Capítulo 10

El Pacto Eterno: las promesas de Dios
El llamado a Abraham

The Present Truth, 9 julio, 1896


La promesa y el juramento

Se ha realizado el sacrificio; la fe de Abraham ha sido puesta a prueba, y se la ha encontrado perfecta; "Llamó el ángel de Jehová a Abraham por segunda vez desde el cielo, y le dijo: -Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo, de cierto te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; tu descendencia se adueñará de las puertas de tus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz" (Gén. 22:15-18).

La epístola a los Hebreos nos revela el significado de que Dios jurara por sí mismo. Al leer la Escritura que sigue, observa la referencia directa al texto que acabamos de considerar:

"Cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por otro mayor, juró por sí mismo diciendo: ‘De cierto te bendeciré con abundancia y te multiplicaré grandemente’. Y habiendo esperado con paciencia, alcanzó la promesa. Los hombres ciertamente juran por uno mayor que ellos, y para ellos el fin de toda controversia es el juramento para confirmación. Por lo cual, queriendo Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, interpuso juramento, para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos un fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros. La cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec" (Heb. 6:13-20).

El juramento no era por causa de Abraham. Él creía plenamente en Dios sin necesitar de que el juramento respaldara la promesa. Su fe se había demostrado perfecta, antes de venir el juramento. Además, si se lo hubiera hecho por causa suya, no habría habido necesidad de que quedara registrado por escrito. Pero era la voluntad de Dios mostrar más abundantemente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de su consejo, y por eso confirmó la promesa con un juramento.

Solamente en Cristo

Y ¿quiénes son los herederos de la promesa? Nos lo aclara la cláusula que sigue. El juramento tenía por objeto que "tengamos un fortísimo consuelo". Fue dado por nuestra causa. Eso demuestra que el pacto hecho con Abraham nos concierne. Los que son de Cristo son simiente de Abraham, y herederos conforme a la promesa; y este juramento se hizo con el fin de darnos ánimo, cuando buscamos refugio en Cristo.

Cuán plenamente muestra esta última referencia que el pacto hecho con Abraham, con todas sus promesas, es puramente el evangelio. El juramento respalda la promesa; pero nos da consuelo cuando corremos a Cristo en busca de refugio; por lo tanto, la promesa hace referencia a todo lo que hemos de tener en Cristo. Así lo muestra también el texto tan a menudo repetido: "Si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes de Abraham sois, y herederos según la promesa" (Gál. 3:29). La promesa no se refería a otra cosa que no fuese Cristo y las bendiciones otorgadas mediante su cruz. Así fue como el apóstol Pablo, cuya determinación fue no saber nada excepto "Cristo, y Cristo crucificado", pudo también afirmar que se sostenía, y estaba siendo juzgado "por la esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres" (Hech. 26:6). "La esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres" es "la esperanza puesta delante de nosotros" en Cristo, y que nos provee un "fortísimo consuelo" gracias al juramento que Dios hizo a Abraham.

El juramento de Dios confirmó el pacto. El juramento mediante el cual se confirmó la promesa nos da un fortísimo consuelo cuando acudimos a refugiarnos al santuario en el que Cristo es sacerdote en favor nuestro, según el orden de Melquisedec. Por lo tanto ese juramento fue el mismo que constituyó a Cristo sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec. Eso lo aclara fuera de toda duda Hebreos 7:21, donde leemos que Cristo fue hecho sacerdote "con el juramento del que le dijo: ‘Juró el Señor y no se arrepentirá: tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec". Por eso puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios.

Más aún, el juramento por el que Cristo fue constituido sacerdote según el orden de Melquisedec fue el juramento por el que fue hecho fiador del "mejor pacto" (vers. 22), que es el nuevo pacto. Pero el juramento por el que Jesús fue constituido sacerdote según el orden de Melquisedec fue el mismo por el que quedó confirmado el pacto hecho con Abraham. Por consiguiente, el pacto hecho con Abraham es idéntico al nuevo pacto, en su alcance. Nada hay en el nuevo pacto, que no esté en el pacto hecho con Abraham; y nadie será jamás incluido en el nuevo pacto, a menos que sea un hijo de Abraham mediante el pacto que se estableció con él.

Qué maravilloso consuelo pierden quienes dejan de percibir el evangelio, y sólo el evangelio, en la promesa de Dios a Abraham. El "fortísimo consuelo" que nos da el juramento de Dios radica en la obra de Cristo como "misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo" (Heb. 2:17). Como sacerdote, presenta su sangre, mediante la cual tenemos redención, el perdón de los pecados. Como sacerdote no sólo nos provee misericordia, sino también "gracia para el oportuno socorro" (Heb. 4:16). Eso nos es asegurado "sin acepción de personas" (1 Ped. 1:17) por el juramento de Dios.

"Fortísimo consuelo"

Hay aquí un alma tímida, pobre y temblorosa, abatida y desesperada por el sentimiento de los pecados cometidos, y de su debilidad e indignidad. Teme que Dios no lo aceptará. Piensa que es demasiado insignificante como para que Dios lo note, y que no va a significar una diferencia para nadie, ni siquiera para Dios, si se pierde. Al tal le dice Dios: "Oídme, los que seguís la justicia, los que buscáis a Jehová. Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, al hueco de la cantera de donde fuisteis arrancados. Mirad a Abraham, vuestro padre, y a Sara, que os dio a luz; porque cuando no era más que uno solo, lo llamé, lo bendije y lo multipliqué. Ciertamente consolará Jehová a Sión; consolará todas sus ruinas. Cambiará su desierto en un edén y su tierra estéril en huerto de Jehová; se hallará en ella alegría y gozo, alabanzas y cánticos" (Isa. 51:1-3).

Mira a Abraham, sacado del paganismo, y ve lo que Dios hizo por él, lo que le prometió, confirmándolo mediante el juramento que hizo por sí mismo, por causa tuya. Piensas que no hará ninguna diferencia para el Señor si te perdieses, debido a que te sientes anodino e insignificante. Bien, tu dignidad o indignidad nada tienen que ver aquí. El Señor dice: "Yo, yo soy quien borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados" (Isa. 43:25). ¿Por amor de Dios mismo? Sí, ciertamente; por ese, su gran amor con que nos amó, se ha comprometido a hacerlo. Juró por sí mismo salvar a todos los que acuden a él mediante Jesucristo, y "él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo" (2 Tim. 2:13).

Piensa en esto: ¡Dios lo juró por sí mismo! Es decir, se puso a sí mismo como seguridad, empeñó su propia existencia, para nuestra salvación en Jesucristo. Se puso a sí mismo como prenda. Su vida va por la nuestra, si perecemos confiando en él. Su honor está en juego. No es una cuestión de si eres o no insignificante, de si tienes mucho o ningún valor. Él mismo dijo que somos "menos que nada" (Isa. 40:17). Nos vendimos por nada (Isa. 52:3), lo que muestra nuestro verdadero valor; y hemos de ser redimidos sin dinero, por la preciosa sangre de Cristo. La sangre de Cristo es la vida de Cristo; y la vida de Cristo, al sernos otorgada, nos hace participantes de su valor. La única cuestión es: ¿puede Dios permitirse quebrantar u olvidar su juramento? Y la respuesta es que tenemos "dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta".

Piensa en lo que estaría implicado en el quebrantamiento de esa promesa y ese juramento. La palabra de Dios, que trae la promesa, es la palabra que creó los cielos y la tierra, y la que los mantiene. "Levantad en alto vuestros ojos y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres y ninguna faltará. ¡Tal es la grandeza de su fuerza y el poder de su dominio! ¿Por qué dices, Jacob, y hablas tú, Israel: ‘Mi camino está escondido de Jehová, y de mi Dios pasó mi juicio’?" (Isa. 40:26 y 27). La sección precedente de ese capítulo se refiere a la palabra de Dios, que creó todas las cosas, y que permanece para siempre. El apóstol Pedro citó esas palabras, con la declaración adicional: "Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada" (1 Ped. 1:25).

Es la palabra de Dios en Cristo la que sustenta el universo, y mantiene en su lugar a las innumerables estrellas. "Todas las cosas en él subsisten" (Col. 1:17). Si él fallara, el universo se colapsaría. Pero Dios no es más seguro que su propia palabra, puesto que está respaldada por su juramento. Ha puesto su misma existencia como prenda del cumplimiento de su palabra. Si su palabra fallara al más humilde de los habitantes de la tierra, él mismo resultaría arruinado, deshonrado y destronado. El universo entero se sumiría en el caos y la aniquilación.

Así, el peso de todo el universo está en la balanza para asegurar la salvación de toda alma que la procure en Cristo. El poder manifestado en ello es el poder comprometido en auxilio del necesitado. Por tanto tiempo como la materia exista, será segura la palabra de Dios. "Para siempre, Jehová, permanece tu palabra en los cielos" (Sal. 119:89). Sería una trágica pérdida para ti si pierdes tu salvación; pero sería una pérdida aún mucho más trágica para el Señor si te perdieras por su falta. Por lo tanto, que toda alma que duda entone el himno:

"Su juramento, su pacto, su sangre,
me sostendrán en la inundación;
cuando todo se hunde a mi alrededor,
él es mi Roca de los siglos"

 

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