El precio del engaño
Kelvin Mark Duncan

 

Esta semana estudiamos los trágicos resultados de la incredulidad, tal como quedaron demostrados en las experiencias de Isaac, Rebeca, Jacob y Esaú. Dios había dicho a propósito de los gemelos que albergaba la matriz de Rebeca:

Dos naciones hay en tu seno, dos pueblos divididos desde tus entrañas. Un pueblo será más fuerte que el otro pueblo, y el mayor servirá al menor” (Gén 25:23).

Al crecer los niños, Esaú vino a ser el favorito de Isaac debido a ser el más osado y apuesto. Pero Rebeca prefirió a Jacob por ser más hogareño.

Comenzaron a fraguar así dos sentimientos objetables. Isaac decidió que Esaú debía ostentar la primogenitura a pesar de lo que Dios había dicho, y Rebeca decidió asegurársela a Jacob debido a lo que Dios había dicho. Esos dos propósitos representan los dos tipos de rebelión que existen hoy en nuestro mundo. El deseo de Isaac, de una parte, representa la transgresión de la voluntad de Dios. Se lo reconoce rápidamente como el pecado que es. Ahora bien, el deseo de Rebeca consistía por toda apariencia en cumplir la voluntad de Dios, y a eso difícilmente se lo reconoce como pecado. ¿Cómo puede concebirse que “cumplir” la voluntad de Dios pueda llegar a ser pecado? ¿No se trata precisamente de lo que entendemos por ‘complacer al Señor’? En ese segundo acto de rebelión encontramos la esencia del viejo pacto: el pecado, presentado bajo una apariencia de justicia.

Cuando uno considera la perspectiva de hacer lo que agrada a Dios, la tendencia natural es averiguar cuál es la voluntad de Dios, y cumplirla. Eso es todo cuanto Rebeca pensó estar haciendo. Dios había dicho: “El mayor servirá al menor”, y ella interpretó que eso implicaba que ella debía esforzarse para que la primogenitura recayera en Jacob. Nada la podía complacer más, puesto que Jacob era su hijo favorito. Esta es la irónica verdad que emerge en la historia: estamos en idéntico peligro de caer, cuando tenemos la percepción de que la ‘voluntad’ de Dios satisface nuestros deseos naturales, como cuando está en oposición con ellos. Nuestra única seguridad consiste en caminar por fe. Pero ¿qué es fe?

La fe es esencial para complacer a Dios, ya que “sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que él existe y que recompensa a los que lo buscan” (Heb 11:6). Si el deseo de Rebeca hubiera sido complacer a Dios, si hubiera deseado realmente cumplir su voluntad, debiera haber comenzado por caminar por fe. Sin ella es imposible agradar a Dios. Ese es el principio fundamental que hemos de reconocer si queremos realmente cumplir la voluntad de Dios. De otra forma, nuestra “obediencia” resultará no ser más que rebelión.

Ahora bien, si es que hemos de “caminar por fe”, debemos ciertamente comprender lo que esa expresión encierra. Por lo tanto, repetimos la pregunta: ¿Qué es fe? El mensaje de 1888 provee una definición clara y concreta:

La fe es completa dependencia de la palabra de Dios solamente, para el cumplimiento de lo que esa palabra dice (A.T. Jones, Review and Herald, 21 febrero 1899).

Obsérvese el énfasis en la palabra “solamente”. Rebeca pensaba sin duda que tenía fe en la palabra de Dios, puesto que asentía mentalmente a la misma. Estaba de acuerdo con la palabra de Dios a un nivel intelectual. No sólo eso: estaba determinada a que se cumpliera esa “voluntad de Dios”.

En consecuencia, recurrió a la astucia a fin de evitar que se materializaran los deseos claramente rebeldes de Isaac, su marido. Recurriendo a un elaborado plan de engaño, Rebeca y Jacob tuvieron éxito en la consecución fraudulenta de la primogenitura. Excepto que estemos dispuestos a admitir que Dios aprobó esa diabólica maquinación, la conclusión a la que debemos llegar es que la aparente bendición de Dios no es necesariamente evidencia de rectitud por nuestra parte. Dios hace brillar el sol sobre justos e injustos. La bendición de la primogenitura recayó sobre Jacob a pesar de haber participado en el pecado de su madre por asegurársela. Sí: pecaron a fin de cumplir “la voluntad de Dios”. El anterior debiera ser un relato aleccionador para nosotros hoy. Si hemos de transgredir su ley a fin de cumplir “su voluntad”, si hemos de ceder en la menor desviación de la absoluta integridad, sinceridad y amor fraternales, podemos tener la certeza de que nuestro “cumplir la voluntad de Dios” es en realidad rebelión contra él disfrazada. Ni el mero asentimiento mental a la palabra de Dios, ni siquiera el deseo de verla cumplida, alcanzan al concepto de lo que constituye la fe.

Hay fe cuando dependemos de la palabra solamente. La fe no consiste en comprender el objetivo de la palabra, mientras que no dependemos del poder de esa misma palabra para el cumplimiento de dicho objetivo. Procurar el cumplimiento de la palabra mediante el poder de la carne es rebelión flagrante contra la palabra: es la esencia del viejo pacto. Aquí es donde tropiezan infinidad de fervientes cristianos. La fe no sólo permite que la palabra especifique aquello que debe cumplirse, sino que permite igualmente que el poder de la palabra lo efectúe. A.T. Jones lo expresó así:

Y todos “los que son de fe son benditos con el creyente Abraham”. Todos los que excluyendo —sí, repudiando— toda obra, plan, argucia y esfuerzo propios dependen total y únicamente de la palabra de Dios para el cumplimiento de lo que esa palabra dice, esos son “los que son de fe”, y son benditos con la justicia de Dios junto al creyente Abraham” (A.T. Jones, Review and Herald, 24 enero 1899).

Eso es lo que debieran haber hecho Rebeca y Jacob. Repudiando todas las obras, planes, argucias y esfuerzos propios, debieron haber reposado en la palabra de Dios. Entonces habrían visto la bendición de Dios. Si se hubieran apoyado en la palabra de Dios, Rebeca habría evitado tener que separarse de su hijo predilecto para no volver a verlo más en vida. Jacob habría evitado el pesar y remordimiento de una conciencia culpable. Habría evitado veinte años de exilio de la casa de su padre, y el terror de saber que su hermano venía a su encuentro con cuatrocientos hombres armados. Habría evitado aquella noche de lucha agónica con el Señor, a quien creyó un enemigo mortal. Habría recibido de todas formas la bendición, y habría evitado las terribles consecuencias de depender de sí mismo.

Si fuéramos capaces de aprender la lección que este relato tiene por objeto enseñarnos, ¿cuántas separaciones, cuántos años de exilio, cuántos mensajes aterradores y cuántas noches de lucha contra Aquel que tanto nos ama podríamos evitar? Dios desea bendecirnos con la posesión de nuestra primogenitura, pero no puede otorgar la plenitud de su bendición a quienes la procuran mediante estratagemas. No la puede dar a quienes la buscan según un camino que es en sí mismo rebelión. Será otorgada solamente a quienes la reciban por la fe, a quienes dependan de la misma palabra de Dios que lo ha prometido, y de su palabra solamente.

Enseñar a las personas a ejercer la fe es enseñarles a esperar que la palabra de Dios haga lo que dice, y a depender de ella para la realización de lo dicho por la palabra; cultivar la fe mediante la práctica hará que aumente la confianza en el propio poder de la palabra de Dios para llevar a efecto lo que dice esa palabra, y depender de esa misma palabra para el cumplimiento de lo que dice.

Y el conocimiento de lo que significa la Escritura cuando nos urge a la necesidad de cultivar la fe es más esencial que cualquier otro conocimiento que se pueda adquirir (Ellen White, Review and Herald, 18 octubre 1898).

¿Estás cultivando la fe? (A.T. Jones, Review and Herald, 27 diciembre 1898).      

 

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