La justicia de Cristo, clarificada
en Minneapolis
LB, 28 octubre 1998
I. El cuadro ‘Way of Life’
Entre la serie de los famosos
cuadros “Way of Life” (‘Del paraíso perdido al paraíso restaurado’), que
contienen la representación de las escenas clave en el plan de la salvación
(expulsión de Adán y Eva del Edén, asesinato de Abel, escenas del santuario,
bautismo de Jesús, última cena, nueva Jerusalem, etc), hay dos muy
significativos.
Son muy parecidos, pero uno de
ellos da un gran protagonismo al decálogo -la ley en sus diez preceptos-
mientras que el otro lo da a Cristo crucificado, quien aparece destacado en el
centro del cuadro.
Ellen White fue la que dio las
directrices para el diseño de este último, siguiendo el deseo de su marido. James
White había encargado hacer cambios en el cuadro, pero murió sin ver realizados
sus deseos de modificarlo. Los cambios consistían en suprimir la escena del
árbol de la vida con las dos tablas de la ley suspendidas de dos de sus ramas,
y realzar la escena del bautismo de Jesús. Tras su muerte en 1881, Ellen White
no sólo cumplió la voluntad de su marido, sino que además dispuso que Cristo
crucificado ocupase el lugar central del cuadro y tuviese mayores dimensiones
relativas. La leyenda en el primero de los cuadros, dice: “EL CAMINO DE LA VIDA. Del paraíso
perdido al paraíso restaurado. Copyright,
1876, James White, Battle Creek, Michigan”. El
segundo, dice: “CRISTO, EL CAMINO DE LA VIDA. Copyright, 1883, E. G. White”.
Es significativo cómo se desplaza el
énfasis desde la ley escrita en la letra, hacia la ley en Cristo. Algunos han
creído ver en ello una “premonición” de Minneapolis. Es una idea interesante.
Otros sin embargo, con la noble pretensión de defender el llamado “adventismo
histórico”, parecen seguir hoy el camino inverso (volver a la letra).
La perspectiva de Minneapolis al
respecto, es gloriosa: la ley va incluida en el evangelio. La recibimos al
recibir a Cristo, pues según el Salmo 40:8, la ley estaba en el corazón
de Cristo. En el nuevo pacto (Jer 31:33; Heb 8, etc), eso es
precisamente lo que sucede. Visto dese otro ángulo, la ley —que no puede
salvarnos—, nos lleva a Cristo, y Cristo nos lleva siempre a la ley (Gál
3:24; Rom 8:3-4).
“¿Deshacemos
la ley por la fe? En ninguna manera; antes establecemos la ley” (Rom
3:31). La justicia que la ley no podía dar, “por
cuanto era débil por la carne”, la da Cristo. Al recibirlo a él, la
justicia de la ley se cumple en nosotros (Rom 8:4). La ley no podía
salvar; sólo señalaba el pecado y condenaba; pero ahora, salvos en Cristo, la
ley da testimonio de que esa justicia es genuina: “la justicia de Dios se ha
manifestado, testificada por la ley…” (Rom 3:21). Es por eso que la
Biblia enseña tan clara y enfáticamente que el juicio se hará por las obras, y
que la norma del juicio será la ley (Juan 5:28-29; 2 Cor 5:10; Sant
2:12).
Cristo nos imputa su justicia.
Pero no se trata de mera imputación en el sentido de un arreglo tramposo. Según
los mensajeros de Minneapolis, justificar
significa hacer justo. Es cierto que
también significa declarar justo a
alguien, pero en este caso no hace diferencia alguna, porque es Dios quien declara, y la palabra de Dios
es creadora: cuando él declara justo a alguien, lo hace justo, de igual
manera en que cuando dijo “Sea la luz”, “fue la luz”. Dios creó con su palabra
(Sal 33:9), y salva/limpia con su palabra (Juan 15:3; 1 Tes
2:13). Es por eso que Waggoner dijo en cierta ocasión que el sábado
(recordatorio del poder creador y redentor de Cristo, el Verbo, la Palabra) es
el punto de apoyo en la palanca de la fe. A diferencia de lo que en gran medida
entiende el mundo evangélico por justificación, la verdadera justificación por
la fe, como dijo Ellen White, hace obediente a todos los mandamientos de Dios
(incluido el cuarto). No reconcilia a Dios con el hombre, sino al hombre con
Dios (Rom 5:1); no implica un cambio en Dios, sino en el hombre: el
nuevo nacimiento. Pone al hombre en paz, en armonía con Dios, y por lo tanto,
con su ley. A la fe no hay que añadirle
obras (eso se llama galacianismo), sino que la
fe obra por el amor (Gál 5:6), puesto que da entrada a Cristo en el
alma mediante la morada del Espíritu Santo.
Jesús no nos salva meramente del “infierno”,
del castigo o de la consecuencia del pecado, sino que nos salva del pecado
mismo (Mat 1:21). En ese concepto, evidentemente, va incluida la noción
de victoria sobre el pecado que es propia de la perspectiva singular adventista
de la purificación del santuario.
II. La naturaleza humana que Cristo tomó en su
encarnación
Lo que dice la Biblia es tan
claro, que no tendría que haber forma de confundirse. No la hubo en el
adventismo hasta hace relativamente pocos años. A raíz de un diálogo ecuménico
con Walter Martin y Barnhouse (ver más en el libro ‘Bifurcación’,
de Herbert Douglass) y para escapar a la acusación de
secta pseudo-cristiana, nos comenzamos a avergonzar de lo que había sido la
comprensión bíblica unánime adventista al respecto, y comenzamos a decantarnos
por la postura evangélica predominante. Se trata a su vez de la postura papal
según la cual, Cristo no vino en carne (sarx en griego); es decir, no vino en una carne que incluyese las
tendencias propias de la que nosotros poseemos, sino en una carne santa. En
relación con esa postura, en el mundo católico se hizo necesaria la invención
del dogma de la inmaculada concepción de María, la mediación de los santos y de
la virgen María, el bautismo infantil, el purgatorio, etc.
La nueva postura se introdujo
subrepticiamente en el adventismo. Hasta 1950 aproximadamente, jamás se había
articulado en la literatura conocida. El único antecedente es cierta
resistencia, por parte del pastor G. Butler, ante las presentaciones de E. J.
Waggoner al respecto. También la oposición —por motivos obvios— de ciertos
creyentes que habían adoptado la herejía de la “carne santa”.
Esa nueva postura según la cual
Cristo no tomó la naturaleza humana caída, sino la que poseía Adán antes de la
entrada del pecado, era antigua en el catolicismo (Agustín de Hipona, siglo
IV). Desmond Ford la popularizó en el adventismo en una época en la que era
considerado en los círculos influyentes como el paradigma de la ortodoxia. Pero
su aceptación iba unida a la negación de la noción de victoria sobre el pecado,
y a una comprensión de la expiación limitada a un aspecto puramente legal (“objetivo”).
Cuando, en armonía con lo anterior, negó finalmente de forma abierta la verdad
bíblica sobre el santuario, le fueron retiradas sus credenciales de pastor y su
puesto de profesor.
Pero su postura sobre la
naturaleza humana de Cristo ha constituido la enseñanza predominante en
nuestras instituciones durante años, y para muchos (en indiscutible sinceridad
más o menos desinformada) es sinónimo de “sana doctrina”. Es patético que no se
haya comprendido que la soteriología (evangelio, salvación) introducida por
Desmond Ford conducirá indefectiblemente a negar la escatología adventista
(1844, juicio investigador), tal como sucedió con él.
Muchos de los que se autoproclaman
como defensores del “adventismo histórico” califican esa postura como nueva teología, con razón (ya que es
nueva en el adventismo). No obstante, es fácil caer en el error siguiente: ‘Puesto
que Cristo tomó nuestra naturaleza y venció, nosotros podemos vencer imitando a Cristo, y es así como somos
salvos’. Naturalmente, eso viene a resultar en salvación por obras, en
salvación por imitación. Un tipo refinado (?) de legalismo.
Dios no nos pide que imitemos a
Cristo para ser salvos, sino que primero nos salva (Efe 2:4-5). Primero
es nuestro Salvador; luego es nuestro
Modelo. Sólo después de haber recibido vida espiritual en Cristo, podemos “imitarlo”,
en el sentido de permitirle que more y se exprese en nosotros, lo que implica
conocerlo. Así lo entendió Pablo (Gál 1:16; 4:19; Efe 3:16-17
y 20; Col 1:27-29, etc). Nuestro papel es recibir a Cristo por la
fe (Juan 6:28-29).
En gran parte, el problema radica
en confundir los métodos con los resultados. Muchos analizan el
resultado: la obediencia, e infieren
que la forma de llegar allí es obedeciendo.
Pero la experiencia de Abraham nos enseña que no es así como se alcanza la
justicia. Abraham obedeció (Génesis 26:5), pero el método que le condujo a ello fue creer (Gén 15:6).
Muchos simplifican y banalizan el
problema, clasificando a los partidarios de una u otra postura como
conservadores o liberales respectivamente. No faltan incluso quienes consideran
esas posturas contrapuestas como expresión de un pluralismo “enriquecedor”.
Pero eso ignora la tremenda realidad de que el evangelio que predicamos y
vivimos depende estrictamente de la verdad que creemos sobre Cristo. La persona
de Cristo lo es todo para nosotros. No sólo eso: además, “la humanidad del Hijo de Dios lo es todo para nosotros”
(1 MS, 286).
¿Predicar a Cristo? Sí, pero ¿qué
Cristo?: ¿el que “salva a su pueblo de sus pecados”, o el “Cristo” del que el
papa de Roma dice ser Vicario?
Las corrientes contrapuestas que
hoy afligen a nuestro pueblo son el triste resultado de haber rechazado el
mensaje que el Señor nos dio en 1888. Dividen a la iglesia, y una iglesia en
guerra civil no puede representar adecuadamente a Cristo. Es doloroso, pero
cierto.
Ellen White escribió a Uriah Smith
en estos términos:
“Las muchas y confusas
ideas a propósito de la justicia de Cristo y la justificación por la fe son
el resultado de la posición que usted ha tomado con respecto al hombre y al
mensaje enviado por Dios” (Carta 24, 19 setiembre
1892).
“Dice el frío y formal profesor: ‘Eso es hacer a Cristo demasiado
semejante al ser humano’; pero la palabra de Dios nos autoriza a sostener
precisamente esas ideas. Es la falta de esa visión práctica y definida de Jesús
lo que impide que muchos tengan una experiencia genuina en el conocimiento de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Esa es la razón por la que muchos temen,
dudan y se lamentan. Sus ideas sobre Cristo y el plan de la salvación son vagas
y confusas”
(YI, 19 julio 1894).
Sólo el descubrimiento del
precioso mensaje dado en Minneapolis devuelve la esperanza y el gozo del
evangelio, así como del triunfo final de la iglesia, en medio del actual
ambiente de confrontación y disputa. Al pie de la cruz, algún día, creeremos, sentiremos
y predicaremos “todos una misma cosa” (1
Cor 1:10).
El que sigue es un breve resumen
de la comprensión de los mensajeros de Minneapolis respecto a la naturaleza
humana que Cristo tomó en su encarnación:
· Cristo fue tentado en todo como
nosotros (Heb 4:15).
· Cada uno es tentado cuando de
su propia concupiscencia es atraído, y cebado (Sant 1:14).
· Cristo es poderoso para socorrer a los que son tentados, debido a que él mismo padeció siendo
tentado (Heb 2:18).
Por lo tanto, si creemos que
Cristo nunca fue tentado desde su interior, entonces resulta que para todas las
tentaciones que vengan desde nuestro interior, ¡no tenemos salvador! Y es
grave, porque las peores tentaciones vienen desde nuestro interior, ya que
Satanás nos tienta por medio de nuestra carne:
“Sus más fuertes tentaciones [del
cristiano] vendrán del interior, puesto que debe batallar contra las
inclinaciones del corazón natural. El Señor conoce nuestras debilidades”
(Bible Echo and Signs of the Times,
12 enero 1892).
“La tentación se resiste cuando el hombre se ve poderosamente
persuadido a cometer la acción errónea; y, sabiendo que él puede cometerla,
resiste por la fe, aferrándose firmemente al poder divino. Ésta fue la prueba
por la cual Cristo pasó” (3 MS, 149).
“Él asumió la naturaleza humana con sus debilidades, con todos
sus riesgos, con sus tentaciones... Fue 'tentado en todo según nuestra
semejanza’” (Heb 4:15) (3 MS, 149).
Jesús fue hecho pecado por
nosotros (2 Cor 5:21) tanto como nosotros somos hechos justicia de Dios
en él. Algunos argumentan que eso sólo se refiere al momento de la crucifixión.
¿Qué implican?, ¿que entonces sí pecó? Si en la cruz pudo ser hecho pecado por
nosotros sin pecar en ello, entonces pudo tomar nuestra naturaleza humana
pecaminosa en cualquier otro momento, sin que ello implicara el pecar.
Es fundamental distinguir entre lo
que Cristo hizo, y lo que Cristo tomó. La carne y sus deseos no son
pecado en sí mismos; lo que es pecado es satisfacer,
ceder a esos deseos. Cristo anduvo siempre en el Espíritu, y nunca
satisfizo los deseos de la carne, nunca cedió a ellos; por lo tanto, aún
tomando nuestra carne, nunca desarrolló las obras de la carne (Gál 5:16
y 19); es decir, nunca pecó. Aunque tomó una carne como la nuestra, con
todas las tristes capacidades que esta tiene, no desarrolló nunca una “mente
carnal”: una mente que obedece a la carne. El secreto de la victoria de Jesús
no fue una “carne santa”, sino una mente santa (Fil 2:5), esa misma
mente que nos ofrece ahora a nosotros.
Padecer siendo tentado no es lo
mismo que ceder a la tentación. Algunos parecen suponer de alguna forma que una
cierta cantidad de tentación es en sí misma constitutiva de pecado. Pero es al
contrario. Cuando el hombre cae en el pecado, en ese punto deja de ser tentado
con respecto a ese pecado. Si hubiese resistido, habría conocido una mayor
intensidad de tentación. Puesto que Cristo nunca pecó, conoció la plenitud de
la tentación como ningún hombre la haya podido conocer; la magnitud de su
tentación sólo se puede comparar con la magnitud de su triunfo y victoria sobre
ella. Por eso Ellen White insistió en que, en sus presentaciones, los
mensajeros de Minneapolis, lejos de degradar a Cristo, lo estaban exaltando.
No os ha tomado tentación, sino humana; mas fiel es
Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis llevar, antes dará
también juntamente con la tentación la salida, para que podáis aguantar (1 Cor 10:13).
¿Vivió Cristo por una justicia
inherente, o vivió por la fe?
“Nuestro Salvador dependía de su Padre celestial para recibir
sabiduría y fuerza para resistir y vencer al tentador” (3 MS, 151)
La fuerza de la tentación está en
el engaño. Es imposible tentar a Dios, puesto que él lo ve y lo conoce todo.
Pero Cristo había depuesto su omnisciencia, y tenía que vivir como hombre. La
fe puede ser tentada. Cristo vivió por la fe, puesto que “todo lo que no es de fe, es pecado”, y él no pecó
jamás.
Cristo es el ejemplo perfecto de
negarse a sí mismo (Juan 5:30; 6:38, etc). En Getsemaní oró al
Padre: “Si es posible, pase de mí este vaso; empero
no como yo quiero, sino como tú”. En aquella ocasión, tras encontrar a
sus discípulos dormidos, les dijo:
Velad y orad, para que no entréis en tentación; el
espíritu a la verdad está presto, mas la carne enferma (Mat 26:41).
Jesús también necesitó velar y
orar. Seguramente lo hizo más que nadie.
Romanos 8:3 dice: “En semejanza de carne de
pecado”. Si se hubiese tratado de la carne de Adán antes de la caída,
¿por qué añadió “de pecado”? Lo lógico
habría sido decir “en semejanza de carne”, o en semejanza de la carne de Adán
antes de la caída, etc. La palabra “semejanza” se traduce del griego omoioma, y significa semejanza, no diferencia. Si se emplea para decir
que ‘no se hizo realmente’ “carne de pecado”, entonces, en Filipenses 2:8,
donde se encuentra el mismo omoioma,
hay que concluir que ‘no se hizo realmente’ hombre. Veamos cómo entendió Ellen
White la palabra “semejanza”:
“Su naturaleza humana era creada; ni aun poseía las facultades de
los ángeles. Era humana, idéntica a la nuestra” (3 MS, 146).
¿Es “caída” nuestra naturaleza?:
“¡Qué amor! ¡Qué admirable condescendencia! ¡El Rey de gloria
dispuesto a humillarse descendiendo hasta el nivel de la humanidad caída!
Colocaría sus pies en las pisadas de Adán. Tomaría la naturaleza caída del
hombre y entraría en combate” (1 CBA,
1099).
Esta declaración es muy importante, pues
demuestra que cuando Ellen White habla de Cristo tomando la posición de Adán,
no está implicando en ello una carne impecable, no caída o distinta a la
nuestra, tal como como algunos pretenden.
Romanos 1:3 dice claramente cuál fue la carne que Cristo tomó: “De la simiente de David según la carne”. En Hebreos
2:14 y 17 leemos que participó de la misma carne y sangre que los “hermanos”, o que “los hijos”. La
única carne que han conocido los hermanos y los hijos, es carne de pecado:
naturaleza “caída” y “pecaminosa”, como escribió Ellen White refiriéndose a la
naturaleza humana que Cristo tomó al encarnarse (PE, 150, 152; MM, 238,
etc.). Cuando en esta tierra había “hermanos” y había “hijos”, no existía otra
clase de carne, puesto que el pecado había entrado antes que Adán y Eva
tuviesen descendencia.
La palabra sarx, en la Biblia, se emplea (excepto cuando se la usa en el
sentido de vianda) para denotar ese tipo de carne que incluye los clamores de
la naturaleza caída a los que hay que hacer frente y someter. Hacer exento a
Cristo de esa carne, lo aleja y lo saca absolutamente de la situación en la que
estamos los que hemos de ser salvos por él. Es como si no hubiese venido. Es
como si un águila te dijese: ‘¡Ven!, ¡sígueme!, ¡verás qué fácil es ir de esta
montaña a aquella otra!’, y se echa a volar hacia allí. Tú intentas seguirla
corriendo, y no es tan fácil… Gracias a Dios, ese no es el tipo de Salvador que
tenemos:
“Pero muchos dicen que Jesús no era como nosotros, que no era
como nosotros en el mundo, que él era divino, y que nosotros no podemos vencer
como él venció” (3 MS, 224).
Muchos lo dicen. Es más que
probable que hayas escuchado a más de uno decir exactamente eso. ¿Refleja la
enseñanza de Ellen White?
“No necesitamos colocar la obediencia de Cristo en una categoría
especial, como si fuera algo a lo cual él estuviera peculiarmente adaptado por
su naturaleza divina particular... En nuestras conclusiones cometemos muchos
errores debido a nuestras opiniones equivocadas acerca de la naturaleza humana
de nuestro Señor. Cuando nosotros le damos a su naturaleza humana un poder que
es imposible que el hombre tenga en sus conflictos con Satanás, destruimos el
carácter completo de su humanidad” (3 MS, 157-158).
Si no es nuestra carne la que
tomó, entonces no se pudo hacer nuestro representante, no pudimos estar “en él”,
lo mismo que estábamos todos “en Adán” cuando este pecó. Tampoco podría ser
nuestro modelo ni ejemplo. Y según 2 Juan 7, si no confesamos que
Jesucristo ha venido en sarx, somos engañadores, estamos del lado del anticristo. Es
significativo que el papado nunca ha negado que Cristo se hiciera hombre; de
hecho, afirma que fue 100% divino y 100% humano. Lo que niega es precisamente
que tomase nuestra carne, nuestra naturaleza en su condición caída.
En aquellas campañas misioneras
que tuvieron lugar en South Lancaster un año después de 1888 en las que
predicaban Jones, Waggoner y Ellen White, y que tan grandes reavivamientos
produjeron, todo lo comentado debía estar sin duda en la mente de la hermana
White, cuando declaró:
“Sentimos la necesidad de presentar a Cristo como un Salvador que
no está alejado, sino cercano, a la mano” (3 MS, 205).
El año 1994, William Johnsson
(editor de la Review and Herald),
anunció en nuestra revista el reciente descubrimiento de una carta escrita por
Ellen White a J.H. Kelloggs en 1903. Por haber sido mal archivada, no se había
sabido antes de su existencia. Al ser descubierta, se clasificó con la
referencia K-303. Uno de los párrafos se refiere a la humanidad de Cristo. Ella
misma añadió posteriormente puntualizaciones a esa carta, intercalando términos
explicativos, lo que indica la reflexión y esmero con los que trataba ese tema.
El párrafo dice así (las puntualizaciones que añadió ella misma, aparecen entre
los símbolos < y >):
“Cuando Cristo anunció por primera vez a la hueste celestial su
misión y obra en el mundo, declaró que abandonaría su posición de dignidad y
revestiría su santa misión asumiendo la semejanza de hombre, cuando en realidad
era el Hijo del Dios infinito. Y cuando llegó el cumplimiento del tiempo,
descendió desde su trono de alto mando, depuso sus ropajes reales y su corona
regia, vistió su divinidad con humanidad, y vino a esta tierra a ejemplificar
lo que la humanidad debe hacer y ser para vencer al enemigo y sentarse con el
Padre en su trono. Viniendo de la forma en que lo hizo, como hombre, <para enfrentar y sujetarse a> con todas las
malas tendencias de las que el hombre es heredero, <obrando de
toda manera imaginable para destruir su fe>, hizo posible el ser abofeteado por las agencias humanas
inspiradas por Satanás, el rebelde que fue expulsado del cielo”
Original:
When Christ first announced to the
heavenly host His mission and work in the world, He declared that He was to
leave His position of dignity and disguise His holy mission by assuming the
likeness of a man, when in reality He was the Son of
the infinite God. And when the fullness of time was come, He stepped down from
His throne of highest command, laid aside His royal robe and kingly crown,
clothed His divinity with humanity, and came to this earth to exemplify what
humanity must do and be in order to overcome the enemy
and to sit with the Father upon His throne. Coming as He did, as a man, <to meet and be
subjected to> with all the evil tendencies to which man is heir, <working in every
conceivable manner to destroy his faith>,
He made it possible for Himself to be buffeted by human agencies inspired by
Satan, the rebel who had been expelled from heaven.