2- Qué es el pecado

DP-LB, 2014

 

 

¿Por qué prestar atención a algo tan negativo como el pecado? ¡No es nuestro tema favorito! Pero: ¿qué pensarías de un médico que, sin examinarte, sin siquiera escuchar cuál es tu problema, te extiende una receta con el tratamiento, o bien te indica una intervención quirúrgica? En ausencia de un diagnóstico certero, ¡olvida toda posibilidad de encontrar el tratamiento eficaz!

 

Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mateo 1:21).

 

Es una declaración tan sencilla como profunda, y pone en evidencia toda desviación del evangelio. El verdadero evangelio siempre salva del pecado, no en el pecado.

 

        ¿Qué es el pecado?

        ¿En qué consiste el pecado del que nos salva el evangelio de Cristo?

        ¿Cuál es el pecado que nos hace culpables?

        ¿En qué consiste el pecado que trae la condenación?

 

Si no comprendemos qué es el pecado, todo el resto en nuestra comprensión acerca de Cristo y del evangelio estará equivocado. En el panorama cristiano actual hay básicamente dos comprensiones diferentes del pecado, que llevan a dos evangelios diferentes. Por supuesto, no hay dos evangelios: uno de ellos ha de ser un falso evangelio, y es vital distinguir claramente entre ambos.

 

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Examinemos esas dos definiciones contrapuestas de pecado. Me referiré primeramente a la que considero equivocada. Es la que corresponde al árbol de follaje amarillo. Es la mayoritaria en el cristianismo, desde su florecimiento en el siglo III-IV con Agustín de Hipona. Sobre esa definición se basa y construye el edificio del evangelio según el cristianismo popular.

 

Es preciso comprender que no todo es error en un evangelio falso. El error es un parásito de la verdad. Todo error es la corrupción de una verdad. Hasta el propio Satanás es la corrupción de un ser que al principio fue bueno (Ezequiel 28:15). Prepárate para encontrar una mezcla de verdad y error cuando analicemos el primer evangelio, el del árbol con hojas amarillas situado a la izquierda. Mucha verdad, muchas cosas buenas, con un poco de error, ha sido siempre la fórmula preferida por el enemigo para seducir y engañar. ‘Tal libro, tal predicación, etc, tiene mucho de bueno’, es la fórmula perfecta para confundir y hacer pasar el error como verdad. Y quien piensa que tal distinción es fácil, está en serio peligro. Cuando sabemos positivamente que un libro es cuestionable, la única conducta segura es no abrirlo. El Señor no nos va a proteger del veneno que contiene. Dialogar con el tentador es el camino seguro a la ruina, tal como enseña la experiencia de Eva.

 

Después de analizar la definición errónea de pecado, prestaremos atención a la verdadera, a la luz de la Biblia y el Espíritu de profecía: es la representada por el árbol de follaje verde.

 

Sería un placer poder decir simplemente: el árbol amarillo representa al evangelio propio del cristianismo popular, y el árbol verde representa al evangelio del adventismo, el que enseña la Biblia, el que Jones y Waggoner presentaron, y el que E. White apoyó. Pero, tristemente, no podemos decir eso. Las citas que os voy a dar para comprender el evangelio representado en el árbol amarillo, el que corresponde a la comprensión aberrante, corresponden a autores adventistas tal como la presentan literalmente sus portavoces.

 

Tanto los representantes de la nueva postura en el adventismo —una postura que es similar a la del cristianismo popular—, como los representantes de la postura que considero verdadera, coinciden en afirmar una cosa:

 

La comprensión de la naturaleza humana de Cristo y del evangelio, depende de cuál sea la comprensión acerca de lo que es el pecado.

 

La definición de pecado es la premisa, la base, sobre la que se va a edificar cada una de las dos comprensiones del evangelio, que son tan divergentes e irreconciliables como la evolución y la creación. Una vez hayas decidido cuál es el concepto verdadero de pecado, habrás determinado todo lo demás en tu comprensión de Cristo y de la salvación.

 

Tras haber aceptado la validez de cierta base o fundamento, el “edificio” del evangelio puede ser internamente lógico y congruente paso tras paso. Sin embargo, una premisa falsa en su inicio conducirá indefectiblemente a un falso evangelio ¡y a un falso Cristo!, tal como un fundamento deficiente llevará a la ruina de todo el edificio.

 

¿Cómo caen los hombres en tal error? Comenzando con falsas premisas, y luego tratando de que todas las cosas prueben que el error es verdad. En algunos casos los primeros principios tienen una porción de verdad entretejida con el error, pero eso no induce a ninguna acción justa, y esta es la razón por la cual los hombres son mal encaminados (TM 364.1).

 

Antes de analizar el evangelio popular es necesario comprender una distinción importante entre

 

·       Carácter: nuestras decisiones, aquello de lo que somos individualmente responsables, y

·       Naturaleza: el equipo con el que nacemos, que es común a todos y no conlleva responsabilidad.

 

Naturaleza significa —por contraste con el carácter— aquello que no cambia ni puede cambiar en nosotros cuando nos convertimos y nos sometemos al proceso de la santificación; aquellos aspectos de nuestra humanidad (caída) con los que habremos de convivir hasta la venida de Jesús; aquello que sólo será transformado en incorruptible a la final trompeta (recuerda que el carácter NO cambiará entonces: ¡es ahora cuando cambia!)

 

Por naturaleza caída (o pecaminosa) me refiero a esto:

 

[Adán y Eva] Si cedían a la tentación, su naturaleza se depravaría, y no tendrían en sí mismos poder ni disposición para resistir a Satanás (PP 35; 32.3).

 

No hace falta que estés de acuerdo en la forma de llamarlos, pero es imprescindible tener presente esa distinción entre los dos conceptos. Otra forma de ponerlos en contraste es esta:

 

(1)  la herencia o equipamiento que recibimos al nacer, sin intervención alguna de nuestra voluntad. Antes me he referido a ella como “naturaleza”. Es algo biológico: está en nuestros genes.

 

(2)  lo que personalmente hacemos con ese equipamiento. Me he referido a eso como “carácter”. No es algo biológico, sino teológico: está en nuestro corazón, depende de nuestras decisiones.

 

A lo que llamo naturaleza, naturaleza caída, pecaminosa, la Biblia le suele llamar simplemente “carne” (cuando no se refiere a vianda).

 

Velad y orad, para que no entréis en tentación: el espíritu a la verdad está presto, mas la carne enferma (Mateo 26:41).

 

Los designios de la carne son enemistad contra Dios, porque no se sujetan a la Ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu (Romanos 8:7-9).

 

“Designios de la carne”, equivale a las tendencias propias de nuestra naturaleza caída. Estas no se sujetan a Dios, ni pueden hacerlo. En el versículo 9, Pablo está refiriéndose a aquellos que se han convertido. En ellos, ni ha desaparecido la carne, ni se ha convertido. No es ese el secreto de la conversión ni de la santificación. El secreto es otro: los convertidos no viven “según la carne, sino según el Espíritu”. Es decir: conviven con la carne, pero no “viven según la carne”: no siguen, no complacen, no ceden a las tendencias de la naturaleza caída (“carne” en la Biblia). “Carnal”, en la Biblia, no significa la posesión de la naturaleza caída, sino el consentimiento de la mente en vivir de acuerdo con la carne. Por lo tanto, “carne” y “carnal” de forma alguna son sinónimos. El primero es biológico, común a todos, y no conlleva responsabilidad. El segundo es una elección, pertenece al carácter y conlleva responsabilidad.

 

¿Qué significa no vivir según la carne, sino según el Espíritu? ¿Significa que la carne se convierte, viniendo a ser una carne santa en la que uno deja de ser tentado? ¿Acaso se deshace uno de su naturaleza caída? —No. Significa que no se satisfacen las inclinaciones o tendencias de esa naturaleza caída, sino que se las somete, se las crucifica:

 

Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (Gálatas 5:24).

 

Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne (Gálatas 5:16).

 

Pero es muy importante observar que la lucha no cesa; seguirá mientras tengamos esa naturaleza:

 

El deseo de la carne es contra el Espíritu y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisierais (Gálatas 5:17).

 

Lo anterior puede sorprender, pues en la experiencia de todos hay victorias conseguidas sobre tentaciones que dejaron ya de serlo para nosotros. ¿Significa eso que nuestra carne es santa, o parcialmente santa? —No. Significa que nos vamos acercando a una mente santa. Descuida la oración o el estudio de la Biblia, y pronto verás lo poco santa y convertida que está tu naturaleza (tu carne).

 

Esta fue la experiencia de Pablo:

 

Hiero mi cuerpo y lo pongo en servidumbre; no sea que, habiendo predicado a otros, yo mismo venga a ser reprobado (1 Corintios 9:27).

 

Pablo sabía que su lucha contra el mal no terminaría mientras durara la vida. Siempre comprendía la necesidad de vigilarse severamente, para que los deseos terrenales no se sobrepusieran al celo espiritual. Con todo su poder continuaba luchando contra las inclinaciones naturales (HAp 253.1).

 

Volveremos a ese punto más adelante. Para comprender lo que quiero explicar, es imprescindible distinguir entre lo que se convierte en el nuevo nacimiento (lo que he llamado ‘mente’ o ‘carácter’), y aquello que no cambia hasta la segunda venida de Cristo (lo que he llamado ‘naturaleza’). Es necesario distinguir entre lo que recibimos al nacer (naturaleza), y lo que hacemos personalmente (carácter) con ese equipo que hemos recibido.

 

E. White empleó frecuentemente la expresión “mancha de pecado”. Algunos han intentado relacionar eso con la naturaleza y no con el carácter, pero véase cómo hizo ella la distinción, cómo se refirió a la situación de los sellados (cuya naturaleza es aún caída, pecaminosa): dijo de ellos que estarán “sin mancha”. Lo mismo que la Biblia (Santiago 1:27), E. White relacionó la “mancha de pecado” con el carácter, no con la naturaleza:

 

El sello de Dios no será puesto nunca en la frente de un hombre o una mujer que sean impuros. Nunca será puesto sobre la frente de seres humanos ambiciosos y amadores del mundo. Nunca será puesto sobre la frente de hombres y mujeres de corazón falso o engañoso. Todos los que reciban el sello deberán estar sin mancha delante de Dios y ser candidatos para el cielo (Maranatha 238; MSV 248.4).

 

Un rayo de la gloria de Dios, una vislumbre de la pureza de Cristo que penetre en el alma, hace dolorosamente visible toda mancha de pecado, y descubre la deformidad y los defectos del carácter humano. Hace patentes los deseos profanos, la incredulidad del corazón y la impureza de los labios (CC 29.1).

 

Dirijamos la atención al falso evangelio. Veamos la definición del pecado en la que se basa: la noción agustiniana del pecado original. Según ella, eres pecador, no por lo que haces, dices o piensas, sino porque hace seis mil años Adán y Eva pecaron. No estás condenado por lo que haces, sino por lo que eres, y lo eres por nacimiento. Tu naturaleza es mala: ese es tu pecado y tu condenación.

 

En esa comprensión, lo único que tienes que hacer para ser un pecador y estar condenado a la perdición eterna es nacer y respirar por primera vez.

 

Así expresan esa teoría algunos de sus defensores (en el adventismo):

 

        El hombre no se pierde por haber cometido pecados, sino por haber nacido de Adán; por lo tanto, ya está condenado en Adán, incluso antes de cometer pecados.

 

        Eres hijo de Adán, por lo tanto, su pecado es tu pecado y tu condenación.

 

        Hacemos elecciones pecaminosas porque somos ya previamente pecadores por naturaleza.

 

A nuestra naturaleza caída la llaman Pecado (en singular); y a nuestras elecciones al mal las llaman pecados (en plural). Según esa comprensión, tales pecados son una mera e inevitable expresión de la naturaleza mala —Pecado— que poseemos.

 

Una de las formas en que lo explican es mediante la ilustración de un volcán que arroja lava a partir de su magma en ignición situado en la profundidad. De vez en cuando tiene episodios o erupciones en las que libera parte de su energía, expulsando fuego y lava. Esos episodios no son más que una expresión de ese magma/problema gigante que hay en su interior.

 

¿Por qué pierdes el dominio propio y cedes a una explosión de ira? —Porque has nacido de esa manera. Es sólo una expresión de tu Pecado (con mayúscula). El Pecado habita en tu interior; por lo tanto, de vez en cuando se hará visible en episodios o “erupciones”. Según ese esquema, el pecado que se manifiesta en ti es culpa de tu padre o de tu madre, de tus abuelos, de Adán y Eva, etc. (Interrumpimos ahí esa cadena, pero su lógica llega indefectiblemente hasta el propio Dios).

 

Aun si no cedieras a esos impulsos y no se manifestaran en elecciones pecaminosas (posibilidad sólo teórica, que nunca se puede dar en ese evangelio), estarías igualmente perdido y condenado por tu Pecado (en singular), que es el que heredaste de Adán.

 

Hay variaciones de esa doctrina del pecado original. Algunos la entienden más bien como una herencia biológica (como si la justicia o la injusticia se pudieran transmitir hereditariamente), y otros más bien como una imputación de culpa por parte de Dios contra todo ser humano nacido como descendiente de Adán. Pero en todo caso se trata del pecado entendido como un estado de la naturaleza recibida al nacer, ajeno y anterior a cualquier decisión tuya.

 

La comprensión de ese falso evangelio demanda una confusión entre la naturaleza común recibida y las elecciones personales. Una de las formas en que se expresa es esta:

 

“Todos los seres humanos tenemos una experiencia en común: hemos sido infectados por el pecado de Adán”

 

Se cuida de no especificar en qué sentido hemos sido “infectados”, ya que la indefinición conviene a esa teología, que mezcla estratégicamente el pecado de Adán con nuestra experiencia. Evidentemente, lo que busca esa comprensión es señalar una exención en Cristo, en quien no pueden haberse cumplido las leyes de la herencia (de ser así, habría resultado igualmente “infectado”). Por lo tanto, el razonamiento sigue así:

 

“Con la excepción de Cristo”

 

Y eso tiene un claro resultado, que es exactamente el buscado:

 

“En consecuencia, ninguna persona natural puede alguna vez pretender ser completamente justa” (Guía de estudio de Escuela Sabática, 2º trimestre 2014, lección del jueves 8 de mayo).

 

El dogma del pecado original es la base sobre la que el cristianismo popular ha edificado el evangelio. La Reforma no lo cambió. Lutero, Calvino, etc, aunque renunciando a otros errores del romanismo, continuaron edificando su evangelio sobre esa misma premisa, incluso la elevaron. El propio Lutero era un fraile agustiniano, y aunque reformado, llevó ese “equipaje” a la Reforma junto con otros más, como el falso día de reposo, la predestinación y la doctrina del infierno eterno.

Históricamente, la teoría del pecado original es un concepto que surgió junto con la idea de la predestinación. Resumida y simplificada, la historia empezó así: Agustín era incapaz de dejar de pecar por más que se lo proponía y se esforzaba, lo que le llevó a la conclusión de que vivir sin pecar es imposible. Esa imposibilidad la atribuyó a que todo ser humano nace infectado por el pecado de Adán. Pero había un problema: si todos tenían ese pecado por nacimiento, ¿cómo explicar que unos se salvaran y otros no? Encontró esta solución: —la predestinación divina irrevocable. Esa comprensión implica un Dios dictador de corte militar: alejado, implacable, soberano, de voluntad irresistible y arbitrario. En ese paradigma la distinción entre salvos y perdidos no corresponde al pecador en su elección, sino a Dios en su predeterminación.

 

Aunque actualmente la mayor parte del cristianismo no profesa ya la predestinación, increíblemente, sigue abrazando una comprensión del evangelio que surgió junto con ella, y que es su doctrina gemela: la del pecado original.

 

Hasta aquí la exposición de lo que constituye el pecado según el evangelio popular, que he representado en el árbol amarillo situado a la izquierda. Veamos ahora la comprensión bíblica, representada en el árbol verde de la derecha.

 

 

Pecado: elección

 

En el verdadero evangelio, el pecado es una elección que toma individualmente cada uno (en el falso evangelio, el “Pecado” era la naturaleza recibida al nacer, y no distinguía entre individuos).

 

En contraste con la anterior, esta definición del pecado como elección es un concepto basado en la libertad, en el “libre albedrío”, que es el único terreno en el que puede manifestarse el amor, y el único en el que puede entenderse el conflicto de los siglos. El cristianismo popular no puede tener una perspectiva correcta del conflicto de los siglos. ¿Te has preguntado por qué? Piensa qué sentido tiene que Dios haya tolerado la rebelión de Satanás durante milenios, si se la considera bajo el prisma de un Dios militar, implacable, soberano, de voluntad irresistible… Aceptar la idea de conflicto cósmico implicaría automáticamente que Dios es el responsable de dicho conflicto.

 

En el verdadero evangelio, la definición del pecado como elección coincide con la anterior en algunas cosas:

 

Desde el mismo nacimiento recibimos una naturaleza mala, nacemos en un entorno malo, etc. Nuestra naturaleza nos empuja o arrastra en el sentido equivocado, descendente. Cuando Adán y Eva se rebelaron, trastocaron este mundo, y también nuestra naturaleza, que por sí misma no tiene disposición ni poder para vencer a Satanás. Pero es imprescindible considerar que la degradación de la naturaleza —que queda en situación de carecer de la voluntad y capacidad para obrar el bien— no es el único factor en el ser humano y el mundo. La gracia, la asistencia divina, el poder del Espíritu Santo, es tan real, e infinitamente más poderoso que la realidad de la degradación de nuestra naturaleza. Así pues, ceder a los clamores de esa naturaleza caída no es la única opción.

 

Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame (Mateo 16:24).

 

“Niéguese a sí mismo” significa lo mismo que tomar la cruz: significa la necesidad de resistir los malos deseos de la naturaleza; la necesidad de batallar contra ella y someterla.

 

Pablo dijo:

 

Cada día muero (1 Corintios 15:31).

 

Mas vestíos del Señor Jesucristo, y no hagáis caso de la carne en sus deseos (Romanos 13:14).

 

Si viviereis conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu mortificáis las obras de la carne, viviréis (Romanos 8:13).

 

Tu naturaleza es tu enemigo, y te traicionará cada vez que le des oportunidad. El diablo nos tienta siempre a través de nuestra naturaleza. Habremos de contender con ella todo el tiempo hasta la venida de Jesús.

Seguimos teniendo naturaleza caída después de convertirnos, ya que la naturaleza no se convierte ni queda en el agua el día de nuestro bautismo. Tampoco se queda en el automóvil el sábado, cuando salimos de él para entrar en la iglesia para adorar a Dios.

Seguiremos teniendo naturaleza caída después del sellamiento, y seguiremos teniendo que contender con ella. Aunque por entonces el “mundo” probablemente no nos atraerá en el sentido convencional de “vicio”, el diablo, a través de nuestra naturaleza todavía caída, nos tentará a la duda y el desánimo mucho más que antes. Veamos esta declaración de E. White para comprender lo anterior:

 

El remanente, en el tiempo de angustia, clamará: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (SpM 2.6).

 

¿Estás preparado para la experiencia del Getsemaní? Más adelante veremos las implicaciones de eso. Pero no hay razón para angustiarse anticipadamente: una vez que Cristo haya salido del santuario y se haya quitado las vestiduras sacerdotales, Dios habrá retirado su gracia para el perdón de los pecados, porque ya no la necesitaremos. Pero no retirará su gracia para vencer el pecado. La tendremos en medida doble, triple, o cuádruple. ¡Nunca la retirará! Es un don de Cristo por la eternidad, de forma que la rebelión no se levantará dos veces. Pero no olvides que es también un don para el presente.

 

Así pues, la naturaleza con la que nacemos es un equipo defectuoso, malo, tendente al mal. Nos empuja o atrae siempre en la mala dirección.

 

Pero eso no equivale a culpa ni equivale a pecado: significa sólo tentación, y ahí está la gran diferencia.

No se es automáticamente pecador, culpable, condenado, por haber nacido en el planeta desgraciado, o por ser hijos del padre desgraciado (Adán). Si te condenaras finalmente, la causa de tu condenación no habrá sido que Adán y Eva tomaron hace seis mil años la decisión de rebelarse contra Dios (Marcos 16:16). Ese punto es muy importante.

 

El alma que pecare, esa morirá: el hijo no llevará por el pecado del padre, ni el padre llevará por el pecado del hijo: la justicia del justo será sobre él, y la impiedad el impío será sobre él (Ezequiel 18:20).

 

Observa que no dice: “El alma que NACIERE, esa morirá”.

 

Pecas —y ese es el pecado que te condena— cuando conociendo la diferencia entre el bien y el mal, tomas la decisión deliberada de hacer lo malo, o bien de rehuir lo bueno. Cuando dices: ‘No, Señor: lo voy a hacer a mi manera’.

 

Eso es el pecado según el evangelio verdadero (árbol verde): la elección deliberada contraria a la voluntad de Dios, una vez que conoces dicha voluntad. Tu corazón lo sabe, pero eliges resistirlo e incurres en culpabilidad.

 

Esta posición, que es la tradicional en el adventismo (hasta la incursión de los conceptos agustinianos importados del evangelicalismo en los años 50 a consecuencia de un diálogo ecuménico que dio origen al libro ‘Preguntas sobre doctrina’, y que fue popularizada por Desmond Ford y otros seguidores de esa teología), no es hoy la postura mayoritaria adventista, al menos en los círculos académicos. Pero si es la postura verdadera, la que enseña la Biblia y el Espíritu de profecía.

 

En comparación con los millones del mundo, los hijos de Dios serán, como siempre lo fueron, un rebaño pequeño; pero si permanecen de parte de la verdad como está revelada en su Palabra, Dios será su refugio. Están bajo el amplio escudo de la Omnipotencia. Dios constituye siempre una mayoría (HAp, 471.1).

 

No siempre es malo pertenecer a la minoría. Noé, antes de entrar en el arca, era una minoría insignificante; pero cuando salió del arca era la mayoría absoluta. A veces las minorías se convierten en mayorías. Ten la paciencia de los santos, deja que el Señor obre, y a la postre te alegrarás.

 

La definición de pecado como naturaleza (pecado original) es incapaz de diferenciar entre el mal y la culpa, entre el mal que hay en el mundo, en nuestra naturaleza; y la culpa que deriva del pecado personal, de nuestro desarrollo moral individual.

 

 

El mal y la culpa

 

Quizá esta ilustración ayude a distinguir entre el mal y la culpa:

 

Al gato le encanta nuestra compañía. Es afectuoso. Reclama nuestras caricias. Le gusta ronronear sobre nuestras rodillas. Es el compañero ideal en una casa. Pero al salir al jardín se transforma. Estira las orejas, tensa la cola y se pone en situación de alerta. Su intención no es contemplar la puesta del sol ni oler las rosas del jardín. Dentro de casa acepta nuestras reglas, pero al salir fuera es él quien las dicta, y sólo hay dos reglas que cuentan: (1) escapar de todo el que sea mayor que él, y (2) cazar a todo el que sea menor que él.

 

Vemos a nuestro gato “jugando” con un ratón aterrorizado que grita e intenta escapar. Lo mismo que nosotros, el gato también tiene una naturaleza caída. Dios no lo creó para hacer eso. Al entrar el pecado, su naturaleza se trastocó también. ¿Has visto lo que hace con el pobre ratón que no puede correr tan rápido como él y cae en su emboscada? ¿Lo despacha rápidamente? —No. En cierto momento, cuando ve que el ratón está a punto de rendir el alma, lo deja escapar, sólo para volver a divertirse cazándolo otra vez y haciéndolo agonizar penosamente entre sus dientes y garras afilados, torturándolo literalmente, desmembrándolo trozo a trozo y quitándole la vida entre quejidos lastimeros de la forma más cruel. Cuando al pobre ratón le faltan las fuerzas para moverse, el gato lo lanza al aire con la esperanza de que la diversión pueda durar algo más…

Es evidente que el gato no tiene una partícula de compasión, de “humanidad” hacia el ratón, que es otra criatura de Dios capaz de sufrir la angustia y el dolor.

 

Lo contemplamos todo desde la ventana. Lo que hemos visto: ¿es bueno, o es malo? —Es malo, francamente malo (desde luego, lo es para el ratón). No forma parte del plan original de Dios. No tendrá lugar en la tierra nueva.

 

¿Qué hacemos cuando nuestro gato regresa a casa con la boca llena de plumas, o trayéndonos el cuerpo del delito, el trofeo? Él espera que lo felicitemos, que se lo agradezcamos.

 

¿Le tenemos preparado un tribunal con jueces y fiscales, y hemos previsto una prisión para el caso de que el veredicto sea de culpabilidad?

 

—No. Quizá lo reconvenimos suavemente, para dar de nuevo la bienvenida a casa a ese pequeño y entrañable “asesino”.

 

¿Qué es lo que acabamos de hacer? Hemos hecho una distinción entre el mal y la culpa.

 

Acaba de suceder algo lamentable, malo; pero no atribuimos culpabilidad a nuestro gato. ¿Por qué? —Porque hemos determinado que su pequeño cerebro no alberga eso que llamamos conciencia o responsabilidad moral: la capacidad de distinguir entre lo moralmente correcto y lo que no lo es. El gato carece de responsabilidad, de habilidad para responder moralmente. Sólo sabe hacer una cosa: seguir los dictados de su naturaleza caída.

 

Ahí está la distinción: ¿mal? —Sí; ¿culpa? —No. ¿Pecado? —NO.

 

Pasemos ahora a la esfera humana: somos tentados a través de nuestra naturaleza, y ser tentados así forma parte del mal, pero NO hay en esa naturaleza responsabilidad, culpa ni pecado. El pecado consiste en ceder personalmente a la tentación de satisfacer los deseos de nuestra naturaleza en lugar de negarlos, de crucificarlos. Podemos hablar del “pecado que hay en nuestra naturaleza” de forma metafórica, pero en nuestra mente el concepto ha de estar claro. Al respecto, quizá este episodio pueda ser de ayuda. En tiempos de Eliseo sucedió esto (2 Reyes 4:39-40):

 

Salió uno al campo a coger hierbas, y halló una como parra montés, y cogió de ella una faldada de calabazas silvestres: y volvió, y las cortó en la olla del potaje: porque no sabía lo que era. Se echó después para que comieran los hombres; pero sucedió que comiendo ellos de aquel guisado, dieron voces, diciendo: —¡Varón de Dios, la muerte en la olla! Y no lo pudieron comer.

 

Metafóricamente se podía decir que había “muerte en la olla”, pero entendemos que en la olla no había propiamente muerte, sino veneno: el potencial causante de la muerte. Ese veneno sólo causaría la muerte en caso de ingerirlo, o bien de no disponer del antídoto (o del milagro). Es un caso similar al del “pecado en la naturaleza”. Es equivalente a “pecado en la tendencia”. Se trata de un recurso homilético, y no va ligado a la culpa ni a la condenación.

 

El pecado requiere una decisión personal, y no es transmisible de forma biológica, de igual forma en que no es transmisible la justicia, que es lo contrario al pecado o injusticia.

 

Es inevitable que los hijos sufran las consecuencias de la maldad de sus padres, pero no son castigados por la culpa de sus padres, a no ser que participen de los pecados de éstos (PP 313; 278.4).

 

Ve la distinción: ¿consecuencias (mal)?, sí; ¿culpa?, no. La culpa requiere participar en el pecado por elección personal.

 

Aunque Satanás puede instar, no puede obligar a pecar… El tentador no puede nunca obligarnos a hacer lo malo. No puede dominar nuestra mente a menos que la entreguemos a su dirección. La voluntad debe consentir y la fe abandonar su confianza en Cristo, antes que Satanás pueda ejercer su poder sobre nosotros (DTG 100.5).

 

Por sí misma la carne no puede obrar contra la voluntad de Dios (HC 112.2).

 

Las dos citas precedentes ilustran también una realidad en el evangelio verdadero: que Satanás no es todopoderoso. A ese propósito vale la pena leer una cita más:

 

De ahí que trate constantemente de engañar a los discípulos de Cristo con su fatal sofisma de que les es imposible vencer (CS 543; 479.4).

 

¿Tentación, o pecado?

 

Es de la mayor importancia distinguir entre ambas cosas, ya que Cristo fue tentado en todo como nosotros, pero jamás pecó en nada.

 

Consideremos de nuevo la cita de E. White referida al pueblo remanente, una vez que el tiempo de prueba terminó y ha recibido el sello de Dios. Cristo ha salido ya de su santuario y ha cesado en su obra intercesora:

 

El remanente, en el tiempo de angustia, clamará: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (SpM 2.6).

 

Eso, ¿es bueno? ¿Es bueno sentirse abandonado por Dios hasta el punto de clamar así? ¿Era ese el plan divino para Adán y Eva al crearlos? ¿Sucederá en la tierra nueva? —No. No es bueno. Es malo.

Pero ¿qué te parece?, ¿hay culpa en ello?, ¿es pecado, o es sólo tentación? ¿No clamó Jesús así en la cruz? ¿Pecó por ello? Podemos estar seguros de que sólo somos culpables ante Dios por nuestras elecciones, y no por la naturaleza caída que recibimos, o por las tentaciones que nos acosan.

 

Es muy importante comprender el punto siguiente.

 

 

Gracia sobreabundante

 

El primer mandamiento que Dios dio a Adán y Eva en esta tierra era algo muy simple, muy claro:

 

Mas del árbol de ciencia del bien y del mal no comerás de él; porque el día que de él comieres, morirás (Génesis 2:17).

 

Ese texto siempre nos hace pensar. ¿Comieron? —Sí. Comieron. ¿Murieron en “el día que de él comieres”? —Murieron 900 años después. ¿Por qué no se aplicó la pena de muerte inmediatamente? ¿Se desdijo el Señor de su anuncio-promesa?

 

La respuesta es que sucedió algo extraordinariamente importante, y desde el primer libro de la Biblia tenemos que ir al último, Apocalipsis, para encontrarlo de forma explícita.

 

[el] Cordero… fue muerto desde el principio del mundo (Apocalipsis 13:8).

 

Eso también nos hace pensar, porque de forma visible el Cordero murió unos cuatro mil años después del “principio del mundo”.

 

Piensa en esto: yo puedo morirme esta noche o mañana, y sin embargo ahora estoy tan tranquilo gracias a mi total desconocimiento del futuro. Pero considera lo que pudo significar para Dios, quien posee un conocimiento perfecto del futuro, su decisión de humillarse y venir a hacerse una criatura, tomar nuestra naturaleza caída, exponerse como un Ser indefenso a la humillación y a los ataques de Satanás, vivir en el territorio donde este se había hecho fuerte, y cargar sobre sí los pecados del mundo con su terrible consecuencia-paga.

 

Solemos pensar en los sufrimientos de Cristo referidos sólo a sus años en esta tierra, especialmente al final de su ministerio terrenal. Una noticia reciente nos habla del fallecimiento de un ciudadano americano por causas naturales, tras haber pasado diecinueve años en el corredor de la muerte en espera de su decretada ejecución. Si me encontrara en esa situación, creo que preferiría que me ajusticiaran la semana próxima más bien que dentro de un año. Jesús, nuestro Salvador, estuvo cuatro mil años en el corredor de la muerte, experimentando en su mente omnisciente eso que nosotros sólo podemos apreciar débilmente en el Getsemaní y en el Calvario. Su sufrimiento no comenzó en Palestina ni terminó allí. Incluso ahora…

 

Diariamente sufre las agonías de la crucifixión. Diariamente los hombres y mujeres lo atraviesan al deshonrarlo, al rehusar hacer su voluntad (ST, 28 enero 1903).

 

Dios imputó el pecado de Adán y Eva, pero no lo imputó a nosotros, tal como pretende la herejía agustiniana del pecado original. Dios imputó el pecado de Adán y Eva a sí mismo. Y no sólo hizo eso con el pecado de Adán, sino con el de cada uno de nuestros pecados personales:

 

Jehová cargó en él [Cristo] el pecado de todos nosotros (Isaías 53:6).

 

Ciertamente Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados (2 Corintios 5:19).

 

Cristo tomó sobre sí la sentencia de muerte en el jardín del Edén: fue inmolado desde el principio del mundo.

 

Adán escuchó las palabras del tentador y cayó en el pecado al rendirse a sus insinuaciones. En su caso, ¿por qué no se aplicó la pena de muerte inmediatamente? Porque se encontró un rescate. El unigénito Hijo de Dios se ofreció voluntario para tomar sobre sí el pecado del hombre y para hacer expiación por la raza caída (RH, 23 abril 1901).

 

El instante en que el hombre acogió las tentaciones de Satanás, e hizo las mismas cosas que Dios le había dicho que no hiciera, Cristo, el Hijo de Dios, se colocó entre los vivos y los muertos, diciendo: ‘Caiga sobre mí el castigo. Estaré en el lugar del hombre. Tendrá otra oportunidad (Carta 22, 13 febrero 1900; 1CBA, 1099).

 

¿Qué significa “en el instante”? ¿Y qué significa “entre los vivos y los muertos”? Entre los vivos: Adán y Eva… y los muertos: ¡Adán y Eva! Nuestros padres —y la humanidad entera— estuvimos aquel día a un latido de la muerte inmediata y eterna.

 

La carta sigue así:

 

En cuanto existió el pecado, hubo un Salvador. Cristo sabía que tendría que sufrir y, sin embargo, se ofreció como sustituto del hombre. En cuanto Adán pecó, el Hijo de Dios se ofreció como garantía de la raza humana, con tanto poder para evitar la sentencia pronunciada sobre el culpable, como cuando murió en la cruz del Calvario (FV 77.4).

 

La raza humana estuvo aquel día al borde de la extinción. ¿Sabes quiénes eran entonces Adán y Eva? —Eran la raza humana. Si en lugar de cumplirse en Cristo, la sentencia se hubiera cumplido en Adán y Eva, ¡hoy no estaríamos aquí! Gracias a Dios por no haberles imputado a ellos su pecado, ¡ni tampoco a nosotros! ¿Estás agradecido porque el Cordero diese ese paso aquel día, al “principio del mundo”?

 

Observa: Cristo intervino “en el instante”, por su propia iniciativa. No acudió cuando el hombre le pidió socorro. Fue a buscar a Adán y Eva cuando se estaban escondiendo de él.

 

Puedes leer la Biblia de principio a final, y no encontrarás ninguna parábola de una oveja perdida que tenga que ir a buscar a su pastor; pero encontrarás la maravillosa ilustración de un buen pastor en la búsqueda arriesgada de su oveja perdida.

 

El Cristo que adoramos no es un Dios impasible e implacable, sino un Dios apasionado por nosotros, sus criaturas, que nos busca mucho antes de que lo busquemos a él, que nos ama más que a sí mismo, más que a su vida, como demostró entregándola por nosotros.

 

De tal manera amó Dios al mundo, que arriesgó su propia existencia para salvarlo.

 

Observa también esto: lo que hizo el Cordero, lo hizo en favor de toda la raza humana. No tiene nada que ver con el arrepentimiento de Adán. Fue eficaz, no sólo para los que creen. Fue en favor de todo hombre que viene a este mundo, desde su primera respiración hasta la última que dé, o hasta que vea venir a Cristo. Revirtió para toda la humanidad lo que se había perdido en Adán.

 

Como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de Uno vino a todos los hombres la justificación que produce vida (Romanos 5:18).

 

El Cordero inmolado trajo la vida a todo ser humano, restituyendo su capacidad de elegir. Y rodeó la tierra con una atmósfera de gracia a fin de que todo el que lo acepte tenga vida eterna.

 

Dios, que nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme a nuestras obras, mas según el intento suyo y gracia, la cual nos es dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, mas ahora es manifestada por la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte, y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio (2 Timoteo 1:9-10).

 

Eso es lo que hizo el Cordero en aquel día terrible: inmolarse (desde el principio del mundo). Tiene una profundidad y trascendencia tan infinitas, que la eternidad no bastará para que lleguemos a comprenderlo en su plenitud.

 

Por eso no podemos aceptar la teoría del pecado original (la condenación por nacimiento), porque según esa teoría es como si Cristo no hubiera intervenido: ¡como si no hubiera hecho nada! No puedo imaginar una forma más efectiva de despreciar la gracia de Dios en Cristo, que nos fue dada (no simplemente ofrecida) a un costo infinito.

 

Piensa en esto: cuando Cristo paga el rescate, ¿queda totalmente pagado? ¿Tengo que añadirle algo, o tengo quizá que volverlo a pagar? ¿Pagó Cristo el rescate por el pecado de Adán y Eva, cuando murió en la cruz del Calvario? ¿Lo pagó completamente?

 

Si es así, ¿cómo sería posible que los hijos de Adán —tu y yo— naciéramos aún condenados por el pecado de Adán? ¿Comprendes que el dogma agustiniano del pecado original significa hollar al Hijo de Dios y pisotear su sangre derramada? Es una grave tergiversación del carácter de Dios. Es atribuir a Dios el carácter de Satanás.

 

Observa también esto: si en el día del juicio final, uno, aunque sea sólo uno, puede argumentar con veracidad ante Dios que la causa de su condenación está en la naturaleza que recibió debido al pecado de Adán, o de Eva, o de la serpiente, ¿qué quiere eso decir? ¿Quién es entonces el responsable? ¿Quién es el culpable último, especialmente en una comprensión de Dios como soberano de voluntad irresistible? ¿Comprendes la implicación? ¿Comprendes por qué la teoría del pecado original —la naturaleza heredada culpable— le satisface tanto al enemigo de Dios y de nuestras almas?

 

Hay muchos que murmuran en sus corazones contra Dios. Dicen: ‘Heredamos la naturaleza caída de Adán, y no somos responsables por nuestras imperfecciones naturales’. Encuentran defecto en los requerimientos de Dios, y se quejan de que pide aquello que no tienen poder para dar. Satanás hizo la misma queja en el cielo, pero esos pensamientos deshonran a Dios (ST, 29 agosto 1892).

 

El que Cristo se interpusiera de forma inmediata y sin haber sido solicitado, no equivale a salvación universal ni obligada. ¿Podían perderse Adán y Eva, aun después que Cristo pagó por su pecado?

—Podían: Caín es un ejemplo de ello. ¿Dónde estuvo la diferencia entre Caín y Abel? ¿En la diferente naturaleza con la que nacieron uno y otro?, ¿en una elección arbitraria por parte de Dios? —La diferencia estuvo en la elección que hizo cada uno:

 

Entonces Jehová dijo a Caín: ¿Por qué te has ensañado, y por qué se ha inmutado tu rostro? Si bien hicieres, ¿no serás ensalzado? y si no hicieres bien, el pecado está a la puerta (Génesis 4:6-7).

 

Eso recuerda las palabras de Jesús en Juan 5:28-29:

 

Vendrá hora, cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron bien saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron mal a resurrección de condenación.

 

Ni Caín ni Abel nacieron culpables o condenados por el pecado de Adán. Ambos nacieron en una atmósfera de gracia sobreabundante propiciada por el Cordero inmolado desde el principio del mundo.

 

Caín, en el juicio, no podrá resistir a Dios argumentando que se condenó por un pecado —el de su padre— que lo hizo pecador por nacimiento. En aquel día toda boca se callará (también la de Caín) reconociendo la perfecta justicia y misericordia de Dios.

 

Caín se condenó, pero no por la naturaleza pecaminosa que heredó, sino por la elección pecaminosa que hizo. Se condenó cuando rechazó el Remedio que le había sido dado: el Cordero inmolado desde el principio del mundo. Y esa es la única forma en que podemos perdernos nosotros, y todo el que se pierda.

 

Según la teología del pecado original estás automáticamente condenado por el simple hecho de nacer en naturaleza “culpable” debido al pecado de Adán. En ese “evangelio” es muy fácil perderse.

 

En contraste, entendiendo el pecado como elección, es evidente que Dios ha hecho difícil tu perdición. La única forma en que puedes perderte es eligiendo pisotear a Cristo crucificado.

 

El que en él cree, no es condenado; mas el que no cree, ya es condenado, porque no creyó en el nombre del unigénito Hijo de Dios. Y esta es la condenación: porque la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz; porque sus obras eran malas (Juan 3:18-19; 3:36; Marcos 16:16, etc).

 

¿Cuál nos dice el texto anterior que es la causa de la condenación? ¿El pecado de Adán? ¿La naturaleza con la que nacemos? ¿Es eso lo que dice? Vale la pena releerlo.

 

El amor infinito ha trazado un camino por el cual los rescatados del Señor pueden pasar de la tierra al cielo. Ese camino es el Hijo de Dios. Ángeles guías son enviados para dirigir nuestros pies vacilantes. La gloriosa escalera del cielo desciende al camino de cada uno, interrumpiendo su tránsito hacia el vicio y la locura. Debe pisotear al Salvador crucificado quien quiera pasar hacia una vida de pecado (NEV 13.3).

 

¿Nunca has oído la frase: “Todo bebé nacido en el mundo necesita un Salvador”? —¡Pues lo tiene! Cada bebé nace en el mundo porque tiene un Salvador. Cada bebé nace en este mundo bajo la luz poderosa y vivificante de la cruz de Cristo, y lo mismo pasa con cada ser humano, en cada latido suyo y en cada respiración. Ese bebé crecerá, y en algún momento recibirá el conocimiento de “la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo”, y tomará su decisión o su cadena de decisiones: o bien la decisión de perderse pisoteando al Cordero inmolado; o bien la de salvarse aceptando el don de Dios en Cristo.

 

Comprender eso nos permite presentar a Cristo a otros, no sólo como a nuestro Salvador, sino como a quien es ya su Salvador —sin que él lo supiera—; como quien lo ha salvado de la muerte, quien le ha dado la vida, cada respiración, cada alegría y cada don en esta vida, especialmente el de poder elegir, junto con el regalo del conocimiento de su amor por él, y su ruego de que lo acepte como su Salvador y Señor para vida eterna.

 

Yo deshice como á nube tus rebeliones, y como a niebla tus pecados: tórnate a mí, porque yo te redimí (Isaías 44:22).

 

A la muerte de Cristo debemos aun esta vida terrenal. El pan que comemos ha sido comprado por su cuerpo quebrantado. El agua que bebemos ha sido comprada por su sangre derramada. Nadie, santo o pecador, come su alimento diario sin ser nutrido por el cuerpo y la sangre de Cristo. La cruz del Calvario está estampada en cada pan. Está reflejada en cada manantial (DTG 615.2).

 

E. White nos amonestó a hacer de Cristo el centro de todo discurso. ¡Eso incluye también el “discurso” relativo al pecado! No podemos considerar la situación del ser humano caído ignorando el hecho más trascendente en relación con la entrada del pecado, que puedes leer en detalle en Romanos 5, del versículo 12 en adelante: de la misma forma en que todos estábamos en Adán cuando este pecó —y su pecado nos afecta a todos—, todos estábamos en Cristo cuando él se encarnó, lo que nos afecta a todos aun “mucho más” (versículos 15 y 17). En relación con el bautismo de Jesús, leemos:

 

[Jesús] Pide el testimonio de que Dios acepta la humanidad en la persona de su Hijo…

Y las palabras dichas a Jesús a orillas del Jordán: ‘Este es mi Hijo amado, en el cual tengo contentamiento’, abarcan a toda la humanidad… Él nos hizo aceptos en el Amado (DTG 91-92; 86.3-87.3).

 

Su nombre es Emmanuel. Emmanuel no significa Dios con él, sino Dios con nosotros. Eso indica que él nos incorporaba a todos nosotros, a la humanidad. Su acto de justicia nos afecta a todos tan ciertamente como afectó a todos la deslealtad del primer Adán.

 

El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos son muertos (2 Corintios 5:14).

 

Mas no como el delito, tal fue el don: porque si por el delito de aquel uno murieron los muchos, mucho más abundó la gracia de Dios a los muchos, y el don por la gracia de un hombre, Jesucristo (Romanos 5:15).

 

Para efectos de salvación, la condenación que trajo el pecado de Adán quedó revertida por el don de la justicia de Cristo (el postrer Adán). Tal es la atmósfera de gracia que rodea la tierra. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, de ahí la expresión “mucho más” en Romanos 5:15 y 17.

 

Es una terrible acusación contra Dios la que hace el dogma del pecado original (que implica el pecado inerradicable) al afirmar que Dios imputa a cada descendiente de Adán la culpa y el pecado de este, o bien que ha decretado el mecanismo por el que la condenación de Adán pasa a cada uno de sus descendientes, y que la única libertad que el hombre tiene es la libertad para pecar, como si Dios estuviese interesado en la perpetuación del pecado, y como si la entrega inmediata de Cristo no hubiera logrado nada.

 

Dios no imputó al mundo el pecado de Adán.

 

Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados (2 Corintios 5:19).

 

Al contrario, anunció: “Enemistad pondré entre ti [la serpiente] y la mujer”. Es decir, le proveyó un poder mediante el cual podría resistir al pecado y sobreponerse a él. El Cordero inmolado desde el principio del mundo restituyó para el hombre la libertad de escoger, el deseo de hacer el bien y el poder para realizarlo:

 

Dios es el que en vosotros obra así el querer como el hacer, por su buena voluntad (Filipenses 2:13).

 

 

El mal, la culpa y la luz

 

Volviendo a la distinción entre el mal y la culpa te invito a abrir la Biblia en Juan 9:1-3. Los discípulos estaban ante uno que había nacido ciego. Puesto que el Maestro estaba con ellos, les pareció la ocasión ideal para resolver una gran intriga teológica que los tenía perplejos.

 

Le preguntaron sus discípulos, diciendo: Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que naciese ciego?

 

Observa: no le estaban preguntando si aquel ciego era un pecador. ¡Para ellos era obvio! Bastaba con observar sus ojos: ¡era ciego! Eso no les planteaba ningún interrogante. Hasta ahí no tenían problema: si era ciego, es porque era pecador. Esa era una creencia que tenían en común con los fariseos (versículo 34). Pero había un problema, y para ellos era el único problema: había nacido así… ¿Hicieron sus padres algo muy malo, para que el niño naciera maldito con la ceguera?, ¿o bien fue él mismo quien pecó antes de nacer? ¡En tal caso, tuvo que ser en el vientre de su madre, en algún momento durante los nueve meses de embarazo!

 

¿Qué respondió Jesús? —“Ni éste pecó, ni sus padres”. ¡Sorpresa! Es como si les hubiera dicho: ‘Estáis totalmente confundidos: sois incapaces de distinguir entre la ceguera y el pecado, entre el mal y la culpa.

 

Continuó así: “Sino para que se manifiesten las obras de Dios”. Hasta entonces se habían manifestado las obras de Satanás en el pobre invidente.

 

¿Cómo se manifestaron las obras de Dios? ¿Levantó Jesús su mano y le dijo: ‘Te perdono la ceguera’? ¿Es perdón, lo que necesitaban aquellos ojos? —No. La ceguera, aun siendo mala, no es pecado y no necesita perdón. Necesita sanación, lo mismo que nuestra naturaleza caída.

La sanación del ciego es un anticipo de lo que Dios va a hacer a la final trompeta, cuando esto corruptible se vista de incorrupción. Dios no nos perdona por nuestra naturaleza caída: no hay nada que perdonar en ella. La naturaleza, caída o no, no es ninguna entidad inteligente sujeta a responsabilidad moral.

 

Hay una diferencia entre el mal que hay en nuestro mundo y en nuestra naturaleza, y la culpabilidad (el pecado) de que somos personalmente responsables por nuestras decisiones, y que determina nuestro destino eterno. Aun siendo mala, no hay responsabilidad, pecado ni culpa en nuestra naturaleza: en lo que recibimos por herencia. Donde hay responsabilidad es en nuestro carácter: en las elecciones que tomamos, en los hábitos que desarrollamos.

 

No sólo la ceguera. También la diabetes, el cáncer, los accidentes y la propia muerte, la muerte primera —el “sueño”— son consecuencia inevitable del mal, de una naturaleza caída y de un mundo caído. No deben preocuparnos. Eso no se “cura” hasta la segunda venida de Cristo. No es pecado, y aun si pasamos al descanso, para el que cree no hay condenación, o muerte segunda, sino que tiene ya vida eterna. La primera muerte es el resultado inevitable del mal; la segunda muerte, o condenación eterna, es la penalidad por la culpa o el pecado del que somos personalmente responsables al resistir a Dios, al negar la salvación en Cristo, al preferir nuestros propios caminos.

 

El que oye mi palabra y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas pasó de muerte a vida. De cierto, de cierto os digo: Vendrá hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios: y los que oyeren vivirán (Juan 5:24-25).

 



 

 

Cuando nos arrepentimos, Dios perdona nuestra culpa, y nuestro futuro cambia radicalmente: desaparece la penalidad, de forma que hemos pasado de muerte a vida. Somos justificados por la fe, y tal como señaló E.J. Waggoner:

 

El perdón de los pecados es una realidad. Es algo tangible, algo que afecta vitalmente al individuo. Realmente lo absuelve de culpabilidad, y si es absuelto de culpa, es justificado, es hecho justo: ciertamente ha experimentado un cambio radical (Cristo y su justicia, 58).

 

Ser justificado por la fe es ser hecho justo por la fe. “Toda injusticia es pecado” (1 Juan 5:17), y “el pecado es la transgresión de la Ley” (1 Juan 3:4). Por lo tanto, toda injusticia es transgresión de la ley; y por supuesto, toda justicia es obediencia a la ley. Vemos, por lo tanto, que el justo —o recto— es aquel que obedece la ley, y ser justificado es ser hecho guardador de la ley (Las buenas nuevas. Gálatas versículo a versículo, 72).

 

¿Quita Dios el mal al mismo tiempo? ¿Lo quita del mundo, o de nuestra naturaleza? —No hasta la segunda venida. Pero cuando llegue ese momento, no perdonará nuestra naturaleza, sino que la curará: la restaurará, la hará nueva, como ilustró al curar los ojos del ciego. En su segunda venida, Jesús no viene a perdonar (Hebreos 9:28). Él habrá perdonado con antelación todo lo que se podía perdonar: todo pecado confesado y desechado. La naturaleza, por caída que esté o por pecaminosa que sea, no es pecado, y recibe un tratamiento distinto. En el plan de la redención Dios trata de forma diferenciada el problema del mal y el de la culpa.

 

Hay dos aspectos diferenciados, derivados de la entrada del pecado: uno —el mal— no va ligado a la culpa ni a la responsabilidad personal; el otro —el pecado personal— conlleva penalidad, que es la muerte segunda.

 

Justos e injustos sufrimos por igual el mal que hay en el mundo y en nuestra naturaleza caída. En contraste, sólo los injustos recibirán la paga del pecado, que es la muerte eterna.

 

En resumen: (1) nuestra naturaleza caída es como la ceguera: nos afecta a todos por igual según las leyes de la herencia y del azar. No es determinante a efectos de destino eterno; no es pecado y no requiere perdón, sino sanación. Dicha sanación tendrá lugar en la segunda venida de Cristo, cuando esto corruptible sea cambiado en incorrupción. En contraste, (2) nuestra culpabilidad y pecado se relacionan con nuestra elección personal, y son objeto del perdón, que no se administra en la segunda venida ni en ningún momento posterior a la finalización del tiempo de prueba. Sucede hoy, ahora. Sucede cuando te entregas al Señor. Sucede —idealmente— cada día.

 

Observa a qué va necesariamente asociada la responsabilidad, la culpa, el pecado:

 

Jesús les dijo: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado: mas ahora porque decís, ‘Vemos’, por tanto vuestro pecado permanece (Juan 9:41).

 

¿A qué ligó Jesús el pecado?, ¿a la naturaleza heredada?, ¿o a la elección basada en el conocimiento?

Los fariseos tenían la misma naturaleza caída que tú y yo, pero Jesús afirmó que de no haber tenido conocimiento, no habrían tenido “pecado”, y Dios no los habría tenido por culpables.

 



  

El ángel dijo: ‘Si se recibe luz, y esa luz se pone de lado o se rechaza, entonces viene la condenación y el desagrado de Dios; pero antes que se reciba la luz no hay pecado, porque no hay luz que ellos puedan rechazar’ (1TI 112.1).

 

La luz pone de manifiesto y corrige los errores escondidos en las tinieblas; y al aparecer [la luz], la vida y el carácter de los hombres debe cambiar de una manera correspondiente para estar en armonía con ella. Los pecados que eran una vez pecados de ignorancia debido a la ceguera de la mente no pueden ser ya practicados sin culpa (OE 170.2).

 

La comisión de pecados de ignorancia es una cosa mala. Dios no puede ser nunca honrado de esa forma, pero aun siendo algo malo, no hay culpa a menos que exista el conocimiento. ¡Muchos redimidos guardarán su primer sábado camino de la Nueva Jerusalem, o al llegar allí!

 

El conocimiento y la elección hacen la diferencia entre el mal y la culpa.

 

El pecado, pues, está en aquel que sabe hacer lo bueno, y no lo hace (Santiago 4:17).

 

¿Sabe un bebé de dos semanas hacer “lo bueno”? ¿Lo saben los gatos perseguidores de ratones?

 

Habrás observado que si nosotros aplicamos mecánicamente la definición bíblica de pecado (transgresión de la ley), hay personas a quienes Dios da por inocentes, que aparentemente habrían de ser condenadas. Pero recuerda: la ley es espiritual, y sólo Dios lee los corazones, por lo que sólo él puede juzgar y aplicar correctamente la ley.

 

Encuentro de grandísima utilidad la definición de “culpa” que propone Ralph Larson en su libro: ‘The Word Was Made Flesh’, una joya que recomiendo:

 

La culpa es una imputación de responsabilidad según decisión del Dador de la ley,

con respecto a una decisión tomada por el transgresor de dicha ley (Apéndice C, 15)

 

Eso implica varias cosas:

 

·       En ausencia de transgresión, no puede haber culpa (naturaleza caída no es transgresión).

·       Si no hay decisión, tampoco puede haber culpa (la naturaleza no es decisión).

·       También significa que, aun habiendo transgresión, si Dios no imputa responsabilidad —por ejemplo, por desconocimiento o incapacidad—, tampoco hay culpa.

 

Además de ser bíblico, es de sentido común. Cuando un niño de dos años hiere accidentalmente a su hermano al disparársele la pistola que encontró en el cajón donde la guarda su padre (quien es policía), no lo tratamos igual que cuando se produce el mismo resultado, con la misma pistola, sacada del mismo cajón, por parte de su otro hijo de veinte años. El niño de dos años y el de veinte tienen la misma naturaleza, pero no el mismo conocimiento ni capacidad de elección. En el caso del niño pequeño ha sucedido algo malo, muy malo; pero no hay culpa ni pecado como en el caso de su hermano mayor.

 

He necesitado muchas palabras para intentar demostrar que la culpabilidad / condenación no radica en nuestra naturaleza, sino en nuestras elecciones. Cristo sólo necesitó cinco palabras para explicarlo de forma magistral. ¿Recuerdas lo que dijo a la mujer sorprendida en adulterio?

 

Ni yo te condeno: Vete, y no peques más (Juan 8:11).

 

¿Qué te parece que era el pecado para Cristo: la naturaleza que poseía aquella mujer, o la elección pecaminosa que había hecho? ¿No te parece que la perdonó precisamente de aquel pecado por el que la querían condenar?

 

Este punto es muy importante: a fin de comprender la salvación en el contexto del conflicto de los siglos:

 

La única definición del pecado es la que da la palabra de Dios: “El pecado es transgresión de la ley”; es la manifestación exterior de un principio en pugna con la gran ley de amor que es el fundamento del gobierno divino (CS 547; 484.1).

 

Para comprender qué es el pecado, cuál es su esencia, no queda más remedio que ir al origen del pecado, al momento en el que apareció. La pretendida definición de pecado como un estado de la naturaleza es irrelevante para comprender cómo apareció el pecado en el cielo (con Lucifer), e igualmente irrelevante para comprender cómo se introdujo el pecado en esta tierra (con Adán). Ni el pecado de Lucifer ni el de Adán se pueden explicar en términos de naturaleza recibida. Si esa definición —el pecado como naturaleza— es inútil para comprender el origen del pecado en el universo y en nuestro mundo, es decididamente inútil en términos de definir qué es el pecado en cualquier tiempo posterior. Es cierto que existe un ‘estado de pecado’, pero es siempre la consecuencia de una elección previa que conlleva responsabilidad, y no al contrario.

 

 

La tentación no es pecado

 

Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia* es atraído, y cebado. Y la concupiscencia, después que ha concebido, pare el pecado: y el pecado, siendo cumplido, engendra muerte (Santiago 1:14-15).

 

* “Concupiscencia”: cualquier deseo de nuestra naturaleza que no esté en armonía con la voluntad de Dios.

 

“Atraído y cebado”: la tentación, para ser realmente tentación, ha de incluir dos elementos. Intentaré explicarlo mediante una ilustración televisiva:

 

¿Estás interesado en probar cada uno de los horrores y depravaciones que escuchas en las noticias, aunque sea una sola vez, por curiosidad, para saber personalmente en qué consiste? —Seguro que no. Con toda probabilidad más bien te repugna. Para ti, eso NO ha sido una tentación. Al oír el siniestro relato no has sentido el más mínimo deseo de reproducirlo en tu experiencia o imaginación. Pero aquello que para ti no ha sido tentación, ¡lo fue para alguien! En caso contrario no aparecería en las noticias.

 

La tentación requiere dos elementos:

 

1.     Un estímulo exterior. Satanás presenta miles de ellos, porque sabe que la particular inclinación de cada persona es variada, y no todo es atractivo para todos.

 

2.     Algo en mi naturaleza que resulte atraído, que sea sensible a ese particular estímulo. Algo que despierte mi curiosidad, que me interese o me resulte agradable de alguna forma. Eso es multiforme y variable de persona a persona, y es también variable en el período vital de cada persona. Por eso Satanás presenta multitud de estímulos diferentes.

 

Para que tenga lugar la tentación han de coincidir ambas cosas: (1) el estímulo externo y (2) la atracción en mi naturaleza. Si falta la segunda, no hay tentación.

 

Imagina que no hubiera ni un solo estímulo al mal que te resultara de alguna forma atractivo. En ese caso no podrías ser tentado. Por otra parte, todos sabemos lo que es resistir y vencer alguna de las tentaciones que se nos han presentado cuando sentimos la atracción de algún estímulo, pero por la gracia del Señor vencimos. Pues bien, según la teoría del pecado original, en realidad… ¡no vencimos, sino que pecamos igualmente!

 

La teoría del pecado original afirma que el simple hecho de que nuestra naturaleza se sienta atraída por algo, aun si resistimos esa atracción, es ya pecado. Dice: ‘Eso es malo; es malo sentir esa atracción, por lo tanto, cada vez que te sientes atraído, ya estás pecando’. Confunde el mal (tentación), con la culpa (ceder a la tentación).

 

¿Es eso lo que dice Santiago 1:14? —No. El versículo 14 describe la tentación; no el pecado. El pecado aparece en el siguiente versículo, en el 15.

 

“Concebido”. Una vez que cedemos a ese deseo de nuestra naturaleza, ha nacido algo, y lo que ha nacido, lo que ha sido “concebido”, es el pecado.

 

El dogma del pecado original —pecado entendido como naturaleza— pone el pecado en el versículo 14. La Biblia lo pone en el 15.

 

Al tolerarse un pensamiento impuro y acariciarse un deseo no santificado, el alma se contamina y se compromete su integridad. ‘Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, produce la muerte’. Sant 1:15 (5TI 165.3).

 

“Un pensamiento impuro” y “un deseo no santificado”, ¿son buenos, o son malos? —Son malos. En el cielo no nos asediarán. ¿De dónde proceden? —De Satanás, que nos tienta mediante nuestra naturaleza caída. Pero la teoría del pecado original, no distinguiendo entre mal y culpa, entre tentación y pecado, afirma que un pensamiento impuro no tolerado, un deseo malo que no es acariciado sino rechazado, es ya pecado a pesar de que no lo toleres ni acaricies. ¿Dice eso la Biblia? ¿Lo dice E. White?

 

Vayamos al Edén en su pureza. En Génesis 1:30 leemos que: “Vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera”.

 

Seguimos leyendo unos versículos más adelante, en Génesis 2:9: “Hizo Jehová Dios nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer; también el árbol de la vida en medio del huerto…

 

Pero había también otra cosa: “y el árbol del conocimiento del bien y del mal”.

 

¿Sigues pensando que todo lo que Dios había hecho era bueno en gran manera? Allí estaba el único lugar donde Adán y Eva podían ser tentados por el diablo. Allí estaba un árbol que tenía “muerte” en su fruto, lo mismo que aquella olla de tiempos de Eliseo. Allí “vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría” (3:6). Ahí estaba el estímulo, y Eva podía percibir aquel árbol y su fruto como “bueno”, “agradable” y “codiciable”. Es decir, la naturaleza de Adán y Eva era sensible al estímulo. Se daban ambos factores: estímulo y atracción: se podía producir la tentación.

Según eso, ¿cómo podemos estar seguros de que, aun estando allí aquel árbol, todo lo que Dios había hecho “era bueno en gran manera”? —Naturalmente, porque Dios lo afirma. No necesitamos ninguna otra seguridad adicional. Podemos estar seguros de eso.

 

Bien: allí estaba la tentación, y no obstante, el paraíso —árbol de la ciencia del bien y del mal incluido— era bueno en gran manera.

 

¿Se podría decir lo mismo si la tentación fuera equivalente a pecado? ¿Se puede concluir que el árbol de la ciencia del bien y del mal era pecado? —Eso no sólo es falso, sino también disparatado. Tampoco se puede decir que la atracción que sintió Eva por el fruto prohibido fuera pecado, ya que el propio Dios dijo al hombre: “Por cuanto … comiste del árbol de que te mandé, diciendo, no comerás de él” (no por cuanto deseaste).

 

En Patriarcas y profetas leemos que Adán y Eva podían ser tentados por Satanás solamente en un sitio: en el árbol del conocimiento del bien y del mal. Pero tras la entrada del pecado en este mundo, Satanás nos puede tentar en todo sitio, en todo momento. En cierto sentido se podría decir que el pecado de Adán y Eva, además de privarnos del árbol de la vida, plantó el árbol del conocimiento del bien y del mal en nuestra propia naturaleza —dentro de cada uno—, de forma que va allí donde nosotros vamos y por consiguiente podemos ser tentados en todo lugar y circunstancia. Pero observa: eso no equivale a pecado. No más que la presencia de aquel árbol en el Edén. El pecado consistió, y consiste, en ceder a la tentación.

 

¿Qué te parece?, ¿podía ser Cristo tentado como Adán en su pureza edénica solamente en un sitio y por un tiempo?, ¿o podía ser tentado a lo largo de toda su vida en esta tierra, en todos los sitios? Observa cuál era la idea de Agustín de Hipona, el popularizador de la teoría del pecado original, sobre el pecado de Eva:

 

Nuestros primeros padres cayeron en abierta desobediencia porque estaban ya con anterioridad secretamente corrompidos, ya que el acto malvado jamás se habría llevado a cabo a menos que viniera precedido por una voluntad malvada. El acto malvado, por lo tanto, la transgresión de comer el fruto prohibido fue cometido por personas que eran ya malvadas. Ese mal fruto sólo pudo darse en un árbol corrompido.

 

En otras palabras: ‘Pecaron, porque eran pecadores’. Ahora, si no fue una elección del hombre la que corrompió su naturaleza, sino que hubo una corrupción de su naturaleza antes de que el hombre hiciera una elección, entonces ¿quién es el responsable último del problema? ¿Es extraño que esa sea una doctrina favorita del acusador de Dios y de los hermanos?

 

¿No se escucha algo muy parecido últimamente en el adventismo? Se oye que Eva pecó antes de tomar el fruto, cuando se separó de Adán. Es cierto que fue imprudente y se expuso al peligro, pero ¿qué es pecado? —Es cuando Dios da un mandamiento, y conociendo ese mandamiento, lo transgredes voluntariamente. Dios no le había dado a Eva el mandamiento: ‘No te separarás de Adán, porque el día en que de él te separares, morirás’. El consejo que los ángeles le transmitieron al efecto de no separarse de Adán, era una advertencia, una ayuda, una salvaguardia; pero no un mandamiento. Ni siquiera tocar el fruto habría constituido pecado. Tras el pecado, Dios dijo a Adán: “Por cuanto comiste del árbol” (3:17). Esa fue la razón.

 

La tentación no equivale a pecado, a menos que creamos en un diablo todopoderoso. Satanás no puede hacer pecar a nadie sin ganar antes su consentimiento. Los pensamientos y deseos que Satanás trae a nuestra mente no son pecados, sino tentaciones con las que se propone hacernos pecar.

 

Nadie puede ser forzado a transgredir. Primero tiene que ganarse el consentimiento propio; el alma tiene que proponerse cometer el acto pecaminoso antes que la pasión pueda dominar la razón o que la iniquidad triunfe sobre la conciencia. No importa cuán fuerte sea la tentación, no es excusa para el pecado (5TI 165.4).

 

Seremos tentados hasta la segunda venida de Cristo, o bien hasta que pasemos al descanso. Cuando seamos sellados y se acabe el tiempo de prueba, no se nos dará una “carne santa”. Seguiremos teniendo la misma naturaleza caída y seguiremos siendo tentados. La tentación es parte de la vida en una naturaleza degradada, en un mundo del que Satanás es temporalmente el príncipe (aunque por usurpación). No podemos hacer nada con nuestra naturaleza, pero sí con nuestro carácter, y será este el que decida nuestro destino.

 

Hay dos clases de personas en el mundo hoy día, y tan sólo dos clases serán reconocidas en el juicio: la que viola la ley de Dios y la que la obedece (PVGM  226.2).

 

El carácter es el resultado de nuestras elecciones. El pecado consiste en acariciar, en tolerar esos pensamientos y deseos contrarios a la voluntad de Dios. Tolerar, acariciar, es ceder. Haciendo así, la tentación se resuelve en pecado. Pero Dios nos ha dado su poder, y nos ha dado la capacidad de elegir, de forma que nadie ni nada —ni Satanás ni nuestra naturaleza— puede obligarnos a transgredir.

 

Hay pensamientos y sentimientos sugeridos y fomentados por Satanás que molestan aun a los mejores hombres; pero si no se los alberga, si se los rechaza por odiosos, el alma no se contamina con la culpa y nadie recibe la mancha de su influencia (2MCP 78.3; RH 27 marzo 1888).

 

 

Cristo, tentado como nosotros

 

Puesto que el pecado es una elección —no el estado de la naturaleza caída—, Jesús pudo tomar nuestra naturaleza en su condición caída y ser tentado en todo como nosotros. No estamos solos. Jesús venció en nuestra naturaleza todas nuestras tentaciones. Abrió para nosotros un “camino nuevo y vivo, por el velo, esto es, por su carne” (Hebreos 10:20). Todo lo que se necesita es que recibamos y alberguemos la mente de Cristo. Eso son buenas nuevas.

 

El evangelio que parte de la premisa del pecado original asume que Cristo no tomó nuestra naturaleza caída; por lo tanto, tuvo carne santa. Eso significa que nosotros habremos de seguir pecando hasta no haber recibido una carne como esa. En consecuencia, hoy no tiene para nosotros ningún sentido que “haya pues en vosotros la mente que hubo en Cristo”. Lo que necesitaríamos, según eso, es que ‘haya pues en vosotros la carne que hubo en Cristo’. Malas nuevas, que afortunadamente no están en la Biblia.

 

Relacionad Hebreos 4:15: Cristo fue “tentado en todo según nuestra semejanza”, con Santiago 1:14: “cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído, y cebado”, y comprenderéis que Jesús fue tentado desde su interior, de forma semejante a como lo somos nosotros.

 

¿Podemos estar seguros de que en Jesús operó ese elemento imprescindible en la tentación, que consiste en que la naturaleza sea sensible, que se sienta atraída por el estímulo, tal como describió Santiago? ¿Es un pecado sentirse poderosamente atraído por algún estímulo?

 

La tentación se resiste cuando el hombre se ve poderosamente persuadido a cometer la acción errónea; y, sabiendo que él puede cometerla, resiste por la fe, aferrándose firmemente al poder divino. Esta fue la prueba por la cual Cristo pasó (3MS 149.1; YI 20 julio 1899).

 

Cierto día una hermana en la fe me pidió ayuda, sintiendo que estaba al borde de ceder al desánimo por algo extraño que le estaba sucediendo: mientras oraba acudían a su mente pensamientos malvados. Intenté animarla como solemos hacer en esas ocasiones, pero no me atreví a decirle que Cristo la podía socorrer debido a que él también fue tentado como ella (y venció).

 

¿Fue Cristo tentado así? ¡Me parecía irreverente! Mi temor a ser irreverente, no obstante, estaba camuflando una falta de fe en la Palabra del Señor: “Tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). El texto nos habla de una gran diferencia, pero la diferencia no está en la tentación, sino en el pecado (en ceder a la tentación).

 

Teniendo en cuenta que sólo en virtud de que “él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados”, sucede que si creo que Cristo no pudo ser tentado en alguna de las tentaciones que a mí me afligen… en ese punto no tengo Salvador, ¡pero es precisamente ahí donde lo necesito! Medita en el texto de Hebreos 2:18, y te darás cuenta de que es imposible escapar a esa conclusión.

 

Lamentablemente no pude ayudar a que esa hermana tuviera precisamente lo que necesitaba: el socorro de un Salvador que está “cerca, a la mano” (3MS 205.1). No supe encomendarla a un Salvador “poderoso para socorrer a los que son tentados”.

 

Y no se trata sólo de una tentación que producía desánimo a aquella hermana. ¿Nunca te ha sucedido que al rato de haber comenzado una oración, te das cuenta con alarma de que tu pensamiento se perdió divagando en una especie de monólogo, o diálogo contigo mismo, que ha descendido a temas comunes, y que ya no estás hablando con tu Padre celestial? ¿Nunca te ha sucedido que te hayas dormido orando?, ¿o que tus oraciones resulten molestadas por malos recuerdos o pensamientos que acuden a tu mente, como le sucedía a la hermana? ¿Nunca te has sentido alarmado y tentado al desánimo por ese motivo?

 

Un día encontré esta declaración. ¡Ojalá hubiese sido antes!:

 

Algunos se dan cuenta de su gran debilidad y pecado, y se desaniman. Satanás echa su oscura sombra entre ellos y el Señor Jesús: su sacrificio expiatorio. Dicen: Es inútil que yo ore. Mis oraciones están tan mezcladas con malos pensamientos que el Señor no las oirá. Esas sugestiones son de Satanás. En su humanidad Cristo enfrentó y resistió esta tentación, y sabe cómo socorrer a los que así son tentados (ELC 80.4).

 

Mi hermano, nuestro Salvador descendió hasta el pozo en el que tú y yo estamos. En su encarnación no hubo trampa ni falsedad. No nos saca del pozo lanzándonos una cuerda desde arriba, sino que desciende hasta donde estamos, nos toca, como hizo para sanar al leproso, y nos dice: ¡Venga! ¡Vamos al cielo!

 

Cuando el hermano Waggoner presentó esas ideas en Minneapolis… cada fibra de mi corazón decía: Amén (Ellen G. White 1888 Materials, 348)

 

  

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