El significado actual del juicio

R.J. Wieland, 29 septiembre 2006

 


La Guía de Estudio que está a punto de terminar es digna de ser atesorada y restudiada. Pide al Señor que grabe en lo profundo de tu corazón las verdades que has podido descubrir y apreciar durante estas catorce lecciones.

No es ningún secreto que las verdades objeto de estudio en este trimestre son desafiadas, rechazadas o ignoradas por una parte significativa de la iglesia mundial. Destaquemos aquí algunos puntos importantes:

(1) La verdad es más importante que el mero consenso eclesiástico. “Compra la verdad y no la vendas” (Prov 23:23). El propio Jesús promete: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:32). La verdad impedirá que tropieces y que vendas tu preciosa primogenitura cuando se imponga la ineludible “marca de la bestia”.

(2) Expresándolo de otra manera: ¿Será nuestra Iglesia en verdad adventista del séptimo día, o estamos viniendo a convertirnos (imperceptiblemente) en la Iglesia bautista del séptimo día?

(3) ¿En qué consiste el bautismo del séptimo día? Es algo así como una Iglesia adventista del séptimo día a la que se le ha sustraído la verdad de la purificación del santuario desde 1844: la verdad que nos ha hecho el pueblo singular que somos. Los bautistas del séptimo día son buenas personas sin ninguna duda. Pero en general están en la confusión, habiendo perdido la razón que nos da existencia como pueblo.

 

Esta es la cuestión: ¿Cuál es hoy el significado del juicio?

No se trata de una orden divina que genera miedo, algo así como: ‘¡Sé perfecto, o asume que te vas a perder!’ Esa noción de la imperiosidad divina ha sido causa de desánimo entre la juventud, y ha contribuido a la confusión reinante. Dios no está por la labor de echar fuera de su reino a las personas, sino que está haciendo todo lo posible para llevarlas a él, para que vivan en la felicidad por siempre.

Se trata simplemente de permitir al Espíritu Santo que realice la obra que desea llevar a cabo: perdonar todos nuestros pecados y reconciliar completamente nuestros corazones alejados de Aquel que es nuestro Salvador. No es nuestra obra el hacernos “perfectos” a nosotros mismos, ni lo ha sido nunca. ¡Es la obra del Salvador! Sí que toca a nosotros dejar de estorbarlo en su obra, y permitirle avanzar mediante la labor de su Espíritu Santo, quien está haciendo aflorar continuamente pecados sumergidos en lo profundo, pecados de cuya presencia en nosotros ni siquiera habíamos soñado. Puedes decirle: ‘Sí. Adelante. Prefiero a Cristo que al pecado’, o puedes decirle: ‘Déjame en paz. Quizá en otra ocasión... No quiero vencer y desprenderme de eso que me resulta tan agradable’. Y el juicio va avanzando veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

El día simbólico de la expiación que tenía lugar una vez al año, enseñaba preciosas buenas nuevas:

En este día se hará expiación por vosotros, y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová” (eso incluye los pecados de los que no teníamos conocimiento, Lev 16:30).

Pero observa: ¿quién efectuaba la obra? —El sumo sacerdote, simbolizando a Jesús, nuestro Señor y Salvador. Es cierto que el pueblo debía cooperar con el sumo sacerdote. En general, los israelitas mantenían ese pequeño día de la expiación como algo sagrado. ¡Cuánto más debiéramos nosotros observar el gran y auténtico Día de la Expiación, que viene dándose desde 1844, fecha marcada por el final de los dos mil trescientos días-años de la profecía!

Una grave distorsión de esas buenas nuevas ha hecho que algunos piensen que lo anterior es equivalente a la herejía del perfeccionismo. Añade a esa concepción equivocada la constatación universal de cuán imperfectos somos, y comprenderás la prisión de malas nuevas y pesimismo en la que tantos están encerrados. ¿Quién puede encontrar deseable una vida así?

A fin de corregir esa distorsión y de crear a los cristianos más felices sobre la tierra, Dios envió en su gran misericordia el preciosísimo mensaje de 1888. Al ser recibido, vendría a significar algo así como el cumplimiento de lo que simbolizaba aquel décimo día del séptimo mes. ¡El día terminaba con todo el pueblo flotando en el aire de felicidad! Estaban de nuevo plenamente felices por estar reconciliados, en comunión con Dios y con cada uno de sus semejantes. Las preciosas buenas nuevas del Día de la Expiación están pletóricas de poder.

En aquel día simbólico desaparecían las enemistades, se recomponían las relaciones rotas. Esposos y esposas recuperaban aquel amor que los había unido. Hasta la más seductora idolatría que tan frecuentemente los entrampaba era objeto de repudio, pues en aquel gran día habían gustado algo mucho mejor: el poder del evangelio. Se trata de “Elías” haciendo “volver el corazón” de unos hacia los otros.

Era el plan de Dios que el Día de la Expiación que se inició en 1844 terminara con la aceptación, y no el rechazo “en gran medida” del preciosísimo mensaje dado en 1888, previsto para florecer en la iluminación de toda la tierra con la gloria señalada por ese cuarto ángel de Apocalipsis 18 mediante “movimientos finales” que serían “rápidos”, pero que tan atrás quedaron ya.

Un pueblo completamente reconciliado con Dios y con su prójimo: ese es el significado del juicio hoy.

Pero ha llegado el momento en el que se impone un cambio en el paradigma del pensamiento: la motivación subyacente no puede ser una preocupación egocéntrica por nuestra salvación personal (que ha tintado muchas de las lecciones este trimestre), sino una nueva preocupación porque Jesús reciba su recompensa. No el deseo de recibir nuestra corona, sino el deseo de que Cristo reciba a su Esposa.

Los redimidos no estarán entonces preocupados por su dignidad o indignidad. El sentimiento común de todos los redimidos será este:

El Cordero que fue inmolado es digno” (Apoc 5:12).

Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isa 53:11).

¿Piensas en el gozo que merece Jesús, en consecuencia de la aflicción de su alma por la salvación de la raza humana? No es necesario que esperes a su segunda venida:

Entra [ya] en el gozo de tu Señor” (Mat 25:21).          


 

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