Capítulo 18

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
Las promesas a Israel

The Present Truth, 3 septiembre, 1896


Predicando el evangelio en Egipto

"Fueron, pues, Moisés y Aarón, y reunieron a todos los ancianos de los hijos de Israel. Aarón les contó todas las cosas que Jehová había dicho a Moisés, e hizo las señales delante de los ojos del pueblo. El pueblo creyó, y al oír que Jehová había visitado a los hijos de Israel y que había visto su aflicción, se inclinaron y adoraron" (Éx. 4:29-31).

Pero no estaban aún preparados para abandonar Egipto. Todavía eran el tipo de oidor de la Palabra representado por el terreno pedregoso. Al principio la recibieron con gozo, pero en cuanto vino la persecución resultaron escandalizados. Si hubieran podido salir de Egipto sin contratiempo alguno, y si hubiesen tenido un viaje próspero a la tierra prometida, sin duda se habrían abstenido de murmurar, pero "es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios" (Hech. 14:22), y aquellos que finalmente entren en él tienen que aprender a gozarse en las tribulaciones. Es una lección que los israelitas aún tenían que aprender.

El mensaje dado al Faraón: "Jehová, el Dios de Israel, dice así: ‘Deja ir a mi pueblo’" (Éx. 5:1), al que nos referiremos más adelante en particular, dio como resultado una agravación de la opresión que estaban sufriendo los israelitas. Eso era realmente una necesidad para ellos, primeramente para que estuvieran más deseosos de partir -teniendo luego menos deseos de retornar-, y en segundo lugar a fin de que pudieran presenciar el poder de Dios. Las plagas que sobrevinieron al país de Egipto eran tan necesarias para mostrar a los israelitas el poder de Dios, a fin de que estuvieran dispuestos a partir, como lo eran para los egipcios, a fin de que los dejasen ir. Los israelitas necesitaban aprender que no sería mediante poder humano alguno como iban a ser liberados, sino que sería enteramente la obra del Señor. Necesitaban aprender a confiarse plenamente al cuidado y conducción del Señor. Y "las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que, por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza" (Rom. 15:4). Al leer esa historia debiéramos aprender la misma lección. No hay nada que haya de sorprendernos en el hecho de que el pueblo se quejara cuando la persecución se agravó en consecuencia del mensaje llevado por Moisés. El propio Moisés pareció quedar perplejo cuando eso sucedió, y consultó al Señor al respecto. "Jehová respondió a Moisés: -Ahora verás lo que yo haré al faraón, porque con mano fuerte los dejará ir, y con mano fuerte los echará de su tierra. Habló Dios a Moisés y le dijo: -Yo soy Jehová. Yo me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como Dios Omnipotente, pero con mi nombre Jehová no me di a conocer a ellos. También establecí mi pacto con ellos, para darles la tierra de Canaán, la tierra en que fueron forasteros y en la cual habitaron. Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto. Por tanto, dirás a los hijos de Israel: ‘Yo soy Jehová. Yo os sacaré de debajo de las pesadas tareas de Egipto, os libraré de su servidumbre y os redimiré con brazo extendido y con gran justicia. Os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios. Así sabréis que yo soy Jehová, vuestro Dios, que os sacó de debajo de las pesadas tareas de Egipto. Os meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob. Yo os la daré por heredad. Yo soy Jehová" (Éx. 6:1-8).

El evangelio de liberación

Hemos aprendido que cuando Dios hizo la promesa a Abraham, le predicó a él el evangelio. Se deduce necesariamente que cuando él vino para cumplir esa promesa a su descendencia, le predicó el mismo evangelio, en preparación para el cumplimiento. Y así fue. Sabemos por la epístola a los Hebreos que el evangelio que nos es predicado hoy, es el mismo que se les predicó entonces, y lo encontramos en la escritura precedente (Éx. 6:1-8). Observa los puntos siguientes:

1. Dios dijo a Abraham, Isaac y Jacob: "También establecí mi pacto con ellos, para darles la tierra de Canaán, la tierra en que fueron forasteros y en la cual habitaron".

2. Entonces añadió: "Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto".

3. Cuando el Señor declara que recuerda cierta cosa, no significa que de algún modo lo hubiese olvidado antes, ya que tal cosa es imposible. Nada hay que pueda escapar a su atención. Pero, como encontramos en varios lugares, Dios indica que está a punto de efectuar la acción predicha. Así, por ejemplo, en el juicio final de Babilonia leemos: "Dios se ha acordado de sus maldades" (Apoc. 18:5). "La gran Babilonia vino en memoria delante de Dios, para darle el cáliz del vino del ardor de su ira" (Apoc. 16:19). "Entonces se acordó Dios de Noé..." (Gén. 8:1) e hizo cesar el diluvio; sin embargo sabemos que ni por un momento olvidó Dios a Noé mientras estaba en el arca, pues ni siquiera la caída de un pajarillo a tierra le pasa desapercibida. Lee también Gén. 19:29; 30:22 y 1 Sam. 1:19, textos en los que se emplea la expresión "recordar" en el sentido de estar a punto de cumplir lo prometido.

4. Es pues evidente, por lo leído en Éxodo 6, que el Señor estaba a punto de cumplir la promesa a Abraham y a su descendencia. Pero dado que Abraham estaba muerto, sólo mediante la resurrección podía ser llevado a cabo. Estaba muy cerca el tiempo de la promesa que Dios había jurado a Abraham. Pero eso es evidencia de que el evangelio estaba siendo predicado, puesto que sólo el evangelio del reino prepara para el fin.

5. Dios se estaba dando a conocer a sí mismo ante el pueblo. Pero es sólo en el evangelio donde Dios se da a conocer. Las cosas que revelan el poder de Dios, dan a conocer su Divinidad.

6. Dios dijo: "Os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios. Así sabréis que yo soy Jehová, vuestro Dios". Compara con lo anterior la promesa del nuevo pacto: "Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, diciendo: ‘Conoce a Jehová’, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová" (Jer. 31:33 y 34). No hay duda ninguna en cuanto a que eso constituye la proclamación del evangelio; pero se trata de lo mismo que se proclamó a los Israelitas en Egipto.

7. El hecho de que la liberación de los hijos de Israel era un tipo de liberación que sólo podía tener lugar mediante la predicación del evangelio, es evidencia de que no se trataba de una liberación ordinaria de la esclavitud física a fin de poseer una herencia temporal. Se desplegaba ante los hijos de Israel un panorama mucho más glorioso que ese, si es que hubieran conocido el día de su visitación y hubiesen permanecido fieles.

Predicando al faraón

Es cierto que "Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que lo teme y hace justicia" (Hech. 10:34 y 35). Esa no era una nueva verdad aparecida en los días de Pedro, sino que expresa un principio intemporal, dado que Dios es siempre el mismo. El hecho de que el hombre haya solido ser tardo en percibirlo, no hace diferencia alguna por lo que respecta a la verdad. El hombre puede dejar de reconocer el poder de Dios, pero eso no lo hace de ninguna forma menos poderoso; así, el hecho de que la gran masa de sus profesos seguidores hayan dejado de reconocer que Dios no hace acepción de personas, y que es perfectamente imparcial, y hayan supuesto que Dios los amaba a ellos con exclusión de los demás, para nada ha estrechado su carácter.

La promesa iba dirigida a Abraham y a su descendencia. Pero la promesa y la bendición vinieron a Abraham antes de haberse circuncidado, "para que fuera padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia" (Rom. 4:11). "Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa" (Gál. 3:28 y 29). Por consiguiente la promesa abarcaba incluso a los egipcios, tanto como a los israelitas, con tal que creyeran. Y no incluía a los israelitas incrédulos; no más de lo que incluía a los incrédulos egipcios. Abraham es el padre de los que están circuncidados, pero sólo "para los que no solamente son de la circuncisión, sino que también siguen las pisadas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado" (Rom. 4:12). Si la incircuncisión guarda la justicia de la ley, su incircuncisión es contada por circuncisión (ver Rom. 2:25-29).

Es preciso recordar que Dios no envió en primera instancia las plagas al faraón y a su pueblo. No era su voluntad liberar a los israelitas dando muerte a sus opresores, sino convirtiéndolos. Dios no quiere "que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento" (2 Ped. 3:9). Él "quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad" (1 Tim. 2:4). "Vivo yo, dice Jehová, el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino y que viva" (Eze. 33:11). Todos los hombres son criaturas de Dios, e hijos suyos; su gran corazón de amor los abraza a todos, sin diferencias de raza o nacionalidad.

De acuerdo con eso, en un principio se pidió al faraón que dejara ir al pueblo en libertad. Pero éste, con impudicia y altanería replicó: "¿Quién es Jehová para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel" (Éx. 5:2). Entonces se obraron ante él milagros. Al principio no fueron juicios, sino simples manifestaciones del poder de Dios. Pero los magos del faraón, los siervos de Satanás, hicieron una falsificación de esos milagros, y el corazón del faraón se endureció aún más que antes. Ahora bien, el lector atento observará que incluso en los milagros que fueron imitados por los magos, se manifestó el poder superior del Señor.

El próximo artículo de esta serie de estudios sobre el evangelio eterno tratará del controvertido tema del endurecimiento del corazón del faraón.

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