Rom 2:28-29). Todos los salvos
entrarán “por las puertas en la ciudad” (Apoc
22:14), pero cada una de esas puertas tiene inscrito el nombre de una de
las doce tribus, mostrando que son los salvos los que componen esas doce tribus
de Israel. Eso es también evidente por el hecho de que “Israel” significa
vencedor. La epístola de Santiago va dirigida a las doce tribus, sin embargo,
no hay un solo cristiano que no sepa que la instrucción y promesas de esa
epístola es para él.
Y
eso nos lleva al hecho de que en realidad todas las tribus se han perdido, “por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria
de Dios” (Rom 3:23). “Todos nosotros
nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová
cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isa 53:6); por lo
tanto, cuando vino el Señor Jesús, dijo: “El Hijo
del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas
19:10). Declaró haber sido enviado “a las
ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mat 15:24) en el preciso
instante en que se disponía a ministrar una bendición a una pobre y despreciada
mujer cananea, descendiente de aquellos paganos que habitaban la tierra
antes de los días de Josué.
Hemos
“encontrado” por fin a las tribus perdidas de Israel. No sólo se perdieron
diez, sino todas y cada una de ellas; tan completamente se perdieron, que su
única esperanza de salvación radica en la muerte y resurrección de Cristo. Es
en esa condición en la que nosotros nos encontramos; por lo tanto, podemos leer
con deleite aquello que nos pertenece: las promesas referentes a la reunión de
Israel, que será nuestro objeto de estudio en el próximo y último capítulo.
El Pacto Eterno: las promesas de
Dios
La reunión de Israel
The Present Truth, 27 mayo 1897
(índice)
Consumación del pacto eterno
“Conocidas son a Dios desde el siglo todas sus obras”
(Hechos 15:18).
“Y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado. A
este, ciertamente, es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la
restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos
profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:20-21).
“De este dan testimonio todos los profetas” (Hechos
10:43).
La
reunión final del pueblo de Dios y su establecimiento en la tierra restaurada
ha venido siendo el tema de los profetas desde la misma caída, en consecuencia
dieron todos testimonio de que los que creen en Cristo obtendrán remisión de
los pecados, ya que es solamente por la remisión de los pecados como tiene
lugar la reunión y la restauración. Examinemos, pues, algunas de las profecías
que hablan de estas cosas, a modo de representación de todas las demás.
Comenzamos por el capítulo once de Isaías.
“Saldrá una vara del tronco de Isaí; un vástago retoñará
de sus raíces y reposará sobre él el espíritu de Jehová: espíritu de sabiduría
y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y
de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en el temor de Jehová. No
juzgará según la vista de sus ojos ni resolverá por lo que oigan sus oídos,
sino que juzgará con justicia a los pobres y resolverá con equidad a favor de
los mansos de la tierra. Herirá la tierra con la vara de su boca y con el
espíritu de sus labios matará al impío” (v. 1-4; compáralo con 2
Tes 2:8).
“Será la justicia cinto de sus caderas, y la fidelidad
ceñirá su cintura. Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito
se acostará; el becerro, el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un
niño los pastoreará. La vaca pacerá junto a la osa, sus crías se recostarán
juntas; y el león, como el buey, comerá paja. El niño de pecho jugará sobre la
cueva de la cobra; el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la
víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte, porque la tierra será
llena del conocimiento de Jehová como las aguas cubren el mar” (v. 5-9).
Un resumen de la historia del evangelio
Tenemos
aquí un bosquejo de la historia del evangelio en su globalidad, incluyendo el
borramiento del pecado y de los pecadores, y el establecimiento de los justos
en la tierra renovada, en el tiempo en que “los
mansos heredarán la tierra y se recrearán con abundancia de paz” (Sal
37:11, ver también v. 9-10).
Habiendo
proporcionado toda la historia en el fragmento que hemos leído, el profeta
entra ahora en mayores detalles. Regresando al punto en el que comenzó, procede
así:
“Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual
estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su
habitación será gloriosa. Asimismo, acontecerá en aquel tiempo que Jehová
alzará otra vez su mano para recobrar el resto de su pueblo que aún quede en
Asiria, Egipto, Patros, Etiopía, Elam, Sinar y Hamat, y en las costas del mar.
Levantará pendón a las naciones, juntará a los desterrados de Israel y desde
los cuatro confines de la tierra reunirá a los esparcidos de Judá” (v. 10-12).
También
en Mateo 24:31 leemos acerca de esa reunión de los elegidos desde los
cuatro ángulos de la tierra. El poder mediante el cual ha de tener lugar esa
reunión no será menor que el desplegado cuando el Señor puso su mano la primera
vez para reunir a su pueblo, ya que leemos:
“Habrá camino para el resto de su pueblo, el que quedó de
Asiria, de la manera que lo hubo para Israel el día que subió de la tierra de
Egipto” (Isa 11:16).
“¡Ved aquí al Dios vuestro!”
Leemos
también acerca de esa reunión en el capítulo 40 de Isaías. La predicación del
evangelio, incluyendo el perdón de los pecados, la dádiva del Consolador, el
Espíritu Santo, el establecimiento de Dios como el único poder en el universo,
el Creador y Sustentador, y el anuncio de la venida del Señor en gloria, todo
lo encontramos ahí. Entonces, en el mensaje “¡Ved
aquí al Dios vuestro!” leemos:
“He aquí que Jehová el Señor vendrá con poder, y su brazo
dominará; he aquí que su recompensa viene con él y su paga delante de su rostro
(compáralo con Apoc
22:12). Como pastor apacentará su
rebaño. En su brazo llevará los corderos, junto a su pecho los llevará; y
pastoreará con ternura a las recién paridas” (Isa 40:10-11).
Hemos
leído con anterioridad acerca de la reunión de las ovejas perdidas de la casa
de Israel en un sólo rebaño, de forma que “habrá un
rebaño y un pastor” (Juan 10:16). Vemos aquí que esa reunión se
inicia mediante la predicación del evangelio, y sólo resulta completada al
venir el Señor en gloria con sus ángeles; y la gloria y el poder de la venida
del Señor son la gloria y el poder que han de acompañar la predicación del
evangelio.
Las ovejas perdidas bajo la apostasía
En
los versículos que siguen leemos acerca de la condición de las ovejas perdidas
de la casa de Israel, y acerca de cómo los pastores infieles esparcen las
ovejas en lugar de reunirlas:
“Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel;
profetiza y di a los pastores: Así ha dicho Jehová, el Señor: ¡Ay de los
pastores de Israel, que se apacientan a sí mismos! ¿Acaso los pastores no
apacientan a los rebaños? Os alimentáis con la leche de las ovejas, os vestís
con su lana y degolláis a la engordada, pero no las apacentáis. No
fortalecisteis a las débiles ni curasteis a la enferma; no vendasteis la
perniquebrada ni volvisteis al redil a la descarriada ni buscasteis a la
perdida, sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y con violencia.
Andan errantes por falta de pastor y son presa de todas las fieras del campo.
¡Se han dispersado! Han andado perdidas mis ovejas por todos los montes y en
todo collado alto. Por toda la faz de la tierra fueron esparcidas mis ovejas y
no hubo quien las buscara ni quien preguntara por ellas”.
“Por tanto, pastores, oíd palabra de Jehová: Vivo yo, ha
dicho Jehová, el Señor, que por cuanto mi rebaño fue expuesto al robo, y mis
ovejas fueron para ser presa de todas las fieras del campo, sin pastor; ni mis
pastores buscaron a mis ovejas, sino que los pastores se apacentaron a sí
mismos y no apacentaron a mis ovejas; por eso, pastores, oíd palabra de Jehová:
Así ha dicho Jehová, el Señor: ¡Yo estoy contra los pastores y demandaré mis
ovejas de su mano! Haré que dejen de apacentar mis ovejas, y ya no se
apacentarán más los pastores a sí mismos, pues yo libraré a mis ovejas de sus
bocas y no les serán más por comida. Porque así ha dicho Jehová, el Señor: Yo,
yo mismo, iré a buscar mis ovejas y las reconoceré. Como reconoce su rebaño el
pastor el día que está en medio de sus ovejas esparcidas, así reconoceré yo a
mis ovejas y las libraré de todos los lugares en que fueron esparcidas el día
del nublado y de la oscuridad. Yo las sacaré de los pueblos y las juntaré de
los países; las traeré a su propio país y las apacentaré en los montes de
Israel, por las riberas y en todos los lugares habitados del país”
(compáralo con Rom 4:18).
“Yo levantaré sobre ellas a un pastor que las apaciente:
mi siervo David. Él las apacentará, pues será su pastor. Yo, Jehová, seré el
Dios de ellos, y mi siervo David, en medio de ellos, será su gobernante. Yo,
Jehová, he hablado. Estableceré con ellos un pacto de paz, y quitaré de la
tierra las fieras (compara con Isa 11:6-9); habitarán en el desierto con seguridad y dormirán en los bosques. Y
daré bendición a ellos y a los alrededores de mi collado, y haré descender la
lluvia en su tiempo: lluvias de bendición serán. El árbol del campo dará su
fruto y la tierra dará su fruto. Estarán en su tierra con seguridad, y sabrán
que yo soy Jehová, cuando rompa las coyundas de su yugo y los libre de mano de
los que se sirven de ellos. No serán más por presa de las naciones ni las
fieras del país las devorarán, sino que habitarán con seguridad y no habrá
quien las espante” (Eze 34:1-13 y 23-28).
Reunidos por la resurrección
El
capítulo 37 de Ezequiel nos informa exactamente de cómo ha de
tener lugar esa reunión final:
“La mano de Jehová vino sobre mí, me llevó en el espíritu
de Jehová y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Me hizo
pasar cerca de ellos, a su alrededor, y vi que eran muchísimos sobre la faz del
campo y, por cierto, secos en gran manera. Y me dijo: —Hijo de hombre, ¿vivirán
estos huesos? Yo le respondí: —Señor, Jehová, tú lo sabes. Me dijo entonces: —Profetiza
sobre estos huesos, y diles: ¡Huesos secos, oíd palabra de Jehová!
(compara con Juan 5:25-29) Así ha dicho
Jehová, el Señor, a estos huesos: Yo hago entrar espíritu en vosotros, y
viviréis. Pondré tendones en vosotros, haré que la carne suba sobre vosotros,
os cubriré de piel y pondré en vosotros espíritu, y viviréis. Y sabréis que yo
soy Jehová. Profeticé, pues, como me fue mandado; y mientras yo profetizaba se
oyó un estruendo, hubo un temblor ¡y los huesos se juntaron, cada hueso con su
hueso! Yo miré, y los tendones sobre ellos, y subió la carne y quedaron
cubiertos por la piel; pero no había en ellos espíritu. Me dijo: Profetiza al
espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu que así ha dicho Jehová,
el Señor: ¡Espíritu, ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos muertos, y
vivirán! Profeticé como me había mandado, y entró espíritu en ellos, y vivieron
y se pusieron en pie. ¡Era un ejército grande en extremo! Luego me dijo: Hijo
de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel. Ellos dicen: Nuestros
huesos se secaron y pereció nuestra esperanza. ¡Estamos totalmente destruidos!
Por tanto, profetiza, y diles que así ha dicho Jehová, el Señor: Yo abro
vuestros sepulcros, pueblo mío; os haré subir de vuestras sepulturas y os
traeré a la tierra de Israel. Y sabréis que yo soy Jehová, cuando abra vuestros
sepulcros y os saque de vuestras sepulturas, pueblo mío. Pondré mi espíritu en
vosotros y viviréis, y os estableceré en vuestra tierra. Y sabréis que yo,
Jehová, lo dije y lo hice, dice Jehová” (v. 1-14).
Toda la casa de Israel
Vemos
por lo tanto que la promesa del Señor a David, de que señalaría un lugar para
su pueblo Israel y los plantaría de forma que pudieran morar en un lugar de su
propiedad para no ser ya nunca más movidos ni afligidos (2 Sam 7:10) ha
de hallar cumplimiento mediante la resurrección de los muertos. Y esa reunión
de Israel, la única que jamás se haya prometido —y basta con ella— abarca a
todos los fieles de todas las edades; pues cuando el Señor hable, “todos los que están en los sepulcros oirán su voz”
(Juan 5:28).
Hemos
visto que esa reunión ha de ser la de toda la casa de Israel. Los versículos
que siguen muestran que por entonces no habrá división alguna en el reino, sino
que “habrá un rebaño y un pastor” (Juan
10:16):
“Vino a mí palabra de Jehová, diciendo: Hijo de hombre,
toma ahora un leño y escribe en él: Para Judá y para sus compañeros los hijos
de Israel. Toma después otro leño y escribe en él: Para José, leño de Efraín, y
para sus compañeros la casa toda de Israel. Júntalos luego el uno con el otro,
para que sean uno solo, y serán uno solo en tu mano. Y cuando te pregunten los
hijos de tu pueblo, diciendo: ¿No nos enseñarás qué te propones con eso?,
diles: Así ha dicho Jehová, el Señor: Yo tomo el leño de José que está en la
mano de Efraín, y a las tribus de Israel sus compañeros, y los pondré con el
leño de Judá; haré de ellos un solo leño, y serán uno en mi mano. Y los leños
sobre los que escribas estarán en tu mano delante de sus ojos, y les dirás: Así
ha dicho Jehová, el Señor: Yo tomo a los hijos de Israel de entre las naciones
a las cuales fueron; los recogeré de todas partes y los traeré a su tierra.
Haré de ellos una sola nación en la tierra, en los montes de Israel, y un mismo
rey será el rey de todos ellos. Nunca más estarán divididos en dos reinos. No
se contaminarán ya más con sus ídolos, con sus abominaciones y con todas sus
rebeliones. Los salvaré de todas sus rebeliones con las cuales pecaron, y los
purificaré. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Mi siervo David será rey
sobre ellos, y todos ellos tendrán un solo pastor; andarán en mis preceptos, y
guardarán mis estatutos y los pondrán por obra. Habitarán en la tierra que di a
mi siervo Jacob, en la cual habitaron vuestros padres. En ella habitarán ellos,
sus hijos y los hijos de sus hijos para siempre; y mi siervo David los
gobernará para siempre” (Eze 37:15-25).
Observa
ahora con atención lo que sigue:
“Haré con ellos un pacto de paz; un pacto perpetuo será
con ellos. Yo los estableceré y los multiplicaré, y pondré mi santuario entre
ellos para siempre. Estará en medio de ellos mi tabernáculo; yo seré el Dios de
ellos y ellos serán mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo, Jehová, santifico
a Israel, pues mi santuario estará en medio de ellos para siempre” (v. 26-28).
Juicio de Dios sobre todas las naciones
Que
la liberación de Israel no se trata de un mero asunto local, lo demuestra la
sentencia del juicio a Babilonia en el capítulo 25 de Jeremías. Era al final de
los setenta años de cautividad cuando Dios dispuso aplicar ese castigo a
Babilonia; pero como ya hemos visto, Israel no estaba por entonces preparada
para ser reunida. Desde entonces hasta el día de hoy, muchos de entre el pueblo
de Dios se han encontrado en Babilonia, de forma que en estos últimos días —tanto
como entonces— viene la palabra:
“¡Salid de en medio de ella, pueblo mío!” (Jer
51:45; Apoc 18:4).
No
obstante, Dios comenzó el castigo de Babilonia en aquel tiempo, y los
siguientes versículos mostrarán cómo las promesas hechas a Israel y las
amenazas de castigo a sus opresores se refieren a toda la tierra:
“Así me dijo Jehová, Dios de Israel: Toma de mi mano la
copa del vino de este furor y haz que beban de ella todas las naciones a las
cuales yo te envío (compara con Sal 75:8 y Apoc 14:9-10). Beberán, temblarán y enloquecerán a causa de la espada
que yo envío entre ellas. Yo tomé la copa de la mano de Jehová y di de beber a
todas las naciones a las cuales me envió Jehová: a Jerusalén, a las ciudades de
Judá, a sus reyes y a sus príncipes, para convertirlos en ruinas, en espanto,
en burla y en maldición como hasta hoy; al faraón, rey de Egipto, a sus
servidores, a sus príncipes y a todo su pueblo; y a todo el conjunto de
naciones... a todos los reyes del norte, los de cerca y los de lejos, a los
unos y a los otros, y a todos los reinos del mundo que están sobre la faz de la
tierra. Y el rey de Babilonia beberá después de ellos. Les dirás, pues: Así ha
dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: ¡Bebed, embriagaos y vomitad;
caed y no os levantéis, a causa de la espada que yo envío entre vosotros! Y si
no quieren tomar la copa de tu mano para beber, tú les dirás: Así ha dicho
Jehová de los ejércitos: Tenéis que beberla, porque yo comienzo a causarle mal
a la ciudad en la cual es invocado mi nombre, ¿y vosotros seréis absueltos? ¡No
seréis absueltos, porque espada traigo sobre todos los habitantes de la
tierra!, dice Jehová de los ejércitos. Tú, pues, profetizarás contra ellos
todas estas palabras. Les dirás: Jehová ruge desde lo alto, y desde su morada
santa da su voz; ruge fuertemente contra su redil; canción de lagareros canta
contra todos los moradores de la tierra. Llega el estruendo hasta el fin de la
tierra, porque Jehová está en pleito contra las naciones; él es el juez de todo
mortal y entregará a los impíos a la espada, dice Jehová. Así ha dicho Jehová
de los ejércitos: Ciertamente el mal irá de nación en nación, y una gran
tempestad se levantará desde los extremos de la tierra. Yacerán los muertos de
Jehová en aquel día desde un extremo de la tierra hasta el otro; no se hará
lamentación, ni se recogerán ni serán enterrados, sino que como estiércol
quedarán sobre la faz de la tierra. ¡Aullad, pastores! ¡Gritad! ¡Revolcaos en
el polvo, mayorales del rebaño!, porque se han cumplido vuestros días para que
seáis degollados y esparcidos. Caeréis como vaso precioso. Se acabará el asilo
para los pastores, y no escaparán los mayorales del rebaño. ¡Voz de la gritería
de los pastores, y aullido de los mayorales del rebaño!, porque Jehová asoló
sus pastizales” (Jer 25:15-36).
El tiempo de la liberación
Observa
que es en el tiempo del castigo de los falsos pastores —como está profetizado
en Ezequiel 34— cuando Israel ha de ser reunido, y cuando se ha de
consumar con él un pacto de paz. En cuanto a la naturaleza de ese pacto, así
como el tiempo en el que se lo hace, disponemos de la más clara información en
el libro de Jeremías, especialmente si lo leemos relacionándolo con las
escrituras ya mencionadas. Bastará un breve extracto de dos capítulos para
completar la historia en lo concerniente al estudio que nos ocupa. Comenzamos
en el capítulo 30:
“Palabra de Jehová que vino a Jeremías, diciendo: Así
habló Jehová, Dios de Israel: Escribe en un libro todas las palabras que te he
hablado. Porque vienen días, dice Jehová, en que haré volver a los cautivos de
mi pueblo de Israel y de Judá, ha dicho Jehová, y los traeré a la tierra que di
a sus padres, y la disfrutarán” (v. 1-3).
Estamos
en un terreno que nos es familiar. Esos versículos marcan el tiempo en el que
sucederán las cosas predichas: cuando Dios reúna su pueblo en su propia tierra.
Sigue así:
“Estas, pues, son las palabras que habló Jehová acerca de
Israel y de Judá. Así ha dicho Jehová: ¡Hemos oído gritos de terror y espanto!
¡No hay paz! ¡Inquirid ahora, considerad si un varón da a luz!, porque he visto
que todos los hombres tenían las manos sobre sus caderas como la mujer que está
de parto, y que se han puesto pálidos todos los rostros. ¡Ah, cuán grande es
aquel día! Tanto, que no hay otro semejante a él. Es un tiempo de angustia para
Jacob, pero de ella será librado. Aquel día, dice Jehová de los ejércitos, yo
quebraré el yugo de su cuello y romperé sus coyundas, y extranjeros no volverán
a ponerlo en servidumbre, sino que servirán a Jehová, su Dios, y a David, su
rey, a quien yo les levantaré” (v. 4-9).
Compáralo
con Daniel 12:1:
“En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que
está de parte de los hijos de tu pueblo. Será tiempo de angustia, cual nunca
fue desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo será libertado tu
pueblo, todos los que se hallen inscritos en el libro”.
Aunque
el pueblo de Dios ha de resultar liberado en el tiempo de angustia que precede
inmediatamente a la venida del Señor, de forma que no les alcance ningún mal ni
caiga sobre ellos plaga alguna (Sal 91), no obstante, es imposible que
miren y vean la recompensa de los impíos sin quedar ellos mismos sobrecogidos y
atemorizados, pues lo que ocurrirá cuando Dios se levante no será un suceso
banal. Por lo tanto, leemos:
“Tú, pues, siervo mío Jacob, no temas, dice Jehová; no te
atemorices, Israel, porque he aquí que yo soy el que te salvo de lejos, a ti y
a tu descendencia, de la tierra de tu cautiverio. Jacob volverá, descansará y
vivirá tranquilo, y no habrá quien lo espante. Porque yo estoy contigo para
salvarte, dice Jehová, y destruiré a todas las naciones entre las cuales te
esparcí. Pero a ti no te destruiré, aunque te castigaré con justicia: de
ninguna manera te dejaré sin castigo” (Jer 30:10-11).
“Así ha dicho Jehová: He aquí yo hago volver a los
cautivos de las tiendas de Jacob, y de sus tiendas tendré misericordia; la
ciudad será edificada sobre su colina, y el palacio será asentado en su lugar.
Saldrá de ellos acción de gracias y voz de nación que está en regocijo. Los
multiplicaré y no serán disminuidos; los multiplicaré y no serán menoscabados.
Serán sus hijos como antes, y su congregación delante de mí será confirmada. Yo
castigaré a todos sus opresores. De ella saldrá su soberano, y de en medio de
ella saldrá su gobernante. Lo haré acercarse y él se acercará a mí, porque
¿quién es aquel que se atreve a acercarse a mí?, dice Jehová. Entonces vosotros
seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios. La tempestad de Jehová sale con furor;
la tempestad que se prepara se cierne sobre la cabeza de los impíos. No se
calmará el ardor de la ira de Jehová hasta que haya hecho y cumplido los
pensamientos de su corazón. ¡Al final de los días entenderéis esto!” (v.
18-24).
Rescatados del sepulcro
“En aquel tiempo, dice Jehová, yo seré el Dios de todas
las familias de Israel y ellas serán mi pueblo. Así ha dicho Jehová: El pueblo
que escapó de la espada halló gracia en el desierto, cuando Israel iba en busca
de reposo. Jehová se me manifestó hace ya mucho tiempo, diciendo: Con amor
eterno te he amado; por eso, te prolongué mi misericordia” (Jer
31:1-3).
“¡Oíd palabra de Jehová, naciones, y hacedlo saber en las
costas que están lejos! Decid: El que dispersó a Israel, lo reunirá y lo
guardará, como el pastor a su rebaño, porque Jehová redimió a Jacob, lo redimió
de la mano del más fuerte que él. Vendrán con gritos de gozo a lo alto de Sión
y correrán a los bienes de Jehová: al pan, al vino, al aceite y al ganado de
ovejas y de vacas. Su vida será como un huerto de riego y nunca más tendrán
dolor alguno” (v. 10-12).
“Así ha dicho Jehová: Voz fue oída en Ramá, llanto y lloro
amargo: es Raquel que llora por sus hijos, y no quiso ser consolada acerca de
sus hijos, porque perecieron. Así ha dicho Jehová: Reprime del llanto tu voz y
de las lágrimas tus ojos, porque salario hay para tu trabajo, dice Jehová.
Volverán de la tierra del enemigo. Esperanza hay también para tu porvenir, dice
Jehová, y los hijos volverán a su propia tierra” (v. 15-17).
Tenemos
aquí otra guía segura en lo que respecta a dónde estamos, o más bien en cuanto
al tiempo al que se refiere la profecía. Sabemos que esa profecía fue
parcialmente cumplida cuando Herodes asesinó a los bebés de Jerusalén (Mat
2:16-18). Pero el Señor dice a los que están en duelo, que quienes
perecieron volverán de tierra del enemigo (ver 1 Cor 15:26) a su propio
territorio. Vemos, por lo tanto, una vez más, que es sólo mediante la
resurrección de los muertos como puede ser revertida la cautividad de Israel,
siendo así reunidos en su propia tierra; y observamos que el tiempo al que se
está refiriendo Jeremías es justamente el tiempo en el que Dios levanta la
cautividad de su pueblo. Por lo tanto, en referencia a ese mismo período de
tiempo, el profeta continúa diciendo:
“Vienen días, dice Jehová, en que sembraré la casa de
Israel y la casa de Judá de simiente de hombre y de simiente de animal. Y así
como tuve cuidado de ellos para arrancar y derribar, para trastornar, perder y
afligir, tendré cuidado de ellos para edificar y plantar, dice Jehová. En
aquellos días no dirán más: Los padres comieron las uvas agrias y a los hijos
les da dentera, sino que cada cual morirá por su propia maldad; a todo aquel
que coma uvas agrias le dará dentera” (v. 27-30).
El nuevo pacto
No
puede haber duda alguna en cuanto al tiempo al que se está refiriendo; es el
tiempo del castigo de los malvados y de la recompensa de los justos; el tiempo
en el que el pueblo de Dios ha de ser librado para siempre de toda maldad y
opresión, y ser establecido en la tierra para poseerla por toda la eternidad en
paz y justicia. Así, hablando aún de ese mismo tiempo, el profeta declara:
“Vienen días, dice Jehová, en los cuales haré un nuevo
pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice
con sus padres el día en que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto;
porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice
Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de
aquellos días, dice Jehová: Pondré mi ley en su mente y la escribiré en su
corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no enseñará más ninguno a
su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová, porque todos me
conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová.
Porque perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado. Así ha
dicho Jehová, que da el sol para luz del día, las leyes de las estrellas para
luz de la noche, que agita el mar y braman sus olas; Jehová de los ejércitos es
su nombre: Si llegaran a faltar estas leyes delante de mí, dice Jehová, también
faltaría la descendencia de Israel, y dejaría de ser para siempre una nación
delante de mí. Así ha dicho Jehová: Si se pudieran medir los cielos arriba y
explorar abajo los fundamentos de la tierra, también yo desecharía toda la
descendencia de Israel por todo lo que hicieron, dice Jehová” (Jer
31:33-37).
Tenemos
aquí la conclusión de todo el asunto. Con el establecimiento del nuevo pacto se
pone fin a los días de exilio y esclavitud, y el pueblo de Dios mora ante su
presencia descubierta por siempre jamás. Ese pacto está aún en espera de
cumplimiento; no obstante, mediante una fe viva es posible gozar hoy de todas
sus bendiciones, puesto que el poder de la resurrección mediante el cual el
pueblo de Dios se establece finalmente en su propia tierra es el mismo poder
mediante el cual son preparados para ese glorioso día.
El viejo y el nuevo pacto
En
nuestro estudio de las promesas hechas a Israel hemos visto ya por qué y bajo
qué circunstancias fue hecho el viejo pacto estando Israel al pie del Sinaí. Se
lo denomina primer pacto, viejo o antiguo pacto, no por la
inexistencia de un pacto que lo preceda, sino porque fue el primero que se hizo
“con la casa de Israel y la casa de Judá”,
con toda la casa de Israel como tal. El pacto con Abraham fue hecho más de
cuatrocientos cincuenta años antes, y abarcaba todo aquello que Dios pueda
otorgar a cualquier persona. Es por virtud de ese pacto hecho con Abraham y
confirmado por el juramento de Dios, por el que ahora acudimos confiadamente al
trono de la gracia, encontrando un fortísimo consuelo en todas nuestras pruebas
(Heb 6:13-20). Todos los que tienen fe —los fieles— son hijos de
Abraham.
Pero
el Israel de antiguo se demostró infiel y olvidó o despreció el pacto eterno
hecho con Abraham. Quisieron andar por vista y no por fe. Confiaron en ellos
mismos más bien que en Dios. En la prueba, Dios les recordó su pacto con
Abraham, y a fin de ayudar la fe de ellos en el poder de la promesa que él
había hecho a Abraham, les hizo memoria de lo que ya había hecho por ellos.
Pero presuntuosamente tomaron sobre ellos mismos la responsabilidad de su
propia salvación y entraron en un pacto del que nada podía obtenerse, excepto
esclavitud y muerte. Dios, no obstante, quien permanece fiel a pesar de la
incredulidad del hombre, utilizó incluso eso como una gran lección. A partir de
la “sombra” podrían aprender acerca de la realidad; hasta su propia esclavitud
habría de contener una profecía y promesa de libertad.
¿Cuándo se entrará en el nuevo pacto?
Dios
no deja a su pueblo en el lugar en el que su propia locura lo situó, y de
acuerdo con eso le prometió un nuevo pacto. No es que faltase nada en el pacto
hecho con Abraham, sino que haría ese mismo pacto con el pueblo de Israel como
nación. Esa promesa del nuevo pacto sigue siendo válida, pues mediante el
juramento de Dios y mediante el sacrificio de sí mismo, Jesús “es hecho fiador de un mejor pacto” (Heb 7:22).
Tan ciertamente como que Cristo murió y resucitó, por el poder de esa muerte y
resurrección todo Israel será reunido, y el pacto nuevo y eterno será
establecido junto con ellos: la nación justa que guarda la verdad. El pacto no
será hecho con ningún otro fuera de Israel; sin embargo, nadie tiene por qué
quedar excluido, pues todo el que quiera puede participar.
Cuando
se hizo el primer pacto con todo Israel, Dios vino con todos sus ángeles; sonó
la trompeta de Dios y su voz sacudió la tierra al ser pronunciada la ley. Así,
cuando sea consumado el nuevo pacto, todo Israel estará presente —no habrá
nadie que no haya sido reunido— y “vendrá nuestro
Dios y no callará” (Sal 50:3). “El
Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá
del cielo” (1 Tes 4:16), “en la
gloria de su Padre”, “y todos los santos
ángeles con él” (Mat 16:27; 25:31). Su voz conmovió una
vez la tierra, pero ahora conmoverá, no sólo la tierra, sino también el cielo.
De esa forma todo el universo será participante en esa gran consumación, y el
Israel de Dios resultará unido a “toda la familia
en los cielos” (Efe 3:15). Mediante la cruz de Cristo, “por la sangre del pacto eterno” (Heb 13:20),
queda establecido el trono de Dios; y aquello que salva a los que se
perdieron en la tierra, es prenda y garantía de seguridad eterna para los seres
que nunca cayeron.
Restauración del señorío primero
Concluyendo,
hay que señalar esta lección: que el nuevo pacto no trae nada nuevo, excepto la
tierra nueva; y eso es lo que fue desde el principio. Los seres humanos de los
que está formada habrán sido ya hechos nuevos en Cristo. Se restaurará “el señorío primero” (Miq 4:8). Por lo
tanto, nadie piense en excusarse de guardar los mandamientos de Dios aduciendo
que está bajo el nuevo pacto. No: si está en Cristo, entonces está en —no bajo—
el pacto hecho con Abraham, y como hijo de Abraham y coheredero con Cristo,
tiene esperanza en el nuevo pacto del que Cristo es fiador. Quien no se
reconoce como formando parte de la generación de Abraham, Isaac y Jacob, y en
compañía de Moisés, David y los profetas, no tiene derecho alguno a la
esperanza del nuevo pacto. Y todo el que se goza en las promesas del nuevo
pacto, en las bendiciones que el Espíritu Santo hace una realidad ya ahora, ha
de recordar que es en virtud del nuevo pacto como la ley es puesta en nuestros
corazones. El viejo pacto no llevó a nadie a la obediencia a esa ley, pero el
nuevo lo hace de forma universal, haciendo que la tierra sea llena del
conocimiento del Señor, como las aguas llenan el mar. Por lo tanto, “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Cor
9:15).
“Porque de él, por él y para él son todas las cosas. A él
sea la gloria por los siglos. Amén” (Rom 11:36).
(índice)