Fe y obras
Kelvin Mark Duncan, 28 octubre 2006

 

En ocasiones se presenta la fe y las obras como siendo cualidades opuestas que es necesario poseer en proporciones equilibradas a fin de ser buenos cristianos. De ahí que se hable frecuentemente del “equilibrio” como siendo una cualidad cristiana esencial. A pesar de la popularidad de esa noción, ni la Biblia ni el Espíritu de Profecía describen ese tipo de equilibrio. En la versión King James sólo aparece tres veces la palabra raíz para “equilibrio”, y no lo hace nunca en el contexto de la fe y las obras (ver Isa 40:12; Job 37:16 y Dan 5:27). Ellen White emplea el término “equilibrio” en el contexto de la discusión sobre la fe y las obras, pero el mensaje no es que necesitamos equilibrar la fe y las obras, sino más bien que estas nos tienen que equilibrar a nosotros (Fe y obras, 49).

¿De dónde procede, entonces, la idea de que estamos en necesidad de equilibrar la fe y las obras? La Biblia enseña la salvación por la gracia mediante la fe, aparte de las obras (ver Efe 2:8; Rom 4:5-6). En otras palabras: las buenas obras en nada contribuyen a nuestra posición ante Dios. “La salvación es solamente por fe en Cristo Jesús” (Fe y obras, 19). Pero en el mundo ha existido, y existe aún, una idea que se opone a esa enseñanza fundamental. El paganismo cree que es necesario apaciguar la ira de los dioses, ganar de alguna forma su favor o generar un buen “karma” a fin de ser “salvos”. Ahora bien, esa es una distorsión demasiado grosera de la verdad como para pasar desapercibida para la mayoría de cristianos. Por lo tanto, el enemigo diseñó una versión mucho más sofisticada de su falsificación, que resulta extrañamente aceptable para muchos. Se la presenta tras el señuelo del “equilibrio”. Muy pocos cristianos sinceros se sentirán seducidos por la herejía abierta de la salvación por las obras, y sin embargo muchos abrazan ese mismo error cuando se les presenta mezclado con verdad. Y así tenemos la idea del “equilibrio”, un error sutil, la enseñanza de que la salvación es parcialmente por la fe y parcialmente por las obras. Pero al llevar ese “equilibrio” a su conclusión lógica, no hay otra cosa que puro legalismo: salvación por obras, ya que, o bien es todo de Cristo, o nada de él.

Esa es la esencia de la controversia que ha afectado a la humanidad desde que cayeron nuestros primeros padres y perdieron el Paraíso. Se trata de la lucha secular que describen las Escrituras desde el Génesis al Apocalipsis. Cuando Adán y Eva pecaron por primera vez y se dieron cuenta de que estaban desnudos decidieron inmediatamente solventar por ellos mismos el problema del pecado y se pusieron a la obra. Cosieron hojas de higuera para cubrir su necesidad sin darse cuenta de que las hojas se secarían, se harían quebradizas y se desintegrarían, dejando de nuevo expuesta su desnudez. La cubierta de luz que los había rodeado hasta entonces era más que un vestido. Era un símbolo de su estado de pureza e inocencia. Al pecar perdieron dicha inocencia, y con ello también lo que la simbolizaba, el vestido de luz.

Ahora necesitaban aquello que sólo Dios puede proveer, un manto de justicia. Así, Dios vino, les hizo túnicas de pieles y los vistió con ellas (Gén 3:21), lo que implica el primer sacrificio de animales. Ese animal sacrificado representaba a Cristo. Las pieles representaban su manto de justicia que, recibido por la fe, cubre nuestra desnudez. El tema, pues, desde el mismo principio, fue justicia por las obras (hojas de higuera) versus justicia por la fe (túnicas de pieles).

Lo anterior está en Génesis tres. A fin de que no pase desapercibida, la misma lección se repite inmediatamente en el capítulo cuarto. En él se nos presenta a Caín como un agricultor y a Abel como ganadero. Al llegar el momento del sacrificio, Abel presentó el cordero, no por ser él quien cuidaba del rebaño, sino porque representaba al Cordero de Dios. En contraste, Caín, en una idea que parece original al lector casual, pero que resulta no serlo tanto, decidió presentar la obra de sus propias manos. Muy probablemente a Caín le pareció que su hermano había hecho lo mismo que él. Puesto que era pastor, era apropiado que trajera un cordero, mientras que él —que cuidaba la tierra— traía el fruto de su trabajo. Pero Hebreos nos informa más allá de toda duda que la motivación de Abel era completamente diferente: “Por la fe Abel ofreció a Dios” (Heb 11:4). Abel no estaba dependiendo del yo ni de la obra de sus propias manos. Se trata de la misma lucha que se había producido en el jardín del Edén: justicia por la fe versus justicia por las obras. Dios nos envió la comprensión correcta del tema en el mensaje “preciosísimo” de 1888.

Al seguir leyendo en las Escrituras se hace manifiesto que cambian los protagonistas, pero la lucha es siempre la misma. Sara y Agar: la justicia por la fe versus la justicia por las obras. Jacob y Esaú. David y Saúl. La larga y triste historia de Israel queda resumida en estas palabras:

Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó. ¿Por qué? Porque iban tras ella no por fe, sino dependiendo de las obras de la ley” (Rom 9:31-32).

Y hemos de comprender que la controversia final en el conflicto de los siglos no está centrada simplemente en dos días: sábado y domingo. La lucha tiene que ver con dos conceptos sobre la salvación: salvación por la fe versus salvación por las obras. Será una pugna entre dos evangelios: el evangelio de la salvación por la gracia versus el falso evangelio de la salvación por las obras.

Por consiguiente, es imperativo que tengamos el verdadero concepto sobre la fe y que comprendamos su relación con las buenas obras. La sierva del Señor escribió:

El conocimiento de lo que significa la Escritura cuando nos urge a la necesidad de cultivar la fe, es más esencial que cualquier otro conocimiento que se pueda adquirir (Review and Herald, 18 octubre 1898).

A.T. Jones escribió:

“A fin de comprender lo que la Escritura quiere decir cuando nos urge a la necesidad de cultivar la fe, es esencial comprender, antes que nada, qué es la fe” (Lecciones sobre la fe, 15). Más adelante respondió en los siguientes términos a esa cuestión esencial: “La fe consiste en esperar que la palabra de Dios cumpla lo que dice, y confiar en que esa palabra lleve a cabo lo que dice” (Id, 17). Si la fe consiste en depender de la palabra de Dios para que efectúe lo que declara dicha palabra (por ejemplo, obras), y Dios ha afirmado que su palabra no volverá vacía, sino que cumplirá el propósito para el cual la pronunció; entonces se deduce que la fe (depender solamente de la palabra), producirá siempre buenas obras. Dicho de otro modo: la fe obra. Y ahí “obra” es un verbo, no un sustantivo.

Vemos pues cómo la Biblia no enseña que la fe y las obras sean conceptos opuestos o antitéticos a los que sea necesario “equilibrar”. La Biblia enseña de forma consistente que la “fe... obra por el amor” (Gál 5:6). La Biblia enseña que las buenas obras son un elemento esencial de la fe. Santiago pregunta: “¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras?” Y a continuación afirma que “la fe se perfeccionó por las obras” (Sant 2:22). Por lo tanto, jamás debiéramos ver la fe y las obras como dos elementos diferentes que están en necesidad de ser “equilibrados”. Al contrario, es esencial comprender que la verdadera fe, cuando realmente existe, obra. Separar la fe y las obras, y sugerir que necesitamos, no uno, sino dos elementos en la adecuada proporción, por más “equilibrado” que pueda parecer, incluye la venenosa falsificación de la justicia por las obras.

Lo que necesitamos es la “fe que obra”. Ese elemento nos equilibrará a nosotros. No necesitamos equilibrarla.

 

 

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