Capítulo 32

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
Las promesas a Israel

The Present Truth, 10 diciembre, 1896


Los pactos de la promesa

"Acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne. En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Efe. 2:11 y 12).

Una idea muy extendida es la de que Dios tiene un pacto con los judíos y otro con los gentiles; que hubo un tiempo cuando el pacto con los judíos excluía totalmente a los gentiles, pero que ahora se ha hecho otro pacto que concierne principalmente, si no de forma exclusiva, a los gentiles; en definitiva, que los judíos están, o estaban bajo el viejo pacto, mientras que los gentiles lo están bajo el nuevo. Los versículos precedentes demuestran que esa idea es un gran error de principio a final.

De hecho, los gentiles como tales, no tienen parte alguna en los pactos de la promesa de Dios. El ‘sí’ está en Cristo. "Porque todas las promesas de Dios son en él ‘sí’, y en él ‘Amén’, por medio de nosotros, para la gloria de Dios" (2 Cor. 1:20). Los gentiles son los que están sin Cristo, por lo tanto son "ajenos a los pactos de la promesa". Ningún gentil tiene parte alguna en ningún pacto de la promesa. Pero todo el que quiera puede acudir a Cristo, y ser participante de las promesas, ya que Cristo dice: "al que a mí viene, no lo echo fuera" (Juan 6:37). Ahora bien, cuando el gentil hace así, sea cual sea su nacionalidad, deja de ser un gentil y viene a ser un miembro "de la ciudadanía de Israel".

Es preciso observar que el judío según la acepción común del término, es decir, el miembro de la nación judía como tal -nación que rechazó a Cristo-, no tiene más parte en las promesas de Dios, o en los pactos de la promesa, que si fuera gentil. Eso es lo mismo que decir que nadie tiene parte en las promesas, excepto quien las acepta. Cualquiera que esté "sin Cristo", llámese judío o gentil, está también "sin esperanza y sin Dios en el mundo", y es ajeno a los pactos de la promesa, y a la ciudadanía de Israel. Así lo afirma el texto introductorio. Uno debe estar en Cristo a fin de participar en los beneficios de "los pactos de la promesa", y de "la ciudadanía de Israel". Ser "un verdadero israelita" (Juan 1:47), por lo tanto, es sencillamente ser un cristiano. Eso es tan cierto de quienes vivían en tiempos de Moisés o en los de Pablo, como en los que viven hoy.

Alguien se preguntará posiblemente: ‘Y ¿qué hay del pacto hecho en el Sinaí? ¿Está sugiriendo que fue el mismo pacto bajo el que viven los cristianos?, ¿que era tan bueno como el segundo?, ¿no leemos acaso que tenía "defecto"? Si era defectuoso, ¿cómo podrían venir por su medio la vida y la salvación?’

Son muy buenas preguntas, y tienen todas ellas fácil respuesta. Es un hecho innegable que en el Sinaí abundó la gracia –"la gracia de Dios que trae salvación (Tito 2:11)"-, dado que Cristo estuvo allí en toda su plenitud de gracia y verdad. La gracia y la verdad se besaron allí, y la justicia y la paz fluyeron como un río. Pero no fue en virtud del pacto hecho en Sinaí, como estuvieron allí la gracia y la paz. Ese pacto no trajo nada al pueblo, si bien estaba todo allí para que pudieran disfrutarlo.

El valor comparativo de los dos pactos que guardan la relación mutua de "primero" y "segundo", "viejo" y "nuevo" se presenta en esos términos en el libro de Hebreos, que describe a Cristo como al Sumo Sacerdote, y contrasta su sacerdocio con el de los hombres. Aquí se enumeran algunos de los puntos de superioridad de nuestro gran Sumo Sacerdote, por comparación con los sacerdotes terrenales:

1. "Los otros ciertamente sin juramento fueron hechos sacerdotes; pero este, con el juramento del que le dijo: ‘Juró el Señor y no se arrepentirá: tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec’" (Heb. 7:21).

2. Eran sacerdotes durante un período breve, "debido a que por la muerte no podían continuar" (Heb. 7:23), haciendo necesaria su continua sucesión. Pero Cristo, "por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable". Los sacerdotes terrenales ejercían su sacerdocio por tanto tiempo como vivían, pero su vida era breve. También Cristo continúa su sacerdocio mientras viva, pero él "permanece para siempre".

3. Los sacerdotes levíticos eran constituidos "conforme a la ley meramente humana" (Heb. 7:16). Su sacerdocio era sólo externo, en la carne. Podían tratar con el pecado solamente en su manifestación exterior, lo que es menos que nada. Pero Cristo es Sumo Sacerdote "según el poder de una vida indestructible" (Heb. 7:16), una vida capaz de salvar eternamente. Cristo ministra la ley en el Espíritu.

4. Eran ministros de un santuario meramente terrenal, construido por el hombre. Cristo "se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Él es ministro del santuario y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor y no el hombre".

5. Se trataba de hombres pecadores, como demostraba su mortalidad. Por contraste, Cristo "fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos" (Rom. 1:4), de forma que es "santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos" (Heb. 7:26).

"Por tanto, Jesús es hecho fiador de un mejor pacto" (*) (Heb. 7:22). El pacto del que Cristo es ministro es tanto mejor que aquel del que los sacerdotes levíticos eran ministros, siendo que el ministerio de estos surgió solamente tras el pacto hecho en Sinaí. Eso equivale a decir que el pacto en el que Cristo ministra como Sumo Sacerdote es mucho mejor que el pacto que vine desde el Sinaí, en la medida en que Cristo es superior al hombre, el cielo superior a la tierra, y el santuario celestial superior al terrenal. En la medida en que las obras de Dios son mejores que las obras de la carne, "la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús" (Rom. 8:2) es mejor que "la ley meramente humana" (Heb. 7:16), la vida eterna es mejor que esta otra descrita como "neblina que se aparece por un poco de tiempo y luego se desvanece" (Sant. 4:14), y el juramento divino es mejor que la palabra del hombre.

La diferencia

Y ahora podemos leer en qué consiste esa gran diferencia: "Pero ahora tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas. Si aquel primer pacto hubiera sido sin defecto, ciertamente no se habría procurado lugar para el segundo, pues reprendiéndolos dice: ‘Vienen días –dice el Señor- en que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto. No como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto. Como ellos no permanecieron en mi pacto, yo me desentendí de ellos –dice el Señor-. Por lo cual, este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días –dice el Señor-: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios y ellos me serán a mí por pueblo. Ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: ‘Conoce al Señor’, porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos, porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados ni de sus maldades’" (Heb. 8:6-12).

Ninguno de estos hechos prominentes escapará a la atención del lector aplicado:

1. Ambos pactos se hacen exclusivamente con Israel. Los gentiles, como hemos visto ya, son "ajenos a los pactos de la promesa". Se suele admitir, e incluso se insiste en que los gentiles no tienen nada que ver con el viejo pacto; pero en realidad tienen aún menos que ver con el nuevo.

2. Ambos pactos se hacen "con la casa de Israel"; no con unos pocos individuos, no con una nación dividida, sino "con la casa de Israel y la casa de Judá", es decir, con todo el pueblo de Israel. El primer pacto se hizo con toda la casa de Israel antes de que se dividiera; el segundo se hará cuando Dios haya congregado a los hijos de Israel de entre los paganos, y haya hecho de ellos una nación: "Haré de ellos una sola nación en la tierra... Nunca más estarán divididos en dos reinos" (Eze. 37:22, 26). Diremos más al respecto según avancemos en el estudio.

3. Ambos pactos contienen promesas, y están fundados en ellas.

4. El "nuevo pacto" es mejor que el que se hizo en Sinaí.

5. Es mejor, debido a que son mejores las promesas en las que se basa.

6. Al comparar los términos del nuevo pacto con los del viejo se hace evidente que la finalidad deseada es la misma. El viejo decía: "Si dais oído a mi voz"; el nuevo dice: "Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré". Ambos se refieren a la ley de Dios. Los dos incluyen la santidad como objetivo, con las recompensas que conlleva. En el pacto del Sinaí se dijo a Israel: "me seréis un reino de sacerdotes y gente santa" (Éx. 19:6). Eso es precisamente el pueblo de Dios: "linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido" (1 Ped. 2:5, 9).

Pero las promesas del pacto de Sinaí nunca se cumplieron, precisamente por la razón de que tenían "defecto". Las promesas de aquel pacto dependían del pueblo. Los hijos de Israel dijeron: "Haremos todo lo que Jehová ha dicho" (Éx. 19:8; 24:7). Prometieron guardar sus mandamientos, a pesar de haber demostrado ya su incapacidad para hacer nada por ellos mismos. Con las promesas que hicieron de guardar la ley, sucede como con la ley misma: "era débil por la carne" (Rom. 8:3). La fuerza de ese pacto, por lo tanto, era sólo la fuerza de la ley, y eso significa la muerte.

¿Por qué el pacto en Sinaí?

¿Por qué, entonces, se hizo aquel pacto? –Por la misma razón por la que se promulgó la ley en Sinaí: "a causa de las transgresiones" (Gál. 3:19). El Señor declara: "no permanecieron en mi pacto". Habían tomado a la ligera el "pacto eterno" que Dios hizo con Abraham, por lo tanto, Dios hizo este otro con ellos, como testimonio en su contra.

Ese "pacto eterno" que hiciera con Abraham era un pacto de fe. Era eterno, por lo tanto, la proclamación de la ley no podía abrogarlo. Fue confirmado mediante el juramento divino, por lo tanto, la ley nada podía añadirle. Debido a que la ley no añadía nada a aquel pacto, y no obstante no iba contra las promesas, concluimos que la ley estaba ya contenida en las promesas. El pacto de Dios con Abraham le aseguraba a él y a su descendencia la justicia de la ley por la fe. No por obras, sino por la fe.

El pacto con Abraham era tan amplio en su alcance que abarcaba a todas las naciones, a "todas las familias de la tierra" (Gén. 12:3). Es mediante ese pacto, respaldado por el juramento de Dios, por el que tenemos ahora confianza y esperanza al acudir a Jesús, en quien fue confirmado. Es únicamente en virtud de ese pacto por el que todo hombre recibe la bendición de Dios, puesto que lo que hace la cruz de Cristo es traernos las bendiciones de Abraham.

Se trataba de un pacto íntegramente de fe, y es por ello que nos asegura la salvación, "porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe" (Efe. 2:8 y 9). La historia de Abraham enfatiza el hecho de que la salvación viene enteramente de Dios, y no del poder del hombre. "De Dios es el poder" (Sal. 62:11); y el evangelio "es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree" (Rom. 1:16). Mediante la experiencia de Abraham, de Isaac y de Jacob, se nos hace saber que sólo el propio Dios puede cumplir las promesas de Dios. Nada podían obtener los hijos de Israel mediante su propia sabiduría, destreza o poder; todo era un don de Dios. Él era quien los dirigía y protegía.

Esa era la verdad que se había hecho más prominente en la liberación de los hijos de Israel de Egipto. Dios se presentó a ellos como "Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob" (Éx. 3:15); y encargó a Moisés que les hiciera saber que iba a librarlos en cumplimiento de su pacto con Abraham. Dios habló a Moisés y le dijo:

"Yo soy Jehová. Yo me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, pero con mi nombre Jehová no me di a conocer a ellos. También establecí mi pacto con ellos, para darles la tierra de Canaán, la tierra en que fueron forasteros y en la cual habitaron. Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto. Por tanto, dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy Jehová. Yo os sacaré de debajo de las pesadas tareas de Egipto, os libraré de su servidumbre y os redimiré con brazo extendido y con gran justicia. Os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios. Así sabréis que yo soy Jehová, vuestro Dios, que os sacó de debajo de las pesadas tareas de Egipto. Os meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob. Yo os la daré por heredad. Yo soy Jehová’" (Éx. 6:2-8).

Lee de nuevo las palabras de Dios, justo antes de hacer el pacto en Sinaí:

"Así dirás a la casa de Jacob, y anunciarás a los hijos de Israel: ‘Vosotros visteis lo que hice con los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si dais oído a mi voz y guardáis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Vosotros me seréis un reino de sacerdotes y gente santa’" (Éx. 19:4-6).

Observa la insistencia de Dios en el hecho de que era él mismo quien había obrado todo lo realizado en favor de ellos. Los habría librado de los egipcios, y los había traído hacia sí. Eso es lo que olvidaban continuamente, como indica su murmuración. Habían llegado a cuestionar si el Señor estaba entre ellos o no; y su murmuración era siempre indicativa de su inclinación a pensar que podían manejarse mejor de lo que Dios podía hacerlo. Dios los había conducido hacia el Mar Rojo por el desfiladero montañoso, y también al desierto en donde faltaba el agua y la comida, y les había suplido sus necesidades en todo momento a fin de llevarlos a que comprendieran que sólo podían vivir por la palabra de él (Det. 8:3).

El pacto que Dios hizo con Abraham se basaba en la fe y la confianza. "Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia". Así, cuando Dios, en cumplimiento de ese pacto, liberaba a Israel de la esclavitud, en todo su trato con ellos tenía el objetivo de enseñarles a confiar en él de forma que pudieran ser verdaderamente hijos del pacto.

Una lección de confianza

La respuesta consistió en la confianza propia. Lee el registro de su desconfianza en Dios en el Salmo 106. Él los había probado en el Mar Rojo, en el don del maná y en las aguas de Meriba. En cada caso habían fallado en confiar plenamente en él. Ahora los iba a probar una vez más, en la dádiva de la ley. Como hemos visto ya, Dios nunca pretendió que el hombre procurara la justicia a partir de la ley, ni que creyera eso posible. En la entrega de la ley, tal como indican todas las circunstancias que la acompañaron, tenía el propósito de que los hijos de Israel, y también nosotros, comprendiéramos que la ley está infinitamente más allá del alcance del esfuerzo humano, y dejar claro que, puesto que para la salvación que el Señor prometió es esencial que guardemos sus mandamientos, él mismo cumplirá la ley en nosotros. Estas son las palabras de Dios: "Oye, pueblo mío, y te amonestaré. ¡Si me oyeras, Israel! No habrá en ti dios ajeno ni te inclinarás a dios extraño" (Sal. 81:8 y 9). "Inclinad vuestro oído y venid a mí; escuchad y vivirá vuestra alma" (Isa. 55:3). Su palabra transforma el alma, de la muerte al pecado a la vida de justicia, de igual forma en que hizo salir a Lázaro de su tumba.

Una lectura atenta de Éx. 19:1-6 muestra que no hay indicación alguna de que fuese a establecerse otro pacto distinto. Al contrario. El Señor hizo referencia a su pacto –el pacto que había hecho con Abraham mucho tiempo antes-, y los exhortó a que lo guardaran, explicitando cuál sería el resultado de hacerlo así. El pacto con Abraham era, tal como ya hemos visto, un pacto de fe, y podían guardarlo únicamente guardando la fe. Dios no les pidió que entraran en otro pacto con él, sino que aceptaran su pacto de paz, pacto que había dado a los padres desde antiguo.

Por consiguiente, la respuesta apropiada del pueblo debiera haber sido: "Amén, Señor; sea hecho con nosotros según tu voluntad". Pero en lugar de ello, dijeron: "Haremos todo lo que Jehová ha dicho", y repitieron la promesa que habían hecho con énfasis renovado, incluso después de haber escuchado la proclamación de la ley. Se trataba de la misma confianza propia que hizo que sus descendientes dijeran a Cristo: "¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?" (Juan 6:28). ¡Daban por sentado que el hombre mortal es capaz de hacer las obras de Dios! Cristo les respondió: "Esta es la obra de Dios, que creáis en aquel que él ha enviado". Lo mismo sucedía en el desierto de Sinaí, cuando se dio la ley y se hizo el pacto.

El que se atribuyeran la responsabilidad de obrar las obras de Dios denotaba la falta de aprecio hacia su grandeza y santidad. Es sólo cuando el hombre es ignorante de la justicia de Dios, cuando está pronto a establecer la suya propia, y rehúsa someterse a la de Dios (Rom. 10:3). Las promesas de ellos eran peor que inútiles, ya que carecían del poder para cumplirlas. Por lo tanto, el pacto que estaba basado en esas promesas era rematadamente inútil, en lo concerniente a darles vida. Todo cuanto podían obtener de ese pacto era exactamente lo que podían obtener de ellos mismos, que no es otra cosa que la muerte. Confiar en eso equivalía a hacer un pacto con la muerte, a hacer un convenio con la tumba. Su compromiso con ese pacto fue una virtual notificación al Señor de que se las podían arreglar muy bien sin él; que eran capaces de cumplir toda promesa que hicieran.

Pero Dios no los abandonó, "Porque él me dijo: ‘Ciertamente mi pueblo son, hijos que no mienten’. Y fue su salvador" (Isa. 63:8). El Señor sabía que los movían buenas intenciones al hacer aquella promesa, y que no se daban cuenta de su significado. Tenían celo por Dios, pero no conforme a ciencia (Rom. 10:2). Él los había sacado de la tierra de Egipto a fin de enseñarles a conocerle, y no se indignó con ellos debido a su lentitud en aprender la lección. Había sido paciente con Abraham, cuando este pensaba que podía cumplir por él mismo los planes de Dios, y lo había sido también con Jacob en su ignorancia al pensar que la heredad de Dios se podía obtener mediante maniobras astutas y fraude. Y ahora fue paciente con la ignorancia y la falta de fe de los hijos de Abraham y de Jacob, a fin de poderlos hacer venir a la fe.

La compasión divina

Dios va al encuentro de los seres humanos en el punto en donde están. Es "paciente con los ignorantes y extraviados" (Heb. 5:2). En todo tiempo y lugar intenta atraer a todos hacia sí, no importa lo depravados que puedan ser; por lo tanto, cuando aprecia aunque sea el más débil indicio de disposición o deseo de servirle, lo alimenta inmediatamente, haciendo lo mejor por llevar al alma a un amor superior y a un conocimiento más perfecto. Así, aunque los hijos de Israel fracasaron en la prueba decisiva de su confianza en Dios, el Señor hizo lo mejor posible de su deseo expreso de servirle, aunque fuera en la forma imperfecta y débil que ellos escogieron. Debido a su incredulidad no pudieron disfrutar de todo lo que Dios había dispuesto que tuvieran; pero lo que obtuvieron a pesar de su falta de fe, quedó como perenne recordatorio de lo que habrían podido obtener de haber creído plenamente. Debido a su ignorancia de la grandeza de la santidad del Señor, expresada en su promesa de cumplir la ley, Dios procedió, mediante la proclamación de la ley, a hacerles ver la grandeza de su justicia, y la absoluta imposibilidad de que ellos mismos obraran esa justicia.

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(*) Algunas versiones antiguas de la Biblia traducen "testamento" en lugar de "pacto". Ambas palabras proceden de una misma voz griega. En algunos sitios se ha traducido como "pacto", y en otros como "testamento". Dado que la traducción se ha hecho a partir de lo que en hebreo se llama siempre "pacto", esa es la palabra que debiera preferirse a fin de evitar confusiones. (Volver al texto)

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