Capítulo 11

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
El llamado a Abraham

The Present Truth, 16 julio, 1896


La promesa de victoria

Hemos observado la repetición de la promesa, y el juramento que la confirmó. Pero hay todavía un rasgo muy importante de la promesa al que no hemos prestado especial atención. Es este: "tu descendencia se adueñará de las puertas de tus enemigos" (Gén. 22:17). Eso merece un cuidadoso estudio, pues significa la consumación del evangelio.

Nunca hay que olvidar que: "a Abraham fueron hechas las promesas, y a su descendencia. No dice: ‘Y a los descendientes’, como si hablara de muchos, sino como de uno: ‘Y a tu descendencia’, la cual es Cristo" (Gál. 3:16). Y que "si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa" (vers. 29). La descendencia es Cristo y los que son de él, y no otra cosa. La Biblia en ninguna parte establece otra descendencia de Abraham distinta de la citada. Por lo tanto, la promesa a Abraham significa esto: que Cristo, con los que son suyos –"tu descendencia"-, se adueñará de las puertas de sus enemigos.

El pecado entró en el mundo por un hombre. La tentación vino mediante Satanás, el enemigo de Cristo. Satanás y sus huestes son los enemigos de Cristo, y de todo lo que tiene que ver con Cristo. Son los enemigos de todo bien, y de todo hombre. El nombre "Satanás" significa adversario. "Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devore" (1 Ped. 5:8). La promesa de que la descendencia de Abraham se adueñaría de las puertas de sus enemigos, es la promesa de la victoria sobre el pecado y Satanás, mediante Jesucristo.

Así lo muestran las palabras de Zacarías el sacerdote, cuando fue lleno del Espíritu Santo y profetizó, diciendo: "Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David, su siervo –como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio-, salvación de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odiaron, para hacer misericordia con nuestros padres y acordarse de su santo pacto, del juramento que hizo a Abraham, nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros enemigos, sin temor lo serviríamos en santidad y en justicia delante de él todos nuestros días" (Luc. 1:68-75).

Esas palabras fueron pronunciadas en ocasión del nacimiento de Juan Bautista, el precursor de Jesús. Son una referencia directa a la promesa y juramento que estamos estudiando. Fueron inspiradas por el Espíritu Santo. Por lo tanto, estamos sencillamente siguiendo la conducción del Espíritu, cuando decimos que la promesa de enseñorearnos de las puertas de nuestros enemigos significa liberación del poder de las huestes de Satanás. Cuando Cristo envió a los doce, "les dio poder y autoridad sobre todos los demonios" (Luc. 9:1). Ese poder ha de acompañar a su iglesia hasta el final del tiempo, ya que Cristo dijo: "Estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios", etc. (Mar. 16:17). Y también: "El que en mí cree, las obras que yo hago, él también las hará; y aún mayores hará, porque yo voy al Padre" (Juan 14:12).

Pero la muerte vino por el pecado, y dado que Satanás es el autor del pecado, tiene el poder de la muerte. Una teología derivada del paganismo puede llevar a la gente a decir que la muerte es un amigo; pero todo cortejo fúnebre y toda lágrima derramada por un difunto proclaman que es un enemigo. Así la declara la Biblia, y habla de su destrucción. Hablando de los hermanos, y a los hermanos, declara:

"Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el Reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y todo poder. Preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte" (1 Cor. 15:22-26).

Esto nos dice que el final ocurre cuando el Señor viene, y que cuando eso tiene lugar, todos los enemigos de Cristo habrán sido puestos bajo sus pies, de acuerdo con la palabra del Padre y el Hijo, "Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies" (Sal. 110:1). El último enemigo que será destruido es la muerte. Juan contempló en visión a los muertos, grandes y pequeños, compareciendo ante Dios para ser juzgados en el último gran día. Aquellos cuyos nombres no fueron hallados en el libro de la vida del Cordero, fueron echados en el lago de fuego. "La muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda". "Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre estos" (Apoc. 20:14, 6).

La promesa, "tu descendencia se adueñará de las puertas de tus enemigos", no puede cumplirse sino tras haberse producido la victoria sobre todos los enemigos, por parte de la totalidad de la descendencia. Cristo ha triunfado; y nosotros podemos ahora mismo dar gracias a Dios, quien "nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor. 15:57); pero la batalla aún no ha terminado, ni siquiera con nosotros; hay muchos que serán vencedores por fin, y que aún no se han alistado todavía bajo la bandera del Señor; y algunos que hoy son suyos pueden abandonar la fe. La promesa, por lo tanto, abarca nada menos que la consumación de la obra del evangelio, la resurrección de todos los justos –los hijos de Abraham-, y la recepción de la inmortalidad en la segunda venida de Cristo.

"Si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa". Pero la posesión del Espíritu Santo es la característica distintiva de los que son de Cristo. "Si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús está en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que está en vosotros" (Rom. 8:11).

Vemos, pues, que la esperanza de la promesa hecha a Abraham era la resurrección de los muertos, en la venida del Señor. La esperanza de la venida de Cristo es la "bienaventurada esperanza" que ha animado al pueblo de Dios desde los días de Abraham. Sí, desde los de Adán. Decimos a menudo que todos los sacrificios señalaban hacia Cristo, y con casi igual frecuencia olvidamos lo que implica esa afirmación. No puede significar que señalaban al momento en el que fuera a obtenerse el perdón de los pecados, puesto que todos los patriarcas tuvieron a su alcance ese perdón, tanto como lo pueda tener cualquiera tras la crucifixión de Cristo. Se citan especialmente a Abel y Enoc, de entre la multitud de los que fueron justificados por la fe. La cruz de Cristo fue algo tan real en los días de Abraham, como lo pueda ser para cualquiera que viva hoy.

¿Cuál es, pues, el auténtico significado de la declaración según la cual todos los sacrificios, desde Abel hasta el tiempo de Cristo, lo señalaban a él? Es este: Es claro que mostraban la muerte de Cristo; nadie puede dudar de ello. Pero, ¿de qué habría valido la muerte de Cristo, si no hubiera resucitado? Pablo predicó solamente a Cristo, y a éste crucificado, sin embargo, "les predicaba el evangelio de Jesús, y de la resurrección" (Hech. 17:18). Predicar a Cristo crucificado es predicar a Cristo resucitado. Pero la resurrección de Cristo lleva en ella la resurrección de todos los que son suyos. El bien instruido y creyente judío, por lo tanto, mostraba mediante su sacrificio, su fe en la promesa hecha a Abraham, que debería cumplirse en la venida del Señor. La carne y la sangre de la víctima representaban el cuerpo y la sangre de Cristo, como lo hacen el pan y el vino -en la cena del Señor- mediante los que anunciamos la muerte del Señor, hasta que venga (1 Cor. 11:25 y 26).

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