3-Salvador cercano, a la mano

 

DP-LB, 2014

 

 

(Lectura: Filipenses 2:5-11)

 

El esquema circular de Sísifo representa el paradigma del falso evangelio. Sísifo, ese personaje mitológico griego, tenía la misión imposible de hacer rodar una gran piedra cuesta arriba de una montaña hasta llevarla a la cima, pero no llegando nunca a ella. Cuando le faltaba poco, la piedra caía rodando por la pendiente, y ese era el momento para re-emprender el arduo trabajo de hacerla subir de nuevo. Ese es el patrón repetitivo que representa el tipo de experiencia modelo para el cristiano, según el evangelio popular.

 

El evangelio que nos propone el mundo carece de poder. Está presidido por las malas nuevas de la derrota como única perspectiva posible. Es como si Dios, en la lucha contra la tentación, nos dijera: ‘Inténtalo, pero sabiendo que nunca lo vas a lograr. Esfuérzate por mover esta gran piedra (que es la herejía agustiniana de tu pecado original). Aunque nunca lo logres, al menos el esfuerzo hará que estés en mejor forma que si no lo intentaras’.

 

En Apocalipsis 3:21, en el mensaje que Jesús dirige a Laodicea, leemos: “Al que venciere… como yo he vencido”. ¿Es así como venció Cristo, esforzándose y fracasando siempre? Así responde la versión babilónica del evangelio: ‘Eso no se aplica a Cristo, ya que él estuvo exento de cargar el pecado original’, es decir: tuvo una naturaleza única, singular, superior a la nuestra por herencia’. Pero si eso es así, ¿por qué declara el Testigo fiel: “Al que venciere… como yo he vencido”?

 

Responder a eso es de importancia vital, como ilustra esta declaración:

 

Nadie diga: No puedo remediar mis defectos de carácter. Si llegáis a esta conclusión, dejaréis ciertamente de obtener la vida eterna (PVGM 266.2).

 

Imaginad que vuestra hija adolescente tiene su primera cita a solas con alguien que la corteja. Le decís: ‘Hija mía, cuando salgas esta noche, he de informarte que a pesar de tus mejores esfuerzos por ser fiel, acabarás sucumbiendo y haciendo las cosas que no quieres hacer, y serás incapaz de hacer lo correcto que desearías y que te hemos enseñado desde que eras una niña. Lucha por evitarlo, pero no tengas la actitud farisaica de creer que lo vas a lograr’.

 

Imaginad esta otra escena: un misionero llama a una puerta en la casa de un poblado, y dice a quien le abre: ‘Tengo un evangelio maravilloso que compartir con usted. Si sigue al Dios de esta Biblia, errará el blanco continuamente, y su carne reinará a pesar de sus mejores intenciones por cambiar de vida’. ¿No es de esperar que nos responda así?: —Gracias. No necesito ese evangelio. Precisamente eso que usted me ofrece es lo que ha venido siendo mi experiencia hasta ahora.

 

Aun una tercera escena: imaginad que os invito a una excursión en autocar. El destino es maravilloso, aunque la carretera es peligrosa y el autocar tiene fallos en los frenos y en la dirección. Es prácticamente imposible que evitemos tener un accidente: antes o después nos precipitaremos por algún barranco, pero estad confiados: en el fondo de cada precipicio hay una ambulancia esperándoos, nunca fallará en atenderos. ¿Os apetece acompañarme en ese viaje?

 

·       ¿Estamos llamando a la gente a que salga de Babilonia, para predicarles el evangelio de Babilonia?

·       ¿Qué evangelio estamos enseñando a nuestros jóvenes?

·       ¿Qué evangelio estamos dando al mundo?

·       ¿A qué “excursión” estamos invitando a las personas?

 

Hoy vamos a comenzar con un regalo del Señor especial para el sábado, y especial para nuestra iglesia.

 

Yo fui en el Espíritu en el día del Señor, y oí detrás de mí una gran voz como de trompeta, que decía: Yo soy el Alpha y Omega, el primero y el último. Escribe en un libro lo que ves, y envíalo a las siete iglesias que están en Asia; a Éfeso, a Smirna, a Pérgamo, a Tiatira, a Sardis, a Filadelfia y a Laodicea (Apocalipsis 1:10-11).

 

La revelación de Apocalipsis es un regalo sabático. El Señor se la dio a Juan “en el día del Señor”. En los capítulos 2 y 3 leemos, en cada una de las seis iglesias:

 

Al que venciere, daré a comer del árbol de la vida

El que venciere, no recibirá daño de la muerte segunda

Al que venciere, daré a comer del maná escondido

Y al que hubiere vencido, y hubiere guardado mis obras hasta el fin, yo le daré potestad sobre las gentes

El que venciere, será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vidaAl que venciere, yo lo haré columna en el templo de mi Dios

 

Hasta llegar a la séptima, Laodicea —la nuestra—, a la que da la clave de la victoria:

 

Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono (3:21).

 

No es posible hablar de la justicia por la fe sin centrarnos en Aquel que fue justo por la fe. “Así como yo he vencido”: ¿cómo venció Jesús?, ¿fue la vida de Jesús, la de un Dios hecho hombre que posee justicia por sí mismo, que ejerce la omnipotencia, la omnisciencia, la presciencia, etc?, ¿o bien Cristo venció por la fe, tal como hemos de hacer nosotros?

 

Esta podría ser una respuesta rápida: Cristo vivió por la fe, puesto que “todo lo que no es de fe, es pecado” (Romanos 14:23) y “sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6), y desde luego, Cristo siempre agradó a Dios. “Yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29), fue su testimonio.

 

Veámoslo en mayor detalle:

 

 Haya, pues, en vosotros este sentir [mente] que hubo también en Cristo Jesús (Filipenses 2:5).

 

El Señor nunca nos pediría algo imposible.

 

¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién lo instruirá? Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo (1 Corintios 2:16)

 

Este texto resume todo lo que os quiero decir: ‘Haya en vosotros la mente de Cristo’. Una vez la tengamos, no digo que se habrán acabado nuestros problemas, pues Cristo los tuvo (y muchos). Pero sabremos cómo tomar decisiones, sabremos mantener siempre la actitud adecuada. Necesitamos la mente de Cristo. Orad por ella.

 

Damos un salto hasta los versículos 10 y 11 de Filipenses 2:

 

Para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.

 

Es un resumen del desenlace final del gran conflicto de los siglos. Y entre el versículo 5 y estos que acabamos de leer encontramos lo que es crucial para la resolución del conflicto de los siglos.

 

Va a llegar el día en que toda rodilla se doblará reconociendo la justicia de Dios. Dios habrá dado respuesta a toda posible cuestión relativa a su justicia, amor y misericordia. El plan de Dios en la salvación de la raza caída y en su trato con el mal no está enfocado a vencer en el sentido de fuerza, sino a convencer. Dios va a convencer a todo el universo —rebeldes incluidos—, de forma que el pecado, la rebelión, no se levantará por segunda vez. El universo habrá quedado asegurado contra la rebelión por la eternidad.

 

Por las edades eternas vamos a tener la misma libertad de elección, esa característica con la que Dios ha dotado a los seres inteligentes, moralmente responsables. No es que Dios habrá pulsado un botón en nuestro cerebro para desactivar esa función (el libre albedrío, la libertad de elección). No habrá manipulado a nadie para hacer imposible que se rebele, si tal fuera su decisión.

 

Dios podría haber puesto fin al problema del pecado pulsando ese “botón” en la mente de Lucifer, o de Adán y Eva. Pero Dios es un Dios de amor, y el amor sólo puede existir en el terreno de la libertad. A fin de preservar la libertad de elección que formó parte de su plan original al crear a los hombres, previó el plan de la redención. Pero ese plan divino no está sólo enfocado a nuestra salvación, sino también a la preservación del universo por la eternidad. En Cristo, y en quienes tengan la mente de Cristo, Dios va a responder a todo interrogante para toda mente en el universo, en el gran conflicto cósmico.

 

Finalmente, cada uno de los seres creados capaces de decidir moralmente tendrá que reconocer que Dios es justo. Eso incluye también a aquellos que se rebelaron y decidieron persistir definitivamente en su rebelión contra él. Algunos de entre ellos habrán hecho profesión de cristianismo. Fueron a la tumba “creyendo” un falso evangelio y confiando en un falso Cristo. Habrían podido conocer al verdadero, pero eso demandaba ciertos sacrificios que no quisieron asumir. También ellos tienen que saber por qué no pueden estar en el cielo. Han de saber que si Dios los llevara allí, en presencia de un Dios santo y de seres santos, eso sería para ellos un tormento eterno. Esa es la razón por la que van a ser resucitados de sus tumbas —en la segunda resurrección—. Han de saber que reciben la sentencia más misericordiosa posible para ellos, que consiste en poner fin a su existencia, ya que se sentirían miserablemente infelices en la presencia de Dios, siendo que eligieron evitarla en su vida, al rechazar el conocimiento del verdadero Cristo.

 

Espero con impaciencia ese día en que el propio Satanás comparecerá ante el trono de Dios y se postrará voluntariamente sobre sus rodillas, confesando delante de todo el universo: ‘Estoy equivocado, y tú tienes razón. Reconozco tu justicia y tu victoria. Lo más misericordioso que puedes hacer conmigo es poner fin a mi existencia’.

 

La pureza, la paz y la armonía del cielo serían para él suprema tortura. Sus acusaciones contra la misericordia y la justicia de Dios están ya acalladas. Los vituperios que procuró lanzar contra Jehová están ya acallados. Los vituperios que procuró lanzar contra Jehová recaen enteramente sobre él. Y ahora Satanás se inclina y reconoce la justicia de su sentencia (Maranatha 343; MSV 357.1).

 

El universo volverá entonces a ser armonioso y seguro. Pero eso está todavía en el futuro. Al menos faltan mil años para que suceda.

 

Los versículos 6 y 7 nos hablan de la encarnación de Dios Hijo.

 

Él, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo [Se despojó: Ekenosen, se vació de sí mismo] (Filipenses 2:6-7).

 

¿De qué se vació?

 

Antes vamos a decir de qué NO se vació: —De su amor. Aun vacío de otros atributos, el Dios Hijo seguía poseyendo la plenitud de la divinidad (Colosenses 2:9), puesto que “Dios es amor”. Y ese amor se manifestó en justicia y misericordia, especialmente tal como las vemos a raudales en las escenas finales de la vida de Jesús en esta tierra: el Getsemaní y el Calvario.

 

Así, de su esencia, que es el amor, no se vació. ¿De qué se vació entonces?

 

1. Se vació de su omnipotencia.

 

Juan 5:30. Una declaración muy extraña y sorprendente:

 

No puedo yo hacer nada por mí mismo (ver también el versículo 19).

 

¿Quién era Cristo? ¿Comenzó a existir cuando nació en Belén? ¿Cuál es su nombre en el Antiguo Testamento, antes de tomar la naturaleza humana? —Jehová (o Yavé).

 

‘Yo, Jehová, no puedo hacer nada por mí mismo’… Suena muy extraño. ¿Encontráis algo parecido en el Antiguo Testamento? En Génesis, Dios Hijo habló, y apareció el mundo, la luz, todos los seres que lo pueblan, etc. Pero cuando viene a morar con nosotros como Hijo del hombre, declara que no puede hacer nada por sí mismo.

 

También dijo:

 

No busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió (Juan 5:30, ver también 6:38).

 

Habríamos esperado que dijera: ‘Busco mi voluntad, y la voluntad de mi Padre, pues ambas coinciden’. ¡Pero no dijo eso!

 

En ocasión de la tempestad en el lago, cuando calmó la tormenta:

 

No confiaba en la posesión de la omnipotencia. No era en calidad de “dueño de la tierra, del mar y del cielo” como descansaba en paz. Había depuesto ese poder y aseveraba: “No puedo yo de mí mismo hacer nada”. Jesús confiaba en el poder del Padre; descansaba en la fe —la fe en el amor y cuidado de Dios—, y el poder de aquella palabra que calmó la tempestad [y echó fuera demonios, y sanó a leprosos…] era el poder de Dios (DTG 302.5).

 

La aclamación “¡Calla, enmudece!”, fue en realidad una oración de Jesús que el Padre respondió. Así fue también en la resurrección de Lázaro (Juan 11:41 y 43).

 

¿Cómo realizó Jesús sus milagros? —No por su propio poder inherente (como Jehová), ya que ese poder lo había depuesto.

 

¿Por qué hizo así? Porque era nuestro sustituto, y porque había de darnos ejemplo a vosotros y a mí, que no poseemos de forma inherente esos poderes sobrenaturales.

 

Los israelitas conocían ya bien de lo que es capaz Dios, mediante sus prodigios y milagros en el Antiguo Testamento. Ahora Jesús les mostraría de lo que es capaz el hombre cuando está en completa dependencia de Dios.

 

Si bien es cierto que Jesús fue la perfecta revelación del Padre,

 

El Señor Jesús no vino a nuestro mundo para revelar lo que podía hacer un Dios, sino lo que podía hacer un hombre por medio de la fe en el poder de Dios (7CBA 941).

 

En todo lo que hacía, Cristo cooperaba con su Padre. Siempre se esmeraba por hacer evidente que no realizaba su obra independientemente; era por la fe y la oración cómo hacía sus milagros (DTG 493.2).

 

Examinad los milagros de Cristo. Cuesta encontrar uno sólo que no haya sido replicado de alguna forma por algún protagonista de la historia sagrada de quien nadie dudará que nació con naturaleza caída: leer la mente (2 Reyes 6:12), modificar la meteorología (2 Reyes 20:11), hacer flotar lo que no puede flotar sobre el agua (2 Reyes 6:6), resucitar muertos, sanar enfermos, dividir las aguas, alimentar milagrosamente a las personas, etc.

 

2.  Por obvio, no nos detendremos en el hecho de que se vació de su gloria.

 

3.  Es también claro que se vació de su omnipresencia. Dijo a los discípulos que les convenía que él se fuera, pues entonces les enviaría al Consolador, la tercera persona de la Divinidad, y así gozarían de la presencia del Señor sin las limitaciones de la humanidad de Jesús. A diferencia de Jesús, el Espíritu Santo podría estar en cualquier parte a la vez (Juan 16:7).

 

4.  Se vació de su sabiduría.

 

Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres (Lucas 2:52).

 

Es fácil imaginar a Jesús creciendo en estatura y en edad, pero ¿cómo “crecía en sabiduría” (conocimiento)? ¿Puede un Dios que posee el conocimiento absoluto crecer en sabiduría?

 

Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia (Hebreos 5:8).

 

Puesto que él adquirió saber como nosotros podemos adquirirlo, su conocimiento íntimo de las Escrituras nos demuestra cuán diligentemente dedicó sus primeros años al estudio de la Palabra de Dios (DTG 51; 50.3).

 

Su madre fue su primera maestra humana. De labios de ella y de los rollos de los profetas, aprendió las cosas celestiales. Las mismas palabras que él había hablado a Israel por medio de Moisés, le fueron enseñadas sobre las rodillas de su madre (DTG 50.2).

 

Jesús debió preguntar a su madre: ‘¿Por qué guardamos el sábado de puesta de sol a puesta de sol?’ Y su madre debió responderle: ‘Porque Jehová nos mandó que guardáramos el sábado para recordarlo como al único Dios y Creador’. ¡Y ahí estaba Jehová, en la falda de María! ¡Él mismo había reposado el primer sábado de la creación, y lo había santificado! También era él quien había proclamado el cuarto mandamiento en el Sinaí, pero ahora lo aprendía en la naturaleza, en la Escritura y en las rodillas de su madre.

 

El que había hecho todas las cosas, estudió las lecciones que su propia mano había escrito en la tierra, el mar y el cielo (DTG 51; 50.3).

 

Así crecía el Niño en sabiduría.

 

No tenemos por qué pensar que Cristo conociera sobre la ciencia más de lo que era el saber común de la humanidad en sus días. La estructura celular de la materia orgánica, la estructura atómica de la materia, los virus, bacterias, o la propia rotación de la tierra alrededor del sol, son asuntos todos ellos conocidos por el hombre muy recientemente. Y sin embargo, es él quien lo había creado todo con su infinita sabiduría y el poder de su palabra (Juan 1:1-3).

 

¡Qué gran condescendencia para el Autor de toda sabiduría y conocimiento, aceptar esa drástica limitación, al ingresar en nuestra raza para vivir en la condición del hombre y no avergonzarse de llamarnos hermanos!

 

Aquí hay una lección para nosotros. A veces queremos saber una cosa más de lo que Dios nos ha revelado; queremos especular sobre aquello que Dios no ha dispuesto que sepamos. ¿El resultado? —Las divisiones.

 

Que en nosotros aprendáis á no saber más de lo que está escrito, hinchándoos por causa de otro el uno contra el otro (1 Corintios 4:6).

 

Estudiemos con interés lo que Dios nos ha revelado. En aquello en lo que Dios ha guardado silencio, guardemos también nosotros silencio. No nos avergüence decir: —No lo sé.

 

Todo acto de la vida terrenal de Cristo se realizaba en cumplimiento del plan trazado desde la eternidad. Antes de venir a la tierra el plan estuvo delante de él, perfecto en todos sus detalles. Pero mientras andaba entre los hombres, era guiado, paso a paso, por la voluntad del Padre (DTG 121.1).

 

A los doce años Jesús fue llevado al interior del tempo y contempló los sacrificios. Allí comenzó a comprender su misión. No pudo haberla comprendido con anterioridad: ni los rabinos ni su madre le pudieron haber enseñado que habría de morir en la cruz por los pecados del mundo, odiado y entregado por su propio pueblo.

 

Mientras contemplaba las víctimas sacrificadas en aquella Pascua, el Espíritu Santo debió llevar su mente a un pasaje de Isaías que Jesús conocía bien:

 

Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como un cordero fue llevado al matadero (53:7).

 

Jesús debió reflexionar de modo parecido a como lo hace Hebreos 10:5-7:

 

Entrando en el mundo dice: ‘Sacrificio y ofrenda no quisiste, mas me diste un cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron”. Entonces dije: “He aquí, vengo, Dios, para hacer tu voluntad”.

 

Durante siglos los sacerdotes habían efectuado esos sacrificios de animales “no discerniendo el cuerpo del Señor” (1 Corintios 11:29). Ahora lo contemplaba aquel Niño de doce años discerniendo. El Espíritu Santo le dijo: ‘Esa es tu misión. ¡TÚ ERES EL CORDERO!’

 

Todo cambió para Jesús a partir de entonces. “En los negocios de mi Padre me conviene estar”, afirmó, en referencia a su Padre celestial. A sus doce años, el niño Jesús reafirmaba el compromiso que había adquirido desde el principio del mundo con el Padre, en aquel maravilloso consejo de paz del que nos habla Zacarías 6:12-13.

 

Cuando Jesús contemplaba las ofrendas que se traían como sacrificio al templo, el Espíritu Santo le enseñó que su vida sería sacrificada por la vida del mundo (YI, 12 diciembre 1895).

 

Por primera vez el niño Jesús miraba el templo. Veía a los sacerdotes de albos vestidos cumplir su solemne ministerio. Contemplaba la sangrante víctima sobre el altar del sacrificio. Juntamente con los adoradores se inclinaba en oración mientras que la nube de incienso ascendía delante de Dios. Presenciaba los impresionantes ritos del servicio pascual. Día tras día veía más claramente su significado. Todo acto parecía ligado con su propia vida. Se despertaban nuevos impulsos en él. Silencioso y absorto, parecía estar estudiando un gran problema. El misterio de su misión se estaba revelando al Salvador (DTG  57.4).

 

¡Por entonces, un Salvador de doce años!

 

Su mente pura y tierna debió sin duda recordar la Escritura:

 

Un niño nos ha nacido, hijo nos ha sido dado, y el principado sobre su hombro. Se llamará su nombre “Admirable consejero”, “Dios fuerte”, “Padre eterno”, “Príncipe de paz” (Isaías 9:6).

 

Jesús no conoció su misión por sabiduría inherente sobrenatural ni por instrucción secular. La conoció por la fe, mediante el Espíritu Santo hablando a su corazón.

 

¿Cómo habéis de conocer vuestra misión? —Por la fe, cuando el Espíritu Santo habla a vuestro corazón. Es un asunto personal entre Dios y vosotros. No es una cuestión de vista, sino de fe. Por la fe vivió Cristo su vida entera.

 

5. Se vació de su presciencia (conocimiento del futuro).

 

En todo el capítulo 13 de Marcos, Jesús había estado revelando lo que sucedería en el mundo entre su ascensión y su segunda venida, y en el versículo 32 declara:

 

Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.

 

Jesús estaba afirmando que no sabía cuándo iba a volver. Al menos, no el día ni la hora. ¿Cómo sabía el resto de cosas que les estaba revelando (las señales en el sol, la luna y las estrellas, etc)?

 

—De la forma en que lo saben los profetas: por revelación. Leemos que el Apocalipsis es

 

La revelación de Jesucristo, que Dios le dio (Apocalipsis 1:1).

 

Jesús estuvo dispuesto a vivir desconociendo aquello que el Padre no le quiso revelar, a fin de compartir la experiencia del hombre, que desconoce el futuro.

 

No es imprescindible que sepamos lo que haremos el año próximo. Para aquel que vive por la fe, basta al día su afán.

 

En el Calvario, 

El Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba. La esperanza no le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni le hablaba de la aceptación de su sacrificio por el Padre. Temía que el pecado fuese tan ofensivo para Dios que su separación resultase eterna (DTG 701.2).

 

Cristo había dicho: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Juan 2:19). Había dado instrucciones a sus discípulos relativas a su posterior encuentro con ellos, después de haber resucitado. Pero en Getsemaní sucedió algo nuevo y diferente. Tal era su estado de postración, que por tres veces habría caído a tierra, de no ser porque sus discípulos lo sostuvieron. ¿Qué le estaba sucediendo al intrépido Carpintero que había estado recorriendo a pie toda Galilea sin haber dado hasta entonces señales de desfallecimiento? ¿Qué fue lo que hizo que todo cambiara en la perspectiva de Jesús? 

 

—Dejó de experimentar la presencia del Padre.

El Padre le retiró su presencia sostenedora; no airado, no enfadado, sino porque el pecado oculta a Dios de la vista, y Jesús estaba llevando “en su cuerpo, sobre el madero” vuestros pecados y los míos (1 Pedro 2:24). El Padre tuvo que velar su presencia y ocultarse en la oscuridad:

 

Bajó los cielos, y descendió; y oscuridad debajo de sus pies. Y cabalgó sobre un querubín, y voló: Voló sobre las alas del viento. Puso tinieblas por escondedero suyo, su pabellón en derredor de sí; oscuridad de aguas, nubes de los cielos (Salmo 18:9-11).

 

Estaba allí, pero de una forma en que Jesús no podía percibir. De ahí su clamor:

 

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mateo 27:46).

 

Todo cambia cuando uno deja de sentir la presencia de Dios. Lo que antes era cierto y claro en la mente, se vuelve ahora incierto y nebuloso.

 

Ahora Jesús ha de enfrentarse a la cruz solamente con la memoria de sus anteriores 33 años. Tiene que enfrentar un futuro incierto apoyándose totalmente en el pasado. No puede apoyarse en el presente. Eso fue terrible para Cristo, tanto más a como lo es para nosotros hoy. Por tres veces rogó Jesús que pasara aquella amarga copa de sus labios, si era posible. Evidentemente, no fue posible.

 

A la luz del Salmo 22, algo así debió cruzar la mente de Cristo:

 

‘Padre, estoy aquí porque tú me has enviado, y ahora no puedo ver tu rostro. Judas me ha traicionado. Pedro me ha negado. Todos mis discípulos me han abandonado. El pueblo que vine a salvar me está clavando en la cruz, y ahora siento que también tú me has abandonado. No siento que vaya a volver a la vida. Ya no estás aquí. No me estás confortando. Los ángeles ya no me están confortando. Sólo veo oscuridad y muerte’.

 

Al sentir el Salvador que de él se retraía el semblante divino en esta hora de suprema angustia, atravesó su corazón un pesar que nunca podrá comprender plenamente el hombre (DTG 701.1).

 

“Nunca”, ni siquiera en la eternidad futura, podremos comprender “plenamente” la inmensidad del don de Cristo. Será el objeto de nuestro estudio y deleite por siempre, y nunca agotaremos el tema.

 

En aquella hora terrible Cristo no fue consolado por la presencia del Padre. Pisó solo el lagar y del pueblo no hubo nadie con él (DTG 702.1).

 

En ocasiones como esas Satanás nos suele tentar así: ‘Eres un pecador demasiado grande, demasiado reincidente. ¡Estás tan perdido! Nunca vas a salir de esta situación. No hay esperanza ni retorno. Tu caso es desesperado’. Y quizá alguien en nuestro entorno próximo se preste gustoso a sugerirnos: “Maldice a Dios y muérete” (Job 2:9).

 

¿Cuál era la muerte que Jesús estaba sufriendo por nosotros? ¿De qué muerte nos salva? ¿Cuál es la muerte que es la paga del pecado? La respuesta a esas tres preguntas sólo puede ser esta: la muerte segunda, la muerte eterna (no lo que la Biblia llama “sueño”). ¿Hay en esa muerte, que es la paga del pecado, alguna esperanza de resurrección?

 

Aun las dudas asaltaron al moribundo Hijo de Dios. No podía ver a través de los portales de la tumba. Ninguna esperanza resplandeciente le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni la aceptación de su sacrificio de parte de su Padre. El Hijo de Dios sintió hasta lo sumo el peso del pecado del mundo en todo su espanto. El desagrado del Padre por el pecado y la penalidad de este, la muerte, era todo lo que podía vislumbrar a través de esas pavorosas tinieblas. Se sintió tentado a temer que el pecado fuese tan ofensivo para los ojos de Dios que no pudiese reconciliarse con su Hijo. La fiera tentación de que su Padre le había abandonado para siempre, le arrancó ese clamor angustioso en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (2TI 189.2).

 

Jesús, en la cruz, tiene que luchar entre dos cosas, lo mismo que nosotros cuando enfrentamos la prueba: ha de debatirse entre la fe y los sentimientos. Esa es la batalla de la vida en nuestra naturaleza caída. En la hora de la prueba no esperéis que vuestros sentimientos concuerden con la fe. Los sentimientos contrarios a la fe forman parte de nuestra naturaleza caída. Vuestros sentimientos os dirán que Dios os ha abandonado, que no os puede perdonar ni ayudar. Pero nunca os fieis de vuestros sentimientos. Tened fe en lo que dice Dios en su Palabra:

 

Mi siervo eres tú; te escogí, y no te deseché. No temas, que yo soy contigo; no desmayes, que yo soy tu Dios que te esfuerzo: siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia (Isaías 41:10).

 

En nuestra lucha en esta naturaleza caída habrá un conflicto permanente entre los sentimientos y la fe. Lo mismo sucedió con Cristo, quien venció en ese conflicto por la fe, no por un conocimiento sobrenatural que él poseyera del futuro.

 

En su agonía mortal, mientras entregaba su preciosa vida, tuvo que confiar por la fe solamente en Aquel a quien había obedecido con gozo…

Mientras se le denegaba hasta la brillante esperanza y confianza en el triunfo que obtendría en lo futuro, exclamó con fuerte voz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (2TI 190.1).

 

Sus últimas palabras dan testimonio del triunfo absoluto de la fe. Él es el autor y consumador de la fe.

 

La actitud de Cristo fue esta: 

 

‘Tú decides, Padre. Sea lo que sea que tú decidas, lo acepto gustoso. Si vas a resucitarme, me pongo en tus manos. Si decides que debo morir y desaparecer por la eternidad, lo acepto’.

 

Nos amó más que a su propia vida. Nos amó con un amor más fuerte que la muerte. Más fuerte que la muerte eterna.

 

Es un pecado permanecer sereno y desapasionado ante él. Las escenas del Calvario despiertan la más profunda emoción. Tendrás disculpa si manifiestas entusiasmo por este tema (2TI 192.1).

 

Comprender a Cristo en su humillación, en su condescendencia, hace que lo amemos de una forma en que el afán de recompensa o el temor al castigo jamás lo lograrán. Hace que le entreguemos el corazón enteramente, y que no haya sacrificio lo bastante grande como para que no lo asumamos con gozo por su causa. “El amor de Cristo nos constriñe”.

 

En el Antiguo Testamento encontramos una sombra, un pálido reflejo de un amor como ese (Éxodo 32:32). Moisés estuvo dispuesto a que su nombre fuese borrado del libro de la vida si Dios no podía perdonar a su pueblo, procurando evitar así que su Nombre fuera deshonrado. ¡Eso no significaba morir tres días! Y Moisés estuvo dispuesto a eso. Fue una figura adecuada de Cristo. En Romanos 9:3 encontramos algo parecido en Pablo.

 

Lo anterior debiera hacernos reflexionar en la popular idea de que lo más importante es nuestra seguridad de sentirnos salvos. ¿Fue sentirse salvo lo más importante para Cristo? ¿Lo fue para Moisés? 

Es significativo que los que resistan la marca de la bestia y su imagen, los que constituyan la última generación de creyentes, se distinguirán por entonar el cántico del Cordero y el cántico de Moisés (Apocalipsis 15:3).

 

 

Un falso Cristo

 

La mayoría del mundo cristiano dirá que es falso todo lo que hemos venido considerando hasta aquí. Por ejemplo, H. Melvill insistió en que Cristo se despojó solamente de su gloria.

 

Preguntad a otros cristianos cómo hizo Jesús sus milagros. Veréis que la mayoría os responderá sin dudar: —¡Porque era Dios! Preguntadles cómo pudo vivir 33 años sin pecar jamás, y os responderán: ¡Porque era Dios, y Dios no puede pecar!

 

Efectivamente, según Santiago 1:13, Dios no puede ser tentado. La fuerza de la tentación radica en el engaño. Si pudiéramos ver el final desde el principio, nosotros tampoco podríamos ser tentados. El perfecto conocimiento no puede ser tentado. Sólo la fe puede ser tentada y probada. Alguien que lo sabe todo y que lo ve todo no puede ser engañado. Si Cristo vivió como Dios, nunca pudo ser tentado.

 

¿Creéis que el evangelicalismo, con su visión distorsionada de la humanidad de Cristo, y con su doctrina de la inmortalidad natural del alma, puede comprender la profundidad del sacrificio de Cristo? Según ellos, Cristo no pasó en el Calvario por la experiencia de la muerte eterna, sino que fue sostenido por el perfecto conocimiento de su triunfo y resultado final; y al clamar “Consumado es” simplemente pasó al paraíso junto con su Padre.

 

Muchos hablan sin cesar de la “relación salvífica” con Cristo a modo de panacea, pero ¿es posible tener una “relación salvífica” con el falso Cristo, y no reconocer al Cristo verdadero? A la luz de Mateo 7:22-23 no parece imposible:

 

Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les protestaré: Nunca os conocí; apartaos de mí, obradores de maldad.

 

Ya veis que tenemos un mensaje que dar al mundo, y no sólo al mundo pagano. Multitudes están adorando a un falso Cristo que no puede salvar, puesto que nunca existió. Es el Cristo del que se dice representante el obispo de Roma, pero no el Cristo real. No es el que vivió bajo la luz del sol de Nazaret hace dos mil años, sino el que el cristianismo popular escolástico ha creado en los despachos bajo la luz artificial de su doctrina pagana predilecta del pecado original, que exige en Cristo una exención y lo separa de nosotros.

 

Al alejar a Cristo del resto de la humanidad, el cristianismo popular tuvo que encontrar a mediadores entre Cristo y nosotros. La virgen María sirvió ese propósito durante un tiempo, hasta que también a ella la declararon ascendida corporalmente al cielo, a la diestra de Dios.

 

También ella, habiendo tomado al nacer una naturaleza única, singular y superior a la nuestra, y habiendo ascendido al cielo, quedaba lejos del resto de la humanidad. “San” Pedro, “San” Pablo y el resto de los “santos” llenaron entonces el vacío. Puesto que ellos habían comenzado en el terreno cenagoso en el que nosotros estamos, podían comprendernos, encomendarnos a la virgen, y esta a Cristo. ¿Dice eso la Biblia? ¿Cuántos mediadores hay?

 

Hay un Dios, asimismo un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre (1 Timoteo 2:5).

 

¿Por qué? —Porque nuestro Salvador comenzó exactamente en el terreno cenagoso en el que nosotros estamos. Jesús no fue creado del polvo de la tierra como el Adán inmaculado, sino que nació “de mujer” (Gálatas 4:4) como todos nosotros. Tomó una naturaleza afectada por las mismas limitaciones que la nuestra, sin exenciones. No hubo trampa ni favor para él. Su naturaleza humana era “idéntica a la nuestra” (3MS 145.4).

 

 

Nacimiento milagroso de Jesús

 

Es cierto que su nacimiento fue sobrenatural, milagroso. Es importante que comprendamos dónde está el milagro del que nos habla la Biblia. Es importante comprender eso, porque algunos evocan otro ‘milagro’ añadido, que en realidad no es más que un eufemismo para presentar en palabras menos objetables el dogma de la inmaculada concepción, aplicado a Cristo.

 

Pablo, en Romanos, presenta en estos términos al Protagonista del evangelio:

 

Evangelio que se refiere a su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad (Romanos 1:3-4).

 

El original griego resulta aquí de ayuda, porque se trata de dos oraciones paralelas que expresan la dualidad de Cristo en su encarnación:

 

        versículo 3: Del linaje (spermatos) de David según la carne (kata sarka).

        versículo 4: Hijo de Dios con poder según el Espíritu (kata pneuma).

 

Descendiente de David según la carne, e Hijo de Dios según el Espíritu.

 

El milagro (“con poder”) del que nos habla la Biblia está en el versículo 4, no en el 3.

 

En Lucas 1:35 leemos:

 

El ángel le dijo [a María]: —El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que va a nacer será llamado Hijo de Dios

 

Esas palabras no se refieren a ningún ser humano, excepto al Hijo del Dios infinito (5CBA, 1103).

 

De ningún otro ser humano se puede decir que haya sido hijo de Dios según el Espíritu (kata pneuma) desde el nacimiento. Jesús fue engendrado del Espíritu Santo (Mateo 1:20). Es el milagro de los milagros. Ninguno de los que estamos aquí podemos decir que hemos venido del cielo, como fue el testimonio de Cristo (Juan 3:13 y 3:31).

 

Como dijo Ellen White, la encarnación del Hijo de Dios es un misterio y siempre lo será.

 

Cuando nosotros nos convertimos, también somos nacidos del Espíritu, y también se trata de un milagro. Pero en nuestro caso el milagro se produce sólo después que adquirimos la capacidad de decidir, una vez que conocemos el evangelio y nos entregamos a Dios. Para entonces ya hemos desarrollado una mente de pecado, lo que nunca sucedió con Jesús.

 

Pero observad que la diferencia no está en una naturaleza humana diferente a la nuestra, exenta de algo (versículo 3). Ese sería otro milagro del que la Biblia no nos habla. La diferencia está en que Jesús, siendo el eterno Dios Hijo, desde antes de nacer, había sometido ya su voluntad al Padre, a fin de encarnarse y llevar a cabo el plan de la redención de la raza caída (versículo 4). ¿Cómo podemos saberlo?

 

En Hebreos 10:5-7 leemos:

 

Por lo cual, entrando en el mundo dice: “Sacrificio y ofrenda no quisiste, mas me diste un cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron”. Entonces dije: “He aquí, vengo, Dios, para hacer tu voluntad, como en el rollo del libro está escrito de mí”.

 

Por lo tanto, cuando afirmamos que Jesús tomó nuestra naturaleza humana, y cuando decimos que fue tentado en todo como lo somos nosotros, no estamos diciendo que él fuera como nosotros; y no sólo porque nunca pecó:

 

Primeramente, junto a su humanidad, él poseía la plenitud de la divinidad (aun habiéndola velado, habiéndose vaciado de sus prerrogativas). Es decir: era Dios. En segundo lugar, al unir su divinidad con la humanidad, él vino como un Ser cuya voluntad había sometido ya previamente al Padre. Vino con nuestra carne, pero no con nuestra mente. De ahí que se nos invite a recibir la mente de Cristo.

 

Así, el versículo 4 de Romanos 1 describe el gran milagro. Aquí está el misterio de la piedad: aun viniendo como Hijo de Dios según el Espíritu, “lo santo que nacerá” (Lucas 1:35) vendría “en el cuerpo de nuestra bajeza” (Filipenses 3:21; DTG 14.4); es decir, de la herencia de David según la carne (kata sarka), una herencia degradada por la transgresión de Adán y por miles de años de pecado perpetuado en la raza humana.

 

Está claro que hay un milagro único, irrepetible, en el Hijo de Dios viniendo a este mundo según el Espíritu (versículo 4). ¿Hay otro milagro, o exención, en el tipo de descendencia que tomó de David “según la carne”? (versículo 3).

 

Debido a su apego al dogma del pecado original, el cristianismo popular ha tenido que añadir otro milagro adicional, que consiste en negar la realidad del versículo 3.

 

A fin de “proteger” a Jesús de una naturaleza entendida equivocadamente como pecado, que lo habría contaminado, se ha evocado ese otro “milagro”, que no es más que una variación del dogma de la inmaculada concepción (en este caso no de María, sino de Jesús), consistente en una exención parcial, una transgresión divina en la ley de la herencia. En realidad, equivale a afirmar que ‘NO fue del linaje de David según la carne’.

 

Es curioso cómo un texto bíblico que afirma claramente que Cristo fue “del linaje de David según la carne”, después de ser procesado por el teólogo, acaba diciendo exactamente lo contrario: que Cristo NO fue del linaje de David según la carne (!) Lo mismo sucede con el texto de Hebreos 4:15, que afirma llanamente que Cristo fuetentado en todo según nuestra semejanza”, pero después de pasar por la explicación del teólogo viene a decir que él NO fue tentado en todo según nuestra semejanza (!) Ese es ciertamente otro “milagro”, otro “misterio”, pero no precisamente el misterio de la piedad:

 

Indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne (1 Timoteo 3:16).

 

Observad la consecuencia:

 

Si Cristo nació tomando una naturaleza humana diferente y superior a la nuestra (exenta de las tendencias al mal), es inevitable concluir que por tanto tiempo como tengamos la naturaleza que tenemos, no podremos vencer como él venció. Esa es una limitación permanente en esta tierra, y deja sin significado el ministerio de Cristo del borramiento de los pecados en el lugar santísimo del santuario celestial, lo que equivale a dejar sin significado el adventismo. Ese ministerio es precisamente el que está desarrollando Cristo en el lugar santísimo del santuario celestial ahora mismo, mientras hablamos.

En contraste, la diferencia que nos hace ver Romanos 1:1-4 consiste en que Jesús fue guardado por el Espíritu Santo desde que nació. Eso no significa para nosotros una limitación permanente, pues lo mismo puede suceder cuando lo aceptamos, en la experiencia del nuevo nacimiento. Nuestra victoria no ha de esperar a la segunda venida, cuando tendremos una carne como la que tuvo Cristo, puesto que esa carne —esa naturaleza que él tomó— ya la tenemos, y es en esa carne en la que Cristo venció. El secreto no está en que ‘haya en vosotros la carne que hubo en Cristo’ (ya la hay), sino en que ‘haya en vosotros la mente que hubo en él’.

 

¿Os parece que lo anterior significa una ventaja para Cristo? No sé si habíais pensado alguna vez en esto: nosotros disponemos de la gracia en sus dos vertientes: para el perdón del pecado, y para la victoria sobre el pecado. Pero Cristo sólo disponía de la gracia para la victoria: no para el perdón. Estuvo, en cierto sentido, como estaremos nosotros una vez terminado el tiempo de prueba: sin mediador. Pero además él llevaba nuestros pecados, los de todo el mundo, en su cuerpo, sobre el madero (1 Pedro 2:24). Un solo pecado, y Cristo habría caído inexorablemente en la esclavitud, y nos habríamos perdido todos. Para él no había una segunda oportunidad. Toda la tierra y todo el universo dependían de la ofrenda perfecta del Cordero inmaculado. No es extraño que el canto de los redimidos por la eternidad sea:

 

Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la bendición, y la honra, y la gloria, y el poder para siempre jamás (Apocalipsis 5:13).

 

Ojalá que ese sea ya el cántico de tu corazón.

 

 

Tendencias pecaminosas

 

La “exención” que el evangelio popular evoca en la naturaleza humana tomada por Cristo, la refiere principalmente a la lucha contra las tendencias pecaminosas de nuestra naturaleza.

 

¿Se expresó E. White claramente al respecto de si Jesús tuvo que contender contra esas tendencias que definen el estado caído de nuestra naturaleza?

 

En 1944, William Johnsson (redactor de Review and Herald), anunció en nuestra revista el descubrimiento tardío de una carta escrita por E. White en 1903. Debido a haber sido mal archivada, no se había sabido antes de su existencia. Se clasificó con la referencia K-303. Uno de los párrafos se refiere a la humanidad de Cristo. Ella misma añadió posteriormente puntualizaciones a esa carta intercalando términos explicativos, lo que indica la reflexión y esmero con los que trataba ese tema. El párrafo dice así (las puntualizaciones que añadió ella misma aparecen entre los símbolos < y >):

 

Cuando Cristo anunció por primera vez a la hueste celestial su misión y obra en el mundo, declaró que abandonaría su posición de dignidad y revestiría su santa misión asumiendo la semejanza de hombre, cuando en realidad era el Hijo del Dios infinito. Y cuando llegó el cumplimiento del tiempo, descendió desde su trono de alto mando, depuso sus ropajes reales y su corona regia, vistió su divinidad con humanidad, y vino a esta tierra a ejemplificar lo que la humanidad debe hacer y ser para vencer al enemigo y sentarse con el Padre en su trono. Viniendo de la forma en que lo hizo, como hombre, <para enfrentar y sujetarse a> con todas las malas tendencias de las que el hombre es heredero, <obrando de toda manera imaginable para destruir su fe>, hizo posible el ser abofeteado por las agencias humanas inspiradas por Satanás, el rebelde que fue expulsado del cielo.

 

 

¿Naturaleza caída, o naturaleza inmaculada?

 

Esto nos lleva a considerar en qué tipo de naturaleza se encarnó Jesús.

 

Romanos 8:3:

 

Lo que era imposible a la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne.

 

Veis que figura tres veces la palabra “carne”: las mismas veces que la palabra “pecado”. “Carne” es uno de los términos peor entendidos en toda la Biblia.

 

Carne” no significa en el Nuevo Testamento nada parecido al tejido blando que cubre los huesos. De forma consistente —no ocasional—, “carne” (excepto cuando se la emplea en el sentido de vianda), significa naturaleza caída: todo el ser, el cuerpo y también el cerebro (incluyendo las emociones, impulsos, instintos y tendencias heredadas).

 

Ved, por ejemplo, Gálatas 5:16-25:

 

Digo pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis la concupiscencia de la carne. Porque la carne codicia contra el Espíritu, y el Espíritu contra la carne: y estas cosas se oponen la una a la otra, para que no hagáis lo que quisieres. Mas si sois guiados del Espíritu, no estáis bajo la ley. Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, disolución, Idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, banqueteos, y cosas semejantes a estas… Porque los que son de Cristo, han crucificado la carne con los afectos y concupiscencias.

 

Se nos ordena que crucifiquemos la carne, con los afectos y las concupiscencias. ¿Cómo lo haremos? ¿Infligiremos dolor al cuerpo? No, pero daremos muerte a la tentación a pecar. Debe expulsarse el pensamiento corrompido. Todo intento debe someterse al cautiverio de Jesucristo (CPI 244.3; HC 112.2).

Los que son de Cristo viven como Cristo vivió: crucificando, negando —no cediendo— a las tendencias de la naturaleza humana caída, de la “carne”.

 

Velad y orad, para que no entréis en tentación: el espíritu a la verdad está presto, mas la carne enferma (Mateo 26:41).

 

Vestíos del Señor Jesucristo, y no hagáis caso de la carne en sus deseos (Romanos 13:14).

 

Podéis leer Romanos 8:3, y casi cualquier otro texto, sustituyendo “carne” por “naturaleza caída” (o pecaminosa), y tendréis el sentido correcto. Así lo hacen algunas traducciones modernas de la Biblia.

 

¿Qué significa “condenó el pecado en la carne”? —Significa que venció el pecado en naturaleza caída, en naturaleza pecaminosa: en vuestra “carne” y la mía.

 

A algunos les preocupa la palabra “semejanza” en Romanos 8:3. En griego es homoioma. Significa ‘de la misma clase’, ‘del mismo tipo o substancia’. Es la palabra de la que deriva nuestra voz “homogéneo”. No es simplemente ‘parecido’. Lo mismo que Hebreos 2:11, 14 y 17, el texto enfatiza la identificación de Cristo con nosotros, los hijos de Adán.

 

Veamos qué significa en Filipenses 2:6-8.

 

 Se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres (versículo 7).

 

“Semejante”: la misma palabra en griego y en nuestro idioma. ¿Significa que Cristo se pareció a un hombre? ¿Significa que tenía una apariencia similar a la nuestra? ¿O significa que era un ser humano como nosotros lo somos, de la misma sustancia, de la misma clase?

 

Era el Hijo de María; era de la simiente de David de acuerdo con su ascendencia humana. Se declara que era hombre, enteramente el hombre Cristo Jesús (5CBA 1105).

 

Su naturaleza humana era creada; ni aun poseía las facultades de los ángeles. Era humana, idéntica a la nuestra (3MS 145.4).

 

Si en Filipenses 2:7 “semejante a los hombres” significa “hombre”, en Romanos 8:3, “semejanza de carne de pecado” ha de significar igualmente “carne de pecado”. Difícil de aplicar a la situación de Adán previa a la caída, ¿no os parece?

 

Siendo en forma de Dios, no tuvo por usurpación ser igual a Dios; sin embargo, se anonadó a sí mismo tomando forma de siervo (versículos 6-7).

 

¿Qué significa “en forma (morfe) de Dios” en el versículo 6? ¿Significa que era parecido a Dios? —No. Significa que era Dios (griego: isos). Por lo tanto, ¿qué significa “en forma (morfe) de siervo”? —Significa que tomó la condición de siervo.

 

Pero hay más en Filipenses: “siervo” es una traducción discutible. El original dice “esclavo”

(doulou).

 

¿Cabe decir de Adán, tal como Dios lo creó, que era un esclavo? ¿Cuándo cayó Adán en la esclavitud? —Después de haber pecado.

 

Aunque sólo existiera ese texto en el todo el Nuevo Testamento, bastaría para que supiéramos cuál fue la condición de la naturaleza humana que Cristo tomó al nacer.

 

Ese texto demuestra que Cristo aceptó la gran ley de la herencia, recibiendo al nacer todo lo que nosotros recibimos sin ninguna exención: ni física, ni mental, ni moral (así lo afirmó E. White). ¿Cómo opera esa ley?

 

La condición física y mental de los padres se perpetúa en su posteridad. Este es un asunto que no se considera debidamente. Cuandoquiera que los hábitos de los padres contraríen las leyes físicas, el daño que se infligen a sí mismos se repetirá en las generaciones futuras (HC 153.1).

 

Ambos padres transmiten a sus hijos sus propias características, mentales y físicas, su temperamento y sus apetitos. Con frecuencia, como resultado de la intemperancia de sus padres, los hijos carecen de fuerza física y poder mental y moral (PP  604; 544.4).

 

Por regla general, cada individuo intemperante que engendra hijos, transmite sus inclinaciones y tendencias malvadas a su descendencia…

Los miembros de la generación actual son débiles en sus capacidades físicas, mentales y morales. Toda esta miseria se ha acumulado de generación en generación debido a que el hombre caído quebranta la ley de Dios…

El tabaco y el licor entontecen y corrompen a quienes los usan. Pero el mal no se detiene allí. El que usa estas sustancias transmite temperamentos irritables, sangre contaminada, intelectos debilitados, y debilidad moral a sus hijos...

La raza humana gime bajo el peso de la aflicción acumulada debido a los pecados de generaciones pasadas (4T 33.4-34.3).

 

Los padres pueden haber transmitido a sus hijos tendencias al apetito y la pasión, las que harán más difícil la obra de educar e instruir a estos hijos para ser estrictamente temperantes y para que tengan hábitos puros y virtuosos (3T 622.2).

 

 

¿Tentación o pecado?

 

Esas tendencias al apetito y la pasión, ¿son tentaciones, o son pecado? Una vez hayáis resuelto eso, lo habréis resuelto todo. El falso evangelio necesita confundir para perpetuar el engaño: confunde naturaleza (lo recibido por herencia), con carácter (decisiones, lo que nos hace moralmente responsables); pero su confusión no termina ahí. Necesita también confundir la tentación con el pecado.

 

Esas tendencias presentes en la naturaleza con la que nacemos son algo malo, pero no son pecado, no son fruto de ninguna elección individual, no conllevan culpa ni responsabilidad.

 

Los niños de padres alcohólicos son más susceptibles que otros de convertirse en alcohólicos. ¿Es más fácil que caigan en el alcoholismo? —Sí. ¿Cuándo pecan?, ¿al nacer? —No. Pecan si escogen ceder a esas tendencias, que en ellos son más fuertes. Pero por fuertes que sean las tendencias, son tentación, no son pecado.

 

Aunque él [Cristo] tenía toda la fuerza de la pasión de la humanidad, nunca cedió a la tentación de hacer un solo acto que no fuera puro, elevador y ennoblecedor (ST 21 noviembre 1892).

 

En nuestra propia fortaleza nos es imposible negarnos a los clamores de nuestra naturaleza caída. Por su medio Satanás nos presentará tentaciones. Cristo sabía que el enemigo se acercaría a todo ser humano para aprovecharse de las debilidades hereditarias y entrampar mediante sus falsas insinuaciones a todos aquellos que no confían en Dios. Y recorriendo el terreno que el hombre debe recorrer, nuestro Señor ha preparado el camino para que venzamos (DTG 98.1).

 

Hemos leído: “En nuestra propia fortaleza, nos es imposible negarnos a los clamores de nuestra naturaleza caída. Por su medio, Satanás nos presentará…” ¿Cuál es la siguiente palabra? —“Tentaciones”. ¡Pero el mundo cristiano dice: pecado! El cristianismo popular afirma que “los clamores de nuestra naturaleza caída” son pecado. La Biblia y el Espíritu de profecía dicen: —No. Son tentación.

 

Hay en la cita tres conceptos equivalentes:

 

(a)  “clamores de la naturaleza humana”, que equivale a

(b)  tentaciones”, y que equivale a

(c)  “debilidades hereditarias”

 

Ninguno de los tres equivale a pecado.

 

Sigue así: “Y recorriendo el terreno que el hombre debe recorrer, nuestro Señor ha preparado el camino para que venzamos”. ¿Qué terreno es ese que Cristo ha recorrido? —El mismo que habéis de recorrer vosotros y yo: clamores de una naturaleza caída, tentaciones, debilidades hereditarias. Ese es el camino que Cristo recorrió: no sólo naturaleza caída, sino ¡clamores de esa naturaleza caída! Clamores desde su interior, tal como nosotros los sentimos.

 

El párrafo de ‘El Deseado’ que acabamos de considerar termina con estas palabras de Jesús a nosotros:

 

“Tened buen ánimo —dice; —yo he vencido al mundo”.

 

¿A qué se refería, al decir: “He vencido al mundo”? ¿Qué es lo que había vencido? —“Los clamores de nuestra naturaleza caída”, y precisamente lo hizo recorriendo el terreno que vosotros y yo recorremos. No hay duda de que nuestro Salvador “padeció siendo tentado” (Hebreos 2:18).

 

¿Podéis apreciar hasta dónde condescendió Cristo para poder estar cercano a cada uno en la tentación, en su experiencia, para poder abrir un camino nuevo mediante su “carne”? ¿No os parece verdaderamente que Cristo es el Deseado, el señalado entre diez mil, todo él codiciable? ¿Hubo algo que dejara de hacer para rescatarnos? ¿No os parece que es digno de adoración ahora y por la eternidad?

 

 

Conclusión

 

Como pueblo de Dios nuestro camino se ha alejado del ideal en los últimos 140 años.

 

Previamente a 1888 habíamos olvidado los encantos incomparables de Cristo en su condescendencia y humillación. No lo hicimos el centro de nuestra vida y predicación.

 

En 1888 rechazamos en gran medida el mensaje de la justicia por la fe, siendo un rasgo destacado y consubstancial del mismo la naturaleza humana caída que Cristo tomó en su encarnación. Se trataba del mensaje que el Señor nos envió, en su gran misericordia, mediante los pastores Jones y Waggoner, que significaría el derramamiento del Espíritu Santo en la lluvia tardía, el fuerte pregón y la venida de Jesús. Pero aún estamos aquí.

 

En 1957 cambiamos nuestra posición sobre la naturaleza humana de Cristo, y en consecuencia dejó de tener sentido el ministerio de Cristo en el lugar santísimo para borramiento del pecado. Escribimos un libro, Questions on Doctrine, que ha sido considerado como la ortodoxia adventista, y que ha sido leído, estudiado, publicado y republicado hasta el día de hoy. Barnhaus y Martin, los dos portavoces evangélicos que dialogaron con nuestros dirigentes en dieciocho encuentros de uno a tres días de duración, en tres sesiones diarias, no tuvieron ningún reparo en jactarse por escrito y públicamente por haber conseguido hacer que cambiara la teología de toda una denominación: la nuestra, mediante su diálogo ecuménico con tres de nuestros representantes: L.E. Froom, W.E. Read y R.A. Anderson, los autores de Questions on Doctrine (Eternity, septiembre 1956, p. 6, 7, 43 y 45), en español Preguntas sobre Doctrina (ver aquí: ‘Bifurcación: Preguntas sobre Doctrina’ una revisión histórica de Herbert Douglass sobre el episodio mencionado).

 

A cambio de no ser considerados una secta, mediante la publicación de ese libro y otras maniobras, se introdujo por la puerta de atrás la nueva posición (sin haber sido nunca votada por la asamblea de la Asociación General). Eso produjo en el adventismo la división más profunda y penosa de nuestra historia hasta el día de hoy, y una de sus consecuencias fue la aparición de multitud de ministerios independientes como reacción. Esa serie de desviaciones en el adventismo cristalizó en la instauración de una nueva teología en el adventismo, promocionada por Desmond Ford en la década que siguió.

 

El Instituto de Investigación Bíblica adventista (Biblical Research Institute) escribió en 1989:

 

La iglesia mundial nunca ha visto esos temas [naturaleza de Cristo, naturaleza del pecado] como esenciales para la salvación ni para la misión de la iglesia remanente… No puede haber firme unidad en la iglesia mundial del pueblo remanente de Dios mientras haya segmentos que sostengan y agiten esas posiciones, tanto en América del Norte como en las divisiones transoceánicas. Esos temas deben ser dejados de lado, y no urgidos ante nuestro pueblo como asuntos necesarios.

 

Esa increíble recomendación del BRI se convirtió de facto en una advertencia, y en ocasiones hasta en una amenaza para quienes se opusieron a la “nueva marca” en el adventismo. ¿Se siguió oficialmente esa “recomendación”? —No. Sin embargo, sirvió para silenciar a quienes han querido defender la postura histórica adventista, acusándolos de ser ellos los causantes de división.

 

Desde entonces se han ido publicando y promocionando libros con respaldo oficial, que presentan exclusivamente la nueva postura sobre el pecado y la naturaleza humana de Cristo, que armonizan con las que sostiene el cristianismo popular, y que son opuestas a las que el Señor nos dio en el mensaje de 1888. Es como si los promotores de la nueva postura hubieran dicho: ‘Sea razonable. Piense como yo’.

 

La incursión del dogma del pecado original, la falsa concepción sobre la humanidad tomada por Cristo, la devaluación de la verdad de la purificación del santuario, de la inspiración de la Biblia y también el cuestionamiento de la autoridad de E. White han llevado a nuestra iglesia a una situación en la que muchos se preguntan qué necesidad existe de que sigamos como pueblo separado del resto de la cristiandad, siendo que no tenemos ningún mensaje distinto que dar.

 

Ese panorama os puede parecer hoy más bien deprimente, pero no olvidéis que somos el antitipo del antiguo pueblo de Israel, lo que significa que casi nada debiera sorprendernos. Dios enderezará lo torcido; él nos apartará del mundo, nos santificará en la verdad (Juan 17:17). Apocalipsis 19:7 nos habla de victoria completa, aunque eso implique antes un tremendo zarandeo. No hay para el Señor un problema demasiado complejo, y él lo va a solucionar, pero estad seguros de estar de su parte en todo momento y defended la verdad en amor.

 

No todo es negativo en el pueblo de Dios. En púlpitos de nuestras iglesias se está predicando el evangelio verdadero en su poder y belleza. Pastores y laicos lo están predicando y viviendo. Hay un despertar entre hermanos en casi todas las iglesias. Hay jóvenes que están luchando valientemente las batallas del Señor. No dudéis ni por un momento que Dios se ha reservado sus “siete mil” que no han doblado la rodilla. Aunque nos gustaría que fueran más visibles, están ahí, y son lo que el Señor necesita para llevar a cabo su obra de reavivamiento y reforma en nuestro pueblo.

 

Recordad que somos hechos espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres (1 Corintios 4:9).

Estudiad y orad como nunca antes, comenzad en vosotros mismos la obra del arrepentimiento, reavivamiento y reforma. Demostrad la victoria sobre el enemigo, no sólo con vuestras palabras, sino especialmente con vuestras vidas. Sed la sal de la tierra. Sedlo en cada una de vuestras familias y en cada una de vuestras iglesias.

 

Esta es la obra del Señor, y es la iglesia del Señor. Él la bendecirá con el derramamiento del Espíritu Santo cuando aceptemos de corazón y vivamos el mensaje que él nos envió en su gran misericordia para alumbrar toda la tierra con su gloria. Lo ha prometido, y lo cumplirá. Ojalá sea en nuestra generación. El santuario será purificado, Cristo vencerá. El Dios de paz quebrantará presto a Satanás debajo de vuestros pies, y entraremos en el gozo de nuestro Señor.

 

Es el propósito de Dios que la verdad se ponga al frente para que sea tema de examen y discusión a pesar del desprecio que se le haga. Tiene que agitarse el espíritu del pueblo (DMJ  31.4).

 

La humanidad del Hijo de Dios es todo para nosotros. Es la cadena áurea que une nuestra alma con Cristo, y mediante Cristo con Dios. Esto ha de ser nuestro estudio

El estudio de la encarnación de Cristo es un campo fructífero que recompensará al escudriñador que cava profundamente en procura de la verdad oculta (1MS 286; 244.1).

 

Por lo tanto, hermanos santos, participantes del llamado celestial, considerad al Apóstol y Sumo sacerdote de la fe que profesamos, a Jesús” (Hebreos 3:1). Hacer esto tal como indica la Biblia: considerar a Cristo continua e inteligentemente tal como él es, lo transformará a uno en un cristiano perfecto, puesto que “contemplando somos transformados” (E.J. Waggoner, Cristo y su justicia, 5).

 

 

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