Evangelio de Cristo

LB, 2001

 

Jehová dijo a Moisés: Hazte una serpiente ardiente, y ponla sobre la bandera: y será que cualquiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá” (Núm 21:8).

Yo, si fuere levantado de la tierra, a todos traeré a mí mismo. Y esto decía dando a entender de qué muerte había de morir” (Juan 12:32-33)

Queremos fijar nuestra atención en el lugar santísimo del verdadero santuario, el celestial. La razón es esta: Jesús, nuestro Salvador, se encuentra precisamente allí. Se encuentra allí ahora mismo intercediendo por ti, mientras lees o escuchas esta reflexión.

Tenemos la promesa: “El santuario SERÁ purificado” (Daniel 8:14).

Sabemos que a esa obra de purificación del santuario en el cielo corresponde una obra paralela de purificación de los corazones en la tierra. Cristo quiere preparar al mundo para su venida, mediante un pueblo que lo represente en carácter.

Aunque si viajas a Palestina no podrás encontrar al Salvador clavado en una cruz, el método que sigue para atraer a todos a sí, para atraerte a ti, el método que sigue para prepararnos, es siempre el mismo que exponen los dos textos que acabamos de leer. Bosquejado en el Antiguo Testamento (Núm 21:8), anunciado por Jesús en Juan 12:32, y aclarado fuera de toda duda por Juan mismo en el siguiente versículo.

Observa estos otros pasajes de la Escritura:

Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra” (Isa 45:22).

Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma semejanza, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor 3:18).

Puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, en Jesús; el cual, habiéndole sido propuesto gozo, sufrió la cruz, menospreciando la vergüenza, y sentóse a la diestra del trono de Dios. Reducid, pues vuestro pensamiento a Aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, porque no os fatiguéis en vuestros ánimos desmayando” (Heb 12:2-3).

 “Derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalem, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y harán llanto sobre él, como llanto sobre unigénito, afligiéndose sobre él como quien se aflige sobre primogénito” (Zac 12:10; ver Isa 17:7).

Los textos anteriores resumen la promesa que es complementaria a la de Daniel 8:14.

·       Daniel nos anuncia QUÉ va a suceder: “El santuario será purificado

·       Zacarías nos dice CÓMO va a suceder: “Mirarán a mí, a quien traspasaron

A una campaña evangelística asistió en cierta ocasión un joven que tuvo una experiencia muy singular. Él mismo la relató posteriormente en estos términos:

“Hace muchos años, en una oscura tarde lluviosa, me encontraba sentado en una carpa, donde un siervo del Señor presentaba el evangelio de su gracia. Soy incapaz de recordar uno solo de los textos que citó en aquella ocasión, así como tampoco las palabras pronunciadas por el predicador. De hecho, nunca fui consciente de haber escuchado frase alguna que haya podido recordar, pero hacia la mitad del discurso, me sobrevino algo que significó el punto decisivo en mi vida.

De repente resplandeció sobre mí una luz y la carpa pareció iluminarse como si el propio sol brillase en medio de ella. Vi a Cristo crucificado por mí, y me fue revelado por primera vez en toda mi vida el hecho de que Dios me amaba, y que Cristo se dio por mí personalmente. Todo fue por mí. Aunque fuese capaz de describir lo que sentí, no sería comprendido por quienes nunca han tenido una experiencia similar, y a los tales tampoco ayudaría mayor explicación.

Sabía que la Biblia es el libro de Dios, escrito por santos hombres que fueron inspirados por el Espíritu Santo. Me di cuenta de que esa luz que me sobrevino era una revelación directa del cielo; por lo tanto, comprendí que en la Biblia debería encontrar el mensaje del amor de Dios por los pecadores individuales. Decidí dedicar el resto de mi vida a encontrarlo allí, y a aclararlo a otros.        

La luz que en aquel día brilló sobre mí procedente de la cruz de Cristo, ha sido mi guía en todo el estudio de la Biblia. Allí donde leyese en el libro sagrado, he encontrado a Cristo como el poder de Dios para la salvación de las personas, y eso es todo cuanto he encontrado.

La Biblia no fue escrita con otro propósito que el de mostrar el camino de la vida. Contiene historia y biografía, pero sólo como parte del mensaje del evangelio. Ni una sola línea se ha escrito con otro fin que no sea el de revelar a Cristo. Cualquiera que la lea con otro propósito que no sea encontrar allí el camino a la salvación del pecado, la lee en vano. Estudiada a la luz del Calvario se convierte en una delicia, y temas que de otra forma serían oscuros quedan iluminados como el mediodía.

Un tema está presente a lo largo de toda la Biblia: el pacto eterno de Dios. Al pie de la cruz, uno puede ver la obra del eterno propósito de Dios según el intento suyo, que nos dio ‘en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos’ (2 Tim 1:9)”

 

A veces nos preguntamos en qué consiste, en esencia, llevar a otros al evangelio. Teniendo en cuenta que el evangelio es la realidad de cómo Cristo vino al hombre, cómo vino a esta tierra haciéndose uno con nosotros y tomando nuestra condenación a fin de darnos su vida, resulta que llevar las personas a Cristo es básicamente hacerles ver cómo Cristo ha venido a ellas.

Puedes leer la Biblia desde el principio hasta el final: no encontrarás ninguna parábola en la que una oveja perdida tenga que ir en busca de su pastor. Pero hay una preciosa parábola que ilustra la forma en la que el Buen Pastor va a buscar a su oveja perdida, y la busca “hasta que la halla” (Luc 15:4-7).

Es posible reconocer un esquema recurrente en las cartas de Pablo. Consiste en DOS SECCIONES diferenciadas, presentadas en un orden concreto:

1.   La exposición del evangelio: la forma en que Dios ha venido a nosotros en Jesús, su Hijo unigénito. La exposición de aquello que Jesús ha hecho por nosotros “en Cristo Jesús [desde] antes de los tiempos de los siglos”.

2.   La respuesta que se espera de quienes hemos recibido el evangelio con provecho: cómo debemos aceptarlo y recibirlo por la fe, cuál es el resultado, cuáles los frutos de aceptar la verdad tal cual es en Jesús.

Ese esquema se ve claramente en Romanos (1-8 / 9-16), Gálatas (1-4 / 5-6), Efesios (1-3 / 4-6), etc. En algunas epístolas, como Colosenses, no es tan evidente esa división, pero permanece el principio:

A vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os vivificó juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Col 2:13).

Hasta aquí (1ª sección), todavía no nos da ningún consejo, ninguna amonestación o exhortación. Primero expone el evangelio: la buena nueva de lo que Dios ha hecho en el don de Cristo: perdonar todos los pecados. Y a continuación:

 “De la manera que Cristo os perdonó (1ª sección), así también hacedlo vosotros (2ª sección)” (Col 3:13; también Efe 4:32; Juan 15:12; 1 Juan 3:16).

Dios nunca nos pide que hagamos nada por nuestro prójimo [respuesta al evangelio] que él no haya hecho ya previamente por nosotros [evangelio]. A lo largo de toda la Biblia, lo que Dios es y lo que ha hecho por nosotros, es la motivación y fundamento moral de todo deber cristiano.

Los buenos consejos nunca vienen antes de las buenas nuevas. Jesús no puede ser nuestro ejemplo antes de ser nuestro Salvador. El orden es importante.

En el Antiguo Testamento:

·       Tras la caída, es Dios quien busca a Adán. Adán se estaba escondiendo de Dios. El primer paso en la redención no fue que Adán fuese a buscar a Dios.

·       Isaías 44:22: “Vuélvete a mí, porque yo te redimí”.

·       Jeremías 31:3: “Jehová se manifestó a mí ya mucho tiempo ha, diciendo: Con amor eterno te he amado; por tanto, te soporté con misericordia”.

·       Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de siervos” (Éxodo 20:2). Luego vienen los mandamientos.

Volvemos al Nuevo Testamento, donde la idea está expresada en mayor claridad:

Dios, que es rico en misericordia, por su mucho amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo; por gracia sois salvos” (Efe 2:4-5).

No convertimos a Cristo en nuestro Salvador al creer en él. Él es —era ya— nuestro Salvador. No provocamos la venida de la gracia en ningún sentido. La gracia nos precedió, y Jesús es el Cordero inmolado desde la fundación del mundo.

[Él] “nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme a nuestras obras, mas según el intento suyo y gracia, la cual nos es dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2 Tim 1:9).

La recepción del Don no puede ocurrir antes de haber sido dado. Juan el Bautista declaró: “No puede el hombre recibir algo, si no le fuere dado del cielo” (Juan 3:27). Hemos de aceptar el don, pero los argumentos para apropiarnos personalmente de él, están contenidos en el Don mismo y en el hecho de haber sido dado.

El único y gran valor que tiene el ser humano deriva del hecho de haber sido creado a imagen de Dios, y de haber sido redimido por su gracia. El hecho de aceptar esa redención, no añade mérito ni valor alguno (Juan 15:16). Ningún redimido, en la Nueva Jerusalén, se sentirá “digno” de estar allí por el hecho de haber creído, de haber aceptado el don. Sólo “el Cordero es digno”. Sólo Cristo “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor 1:30). En él están encerrados todos los tesoros de sabiduría y conocimiento (Col 2:3).

Resumiendo lo dicho, como leemos en Romanos 2:4, es la bondad de Dios la que nos guía al arrepentimiento y no a la inversa; no es nuestro arrepentimiento el que desencadena la bondad de Dios.

A veces estamos tentados a “ganar tiempo”. Nos parece más resolutivo ir directamente a la segunda sección, a lo que nosotros hemos de hacer en respuesta al evangelio, y reunimos una lista de todos nuestros deberes, o lo que es peor: enumeramos los deberes de los demás. Dirigimos la atención al costo de seguir a Jesús sin haberla dirigido antes a lo que costó al Cielo nuestra salvación. Nos perdemos en largas listas de lo que hemos de hacer, y de cómo lo hemos de hacer.

Hace años decíamos sin rubor que teníamos que obedecer la ley. Eso ahora parece legalista, así es que preferimos decir que tenemos que amar a Dios y amar al prójimo, amarnos entre nosotros. Eso es muy cierto, pero al decirlo creemos estar predicando la gracia, el evangelio, y sin embargo aún estamos predicando la ley.

La ley dice que hemos de amar a Dios y amar al prójimo (Mat 22:36-40). El problema es: ¿podemos hacerlo? —No, si no hemos recibido antes la gracia, el evangelio. Y el evangelio no es la ley. No es malo predicar la ley. Pero nunca hemos de separarla de la gracia, porque entonces ya no sería la ley de Dios. Es imperativo que prediquemos el evangelio, y el mejor momento para hacerlo es siempre, pero especialmente antes de señalar las demandas de la ley. De hecho, ley y evangelio van unidos, pero Dios no ha puesto el poder en la ley, sino en el evangelio (Rom 1:16). El poder no está en nuestra respuesta al evangelio, sino en Cristo: el evangelio mismo. Como leemos en 1 Juan 4:10: “En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó a nosotros”. El amor de Dios por nosotros, manifestado en el don de Cristo, es el evangelio, y “el último mensaje de clemencia que ha de darse al mundo, es una revelación de su carácter de amor” (PVGM, 342).

EVANGELIO significa buenas nuevas. Nunca hemos de presentar los frutos, las demandas del evangelio ni tampoco nuestra forma de aceptarlo, como un sustituto o equivalente del evangelio. Los frutos, las demandas y nuestra forma de aceptar el evangelio, son actitudes o cosas, pero el evangelio es una Persona. Las cosas pueden hacernos perder de vista a la Persona. Aquel que no ha sido transformado por la contemplación del amor de Dios en Cristo, no tiene fuerzas para amar a Dios ni para amar al prójimo. La ley del amor se convierte para él en una carga pesada, en un yugo opresivo.

En una ocasión algunos preguntaron a Jesús:

¿Qué haremos para que obremos las obras de Dios? [querían ir directamente a la segunda sección] Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Juan 6:28-29).

¿Hay ahí alguna lección que podemos aprender? Leemos en 2 Corintios 13:5: “Examinaos, probaos”. Te invito a que nos examinemos, nos probemos, mediante la comprensión que tenemos de dos parábolas.

·       EL BUEN SAMARITANO

·       LA PERLA DE GRAN PRECIO

A diferencia de otras ocasiones, Jesús expuso estas dos parábolas, pero no las explicó. Nos encomendó a nosotros esa tarea.

¿Cómo las comprendemos? ¿Vemos en ellas lo que Cristo ha hecho por nosotros (1ª sección: el evangelio), o queremos ir directamente a lo que nosotros hemos de hacer en respuesta (2ª sección: nuestra respuesta al evangelio)?

 

EL BUEN SAMARITANO (Lucas 10:29-35)

El hombre herido junto al camino, fue:

·        robado

·        despojado de sus ropas

·        herido y dejado medio muerto, dejado inconsciente

A diferencia del levita y el sacerdote, el buen samaritano:

·        vino

·        lo vio

·        se compadeció de él

·        no le hizo ningún reproche por estar en esa condición

Sin el consentimiento del hombre herido:

·        se acercó

·        echó aceite y vino en sus heridas

·        vendó sus heridas

·        lo puso sobre su cabalgadura

·        lo llevó al mesón, lo cuidó durante toda la noche

·        hizo provisión de dinero y de cuidado

·        pagó el coste, dejó un depósito en su favor

·        hizo provisión para sus necesidades futuras

Nos solemos ver en el buen samaritano, y solemos deducir que la lección de la parábola es una amonestación a que seamos compasivos con cualquier ser humano (prójimo), SIN HACER ACEPCIÓN DE PERSONAS. Es decir, representa la 2ª sección: lo que hemos de hacer en respuesta al evangelio.

¿Podría ser que el buen samaritano representara a Cristo, quien es el Salvador del mundo, SIN HACER ACEPCIÓN DE PERSONAS? En ese caso, la lección de la parábola sería el evangelio mismo (1ª sección).

Al ser vencido por Satanás, Adán (y con él toda la raza humana incluyéndonos a nosotros), fue:

·        despojado de sus vestiduras

·        herido, magullado y golpeado

·        dejado medio muerto

·        robado

·        dejado inconsciente de su verdadera condición

Entonces, Jesús:

·        vino

·        nos vio

·        tuvo compasión de nosotros

·        no nos reprochó nuestra condición

·        no nos presentó primeramente la ley

Sin que se lo pidiéramos, y sin pedir nuestro consentimiento:

·        se acercó, haciéndose nuestro pariente más próximo

·        curó nuestras heridas con aceite y vino

·        vendó nuestras heridas

·        nos vistió

·        nos incorporó en su cabalgadura

·        nos cuidó durante nuestra larga noche

·        hizo provisión para nuestras necesidades

·        nos puso bajo el cuidado de su iglesia

·        pagó todas nuestras deudas

·        hizo un depósito para nuestras futuras necesidades

 

LA PERLA DE GRAN PRECIO (Mat 13:46)

Solemos entender que debemos dejarlo todo para tener a Cristo. Según eso, la lección que contiene no es el evangelio —lo que Cristo hizo por nosotros—, sino lo que nosotros hemos de hacer en respuesta al evangelio.

¿Cabe pensar que la parábola nos habla del evangelio, de la buena nueva de que Cristo lo dejó todo, lo dio todo, para rescatarnos a nosotros? ¿Es correcto entender la parábola así, siendo Cristo el Comerciante celestial, y la humanidad perdida la perla de gran precio (para él)?

 

Aquel joven que en una carpa tuvo la vislumbre de Cristo muriendo por él personalmente, llegó posteriormente a ser pastor. Su nombre es E.J. Waggoner. Ellen White, quien fue su contemporánea, tras oírle en Minneapolis en unas predicaciones en las que presentaba los encantos incomparables de Cristo, escribió: “Cada fibra de mi corazón decía: Amén”. Ella supo discernir allí, por encima de la imperfección del lenguaje humano, los tonos inequívocos de la voz del Buen Pastor, preparando a su Esposa para las bodas del Cordero, y lo hacía mediante el evangelio de la cruz, mediante la exposición de su bondad hacia nosotros (1ª sección: evangelio), no mediante una lista de deberes, reproches o amonestaciones a la obediencia (2ª sección: respuesta esperada al evangelio).

Libros que ella escribió posteriormente a esa época contienen grandes vislumbres, nuevas profundidades del amor de Dios hacia el pecador. Observa la aplicación que da a las dos parábolas que hemos considerado:

El Deseado de todas las gentes, 464 (relativa al buen samaritano): 

Mediante la historia del buen samaritano, Jesús pintó un cuadro de sí mismo y de su misión. El hombre había sido engañado, estropeado, robado y arruinado por Satanás, y abandonado para que pereciese; pero el Salvador se compadeció de nuestra condición desesperada. Dejó su gloria, para venir a redimirnos. Nos halló a punto de morir, y se hizo cargo de nuestro caso. Sanó nuestras heridas. Nos cubrió con su manto de justicia. Nos proveyó un refugio seguro e hizo completa provisión para nosotros a sus propias expensas. Murió para redimirnos”.

Y ahora sí, ahora nos dice: “Ve, y haz tú lo mismo” (Juan 15:12).

Palabras de vida del gran Maestro, 90 (relativa a la perla de gran precio):

La parábola del tratante que busca buenas perlas tiene un doble significado: se aplica no solamente a los hombres que buscan el reino de los cielos, sino también a Cristo, que busca su herencia perdida. Cristo, el comerciante celestial, que busca buenas perlas, vio en la humanidad extraviada la perla de gran precio. En el hombre, engañado y arruinado por el pecado, vio las posibilidades de la redención. Los corazones que han sido el campo de batalla del conflicto con Satanás, y que han sido rescatados por el poder del amor, son más preciosos para el Redentor que aquellos que nunca cayeron. Dios dirigió su mirada a la humanidad no como a algo vil y sin mérito; la miró en Cristo, y la vio como podría llegar a ser por medio del amor redentor. Reunió todas las riquezas del universo, y las entregó para comprar la perla”.

¿Puedes ver así a TODOS tus hermanos? ¿Puedes ver así al hermano que te calumnia, al que te maldice, al que te desprecia? ¿Puedes ver así al incrédulo que ignora o desprecia tu acercamiento misionero? Si es así, has comprendido y recibido el evangelio, pues manifiestas el carácter de Jesús que sólo el Espíritu Santo puede producir. Recuerda que el Señor no nos restaura con amenazas ni con órdenes, sino con su perdón. Si lo has recibido de él, no te será difícil dispensarlo a los que te rodean por más indignos que pudieran ser de tu perdón.

¿Te parece que pueda haber algún tiempo mejor aprovechado que aquel que dedicamos a contemplar lo que Dios hizo por nosotros, en Cristo (al evangelio)?

¡Presentar el evangelio es la única forma de poder obtener la respuesta al evangelio!

Te propongo dedicar unos minutos a considerar la cruz, desde el punto de vista del Padre. Son buenas nuevas que transforman. Contienen el poder del evangelio.

¿Qué debió significar para el “Padre nuestro que estás en los cielos” dar a su Hijo unigénito?

Tenemos un reflejo en la experiencia de Abraham al dar a su hijo único Isaac, pero:

·           Isaac no era portador del pecado

·           Isaac no se enfrentaba a la muerte eterna

·           Isaac nunca se sintió abandonado por su padre

En la página 126 de Primeros escritos tenemos una vislumbre de lo que sucedió en el cielo cuando se decidió el plan de la redención. Es un auténtico tesoro:

El cielo se entristeció al saber que el hombre estaba perdido y que el mundo creado por Dios iba a poblarse de mortales condenados a la miseria, la enfermedad y la muerte, sin remisión para el ofensor. Toda la raza de Adán debía morir. Vi entonces al amable Jesús y contemplé una expresión de simpatía y tristeza en su semblante. Luego lo vi acercarse a la deslumbradora luz que envolvía al Padre. El ángel que me acompañaba dijo: ‘Está en íntimo coloquio con el Padre’. La ansiedad de los ángeles era muy viva mientras Jesús estaba conversando con su Padre. Tres veces quedó envuelto por la esplendente luz que rodeaba al Padre, y la tercera vez salió de junto al Padre, de modo que ya fue posible ver su persona.

Su semblante era tranquilo, exento de perplejidad y turbación, y resplandecía de amor y benevolencia inefable. Dijo entonces a los ángeles que se había hallado un medio para salvar al hombre perdido; que él había estado intercediendo con su Padre, y había obtenido el permiso de dar su vida como rescate de la raza humana y de tomar sobre sí la sentencia de muerte a fin de que por su medio pudiese el hombre encontrar perdón”.

Al leer esto, se plantea una cuestión: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que conocen el final desde el principio, debían saber que en algún momento el pecado iba a irrumpir en la familia humana de Adán. El pecado no fue algo que sorprendió a la Deidad.

Sin embargo, aquí vemos que, tras haber entrado el pecado en la tierra, Jesús ruega al Padre. Hemos leído cómo informó a los ángeles de que había estado intercediendo, rogando a su Padre. Y hemos leído que, no una vez, ni dos, sino tres veces fue al Padre para presentarle su petición.

Si el Padre hubiese accedido la primera vez a la petición de Jesús de ser hecho el portador del pecado, ¿habría habido razón por la que Jesús debiera haber vuelto por una segunda y tercera vez? Si hubiese quedado decidido, no hubiera habido más veces, y se habría dado el informe a los ángeles después de la primera reunión. Pero aparentemente fue necesario persuadir al Padre. Jesús tuvo que insistir a fin de poder ofrecerse como sacrificio por los pecados del mundo.

¿Qué debió significar entregar a su Hijo amado, para Aquel que tiene contados cada uno de nuestros cabellos, para Aquel a quien no pasa desapercibida ni la caída de un pajarillo en tierra, para Aquel cuya compasión no conoce límites?

A veces tenemos la idea de que el Padre es distinto al Hijo en su trato con nosotros. Lo vemos más distante, con menor ternura, y hacemos una distinción entre la actitud de uno y otro.

Pero el pasaje que hemos leído nos dice otra cosa. Nos dice que cuando el pecado entró en el mundo, la dádiva de Jesús no fue algo maquinal, automático. El Padre tuvo una lucha terrible. Fue una lucha tan real, que tras escuchar la petición de su Hijo, por dos veces el Padre despidió a Jesús para quedarse solo. ¿Qué podemos suponer que debió cruzar su mente de amor infinito?

Debió contemplar el trato que su Hijo tendría que sufrir. Debió observar toda la vida de Jesús en esta tierra. Debió ver a su Hijo en la encarnación, despojándose de su gloria y viniendo a hacerse un bebé indefenso a fin de ingresar en una raza, la humana, incapaz de ver el final desde el principio, donde sólo la fe permite avanzar por el largo y oscuro túnel. Debió verlo crecer y desarrollarse, pasar por la niñez y la adolescencia para llegar a la juventud y la vida adulta como objeto de ridículo, burla y desprecio. Debió verlo en su relación con los padres terrenales a cuyo cuidado lo habría de dejar confiado. Lo debió ver aprendiendo en las rodillas de su madre la ley que él mismo proclamara anteriormente en el Sinaí.

Debió ver el principio del ministerio de Jesús. Su bautismo. Sus 40 días en el desierto. Sus terribles tentaciones allí. La selección de los discípulos. Debió ver cómo las personas sencillas del pueblo responderían aceptando con gozo su mensaje de salvación. Vio también la actitud de aquellos que reclamaban su condición de dirigentes espirituales, cómo finalmente arrastrarían al pueblo, y cómo su orgullo los llevaría a condenar y dar muerte a su Hijo, en nombre de un supuesto interés general y unidad de su pueblo (Juan 11).

Hasta las escenas finales, el Padre debió contemplar a su Hijo sosteniéndose en la fortaleza del Espíritu. Durante la primera parte de la vida de Jesús y de su ministerio público, Jesús haría frente a todo ataque de Satanás en la seguridad de que el Padre estaba con él. Y en esa seguridad Jesús sería como una roca inquebrantable, saldría victorioso en cada conflicto.

Pero el Padre debió entonces contemplar el Getsemaní. Sería allí donde por vez primera Jesús comenzaría a experimentar la angustia desgarradora de la separación de su Padre. Ahora el Padre contempla a su Hijo, no como a la Roca inquebrantable, sino como a un ser indefenso en las manos de su enemigo despiadado y cruel. Ahora ve a su Hijo amado como al cordero que es llevado al matadero.

¿Qué sentiríais si uno de vuestros hijos os fuera secuestrado, para enfrentarse a la muerte? Terrible, sin duda, pero por tanto tiempo como pudieseis mantener alguna comunicación con él, podríais darle la seguridad de que lo queréis con todo vuestro corazón. Pero imaginad ahora que queda interrumpido el contacto en el momento de su más extrema necesidad e indefensión. No sólo eso. Además, vuestro hijo siente que sois vosotros quienes le habéis colgado el teléfono, que ya no queréis comunicaros más con él.

Vosotros sabéis que no es así, que sentís hacia vuestro hijo más amor que nunca. Pero ¿qué piensa el niño? Cuando Cristo fue hecho el portador del pecado del mundo, ese contacto con su Padre del que tanto dependía resultó interrumpido. Para el Hijo resultaba terrible, y le hizo clamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” ¿Qué debió ser para el Padre? Esa debió ser la lucha del Padre en el cielo. Debió observar el momento en el que su Hijo se iba a sentir totalmente abandonado; debió verlo recorrer el valle de sombra de muerte sin que hubiera nadie que lo consolara; debió verlo sufriendo la experiencia de la muerte eterna, y ese pensamiento debió quebrantar su corazón.

Finalmente, en el cielo, Jesús se dirige al Padre por tercera vez para rogarle. Nos podemos preguntar si el Padre sintió alivio o congoja al recibir aquella tercera visita de su Hijo amado. Nuevamente Jesús ruega al Padre que le permita ser el sacrificio por tus pecados y los míos, el sacrificio por los pecados del mundo. Jesús ruega al Padre que le permita sufrir la muerte que te corresponde a ti y a mí, para que tú y yo no tengamos que sufrirla y podamos vivir eternamente. El Padre tiene que decidir a quién entregará. Sólo caben dos posibilidades, y son mutuamente excluyentes. ¿Entregará al mundo, te entregará a ti? ¿O entregará a su Hijo? ¿Permitirá que Cristo se entregue por tus pecados, o dejará que te pierdas para siempre?

¿Cómo te sentirías, si tuvieses que abandonar a la muerte a uno de tus dos hijos, para poder salvar la vida del otro?

Acceder ahora al ruego de su Hijo implicaba negarle en el Getsemaní su angustiosa petición, formulada en medio de la mayor agonía. En el Getsemaní, el Padre vio a Jesús aferrándose por tres veces a la tierra, como buscando amortiguar esa caída en el abismo sin fondo mientras le rogaba no tener que beber la amarga copa de la separación de él. ¿A qué podía ahora aferrarse el Padre? Ese era ahora su Getsemaní: el Getsemaní del Padre.

Finalmente se tomó la decisión: “De tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito”. No se trata de un préstamo por treinta y tres años y medio. Jesús es el don Dios a todo ser humano por la eternidad. No es difícil imaginar al Padre y al Hijo fundidos en un abrazo eterno. Ese fue el “consejo de paz entre ambos a dos” del que escribió Zacarías (6:13).

Hasta el nacimiento de Jesús en la tierra, no debió ser una época de alegre fiesta en el cielo. ¡Cuánto habría deseado el Padre poder asegurar a su Hijo que, mientras colgase de la cruz y se sintiera totalmente abandonado, él estaría realmente allí, a su lado! ¡Cómo desearía que en esos momentos su Hijo pudiera tener la seguridad de su amor! ¿Dónde estaría entonces el Padre?

El Salmo 18:4-11 es una descripción inspirada del Calvario: nos da detalles sobre Cristo y el Padre en la cruz, que no encontramos en el Nuevo Testamento:

Me cercaron dolores de muerte y torrentes de perversidad me atemorizaron. Dolores del sepulcro me rodearon, previniéronme lazos de muerte. En mi angustia invoqué a Jehová y clamé a mi Dios: Él oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos. Y la tierra fue conmovida y tembló; y moviéronse los fundamentos de los montes, y se estremecieron, porque se indignó él [el Padre]. Humo subió de su nariz, y de su boca fuego consumidor. Carbones fueron por él encendidos. Bajó los cielos, y descendió; y oscuridad debajo de sus pies. Cabalgó sobre un querubín, y voló: Voló sobre las alas del viento. Puso tinieblas por escondedero suyo, su pabellón en derredor de sí; oscuridad de aguas, nubes de los cielos

En esa densa oscuridad, se ocultaba la presencia de Dios. Él hace de las tinieblas su pabellón y oculta su gloria de los ojos humanos. Dios y sus santos ángeles estaban al lado de la cruz. El Padre estaba con su Hijo” (DTG, 702).

Ciertamente, “Dios estaba en Cristo, reconciliando el mundo a sí” (2 Cor 5:19).

Quizá en algún momento tu experiencia no sea la de una luz deslumbrante como el sol, sentado en una carpa, sino la de una densa oscuridad que recuerda más bien aquellas tinieblas y aquella conmoción que sobrecogió la tierra y el alma de Jesús, cuando exclamaba: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

¿Dónde está la presencia sostenedora de Dios en los momentos amargos, en el día en que esas tinieblas tan densas ocultan de tu vista al Salvador y hacen que te sientas abandonado?

Una noche en sueños vi que con el Señor caminaba
junto a la orilla del mar bajo hermosa luna plateada.
Soñé que en los cielos veía toda mi vida representada
en celestiales escenas que en silencio contemplaba.

Dos pares de firmes huellas en la arena iban quedando,
mientras con el Señor íbamos cual amigos conversando.
Miré atento hacia atrás esas huellas reflejadas en el suelo,
pero algo extraño observé y me invadió gran desconsuelo.

Observé que algunas veces al reparar en las huellas,
en vez de ver los dos pares veía sólo un par de ellas.
Observaba también yo que aquel solo par de huellas,
se advertía mayormente en mis noches sin estrellas
en los días de mi vida llenos de angustias y tristeza,
cuando el alma necesita más del consuelo y fortaleza.

—Pregunté triste al Señor:

¿Señor, no has prometido que en horas de aflicción
siempre a mi lado estarías dando muestras de tu amor?
Pero noto con tristeza que en medio de mis querellas,
cuando más aflige el dolor, sólo veo un par de huellas.
¿Dónde están las otras dos que indican tu compañía,
cuando las tempestades sin piedad azotan la vida mía?

—El Señor me contestó con ternura y compasión:

Escucha bien hijo mío, comprendo tu confusión:
Siempre te amé y te amaré, y en tus horas de dolor
siempre a tu lado permanezco para mostrarte mi amor.
Mas si en ocasiones ves sólo dos huellas al caminar
y no puedes ver las otras dos que se deberían reflejar,
es que en tu hora afligida, cuando flaquean tus pasos,
no hay huellas de tus pisadas porque te llevo en mis brazos.

El que aun a su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Rom 8:32).

Cuando fijamos los ojos en Jesús, cuando valoramos lo que costó la dádiva del Hijo de Dios, nuestra carga se vuelve “ligera”, nuestro yugo, “fácil”. El pecado pierde entonces su poder de engaño y seducción. Jesús nos limpia de él. Dijo: “Ya vosotros sois limpios por la palabra que os he hablado. Estad en mí, y yo en vosotros” (Juan 15:3-4). Entonces nos resulta fácil manifestar hacia otros un reflejo de ese amor que el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones al contemplar a Cristo (Rom 5:5; 2 Cor 3:18). Entonces nos damos cuenta de que todos nuestros problemas tienen como origen una deficiencia en captar la grandeza y profundidad del evangelio, y comprendemos que la presentación del evangelio en su pureza y poder (Rom 1:16) es el único remedio para todos esos problemas. Y como escribió Ellen White:

 

Cristo colgando de la cruz, era el evangelio” (6 CBA, 1113).

 

·       Daniel predice lo que va a suceder: “El santuario será purificado”.

·       Y Zacarías explica cómo va a suceder: “Mirarán a mí, a quien traspasaron”.

 

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