No yo, sino él
LB, 26/2/2016
Cuando nos entregamos a Cristo, nuestro propósito no es amarnos a nosotros mismos, recalibrarnos, actualizarnos ni realizarnos. La meta es recibir a Cristo y morir al yo.
Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gálatas 2:20).
El ardiente deseo del cristiano es vivir como Cristo; vivir momento tras momento dependiendo de la gracia de Dios para el perdón y para el poder del Espíritu Santo que lo capacita para decir SÍ al Señor y NO al pecado, y para llevar a cabo esa decisión (Filipenses 2:13).
La plenitud se encuentra en seguir su plan para nuestras vidas, lo que conlleva el sometimiento, la entrega total de nuestras vidas a Dios. Es primordial que decidamos seguir su voluntad en todo punto, a fin de que él nos dé discernimiento y podamos saber cuál es su voluntad (Juan 7:17).
Dependemos de un Poder exterior a nosotros, no del poder psíquico de nuestra mente:
Todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Filipenses 4:13)
Es cierto que el cristiano mira hacia su interior, pero no para encontrar la fuerza o la luz, sino para detectar su pecado y desecharlo en armonía con la obra de Jesús, su gran sumo sacerdote, en el borramiento o purificación del pecado en el santuario celestial, obra que no puede avanzar más deprisa que la del Espíritu Santo en nuestros corazones. Cuando permitimos que el Espíritu Santo avance en esa obra de revelarnos los pecados de los que no éramos conocedores, y preferimos a Cristo antes que al pecado, llegará el momento en que habremos quedado preparados para que el Señor ponga su sello sobre nosotros (Apocalipsis 22:11), antes que se cierre la puerta de la misericordia, como pasó en los días de Noé (Génesis 7:16).
Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre (Mateo 24:37).
Levantemos nuestros ojos hacia la puerta abierta del santuario celestial, donde la luz de la gloria de Dios resplandece en el rostro de Cristo, quien “también puede salvar hasta lo sumo a los que se acercan a Dios por medio de él” (CC, 103).
Orar no es meditar en un mantra, ni es una visualización guiada a través de un pasillo que no lleva a ninguna parte. La oración no consiste en repetir frases o palabras ni en hablar con uno mismo. La oración no es la reprogramación del subconsciente ni la efusión de nuestro karma interior. La oración es hablar con nuestro “Padre que está en los cielos”. “Orar es el acto de abrir nuestro corazón a Dios como a un amigo” (CC, 93). Y “Amigo hay más unido que un hermano” (Proverbios 18:24). Por lo tanto, podéis echar “toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Pedro 5:7). La oración incluye gratitud, adoración, alabanza, arrepentimiento, peticiones, súplicas e intercesión.
Hay camino que parece derecho al hombre, pero su fin es camino de muerte (Proverbios 14:12 y 16:25).
Mi propia “sabiduría interior”, mi “visión interior”, es el camino de la muerte.
El plan de Dios para mi vida se encuentra fuera de mi “propia sabiduría”. Se lo encuentra delineado en su Palabra escrita y en su Palabra Viviente, el Verbo de quien la Escritura da testimonio. Cuando tengamos la mente de Cristo, no estaremos por la labor de descubrir nuestro valor ni fortalecer nuestra autoestima, sino que dirigiremos fuera de nosotros el foco de atención, aferrados al Padre en nombre de Cristo, tal como él mismo hizo. De esa forma escapamos a la filosofía del primer apóstata en la historia del universo (“seré”, “subiré”); escapamos así a la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia (2 Pedro 1:4).
Orar es un acto de fe. Y el objeto de nuestra fe es Dios, no los supuestos poderes ocultos de nuestra mente. Nuestro foco de atención no es el yo, sino la gloria de Dios, que él ha hecho depender de su Iglesia. Por lo tanto, la oración se basa en una fe que no está confinada en el círculo restrictivo del yo, sino que conoce la libertad del Espíritu y comparte el propósito del Espíritu: la edificación de la iglesia, del cuerpo de Cristo (Efesios 4:12).
A medida que asemejen su carácter al del Modelo divino, los hombres no se preocuparán de su propia dignidad personal. Con un interés celoso, vigilante, lleno de amor y consagrado, cuidarán los santos intereses de la iglesia, del mal que amenaza enturbiar y oscurecer la gloria que Dios se propone que brille a través de ella. Velarán porque en la iglesia no se dé lugar o aprobación a los artificios de Satanás favoreciendo las actitudes de los que buscan faltas, los chismes, la maledicencia y el acusar a los hermanos, pues estas cosas la debilitarían y la derribarían (TM, 406).
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